EL CRISTO QUE PABLO PREDICÓ
Benjamin Breckinridge Warfield
Publicado en The Expositor,
8° ser., v.15, 1918, pp. 90-110
Traductor: Juan Flavio de Sousa
«La monumental Introducción de la Epístola a los Romanos» —así dice W. Bousset de los siete versículos iniciales de la Epístola— es, desde el punto de vista formal, meramente la salutación de la Epístola. En su propósito principal y en su estructura fundamental, no difiere de las introducciones de las demás epístolas de Pablo. Pero incluso en las presentaciones de sus epístolas Pablo no se limita a la simple repetición de una fórmula. También aquí escribe con naturalidad y muestra un dominio completo de su forma.
Es costumbre de Pablo ampliar uno u otro de los elementos esenciales en la introducción de sus epístolas, según las circunstancias, y conferirle así, en cada caso, un carácter específico. El encabezado de la Epístola a los Romanos es el ejemplo extremo de esta ampliación. Pablo se dirige en ella a una iglesia que no había visitado y en la que, al parecer, se sentía algo extraño. Naturalmente, comienza con algunas palabras adecuadas para justificar el hecho de que le escriba a esta iglesia, especialmente como maestro autorizado de la verdad cristiana. Al hacerlo, se ve conducido a describir brevemente el Evangelio que le había sido confiado, y esto particularmente en lo que se refiere a su contenido.
Aquí se ilustra de manera muy llamativa una peculiaridad del estilo de Pablo, que se ha llamado «la explosión de una palabra». Su propósito particular es representarse a sí mismo como alguien autorizado para enseñar el Evangelio de Dios. Pero está más interesado en el Evangelio que en sí mismo; y apenas menciona el Evangelio, se sale por la tangente para describirlo. Al describirlo, naturalmente nos dice en particular cuál es su contenido. Sin embargo, para él su contenido se resume en Cristo. Apenas menciona a Cristo, vuelve a salirse por la tangente para describir a Cristo. De este modo, este pasaje, que formalmente no era más que la introducción de la epístola, se convierte en realidad en una gran entrega cristológica, una de las principales fuentes de nuestro conocimiento de la concepción paulina de Cristo. Se presenta a nuestra vista como una de esas cajas nido chinas; el envoltorio exterior es el encabezado de la Epístola; dentro de él encaja perfectamente la justificación de Pablo de dirigirse a los romanos como maestro autorizado del Evangelio; dentro de él encaja una descripción del Evangelio que se le ha encomendado; y dentro de él encaja una gran declaración de quién y qué es Jesucristo como contenido de este Evangelio.
La forma en que Pablo aborda esta gran declaración sobre Cristo le confiere un interés muy especial. Lo que se nos da no es meramente cómo Pablo pensaba de Cristo, sino cómo Pablo predicaba a Cristo. Lo que él esboza en estas elocuentes palabras es el contenido del «Evangelio de Dios», el Evangelio para el cual él, como «llamado a ser apóstol», había sido «apartado». Así es como Pablo predicó a Cristo para la fe de los hombres mientras iba arriba y abajo por el mundo «sirviendo a Dios en su espíritu en el Evangelio de su Hijo». No tenemos aquí ningún teologúmeno abstracto, categorías de pensamiento especulativo apropiadas sólo para el armario. Tenemos los grandes hechos acerca de Jesús que hicieron del Evangelio que Pablo predicó el poder de Dios para salvación a todo aquel que creyera. En ninguna otra parte tenemos una descripción más directa del Cristo que Pablo predicó específicamente.
