La Biblia: El Libro de la Humanidad
B. B. Warfield
Traductor: Martín Bobadilla
Ponencia leída en el Congreso Bíblico Mundial
celebrado en la Exposición Panamá-Pacífico, San Francisco, California,
del 1 al 4 de agosto de 1915.
Adolph Harnack, al rechazar la propuesta de que las facultades de teología de las universidades alemanas dejen de ser facultades de teología distintivamente cristiana y se conviertan en facultades de teología en general —sin referencia especial a ninguna religión en particular—, señala que el lugar del cristianismo no está tanto entre las demás religiones como por encima de ellas. Quien no la conoce, dice, no conoce ninguna; y quien la conoce en su desarrollo histórico, lo conoce todo. Entre las características principales por las que se eleva por encima de otras religiones, destaca ésta: que el cristianismo tiene la Biblia —el libro del mundo antiguo, el libro de la Edad Media y (aunque quizá no en el mercado) el libro de estos nuevos días en que vivimos. Él se pregunta: ¿Qué importa Homero? ¿qué importan los Vedas? ¿qué importa el Corán? ¿Qué importan en comparación con la Biblia? Y ¡qué inagotable es! Cada período sucesivo descubre nuevos aspectos de ella, y cada nueva búsqueda en sus profundidades eleva la vida interior de la cristiandad a un nivel superior. Lo que Harnack quiere decir quizá lo exprese en una frase algo más nítida Martin Kaehler, cuando declara que la historia ha escrito en letras brillantes en la portada de la Biblia: «Éste es el libro de la humanidad». Otros libros pueden pertenecer a un pueblo, a una época, a una etapa del desarrollo humano; este libro pertenece a todos los pueblos, a todas las épocas y a todas las etapas del crecimiento, ya sea del individuo o de la raza —unificándolos a todos y vinculándolos en un todo vitalizado y vitalizador. La Biblia es, por eminencia, el libro de la humanidad.
De hecho, la Biblia no comenzó como un libro mundial. La Biblia judía fue el libro de un pueblo y fue escrita en la lengua de un pueblo. Una señal de lo que estaba por venir se dio, es cierto, cuando este libro de un pueblo comenzó en el siglo tercero antes de Cristo a revestirse de una lengua mundial. La traducción de la Biblia hebrea al griego tiene un significado inmenso en la historia de la civilización, como el primer intento importante en la región de la cultura mediterránea de traducir de una lengua a otra. Se convirtió así en símbolo e instrumento de la unificación de los pueblos. Sin embargo, su importancia fue mucho mayor en el desarrollo de la religión entre los hombres. Su significado aquí era nada menos que éste: que la difusión del pueblo judío por la tierra no significara pérdida para la religión de la revelación, sino su entrada como levadura en el mundo. Los judíos, dispersos entre las naciones, podían perder su lengua, pero no su religión. Su religión, por el contrario, iba a ir con ellos, y a través de ellos iba a obrar en los hombres de todas las razas y de todos los climas. La versión griega del Antiguo Testamento se convirtió así en un vínculo que unió firmemente a la diáspora judía con la religión de la revelación, y también en un poderoso fermento en la vida de los pueblos con los que entró en contacto. Así preparó el camino para el cristianismo.
Sin embargo, todavía no se había convertido en un libro universal. El Antiguo Testamento no podía llegar a serlo sin el Nuevo. Sólo al ser incorporado a ese Evangelio que «iba a extenderse por todo el mundo», pudo convertirse en una parte de la Biblia de la humanidad. Mientras el Reino de Dios fuera como un torrente, el libro de ese Reino debía ser necesariamente el libro de una raza, la raza elegida por Dios para ser su pueblo durante aquellos días de mera conservación. Su paso a una lengua mundial podría a lo sumo cavar el canal a través del cual el evangelio universal podría fluir después para regar la tierra. Esto es lo que hizo el Antiguo Testamento griego. Porque, si la lengua griega hizo algo por él, a su vez hizo mucho por la lengua griega. Le enseñó a hablar las grandes cosas de Dios. Sin embargo, sólo cuando se derribaron las barreras y la corriente se precipitó para extenderse por el mundo, impulsada por el Espíritu del Señor, el libro en el que estaba plasmada la Palabra del Reino pudo convertirse realmente en un libro universal. No fue casualidad que la Biblia cristiana fuera una Biblia griega. El griego era entonces la lengua franca del mundo civilizado, y el Evangelio universal se revistió naturalmente de esta lengua mundial. Pero incluso la lengua franca del mundo civilizado no era suficiente para la Biblia. Fue el mundo, no el mundo civilizado, el «campo» en el que se sembró la semilla del Reino y, dentro del mundo civilizado, todo el cuerpo del pueblo, no esa «élite superior» que había encontrado conveniente comunicarse entre sí en un lenguaje común. El Evangelio penetró en todos los estratos y se extendió de país a país. A medida que se abría camino de manera tan intensa y extensa, el libro en el que estaba consagrado se convertía cada vez más y más obviamente en el libro del mundo.
