EL ORIGEN, LA ESENCIA Y EL PROPÓSITO DEL HOMBRE
Autor: Herman Bavinck
Traductor: Valentín Alpuche; Revisión: Francisco Campos
Elrelato del origen del cielo y la tierra converge en el primer capítulo del Génesis sobre la creación del hombre. La creación de las otras criaturas, del cielo y la tierra, del sol y la luna y las estrellas, de las plantas y los animales, se informa en breves palabras, y no se hace ninguna mención de la creación de los ángeles. Pero cuando la Escritura llega a la creación del hombre, permanece mucho tiempo sobre él, describe no solo el hecho sino también la forma de su creación, y regresa al tema para una consideración más amplia en el segundo capítulo.
Esta atención particular dedicada al origen del hombre sirve ya como evidencia del hecho de que el hombre es el propósito y el fin, la cabeza y la corona de toda la obra de la creación. Y hay varios detalles materiales que también iluminan el rango superior y el valor del hombre entre las criaturas.
En primer lugar, está el consejo especial de Dios que precede a la creación del hombre. En el llamado a la existencia de las otras criaturas, leemos simplemente que Dios habló y por Su hablar las trajo a la existencia. Pero cuando Dios está a punto de crear al hombre, primero delibera consigo mismo y procede crear a los hombres a su imagen y semejanza. Esto indica que especialmente la creación del hombre se basa en la deliberación, en la sabiduría divina, la bondad y la omnipotencia. Nada, por supuesto, llegó a existir por casualidad. Pero el consejo y la decisión de Dios se manifiestan mucho más claramente en la creación del hombre que en la creación de las otras criaturas.
Además, en este consejo particular de Dios, se pone especial énfasis en el hecho de que el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios y, por lo tanto, se encuentra en una relación completamente diferente con Dios que todas las demás criaturas. No se dice de ninguna otra criatura, ni siquiera de los ángeles, que fueron creados a imagen de Dios y que exhiben Su imagen. Pueden poseer indicios e indicaciones de uno o varios de los atributos de Dios, pero solo del hombre se afirma que fue creado a imagen de Dios y a Su semejanza.
Las Escrituras enfatizan aún más el hecho de que Dios creó, no a un hombre, sino a los hombres, según Su semejanza. Al final de Génesis 1:27 son designados como hombre y mujer, varón y hembra. No es sólo el hombre, ni la mujer exclusivamente, sino ambos, y los dos en interdependencia, que son los portadores de la imagen de Dios. Y, de acuerdo con la bendición que se pronuncia sobre ellos en el versículo 28, son portadores de la imagen no solo en sí y para sí mismos. Lo son también en su posteridad, y junto con su posteridad. La raza humana en cada una de sus partes y en su totalidad es creada orgánicamente a imagen y semejanza de Dios.
Finalmente, la Escritura menciona expresamente que esta creación del hombre a imagen de Dios debe llegar a expresarse particularmente en su dominio sobre todos los seres vivos y en la sujeción a Él de toda la tierra. Debido a que el hombre es el hijo o descendiente de Dios, él es el rey de la tierra. Ser hijos de Dios y herederos del mundo son dos cosas ya estrechamente relacionadas entre sí, e inseparablemente relacionadas entre sí, en la creación.
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El relato de la creación del hombre en el primer capítulo de Génesis se elabora y amplifica en el segundo capítulo (Génesis 2:4b-25). Este segundo capítulo de Génesis a veces se designa erróneamente como la segunda historia/relato de la creación. Esto es erróneo porque la creación del cielo y la tierra se asume en este capítulo, y se menciona en el versículo 4b para introducir la manera en que Dios formó al hombre del polvo de la tierra. Todo el énfasis en este segundo capítulo recae en la creación del hombre y en la forma en que esto tuvo lugar. La gran diferencia entre el primer y el segundo capítulo del Génesis sale a relucir en estos detalles que se nos cuentan en el segundo sobre la formación del hombre.
El primer capítulo habla de la creación del cielo y la tierra y deja que estos conduzcan a la creación del hombre. En este capítulo el hombre es la última criatura llamada a la existencia por la omnipotencia de Dios. Él se encuentra al final de la serie de criaturas como el señor de la naturaleza, el rey de la tierra. Pero el segundo capítulo, desde Génesis 2:4b en adelante, comienza con el hombre, procede de él como punto de partida, lo coloca en el centro de las cosas, y luego relata lo que sucedió en la creación del hombre, cómo esto tuvo lugar para el hombre y la mujer, qué morada fue designada para él, con qué vocación se le confió, y qué propósito y destino era el suyo. El primer capítulo habla del hombre como el fin o propósito de la creación; el segundo trata de él como el comienzo de la historia. El contenido del primer capítulo puede estar comprendido en el nombre creación, y el del segundo capítulo en el nombre Paraíso.
Hay tres detalles que se nos dicen en este segundo capítulo sobre el origen del hombre, y que sirven como la elaboración de lo que está contenido en el primer capítulo.
En primer lugar, hay un tratamiento bastante amplio de la primera morada del hombre. El primer capítulo simplemente declaró en términos generales que el hombre fue creado a imagen de Dios y que fue nombrado señor sobre toda la tierra. Pero no da ninguna pista sobre dónde en la faz del globo el hombre vio por primera vez la luz de la vida y dónde vivió por primera vez. Esto, sin embargo, se nos dice en el segundo capítulo. Cuando Dios hubo hecho el cielo y la tierra, y cuando había llamado al sol, la luna y las estrellas, las plantas y los pájaros, los animales de la tierra y los del agua, entonces ningún lugar específico había sido apartado como morada para el hombre. Por lo tanto, Dios descansa antes de crear al hombre y preparar para él un jardín o paraíso en el país del Edén, al este de Palestina. Ese jardín está dispuesto de una manera particular. Dios permite que todo tipo de árboles salgan del suelo allí, árboles hermosos a la vista y buenos para comer. Dos de estos árboles se designan por su nombre, el árbol de la vida plantado en el medio del jardín, y también el árbol del conocimiento del bien y del mal. El jardín fue diseñado de tal manera que un río que tenía su punto de origen más arriba en el territorio del Edén fluía a través de él, y luego se bifurcaba en cuatro brazos, el Pison, el Gihón, el Tigris y el Éufrates.
Una gran cantidad de trabajo y esfuerzo se ha dedicado en el transcurso de los siglos para tratar de determinar dónde se encontraban el Edén y el jardín del Edén. Se han presentado varias representaciones sobre ese río que surgió en el Edén y fluyó a través del jardín, sobre los cuatro ríos en los que se dividió la corriente principal, sobre el nombre del territorio del Edén y sobre el jardín dentro de él. Pero todas estas representaciones han quedado como conjeturas. Ninguno ha sido establecido por pruebas sólidas. Sin embargo, dos interpretaciones parecen merecer la preferencia. La primera es aquella según la cual el Edén yacía hacia el norte en Armenia; la otra sostiene que estaba más al sur, en Babilonia. Es difícil decidir entre estos dos. Los detalles dados en las Escrituras ya no son adecuados para determinar dónde se encontraba este territorio. Pero cuando recordamos que las personas que surgieron de Adán y Eva, aunque expulsadas del Edén, sin embargo, al principio permanecieron en esa área general (Génesis 4:16), y que el arca de Noé después del diluvio se detuvo en el Monte Ararat (Génesis 8:4), y que la nueva humanidad después del diluvio se extendió desde Babel sobre la tierra (Génesis 11: 8-9), entonces difícilmente se puede dudar de que la cuna de la humanidad se encontraba en esa área delimitada por Armenia en el norte y Shinar en el sur. En los tiempos modernos, la erudición ha venido a reforzar esta enseñanza de las Escrituras. Es cierto que, en el pasado, la investigación histórica hizo todo tipo de conjeturas sobre el hogar original de la humanidad, buscándolo, a su vez, en todas partes de la tierra, pero cada vez está más volviendo sobre sus pasos. La etnología, la historia de la civilización y la filología apuntan a Asia como el continente donde una vez estuvo la cuna de la humanidad.
Una segunda característica que llama la atención en Génesis 2 es el mandato probatorio dado al hombre. Originalmente, este primer hombre simplemente se llamaba el hombre (ha-adam) porque estuvo solo por un tiempo y no había nadie a su lado que fuera como él. No es hasta Génesis 4:25 que el nombre de Adán aparece sin el artículo definido. Allí el nombre por primera vez se vuelve individual. Esto indica claramente que el primer hombre, que durante un tiempo fue el único ser humano, fue el principio, el origen y la cabeza de la raza humana. Como tal, recibió una doble tarea que realizar: primero, cultivar y guardar el jardín del Edén, y, segundo, comer libremente de todos los árboles del jardín excepto del árbol del conocimiento del bien y del mal.
La primera tarea define su relación con la tierra, la segunda su relación con el cielo. Adán tuvo que someter la tierra y tener dominio sobre ella, y esto debe hacerlo en un doble sentido: debe cultivarla, descubrirla, y así hacer que salgan de ella todos los tesoros que Dios ha almacenado allí para el uso del hombre; y también debe velar por ella, salvaguardarla, protegerla contra todo mal que pueda amenazarla, debe, en definitiva, asegurarla contra el servicio de la corrupción en la que ahora gime toda la creación.
Pero el hombre puede cumplir este llamado contra la tierra sólo si no rompe el vínculo de conexión que lo une con el cielo, sólo si continúa creyendo a Dios en Su palabra y obedeciendo Su mandamiento. La doble tarea es, por lo tanto, esencialmente una tarea. Adán debe tener dominio sobre la tierra, no por ociosidad y pasividad, sino a través de la obra de su cabeza, corazón y mano.
Pero para gobernar, debe servir; él debe servir a Dios que es su Creador y Legislador. Trabajo y descanso, gobierno y servicio, vocación terrenal y celestial, civilización y religión, cultura y culto, estas parejas van juntas desde el principio. Pertenecen juntos y juntos comprenden en una vocación el grandioso, santo y glorioso propósito del hombre. Toda cultura, es decir, todo trabajo que el hombre emprende para someter la tierra ya sea la agricultura, la ganadería, el comercio, la industria, la ciencia o lo demás, es todo el cumplimiento de un solo llamado Divino. Pero si el hombre ha de ser y seguir siendo tal, debe proceder en dependencia y en obediencia a la Palabra de Dios. La religión debe ser el principio que anima toda la vida y que la santifica en un servicio a Dios.
Un tercer particular de este segundo capítulo del Génesis es el don de la mujer al hombre y la institución del matrimonio. Adán había recibido mucho. Aunque formado del polvo de la tierra, fue sin embargo un portador de la imagen de Dios. Fue colocado en un jardín que era un lugar de hermosura y se le suministró abundantemente todo lo bueno para contemplar y comer. Recibió la agradable tarea de labrar el jardín y someter la tierra, y en esto tuvo que andar de acuerdo con el mandamiento de Dios, comer libremente de todo árbol excepto el árbol del conocimiento del bien y del mal. Pero no importa cuán ricamente favorecido y cuán agradecido, ese primer hombre no estaba satisfecho, no está realizado. La causa le es indicada por Dios mismo. Consiste en su soledad. No es bueno para el hombre que esté solo. Él no fue constituido de esa manera, no fue creado de esa manera. Su naturaleza se inclina hacia lo social: quiere compañía. Debe ser capaz de expresarse, revelarse y darse a sí mismo. Debe ser capaz de derramar su corazón, de dar forma a sus sentimientos. Debe compartir sus conocimientos con un ser que pueda entenderlo y pueda sentir y vivir junto con él. La soledad es pobreza, abandono, languidecimiento gradual y desgaste. ¡Qué solitario es estar solo!
Y solo Aquel que creó al hombre así, con este tipo de necesidad de expresión y extensión, puede en la grandeza y la gracia de Su elegir suplir la necesidad. Solo Él puede crear para el hombre una ayuda idónea que lo acompañe, esté relacionado con él y se adapte a él como contraparte. El relato nos dice en los versículos 19 al 21 que Dios hizo todas las bestias del campo y todas las aves del aire, y las llevó a Adán para ver si entre todas esas criaturas no había un ser que pudiera servir a Adán como compañero y ayudante. El propósito de estos versículos no es indicar el orden cronológico en que los animales y el hombre fueron hechos, sino más bien indicar el orden material, el rango, los grados de relación en los que los dos tipos de criaturas se enfrentan entre sí. Esta relación de rango se indica por primera vez en el hecho de que Adán nombró a los animales.
