EL ESPÍRITU SANTO: TEOLOGÍA SISTEMÁTICA, CAP. 8
Autor: Charles Hodge
Traductor: Valentín Alpuche
EL ESPÍRITU SANTO
§ 1. Su naturaleza
Las palabras רוּהַ y πνεῦμα se usan en diferentes sentidos, tanto literales como figurados, en las Sagradas Escrituras. Apropiadamente significan viento, como cuando nuestro Señor dice: «El πνεῦμα (viento) sopla de donde quiere»; luego cualquier poder invisible; luego agentes inmateriales, invisibles, como el alma y los ángeles; luego Dios mismo, de quien se dice que es Espíritu, para expresar su naturaleza como un ser inmaterial e inteligente; y finalmente, la Tercera Persona de la Trinidad es llamada «El Espíritu» por la vía de eminencia, probablemente por dos razones. Primero, porque Él es el poder o la eficiencia de Dios, es decir, la persona a través de la cual se ejerce directamente la eficiencia de Dios; y segundo, para expresar su relación con las otras personas de la Trinidad. Como Padre e Hijo son términos que expresan relación, es natural inferir que la palabra Espíritu debe entenderse de la misma manera. El Hijo es llamado el Verbo/la Palabra, como el revelador o imagen de Dios, y la Tercera Persona es llamada Espíritu como su aliento o poder. También se le llama predominantemente el Espíritu Santo para indicar tanto su naturaleza como sus operaciones. Él es absolutamente santo en su propia naturaleza, y la causa de la santidad en todas las criaturas. Por la misma razón se le llama el Espíritu de la Verdad, el Espíritu de Sabiduría, de Paz, de Amor y de Gloria.
A. Su personalidad
Los dos puntos para considerar en referencia a este tema son, en primer lugar, la naturaleza, y en segundo lugar el oficio u obra del Espíritu Santo. Con respecto a su naturaleza, ¿es Él una persona o un mero poder? Y si es una persona, ¿es Él creado o divino, finito o infinito? La personalidad del Espíritu ha sido la fe de la Iglesia desde el principio. Tuvo pocos oponentes incluso en el período caótico de la teología y en los tiempos modernos ha sido negado por nadie más que socinianos, arrianos y sabelianos. Antes de considerar la prueba directa de la doctrina de la Iglesia de que el Espíritu Santo es una persona, puede ser bueno señalar que los términos «El Espíritu», «El Espíritu de Dios», «El Espíritu Santo», y cuando Dios habla, «Mi Espíritu», o, cuando se habla de Dios, «Su Espíritu», ocurren en todas partes de la Escritura desde Génesis hasta Apocalipsis. Estos y otros términos equivalentes evidentemente deben entenderse en el mismo sentido a lo largo de las Escrituras. Si el Espíritu de Dios que se movía sobre la faz de las aguas, que contendía con los antediluvianos, que vino sobre Moisés, que dio habilidad a los artesanos y que inspiró a los profetas, es el poder de Dios, entonces el Espíritu que vino sobre los Apóstoles, que Cristo prometió enviar como consolador y abogado, y al cual se refieren la instrucción, la santificación y la guía del pueblo de Dios, también debe ser el poder de Dios. Pero si el Espíritu se revela claramente como una persona en las últimas partes de las Escrituras, es claro que las porciones anteriores deben entenderse de la misma manera. Una parte de la Biblia, y mucho menos uno o unos pocos pasajes no deben ser tomados por sí mismos, y no se debe recibir cualquier interpretación que las palabras aisladas puedan tener, sino que la Escritura debe interpretar la Escritura. Otra observación obvia sobre este tema es que el Espíritu de Dios es igualmente prominente en todas las partes de la Palabra de Dios. Su intervención no ocurre en raras ocasiones, como la aparición de ángeles, o las teofanías, de las cuales se hace mención esporádica en el volumen sagrado; sino que Él es representado como presente en todas partes y en todas partes activo. Esto quiere decir que igualmente podríamos eliminar de la Biblia el nombre y la doctrina de Dios como el nombre y el oficio del Espíritu. Solo en el Nuevo Testamento se le menciona cerca de trescientas veces. Sin embargo, no es solo la frecuencia con la que se menciona al Espíritu y la prominencia dada a su persona y obra, sino las relaciones numerosas e interesantes en las que se le representa en relación con el pueblo de Dios, la importancia y el número de sus dones, y la absoluta dependencia del creyente y de la Iglesia de Él para la vida espiritual y eterna, todo lo cual hace que la doctrina del Espíritu Santo sea absolutamente fundamental para el Evangelio. La obra del Espíritu al aplicar la redención de Cristo se representa de manera tan esencial como la redención misma. Por lo tanto, es indispensable que sepamos lo que la Biblia enseña acerca del Espíritu Santo, tanto en cuanto a su naturaleza como a su oficio.
