Fe y Amor
Herman Bavinck
Traductor: Juan Flavio de Sousa
Revisión: Valentín Alpuche
La fe y el amor se contraponen con frecuencia.
Hay personas religiosas cuya sinceridad no se pone en duda, que se caracterizan por un cálido corazón religioso, y con las que, sin embargo, hay muy pocas pruebas de verdadero amor al prójimo. Entre los que han observado este fenómeno hay muchos que no tienen otra explicación para ello que considerar que la actividad de tales creyentes no es más que hipocresía. Pero la realidad demuestra lo contrario. La fe y el amor, la religión y la moral, están íntimamente relacionados y deberían vivir en armonía. Pero no son lo mismo, y en algunas personas son muy distintas. A veces, el celo religioso está reñido con las exigencias de la moral; a veces, los fieles son muy tolerantes en lo que se refiere a la moral. Los [religiosos] que se suponen pilares de la fe muestran a menudo un gran desamor hacia los pobres y los oprimidos, hacia los enemigos y los adversarios. El apóstol Santiago ya conocía a estos individuos y les amonestó para que demostraran la fe por sus obras.
Por otra parte, abundan los individuos que tienen un sincero sentido de su deber, son honrados y fieles en su trabajo, sienten una compasión sincera por los desdichados y, sin embargo, han renunciado a toda religión y la consideran un perjuicio más que un beneficio para la vida moral. Porque creen que la fe —que siempre descansa en alguna autoridad— roba al hombre su autonomía y libertad y le hace amar y practicar el bien, no por el bien en sí, sino por el legislador que lo ordenó o por la recompensa que conlleva su práctica. Aunque esto en principio puede ser algo bueno, no es todavía el verdadero bien, la verdadera moral. Desde una más alta perspectiva, uno ama el bien sólo por sí mismo y no piensa en ninguna recompensa ni castigo. El joven rico tenía cierta afinidad con este tipo de moral, pues afirmaba haber guardado todos los mandamientos de la segunda tabla desde su juventud; pero cuando Jesús le puso a prueba, se alejó de Él entristecido.
No obstante, en todas las religiones y entre todos los pueblos, la religión y la moral están, en mayor o menor medida, entrelazadas. La religión siempre contiene preceptos que intentan regular la vida del hombre, y los mandamientos de la moral se consideran procedentes de la Divinidad y, por tanto, son sostenidos por Dios con la promesa de recompensa o la pena de castigo. En el cristianismo también existe un vínculo íntimo [entre religión y moral], pero es mucho más profundo [en el cristianismo] que en cualquier otro lugar, porque [en el cristianismo], la religión y la moral reciben su carácter más verdadero y puro. [En el cristianismo], la religión es fe y la moral es amor.
En la religión cristiana, la fe no se entiende como la llamada fe histórica (es decir, la aceptación de testimonios sobre milagros y hechos históricos) como la que practicamos en el ámbito de la historia general o nacional. Sino que la fe —la fe verdadera, genuina, cristiana— es confiar el corazón a la gracia de Dios, que se ha revelado en Cristo Jesús. Dios se reveló primero en la ley, y en ella nos dio a conocer sus mandamientos: «Haz esto y vivirás». Sin embargo, la justificación por las obras ya no está a nuestro alcance, porque la ley se ha vuelto impotente como consecuencia de la pecaminosidad de nuestra carne. Por eso Dios, conforme a las riquezas de su gracia, ha revelado en el Evangelio otra justicia, una justicia aparte de la ley, una justicia adquirida por Cristo y contenida en su persona, una justicia que se hace nuestra por la fe.
Por tanto, la verdadera fe tiene por objeto una persona que es la justificación, la sabiduría, la santidad y la redención que Dios nos ha dado, es decir, Cristo, en particular, Cristo tal como se nos presenta en las Sagradas Escrituras. Aparte de ellas, no sabemos nada de este Cristo y podemos engañarnos con un falso Cristo.
La verdadera fe, pues, no se detiene en el testimonio de las Escrituras, sino que penetra a través de ellas hasta Cristo mismo, se une a Él y entra en comunión con Él. Todos los que creen en Cristo de este modo se convierten, por Cristo, en hijos del Padre celestial y herederos de la vida eterna. La fe en el cristianismo, pues, es muy distinta de la fe de cualquier otra religión o esfera. Es una fe justificadora, santificadora y beatífica.