Podemos observar su progreso hacia este resultado desde los primeros años de la proclamación del Evangelio. Dondequiera que iba el Evangelio, allí se encontraba el libro; no como un tesoro exótico, por precioso que fuera, sino como una levadura enterrada en la sustancia misma de la humanidad y actuando en toda la masa. Dondequiera que iba, iba como el libro del pueblo; vigorizando las bases de la vida del pueblo y elevando a toda la masa hacia una nueva vitalidad intelectual, ética y espiritual. Y dondequiera que iba, se establecía sólo como una nueva estación fronteriza desde la que se extendía aún más allá. En Occidente se convirtió en un libro latino. No en Roma, desde luego; porque Roma era en aquellos primeros días del cristianismo una ciudad griega, y la iglesia romana una iglesia griega que se nutría de la Biblia griega: sus mismos obispos llevaban comúnmente nombres griegos y cuando entre ellos aparecían nombres latinos se disfrazaban con formas griegas (Xystus). Pero en las provincias periféricas, África del Norte en primer lugar, donde el latín era el habla del pueblo; y donde, en la forma en que el pueblo lo hablaba, se convirtió en el habla de este libro del pueblo. Desde estos comienzos se abrió camino hasta dominar toda una civilización durante un milenio y medio. En Oriente se convirtió en un libro siríaco, y el servicio que la Biblia latina prestó en Occidente, la Biblia siríaca lo prestó a otra civilización en Oriente. La extensión de la influencia de la Biblia siríaca sólo estaba limitada por los límites del mundo oriental. Copias de ella han llegado hasta nosotros desde Egipto, desde Malabar, desde la misma China. «Toda una serie de pueblos», se nos dice, «recibieron de los sirios la escritura, el alfabeto y las Escrituras». En el Sur se convirtió en un libro copto, tal vez rompiendo primero eficazmente las barreras de la vieja y pesada escritura que confinaba la posesión de las letras a un grupo, y dando a Egipto, madre de las letras, un alfabeto que hasta el más humilde podía leer. En el Norte se abrió camino, aunque más lentamente, pero con igual seguridad, hacia las hordas iletradas que pululaban más allá de los límites de la civilización: hacia los godos y los georgianos, los armenios y los eslavos, creando para su uso en cada caso un alfabeto y un lenguaje escrito.
Fue así como la Biblia comenzó a convertirse en el libro del mundo hace un milenio y medio; no esperando a que la civilización le preparara el camino, sino abriéndoselo ella misma; sin conocer la diferencia entre lo culto y lo inculto, sino apoderándose de todos por igual y elevándolos a todos por igual a su propio nivel. Desde ese día hasta hoy, con cualquier disminución en el ritmo de su progreso, o incluso interrupciones de este, ha avanzado en la misma línea. A medida que el mundo crecía, se ha ido expandiendo sin cesar, hasta que hoy no es la Biblia de la cuenca mediterránea o del mundo euroasiático, sino de todo el globo terráqueo. Puede sonar frío e insignificante decir que se ha traducido a todas las lenguas principales de la humanidad. Quizá tenga más significado para nosotros decir que hoy puede leerse en más de quinientas lenguas humanas. Sin embargo, tal vez sea más inteligible decir que la Biblia es accesible hoy a las tres cuartas partes del género humano en su propia lengua materna. Es natural que, ante este hecho estupendo de la transfusión de la Biblia a las lenguas de la tierra, los hombres piensen en el milagro de Pentecostés y vean que ese milagro se proyecta a través de los tiempos. Tennyson da una nota a la que todos nuestros corazones responden cuando pone en los labios de su héroe lolardo el apóstrofe:
«Dulce evangelio del cielo, palabra eterna,
que mientras hablabas al sur en griego
sobre las suaves costas del Mediterráneo,
y luego en latín a la multitud latina,
como era de buena necesidad — has venido a hablar a nuestra isla.
De aquí en adelante tú, cumpliendo Pentecostés,
Debes aprender a usar las lenguas de todo el mundo».
Después de quinientos años, no miramos hacia adelante, sino hacia atrás, a este gran logro. El milagro se ha cumplido, y ahora no es más que una ligera exageración decir que cada hombre puede oír las cosas poderosas de Dios en su propia lengua en la que nació.
Huelga decir que la difusión de la Biblia por todo el mundo podría ser un asunto de poca importancia —apenas más que un hecho interesante en la historia literaria— si, al convertirse, por encima de todos los demás libros, en el libro de los pueblos, no se convirtiera al mismo tiempo en todas partes, por encima de todos los demás libros, en el libro de los pueblos. Sin embargo, ya ha quedado claro en repetidas ocasiones que la Biblia ha sido en todas partes, por encima de todo, el libro del pueblo. Este es el significado, por ejemplo, de la forma particular en que surgió la Biblia latina. En su origen, la Biblia latina no era más que una representación literaria. Era simplemente la Biblia griega transfundida por el pueblo de habla latina a cuyas manos llegó en su propio lenguaje cotidiano para su propio uso familiar. Era tan oloroso a tierra que constituía un triste tropiezo para los cultos. Ex ungue leonem: el mundo nunca ha conocido un libro tan característicamente popular como lo ha sido la Biblia desde su origen. En este sentido, los cristianos han sido desde el principio, por encima de todos los demás pueblos que han vivido en el mundo, el pueblo de un libro. El libro y el pueblo han estado tan estrechamente unidos que apenas sabemos si sería más justo decir que donde ha ido el cristianismo ha ido la Biblia, o que donde ha ido la Biblia ha ido el cristianismo. En la primera era de la iglesia, preeminentemente, el cristiano y su libro eran inseparables. La Biblia no era tanto el libro de la iglesia como el libro del cristiano; y desde la cuna hasta la tumba se esperaba que cada cristiano la tuviera en su mano y en su corazón, que viviera en ella y por ella. Los escritos de los Padres están repletos de exhortaciones, tanto formales como incidentales, a la lectura diligente de la Biblia por parte de todos. La razón que se da es muy significativa. Aquellos que fueron enseñados por otros fueron enseñados por hombres; aquellos que tomaron la Biblia como su maestro fueron enseñados por Dios. Eran «theodidactoi», enseñados por Dios, escuchando inmediatamente lo que Él decía en su Palabra. «La razón más profunda y última por la que todo cristiano debe leer la Biblia» —así expone Harnack el sentimiento de las primeras épocas cristianas— «estriba en que, del mismo modo que todo el mundo debe hablar con Dios tan a menudo como sea posible, también todo el mundo debe escuchar a Dios tan a menudo como sea posible. Oratio y lectio van juntas; así lo leemos en innumerables pasajes de los Padres posteriores, pero Cipriano ya lo había dicho con toda claridad. Escribió a Donato: ‘Sé asiduo tanto en la oración como en la lectura; en la una, hablas con Dios, en la otra, Dios te habla’».
