Cristo es el Fin de la Ley
Autor: Juan Calvino
Traductor: Martín Bobadilla
A todos los que aman a Cristo y su Evangelio: saludos.[1] Dios Creador, el más perfecto y excelente Hacedor de todas las cosas, que ya se había mostrado más que admirable en su creación, hizo al hombre como su obra maestra para que superara a todas las demás criaturas. El hombre está dotado de una excelencia singular, pues Dios lo formó a su imagen y semejanza, en la que vemos un resplandor de la gloria de Dios. Además, el hombre habría podido continuar en el estado en que fue formado, si hubiera estado dispuesto a inclinarse humildemente ante la majestad de Dios, magnificándolo con obras de gracia; a no buscar su gloria en sí mismo, sino a saber que todo bien viene de lo alto, a poner siempre su mente en lo alto y a glorificar al único Dios a quien pertenece la alabanza.
Pero el hombre infeliz, queriendo ser alguien en sí mismo, comenzó incontinentemente a olvidar y a malinterpretar la fuente de su bien; y por un acto de indignante ingratitud, se propuso exaltarse en orgullo contra su Hacedor y el Autor de todo lo que es excelente en él. Por esta razón, se hundió en la ruina y perdió toda la dignidad y superioridad del estado en que fue creado por primera vez; fue despojado y privado de toda su gloria y desprovisto de todos los dones que eran suyos; y esto, para confundirlo en su orgullo y obligarlo a comprender lo que no estaba dispuesto a hacer voluntariamente: que por sí mismo no era más que vanidad, y que nunca habría sido otra cosa sino con la ayuda del Señor poderoso.
Por lo tanto, viendo que la imagen y semejanza de Dios estaba así desfigurada, y que el hombre carecía de las gracias que Dios en su bondad le había concedido, Dios comenzó a tener al hombre en aborrecimiento y lo repudió como obra suya. Puesto que había puesto al hombre allí y ordenado [su vida] para su propio disfrute y placer en él, como un padre con su hijo amado, ahora lo despreciaba y abominaba. Mientras que antes todo en el hombre le agradaba, ahora le desagradaba; todo lo que hubiera amado, ahora despertaba su ira; todo lo que había contemplado con la buena voluntad de un padre, comenzó a detestarlo y a mirarlo con pesar. En resumen, el hombre entero, con todo lo que tenía, sus obras, sus pensamientos, sus palabras, su vida, desagradó enteramente a Dios, como si el hombre fuese un enemigo y adversario especial de Dios; tanto que Dios se arrepintió de haberlo hecho. Después de haber sido arrojado a tal confusión, el hombre fructificó en su simiente maldita, para engendrar descendientes como él; es decir, viciosos, perversos, corruptos, vacíos y privados de todo bien, ricos y abundantes en maldad.
Sin embargo, el Señor de la misericordia, que no sólo ama, sino que es Él mismo amor y bondad, estando dispuesto en su infinita bondad a amar a quien no merecía amor, no destruyó del todo a los hombres, ni los abrumó en el abismo de su iniquidad. Sino que, por el contrario, los sostuvo y apoyó suave y pacientemente, dándoles tiempo y oportunidad para volver a Él y aplicarse de nuevo a aquella obediencia de la que se habían apartado. Y aunque se disfrazó y guardó silencio, como si quisiera ocultarse de ellos, dejándoles que siguieran sus deseos y los anhelos de sus concupiscencias sin ley, sin orden, sin ninguna corrección de su Palabra, sin embargo, les ha dado aviso suficiente [de su presencia] para moverlos a buscarlo, sentirlo y encontrarlo, y para conocerlo y honrarlo como es debido.
Pues ha levantado por todas partes, en todos los lugares y en todas las cosas, sus enseñas y emblemas, bajo blasones tan claros e inteligibles, que nadie puede fingir ignorancia al no conocer a un Señor tan soberano, que ha exaltado tan ampliamente su magnificencia; que tiene, en todas las partes del mundo, en el cielo y en la tierra, escrita y como grabada la gloria de su poder, bondad, sabiduría y eternidad. Por eso, san Pablo ha dicho con razón que el Señor nunca se ha quedado sin testigo, ni siquiera entre aquellos a quienes no ha enviado ningún conocimiento de su Palabra. Es evidente que todas las criaturas, desde las que están en el firmamento hasta las que están en el centro de la tierra, son capaces de actuar como testigos y mensajeros de su gloria para todos los hombres; de atraerlos a buscar a Dios, y después de haberlo encontrado, a meditar en Él y rendirle el homenaje que corresponde a su dignidad de Señor tan bueno, tan poderoso, tan sabio y eterno; sí, incluso son capaces de ayudar a todo hombre dondequiera que se encuentre en esta búsqueda. Porque los pajarillos que cantan, cantan acerca de Dios; las bestias claman por Él; los elementos le temen, las montañas le hacen eco, las fuentes y las aguas corrientes le lanzan sus miradas, y la hierba y las flores ríen ante Él. En verdad, no hay necesidad de buscarlo mucho, ya que cada uno podría encontrarlo en sí mismo, porque cada uno de nosotros es sostenido y preservado por su poder que está en nosotros.