Por lo tanto, Adán entendió a todas las criaturas, penetró en sus naturalezas, pudo clasificarlas y subdividirlas, y asignarle a cada una de ellas el lugar que les correspondía en el conjunto de las cosas. Si, en consecuencia, no descubrió ningún ser entre todas esas criaturas que estuviera relacionado consigo mismo, esto no fue consecuencia de la ignorancia ni de la arrogancia o el orgullo temerarios; más bien, se derivaba del hecho de que existía una diferencia de tipo entre él y todas las demás criaturas, una diferencia no de grado simplemente sino de esencia. Es cierto que hay todo tipo de correspondencias entre el animal y el hombre: ambos son seres físicos, ambos tienen todo tipo de necesidad y deseo de comida y bebida, ambos propagan la descendencia, ambos poseen los cinco sentidos del olfato, el gusto, el tacto, la vista y el oído, y ambos comparten las actividades inferiores de la cognición, la conciencia y la percepción. Sin embargo, el hombre es diferente del animal. Él tiene razón, y entendimiento, y voluntad y como consecuencia de estos tiene religión, moralidad, lenguaje, ley, ciencia y arte. Es cierto que fue formado a partir del polvo de la tierra, pero recibió el aliento de vida de arriba. Es un ser físico, pero también espiritual, racional y moral. Y es por eso que Adán no pudo encontrar una sola criatura entre todas ellas que estuviera relacionada con él y pudiera ser su ayuda. Les dio a todos nombres, pero ninguno de ellos merecía el exaltado nombre real de hombre.
Entonces, cuando el hombre no pudo encontrar lo que buscaba, entonces, aparte de la propia perspicacia y voluntad del hombre, y sin un esfuerzo contributivo de su parte, Dios le dio al hombre lo que él mismo no podía suministrar. Las mejores cosas nos llegan como regalos; caen en nuestros regazos sin trabajo y sin precio. No los ganamos ni los conseguimos: los conseguimos por nada a cambio. El regalo más rico y precioso que se puede dar al hombre en la tierra es la mujer. Y este don lo recibe en un sueño profundo, cuando está inconsciente, y sin ningún esfuerzo de voluntad o fatiga de la mano. Es cierto que la búsqueda, la mirada, la indagación, el sentido de la necesidad lo precede. También lo hace la oración. Pero entonces Dios concede el don soberanamente, solo, sin nuestra ayuda. Es como si Él condujera a la mujer al hombre por Su propia mano.
Entonces, la primera emoción que domina a Adán cuando se despierta y ve a la mujer delante de él, es la de la maravilla y la gratitud. Él no se siente un extraño para ella, sino que la reconoce inmediatamente como compartiendo su propia naturaleza con él. Su reconocimiento fue literalmente un reconocimiento de lo que había sentido que extrañaba y necesitaba, pero que él mismo no podía suministrar. Y su maravilla se expresa en el primer himno matrimonial o epitalamio que sonará sobre la faz de la tierra: “Esto es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne: ella será llamada Varona, porque del varón fue tomada”. Por lo tanto, Adán sigue siendo la fuente y la cabeza de la raza humana. La mujer no es simplemente creada junto a él, sino a partir de él (1 Corintios 11:8). Así como las cosas para hacer el cuerpo de Adán fueron tomadas de la tierra, así el costado de Adán es la base de la vida de Eva. Pero, así como del polvo de la tierra el primer hombre se convirtió en un ser vivo a través del aliento de vida que vino de arriba, así del costado de Adán la primera mujer se convirtió por primera vez en un ser humano por la omnipotencia creativa de Dios. Ella procede de Adán y sin embargo es diferente a Adán. Ella está relacionada con él y, sin embargo, es diferente de él. Ella pertenece al mismo tipo y, sin embargo, en ese tipo ocupa su posición única. Ella es dependiente y, sin embargo, es libre. Ella es como de Adán y procede de Adán, pero debe su existencia solo a Dios. Y así ella sirve para ayudar al hombre, para hacer posible su vocación de someter la tierra. Ella es su ayudante, no como concubina y mucho menos como esclava, sino como un ser individual, independiente y libre, que recibió su existencia no del hombre sino de Dios, que es responsable ante Dios, y que fue agregada al hombre como un regalo libre e inmerecido.
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De este modo, la Escritura informa del origen del hombre, tanto del hombre como de la mujer. Así es su concepción sobre la institución del matrimonio y el comienzo de la raza humana. Pero en estos días se construye una elaboración muy diferente sobre estas cosas, y esto se hace en nombre de la ciencia y supuestamente con la autoridad de la ciencia. Y a medida que esta nueva construcción penetra cada vez más hasta llegar incluso a las masas populares, y dado que es de la mayor importancia para una visión del mundo y de la vida, es necesario dedicar nuestra atención a ella por unos momentos, y someter a una evaluación la base sobre la que descansa.
Si una persona repudia el relato bíblico del origen de la raza humana, se vuelve necesario, por supuesto, dar algún otro relato de ello. El hombre existe, y nadie puede escapar de hacer la pregunta de dónde vino. Si no debe su origen a la omnipotencia creadora de Dios, se lo debe a otra cosa. Y entonces no queda otra solución que decir que el hombre se desarrolló gradualmente a partir de los seres inferiores precedentes y se escaló hasta su alta posición actual en el orden del ser. La evolución es, por lo tanto, la palabra mágica que en nuestros tiempos debe resolver de alguna manera todos los problemas sobre el origen y la esencia de las criaturas. Naturalmente, dado que la enseñanza de la creación es repudiada, el evolucionista debe aceptar que algo más existió en el principio en la medida en que nada puede venir de la nada. El evolucionista, sin embargo, en vista de este hecho, procede de la suposición totalmente arbitraria e imposible de que la materia, la energía y el movimiento existían eternamente. A esto agrega que antes de que nuestro sistema solar llegara a existir, el mundo consistía simplemente en una masa gaseosa caótica. Este fue el punto de partida de la evolución que gradualmente resultó en nuestro mundo actual y en todas sus criaturas. Es por la evolución que el sistema solar y la tierra llegaron a existir. Por la evolución surgieron las capas de la tierra y los minerales. Por evolución, lo animado surgió de lo inanimado a través de una serie interminable de años. Por evolución surgieron las plantas, los animales y los hombres. Y dentro del ámbito de lo humano, fue de nuevo por la evolución que la diferenciación sexual, el matrimonio, la familia, la sociedad, el estado, el idioma, la religión, la moral, la ley, la ciencia, el arte y todos los demás valores de la civilización en un orden regular llegaron a existir. Si sólo uno pudiera proceder de esta suposición de que la materia, la energía y el movimiento existían eternamente, entonces, se supondría, uno ya no necesita postular un Dios. Entonces el mundo se explica por sí mismo. La ciencia, se cree entonces, vuelve a Dios totalmente innecesario.
La teoría de la evolución continúa desarrollando su idea del origen del hombre de la siguiente manera. Cuando la tierra se había enfriado, y así se había vuelto apta para el nacimiento de criaturas vivientes, la vida surgió bajo las circunstancias entonces existentes, muy probablemente de tal manera que al principio se formaron combinaciones albuminosas inanimadas que, afectadas por diversas influencias, desarrollaron diversas propiedades, y que estas entidades albuminosas a modo de combinación y mezcla entre sí dieron lugar al protoplasma, el primer germen de la vida. De ahí comenzó el desarrollo biogenético, el desarrollo de los seres vivos. Fue un proceso que puede haber tomado cien millones de años de tiempo.
Este protoplasma formó el núcleo albuminoso de la célula que ahora se considera como el constituyente básico de todos los seres vivos, ya sean plantas, animales u hombres. Los protozoos unicelulares fueron, por lo tanto, los primeros organismos. Según si estos eran móviles o inmóviles, se convirtieron con el tiempo en plantas o en animales. Entre los animales, los infusorios se encuentran más bajos en la escala, pero de estos surgen gradualmente, a través de varias etapas intermedias y de transición, los tipos superiores de animales, conocidos como vertebrados, invertebrados, moluscos y animales radiantes. A continuación, los animales vertebrados se dividen nuevamente en cuatro clases: peces, anfibios, aves y mamíferos. Este grupo, a su vez, se divide en tres órdenes: los picos de pato, los marsupiales y los animales placentados; y este último se subdivide nuevamente en los roedores, los animales ungulados, las bestias de presa y los primates. Los primates a su vez se clasifican como semi-simios, simios y antropoides.
Cuando comparamos el organismo físico del hombre con el de estos diversos animales, descubrimos, según el evolucionista, que el hombre, en un orden de creciente parecido, es el más cercano en especie a los vertebrados, los mamíferos, los animales placentados y los primates, y que se asemeja más a todos los antropoides, representados por el orangután y el gibón en Asia, y por el gorila y el chimpancé en África. Por lo tanto, estos deben ser considerados como los parientes más cercanos del hombre. Es cierto que difieren del hombre en tamaño, forma y similares, pero son completamente como él en su estructura física básica. De todos modos, el hombre no provenía de uno de esos tipos de simios que ahora existen, sino de un antropoide extinto hace mucho tiempo. Los simios y los hombres son, según esta teoría de la evolución, parientes de sangre, pertenecen a la misma raza, aunque deben ser considerados más bien como sobrinos y sobrinas que como hermanos y hermanas.
Tal es la idea de la teoría de la evolución. Tal, según ella, fue el curso de los acontecimientos. Pero el evolucionista también se sintió llamado a decir algo sobre la forma en que todo esto tuvo lugar. Era bastante fácil decir que las plantas, los animales y los hombres habían formado una serie ininterrumpida y creciente de seres. Pero el evolucionista sintió que debía hacer algo para demostrar que tal desarrollo era realmente posible, que un simio, por ejemplo, podría convertirse gradualmente en un hombre. Charles Darwin en 1859 intentó tal demostración. Se dio cuenta de que las plantas y los animales, rosas y palomas, por ejemplo, podían, mediante la selección natural asistida artificialmente, exhibir modificaciones significativas. Por lo tanto, se topó con la idea de que también en la naturaleza, tal selección natural podría haber estado operativa, una selección no controlada artificialmente por la intervención humana, sino inconsciente, arbitraria, natural. Con este pensamiento una luz brilló sobre él. Porque al aceptar tal teoría de la selección natural, Darwin suponía estar en condiciones de explicar cómo las plantas y los animales experimentan cambios gradualmente, cómo pueden superar defectos en su organización y pueden lograr ventajas, y que de tal manera se equipan constantemente mejor para la competencia exitosa con otros en la lucha por la existencia. Porque, según Darwin, la vida es siempre y en todas partes en toda la creación sólo eso: una lucha por la existencia. Observado superficialmente, puede parecer que hay paz en la naturaleza, pero esta es una apariencia engañosa. Más bien, existe esa lucha constante por la vida y lo necesario para la vida, porque la tierra es demasiado pequeña y escasa para abastecer a todos los seres que nacen en ella con los alimentos necesarios. Por lo tanto, millones de organismos perecen debido a la necesidad; solo los más fuertes sobreviven. Y estos más fuertes, que son superiores a los demás debido a alguna propiedad que han desarrollado, transfieren gradualmente sus características adquiridas y ventajosas a su posteridad.
Por lo tanto, hay progreso y un desarrollo cada vez mayor. La selección natural, la lucha por la existencia y la transferencia de características antiguas y recién adquiridas explican, según Darwin, la aparición de nuevas especies, y también la transición de animal a hombre.
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Al evaluar esta teoría de la evolución es necesario sobre todo hacer una clara distinción entre los hechos a los que apela y la visión filosófica con la que los mira. Los hechos se reducen a esto: que el hombre comparte todo tipo de características con otros seres vivos, más particularmente con los animales superiores, y entre estos a su vez especialmente con los simios. Naturalmente, estos hechos eran en su mayor parte conocidos antes de Darwin también, porque la correspondencia en la estructura física, en los diversos órganos del cuerpo y en sus actividades, en los cinco sentidos, en las percepciones y conciencias, y similares, es algo que todos los que miran pueden ver, y simplemente no es susceptible de negación. Pero las ciencias de la anatomía, la biología y la fisiología, y también la de la psicología, han investigado en los últimos tiempos esas características correspondientes mucho más a fondo de lo que se hacía antes. En consecuencia, las características de semejanza han aumentado en número e importancia. También hubo otras ciencias que contribuyeron con su parte a confirmar y extender estas similitudes entre el hombre y el animal. La ciencia de la embriología, por ejemplo, indicó que un ser humano en sus inicios en el útero se asemeja a un pez, un anfibio y los mamíferos inferiores. La paleontología, que se ocupa del estudio de las condiciones y circunstancias en la antigüedad, descubrió restos de seres humanos (esqueletos, huesos, cráneos, herramientas, adornos y similares), lo que señaló el hecho de que hace siglos algunas personas en algunas partes de la tierra vivían de una manera muy simple. Y la etnología enseñaba que había tribus y pueblos que estaban ampliamente separados tanto espiritual como físicamente de las naciones civilizadas.
Cuando estos hechos, reunidos desde varios lados, se dieron a conocer, la filosofía pronto se ocupó de combinarlos en una hipótesis, la hipótesis de la evolución gradual de todas las cosas, y específicamente también del hombre. Esta hipótesis no surgió después de que se descubrieron los hechos ni debido a ellos, sino que existió hace mucho tiempo, fue patrocinada por varios filósofos y ahora se aplicó a los hechos, algunos de los cuales fueron descubiertos recientemente. La vieja hipótesis, la vieja teoría, ahora llegó a descansar, se suponía, en los hechos firmemente fundados. Una especie de hurra surgió debido al hecho de que ahora todos los enigmas del mundo, excepto el de la materia y energía eternas, fueron resueltos y todos los secretos fueron descubiertos. Pero difícilmente se había construido este orgulloso edificio de la filosofía evolutiva cuando comenzó el ataque contra él y comenzó a desmoronarse. El darwinismo, dice un distinguido filósofo, surgió en la década de 1860, organizó su procesión triunfal en la década de 1870, fue cuestionado por algunos pocos en la década de 1890, y desde el cambio de siglo ha sido fuertemente atacado por muchos.