Del mismo modo, el amor en el cristianismo es completamente distinto del amor en la moral no cristiana. Esto no siempre parece ser cierto: a menudo se dice que las personas difieren mucho en su religión, pero están de acuerdo en su moral. Hay algo de verdad en esto, porque la ley moral está escrita en el corazón de cada individuo, pero este juicio es, a fin de cuentas, superficial. Cuanto más se profundiza, más significativas son las diferencias morales. El momento actual ofrece pruebas significativas de ello. Todas las leyes y conceptos de moralidad han sufrido una inquietante transformación. Esto ya es particularmente claro en lo que se refiere a la primera tabla de la ley, pues muchos ya no piensan que el amor a Dios sea un requisito de la ley moral. ¿Cómo se puede hablar de amor a Dios cuando se niega fácilmente su existencia, su revelación y su cognoscibilidad?
Por eso, cuando la mayoría de la gente habla de amor, piensa inmediatamente sólo en el amor al prójimo. Incluso este amor se entiende y se aplica de una manera muy peculiar. La razón de esta extraña comprensión y aplicación reside típicamente en el hecho de que la gente contrapone justicia y amor, y equipara el amor [sólo] con gentileza, simpatía y un sentimiento de compasión. Este concepto de amor no procede del cristianismo, sino del budismo. [En el budismo], el ser y la existencia son en sí mismos una desgracia y, por consiguiente, dignos de compasión.
Pero una concepción tan [extraña] del amor conlleva una aplicación peculiar; porque si el amor es [sólo] compasión y excluye toda justicia, entonces no sólo los pobres y los enfermos sino especialmente los delincuentes pueden reclamarla, ya que [los delincuentes] son los que más sufren durante su existencia. Por tanto, el castigo no es apropiado para ellos; en realidad no pertenecen a una prisión, sino a un hospital o, al menos, a una institución de rehabilitación. Y aparte de los criminales, el amor debe extenderse también a los animales, pues [según los budistas] no son diferentes de nosotros; pertenecen a nuestra familia, y el amor a la familia es una forma de amor al prójimo. Los ejemplos de este amor al prójimo son cada vez más frecuentes, especialmente entre los ricos: hombres y mujeres que alimentan y visten a los animales mucho mejor que a los humanos, los tratan médicamente cuando están enfermos y les dan un entierro solemne y honorable cuando mueren.
No sería difícil demostrar ampliamente cómo cada mandamiento de la ley moral, no sólo de la primera tabla sino también de la segunda, se entiende y se aplica de manera diferente que en la ética cristiana. ¿Qué sería de la honra al padre y a la madre y a todos aquellos que Dios ha designado sobre nosotros? ¿Qué autoridad quedaría en la prohibición del homicidio, del adulterio, del robo? ¿Qué autoridad quedaría en la prohibición del falso testimonio y de codiciar al prójimo? No sólo en la praxis de la vida, sino también en el mundo de las ideas, se está formando gradualmente una moral diferente en todos estos puntos. En muchos aspectos, [Friedrich] Nietzsche sólo expresó lo que se agitaba inconscientemente en el corazón de muchas personas.
Pero el amor del cristianismo es muy diferente del amor que predica el budismo. Es diferente en el sentido de que no deja de lado la ley y la justicia, sino que las abraza y las cumple. El cristianismo es una religión, la religión de la salvación, pero de la salvación por el camino de la justicia. Cristo es una prueba del amor de Dios, sobre todo en esto, en que dio su propia vida como rescate por muchos.
El Evangelio, que nos da a conocer la salvación, es, pues, algo distinto y diferente de la ley. Lo que la ley exige, el Evangelio lo da; donde la ley condena y mata, el Evangelio absuelve y vivifica. Pero da esa absolución y esa vida primero, para que sean adquiridas correctamente por Cristo y luego, en segundo lugar, con el propósito de cumplir la ley en aquellos que no caminan según la carne, sino según el Espíritu. La gracia no destruye la naturaleza y la ley, sino que las restaura y las cumple. Hace que los individuos, que llegan a la fe en Cristo, confiesen con sinceridad de corazón: ¡«Porque según el hombre interior, ¡me deleito en la ley de Dios» (Ro 7:22)!
Por eso, la fe y el amor son inseparables en el cristianismo. La vida nueva comienza y continúa en la fe. La vida de fe dura mientras estamos aquí abajo; sólo arriba pasa a una vida de visión. Esta nueva vida [de fe] despliega su poder en el amor. El [amor] es el campo en que se mueve, el aire que respira y el camino por el que camina.
Pero ese amor no es una debilidad sino una fuerza, no es un halago sino una energía, no es una sensación sentimental sino una voluntad resuelta. No es evasión y destrucción de la justicia, sino cumplimiento de la ley. A veces se manifiesta en actos aparentemente poco amorosos, como el cirujano que debe reprimir su sentimiento de empatía y utilizar un bisturí para curar una herida gracias a la fuerza del amor. Es un amor que busca honrar a Dios, la salvación del prójimo y, por tanto, cumple la ley en todas las cosas. Un amor así requiere fe, y la fe cristiana es activa en ese amor.