Mientras tanto, para revelar más plenamente entre los hombres su infinita bondad y benevolencia, no se contentó con enseñar a todos los hombres como acabamos de describir, sino que hizo oír su voz especialmente a cierto pueblo, al que eligió, por su buena voluntad y libre gracia, de entre todas las naciones de la tierra. Estos fueron los hijos de Israel, a quienes se mostró claramente por su Palabra, y les declaró por sus maravillosas obras lo que quería que supieran. En efecto, los sacó de la sujeción al faraón, rey de Egipto, bajo el cual estaban sometidos y oprimidos, para liberarlos y ponerlos en libertad. Los acompañó noche y día en su huida, como un fugitivo más en medio de ellos. Los alimentó en el desierto. Les hizo poseer la Tierra prometida. Les dio victorias y triunfos en sus manos. Y como si Él no fuera nada para las demás naciones, quiso expresamente ser llamado el Dios de Israel, y que Israel fuera llamado su pueblo, a condición de que no reconocieran a ningún otro Señor ni recibieran a ningún otro como su Dios. Y esta alianza (pacto) fue confirmada y transmitida por auténticos instrumentos de testamento y testimonio dados por Él mismo.
Sin embargo, este pueblo, que compartía la experiencia de su raza maldita, se mostró como verdadero heredero de la maldad de su padre Adán. Permanecieron impasibles ante todas estas amonestaciones [de Dios], y no escucharon la enseñanza con la que Dios les amonestaba. Las criaturas que llevaban impresa la gloria y la magnificencia de Dios no sirvieron de nada a los gentiles, y no consiguieron que glorificaran a aquel de quien daban testimonio. Y la Ley y los Profetas no tenían autoridad para guiar a los judíos por el camino recto. Todos han sido ciegos a la luz, sordos a las amonestaciones y endurecidos contra los mandamientos.
Es bastante cierto que los gentiles, asombrados y convencidos por tantos bienes y beneficios que veían con sus propios ojos, se han visto obligados a reconocer al Benefactor oculto de quien procedía tanta bondad. Pero en vez de dar al Dios verdadero la gloria que le debían, se forjaron un dios a su gusto, inventado por su insensata fantasía en su vanidad y engaño; y no un solo dios, sino tantos como su temeridad y vanidad les permitieron forjar y fundir (feindre et fondre); de modo que no hubo pueblo ni lugar que no hiciese nuevos dioses según les parecía bien. Así es como la idolatría, esa pérfida alcahueta, pudo ejercer dominio, apartar a los hombres de Dios y divertirlos con toda una multitud de fantasmas a los que ellos mismos habían dado forma, nombre y ser.
En cuanto a los judíos, aunque recibieron y aceptaron los mensajes y mandamientos que su Señor les enviaba por medio de sus siervos, sin embargo, han falseado destempladamente la fe ante Él, se han apartado descuidadamente de Él, han violado y despreciado su ley, la han odiado y se han resistido a andar por sus caminos. Se han convertido en extraños a la casa de Dios y corren como disolutos tras otros dioses, adorando ídolos a la manera de los gentiles, en contra de la voluntad de Dios.
Por eso, para que Dios se acercara a su pueblo, ya fuera judío o gentil, era necesario un nuevo pacto: uno que fuera cierto, seguro e inviolable. Y para establecerlo y confirmarlo, era necesario tener un Mediador, que intercediera y se interpusiera entre las dos partes, para hacer concordia entre ellas; porque sin esto, el hombre habría tenido que vivir siempre bajo la ira y la indignación de Dios, y no habría tenido ningún medio de alivio de la maldición, la miseria y la confusión en que estaba atrapado y había caído. Y fue nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el verdadero y único Hijo eterno de Dios, quien tuvo que ser enviado y entregado a la humanidad por el Padre, para restaurar un mundo que de otro modo estaba devastado, destruido y desolado.
También desde el principio, el mundo no quedó sin la esperanza de recuperar la pérdida sufrida en Adán. Pues incluso Adán, a pesar de su incontinencia tras su ruina, recibió la promesa de que la simiente de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente; es decir, que Jesucristo, nacido de una virgen, abatiría y destruiría el poder de Satanás.
Después, esta promesa fue renovada más plenamente a Abraham, cuando Dios le dijo que todas las naciones de la tierra serían bendecidas en su descendencia. Esto significaba que de su descendencia vendría Jesucristo según la carne, por cuya bendición serían santificados todos los hombres de todas las tierras. Y la misma promesa fue renovada a Isaac, en la misma forma y con las mismas palabras; y después de esto fue anunciada a menudo, repetida y confirmada por el testimonio de los diversos profetas, de modo que se declaró claramente, y con la mayor fiabilidad, de quién había de nacer el Cristo, en qué tiempo, en qué lugar; qué aflicciones y muerte había de sufrir, y con qué gloria había de resucitar de entre los muertos; cuál había de ser su reino, y a qué salvación había de llevar a los suyos.