Sin duda, era tan posible entonces como ahora honrar la Biblia en apariencia y no de hecho. Así como hoy podemos encontrar grandes «Biblias familiares» que estorban en las «mesas de salón» de hogares poco interesados en su contenido, así también leemos de suntuosas Biblias entonces, escritas en letras de oro sobre vitela púrpura y relucientes de gemas, que se guardaban para exhibirlas más que para usarlas. Pero esta misma práctica entre los ricos es una prueba elocuente del valor que universalmente se concedía al libro. Era el libro familiar por encima de cualquier otro. Esposos y esposas lo leían juntos a diario y Tertuliano no conoce argumento más fuerte contra los matrimonios mixtos que el hecho de que en su caso se debía renunciar a este preciado placer. A los niños se les presentaba la Biblia desde la edad más tierna. Aprendían las letras escogiéndolas de sus páginas. Se les enseñó a juntar sílabas en los nombres bíblicos; las genealogías de los primeros capítulos de Mateo y Lucas les proporcionaron el material más prometedor para este ejercicio. Formaron sus primeras frases combinando palabras en frases bíblicas. Se nos dice que, mientras se aferraban al cuello de sus madres, entre los besos que arrancaban, también arrancaban de sus labios la música de los salmos. Se esperaba que toda niña de siete años hubiera empezado ya a aprender los Salmos de memoria; y, a medida que llegaba a la madurez, debía guardar progresivamente en su corazón las palabras de los libros de Salomón, los Evangelios, los apóstoles y los profetas. También los niños pequeños, al viajar a través de los años, deberían viajar igualmente a través de los libros sagrados. Una y otra vez oímos hablar de hombres que se sabían toda la Biblia de memoria. Hubo, por ejemplo, el diácono Valente de Jerusalén, y el ciego egipcio Juan, de quien nos habla Eusebio. «Poseía», dice el historiador de este último, «libros enteros de la Sagrada Escritura, no en tablas de piedra, como dice el divino Apóstol, ni en pieles de bestias, ni en papel que la polilla y el tiempo pueden devorar, sino —en su corazón, de modo que, como de un rico tesoro literario, podía, incluso a su antojo, repetir ahora pasajes de la ley y de los profetas, de los libros históricos, de los Evangelios o de las epístolas apostólicas». Sin embargo, no se debía depender únicamente de la memoria: no se debía estudiar la Biblia una vez para siempre y luego descuidarla. Debe ser la compañera constante del cristiano a lo largo de su vida. Había que leerla continuamente, día tras día y año tras año; visitarla sin cesar como una fuente fresca de la que se bebe agua viva. Hasta este punto los cristianos eran el pueblo de un libro; y hasta este punto el libro era el libro del pueblo.
Sin embargo, no había nada esotérico en esta devoción de los cristianos a su Biblia. La Biblia no era tan concebida como el libro de los cristianos como para que desearan guardársela para sí mismos. Más bien, al leerla ellos mismos con tanta diligencia, deseaban que todos los demás también la leyeran. Encontrándola fuente de vida para sí mismos, deseaban ardientemente que también los demás bebieran de sus fuentes inagotables. El valor misionero de la Biblia era bien comprendido. Agustín, por ejemplo, considera su traducción a otras lenguas como un acto esencialmente misionero: Dios la había dado originalmente en griego sólo como una provisión ad interim —la Biblia griega era simplemente el depósito central de donde debía fluir traducida a todo el mundo. Y nada estaba más cerca del corazón de los cristianos que inducir a los paganos entre los que vivían a leer la Biblia. Se nos dice que «Trifón es el primer judío y Celso el primer griego de quienes sabemos que leyeron los Evangelios». Pero esto sólo significa que son el primer judío y el primer griego que conocemos, que leyeron las Escrituras y permanecieron sin convencerse. ¡Cuántos entretanto habían leído y creído! Como el mismo escritor nos recuerda «Arístides, el más antiguo de los Apologistas, exhorta a sus lectores paganos, después de leer su propia obra, a que tomen en sus manos y lean ellos mismos las Sagradas Escrituras. Esta apelación a las Sagradas Escrituras recorre todas las apologías, desde las más antiguas hasta las más recientes, y muestra que sus autores estaban unidos en la creencia de que el camino regular para convertirse en un cristiano convencido era leer las Sagradas Escrituras. De esta manera Justino, Taciano y Teófilo dicen expresamente que ellos mismos se hicieron cristianos». Y de nuevo, para un tiempo un poco posterior: «La iglesia siempre se preocupó de que la Biblia fuera abierta y accesible incluso a los paganos, pues había aprendido una y otra vez por experiencia que la Biblia era su mejor misionera. Las conversiones de Hilario y Victorino en Roma fueron ejemplos notables; estos hombres habían sido conducidos a la iglesia por las Sagradas Escrituras». No podemos evitar percibir que en la primera era del cristianismo la Biblia era, y se entendía que era, la semilla de la iglesia.