El primero y más agudo de los ataques se lanzó contra la forma en que, según Darwin, las diversas especies habían llegado a existir. La lucha por la existencia y la selección natural no fue suficiente como explicación. Es cierto que a menudo hay una lucha feroz en los mundos vegetal y animal, y esta lucha tiene una influencia significativa en su naturaleza y existencia. Pero de ninguna manera se ha demostrado que esta lucha pueda hacer que surjan nuevas especies. La lucha por la existencia puede contribuir al fortalecimiento de las tendencias y habilidades, de los órganos y potencialidades, a través del ejercicio y el esfuerzo. Puede desarrollar lo que ya está presente, pero no puede hacer realidad lo que no existe. Además, es una exageración, como cualquiera sabe por su propia experiencia, decir que siempre y en todas partes no existe nada excepto la lucha.
Hay más que odio y animosidad en el mundo. También hay amor, cooperación y ayuda. La doctrina de que no hay nada más que la guerra por parte de todos contra todos es tan unilateral como la visión idílica del siglo XVIII de que en todas partes en la naturaleza hay descanso y paz. Hay espacio para muchos en la gran mesa de la naturaleza, y la tierra que Dios dio como morada para el hombre, es inagotablemente rica. En consecuencia, hay muchos hechos y manifestaciones que no tienen nada que ver con una lucha por la existencia. Nadie, por ejemplo, puede señalar lo que los colores y las figuras de la piel del caracol, el color negro de la parte inferior del vientre en muchos animales vertebrados, el encanecimiento del cabello con el aumento de la edad o el enrojecimiento de las hojas en el otoño tienen que ver con la lucha por la existencia. Tampoco es cierto que en esta lucha los tipos más fuertes ganen siempre y exclusivamente la victoria, y que los más débiles siempre sean derrotados. Una supuesta coincidencia, una circunstancia afortunada o desafortunada, a menudo se burla de todos esos cálculos. A veces una persona fuerte es arrebatada en la fuerza de sus años, y a veces un hombre o mujer físicamente débil alcanza una vejez madura.
Tales consideraciones llevaron a un erudito holandés a sustituir otra teoría por la de la selección natural de Darwin, la de la mutación, según la cual el cambio de especie no tuvo lugar de manera regular y gradual, sino repentinamente a veces, y por saltos o rebotes. Pero en este asunto la pregunta es si estos cambios realmente representan nuevas especies o simplemente modificaciones en las especies ya existentes. Y la respuesta a esa pregunta depende de nuevo de lo que uno quiere decir con especie.
No solo la lucha por la existencia, la selección natural y la supervivencia del más apto han perdido estatus en este siglo, sino también la idea de la transferencia de características adquiridas. La transferencia de características naturales y heredadas de padres a hijos por naturaleza tiende más bien a abogar contra el darwinismo, en la medida en que implica la constancia de las especies. Siglos tras siglos los hombres engendran hombres y nada más. Con respecto a la transferencia de las características adquiridas a diferencia de las heredadas, ahora hay tanta diferencia de opinión que nada se puede decir al respecto con certeza. Esto, sin embargo, es cierto, que las características adquiridas muy a menudo no son transferidas por los padres a los hijos. La circuncisión, por ejemplo, fue practicada por algunas personas durante siglos, y, sin embargo, no dejó rastros en los niños después de todo ese tiempo. La transferencia por herencia tiene lugar solo dentro de ciertos límites y no efectúa ningún cambio de tipo o especie. Si la modificación es inducida artificialmente, también debe mantenerse artificialmente o de lo contrario se pierde nuevamente. El darwinismo, en resumen, no puede explicar ni la herencia ni el cambio. Ambos son hechos cuya existencia no se niega, pero su conexión y relación aún se encuentran más allá del ámbito de nuestro conocimiento.
Cada vez más, por lo tanto, el darwinismo propiamente dicho, es decir, el darwinismo en el sentido más estricto, a saber, el esfuerzo por explicar el cambio de las especies en términos de la lucha por la existencia, la selección natural y la transferencia de las características adquiridas fue abandonado por los hombres de ciencia. La predicción de uno de los primeros y más eminentes opositores de la teoría de Darwin se cumplió literalmente: a saber, que esta teoría para explicar los misterios de la vida no duraría hasta finales del siglo XIX. Pero más importante es el hecho de que la crítica no se ha dirigido solo contra la teoría de Darwin, sino también contra la teoría de la evolución misma. Naturalmente, los hechos siguen siendo hechos y no pueden ser ignorados. Pero la teoría es otra cosa, algo construido sobre los hechos por el pensamiento. Y lo que se hizo cada vez más evidente fue que la teoría de la evolución no se ajustaba a los hechos, sino que incluso estaba en conflicto con ellos.
La geología, por ejemplo, reveló que los tipos inferiores y superiores de animales no se siguen entre sí en secuencia, sino que de hecho existieron uno junto al otro hace siglos. La paleontología no encontró una sola pieza de evidencia concluyente de la existencia de tipos de transición entre las diversas especies de seres orgánicos. Sin embargo, de acuerdo con la teoría de Darwin de la evolución extremadamente gradual a través de cambios extremadamente pequeños, estos tipos deberían haber estado presentes en cantidad. Incluso el tipo intermediario ardientemente buscado y enérgicamente perseguido entre el hombre y el simio no fue descubierto. La embriología, es cierto, apunta a una cierta similitud externa entre las diversas etapas en el desarrollo del embrión del hombre y la de otros cuerpos animales. Pero esta similitud es externa por la sencilla razón de que de un embrión animal nunca nace un ser humano, ni un animal de un embrión humano. En otras palabras, el hombre y el animal van en direcciones diferentes desde la concepción en adelante, a pesar de que las diferencias internas no pueden ser percibidas. Hasta este momento, la biología ha ofrecido tan poco apoyo a la proposición de que la vida se generó a sí misma que muchos ahora aceptan la imposibilidad de eso y están volviendo a la idea de una fuerza o energía vital especial. La física y la química, en proporción a la medida en que han presionado sus investigaciones, han encontrado cada vez más secretos y maravillas en el mundo de lo infinitamente pequeño, y han hecho que muchos vuelvan al pensamiento de que los constituyentes básicos de las cosas no son entidades materiales sino fuerzas. Y, sin mencionar más evidencias, todos los esfuerzos que se han realizado para explicar la conciencia, la libertad de la voluntad, la razón, la conciencia, el lenguaje, la religión, la moralidad y todas esas manifestaciones, únicamente como el producto de la evolución, no han sido coronados con éxito. Los orígenes de todas estas manifestaciones, como los de todas las demás cosas, permanecen envueltos en la oscuridad para la ciencia.
Porque es importante señalar finalmente que cuando el hombre hace su aparición en la historia ya es hombre con cuerpo y alma, y ya está en posesión, en todas partes y en todo momento, de todas aquellas características y actividades humanas cuyos orígenes la ciencia está tratando de descubrir. En ninguna parte se pueden encontrar seres humanos que no tengan razón y voluntad, racionalidad y conciencia, pensamiento y lenguaje, religión y moralidad, las instituciones del matrimonio y la familia, y similares. Ahora bien, si todas estas características y manifestaciones han evolucionado gradualmente, tal evolución debe haber tenido lugar en tiempos prehistóricos, es decir, en tiempos de los que no sabemos nada directamente, y sobre los cuales hacemos conjeturas solo sobre la base de unos pocos hechos percibidos en tiempos posteriores. Cualquier ciencia, por lo tanto, que quiera excavar a través de ese tiempo prehistórico y descubrir los orígenes de las cosas allí, debe, por la naturaleza del caso, recurrir a conjeturas, presunciones y suposiciones. No hay posibilidad aquí de evidencia o prueba en el sentido estricto. La doctrina de la evolución en general y la de la descendencia del hombre del animal en particular no están respaldadas en lo más mínimo por hechos suministrados por los tiempos históricos. De todos los elementos sobre los que se construyen tales teorías, nada queda al final sino una cosmovisión filosófica que quiere explicar todas las cosas y todas las manifestaciones en términos de las cosas y manifestaciones mismas, dejando a Dios fuera de consideración. Uno de los defensores de la visión evolutiva lo admitió sin rodeos: la elección es entre la descendencia evolutiva o el milagro; ya que el milagro es absolutamente imposible, estamos obligados a tomar la primera posición. Y tal admisión demuestra que la teoría de la descendencia del hombre de las formas animales inferiores no se basa en una investigación científica cuidadosa, sino que es más bien el postulado de una filosofía materialista o panteísta.
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La idea del origen del hombre está muy estrechamente relacionada con la de la esencia del hombre. Muchos hoy en día hablan de manera diferente, diciendo que el hombre y el mundo, independientemente de cuál fue su origen y su desarrollo en el pasado, son lo que son ahora y seguirán siéndolo.
Esta posición es, por supuesto, totalmente correcta: la realidad sigue siendo la misma, independientemente de si nos formamos una idea verdadera o falsa de ella. Pero lo mismo ocurre, por supuesto, con respecto al origen de las cosas. A pesar de que imaginemos que el mundo y la humanidad surgieron de alguna manera particular –gradualmente, digamos, durante el curso de los siglos, por todo tipo de cambios infinitesimalmente pequeños a través de la autogeneración– tal suposición no cambia, por supuesto, el origen real. El mundo surgió de la manera en que lo hizo, y no de la manera en que lo deseamos o lo suponemos. Pero la idea que tenemos del origen de las cosas está inseparablemente conectada con la idea que tenemos de la esencia de las cosas.
Si la primera está mal, la segunda no puede estar bien. Si pensamos que la tierra y todos los reinos de la naturaleza, que todas las criaturas y particularmente también los seres humanos, llegaron a existir sin Dios únicamente a través de la evolución de las energías que son residuales en el mundo, tal idea debe tener necesariamente una influencia muy significativa en nuestra concepción de la esencia del mundo y del hombre.
Es cierto que el mundo y el hombre seguirán siendo ellos mismos independientemente de nuestra interpretación; pero para nosotros se vuelven diferentes, aumentan o disminuyen en valor y significado según pensemos en su origen y su existencia.
Esto es tan evidente que no requiere iluminación o confirmación más amplia. Pero debido a que la noción de que podemos pensar lo que nos plazca sobre el origen de las cosas, en la medida en que lo que pensamos de su esencia no se ve afectado por ella, es una noción que recurre una y otra vez –por ejemplo, en la doctrina de las Escrituras, la religión de Israel, la persona de Cristo, la religión, la moralidad y similares– dicha noción puede ser útil ahora, en consideración a la esencia del hombre, para indicar una vez más la falsedad de ella. No es difícil hacerlo. Porque si el hombre ha evolucionado gradualmente, por así decirlo, sin Dios y únicamente a través de fuerzas naturales ciegamente operativas, entonces se deduce con suficiente naturalidad que el hombre no puede diferir esencialmente del animal, y que, en su desarrollo más elevado también, sigue siendo un animal. Para un alma distinguida del cuerpo, para la libertad moral y la inmortalidad personal, entonces no hay espacio en absoluto. Y la religión, la verdad, la moralidad y la belleza pierden entonces su carácter propio (absoluto).
Estas consecuencias no son algo que impongamos a los defensores de la teoría de la evolución, sino algo que ellos mismos deducen de ella. Darwin, por ejemplo, dice que nuestras mujeres solteras, si fueran educadas en las mismas condiciones que las abejas melíferas, pensarían que es un deber sagrado matar a sus hermanos incluso como lo hacen las abejas trabajadoras, y las madres tratarían de asesinar a sus hijas fértiles sin que nadie se preocupara por intervenir. Según Darwin, por lo tanto, toda la ley moral es un producto de las circunstancias y, en consecuencia, cambia a medida que cambian las circunstancias. El bien y el mal, así como la verdad y la falsedad, son, por lo tanto, términos relativos, y su significado y valor están, como las modas, sujetos a los cambios de tiempo y lugar. Así también, según otros, la religión no era más que una ayuda temporal, algo que el hombre usó en su insuficiencia para la lucha contra la naturaleza, y que ahora también puede servir como un narcótico para la gente, pero algo que a la larga naturalmente se extinguirá y desaparecerá cuando el hombre haya llegado a su plena libertad. El pecado y la transgresión, el delito grave y el asesinato no constituyen culpable al hombre, sino que son secuelas del estado incivilizado en el que el hombre vivió anteriormente, y disminuyen en proporción a la medida en que el hombre se desarrolla y la sociedad mejora. Los delincuentes son, en consecuencia, considerados como niños, animales o tipos dementes, y deben ser tratados como tales. Las prisiones deben dar paso a los reformatorios. En resumen, si el hombre no es de origen divino sino animal y gradualmente ha “evolucionado”, se debe todo a sí mismo solamente, y es su propio legislador, maestro y señor. Todas estas inferencias de la teoría (materialista o panteísta) de la evolución se expresan muy claramente en la ciencia contemporánea, así como en la literatura contemporánea, el arte y la política práctica.