Prueba de su personalidad
Las Escrituras enseñan claramente que Él es una persona. La personalidad incluye inteligencia, voluntad y subsistencia individual. Si, por lo tanto, se puede probar que todo esto se atribuye al Espíritu, se prueba que Él es una persona. No será necesario ni aconsejable separar las pruebas de estos varios puntos, y citar pasajes que le atribuyan inteligencia; y luego otros que le atribuyen voluntad y otros aún para probar su subsistencia individual, porque todas estas características a menudo se incluyen en un mismo pasaje; y los argumentos que prueban una, en muchos casos prueban también las otras.
1. El primer argumento para la personalidad del Espíritu Santo se deriva del uso de los pronombres personales en relación con Él. Una persona es aquello que, al hablar, dice yo; cuando se dirige a él, se llama tú; y cuando se habla de él, se le llama él. De hecho, se admite que existe una figura retórica como la personificación; que los seres inanimados o irracionales, o los sentimientos, o los atributos, pueden ser introducidos como hablantes, o dirigidos como personas. Pero esto no crea ninguna dificultad. Los casos de personificación son tales que, excepto en raras ocasiones, no admiten ninguna duda. El hecho de que los hombres a veces invoquen los cielos, o los elementos, no da ningún pretexto para explicar como si fueran personificaciones todos los pasajes en los que Dios o Cristo son presentados como persona. Así también con respecto al Espíritu Santo. Se le presenta como persona tan a menudo, no solo en el discurso poético o ensalzado, sino en la narrativa simple, y en las instrucciones didácticas; y su personalidad está sostenida por tantas pruebas colaterales, que explicar el uso de los pronombres personales en relación con Él bajo el principio de personificación, es violentar todas las reglas de interpretación. Así, en Hechos 13:2, «dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado». Nuestro Señor dice (Juan 15:26): «Pero cuando venga el Consolador (ὁ παράκλητος) a quien os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad (τὸ πνεῦμα τῆς ἀληθείας) el cual (ὅ) procede del Padre, Él (ἐκεῖνος) dará testimonio acerca de mí». El uso del pronombre masculino Él en lugar de eso o ello, muestra que el Espíritu es una persona. De hecho, se puede decir que como παράκλητος es masculino, el pronombre que se refiere a Él debe, por supuesto, estar en el mismo género. Pero como intervienen las palabras explicativas τὸ πνεῦμα, a las que se refiere el neutro ὅ, el siguiente pronombre estaría naturalmente en neutro, si el sujeto del que se habla, el πνεῦμα, no fuera una persona. En el siguiente capítulo (Juan 16:13-14) no hay motivo para esta objeción. Allí se dijo: «Pero cuando venga el Espíritu de verdad, Él (ἐκεῖνος) os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará (ἐκεῖνος ἐμὲ δοξάσει); porque tomará de lo mío y os lo hará saber». Aquí no hay posibilidad de explicar el uso del pronombre personal Él (ἐκεῖνος) bajo ningún otro fundamento que no sea la personalidad del Espíritu.