La descripción directa del Cristo que Pablo predicó se nos da, por supuesto, en los versículos tercero y cuarto. Pero no podemos olvidar el contexto más amplio en el que se inscriben estos versículos para comprender su significado. En este contexto más amplio, el aspecto particular en el que se presenta a Cristo es el de «Señor». Es como «Señor» que Pablo está pensando en Jesús cuando se describe a sí mismo en las palabras iniciales del encabezado —en el primer punto de su recomendación de sí mismo a los romanos — como «el siervo de Jesucristo». «Siervo» es el correlato de «Señor», y la relación debe tomarse en su máxima expresión. Cuando Pablo se llama a sí mismo siervo de Cristo Jesús, está llamando a Cristo Jesús su Señor en el sentido más completo que puede atribuirse a esa palabra (cf. Ro 1:1, Col 3:4). Está declarando que reconoce en Cristo Jesús a alguien sobre quien no tiene ningún derecho; quien es su dueño, en cuerpo y alma, para que disponga de él como quiera. Esto no se debe a que se rebaje a sí mismo. Es porque exalta a Cristo. Es porque considera a Cristo como alguien cuyo derecho es gobernar, y es su derecho gobernar sin límites.
Sin embargo, en las últimas palabras del encabezado se pone de manifiesto con una claridad asombrosa cómo pensaba Pablo de Cristo como Señor. Allí une «el Señor Jesucristo» con «Dios nuestro Padre» como la fuente común de la que busca en oración los dones divinos de gracia y paz para los romanos. También aquí debemos renunciar a comentarios debilitantes. Pablo no está pensando en el Señor Jesucristo solamente como el canal a través del cual la gracia y la paz vienen de Dios nuestro Padre a los hombres; ni está pensando en el Señor Jesucristo solamente como el canal a través del cual su oración encuentra su camino hacia Dios nuestro Padre. Su oración por estas bendiciones para los romanos es ofrecida a Dios nuestro Padre y al Señor Jesucristo juntos, como el objeto conjunto al que se dirige su petición. En esto es justa la observación de Bousset: «Para el cristianismo paulino, la oración a Dios en Cristo es también una fórmula falsa; la adoración al Kyrios está en las comunidades paulinas al mismo nivel de la adoración a Dios de manera incontrovertible».
Sólo que debemos ir más allá. Pablo empareja en su oración a Dios, nuestro Padre, y al Señor Jesucristo en una completa igualdad. Ellos son uno para él para los propósitos de la oración, para los propósitos del otorgamiento de la gracia y la paz. Cristo es tan altamente exaltado a su vista que, mirando hacia Él a través de las inmensas extensiones que lo separan del plano de la vida humana, «las formas de Dios y Cristo», como dice Bousset, «son llevadas al ojo de la fe en estrecha conjunción». Debería haber dicho que se unen completamente. Es sólo la mitad de la verdad —aunque sea una verdad a medias— decir que, con Pablo, «el objeto de la fe religiosa, como del culto religioso, se presenta en un dualismo singular y completo». La otra mitad de la verdad es que este dualismo se resuelve en una unidad completa. Los dos, Dios nuestro Padre y el Señor Jesucristo, son reconocidos firmemente como dos, y se habla de ellos con las designaciones distintivas de «Dios» y «Señor». Pero también se los concibe con la misma constancia como uno, y se los combina declaradamente como el objeto común de toda aspiración religiosa y la fuente común de toda bendición espiritual. No es casualidad que estén unidos en nuestro presente pasaje bajo el gobierno de la única preposición «de»: «Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo». Esto es normal en Pablo. Dios nuestro Padre y el Señor Jesucristo no son para él dos objetos de adoración, dos fuentes de bendición, sino un objeto de adoración, una fuente de bendición. ¿No nos dice claramente que nosotros, que tenemos un solo Dios Padre y un solo Señor Jesucristo, sabemos perfectamente que no hay sino un solo Dios (1Co 8:4,6)?