En primer lugar, se nos predice en Isaías, cómo había de nacer de una virgen, diciendo: «He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel» (Is 7:14). El tiempo se nos describe en Moisés, cuando el buen Jacob dice: «No será quitado el cetro de Judá, ni el legislador de entre sus pies, hasta que venga Siloh; y a él se congregarán los pueblos» (Gn 49:10). Y esto se verificó cuando Jesucristo vino al mundo; porque los romanos, después de haber despojado a los judíos de todo gobierno y dominio, treinta y siete años antes [de la venida de Cristo] habían puesto rey sobre ellos a Herodes, cuyo padre era Antípatro el edomita y su madre árabe; era, pues, extranjero. Antes había sucedido algunas veces que los judíos se quedaran sin rey; pero nunca antes se habían quedado como ahora sin consejeros, gobernantes y legisladores. Otra numeración [desde tiempo del nacimiento de Cristo] se da en Daniel, por el cómputo de las setenta semanas (Dn 9:24). El lugar de su nacimiento nos fue dado claramente por Miqueas, quien dijo: «Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad» (Miq 5:2). En cuanto a las aflicciones que había de soportar por nuestra liberación y a la muerte que había de sufrir por nuestra redención, Isaías y Zacarías han hablado de esos asuntos plenamente y con certeza. La gloria de su resurrección y la naturaleza de su reino, y la gracia de la salvación que iba a traer a su pueblo —estas cosas fueron tratadas plenamente por Isaías, Jeremías y Zacarías.
Tales promesas, declaradas y testificadas por estos santos hombres que estaban llenos del Espíritu de Dios, han sido el consuelo y la consolación de los hijos y elegidos de Dios, que han alimentado, apoyado y sostenido su esperanza en estas promesas, esperando la voluntad del Señor para mostrar lo que había prometido. Muchos reyes y profetas entre ellos han deseado grandemente ver su cumplimiento, sin dejar nunca de entender, en sus corazones y espíritus por la fe, las cosas que no podían ver con sus ojos. Y, Dios ha confirmado a su pueblo de todas las maneras posibles durante su larga espera del gran Mesías, proporcionándole su ley escrita, que contenía numerosas ceremonias, purificaciones y sacrificios, que no eran sino figuras y sombras de las grandes bendiciones que vendrían con Cristo, que era el único que las encarnaba y era su verdad. En efecto, la ley era incapaz de llevar a nadie a la perfección; sólo presentaba a Cristo y, como un maestro, hablaba de Él y conducía a Él, que era, como decía San Pablo, el fin y el cumplimiento de la ley.
Del mismo modo, muchas veces y en diversas épocas, Dios envió a su pueblo reyes, príncipes y capitanes, para librarlos del poder de sus enemigos, gobernarlos en paz, recuperar sus pérdidas, darles reinados florecientes y, mediante grandes proezas, darles renombre entre todos los demás pueblos. Hizo todo esto para darles un anticipo de los grandes milagros que iban a recibir de este gran Mesías, que iba a estar dotado de todo el poder y la fuerza del reino de Dios.
Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos y terminó el período previsto por Dios, vino este gran Mesías, tan prometido y esperado; fue perfecto, y realizó todo lo necesario para redimirnos y salvarnos. Fue dado no sólo a los israelitas, sino a todos los hombres, de todos los pueblos y de todas las tierras, para que por medio de Él la naturaleza humana se reconciliara con Dios. Esto es lo que se afirma claramente en el libro siguiente (el Nuevo Testamento), y se expone allí abiertamente. Este libro lo hemos traducido tan fielmente como hemos podido, según la verdad y el estilo de la lengua griega, para que todos los cristianos, hombres y mujeres, que conocen la lengua francesa, puedan comprender y reconocer la ley que deben obedecer y la fe que deben seguir.[2]
Para declarar esto (la reconciliación), el Señor Jesús, que es su fundamento y sustancia, ha ordenado a sus apóstoles, a quienes ha encargado y ordenado que publiquen su gracia al mundo entero. Y los apóstoles, para cumplir su deber con propiedad y claridad, no sólo se han esmerado y mostrado diligencia en el cumplimiento de su embajada mediante la predicación de la Palabra de boca en boca, sino que también han seguido el ejemplo de Moisés y de los profetas, y han dejado un recuerdo eterno de su doctrina reduciéndola a la escritura; en la que primero han contado la historia de las cosas que el Señor Jesús hizo y padeció por nuestra salvación, y luego nos han mostrado su valor, qué provecho obtenemos de ella y cómo hemos de recibirla. Toda esta colección se llama el Nuevo Testamento, y se llama así en relación con el Antiguo, etc.