2. Mantenemos relaciones con el Espíritu Santo que solo podemos sostener con una persona. Él es el objeto de nuestra fe. Creemos en el Espíritu Santo. Esta fe la profesamos en el bautismo. Somos bautizados no solo en el nombre del Padre y del Hijo, sino también del Espíritu Santo. La misma asociación del Espíritu en tal conexión, con el Padre y el Hijo, ya que son admitidos como personas distintas, prueba que el Espíritu también es una persona. Además, el uso de la palabra εἰς τὸ ὄνομα, en el/hacia el nombre, no admite otra explicación. Por el bautismo profesamos reconocer al Espíritu como reconocemos al Padre y al Hijo, y nos unimos tanto a uno como a los otros. Si cuando el Apóstol le dice a los corintios que no fueron bautizados εἰς τὸ ὄνομα Παῦλου (en el/hacia el nombre de Pablo), y cuando dice que los hebreos fueron bautizados en/hacia Moisés, quiere decir que los corintios no fueron hechos discípulos de Pablo, y que los hebreos sí fueron hechos discípulos de Moisés; entonces, cuando somos bautizados en el nombre del Espíritu, el significado es que en el bautismo profesamos ser Sus discípulos; nos comprometemos a recibir Sus instrucciones y a someternos a Su control. Estamos en la misma relación con Él que con el Padre y con el Hijo; reconocemos que Él es una persona tan claramente como reconocemos la personalidad del Hijo o del Padre. Los cristianos no solo profesan creer en el Espíritu Santo, sino que también son los receptores de sus dones. Él es para ellos un objeto de oración. En la bendición apostólica, se invoca solemnemente la gracia de Cristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo. Oramos al Espíritu por la comunicación de Él mismo hacia nosotros, para que Él pueda, de acuerdo con la promesa de nuestro Señor, morar en nosotros, como oramos a Cristo para que podamos ser los objetos de su amor inmerecido. En consecuencia, se nos exhorta a no «pecar contra», «no resistir», no «entristecer» al Espíritu Santo. Se le representa, por lo tanto, como una persona que puede ser objeto de nuestros actos; a quien podemos agradar u ofender; con quien podemos tener comunión, es decir, relaciones personales; quien puede amar y ser amado; quien puede decirnos «tú»; y a quien podemos invocar en cada momento de necesidad.
3. El Espíritu también sostiene relaciones con nosotros, y realiza oficios que nadie más que una persona puede sostener o realizar. Él es nuestro maestro, santificador, consolador y guía. Él gobierna a cada creyente que es guiado por el Espíritu, y a toda la Iglesia. Él llama como llamó a Bernabé y Saulo, a la obra del ministerio, o a algún campo especial de trabajo. Los pastores u obispos son hechos supervisores por el Espíritu Santo.
4. En el ejercicio de estas y otras funciones, actos personales se atribuyen constantemente al Espíritu en la Biblia; es decir, actos que impliquen inteligencia, voluntad y actividad o poder. El Espíritu escudriña, selecciona, revela y reprende. A menudo leemos que «El Espíritu dijo» (Hechos 13:2; 21:11; 1Tim 4:1, etc.). Esto se hace tan constantemente, que el Espíritu aparece como un agente personal de un extremo a otro de las Escrituras, de modo que su personalidad está fuera de discusión. La única pregunta posible es si Él es una persona distinta del Padre. Pero de esto no puede haber duda razonable, ya que se dice que Él es el Espíritu de Dios y el Espíritu que es o procede de Dios (ἐκ θεοῦ); ya que Él se distingue del Padre en las fórmulas del bautismo y bendición; ya que procede del Padre; y ya que Él es prometido, enviado y dado por el Padre. De modo que confundir al Espíritu Santo con Dios sería hacer ininteligibles las Escrituras.
5. Todos los elementos de la personalidad, a saber, la inteligencia, la voluntad y la subsistencia individual, no solo están involucrados en todo lo que se revela con respecto a la relación en la que el Espíritu está con nosotros y la relación que nosotros sostenemos con Él, sino que todos esos elementos se le atribuyen claramente. Se dice que el Espíritu conoce, quiere y actúa. Él escudriña, o conoce todas las cosas, incluso las cosas profundas de Dios. Nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. (1Corintios 2:10,12.) Él reparte «a cada uno en particular como él quiere» (1Corintios 12:11). Su subsistencia individual está involucrada en ser un agente, y en ser el objeto en el que termina la actividad de otros. Si Él puede ser amado, reverenciado y obedecido, u ofendido y pecar contra Él, debe ser una persona.