Sin embargo, no apreciamos ni la mitad de la importancia de la posición que ocupó la Biblia desde el principio como libro del pueblo, hasta que recordamos algunas de las dificultades que tuvo que superar para establecerse en esta posición. Estos primeros días de la iglesia no fueron los días de la imprenta, con su rápida y barata multiplicación de libros. Tampoco fueron los días de la educación universal. Podemos preguntarnos de dónde salieron las Biblias para ser leídas por el pueblo, y de dónde salió el pueblo capaz de leer las Biblias. El triunfo de la Biblia sobre estas dificultades —un triunfo que se ha repetido hasta que se ha convertido en algo natural— marca la introducción de la Biblia en el mundo como el acontecimiento más grande que ha ocurrido en la historia de la difusión de la literatura, y como la fuerza educativa más poderosa que ha entrado en la humanidad.
Nos faltan materiales para trazar en detalle los procesos por los cuales se produjo el suministro necesario de Biblias. Sólo podemos constatar con asombro que se obró el milagro. El comercio editorial estaba muy desarrollado y era muy eficiente, y sin duda supo aprovechar una demanda tan grande. En el siglo IV vemos a los editores «tomar» libros cristianos populares con la avidez más comercial, y «empujarlos» con un vigor que el editor moderno más enérgico apenas podría superar. De mediados del siglo IV nos ha llegado incluso una «lista» de una «Casa de la Biblia», que contiene información destinada a proteger al comprador de las artimañas de vendedores demasiado insistentes. Las personas piadosas se dedicaban a copiar las Escrituras y ésta llegó a ser la principal ocupación de los ascetas. Los hombres de bien se hacían hacer Biblias para regalarlas a los necesitados. Se nos dice, por ejemplo, del amigo de Eusebio, Pánfilo, el gran bibliófilo cristiano de su tiempo, que guardaba un almacén de Biblias que regalaba a quienes las deseaban; y eso «no sólo a los hombres, sino también a las mujeres que veía dadas a la lectura». Sin duda, especialmente en los primeros días de la fe, muchos creyentes celosos escribieron la Biblia, o partes de ella, con sus propias manos para poder poseer copias propias. De principios del siglo IV nos han llegado hojas de papiro, trazadas penosamente por una mano inexperta, que pueden ser un fragmento de una Biblia hecha personalmente, aunque Grenfell y Hunt las consideran más bien un ejercicio de escolares —lo que les daría casi la misma importancia.
Sea como fuere, las Biblias fueron suministradas, y a este milagro se añadió el aún mayor de la creación de un público lector para ellas. Es poco decir, como dice Harnack, que por el celo universal por la lectura de la Biblia «se dio un poderoso estímulo a la extensión del arte de la lectura», y así, en una época de decadencia de la educación, la iglesia «se convirtió en la gran maestra elemental de griegos y romanos». La iglesia no sólo detuvo el progreso descendente de la educación y aumentó el número de lectores, sino que, con su exigencia de que la Biblia fuera leída por todos los rangos y clases y sexos y edades, introdujo el principio de la educación universal en el mundo y avanzó mucho para convertirlo en un hecho realizado. El servicio de la Biblia al pueblo griego y romano —al pueblo como tal, a las «masas hundidas», como decimos nosotros— fue, por tanto, apenas menor que el que prestó a los bárbaros de la periferia, a quienes por primera vez dio letras y una lengua escrita. Los alfabetizó. Así, la Biblia se convirtió en la madre de la verdadera educación popular. ¿Ha habido alguna vez una revolución mayor en la historia intelectual de la raza?
Es cierto que la conquista así iniciada no fue llevada firmemente hasta el final; el terreno ganado ni siquiera fue conservado sin interrupción. Al cabo de un tiempo, la iglesia sufrió una gran desgracia. Perdió su público lector de la Biblia. Más feliz en esto que el Oriente, Occidente no necesitó al principio más que una sola versión. No hizo una Biblia púnica, ni una ibérica, ni una celta; y la razón era que, unidos en el uso común de la lengua latina, las necesidades de todos los pueblos occidentales estaban cubiertas por la Biblia latina. Pero apenas hubo conquistado el campo, la irrupción de los bárbaros barrió a su público letrado. Comenzó entonces un largo período de cisma, entre la iglesia y el pueblo; una iglesia latina y un pueblo cada vez menos latino. Poco se hizo para cerrar esta brecha cada vez mayor. Más bien se inventaron nuevas teorías, directamente contrarias a todos los sentimientos y prácticas cristianas anteriores, para justificarlo. No se podía confiar las Escrituras al pueblo. El habla tosca del pueblo era incapaz de recibir y reproducir su contenido sagrado. La lengua latina era sagrada, y sus sonidos tenían un efecto sacramental en el oído. Llamamos apropiadamente a estos sombríos años la Edad Oscura.