La realidad, sin embargo, enseña algo muy diferente. El hombre puede hacerse creer, si quiere, que lo ha hecho todo por sí mismo y que no está obligado por nada. Pero en todos los aspectos sigue siendo una criatura dependiente. No puede hacer lo que le plazca. En su existencia física, permanece atado a las leyes establecidas para la respiración, la circulación de la sangre, la digestión y la procreación. Y si va en contra de estas leyes y no les presta atención, daña su salud y socava su propia vida. Lo mismo es cierto de la vida de su alma y espíritu. El hombre no puede pensar como le plazca, sino que está atado a leyes que él mismo no ha pensado y establecido, pero que están implícitas en el acto mismo de pensar y se expresan en él. Si no se aferra a esas leyes del pensamiento, se atrapa a sí mismo en la red del error y la falsedad. Tampoco el hombre puede querer y actuar como le plazca. Su voluntad está bajo la disciplina de la razón y la conciencia; si ignora esta disciplina y degrada su voluntad y actuación al nivel de arbitrariedad y capricho, entonces seguramente experimentará autorreproche y autoacusación, arrepentimiento y remordimiento, el roer y el escrúpulo de la conciencia.
La vida del alma, por lo tanto, no menos que la vida del cuerpo se basa en algo más que el capricho o el accidente. No es una condición de anarquía y desgobierno, sino que está por todos lados y en todas sus actividades determinada por las leyes. Está sujeta a las leyes de la verdad, la bondad y la belleza, por lo que demuestra que no se ha generado a sí misma. En resumen, el hombre tiene desde el principio su propia naturaleza y esencia las cuales no las puede violar impunemente. Y mucho más fuerte es la naturaleza en estos asuntos que la teoría al grado que los propios partidarios de la doctrina de la evolución siguen hablando de una naturaleza humana, de atributos humanos inmutables, de leyes de pensamiento y ética prescritas para el hombre, y de un sentido religioso innato. Así, la idea de la esencia del hombre entra en conflicto con la idea de su origen.
En las Escrituras, sin embargo, hay un acuerdo perfecto entre las dos ideas. Allí la esencia del hombre corresponde a su origen. Porque el hombre, aunque fue formado del polvo de la tierra según el cuerpo, recibió el aliento de vida de arriba, y fue creado por Dios mismo, es un ser único, tiene su propia naturaleza. La esencia de su ser es esta: exhibe la imagen de Dios y su semejanza.
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Esta imagen de Dios distingue al hombre tanto del animal como del ángel. Tiene rasgos en común con ambos, pero difiere de ambos en tener su propia naturaleza única.
Los animales, también, por supuesto, fueron creados por Dios. No llegaron a existir por su propia voluntad, sino que fueron llamados a la existencia por una palabra particular del poder de Dios. Además, fueron creados inmediatamente en varios tipos, incluso como lo fueron las plantas. Todos los hombres descienden de una pareja parental y, por lo tanto, constituyen una generación o raza. Esto no es cierto de los animales; tienen, por así decirlo, varios antepasados. Por lo tanto, es notable que la zoología hasta este momento aún no haya logrado rastrear a todos los animales hasta un tipo. Comienza designando de una vez unas siete o unas cuatro agrupaciones principales o tipos básicos.
Presumiblemente, por lo tanto, es cierto que la mayoría de los tipos de animales no se distribuyen por toda la tierra, sino que viven en áreas particulares. Los peces viven en el agua, las aves en el aire y los animales terrestres en su mayor parte se limitan a territorios definidos: el oso polar, por ejemplo, se encuentra solo en el extremo norte, y el ornitorrinco de pico de pato solo en Australia. Y así, en Génesis se afirma específicamente que Dios creó las plantas (1:11) y también los animales según su especie, es decir, de acuerdo con los tipos. Naturalmente, esto no significa que los tipos que fueron creados originalmente por Dios fueron exactamente aquellos en los que la ciencia, la de Linneo, digamos, ahora los clasifica. Por un lado, nuestras clasificaciones siempre son susceptibles de error porque nuestra zoología sigue siendo defectuosa e inclinada a considerar las variantes como tipos y viceversa. El concepto artificial y científico de un tipo animal es muy difícil de establecer y siempre es muy diferente del concepto natural de tipo que siempre estamos buscando. Además, en el transcurso de los siglos, muchos tipos de animales se han extinguido o han sido destruidos. De los restos, ya sean enteros o dañados, que tenemos de algunos de ellos, es evidente que varios tipos de animales, como el mamut, por ejemplo, que ya no existe, alguna vez abundaron en cantidad. Y, en tercer lugar, debe recordarse que como resultado de diversas influencias se han producido grandes modificaciones y cambios en el mundo animal que a menudo hacen que sea difícil o incluso imposible para nosotros rastrearlos hasta un tipo original.
Además, es notable que, en la creación de los animales, así como en la de las plantas, estos fueron realmente llamados a existir por un acto particular de poder Divino, pero que en este acto la naturaleza también realizó un servicio mediato. “Produzca la tierra hierba verde”, leemos en Génesis 1:11, “hierba que dé semilla; “y árbol que da fruto, cuya semilla está en él, fue así” (versículo 12). El informe es el mismo en Génesis 1:20: “Produzcan las aguas seres vivientes, y aves que vuelen sobre la tierra”, y así fue (versículo 21). De nuevo en el versículo 24: “Produzca la tierra seres vivientes según su género, bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie. Y fue así”. Por lo tanto, en cada caso, la naturaleza es utilizada por Dios como un instrumento. Es la tierra la que, aunque naturalmente condicionada y equipada para ello por Dios, produce todas esas criaturas en su abundante diferenciación de tipo.
Este peculiar origen de los animales también arroja algo de luz sobre su naturaleza. Este origen demuestra que los animales están mucho más estrechamente relacionados con la tierra y con la naturaleza que el hombre. Es cierto que los animales son seres vivos, y como tales se distinguen de las criaturas inorgánicas e inanimadas. Por lo tanto, también, a menudo se les llama almas vivientes (Génesis 1:20, 21 y 24). En el sentido general de un principio de vida, los animales también tienen alma (Gen 2:19; 9 :4, 10, 12, 16; Lev 11:10; 17:11; y en otras partes).Pero este principio vivo del alma en el animal todavía está tan estrechamente ligado a la naturaleza y al metabolismo de la materia que no puede llegar a ninguna independencia o libertad, y no puede existir cuando se separa del metabolismo o la circulación de la materia. En la muerte, por lo tanto, el alma del animal muere. De esto se deduce que los animales, al menos los animales superiores, tienen los mismos órganos sensoriales que el hombre, y pueden sentir cosas (oír, ver, oler, saborear y sentir). Pueden formarse imágenes o representaciones, y relacionar estas imágenes entre sí. Pero los animales no tienen razón, no pueden separar la imagen de lo particular, individual y concreto. No pueden metamorfosear las imágenes ni elevarlas en conceptos, no pueden relacionar los conceptos y, por lo tanto, formar juicios, no pueden hacer inferencias de los juicios ni llegar a decisiones, y no pueden llevar a cabo las decisiones por un acto de la voluntad. Los animales tienen sensaciones, imágenes y combinaciones de imágenes; tienen instintos, deseos, pasiones. Pero carecen de las formas superiores de deseo y conocimiento que son peculiares del hombre; no tienen razón y no tienen voluntad. Todo esto se expresa en el hecho de que los animales no tienen el lenguaje, la religión, la moralidad y el sentido de la belleza; no tienen ideas de Dios, de las cosas invisibles, de lo verdadero, lo bueno y lo bello.
Así, el hombre se eleva muy por encima del plano animal. Entre los dos no hay una transición gradual sino un gran abismo. Lo que constituye la naturaleza misma del hombre, su esencia peculiar, es decir, su razón y su voluntad, su pensamiento y lenguaje, su religión y moralidad, y similares, son ajenos al animal. Por lo tanto, el animal no puede entender al hombre, aunque el hombre puede entender al animal. Hoy en día la ciencia de la psicología trata de explicar el alma del hombre en términos del alma del animal, pero esto es invertir el orden correcto. El alma del hombre es la clave para llegar al alma del animal. El animal carece de lo que el hombre tiene, pero el hombre tiene todo lo que es peculiar del animal.
Esto no quiere decir que ahora, también, el hombre conozca la naturaleza de los animales de principio a fin. El mundo entero es para el hombre un problema cuya solución busca y puede perseguir, y así también cada animal es un misterio viviente. El significado del animal de ninguna manera consiste en el hecho de que el animal es útil para el hombre, proporcionándole comida y refugio, ropa y adornos. Mucho más está contenido en el sometimiento y tener dominio sobre la tierra de lo que el hombre debería, en codicia y egoísmo, convertir libremente todo en su ventaja. El mundo animal tiene importancia también para nuestra ciencia y arte, nuestra religión y moralidad. Dios tiene algo, tiene mucho, que decirnos en el animal. Sus pensamientos y palabras nos hablan acerca del mundo entero, incluso acerca del mundo de las plantas y los animales. Cuando la botánica y la zoología trazan esquematizan pensamientos, estas ciencias, como, de hecho, las ciencias naturales en general, son ciencias gloriosas, que ningún hombre, ciertamente ningún cristiano, puede despreciar. Además, ¡cuán rico es el mundo animal en importancia moral para el hombre! El animal señala el límite, por encima del cual el hombre debe elevarse, y al nivel del cual nunca debe hundirse. El hombre puede convertirse en un animal y menos que en un animal si entorpece la luz de la razón, rompe el vínculo con el cielo y busca satisfacer todo su deseo en la tierra. Los animales son símbolos de nuestras virtudes y de nuestros vicios: el perro nos muestra la imagen de la lealtad, la araña de la industria, el león del coraje, la oveja de la inocencia, la paloma de la integridad, el corazón del alma sedienta de Dios; y, así también, el zorro es la imagen de la astucia, el gusano de la miseria, el tigre de la crueldad, el cerdo de la bajeza, la serpiente de la astucia diabólica, y el simio, que se parece más a la forma del hombre, declara lo que una impresionante organización física equivale a estar sin espíritu, el espíritu que es de arriba. En el simio el hombre ve su propia caricatura.
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Así como el hombre difiere por la imagen de Dios de los animales debajo de él, se distingue por ella también de los ángeles sobre él. La existencia de tales seres angelicales no puede, aparte de las Escrituras, ser probada por argumentos científicos. La ciencia no sabe nada sobre ellos, no puede demostrar que existen, y no puede demostrar que no existen.
Pero es notable que una creencia en la existencia de seres que están por encima del hombre ocurre entre todos los pueblos y en todas las religiones, y que los hombres, cuando han rechazado el testimonio de las Escrituras sobre la existencia de ángeles, sin embargo, en todo tipo de formas supersticiosas, vuelven a creer en la existencia de seres supramundanos. Nuestra generación actual lo demuestra abundantemente. Los ángeles y los demonios ya no se consideran existentes y en su lugar ha surgido una creencia en muchos círculos en fuerzas latentes, misteriosos poderes naturales, fantasmas, apariciones, visitas de difuntos, estrellas animadas, planetas habitados, marcianos, átomos vivos y similares. Interesante en relación con todas estas manifestaciones antiguas y nuevas es la posición que la Sagrada Escritura tiene sobre ellos. independientemente de si la falsedad o la verdad se encuentran en el origen de ellas, las Escrituras prohíben toda adivinación (Lev 19:31; 20:27; y Dt. 18:10-14) hechicería (Dt 18:10; Jer 27:10; y Ap 21:8),astrología (Lev 19:26; Is 47:13; y Miq 5:11),nigromancia (Dt 18:11),encantamiento o consulta de oráculos (Lev 19:26 y Dt 18:10),todo conjuro y hechicería (Dt 18:11 e Is 47:9) y similares, y así pone fin a toda superstición, así como a toda incredulidad. El cristianismo y la superstición son enemigos declarados. No hay ciencia, iluminación o civilización que pueda salvaguardar contra la superstición; sólo la palabra de Dios puede protegernos de ella. La Escritura hace que el hombre dependa más profundamente de Dios, pero precisamente al hacerlo lo emancipa de toda criatura. Pone al hombre en una relación correcta con la naturaleza y, por lo tanto, hace posible una verdadera ciencia natural.
Pero las Escrituras enseñan que hay ángeles, no las creaciones míticas de la imaginación humana, no las personificaciones de fuerzas misteriosas, no los difuntos que ahora han subido a niveles más altos, sino seres espirituales, creados por Dios, sujetos a Su voluntad y llamados a Su servicio. Son seres, por lo tanto, de los cuales, a la luz de la Escritura, podemos formarnos una idea definida, y tales que no tienen nada en común con las figuras mitológicas de las religiones paganas. En el conocimiento son elevados por encima del hombre (Mt 18:10 y 24:36)y en poder (Sal 103:20 y Col 1:16),pero sin embargo fueron hechos por el mismo Dios y la misma Palabra (Juan 1:3 y Colosenses 1:16), y tienen la misma razón y la misma naturaleza moral, de modo que, por ejemplo, se dice de los ángeles buenos que obedecen la voz de Dios y hacen Su voluntad (Salmo 103:20-21), y de los ángeles malignos que no están en la verdad (Juan 8:44), que se extravían (Efesios 6:11), y que pecan (2 Pedro 2:4).