6. Las manifestaciones personales del Espíritu cuando descendió sobre Cristo después de su bautismo y sobre los Apóstoles en el día de Pentecostés, implican necesariamente su subsistencia personal. No era ningún atributo de Dios, ni su mera eficiencia, sino Dios mismo, lo que se manifestó en la zarza ardiente, en el fuego y las nubes en el Monte Sinaí, en la columna que guio a los israelitas a través del desierto, y en la gloria que moraba en el Tabernáculo y en el Templo.
7. El pueblo de Dios siempre ha considerado al Espíritu Santo como una persona. Ellos han acudido a Él en busca de instrucción, santificación, dirección y consuelo. Esto es parte de su religión. El cristianismo (subjetivamente considerado) no sería lo que es sin este sentido de dependencia del Espíritu, y este amor y reverencia por su persona. Todas las liturgias, oraciones y alabanzas de la Iglesia están llenas de apelaciones y discursos al Espíritu Santo. Este es un hecho que no admite ninguna solución racional si las Escrituras no enseñan realmente que el Espíritu es una persona distinta. La regla Quod semper, quod ubique, quod ab omnibus, es sostenida tanto por protestantes como por romanistas. Los protestantes no objetan a la autoridad del consentimiento general como evidencia de la verdad, sino a las aplicaciones que la Iglesia Papal hace de ella, y al principio sobre el cual esa autoridad se hace descansar. Todos los protestantes admiten que los verdaderos creyentes en cada época y país tienen una fe, así como un Dios y un Señor.
B. Divinidad del Espíritu Santo
Sobre este tema ha habido poca disputa en la Iglesia. El Espíritu es presentado tan prominentemente en la Biblia como poseedor de atributos divinos, y ejerciendo prerrogativas divinas, que desde el siglo IV su verdadera divinidad nunca ha sido negada por aquellos que admiten su personalidad.
1. En el Antiguo Testamento, todo lo que se dice de Jehová se dice del Espíritu de Jehová; y, por lo tanto, si este último no es una mera perífrasis para el primero, debe ser necesariamente divino. Las expresiones, dijo Jehová, y, dijo el Espíritu, se intercambian constantemente; y se dice que los actos del Espíritu son actos de Dios.
2. En el Nuevo Testamento, el lenguaje de Jehová se cita como el lenguaje del Espíritu. En Is 6:9, está escrito, Jehová dijo: «Anda, y di a este pueblo», etc. Este pasaje es citado por Pablo, Hechos 28:25, «Bien habló el Espíritu Santo por medio del profeta Isaías», etc. En Jeremías 31:31,33-34, se dice: «He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel», que es citado por el Apóstol en Hb 10:15-16, diciendo: «Y nos atestigua lo mismo el Espíritu Santo; porque después de haber dicho: Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré», etc. Así, constantemente se cita el lenguaje de Dios como el lenguaje del Espíritu Santo. Los profetas eran los mensajeros de Dios; pronunciaron sus palabras, entregaron sus mandamientos, pronunciaron sus amenazas y anunciaron sus promesas, porque hablaron mientras eran movidos por el Espíritu Santo. Eran los órganos de Dios, porque eran los órganos del Espíritu. El Espíritu, por lo tanto, debe ser Dios.
3. En el Nuevo Testamento se continúa el mismo modo de representación. Los creyentes son el templo de Dios, porque el Espíritu mora en ellos. Efesios 2:22: Sois «morada de Dios en el Espíritu». 1Corintios 6:19: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?». En Rom. 8:9-10, se dice que la morada de Cristo es la morada del Espíritu de Cristo, y eso se dice que es la morada del Espíritu de Dios. En Hechos 5:1-4, se dice que Ananías mintió a Dios porque mintió contra el Espíritu Santo.