Así pues, Pablo escribe la salutación de su Epístola a los Romanos con la mente fija en la dignidad divina de Cristo. Debe entenderse que dice a sus lectores que es este Cristo divino quien constituye la sustancia de su anuncio evangélico. Pero no se limita a inferirlo. Lo declara abiertamente. El Evangelio que predica, dice, se refiere precisamente «al Hijo de Dios… Jesucristo, nuestro Señor». Dice expresamente, pues, que presenta a Cristo en su predicación como «nuestro Señor». Era el Cristo divino el que predicaba, el Cristo que el ojo de la fe no podía distinguir de Dios, al que se dirigía en común con Dios en la oración, y al que se miraba en común con Dios como fuente de todas las bendiciones espirituales. Sin embargo, Pablo no habla aquí de Cristo simplemente como de «nuestro Señor». Le da las siguientes dos designaciones: «el Hijo de Dios… Jesucristo nuestro Señor». La segunda designación es obviamente explicativa de la primera. No como si fuera la designación más corriente o inteligible. Pudo o no haber sido tanto la una como la otra, pero no se trata de eso. El punto aquí es que es la designación más íntima, la más atractiva designación. Es la designación que dice lo que Cristo es para nosotros. Él es nuestro Señor, Aquel a quien acudimos en oración, Aquel a quien buscamos para recibir bendiciones, Aquel a quien se dirigen todas nuestras emociones religiosas, en quien están puestas todas nuestras esperanzas en esta vida y en la venidera. Pablo dice a los romanos que éste es el Cristo que predica, su Señor, a quien tanto ellos como él veneran, adoran, aman y en quien confían. Esto es, por supuesto, lo que principalmente desea decirles; y a esto conduce todo lo demás que dice del Cristo que predica.
La otra designación —«el Hijo de Dios»— que Pablo añade a ésta en su declaración fundamental sobre el Cristo que predica, proporciona la base para ello. No nos dice lo que Cristo es para nosotros, sino lo que Cristo es en sí mismo. En sí mismo es el Hijo de Dios; y sólo porque es el Hijo de Dios en sí mismo, puede ser y es nuestro Señor. El señorío de Cristo está arraigado por Pablo, en otras palabras, no en ninguna circunstancia adventicia conectada con Su manifestación histórica; no en ningún poder o dignidad conferidos a Él o adquiridos por Él; sino fundamentalmente en Su naturaleza metafísica. La designación «Hijo de Dios» es una designación metafísica y nos dice lo que Él es en Su mismísimo ser. Y lo que nos dice que Cristo es en Su mismísimo ser es que Él es justamente lo que Dios es. Es innegable —y Bousset, por ejemplo, no lo niega— que, desde los primeros tiempos del cristianismo, (en palabras de Bousset) «Hijo de Dios equivalía simplemente a igual a Dios» (Marcos 14:61-63; Juan 10:31-39).
A Bousset, en efecto, le gustaría hacernos creer que Pablo apenas quería decir esto. Él no sueña, por supuesto, con suponer que Pablo no quiere decir nada más que Jesús había sido elevado a la relación de filiación con Dios a causa de Su singularidad moral, o de Su comunión de voluntad con Dios. Se ve obligado a admitir que «el Hijo de Dios aparece en Pablo como un Ser supramundano en estrecha relación metafísica con Dios». Pero quiere que entendamos que, por muy cerca que esté de Dios, no es, desde el punto de vista de Pablo, igual a Dios. Pablo, sugiere, ha utilizado este término para ayudarle a superar el terrible problema de concebir este segundo Ser Divino de forma coherente con su monoteísmo. Para él, Cristo no es Dios, sino sólo el Hijo de Dios. De tales refinamientos, sin embargo, Pablo no sabe nada. También para él rige la máxima de que todo lo que es el padre, también lo es el hijo: todo padre engendra a su hijo a su semejanza. Para él, el Hijo de Dios es necesariamente sólo Dios, y no tiene escrúpulos en declarar que este Hijo de Dios es todo lo que Dios es (Fil 2:6; Col 2:9) e incluso hasta darle el nombre supremo de «Dios sobre todas las cosas» (Ro 9:5).