Pero, a pesar de esta correspondencia entre ellos, existe una gran diferencia entre ángeles y hombres. Consiste, en primer lugar, en el hecho de que los ángeles no tienen alma y cuerpo, sino que son espíritus puros (Heb 1:14). Es cierto que en el momento de su revelación a menudo aparecían en formas físicas, pero las diversas formas en que aparecían (Gen 18:2; Jueces 18:3; y Ap 19:14) apuntan al hecho de que estas formas asumidas de manifestación eran temporales y que cambiaron de acuerdo con la naturaleza de la misión. Nunca los ángeles son llamados almas, almas vivientes, como lo son los animales y como lo es el hombre. Porque el alma y el espíritu difieren entre sí en este sentido: que el alma también es por naturaleza espiritual, inmaterial, invisible e, incluso en el hombre es una entidad espiritualmente independiente, aunque siempre es un poder o entidad espirituales que está orientada a un cuerpo, se adapta a un cuerpo, y sin tal cuerpo es incompleto e imperfecto. El alma es un espíritu diseñado para una vida física. Tal alma es propia de los animales y particularmente del hombre. Cuando el hombre pierde su cuerpo en la muerte, sigue existiendo, pero en una condición empobrecida y despojada, de modo que la resurrección en el último día es una restauración de la carencia. Pero los ángeles no son almas. Nunca fueron destinados a una vida corporal y no se les dio la tierra sino el cielo como morada. Son espíritus puros. Esto les da grandes ventajas sobre el hombre, ya que son superiores en conocimiento y poder, están en una relación mucho más libre con el tiempo y el espacio que los hombres, pueden moverse más libremente y, por lo tanto, están excepcionalmente bien adaptados para llevar a cabo los mandamientos de Dios en la tierra.
Pero, y esta es la segunda distinción entre hombres y ángeles, esas ventajas tienen su lado opuesto. Debido a que los ángeles son espíritus puros, todos están en una relación relativamente suelta con referencia el uno al otro. Todos fueron creados originalmente juntos y todos continúan viviendo uno junto al otro. No forman un todo orgánico, una raza o generación. Es cierto que hay un orden natural entre ellos. Según las Escrituras, hay millares de millares de ángeles(Dt 33:2; Dan 7:10; y Ap 5:11) y estos se dividen en clases: querubines (Génesis 3:24), serafines (Isaías 6) y tronos, dominios, principados y potestades (Efesios 1:21 y Colosenses 1:16; 2:10). Y hay una mayor distinción de rango dentro de los grupos: Miguel y Gabriel tienen un lugar especial entre ellos (Dan 8:16; 9:21; 10:13, 21; y Lc 1:19, 26). Sin embargo, no constituyen una raza, no son parientes consanguíneos, no se engendraron entre sí. Es posible hablar de una humanidad, pero no de una angelidad. Cuando Cristo asumió la naturaleza humana, inmediatamente emparentó con todos los hombres, emparentó con ellos por sangre, y era su hermano según la carne. Pero los ángeles viven uno al lado del otro, cada uno responsable de sí mismo y no de los demás, para que una porción de ellos pueda caer y una porción permanezca fiel a Dios.
La tercera distinción entre hombre y ángel está relacionada con la segunda. Porque los ángeles son espíritus y no están relacionados con la tierra, porque no están relacionados por sangre, y no conocen distinciones tales como padre y madre, padres e hijos, hermanos y hermanas, por lo tanto, hay todo un mundo de relaciones y conexiones, ideas y emociones, deseos y deberes de los cuales los ángeles no saben nada. Pueden ser más poderosos que los hombres, pero no son tan versátiles. Están en menos relaciones, y en riquezas y profundidad de la vida emocional el hombre es muy superior al ángel. Es cierto que Jesús dice en Mateo 22:30 que el matrimonio terminará con esta dispensación, pero, sin embargo, las relaciones sexuales en la tierra han aumentado en gran medida los tesoros espirituales de la humanidad, y en la resurrección, también, estos tesoros no se perderán, sino que se conservarán en la eternidad.
Si a todo esto añadimos la consideración de que la revelación más rica de Dios que nos ha dado se nos revela en el nombre del Padre, y en el nombre del Hijo, que se hizo semejante a nosotros y es nuestro profeta, sacerdote y rey –y en el nombre del Espíritu Santo que se derrama en la iglesia y que hace que Dios mismo habite en nosotros– entonces sentimos que no el ángel, sino el hombre, fue creado a imagen de Dios. Los ángeles experimentan Su poder, sabiduría y bondad, pero los seres humanos comparten Sus misericordias eternas. Dios es su Señor, pero no es su Padre; Cristo es su Cabeza, pero no es su Reconciliador y Salvador; el Espíritu Santo es su Enviador y Guía, pero nunca testifica a su espíritu que son hijos y herederos de Dios, y coherederos con Cristo. Por lo tanto, los ojos de los ángeles son dirigidos la tierra, porque allí ha aparecido la gracia más rica de Dios, allí se libra la lucha entre el cielo y la tierra, allí la iglesia se forma en el cuerpo del Hijo, y allí algún día se dará el golpe concluyente y se logrará el triunfo final de Dios. Por lo tanto, anhelan mirar los misterios de la salvación que se revelan en la tierra y aprender a conocer de la iglesia la múltiple sabiduría de Dios (Efesios 3:10 y 1Pedro 1:12).
Los ángeles, en consecuencia, están en numerosas relaciones con nosotros, y nosotros en una relación multifacéticas con ellos. La creencia en la existencia y actividad de los ángeles no tiene el mismo valor que la creencia con la que confiamos en Dios y lo amamos, tememos y honramos con todo nuestro corazón. No podemos poner nuestra confianza en ninguna criatura o en ningún ángel; no podemos adorar a los ángeles ni de ninguna manera darles honor religioso (Dt 6:13; Mt, 4:10; y Ap 2:9).De hecho, no hay en las Escrituras ni una sola palabra acerca de ningún ángel de la guarda, designado para servir a cada ser humano en particular, o acerca de cualquier intercesión por parte de los ángeles a nuestro favor. Pero esto no significa que creer en los ángeles sea indiferente o inútil. Por el contrario, en el momento en que surgió la revelación, jugaron un papel importante. En la vida de Cristo aparecieron en todos los puntos de inflexión de Su carrera, y un día se manifestarán con Él sobre las nubes del cielo. Y siempre son espíritus ministradores enviados para ministrar a los que serán herederos de la salvación (Heb. 1:14). Se regocijan en el arrepentimiento del pecador (Lucas 15:10). Velan por los fieles (Sal. 34:7 y 91:11), protegen a los pequeños (Mateo 18:10), siguen a la iglesia en su carrera a través de la historia (Efesios 3:10), y llevan a los hijos de Dios al seno de Abraham (Lucas 16:22).
Por lo tanto, debemos pensar en ellos con respeto y hablar de ellos con honor. Debemos darles gozo con nuestro arrepentimiento. Debemos seguir su ejemplo en el servicio de Dios y en la obediencia a Su Palabra. Debemos mostrarles en nuestros propios corazones y vidas y en toda la iglesia la multiforme sabiduría de Dios. Debemos recordar su compañerismo y junto con ellos declarar las poderosas obras de Dios. Por lo tanto, hay diferencia entre los hombres y los ángeles, pero no hay conflicto; diferenciación, pero también unidad; distinción, pero también compañerismo. Cuando llegamos al Monte Sión, la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celestial, entonces venimos también a los muchos miles de ángeles y volvemos a unir el lazo de unidad y amor que fue roto por el pecado (Heb. 12:22). Tanto ellos como nosotros tenemos nuestro propio lugar en la rica creación de Dios y logramos nuestra función peculiar allí. Los ángeles son los hijos, los poderosos héroes, las poderosas huestes de Dios. Los hombres fueron creados a Su imagen y son la generación de Dios. Ellos son Su raza.
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Si la imagen de Dios es la marca distintiva del hombre, debemos tener una idea clara del contenido de esta.
Leemos en Génesis 1:26 que Dios creó al hombre a Su imagen y semejanza para que el hombre tuviera dominio sobre todas las criaturas, particularmente sobre todas las criaturas vivientes. Tres cosas merecen consideración en eso. En primer lugar, la correspondencia entre Dios y el hombre se expresa en dos palabras: imagen y semejanza. Estas dos palabras no son, como muchos han supuesto, materialmente diferentes, diferentes en contenido, sino que sirven para amplificarse y apoyarse mutuamente. Juntos sirven para afirmar que el hombre no es un retrato fracasado, o algo similar, sino que es una imagen perfecta y totalmente correspondiente de Dios. Lo que el hombre es en miniatura Dios lo es de una manera infinita y perfecta. El hombre está infinitamente por debajo de Dios y, sin embargo, está relacionado con Él. Como criatura, el hombre es absolutamente dependiente de Dios y, sin embargo, como hombre, es un ser libre e independiente. Limitación y libertad, dependencia e independencia, distancia inconmensurable y relación íntima con Dios, se han combinado de manera incomprensible en el ser humano. Cómo una criatura malvada puede al mismo tiempo ser la imagen de Dios, eso va mucho más allá de nuestro alcance.
En segundo lugar, se nos dice en Génesis 1:26 que Dios creó a los hombres (el término es plural) a Su imagen y semejanza. Desde el principio la intención fue que Dios no creara a un hombre, sino a hombres, a su imagen. Por lo tanto, inmediatamente creó al hombre como hombre y mujer, los dos no en separación el uno del otro, sino en relación y comunión entre sí (versículo 27). No solo en el hombre, ni en la mujer solamente, sino en ambos juntos, y en cada uno de una manera especial, se expresa la imagen de Dios.
Lo contrario a veces se afirma sobre la base de que en 1Corintios 11:7 Pablo dice que el hombre es la imagen y la gloria de Dios y que la mujer es la gloria del hombre. Este texto es frecuentemente abusado para negar la imagen de Dios a la mujer y degradarla muy por debajo del nivel del hombre. Pero Pablo no está allí hablando del hombre y la mujer considerados separados el uno del otro, sino de su relación en el matrimonio. Y luego dice que es el hombre y no la mujer quien es la cabeza. Y deduce esto del hecho de que el hombre no proviene de la mujer, sino la mujer del hombre. El hombre fue creado primero, fue hecho primero a imagen de Dios, y a él Dios primero le reveló Su gloria. Y si la mujer comparte todo esto, esto tiene lugar mediatamente, desde y a través del hombre. Ella recibió la imagen de Dios, pero después del hombre, en dependencia de él, por su mediación. Por lo tanto, el hombre es la imagen y la gloria de Dios directa y originalmente; la mujer es la imagen y la gloria de Dios de una manera derivada en que la suya es la gloria del hombre. Lo que leemos de este asunto en Génesis 2 debe agregarse a lo que leemos de él en Génesis 1. La forma en que la mujer es creada en Génesis 2 es la forma en que recibe la imagen de Dios, así como del hombre (Génesis 1:27). En esto está contenida la verdad adicional de que la imagen de Dios descansa en un número de personas, con diferenciación de raza, talento y poderes, en resumen, en la humanidad, y además de que esta imagen logrará su pleno despliegue en la nueva humanidad que es la iglesia de Cristo.
En tercer lugar, Génesis 1:26 nos enseña que Dios tenía un propósito al crear al hombre a Su imagen: a saber, que el hombre debía tener dominio sobre todas las criaturas vivientes y que debía multiplicarse y extenderse por el mundo, sometiéndolo. Si ahora comprendemos la fuerza de este sometimiento bajo el término cultura, ahora generalmente utilizado para ello, podemos decir que la cultura en el sentido más amplio es el propósito para el cual Dios creó al hombre a su imagen. Tan poco están el culto y la cultura, la religión y la civilización, el cristianismo y la humanidad en conflicto entre sí que sería más cierto decir que la imagen de Dios había sido concedida al hombre para que pudiera manifestarla en su dominio sobre toda la tierra. Y este dominio de la tierra incluye no sólo las vocaciones más antiguas de los hombres, como la caza y la pesca, la agricultura y la ganadería, sino también el comercio y el intercambio, las finanzas y el crédito, la explotación de minas y montañas, y la ciencia y el arte. Tal cultura no tiene su fin en el hombre, sino en el hombre que es la imagen de Dios y que estampa la huella de su espíritu en todo lo que hace, regresa a Dios, que es el Primero y el Último.
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El contenido o significado de la imagen de Dios se despliega aún más en la revelación posterior. Por ejemplo, es notable que después de la Caída, también el hombre todavía continuó siendo llamado la imagen de Dios.