Se nos dice hoy en día, es cierto, que nunca hubo ninguna Edad Oscura. Nos alegramos de que sea posible pintarlas más oscuras de lo que fueron. Es en gran medida una cuestión de punto de vista. La cristiandad nunca ha conocido un tiempo, demos gracias a Dios por ello, en el que la Biblia estuviera fuera de la mente; en el que su enseñanza no estuviera ampliamente difundida y no fuera poderosamente operativa en las vidas de los hombres. Hubo escuelas en la Edad Media, y la Biblia fue en un sentido muy verdadero el libro de texto de estas escuelas. Había bibliotecas —en las capitales, en las universidades, en los monasterios— y la Biblia estaba disponible en ellas. Había lugares de escritura (scriptoria), y la Biblia se copiaba diligentemente en estos lugares. Ya en el siglo VIII se empezó a traducir la Biblia a las lenguas vernáculas, y a finales de la Edad Media franceses y alemanes, ingleses y bohemios, españoles e italianos y polacos podían acceder a ella en sus propias lenguas. Casi doscientos manuscritos de la Biblia alemana y otros tantos de la inglesa de este último período permanecen hoy en día para atestiguar la amplitud de su uso. La imprenta llegó a mediados del siglo XV y W. A. Copinger cataloga ciento cuarenta y cuatro ediciones de la Biblia latina para su primer medio siglo; y para el siglo XVI no menos de cuatrocientas treinta y ocho.
Pero ¡para cuántos todas estas Biblias eran libros cerrados! Cuán estrechamente limitado estaba su uso a una clase —los clérigos, unos pocos nobles y, en la Baja Edad Media, la creciente clase media de los burgueses. En una época en la que un monarca alemán casi pasaba por clérigo porque sabía leer, podemos imaginar cómo era la situación de los laicos. Y en una época en la que Buenaventura aplicaba en vano la prueba de la lectura a un candidato a un obispado, podemos albergar dudas incluso de la masa del clero. Las bibliotecas de la Baja Edad Media estaban bien abastecidas de Biblias, y eran accesibles al estudiante en condiciones muy liberales; incluso se hacían regalos de Biblias a las bibliotecas con el expreso propósito de ser prestadas a los estudiantes necesitados, una prueba sorprendente de la escasez de Biblias. Pero aprendemos de los antiguos catálogos de bibliotecas publicados por S. Becker, por ejemplo, que «una fundación real como San Vaudrille, alrededor del año 800, no poseía una Biblia completa, y Bonifacio tuvo que conformarse con partes». Los manuales de instrucción bíblica utilizados en las escuelas eran casi tan malos como podían ser: Lutero los llama en ese lenguaje, más vigoroso que elegante, en el que solía desahogar su indignación, «los disparatados, buenos para nada, perniciosos libros monacales, Catholicon, Graecista, Florista, y semejantes excrementos de asno». El famoso «Mammotrectus» es un buen ejemplo. Compuesto por un Minorita (hermano menor franciscano) a finales del siglo XIII o principios del XIV, se mantuvo en las escuelas hasta finales del XVI. Cuando se introdujo el arte de la imprenta, su demanda fue tal que en el siglo XV pasó por al menos treinta y cuatro ediciones y en 1596 todavía se imprimía. Su autor se representa piadosamente a sí mismo derramando los resultados de sus estudios como la Magdalena derramó el aceite sobre los pies de su Maestro. Empleando otra ilustración bíblica, Sixto de Siena, menos untuosamente, pero con más fuerza descriptiva, declara que «como la pobre viuda que de su necesidad echó dos peniques en el tesoro del templo, este hermano llevó al templo del Señor, en la pobreza de su entendimiento, todo lo que tenía».
Cuando ésta era la naturaleza de la provisión que se hacía para los alfabetizados, podemos imaginarnos la condición de los analfabetos, es decir, de toda la masa del pueblo. Si nos fijamos en las clases alfabetizadas, nos preguntaremos si la Edad Media fue tan oscura como estamos acostumbrados a pensar. Es cierto que la Biblia estaba en la base misma de toda la estructura social de la Edad Media. Es cierto que estaba en todas partes en el fondo, y que estaba trabajando poderosamente en toda la vida de la época. Es cierto que estaba en todas partes al alcance de quienes podían utilizarla. Desplaza la mirada hacia las masas y te encontrarás con una imagen muy diferente. No cabe duda de que la Biblia también ejercía su influencia sobre las masas. Pero, por muy penetrante y poderosa que fuera esa influencia, era indirecta, por filtración desde arriba. El pueblo no tenía contacto directo con la Biblia. Se había convertido en un libro esotérico que sólo conocían de oídas. Su incapacidad para leer le impedía absolutamente todo acercamiento inmediato a ella, y el empleo del latín en los servicios religiosos les privaba incluso de la oportunidad de oír partes de ella en las lecciones. De hecho, muy pocos de los alfabetizados podían esperar poseer su propia Biblia. El tamaño de las Biblias medievales era inmenso. Eran verdaderas bibliotecas, merecedoras literalmente del nombre corriente por el que se las conocía, Bibliotheca; consistían en cuatro o cinco —en un caso catorce— grandes volúmenes en folio. El coste de producción de estos grandes libros era naturalmente muy elevado, y el precio que alcanzaban era prohibitivo para cualquier comprador que no fuera muy rico. Si entendemos bien el relato de S. Berger, a finales del siglo XIII y principios del XIV, una Biblia muy barata —como las que rara vez podían conseguirse— costaba tan poco como setenta y cinco dólares de nuestro dinero; el precio común ascendía a unos trescientos dólares. Sabemos de valores que van de quinientos a novecientos dólares, o que se pagaban por ellas, e incluso de mil ochocientos a dos mil dólares en los siglos XIV y XV. Las Biblias se dejaban en testamentos como preciados legados; se empeñaban para la realización de servicios importantes; se daban como garantía de grandes deudas. «Se ve», observa Berger, «por estos precios, lo que por otra parte sabíamos, que un cura rural no podía soñar con poseer una Biblia». La Biblia se había convertido en la propiedad peculiar no sólo de los pocos alfabetizados, sino de los pocos alfabetizados que eran ricos. El hombre pobre no podía tener una Biblia, y comúnmente vivía y moría sin haber visto nunca una. La Biblia se había convertido para el pueblo en una mera tradición.