4. Nuestro Señor y sus apóstoles hablan constantemente del Espíritu Santo como poseedor de todas las perfecciones divinas. Cristo dice: «Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada» (Mt 12:31.) El pecado imperdonable, entonces, es hablar contra del Espíritu Santo. Esto no podía ser a menos que el Espíritu Santo fuera Dios. El Apóstol, en 1Corintios 2:10-11, dice que el Espíritu sabe todas las cosas, incluso las cosas profundas (los propósitos más secretos) de Dios. Su conocimiento es proporcional al conocimiento de Dios. Él conoce las cosas de Dios como el espíritu de un hombre conoce las cosas de un hombre. La conciencia de Dios es la conciencia del Espíritu. El salmista nos enseña que el Espíritu es omnipresente y eficiente en todas partes. «¿A dónde, pregunta, me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?» (Sal 139:7). La presencia del Espíritu es la presencia de Dios. La misma idea es expresada por el profeta cuando dice: «¿Se ocultará alguno, dice Jehová, en escondrijos que yo no lo vea? ¿No lleno yo, dice Jehová, el cielo y la tierra?» (Jer 23:24).
5. Las obras del Espíritu son las obras de Dios. Él formó el mundo. (Gn 1:2). Él regenera el alma: nacer del Espíritu es nacer de Dios. Él es la fuente de todo conocimiento; el dador de la inspiración; el maestro, el guía, el santificador y el consolador de la Iglesia en todas las edades. Él modela nuestros cuerpos; Él formó el cuerpo de Cristo, como una morada adecuada para la plenitud de la Deidad; y Él ha de vivificar nuestros cuerpos mortales (Rom 8:11).
6. Por lo tanto, se le presenta en las Escrituras como el objeto propio de adoración, no solo en la fórmula del bautismo y en la bendición apostólica, que recuerdan constantemente la doctrina de la Trinidad como la verdad fundamental de nuestra religión, sino que también en el requisito constante de que acudamos y dependamos de Él para todo bien espiritual, y reverenciarlo y obedecerlo como nuestro divino maestro y santificador.
Relación del Espíritu con el Padre y con el Hijo
La relación del Espíritu con las otras personas de la Trinidad ha sido declarada antes. (1) Él es el mismo en sustancia e igual en poder y gloria. (2) Está subordinado al Padre y al Hijo, en cuanto a su modo de subsistencia y operación, ya que se dice que es del Padre y del Hijo; es enviado por ellos, y ellos operan a través de Él. (3) Él tiene la misma relación con el Padre que con el Hijo; ya que se dice que es de uno y de otro, y es dado por el Hijo, así como por el Padre. (4) Su relación eterna con las otras personas de la Trinidad está indicada por la palabra Espíritu, y porque se dice que es ἐκ τοῖ θεοῦ, procede de Dios, es decir, Dios es la fuente de donde se dice que procede el Espíritu.
§ 2. El oficio del Espíritu Santo
A. En la naturaleza
La doctrina general de las Escrituras sobre este tema es que el Espíritu es el agente ejecutivo de la Deidad. Todo lo que Dios hace, lo hace por el Espíritu. Por lo tanto, en el credo de Constantinopla, adoptado por la Iglesia universal, se dice que Él es τὸ Πνεῦμα, τὸ κύριον, τὸ ζωοποιόν. Él es la fuente inmediata de toda vida. Incluso en el mundo externo, el Espíritu está presente en todas partes y en todas partes está activo. La materia no es inteligente. Tiene sus propiedades peculiares, que actúan ciegamente según las leyes establecidas. La inteligencia, por lo tanto, manifestada en estructuras vegetales y animales no se refiere a la materia, sino al Espíritu omnipresente de Dios. Fue Él quien se movía sobre las aguas y redujo el caos al orden. Fue Él quien adornó los cielos. Es Él quien hace que la hierba crezca. El salmista dice de todas las criaturas vivientes: «Escondes tu rostro, se turban; les quitas el hálito, dejan de ser y vuelven al polvo. Envías tu Espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104:29-30.) Compárese