En Génesis 5:1-3 se nos recuerda una vez más que Dios creó al hombre, al hombre y a la mujer juntos, a Su imagen, y que los bendijo, y que Adán engendró así un hijo a su propia semejanza, a su imagen. En Génesis 9:6 el derramamiento de la sangre del hombre está prohibido por la razón de que el hombre fue hecho a imagen de Dios. El poeta del hermoso octavo salmo canta la gloria y majestad del Señor que se revela en el cielo y en la tierra, y lo más espléndidamente de todo en el hombre insignificante y su dominio sobre todas las obras de las manos de Dios. Cuando Pablo habló a los atenienses en la colina de Marte, citó a uno de sus poetas con aprobación: Porque linaje suyo somos (Hechos 17:28). En Santiago 3:9 el Apóstol a modo de demostrar el mal de la lengua hace uso de este contraste: Con ella bendecimos al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios. Y la Escritura no sólo llama al hombre caído la imagen de Dios, sino que sigue considerándolo y tratando con él como tal en todo momento. Constantemente ve al hombre como un ser razonable y moral que es responsable ante Dios por todos sus pensamientos, obras y palabras y está vinculado a Su servicio.
Junto a esta representación, sin embargo, encontramos la idea de que a través del pecado el hombre ha perdido la imagen de Dios. Es cierto que en ninguna parte se nos dice esto directamente con palabras claras. Pero es algo que se puede deducir claramente de toda la enseñanza de las Escrituras concerniente al hombre pecador. Después de todo, el pecado, como consideraremos más específicamente más adelante, le ha robado al hombre la inocencia, la justicia y la santidad, ha corrompido su corazón, oscurecido su entendimiento, inclinado su voluntad al mal, ha cambiado sus inclinaciones radicalmente y ha puesto su cuerpo y a todos sus miembros al servicio de la injusticia. En consecuencia, el hombre debe ser cambiado, renacido, justificado, limpiado y santificado. Él puede compartir todos estos beneficios sólo en la comunión con Cristo que es la Imagen de Dios (2Corintios 4:4 y Colosenses 1:15) y a cuya imagen debemos ser conformados (Romanos 8:29). El hombre nuevo, en consecuencia, que es puesto en comunión con Cristo a través de la fe, es creado de acuerdo con la voluntad de Dios en verdadera justicia y santidad (Efesios 4:24) y se renueva constantemente en conocimiento según la imagen de Aquel que lo creó (Colosenses 3:10). El conocimiento, la justicia y la santidad, que el creyente obtiene a través de la comunión con Cristo, tienen su origen, ejemplo y propósito final en Dios y hacen que el hombre vuelva a compartir la naturaleza Divina (2 Pedro 1: 4).
Es sobre esta enseñanza de la Sagrada Escritura que se basa la distinción que generalmente se hace en la teología reformada entre la imagen de Dios en el sentido más amplio y el más estrecho. Si, por un lado, después de su caída y desobediencia, el hombre continúa siendo llamado la imagen y la descendencia de Dios, y, por otro lado, aquellas virtudes por las cuales se parece especialmente a Dios se han perdido a través del pecado y sólo pueden ser restauradas de nuevo en la comunión con Cristo, entonces estas dos proposiciones son compatibles entre sí sólo si la imagen de Dios comprende algo más que las virtudes del conocimiento, justicia y santidad. Los teólogos reformados reconocieron esto, y contra los teólogos luteranos y romanos lo mantuvieron.
Los luteranos no hacen la distinción entre la imagen de Dios en el sentido más amplio y en el sentido más estricto. O, si hacen la distinción, no le dan mucha importancia ni entienden su significado. Para ellos, la imagen de Dios no es ni más ni menos que la justicia original, es decir, las virtudes del conocimiento, la justicia y la santidad. Reconocen la imagen de Dios sólo en el sentido más estricto y no aprecian la necesidad de relacionar esta imagen de Dios con toda la naturaleza humana. Por lo tanto, la vida religioso-moral del hombre se considera un área especial y aislada. No está relacionado con, y no ejerce ninguna influencia sobre, el trabajo al que el hombre está llamado en el estado y la sociedad, y en el arte y la ciencia. Una vez que el cristiano luterano participa del perdón de los pecados y la comunión con Dios a través de la fe, ya tiene suficiente. Él descansa en eso, y lo disfruta, y no se preocupa por relacionar esta vida espiritual, hacia atrás, con el consejo y la elección de Dios, y, hacia adelante, con todo el llamado terrenal del hombre.
De esto, en la otra dirección, se deduce que el hombre, cuando a través del pecado ha perdido la justicia original, está desprovisto de toda la imagen de Dios. Nada de eso le queda, ni siquiera queda poco: y así su naturaleza racional y moral, que sigue siendo suya, es subestimada y difamada.
Los católicos romanos, por el contrario, hacen una distinción entre la imagen de Dios en el sentido más amplio, y más estrecho, aunque no suelen emplear estas palabras para ello. Y ellos también están preocupados por encontrar una relación entre los dos. Pero para ellos esta relación es externa, no interna; es artificial, no real; mecánico, no orgánico. Los romanos presentan el asunto como si el hombre fuera concebible sin las virtudes del conocimiento, la justicia y la santidad (la imagen de Dios en el sentido más estricto) y en realidad también puede existir así. En ese caso, también, el hombre todavía tiene algo de vida religiosa y moral, pero sólo en un tipo y en tal grado que puede provenir de la religión natural y la moralidad natural. Es una religión y una moral que, por así decirlo, permanece limitada a esta tierra, y nunca puede allanarle el camino hacia la bendición celestial y la visión inmediata de Dios. Además, aunque en abstracto es posible que tal persona natural pueda, sin poseer la imagen de Dios en el sentido más estricto, cumplir con los deberes de la religión natural y de la ley moral natural, todavía, de hecho, esto es muy difícil en la medida en que el hombre es una persona material, física y sensual. Después de todo, el deseo es siempre característico de esta naturaleza sensual del hombre. Tal lujuria o deseo puede no ser en sí mismo pecado, pero ciertamente es una ocasión tentadora para el pecado. Porque, por naturaleza, este carácter sensual, siendo físico, se opone al espíritu, y constituye una amenaza para él siempre. La amenaza es que la razón y la voluntad serán vencidas por el poder de la carne.
Por estas dos razones, según el pensamiento católico romano, Dios en Su favor soberano ha agregado la imagen de Dios en el sentido más estricto al hombre natural. Él podría haber creado al hombre sin esta imagen. Pero debido a que Él previó que el hombre caería muy fácilmente presa del deseo carnal, y también porque quería elevar al hombre a un estado de bendición más alto de lo que es posible aquí en la tierra, es decir, a la gloria celestial y a la presencia inmediata de Sí mismo, por lo tanto, Dios agregó justicia original al hombre natural y así lo elevó de su estado natural a un punto de vista más alto y sobrenatural. Así se logró un doble propósito. En primer lugar, el hombre podría ahora, con la ayuda de esta adición sobrenatural, controlar fácilmente el deseo del que la carne es naturalmente heredera; y, en segundo lugar, al cumplir con los deberes sobrenaturales prescritos para él por la justicia original (la imagen de Dios en el sentido más estricto), el hombre ahora podría lograr una salvación sobrenatural correspondiente a su investidura adicional. Por lo tanto, el apéndice sobrenatural de la justicia original sirve a dos propósitos para el católico romano: sirve como una restricción sobre la carne, y despeja el camino para los méritos al cielo.
Los teólogos reformados toman su propio punto de vista entre las posiciones católica romana y luterana. Según las Escrituras, la imagen de Dios es más grande e inclusiva que la justicia original. Porque, aunque esta justicia original se ha perdido a través del pecado, el hombre continúa llevando el nombre de la imagen y la descendencia de Dios. Quedan en él algunos pequeños restos de la imagen de Dios según la cual fue creado originalmente. Esa justicia original no podría, por lo tanto, haber sido una investidura, separada e independiente, y bastante ajena a la naturaleza humana en general. No es cierto que el hombre al principio existió, ya sea sólo en el pensamiento o en la realidad también, como un ser puramente natural, a quien, entonces, la justicia original fue más tarde superada desde arriba. Más bien, tanto en el pensamiento como en la creación, el hombre era uno con esa justicia original. La idea del hombre incluye la idea de tal justicia. Sin ella el hombre no puede ser concebido ni existir. La imagen de Dios en el sentido más estricto está integralmente relacionada con esa imagen en el sentido más amplio. No es exacto decir que el hombre lleva la imagen de Dios simplemente: él es esa imagen de Dios. La imagen de Dios es idéntica al hombre, es tan inclusiva como la humanidad del hombre. En la medida en que, incluso en el estado de pecado, el hombre siguió siendo hombre, en esa medida ha preservado restos de la imagen de Dios; y en la medida en que ha perdido la imagen de Dios, en esa medida ha dejado de ser hombre, hombre verdadero y perfecto.
Después de todo, la imagen de Dios en el sentido más estricto no es otra cosa que la plenitud espiritual o la salud del hombre. Cuando un ser humano se enferma en cuerpo y alma, incluso cuando se vuelve loco mentalmente, sigue siendo un ser humano. Pero entonces ha perdido algo que pertenece a la armonía del hombre, y ha recibido algo en su lugar que entra en conflicto con esa armonía. Así pues, cuando a través del pecado el hombre ha perdido la justicia original, sigue siendo hombre, pero ha perdido algo que es inseparable de la idea del hombre y ha recibido algo en su lugar que es ajeno a esa idea. Por lo tanto, el hombre, que perdió la imagen de Dios, no se convirtió en algo más que hombre: preservó su naturaleza racional y moral. Lo que perdió no fue algo que realmente no perteneciera a su naturaleza en primer lugar y lo que recibió en cambio fue algo que se apoderó y corrompió toda su naturaleza. Así como la justicia original era la plenitud espiritual y la salud del hombre, así el pecado es su enfermedad espiritual. El pecado es corrupción moral, muerte espiritual, muerte en pecados y transgresiones, como lo describen las Escrituras.
Tal concepción de la imagen de Dios permite que toda la enseñanza de la Sagrada Escritura halle expresión. Es una concepción que al mismo tiempo mantiene la relación y la distinción entre naturaleza y gracia, creación y redención. Agradecida y elocuentemente, esta concepción reconoce la gracia de Dios que, después de la caída, también permitió que el hombre siguiera siendo hombre y continuó considerándolo y tratando con él como un ser racional, moral y responsable. Y al mismo tiempo, sostiene que el hombre, desprovisto de la imagen de Dios, está totalmente corrompido e inclinado a todo mal. La vida y la historia están disponibles para confirmar esto. Porque incluso en su caída más baja y profunda, la naturaleza humana seguía siendo la naturaleza humana. Y, no importa qué apogeo de logro pueda realizar el hombre, sigue siendo pequeño y débil, culpable e impuro. Sólo la imagen de Dios constituye al hombre verdadero y perfecto.
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Si, ahora, tratamos brevemente de examinar el contenido de la imagen de Dios, lo primero que llama la atención es la naturaleza espiritual del hombre. Es un ser físico, pero también es un ser espiritual. Él tiene un alma que, en esencia, es un espíritu. Esto es evidente por lo que la Sagrada Escritura enseña con respecto al origen, la esencia y la duración del alma humana. En cuanto a ese origen, leemos acerca de Adán que él, a diferencia de los animales, recibió un soplo de vida de arriba (Génesis 2:7) y en cierto sentido esto es válido para todos los hombres. Porque es Dios quien da a cada hombre su espíritu (Ecles. 12:7), quien forma el espíritu del hombre dentro de él (Zacarías 12:1), y quien, por lo tanto, a diferencia de los padres de la carne, puede ser llamado el Padre de los espíritus (Heb. 12:9). Este origen especial del alma humana determina también su esencia. Es cierto que la Escritura varias veces atribuye un alma a los animales (Génesis 2:19 y 9:4, y en otros lugares), pero en estos casos la referencia, como también lo tienen algunas traducciones, es a un principio de vida en el sentido general. El hombre tiene un alma diferente y superior, un alma que en esencia es espiritual en especie. Esto es evidente por el hecho de que las Escrituras atribuyen un espíritu peculiar al hombre, pero nunca al animal. Los animales tienen un espíritu en el sentido de que como criaturas son creados y sostenidos por el Espíritu de Dios (Sal. 104:30), pero no tienen, cada uno de ellos, su propio espíritu independiente. El hombre sí (Dt 2:30; Jueces 15:19; Ez 3:14; Luc 23:46; Hch 7:59; 1Cor 2:11 y 5:3-4).Por su naturaleza espiritual, el alma del hombre es inmortal; no muere como en los animales cuando el cuerpo muere, sino que regresa a Dios que ha dado el espíritu (Ecles. 12:7). No puede, como el cuerpo, ser asesinado por hombres (Mateo 10:28). Como espíritu continúa existiendo (Heb. 12:9 y 1Pedro 3:19).
Esta espiritualidad del alma eleva al hombre por encima del plano del animal, y le da un punto de semejanza con los ángeles. Es cierto que pertenece al mundo sensual, siendo de la tierra, pero en virtud de su espíritu trasciende con creces la tierra, y camina con libertad real en el reino de los espíritus. Por su naturaleza espiritual, el hombre está relacionado con Dios que es Espíritu (Juan 4:24) y que mora en la eternidad (Isaías 57:15).