Las versiones vernáculas, tanto de las Escrituras como de los oficios eclesiásticos, que de vez en cuando se intentaban o se realizaban a lo largo de la Edad Media, no estaban destinadas al «pueblo», sino a los «religiosos» imperfectamente instruidos. A menudo, de hecho, estaban destinados especialmente al uso de las monjas, que, como mujeres, no habían recibido una formación latina. Como explica sencillamente el autor de una versión métrica de finales del siglo XIV o principios del XV de la «Regla de San Benito»:
«Los monjes y todos los hombres cultos pueden aprender latín fácilmente,
e ingeniárselas para servir a Dios y a la santa iglesia.
Pero a las mujeres, para que lo sepan, que no aprenden latín en su juventud,
se les ordena aquí que lo aprendan en inglés, para que lo aprendan rápidamente».
Y fue sólo con gran vacilación que incluso «los religiosos» fueron puestos en posesión de versiones vernáculas. Existía el temor de que pudieran hacer mal uso de ellas. Podrían, por ejemplo, aliviar las penitencias que se les imponían, rezando los Salmos o Maitines que se les exigía repetir, en inglés, digamos, en lugar de en latín. El autor del siglo XV del «Castigo de los Hijos de Dios» advierte a sus lectores que cuando «el confesor de un hombre le da en penitencia decir su Salterio sin otras palabras, y él va y lo dice en inglés y no en latín, como fue ordenado, este hombre, creo, no hace su penitencia». Existía el grave peligro de que, sustituyendo el latín por el inglés, se perdiera el efecto sacramental que se atribuía a la mera audición de las palabras latinas. El autor del «Miroure of our Ladye» del siglo XV aconseja a sus lectores que utilicen su inglés sólo como interpretación del latín. El inglés puede mantenerse ante el ojo en «Mattyns», y la «mente alimentada con ello», mientras el latín suena en el oído, y el oyente «avanza con el lector cláusula por cláusula». Pero se añade: «Esto de mirar el inglés mientras se lee el latín, debe entenderse de aquellos que han dicho sus maitines o leído su historia antes. De lo contrario, no les aconsejaría que dejaran de oír el latín para escuchar el inglés». Oír el latín incomprendido era más beneficioso que «alimentar la mente» con el inglés. Detrás de todo esto yacía una profunda reverencia por la lengua latina en sí misma como lengua sagrada, engendrada por su largo empleo en los servicios de la iglesia; y una reverencia igual por la Biblia latina como compartiendo la inspiración del hebreo y el griego: unida al desprecio por el habla vernácula como esencialmente vulgar e incapaz de servir dignamente como vehículo de la verdad divina. Incluso en la Constitución prefijada por Sixto V a su desafortunada edición de la Vulgata, 1590, oímos que el Dios eterno dio su Palabra a su iglesia en las tres lenguas principales, hebreo, griego y latín. El autor del tratado sobre el «Castigo de los hijos de Dios», al que ya se ha aludido, expone el asunto con bastante claridad. «Muchos hombres reprueban oír el Salterio o Maitines o el Evangelio en inglés, o la Biblia, porque no pueden ser traducidos a ninguna palabra vulgar por la palabra tal como está sin gran circunloquio según el sentir de los primeros escritores que tradujeron eso al latín por la enseñanza del Espíritu Santo». Aquí la Biblia latina es concebida como inspirada, y como estableciendo un estándar para la expresión de la verdad divina para todos los tiempos. Era un artículo de fe corriente que promulgaba el ingenio del hombre «para mostrar de cualquier manera vulgar los términos de la divinidad». Esto se argumenta extensamente en el decreto del arzobispo Berthold de Maguncia (1485-6) reprimiendo la realización de versiones no autorizadas en alemán. «Debe admitirse», razona, «que la indigencia de nuestro idioma es totalmente inadecuada, y que sería necesario que ellos» —los traductores— «inventaran palabras desconocidas de sus propias cabezas; o, si hicieran uso de las antiguas, corromperían el sentido de la verdad, por lo que tememos un gran peligro con respecto a los libros sagrados. Porque, ¿quién dará al hombre rudo e inculto, y al sexo femenino, en cuyas manos puedan caer ejemplares de los libros sagrados, que extraigan el verdadero sentido?». Estas últimas palabras descubren, sin embargo, la razón más profundamente mentirosa por la que las versiones vernáculas de las Escrituras sólo se proponían vacilantemente. Se temía que cayeran en manos del pueblo; y se creía profundamente que no se podía confiar en el pueblo. Decididamente, las Escrituras no eran para «hombres lascivos». En esto, las autoridades eclesiásticas insistían incluso violentamente; y estaban dispuestas a hacer todo lo posible para evitar que cayeran en manos de «hombres lascivos». El autor de la versión inglesa anterior a Wycliffe publicada por el señor Paues —una versión hecha a petición y para uso de un interno de alguna casa religiosa— hace su trabajo con la clara comprensión de que estaba incurriendo en un peligro personal al hacerlo. «Hermano», escribe, «sé bien que la ley de Cristo me obliga a cumplir lo que me pides; pero, sin embargo, nos hemos alejado tanto de la ley de Cristo, que, si quiero responder a tus peticiones, debo sufrir la muerte». La principal ofensa de Wycliffe fue que, como dijo Henry Knighton, hizo vulgar el evangelio, echando la perla del evangelio a los cerdos, y así convirtió «la joya de los clérigos» en «el deporte de los laicos». Geiler de Kaisersberg (siglo XV) expresa en un epigrama toda la concepción medieval, cuando declaró que no debemos poner las Escrituras en manos del pueblo más de lo que ponemos el cuchillo en manos de los niños para que corten su propio pan: infaliblemente se harán daño con él.