Esta es, pues, fundamentalmente la forma en que Pablo predicó a Cristo: como el Hijo de Dios en este sentido supereminente y, por tanto, nuestro divino Señor, de quien dependemos absolutamente y a quien debemos obediencia absoluta. Pero esto no era todo lo que acostumbraba a predicar sobre Cristo. Pablo predicaba tanto al Jesús histórico como al Hijo eterno de Dios. Y entre estas dos designaciones —Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo — inserta dos cláusulas que nos dicen cómo predicaba al Jesús histórico. Todo lo que enseñaba sobre Cristo lo hacía sobre el trasfondo de su deidad: Él es el Hijo de Dios, nuestro Señor. Pero ¿quién es éste que con tanto fervor se declara Hijo de Dios y Señor nuestro? Pablo nos lo dice en las dos cláusulas que ahora van a ocupar nuestra atención.
Si reducimos lo que nos dice a sus términos más bajos, equivale a esto: Pablo predicó al Cristo histórico como el Mesías prometido y como el propio Hijo de Dios. Pero declara que Cristo es el Mesías prometido y el mismo Hijo de Dios en un lenguaje tan elocuente, tan lleno de implicaciones, que nos lleva al corazón del gran problema de la doble naturaleza de la persona de Cristo. Los términos exactos en los que describe a Cristo como el Mesías prometido y el mismo Hijo de Dios son los siguientes: «Que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos». Este es, en resumen, el relato que Pablo hace del Cristo histórico que predicó.
Por supuesto, hay una sucesión temporal sugerida en las declaraciones de las dos cláusulas. Hasta aquí nos dan no sólo una descripción del Cristo histórico, sino la historia de la vida del Cristo que Pablo predicó. Jesucristo llegó a ser de la simiente de David en Su nacimiento y por Su nacimiento. Fue señalado como el Hijo de Dios con poder sólo en Su resurrección y por Su resurrección. Pero no fue para indicar esta sucesión temporal que Pablo pone las dos declaraciones una al lado de la otra. Surge meramente como el resultado incidental, o podríamos decir incluso accidental, de su colocación. La relación que Pablo establece entre las dos declaraciones es lógica y no temporal: es la relación del clímax. Su propósito es exaltar a Jesucristo. Desea decir las grandes cosas acerca de Él. Y las dos cosas más grandes que tiene que decir acerca de Él en Su manifestación histórica son éstas: que llegó a ser del linaje de David según la carne, que fue declarado el Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos.
Ambas declaraciones, decimos, se hacen con el propósito de ensalzar a Cristo: la primera tan verdaderamente como la segunda. Que Cristo vino como el Mesías, pertenece a Su gloria: y los términos particulares en los que se insinúa Su mesianidad se eligen para realzar Su gloria. La palabra «vino», «llegó a ser» está correlacionada con la «promesa anterior» del versículo precedente. Este es Aquel, dice Pablo, a quien todos los profetas antes señalaron, y que finalmente vino de la descendencia de David. Sin duda hay aquí también una insinuación de la preexistencia de Cristo, como nos instruye correctamente J. B. Lightfoot: El que siempre fue el Hijo de Dios ahora «se hizo» de la simiente de David. Pero esto queda un poco al margen de la corriente principal de pensamiento. El corazón de la declaración reside en las grandes palabras: «Del linaje de David». Porque éstas son grandes palabras. Al declarar el mesianismo de Jesús, Pablo aduce su dignidad real. Y la aduce porque está pensando en la majestad del Mesías. Debemos cuidarnos, entonces, de leer esta cláusula de manera menospreciadora, como si Pablo estuviera haciendo una concesión en ella: «Vino, sin duda…Vino, ciertamente… de la simiente de David, pero…». Pablo ni por un instante pensó en el mesianismo de Jesús como algo por lo que hubiera que disculparse. La relación de la segunda cláusula con la primera no es de oposición, sino de clímax; y contiene sólo tanto contraste como es intrínseco en un clímax. La conexión estaría mejor expresada por un «y» que por un «pero»; o, si por un «pero», no por un «ciertamente… pero», sino por un «no sólo… sino». Incluso la condición de Mesías, inexpresablemente gloriosa como es, no agota la gloria de Cristo. Tenía una gloria mayor que ésta. Esto no fue más que el principio de su gloria. Pero era el principio de su gloria. Vino al mundo como el Mesías prometido y salió del mundo como el declarado Hijo de Dios. En estas dos cosas se resume la majestad de Su manifestación histórica.