En segundo lugar, la imagen de Dios se revela en las habilidades y poderes con los que el espíritu del hombre ha sido dotado. Es cierto que los animales superiores pueden, por sensación, formar imágenes y relacionarlas entre sí, pero no pueden hacer más. El hombre, por el contrario, se eleva por encima del nivel de las imágenes y entra en el ámbito de los conceptos y las ideas. Por medio del pensamiento, que no puede entenderse como un movimiento del cerebro, sino que debe considerarse como una actividad espiritual, el hombre deduce lo general de lo particular, se eleva del nivel de lo visible al de las cosas invisibles, forma ideas de lo verdadero, lo bueno y lo bello, y aprende a conocer el poder eterno de Dios y la Deidad Dios de las criaturas de Dios. Por medio de su voluntad, que también debe distinguirse de su deseo pecaminoso, se emancipa del mundo material y busca realidades invisibles y suprasensoriales. Sus emociones incluso no se ponen en movimiento de ninguna manera simplemente por cosas útiles y placenteras dentro del mundo material, sino que también son despertadas y estimuladas por bienes ideales y espirituales que son bastante insusceptibles al cálculo aritmético. Todas estas habilidades y actividades tienen su punto de partida y su centro en la autoconciencia por la cual el hombre se conoce a sí mismo y por medio de la cual el hombre lleva dentro de sí un sentido irradiable de su propia existencia y de la peculiaridad de su naturaleza racional y moral. Además, todas estas habilidades particulares se expresan externamente en el lenguaje y la religión, en la moral y el derecho, en la ciencia y el arte –todas ellas, por supuesto, así como muchas otras, son peculiares del hombre y no se encuentran en absoluto en el mundo animal.
Todas estas habilidades y actividades son características de la imagen de Dios. Porque Dios, de acuerdo con la revelación de la naturaleza y las Escrituras, no es una fuerza inconsciente y ciega, sino un ser personal, autoconsciente, conocedor y con voluntad. Incluso las emociones, disposiciones y pasiones como la ira, los celos, la compasión, la misericordia, el amor y similares, se atribuyen sin vacilación a Dios en las Escrituras, no tanto como las emociones que Él mismo experimenta pasivamente, sino como actividades de Su ser todopoderoso, santo y amoroso. Las Escrituras no podrían hablar de esta manera humana acerca de Dios si en todas sus habilidades y actividades, el hombre no fuera creado a imagen de Dios.
Lo mismo es cierto, en tercer lugar, del cuerpo del hombre. Incluso el cuerpo no está excluido de la imagen de Dios. Es cierto que la Escritura dice expresamente que Dios es Espíritu (Juan 4:24), y en ninguna parte le atribuye un cuerpo. Sin embargo, Dios es el creador también del cuerpo y de todo el mundo sensual. Todas las cosas, también las cosas materiales, tienen su origen y su existencia en la Palabra que estaba con Dios (Juan 1:3 y Colosenses 1:15), y por lo tanto descansan en el pensamiento, en el espíritu. Además, el cuerpo, aunque no es la causa de todas esas actividades del espíritu, es el instrumento de ellas. No es el oído el que oye, sino el espíritu del hombre el que oye a través del oído.
Por lo tanto, todas aquellas actividades que realizamos por medio del cuerpo, e incluso los órganos físicos por los cuales las realizamos, pueden ser atribuidas a Dios. La Escritura habla de Sus manos y pies, de Sus ojos y oídos, y de mucho más, para indicar que todo lo que el hombre puede lograr por medio del cuerpo se debe, de una manera original y perfecta, a Dios. “El que hizo el oído, ¿no oirá? El que formó el ojo, ¿no verá? (Salmo 94:9). En la medida en que, por lo tanto, el cuerpo sirve como herramienta e instrumento del espíritu, exhibe una cierta semejanza con, y nos da alguna noción de, la forma en que Dios está ocupado en el mundo.
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Todo esto pertenece a la imagen de Dios en el sentido más amplio. Pero la semejanza de Dios y el hombre resalta mucho más fuertemente en la justicia original con la que el primer hombre fue dotado y que se llama la imagen de Dios en el sentido más estricto. Cuando la Escritura pone el énfasis en esta justicia original, declara así que lo que más importa sobre la imagen de Dios no es que existe, sino lo que es. Lo principal no es que pensemos y odiemos y amemos y queramos. La semejanza del hombre y Dios obtiene su significado de lo que pensamos y queremos, de lo que es el objeto de nuestro odio y amor. Los poderes de la razón y la voluntad, de la inclinación y la aversión, fueron dados al hombre precisamente para este propósito de que los usara de la manera correcta, es decir, de acuerdo con la voluntad de Dios y para Su gloria. Los demonios también han conservado los poderes del pensamiento y la voluntad, pero los ponen únicamente al servicio de su odio y enemistad contra Dios. Incluso la creencia en la existencia de Dios, que en sí misma es algo bueno, no da a los demonios nada más que temblores y el temor de Su juicio (Santiago 2:19). Con respecto a los judíos, que se llamaban a sí mismos hijos de Abraham y nombraban a Dios su Padre, Jesús dijo una vez que, si esto fuera así, harían las obras de Abraham y amarían a Aquel a quien Dios había enviado. Pero debido a que estaban haciendo precisamente lo contrario y buscaban matar a Jesús, dejaron ver que realmente eran de su padre el diablo y querían hacer su voluntad (Juan 8: 39-44). Los deseos que los judíos fomentaron, y las obras que hicieron, los constituyeron a pesar de toda su aguda discriminación y energía como hijos del diablo. Y así, también, la semejanza humana con Dios no se manifiesta principalmente en el hecho de que el hombre posee razón y entendimiento, corazón y voluntad. Se expresa principalmente en el conocimiento puro y la justicia y santidad perfectas, que juntas constituyen la imagen de Dios en el sentido más estricto, y con la cual el hombre fue privilegiado y adornado en su creación.
El conocimiento que se le dio al primer hombre no consistió en el hecho de que lo sabía todo y no tenía nada más que aprender acerca de Dios, de sí mismo y del mundo. Incluso el conocimiento de los ángeles y de los santos es susceptible de crecimiento. Así fue el conocimiento de Cristo en la tierra hasta el final de su vida. Ese conocimiento original del primer hombre implica más bien que Adán recibió un conocimiento adecuado para su circunstancia y llamado, y que este conocimiento era conocimiento puro. Amaba la verdad con toda su alma. La mentira, con todas sus calamitosas consecuencias de error, duda, incredulidad e incertidumbre, aún no había encontrado un lugar en su corazón. Se paró en la verdad, y vio y apreció todo como realmente era.
El fruto de tal conocimiento de la verdad era la justicia y la santidad. Santidad significa que el primer hombre fue creado libre de toda mancha de pecado. Su naturaleza era virgen. Ningún pensamiento, deliberación o deseo malvado salió de su corazón. No era inocente ni simple, sino que conocía a Dios, y conocía la ley de Dios que estaba escrita en su corazón, y amaba esa ley con toda su alma. Debido a que estaba en la verdad, también estaba enamorado. Justicia significa que el hombre que así conocía la verdad en su mente, y que era santo en su voluntad y en todos sus deseos, por lo tanto, también correspondía totalmente a la ley de Dios, satisfacía totalmente las demandas de Su justicia y estaba ante Su rostro sin ninguna culpa. La verdad y el amor traen paz a su paso, paz con Dios, con nosotros mismos y con el mundo entero. El hombre que se encuentra en el lugar correcto, el lugar al que pertenece también está en la relación correcta con Dios y con todas las criaturas.
De este estado y circunstancia en la que el primer hombre fue creado ya no podemos formarnos una idea. Una cabeza y un corazón, una mente y una voluntad, todos ellos totalmente puros y sin pecado, eso es algo que se encuentra mucho más allá de la palidez de todas nuestras experiencias. Cuando nos detenemos a reflexionar cómo el pecado se ha insinuado en todo nuestro pensamiento y habla, en todas nuestras elecciones y acciones, entonces incluso la duda puede surgir en nuestros corazones si tal estado de verdad, amor y paz es posible para el hombre. La Sagrada Escritura, sin embargo, gana la victoria y vence toda duda. En primer lugar, nos muestra, no sólo al principio sino también en medio de la historia, la figura de un hombre que podría con plena justicia plantear la pregunta a sus oponentes: “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” (Juan 8:46). Cristo era verdadero hombre y, por lo tanto, también hombre perfecto. “el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1Pedro 2:22). En segundo lugar, las Escrituras enseñan que la primera pareja humana fue creada a imagen de Dios en justicia y santidad como el fruto de la verdad conocida. Por lo tanto, las Escrituras sostienen que el pecado no pertenece a la esencia de la naturaleza humana, y que por lo tanto también puede ser removido y separado de esa naturaleza humana.
Si el pecado se adhiere al hombre desde su origen más temprano, y en virtud de la naturaleza que es suya, entonces por la naturaleza del caso no hay redención posible del pecado. La redención del pecado equivaldría entonces a la aniquilación de la naturaleza humana. Pero ahora, tal como es, un ser humano no sólo puede existir sin pecado en abstracto, sino que un ser humano tan santo ha existido realmente. Y cuando cayó, y se volvió culpable y contaminado, otro hombre, el segundo Adán, se levantó sin pecado, para liberar al hombre caído de su culpa y limpiarlo de toda contaminación. La creación del hombre según la imagen de Dios y la posibilidad de su caída incluyen la posibilidad de su redención y recreación. Pero quien niega lo primero no puede afirmar lo segundo; la negación de la caída tiene como otra cara la predicación sin consuelo de la imposibilidad de redención humana. Para poder caer, el hombre primero debe haber estado de pie. Para perder la imagen de Dios primero debe poseerla.
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La creación del hombre de acuerdo con la imagen de Dios —leemos en Génesis 1:26 y 28— tenía como propósito más inmediato que el hombre llenara, sometiera y tuviera dominio sobre la tierra. Tal dominio no es un elemento constitutivo de la imagen de Dios. Tampoco, como algunos han sostenido, constituye todo el contenido de esa imagen. Además, no es en absoluto una adición arbitraria e incidental. Por el contrario, el énfasis que se pone en este dominio y su estrecha relación con la creación según la imagen de Dios indican de manera concluyente que la imagen se expresa en el dominio y por medio de ella debe explicarse y desplegarse cada vez más. Además, en la descripción de este dominio, se afirma claramente que hasta cierto punto fue, de hecho, inmediatamente dado al hombre como una dotación, pero que en gran medida se lograría solo en el futuro. Después de todo, Dios no dice simplemente que hará “hombres” a Su imagen y semejanza (Génesis 1:26), sino que cuando Él ha hecho la primera pareja humana, hombre y mujer, los bendijo y les dijo: “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla” (Génesis 1:28), y además le dio a Adán la tarea particular de labrar y guardar el jardín (Génesis 2:15).
Todo esto enseña muy claramente que el hombre no fue creado para la ociosidad sino para el trabajo. No se le permitió dormirse en sus laureles, sino que tuvo que ir directamente al amplio mundo para someterlo al poder de su palabra y voluntad. Se le dio una tarea grande, ampliamente distribuida, rica en la tierra. Se le dio una asignación que le costaría siglos de esfuerzo para lograrlo. Fue dirigido en una dirección incalculablemente lejana que tuvo que tomar y que tuvo que perseguir hasta el final. En resumen, hay una gran diferencia y una amplia separación entre la condición en la que fue creado el primer hombre y el destino al que fue llamado. Es cierto que este destino está estrechamente relacionado con su naturaleza, al igual que esa naturaleza está estrechamente relacionada con su origen, pero hay distinción de todos modos. La naturaleza del hombre, la esencia de su ser, la imagen de Dios según la cual fue creado, tuvo que llegar a un despliegue cada vez más rico y completo de su contenido por medio de su esfuerzo hacia su destino. La imagen de Dios, por así decirlo, tenía que ser difundida hasta los confines de la tierra y tenía que ser impresa en todas las obras de las manos de los hombres. El hombre tuvo que cultivar la tierra para que se convirtiera cada vez más en una revelación de los atributos de Dios.
El dominio de la tierra era, por lo tanto, el propósito más cercano, pero no el único, al que el hombre estaba llamado. La naturaleza del caso apunta a ese hecho. El trabajo que es realmente trabajo no puede tener su fin y propósito final en sí mismo, sino que siempre tiene como objetivo adicional hacer que algo llegue a existir. Cesa cuando se ha alcanzado ese objetivo. Trabajar, simplemente trabajar, sin deliberación, plan o propósito, es trabajar sin esperanza y es indigno del hombre racional. Un desarrollo que continúa indefinidamente no es un desarrollo. El desarrollo implica intención, curso de acción, propósito final, destino. Si, entonces, el hombre en su creación fue llamado a trabajar, eso implica que él mismo y las personas que deberían emanar de él deberían entrar en un descanso después del trabajo.