La Biblia estaba, pues, lo más lejos posible de ser el libro del pueblo en la Edad Media. Lo característico de la Edad Media era precisamente que el pueblo había perdido su Biblia. Se hicieron esfuerzos, sin duda, a medida que la noche avanzaba hacia el amanecer, para recuperarla; esfuerzos que fueron más o menos completamente bloqueados. Estaba el movimiento asociado con el nombre de Pedro Waldo, que, comenzando en el sudeste de Francia, se extendió hacia el sur hasta Italia y hacia el norte hasta Alemania. Hubo otro movimiento que se originó en el norte de Francia y se extendió a Flandes, Holanda y más allá. En Inglaterra se produjo el movimiento lolardo, que se trasladó a Bohemia. Algunos fenómenos extraños acompañaron a estos movimientos. El valdense fue simplemente erradicado en la medida de lo posible. Al alemán se le hizo un guiño hasta que casi dejó de parecer ilícito. En Inglaterra al pueblo se le negó inflexiblemente la Biblia vernácula; pero ésta suplantó tanto a la Biblia latina en manos del clero y de los grandes que, como ha demostrado Henry Bradshaw, la Biblia latina casi dejó de copiarse en la Inglaterra del siglo XV —un hecho extrañamente malinterpretado por el cardenal Gasquet. Es una historia triste, pero siguió su curso. Y, después de un tiempo, llegó la Reforma y el pueblo recuperó su Biblia. Porque precisamente lo que la Reforma significa desde este punto de vista es la recuperación de la Biblia para el pueblo. Y con la recuperación de la Biblia para el pueblo se recuperó también para él el poder de leer la Biblia. En todos los países protestantes se repitió la misma historia que tuvo lugar mil quinientos años antes, cuando la Biblia se puso por primera vez en manos del pueblo. La Biblia del pueblo demostró de nuevo ser la mayor fuerza de educación popular jamás introducida en el mundo. Dondequiera que llegaba la Biblia del pueblo, llegaba la educación popular. El pueblo se convirtió de nuevo en un pueblo lector, y la Biblia reivindicó de nuevo el título de libro del pueblo.
No subestimemos lo que esto conlleva. No se trata simplemente de que, bajo la presión de la necesidad de leer la Biblia, el pueblo haya aprendido a leer, por incalculablemente grande que sea este beneficio. Es también que la Biblia, al ser leída, ha ejercido una inmensa fuerza educativa sobre el pueblo. Sería imposible exagerar el papel que la Biblia ha desempeñado en la educación del mundo. La famosa representación de Lessing de la revelación como la educación divina de la raza humana ha tenido su realización en un sentido no intencionado en el trabajo que la Biblia ha realizado como el gran libro escolar de la humanidad. Los niños que aprenden sus «letras» de la página bíblica —esta ha sido una costumbre generalizada desde las primeras edades cristianas— no son más que símbolos de los millones y millones para quienes la Biblia ha sido su primer libro de texto en letras, civilización, moral y religión. Piensa en los pueblos degradados a los que la Biblia, regalo del amor cristiano, ha aportado su único conocimiento íntimo de condiciones de existencia humana superiores a su propio salvajismo. Pensemos en las civilizaciones antiguas e inferiores —China, India— a las que la Biblia ha aportado el contacto elevador con una cultura moral y espiritual superior que era necesario para permitirles elevarse por encima de sí mismos. No necesitamos ir a esas civilizaciones inferiores. Pensemos en las incontables multitudes, incluso en las tierras más cultas, a las que sólo estas vívidas páginas han aportado la visión de una vida muy alejada de la monótona rutina de las calles de sus aldeas, salvando el abismo de edades y costumbres ajenas y abriendo una perspectiva a un mundo diferente. El efecto elevador y expansivo de la lectura de la Biblia sobre los pueblos atrasados y las comunidades aisladas es incalculable. Sin embargo, la influencia cultural de la Biblia no se agota en tales efectos. ¿Qué le deben las letras alemanas a la Biblia? se ha preguntado. Y la respuesta es, le debe a la Biblia su propia existencia. Para poder dar a los pueblos germánicos una Biblia, Ulfila les dio un alfabeto y un lenguaje escrito en el siglo IV. Y para que los germanos tuvieran una Biblia, Lutero les dio un vehículo literario común en el siglo XVI. «La lengua alemana», señala Ernst von Dobschiitz, «está moldeada por esta Biblia. …En tiempos de Lutero aún prevalecían los dialectos. …Es incuestionable que la Biblia de Lutero es la causa de que los alemanes tengan una sola lengua para todos los fines literarios». Si tanto hay que conceder a la Biblia de un solo pueblo, ¿qué diremos de la Biblia de toda una civilización, como la Biblia latina? Su huella en el habla de todo el mundo occidental es imborrable. Por supuesto, no se