No se pretende decir que cuando salió del mundo dejó atrás su condición de Mesías. La relación de la segunda cláusula con la primera no es de sustitución, sino de superposición. Pablo pasa de una gloria a otra, pero está lo más lejos posible de sugerir que una gloria extinguió a la otra. La resurrección de Cristo no tuvo ninguna tendencia a abolir su mesianismo, y el Cristo exaltado sigue siendo «del linaje de David». No hay razón para dudar de que Pablo hubiera exhortado a sus lectores cuando escribió estas palabras con todo el fervor con que lo hizo más tarde a «acordarse de Jesucristo, descendiente de David, resucitado de entre los muertos» (2 Ti 2:8). «Conforme a mi Evangelio», añade allí, como una insinuación de que era como «del linaje de David» que estaba acostumbrado a predicar a Jesucristo, ya fuera en la tierra, o en el cielo. Es el Jesús exaltado que se proclama a sí mismo en el Apocalipsis «la raíz y el linaje de David» (Ap 22:16, v.5) y en cuyas manos se encuentra «la llave de David» (3:7).
Y como no se da a entender que Cristo dejó de ser «del linaje de David» cuando resucitó de entre los muertos, tampoco se da a entender que entonces se convirtiera por primera vez en Hijo de Dios. Ya era Hijo de Dios cuando y antes de ser de la descendencia de David; y no dejó de ser Hijo de Dios al convertirse en descendiente de David. Más bien fue precisamente porque era Hijo de Dios por lo que llegó a ser de la descendencia de David, para lo cual, en el gran sentido de los anuncios proféticos y de su propia realización, sólo estaba cualificado por ser Hijo de Dios. Por eso Pablo no dice que fue hecho Hijo de Dios por la resurrección de entre los muertos. Dice que fue definido, declarado, como Hijo de Dios por la resurrección de entre los muertos. Su resurrección de entre los muertos estaba bien indicada para declararlo el Hijo de Dios: difícilmente para hacerlo el Hijo de Dios. Considera lo que significa el Hijo de Dios en el uso de Pablo; y precisamente lo que fue e hizo la resurrección. Era una cosa que era muy apropiada que le sucediera al Hijo de Dios; y, sucediendo, podía dar fuerte testimonio de Él como tal: pero ¿cómo podía convertir esto a uno en el Hijo de Dios?
Posiblemente podríamos decir, sin duda, con un significado tolerable, que Cristo fue instalado, incluso constituido, «Hijo de Dios con poder» por la resurrección de los muertos, si pudiéramos asegurarnos de construir las palabras «con poder» directamente con «el Hijo de Dios». Eso también implicaría que Él ya era el Hijo de Dios antes de resucitar de entre los muertos, sólo que entonces lo era en debilidad; lo que Él había sido todo el tiempo en debilidad, ahora lo era constituido con poder. Esta construcción, sin embargo, aunque no imposible, es apenas natural. E impone un sentido a la cláusula precedente del que ella misma no da ninguna sugerencia, y que es reacia a recibir. Decir «del linaje de David» no es decir debilidad; es decir majestad. Es muy cierto, de hecho, que la afirmación «que fue hecho de la simiente de David» no puede leerse en sentido concesivo, preparando el camino para la celebración de la gloria de Cristo en la cláusula siguiente. Está más bien en paralelismo con la cláusula que le sigue, afirmando con ella la gloria suprema de Cristo.