con Is 32:14-15. Job, hablando de su estructura corporal, dice: «El Espíritu de Dios me ha hecho» (Job 33:4). Y el salmista, después de describir la omnipresencia del Espíritu, refiere a su acción el maravilloso mecanismo del cuerpo humano. «Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado. . . No fue encubierto de ti mi cuerpo, bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas» (Sal. 139:14-16). Cipriano (o el autor del Tratado «De Spiritu Sancto», incluido en sus obras) dice: “Hic Spiritus Sanctus ab ipso mundi initio aquis legitur superfusus; non materialibus aquis quasi vehiculo egens, quas potius ipse ferebat et complectentibus firmamentum dabat con gruum motum et limitem præfinitum. . . . [Hic est] spiritus vitæ cujus vivificus calor animat omnia et fovet et provehit et fœcundat. Hic Spiritus Sanctus omnium viventium anima, ita largitate sua se omnibus abundanter infundit, ut habeant omnia rationabilia et irrationabilia secundum genus suum ex eo quod sunt et quod in suo ordine suæ naturæ competentia agunt. Non quod ipse sit substantialis anima singulis, sed in se singulariter manens, de plenitudine sua distributor magnificus proprias efficientias singulis dividit et largitur; et quasi sol omnia calefaciens, subjecta omnia nutrit, et absque ulla sui diminutione, integritatem suam de inexhausta abundantia, quod satis est, et sufficit omnibus, commodat et impartit.”[1]
El Espíritu la Fuente de toda Vida Intelectual
El Espíritu también es representado como la fuente de toda vida intelectual. Cuando el hombre fue creado, se dice que Dios «sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente (נֶפֶשׁ חַיָּה)» (Gen. 2:7). Job 32:8 dice que la inspiración del Todopoderoso da entendimiento a los hombres, es decir, una naturaleza racional, porque se explica diciendo: «Que nos enseña más que a las bestias de la tierra, y nos hace sabios más que a las aves del cielo» (Job 35:11). Las Escrituras le atribuyen de la misma manera todos los dones especiales o extraordinarios. Así se dice de Bezaleel: «Mira, yo he llamado por nombre a Bezaleel hijo de Uri, hijo de Hur, de la tribu de Judá; y lo he llenado del Espíritu de Dios, en sabiduría y en inteligencia, en ciencia y en todo arte, para inventar diseños, para trabajar en oro, en plata y en bronce» (Ex 31:2-4). Por medio de su Espíritu, Dios le dio a Moisés la sabiduría requerida para sus altos deberes, y cuando se le mandó delegar parte de su carga sobre los setenta ancianos, se dijo: «tomaré del espíritu que está en ti, y pondré en ellos» (Nm 11:17). Josué fue designado para suceder a Moisés, porque en él estaba el Espíritu. (Nm 27:18). De la misma manera, los Jueces, que de vez en cuando eran levantados, según lo exigiera la emergencia, fueron cualificados por el Espíritu para su obra peculiar, ya sea como gobernantes o como guerreros. De Otoniel se dice: «Y el Espíritu de Jehová vino sobre él, y juzgó a Israel, y salió a batalla» (Jueces 3:10). Así que se dice que el Espíritu del Señor vino sobre Gedeón y sobre Jefté y sobre Sansón. Cuando Saúl ofendió a Dios, se dice que el Espíritu del Señor se apartó de él (1Sam 16:14). Cuando Samuel ungió a David, «el Espíritu de Jehová vino sobre David» desde aquel día en adelante (1Sam 16:13). De la misma manera bajo la nueva dispensación, el Espíritu se representa no solo como el autor de dones milagrosos, sino también como el dador de los requisitos para enseñar y gobernar en la Iglesia. Todas estas operaciones son independientes de las influencias santificadoras del Espíritu. Cuando el Espíritu vino sobre Sansón o sobre Saulo, no fue para santificarlos, sino para dotarlos de extraordinario poder físico e intelectual; y cuando se dice que se apartó de ellos, significa que esos dones extraordinarios fueron retirados.