Y este libro se llama Nuevo Testamento en relación con el Antiguo, el cual, en la medida en que tenía que ser sucedido y relacionado con el Nuevo, y era vacilante e imperfecto en sí mismo, fue abolido y abrogado. Es lo nuevo y lo eterno, que nunca envejecerá ni fallará, porque Jesucristo es su Mediador. Él lo ha ratificado y confirmado con su muerte, por la que ha realizado la remisión plena y completa de todos los pecados (prevaricaciones) que permanecían bajo el primer testamento.
La Escritura se llama también evangelio, es decir, noticia nueva y gozosa, porque en ella se declara que Cristo, el único Hijo verdadero y eterno del Dios vivo, se hizo hombre, para hacernos hijos de Dios, su Padre, por adopción. Así pues, Él es nuestro único Salvador, a quien debemos nuestra redención, paz, justicia, santificación, salvación y vida; que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación; que ascendió al cielo para nuestra entrada en él y tomó posesión de él por nosotros y [es] nuestro hogar; para ser siempre nuestro ayudador ante su Padre; como nuestro abogado y perpetuamente haciendo sacrificio por nosotros, se sienta a la diestra del Padre como Rey, hecho Señor y Maestro sobre todo, para que restaure todo lo que hay en el cielo y en la tierra; acto que todos los ángeles, patriarcas, profetas, apóstoles no supieron ni pudieron hacer, porque no habían sido ordenados para ello por Dios.
Como el Mesías había sido prometido tantas veces en el Antiguo Testamento por los muchos testimonios de los profetas, así también Jesucristo fue declarado por testimonios seguros y ciertos como Aquel, y ningún otro, que había de venir y que había de ser esperado. Porque el Señor Dios nos ha dado una certeza tan completa en este asunto, por su Palabra y su Espíritu, por sus ángeles, profetas, apóstoles, e incluso por todas sus criaturas, que nadie está en condiciones de contradecirlo sin resistirse y rebelarse contra el poder de Dios. En primer lugar, el Dios eterno nos ha dado testimonio por su misma voz (que es sin duda una verdad irrevocable), diciendo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd» (Mt 17:5). Y como dice San Juan, el mismo Espíritu Santo es nuestro gran testigo en nuestros corazones (1Jn 5:1). El ángel Gabriel, enviado a la Virgen María, le dijo: «Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1:31-33). Este mismo mensaje fue dado en sustancia a José; y más tarde también a los pastores, a quienes se les dijo que había nacido el Salvador, que era Cristo el Señor (Mt 1:20-21; Lc 2:10-11). Y este mensaje no sólo fue traído por un ángel, sino que fue confirmado por una multitud de ángeles, que todos juntos glorificaron al Señor y anunciaron la paz en la tierra. Simeón el Justo lo confesó noblemente con espíritu de profecía: y tomando al niño en sus brazos, dijo: «Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos» (Lc 2:29-31). También Juan el Bautista habló de Él como convenía, cuando lo vio acercarse al río Jordán, y dijo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1:29). Pedro y todos los apóstoles han confesado, testificado, predicado todas las cosas que pertenecen a la salvación, de las cuales los profetas habían predicho que se cumplirían en Cristo, el verdadero Hijo de Dios. Y aquellos a quienes el Señor ha ordenado ser testigos hasta nuestros días han demostrado ampliamente lo mismo por sus escritos, como sus lectores pueden ver muy bien.
Todos estos testigos se unen tan bien en una unidad, y están de acuerdo entre sí tan plenamente, que es fácil reconocer en tal acuerdo la verdad más cierta. Pues no podría haber tal armonía en la mentira. Además, no sólo el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, los ángeles, los profetas y los apóstoles dan testimonio de Jesucristo; sus propias obras maravillosas muestran su poder excelentísimo. Los enfermos, los cojos, los ciegos, los sordos, los mudos, los paralíticos, los leprosos, los lunáticos, los endemoniados y hasta los muertos resucitados por Él han llevado los emblemas de su poder. Por su poder, ha dado la vida; en su nombre, las obras que ha mandado hacer han sido testigos suficientes de Él (Jn 10:25). Además, incluso los malvados y los enemigos de su gloria se vieron obligados por la misma fuerza de la verdad a confesarlo y a reconocer algo [de su gloria]: por ejemplo, Caifás, Pilato y su esposa. No me importa traer a colación el testimonio de los demonios y espíritus inmundos, puesto que Jesucristo los rechazó.
En resumen, todos los elementos y todas las criaturas han dado gloria a Jesucristo. A su orden, los vientos cesaron, el mar embravecido se calmó, el pez trajo dos dracmas en su vientre, las piedras (para darle testimonio) se hicieron pedazos, el velo del templo se rasgó por la mitad, el sol se oscureció, las tumbas se abrieron, los muchos cuerpos fueron devueltos a la vida. No ha habido nada en el cielo ni en la tierra que no haya atestiguado que Jesucristo es Dios, Señor y Maestro, y el gran Embajador del Padre enviado aquí abajo para realizar la salvación de la humanidad. Todas estas cosas fueron anunciadas, manifestadas, escritas y firmadas en este Testamento, por el cual Jesucristo nos ha hecho sus herederos en el reino de Dios, su Padre, y nos declara su voluntad (como un testador a sus herederos) de que [su Testamento] sea puesto en ejecución.