La institución de la semana de siete días viene a confirmar y reforzar esta convicción. En su obra de crear, Dios descansó en el séptimo día de toda Su obra. El hombre, hecho a imagen de Dios, inmediatamente en el momento de la creación obtiene el derecho y el privilegio de seguir el ejemplo divino también a este respecto. La obra que se pone sobre él, a saber, la reposición y el sometimiento de la tierra, es una débil imitación de la actividad creadora de Dios. El trabajo del hombre, también, es un trabajo que se realiza después de la deliberación, que sigue un curso de acción definido y que está dirigido a un objetivo específico. El hombre no es una máquina que inconscientemente se mueve; no se da la vuelta en una cinta de correr con una monotonía inmutable. En su obra también el hombre es hombre, la imagen de Dios, un ser pensante, dispuesto, actuante que busca crear algo, y que al final mira hacia atrás a la obra de sus manos con aprobación. Como lo hace para Dios mismo, la obra del hombre termina en descanso, disfrute, placer. La semana de seis días coronada por el sábado dignifica la obra del hombre, lo eleva por encima del movimiento monótono de la naturaleza sin espíritu y presiona el sello de un llamado Divino sobre él. Quienquiera que, por lo tanto, en el día de reposo entre en el descanso de Dios de acuerdo con Su propósito, esa persona descansa de sus obras de la misma manera alegre que Dios descansa de la Suya (Heb 4:10). Esto es cierto para el individuo y también es cierto para la iglesia y para la humanidad en general. El mundo también tiene trabajo que realizar en el mundo, una obra que es seguida y concluida por un sábado. Queda un descanso para el pueblo de Dios. Cada día de reposo no es más que un ejemplo y un anticipo de él y, al mismo tiempo, también una profecía y una garantía de ese descanso (Heb. 4:9).
Es por eso que el Catecismo de Heidelberg dice correctamente que Dios creó al hombre bueno y de acuerdo con Su propia imagen para que pudiera conocer correctamente a Dios su Creador, amarlo de corazón y vivir con Él en eterna bienaventuranza para alabarlo y glorificarlo. El propósito final del hombre estaba en la bendición eterna, en la glorificación de Dios en el cielo y en la tierra. Pero para llegar a este fin, el hombre primero tenía que cumplir su tarea en la tierra. Para entrar en el descanso de Dios, primero tuvo que terminar la obra de Dios. El camino al cielo pasa por la tierra y sobre la tierra. La entrada al sábado se abre por los seis días de trabajo. Uno viene a la vida eterna por medio del trabajo.
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Esta enseñanza del propósito del hombre hasta ahora se basa enteramente en pensamientos que se expresan en Génesis 1:26-3:3. Pero el resto del segundo capítulo tiene otro elemento constituyente importante que agregarle. Cuando Dios coloca al hombre en el paraíso, le da el derecho de comer libremente de todos los árboles en el jardín excepto uno. Ese que Él señala como una excepción, es el árbol del conocimiento del bien y del mal. Al hombre se le dice que no puede comer de ese árbol, y que el día que coma de él morirá la muerte (Génesis 2:16-17). A todo lo que se ordena ahora se añade una cosa que está prohibida. Los mandamientos eran conocidos por Adán en parte por una lectura de su propio corazón, en parte por la palabra hablada de Dios. Adán no los inventó. Dios los creó en él y se los comunicó. El hombre no es religiosa y moralmente autónomo. Él no es su propio legislador, y no puede hacer lo que le plazca. Más bien, Dios es su único Legislador y Juez (Isaías 33:22). Todos esos mandamientos que Adán recibió ahora se resolvieron en este único requisito de que el que fue creado como imagen de Dios debe en todo su pensamiento y hacer, y a lo largo de su vida y obra, permanecer a imagen de Dios. El hombre tenía que permanecer así personalmente en su propia vida, pero también en su relación matrimonial, en su familia, en su semana laboral de seis días, en su descanso en el séptimo día, en su reposición y multiplicación, en su sometimiento y dominio sobre la tierra, y en su vestir y mantener el jardín. Adán no debía seguir su propio camino, sino que tenía que caminar en el camino que Dios designó para él.
Pero todos esos mandamientos, que, por así decirlo, le dieron a Adán una amplia libertad de movimiento y toda la tierra como su campo de operación se incrementan, o, mejor, están limitados, por una prohibición. Esta prohibición, no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, no pertenece a la imagen de Dios, no es un elemento constitutivo de ella, sino que, por el contrario, fija su límite. Si Adán transgrede este mandamiento proscriptivo, pierde la imagen de Dios, se coloca fuera de la comunión de Dios y ciertamente morirá. Por este mandamiento, por lo tanto, la obediencia del hombre es probada. Este mandamiento probará si el hombre seguirá el camino de Dios o su propio camino, si se mantendrá en el camino correcto o se desviará (Dt 2:30; Jueces 15:19; Ez 3:14; Luc 23:46; Hch 7:59; 1Cor 2:11 y 5:3-4), si seguirá siendo un hijo de Dios en la casa del Padre o si querrá tomar la porción de bienes que se le da e ir a un país lejano. Por lo tanto, también, a este mandamiento prohibitivo generalmente se le da el nombre de mandamiento probatorio. Por lo tanto, también, tiene en cierto sentido un contenido arbitrario. Adán y Eva no pudieron encontrar ninguna razón por la que justo ahora el comer de este árbol en particular estaba prohibido. En otras palabras, tenían que guardar el mandamiento no porque lo entendieran en su contenido razonable y lo entendieran, sino únicamente porque Dios lo había dicho, sobre la base de Su autoridad, impulsada por pura obediencia, por pura consideración a su deber. Es por eso que, además, el árbol cuyo fruto no podrían comer fue llamado el árbol del conocimiento del bien y del mal. Era el árbol que demostraría si el hombre iba a determinar arbitraria y autosuficientemente lo que era bueno y lo que era malo, o si en este asunto se permitiría ser totalmente guiado por el mandato que Dios había dado al respecto y cumplir con eso.
Al primer hombre, por lo tanto, se le dio algo, de hecho, se le dio mucho que hacer; también se le dio algo, aunque esto era poco, que no debía hacer. Generalmente el último requisito es el más difícil de los dos. Hay cantidades de personas que están dispuestas a hacer increíblemente mucho por el bien, digamos, de su salud, pero que están dispuestas a no renunciar a nada por ello, o al menos muy poco. Consideran la más mínima abnegación como una carga insoportable. Lo que está prohibido emite una especie de señuelo misterioso. Plantea preguntas sobre por qué, qué y cómo. Provoca dudas y excita la imaginación. Esta tentación que emanaba del mandato prohibitivo el primer hombre tenía que resistirla. Esta fue la lucha de fe que se le dio para luchar. Pero, a imagen de Dios según la cual fue creado, también recibió la fuerza por la cual podría haber permanecido de pie y haber conquistado.
Sin embargo, se hace evidente por el mandato probatorio aún más claramente que por la institución de la semana de siete días que el fin o el destino del hombre debe distinguirse de su creación. Adán aún no era al principio lo que podía ser y tenía que llegar a ser al final. Vivía en el paraíso, pero aún no en el cielo. Todavía tenía un largo camino por recorrer antes de llegar a su destino adecuado. Tenía que alcanzar la vida eterna por su “comisión” y “omisión”. En resumen, hay una gran diferencia entre el estado de inocencia en el que fue creado el primer hombre y el estado de gloria para el que estaba destinado. La naturaleza de esta diferencia se ilumina aún más para nosotros por el resto de la revelación.
Adán dependía del cambio de la noche y del día, de despertar y de dormir, pero leemos de la Jerusalén celestial que no habrá noche allí (Apocalipsis 21:25 y 22:5) y que los redimidos por la sangre del Cordero se paran ante el trono de Dios y le servirán noche y día en Su templo (Apocalipsis 7:15). El primer hombre estaba atado a la distribución de la semana en seis días de trabajo y un día de descanso, pero para el pueblo de Dios queda en lo sucesivo un descanso eterno e ininterrumpido (Heb 4:9 y Apocalipsis 14:13). En el estado de inocencia, el hombre diariamente requería comida y bebida, pero en el futuro Dios destruirá tanto el vientre como las viandas (1Corintios 6:13). La primera pareja humana estaba formada por hombre y mujer y estaba acompañada por la bendición: ser fructíferos y multiplicarse. Pero en la resurrección los hombres no se casan ni se dan en matrimonio, sino que son como los ángeles de Dios en el cielo (Mateo 22:30). El primer hombre, Adán, era de la tierra, terrenal, tenía un cuerpo natural y así se convirtió en un alma viviente, pero los creyentes en la resurrección reciben un cuerpo espiritual y luego llevarán la imagen del hombre celestial, la imagen de Cristo el Señor del cielo (1 Corintios 15:45-49). Adán fue creado de tal manera que podía desviarse, podía pecar, podía caer y morir; pero los creyentes, incluso en la tierra, en principio se elevan por encima de esta posibilidad. Ya no pueden pecar, porque el que nace de Dios no comete pecado, porque su simiente permanece en él: y no puede pecar, porque nace de Dios (1Juan 3:9). No pueden caer ni siquiera hasta el final, porque son guardados por medio de la fe para la salvación que está preparada para ser revelada en el último tiempo (1Pedro 1:5). Y no pueden morir, porque los que creen en Cristo tienen, ya aquí en la tierra, la vida eterna incorruptible; no morirán en toda la eternidad, y aunque estuvieran muertos, volverán a vivir (Juan 11:25-26).
Al mirar al primer hombre, por lo tanto, debemos estar en guardia contra dos extremos. Por un lado, debemos, sobre la base de la Sagrada Escritura, sostener que fue creado inmediatamente a imagen de Dios en verdadero conocimiento, justicia y santidad: no fue al principio un niño pequeño e inocente que tuvo que desarrollarse hasta la madurez; no era un ser que, maduro en cuerpo, estuviera espiritualmente sin ningún contenido, tomando una posición neutral entre la verdad y la falsedad, el bien y el mal; y menos aún era originalmente un ser animal, gradualmente evolucionado a partir de la existencia animal, que ahora por fin en virtud de la lucha y el esfuerzo se había convertido en hombre.
Tal representación está en conflicto irreconciliable con la representación de la Escritura y con la razón sana.
Sin embargo, por otro lado, el estado del primer hombre no debe ser glorificado exageradamente como se hace tan a menudo en la doctrina y la predicación cristianas. No importa cuán alto Dios colocó al hombre por encima del nivel animal, el hombre aún no había alcanzado su nivel más alto posible. Él era capaz-de-no-pecar, pero aún incapaz-de-pecar. Todavía no poseía vida eterna que no puede ser corrompida y no puede morir, sino que recibió una inmortalidad preliminar cuya existencia y duración dependían del cumplimiento de una condición. Inmediatamente fue creado como imagen de Dios, pero aún podía perder esta imagen y toda su gloria. Vivía en el paraíso, es cierto, pero este paraíso no era el cielo y lo podía perder con toda su belleza. Una cosa faltaba en todas las riquezas, tanto espirituales como físicas, que Adán poseía: la certeza absoluta. Mientras no tengamos eso, nuestro descanso y nuestro placer aún no son perfectos; de hecho, el mundo contemporáneo con sus muchos esfuerzos para asegurar todo lo que el hombre posee es evidencia satisfactoria de esto. Los creyentes están asegurados para esta vida y la siguiente, porque Cristo es su Garante/Fiador y no permitirá que ninguno de ellos sea arrancado de Su mano y se pierda (Juan 10:28). El amor perfecto destierra el temor en ellos (1Juan 4:18) y los persuade de que nada los separará del amor de Dios que es en Cristo Jesús su Señor (Rom. 8:38-39). Pero esta certeza absoluta le faltaba al hombre en el paraíso; no estaba, junto con su creación a imagen de Dios, permanentemente establecido en el bien. Independientemente de cuánto tuviera, podía perderlo todo, tanto para sí mismo como para su posteridad. Su origen era Divino; su naturaleza estaba relacionada con la naturaleza Divina; su destino era la bendición eterna en la presencia inmediata de Dios. Pero si debía llegar a ese destino designado dependía de su propia elección y de su propia voluntad.
Autor
Nacido el 13 de diciembre de 1854 en Hoogeveen, Drenthe, Holanda, Herman Bavinck era hijo del reverendo Jan Bavinck, una figura destacada en la secesión de la Iglesia Estatal de los Países Bajos en 1834. Después de estudiar teología en Kampen, y en la Universidad de Leiden, se graduó en 1880, y sirvió como ministro de la congregación en Franeker, Frisia, durante un año. Según sus biógrafos, grandes multitudes se reunían para escuchar su destacada exposición de las Escrituras.
En 1882, fue nombrado profesor de teología en Kampen, y enseñó allí desde 1883 hasta su nombramiento, en 1902, a la cátedra de Teología Sistemática en la Universidad Libre de Ámsterdam, donde sucedió al gran Abraham Kuyper, entonces recientemente nombrado primer ministro de los Países Bajos. En esta capacidad, un nombramiento que había rechazado dos veces antes, Bavinck sirvió hasta su muerte en 1921.