B. El oficio del Espíritu en la obra de redención
Con respecto al oficio del Espíritu en la obra de redención, las Escrituras enseñan:
1. Que Él formó el cuerpo y dotó al alma humana de Cristo con todas las cualificaciones para su obra. A la Virgen María se le dijo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios» (Lucas 1:35). El profeta Isaías predijo que el Mesías debía ser dotado completamente con todos los dones espirituales. «He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones» (Is 42:1). «Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces. Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová» (Is 11:1-2). Cuando nuestro Señor apareció en la tierra, se dice que le fue dado el Espíritu sin medida (Juan 3:34). «También dio Juan testimonio, diciendo: Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él» (Juan 1:32). Por lo tanto, se decía que estaba lleno del Espíritu Santo.
2. Que el Espíritu es el revelador de toda verdad divina. Las doctrinas de la Biblia son llamadas las cosas del Espíritu. Con respecto a los escritores del Antiguo Testamento, se dice que hablaron mientras fueron movidos por el Espíritu Santo. El lenguaje de Miqueas es aplicable a todos los profetas: «Mas yo estoy lleno de poder del Espíritu de Jehová, y de juicio y de fuerza, para denunciar a Jacob su rebelión, y a Israel su pecado» (Miqueas 3:8). Se declara que lo que dijo David lo dijo el Espíritu Santo dijo. Los escritores del Nuevo Testamento eran asimismo órganos del Espíritu. Las doctrinas que Pablo predicó no las recibió de los hombres, «Pero Dios», dice, «nos las reveló a nosotros por el Espíritu» (1Cor 2:10). El Espíritu también guio la declaración de esas verdades; porque añade: «lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual» (πνευματικοῖς πνευματικὰ συγκρίνοντες), 1Cor 2:13. Toda la Biblia, por lo tanto, debe ser referida al Espíritu como su autor.
3. El Espíritu no solo revela así la verdad divina, habiendo guiado infaliblemente a hombres santos de la antigüedad al registrarla, sino que en todas partes la asiste con su poder. Toda verdad es impuesta en el corazón y la conciencia con más o menos poder por el Espíritu Santo, dondequiera que se conozca esa verdad. A esta influencia omnipresente estamos en deuda por todo lo que hay de moralidad y orden en el mundo. Pero además de esta influencia general, que generalmente se llama gracia común, el Espíritu ilumina especialmente las mentes de los hijos de Dios, para que puedan conocer las cosas gratuitamente dadas (o reveladas a ellos) por Dios. El hombre natural no las recibe, ni puede conocerlas, porque se deben discernir espiritualmente. Por lo tanto, todos los creyentes son llamados (πνευματικοί) espirituales, porque están iluminados y guiados por el Espíritu.
4. Es el oficio especial del Espíritu convencer al mundo de pecado; revelar a Cristo, regenerar el alma, conducir a los hombres al ejercicio de la fe y al arrepentimiento; morar en aquellos a quienes Él renueva de esta manera, como principio de una vida nueva y divina. Por esta morada en el Espíritu, los creyentes están unidos a Cristo, y unos a otros, de modo que forman un solo cuerpo. Este es el fundamento de la comunión de los santos, haciéndolos uno en la fe, uno en el amor, uno en su vida interior y uno en sus esperanzas y destino final.
5. El Espíritu también llama a los hombres a ocupar oficios en la Iglesia y los dota de las cualificaciones necesarias para el desempeño exitoso de sus deberes. El oficio de la Iglesia, en este asunto, es simplemente determinar y autentificar el llamado del Espíritu. Así, el Espíritu Santo es el autor inmediato de toda verdad, de toda santidad, de todo consuelo, de toda autoridad y de toda eficiencia en los hijos de Dios individualmente y en la Iglesia colectivamente.