Además, somos llamados a esta herencia sin acepción de personas; varón o mujer, pequeño o grande, siervo o señor, maestro o discípulo, clérigo o laico, hebreo o griego, francés o latino —nadie es rechazado, quien con una confianza segura recibe al que ha sido enviado por Él, abraza lo que se le presenta y, en definitiva, reconoce a Jesucristo por lo que es y cómo es dado por el Padre.
Mientras tanto, todos los que llevamos el nombre de cristianos, hombres o mujeres, ¿nos permitiremos deshonrar, ocultar y corromper este Testamento, que es tan legítimamente nuestro, sin el cual no podríamos pretender ningún derecho al reino de Dios, sin el cual ignoraríamos las grandes bendiciones y promesas que Jesucristo nos ha dado, la gloria y la bienaventuranza que nos ha preparado? No sabemos lo que Dios nos ha mandado o prohibido; no podemos distinguir el bien del mal, la luz de las tinieblas, los mandamientos de Dios de las ordenanzas (constituciones) de los hombres. Sin el Evangelio todo es inútil y vano; sin el Evangelio no somos cristianos; sin el Evangelio toda riqueza es pobreza, toda sabiduría, necedad ante Dios; la fuerza es debilidad, y toda la justicia del hombre está bajo la condenación de Dios. Pero por el conocimiento del Evangelio somos hechos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, conciudadanos de los santos, ciudadanos del reino de los cielos, herederos de Dios con Jesucristo, por quien los pobres son hechos ricos, los débiles fuertes, los necios sabios, los pecadores justificados, los desolados consolados, los que dudan seguros, y los esclavos libres. El Evangelio es Palabra de vida y de verdad. Es el poder de Dios para salvación de todos los que creen; y la llave del conocimiento de Dios, que abre la puerta del reino de los cielos a los fieles, liberándolos de los pecados, y la cierra a los incrédulos, atándolos en sus pecados. Bienaventurados todos los que oyen el Evangelio y lo guardan, porque así demuestran que son hijos de Dios. Ay de los que no quieren oírlo y seguirlo, porque son hijos del diablo.
Oh cristianos, hombres y mujeres, oíd esto y aprended. Porque ciertamente el ignorante perecerá en su ignorancia, y el ciego que sigue a otro ciego caerá con él en el foso. No hay más que un camino para la vida y la salvación, y es la fe y la certeza en las promesas de Dios, que no se pueden tener sin el Evangelio; porque oyéndolo y conociéndolo se proporciona una fe viva, junto con una esperanza segura, y un amor perfecto a Dios y un amor vivo hacia nuestro prójimo. ¿Dónde está, pues, vuestra esperanza, si condenáis y desdeñáis oír, ver, leer y retener este santo Evangelio? Los que tienen sus afectos fijos en este mundo persiguen con todos los medios lo que creen que les traerá felicidad, sin escatimar trabajo, cuerpo, vida o reputación. Y todo esto lo hacen al servicio de este miserable cuerpo, que tiene una vida tan vana, miserable e incierta. Cuando se trata de la vida inmortal e incorruptible, de la bienaventuranza eterna e inconmensurable, de todos los tesoros del paraíso, ¿no nos esforzaremos por alcanzarlos? Los que se dedican a las artes mecánicas, por bajas y mezquinas que sean, gastan dolor y trabajo para aprenderlas y conocerlas; y los que aspiran a una reputación de máxima excelencia atormentan sus mentes día y noche para entender algo de las ciencias humanas, que no son más que viento y humo. ¿No deberíamos, pues, emplearnos mucho más y ser más diligentes en el estudio de esta sabiduría divina, que va más allá del mundo entero y penetra hasta los misterios de Dios, que le ha placido dar a conocer por su santa Palabra?
¿Qué, pues, nos apartará y alejará de este santo Evangelio? ¿Las injurias, las maldiciones, la deshonra y la falta de honores mundanos? Pero bien sabemos que Jesucristo recorrió el mismo camino que nosotros hemos de seguir, si queremos ser sus discípulos: que no debemos negarnos a ser despreciados, escarnecidos, humillados y rechazados ante los hombres. Porque así seremos honrados, apreciados, glorificados y exaltados en el juicio de Dios. ¿Habrá destierros, proscripciones, privación de bienes y riquezas? Pero sabemos que, aunque seamos desterrados de un país, toda la tierra es del Señor, y aunque seamos arrojados de la tierra misma, sin embargo, no estaremos fuera de su reino. [Sabemos] que, cuando somos despojados y empobrecidos, tenemos un Padre suficientemente rico para alimentarnos; incluso que Jesucristo se hizo pobre, para que le siguiéramos en su pobreza. ¿Habrá aflicciones, prisiones, torturas, tormentos? Pero sabemos por el ejemplo de Jesucristo que éste es el camino para llegar a la gloria. Por último, ¿habrá muerte? Pero la muerte no acaba con una vida que vale la pena tener.