puede obtener una comprensión realmente histórica de las lenguas romances modernas sin tenerla en cuenta. También ha influido en los modos de expresión del alemán. Sin embargo, más allá de proporcionar al habla occidental una serie de vocablos, ha impreso en la mente occidental un lenguaje conceptual que ha determinado toda su fisonomía espiritual. Este lenguaje conceptual ha penetrado en la totalidad de la cultura occidental, por lo que la Biblia latina ha contribuido poderosamente a la unificación del mundo occidental en un todo cultural. Nos acercamos aquí al mayor logro de la Biblia como libro del pueblo. Dado que es ante todo el libro del pueblo, es la mayor fuerza unificadora del mundo, que une a todos los pueblos como el pueblo del libro. Considera cómo la Biblia, al convertirse en el libro de un pueblo tras otro, asimila a los pueblos entre sí en modos de expresión, pensamiento, concepción, sentimiento, hasta que prácticamente se moldean en un solo pueblo, de mente y corazón comunes. La Biblia llega a un pueblo nuevo; este libro extraño —¡qué extraño es para quienes lo conocen por primera vez! — es primero recibido, luego asimilado, y al final, habiéndose convertido en el tesoro de su corazón, lo asimila a sí mismo. Dondequiera que una nueva lengua es así entrenada para hablar las cosas de Dios, una nueva lengua ha sido creada para entrenar a su vez a todos los que la hablan en «la lengua de Canaán». Un nuevo pueblo, cualesquiera que sean sus formas externas de hablar, ha aprendido la lengua del cielo. Cada uno oye las mismas cosas poderosas de Dios en su propia lengua. Así ha crecido en todo el mundo una nueva humanidad común. El proceso es el mismo en todas partes. Primero, la Biblia se traduce a una nueva lengua, precisamente para que un nuevo pueblo aprenda a pensar y a sentir como deben pensar y sentir los cristianos. Luego, habiendo aprendido a pensar y sentir como deben hacerlo los cristianos, este nuevo pueblo aprende también a hablar como deben hacerlo los cristianos. Así, al final, una lengua común en todo lo que hace a la esencia interna del lenguaje, ciñe el mundo. Si te encuentras, dice Martin Kaehler, en un país extranjero, cansado por el esfuerzo de entender su extraño lenguaje, entra en la iglesia y escucha el sermón y las oraciones, y verás con qué facilidad se introducen en tu conciencia. Estás escuchando la lengua madre del libro. Por muy diferentes que sean las formas de hablar, todos los que se basan en el libro emplean un lenguaje esencial. «La Biblia, capaz de traducirse a todas las lenguas, y traducida ya a la lengua de cada pueblo y de cada familia de pueblos, ha demostrado realmente su poder formativo sobre el habla superior de las ideas de una humanidad destinada a la unidad». Este libro, el libro de los pueblos y el libro de la gente, es necesariamente el libro de la humanidad. En él y a través de él, la humanidad realiza su unidad como entidad espiritual, una en el habla, en el pensamiento, y en toda su vida espiritual.
Obsérvese que lo que se afirma no es simplemente que cualquier libro que sea ampliamente leído tenderá a unir a sus lectores en una unidad espiritual, y que la Biblia, siendo el más leído de los libros, tanto entre los pueblos como entre las personas, ejerce naturalmente la mayor de las influencias unificadoras entre los libros. Se afirma que la Biblia se ha mostrado en la historia, y se muestra cada día más, como poseedora de un poder que es único, y que, cuando todo está dicho, es de lo más cautivador, para imprimir en sus lectores una única fisonomía espiritual. Tan impresionante es este hecho que Martin Kaehler, por ejemplo —con una referencia a cuya fructífera caracterización de la Biblia como el libro de la humanidad comenzamos, y de cuyo instructivo desarrollo de ese tema nunca nos hemos alejado mucho—, observando la influencia unificadora de la Biblia en el mundo de los hombres, se ve impelido a descubrir en ella una prueba de su divinidad. Junto al efecto de la Biblia sobre el corazón del individuo que encuentra en ella su inspiración para una vida santa, hay que reconocer su efecto sobre los corazones de los pueblos, modelándolos en un solo tipo espiritual. Más aún, dice Kaehler, junto con el testimonio del Espíritu Santo que se manifiesta en el corazón del individuo de que este libro procede de Dios, está el testimonio de la historia sobre la Biblia, que se manifiesta en el corazón de la humanidad, de que un libro lleno de tal poder regenerador para la raza procede de Dios. Porque hay, la historia misma es testigo, un verdadero poder regenerador en la Biblia. Y es porque, dondequiera que va, crea una nueva humanidad —una humanidad informada por un nuevo espíritu y llena de una nueva vida— que es el gran poder unificador que es.