§ 3. Historia de la doctrina concerniente al Espíritu Santo
Durante el período Ante-Niceno, la Iglesia creía con respecto al Espíritu Santo lo que se revelaba en la superficie de las Escrituras y lo que estaba involucrado en la experiencia religiosa de todos los cristianos. Hay para ellos un Dios, el Padre, cuyo favor habían perdido por el pecado, y con quien deben ser reconciliados; un Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, a través del cual se efectúa esta reconciliación; y un Espíritu Santo, por el cual, por medio de Cristo, son acercados a Dios. Todos los cristianos creían esto, tal como lo profesaban en su bautismo, y al repetir y recibir la bendición apostólica. Con esta fe sencilla subyacente que sustentaba la vida de la Iglesia, coexistió entre los teólogos una gran oscuridad, indeterminación e inconsistencia de declaración, especialmente en referencia a la naturaleza y el oficio del Espíritu Santo. Esto no debería ser motivo de sorpresa, porque en las Escrituras mismas la misma obra se atribuye a menudo a Dios y al Espíritu de Dios, lo que llevó a algunos a suponer a veces que estos términos expresaban una y la misma cosa; como el espíritu de un hombre es el hombre mismo. En las Escrituras también los términos palabra y aliento (o Espíritu) a menudo se intercambian; y lo que en un lugar se dice que es hecho por la Palabra, en otro se dice que es hecho por el Espíritu. El Λόγος se representa como la vida del mundo y la fuente de todo conocimiento, y, sin embargo, lo mismo se dice del Espíritu. Pablo declara en un lugar (Gál 1:12) que recibió las doctrinas que enseñó por revelación de Jesucristo; en otro (1Cor 2:10) que fue enseñado por el Espíritu. Inducidos por tal representación, algunos de los padres identificaron al Hijo y al Espíritu. Incluso Tertuliano, en un lugar dice: «Spiritus substantia est Sermonis, et Sermo operatio Spiritus, et duo unum sunt».[2] Finalmente, como está claro en la Escritura que el Espíritu es del Hijo, como el Hijo es del Padre (la diferencia entre generación y procesión es perfectamente inescrutable), todos los arrianos y semi-arrianos que enseñaron que el Hijo fue creado por el Padre, sostuvieron que el Espíritu fue creado por el Hijo. Esto despertó tanta controversia y agitación, que primero el Concilio de Nicea, 325 d.C., y luego el de Constantinopla, 381 d.C., fueron llamados a formular una declaración satisfactoria de la doctrina bíblica sobre este tema. En el Credo de los Apóstoles, como se le llama, que es tan antiguo que Rufino y Ambrosio lo remitieron a los mismos Apóstoles, simplemente se dice: «Creo en el Espíritu Santo». Las mismas palabras sin adición se repiten en el Credo de Nicea, pero en el Credo de Constantinopla se agrega: «Creo en el Espíritu Santo, el divino, el Señor (τὸ κύριον), el vivificante, que procede del Padre, que debe ser adorado y glorificado con el Padre y el Hijo, y que habló por medio de los profetas». En el (así llamado) Credo de Atanasio, se dice que el Espíritu es consustancial con el Padre y el Hijo; que Él es increado, eterno y omnipotente, igual en majestad y gloria, y que procede del Padre y del Hijo. Estos credos son católicos, adoptados por toda la Iglesia. Desde que fueron formulados no ha habido diversidad de fe sobre este tema entre los reconocidos como cristianos.
Aquellos que, desde el Concilio de Constantinopla, han negado la doctrina común de la Iglesia, ya sean socinianos, arrianos o sabelianos, consideran al Espíritu Santo no como una criatura, sino como el poder de Dios, es decir, la eficiencia divina manifestada. Los teólogos filosóficos modernos de Alemania no difieren esencialmente de este punto de vista. De Wette, por ejemplo, dice que el Espíritu es Dios como se revela y opera en la naturaleza; Schleiermacher dice que el término designa a Dios como operativo en la Iglesia, es decir, “der Gemeingeist der Kirche”. Esto, sin embargo, es solo un nombre. Para Schleiermacher, Dios es solo la unidad de la causalidad manifestada en el mundo. Esa causalidad vista en Cristo podemos llamarla Hijo, y vista en la Iglesia podemos llamarla el Espíritu. Dios es simplemente causa, y el hombre un efecto fugaz. Afortunadamente, la teología de Schleiermacher y la religión de Schleiermacher eran tan diferentes como las especulaciones y la fe cotidiana del idealista.
[1] Works, edit. Breme, 1690, en la pág. 61 del segundo volumen en la Opuscula.
[2] Adversus Praxean, 15, Obras, ed. Basle, 1562, p. 426.