En resumen, si tenemos a Jesucristo con nosotros, no encontraremos nada tan maldito que Él no lo convierta en una bendición; nada tan execrable que no se convierta en santo; nada tan malo que no se convierta en nuestro bien. No perdamos nuestro consuelo cuando veamos todos los poderes y fuerzas terrenales contra nosotros; porque la promesa no puede fallar, que el Señor en lo alto se burlará de todas las asambleas y esfuerzos de los hombres que conspiren contra Él. No nos sintamos desolados, como si toda esperanza estuviera perdida cuando vemos morir y perecer ante nuestros ojos a verdaderos siervos de Dios. Porque fue dicho verdaderamente por Tertuliano, y así ha sido aprobado y lo será hasta la consumación de la edad, que la sangre de los mártires es la semilla de la iglesia.
Y tenemos un consuelo aún mayor y más seguro cuando apartamos nuestros ojos de todo este mundo y dejamos a un lado todo lo que podemos ver ante nosotros, para esperar con paciencia el gran juicio de Dios, por el cual en un momento todas las maquinaciones de los hombres contra Él serán abatidas, anuladas y derribadas. Esto sucederá cuando se manifieste el reino de Dios, que ahora vemos con esperanza; cuando Jesucristo aparezca en majestad con sus ángeles. Será entonces cuando los buenos y los malos estarán presentes ante el tribunal de este gran Rey. Los que hayan permanecido firmes en este testamento, que hayan seguido y guardado la voluntad de este Padre bueno, estarán a su derecha como verdaderos hijos suyos, y serán bendecidos con el cumplimiento de su fe, que será la salvación eterna. Y puesto que no se avergonzaron de poseer y confesar a Jesucristo, cuando era despreciado y condenado ante los hombres, participarán también de su gloria, y serán coronados con Él en la eternidad. Pero los perversos, rebeldes y condenados, que han despreciado y rechazado este santo Evangelio, y del mismo modo los que por aferrarse a su honor, riquezas y alta posición no han querido ser humillados y abatidos con Jesucristo; que por temor a los hombres han desechado el temor de Dios y como bastardos [hijos] desobedecieron a este Padre —éstos estarán a la izquierda; serán ejecutados y expulsados; por la recompensa de su infidelidad, recibirán la muerte eterna.
Por lo tanto, cuando oyes que el Evangelio te presenta a Jesucristo, en quien se han cumplido todas las promesas y dones de Dios; y cuando declara que fue enviado por el Padre, ha descendido a la tierra y ha hablado entre los hombres perfectamente todo lo que concierne a nuestra salvación, como fue predicho en la Ley y los Profetas —debería serte muy cierto y obvio que los tesoros del paraíso se te han abierto en el Evangelio; que las riquezas de Dios han sido exhibidas y la vida eterna misma revelada. Pues ésta es la vida eterna, conocer al único Dios verdadero y a Jesucristo, a quien ha enviado y a quien ha establecido como el principio, el medio y el fin de nuestra salvación. Él [Cristo] es Isaac, el Hijo amado del Padre, que fue ofrecido en sacrificio y, sin embargo, no sucumbió al poder de la muerte. Es Jacob, el pastor vigilante, que cuida con esmero de las ovejas que guarda. Él es el hermano José, bueno y compasivo, que en su gloria no se avergonzó de reconocer a sus hermanos, por humilde y abyecta que fuera su condición. Es el gran sacrificador y obispo Melquisedec, que ha ofrecido un sacrificio eterno de una vez para siempre. Él es el soberano legislador Moisés, que escribe su ley en las tablas de nuestros corazones por su Espíritu. Él es el fiel capitán y guía Josué, para conducirnos a la Tierra Prometida. Él es el victorioso y noble rey David, para someter por su mano a todo poder rebelde. Él es el magnífico y triunfante rey Salomón, gobernando su reino en paz y prosperidad. Es el fuerte y poderoso Sansón, que con su muerte ha aplastado a todos sus enemigos.
De ello se deduce que todo lo bueno que podamos pensar o desear se encuentra únicamente en este mismo Jesucristo. Porque fue vendido para comprarnos; cautivo para liberarnos; condenado para absolvernos; fue hecho maldición para nuestra bendición, ofrenda por el pecado para nuestra justicia; mancillado para que nosotros fuésemos hechos justos; murió por nuestra vida; para que por Él la furia sea suavizada, la ira aplacada, las tinieblas convertidas en luz, el miedo tranquilizado, el desprecio despreciado, la deuda cancelada, el trabajo aligerado, la tristeza alegrada, la desgracia afortunada, la dificultad facilitada, el desorden ordenado, la división unida, la ignominia ennoblecida, la rebelión sometida, la intimidación intimidada, la emboscada descubierta, el asalto asaltado, la fuerza forzada a retroceder, el combate combatido, la guerra combatida, la venganza vengada, el tormento atormentado, la condenación condenada, el abismo hundido en el abismo, el infierno traspasado, la muerte muerta, la mortalidad hecha inmortal. En resumen, la misericordia se ha tragado toda la miseria, y la bondad toda la desgracia. Porque todas estas cosas que iban a ser las armas del diablo en su batalla contra nosotros, y el aguijón de la muerte para atravesarnos, se han convertido para nosotros en ejercicios que podemos convertir en nuestro beneficio. Si somos capaces de jactarnos con el apóstol, diciendo: «Oh infierno, ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón?», es porque por el Espíritu de Cristo prometido a los elegidos, ya no vivimos, sino que Cristo vive en nosotros; y por el mismo Espíritu estamos sentados entre los que están en el cielo, de modo que para nosotros el mundo ya no existe, aunque nuestra conversación esté en él; sino que estamos contentos en todas las cosas, ya sea país, lugar, condición, vestido, comida y todas esas cosas. Y somos consolados en la tribulación, gozosos en la tristeza, nos gloriamos bajo el vituperio, abundamos en la pobreza, nos calentamos en nuestra desnudez, somos pacientes entre los males, vivimos en la muerte.
Esto[3] es lo que, en definitiva, debemos buscar en toda la Escritura: conocer verdaderamente a Jesucristo, y las infinitas riquezas que en Él se encierran y que nos son ofrecidas por Él de parte de Dios Padre. Si uno tamizara a fondo la Ley y los Profetas, no encontraría ni una sola palabra que no nos atrajera y nos llevara a Él. Y, en efecto, puesto que en Él se esconden todos los tesoros de la sabiduría y de la inteligencia, no cabe la menor duda de que no podemos tener otra meta ni dirigirnos hacia ella, a no ser que nos apartemos deliberadamente de la luz de la verdad para perdernos en las tinieblas de la mentira. Por eso, con razón dice San Pablo en otro pasaje que él no conocía otra cosa sino a Jesucristo, y a este crucificado. Y tal conocimiento, aunque mezquino y despreciable para la mente de la carne es, sin embargo, suficiente para ocuparnos toda la vida. Y no perderemos nuestro tiempo si empleamos todo nuestro estudio y aplicamos todo nuestro entendimiento para aprovecharlo. ¿Qué más pediríamos, como doctrina espiritual para nuestras almas, que conocer a Dios, convertirnos (transformez) a Él y que se imprima en nosotros su gloriosa imagen, para participar de su justicia, ser herederos de su reino y poseerlo al final en plenitud? Pero lo cierto es que desde el principio Dios se ha dado a sí mismo, y en la actualidad se da más plenamente, para que podamos contemplarlo en el rostro de su Cristo. Por tanto, no es lícito que nos apartemos y nos desviemos en lo más mínimo por esto o por aquello. Por el contrario, nuestra mente debe detenerse en el punto donde aprendemos en la Escritura a conocer a Jesucristo y sólo a Él, para ser conducidos directamente por Él al Padre, que contiene en sí toda la perfección.
Aquí, repito una vez más, se encierra toda la sabiduría que los hombres pueden comprender y deben aprender en esta vida; la cual ningún ángel, ni hombre, muerto o vivo, puede añadir ni quitar. Aquí es donde debemos detenernos y poner un límite a nuestro entendimiento, no mezclando nada nuestro con ella y rechazando cualquier doctrina que pueda ser añadida a ella. Porque cualquiera que pretenda enseñar una sílaba más de lo que se nos enseña en ella, debe ser maldecido ante Dios y su iglesia.
Y a ustedes, reyes, príncipes y señores cristianos, que estáis ordenados por Dios para castigar a los impíos y sostener en paz a los buenos según la Palabra de Dios —les corresponde hacer publicar, enseñar y comprender esta doctrina sagrada, tan útil y necesaria, en todas sus tierras, reinos y dominios señoriales, a fin de que Dios sea magnificado por ustedes y su Evangelio exaltado; porque por derecho le corresponde que todos los reyes y reinos le obedezcan con toda humildad y sirvan a su gloria. Recuerden que el imperio soberano, por encima de todos los reinos, principados y señoríos, fue dado por el Padre al Señor Jesús; y Él debe ser temido, tenido en temor y honrado por todos, grandes o pequeños. Acuérdense de lo que predijeron los profetas: que todos los reyes de la tierra le rendirían homenaje como a su superior, y le adorarían como a su Salvador y su Dios; que esto se cumpla en ustedes. Y recuerden que no es deshonra para ustedes estar sujetos a tan gran Señor, como si de este modo vuestra propia majestad y alto puesto quedaran reducidos y se convirtieran en nada; pues es el mayor honor que pueden desear legítimamente, ser conocidos y considerados como oficiales y lugartenientes de Dios. Es impensable que Jesucristo, en quien Dios quiere ser glorificado y exaltado, no tenga dominio sobre ustedes; y de hecho es bastante razonable que sean ustedes los que le den esta preeminencia, con tal de que su propio poder esté fundado sólo en Él. De lo contrario, ¡qué ingratitud sería que quisieran excluir a aquel que les ha establecido en el poder que poseen, y los mantiene y conserva en él! Es más, deben saber que no hay mejor fundamento, ni uno más firme, para mantener sus dominios en verdadera prosperidad, que tenerlo a Él como Jefe y Amo, y gobernar sus pueblos bajo su mano; y que sin Él [sus dominios] no pueden ser permanentes ni durar mucho tiempo, sino que serán maldecidos por Dios y, en consecuencia, caerán en la confusión y la ruina. Puesto que Dios les ha dado así la espada en la mano para gobernar a sus súbditos en su nombre y por su autoridad; puesto que les ha hecho el honor de darles su nombre y título; puesto que ha santificado su posición por encima de las de los demás, para hacer que en ella se refleje una porción de su gloria y majestad —que cada uno de ustedes se empeñe por su propia mano en magnificar y exaltar a aquel que es la verdadera y gloriosa imagen de Dios, en quien se representa plenamente a sí mismo ante nosotros. Además, para hacer esto, no basta con confesar a Jesucristo y profesar ser de su propiedad, de modo que tengan el título sin la verdad y realidad del asunto; deben dar lugar a su santo Evangelio y recibirlo con obediencia y humildad. Este es un oficio que todo hombre debe cumplir; pero a ustedes les corresponde especialmente procurar que el Evangelio sea oído, hacerlo publicar en sus tierras, a fin de que sea conocido por las gentes que les han sido encomendadas; para que los conozcan como siervos y ministros de este gran Rey, y le sirvan y honren, obedeciéndoles bajo su mano y bajo su dirección.
Esto es lo que el Señor exige de ustedes por medio de su profeta, cuando les llama guardianes de su iglesia. Porque esta tutela y protección no consiste en aumentar las riquezas, privilegios y honores del clero, lo cual los hace elevados y altaneros, viviendo en pompa y en toda disolución, contrariamente a su estado adecuado; mucho menos se trata de mantener al clero en su orgullo y desmesuradas exhibiciones; se trata más bien de velar para que toda la enseñanza del Evangelio se mantenga en su pureza y verdad; que las Sagradas Escrituras sean fielmente predicadas, leídas y estudiadas; que Dios sea honrado según la regla que en ellas se nos da, y que la iglesia sea bien gobernada; que todo lo que sea contrario al honor de Dios, o al buen gobierno de la iglesia, sea corregido y reprimido; para que el reino de Jesucristo florezca por el poder de su Palabra.
Ustedes, que se llaman obispos y pastores del pobre pueblo, procuren que las ovejas de Jesucristo no sean privadas de su debido pasto; y que no se prohíba a ningún cristiano leer, manejar y oír libremente y en su propia lengua este santo Evangelio, puesto que tal es la voluntad de Dios, y Jesucristo lo ordena; pues por esta causa ha enviado a sus apóstoles y siervos por todo el mundo, dándoles el poder de hablar en todas las lenguas, para que en todos los idiomas prediquen a toda criatura; y los ha hecho deudores de griegos y bárbaros, de sabios y simples, para que ninguno quede excluido de su enseñanza. Ciertamente, si son verdaderamente sus vicarios, sucesores e imitadores, es su oficio hacer lo mismo, velando por el rebaño y buscando todos los medios posibles para que todos sean instruidos en la fe de Jesucristo, por la pura Palabra de Dios. De lo contrario, la sentencia ya está proclamada y puesta por escrito, que Dios exigirá sus almas de sus manos.
Es voluntad del Señor de las luces por medio de su Espíritu Santo, mediante este santo y salvador Evangelio, enseñar a los ignorantes, fortalecer a los débiles, iluminar a los ciegos y hacer que su verdad reine entre todos los pueblos y naciones, a fin de que el mundo entero no conozca sino un solo Dios y Salvador, Jesucristo; una sola fe y un solo Evangelio. Así sea.
[1] Notas abreviadas de la traducción de Joseph Haroutunian (1958): Este prefacio a la traducción de Pierre Robert Olivétan del Nuevo Testamento, que ha tenido una influencia duradera en las versiones francesas de la Biblia, fue escrito en 1534, aproximadamente un año después de la conversión de Calvino. La hemos traducido y colocado aquí al principio de este volumen porque es su primera declaración de fe como protestante y una elocuente defensa de la misma. El presente texto, tomado de la Opera, C. R. 9, pp. 791 y ss., contiene adiciones que Calvino hizo después de 1534.
[2] En lugar de este pasaje, el tratado de 1543 y todas las ediciones de la Biblia que lo reproducen contienen el párrafo que sigue en el texto.
[3] Este párrafo no figura en el prefacio de 1535. Aparece por primera vez en el tratado de 1543 (C. R. 9, 815).