En cualquier caso, las dos cláusulas no expresan dos modos de ser esencialmente diferentes por los que Cristo pasó sucesivamente. A lo sumo podríamos pensar en dos etapas sucesivas de manifestación del Hijo de Dios. A lo sumo podríamos ver en ello una declaración de que Aquel que siempre fue y continúa siendo el Hijo de Dios se manifestó a los hombres primero como el Hijo de David, y luego, después de Su resurrección, también como el Señor exaltado. Él siempre fue en la esencia de Su ser el Hijo de Dios; este Hijo de Dios se hizo de la simiente de David y fue instalado como —lo que siempre fue— el Hijo de Dios, aunque ahora por Su propio poder, por la resurrección de los muertos. Sin embargo, es ciertamente erróneo llevar tan lejos la idea de la sucesión temporal. La sucesión temporal no era lo que Pablo quería enfatizar, y no es la idea dominante de su afirmación. La idea dominante de su afirmación es la celebración de la gloria de Cristo. Pensamos en la sucesión temporal sólo por la mención de la resurrección, que, de hecho, divide la manifestación de la vida de nuestro Señor en dos secciones. Pero Pablo no aduce la resurrección porque divida la manifestación de la vida de nuestro Señor en dos secciones, sino por la demostración que hizo de la dignidad de su persona. Es totalmente indiferente a su declaración cuándo tuvo lugar la resurrección. No la aduce como causa productora de un cambio en el modo de ser de nuestro Señor. De hecho, no produjo un cambio en el modo de ser de nuestro Señor, aunque fue la apertura de una nueva etapa en la historia de su vida. Lo que hizo, y lo que Pablo aduce que hizo aquí, fue poner de manifiesto quién y qué era Cristo en realidad. Este, dice Pablo, es el Cristo que yo predico: Aquel que vino del linaje de David, Aquel que fue declarado con poder como el Hijo de Dios, por la resurrección de entre los muertos. Su pensamiento de Cristo se expresa en los dos moldes: Su mesianismo y Su resurrección. Pero aquí no se ocupa especialmente de las relaciones temporales de estos dos hechos.
Sin embargo, Pablo no dice de Cristo meramente que era del linaje de David y que fue declarado el Hijo de Dios con poder por la resurrección de entre los muertos. Introduce una frase calificativa en cada cláusula. Dice que llegó a ser del linaje de David «según la carne», y que fue declarado el Hijo de Dios con poder «según el Espíritu de santidad» por la resurrección de entre los muertos. ¿Cuál es la naturaleza de las cualificaciones hechas por estas frases?
Es evidente que no se trata de cualificaciones temporales. Pablo no quiere decir, en efecto, que nuestro Señor fue Mesías sólo durante Su manifestación terrenal, y se convirtió en Hijo de Dios sólo en y por medio de Su resurrección. Ya se ha visto que Pablo no pensaba en la condición de Mesías de nuestro Señor sólo en relación con Su manifestación terrenal, ni en Su condición de Hijo de Dios sólo en relación con Su existencia posterior a la resurrección. Y las propias frases calificativas son inadecuadas para expresar esta distinción temporal. Incluso si pudiéramos retorcer la frase «según la carne» para que significara «según Su manifestación humana» y violentamente hacer que eso cumpliera su función como una definición temporal, la frase paralela «según el Espíritu de santidad» se niega totalmente a ceder a cualquier tratamiento que pudiera hacer que significara «según Su manifestación celestial». Y nada podría ser más monstruoso que representar precisamente la resurrección en el caso de Cristo como la causa productora —la fuente de la que procede— de una condición de existencia que podría caracterizarse propiamente como distintivamente «espiritual». Lo que la resurrección hizo exactamente fue hacer que Su subsiguiente modo de existencia continuara siendo, como el precedente, «carnal»; asimilar Su modo de existencia posterior a la resurrección a Su modo de existencia anterior a la resurrección en lo que respecta a la constitución de Su persona. Y si volvemos al contraste ético de los términos, eso sólo podría significar que Cristo debería ser representado como imperfectamente santo en Su etapa terrenal de existencia, y como sólo en Su resurrección alcanzando la santidad completa (cf. 1Co 15:44,46). Es muy cierto que Pablo no quiso decir eso (2Co 5:21).
Es bastante claro, entonces, que Pablo no puede de ninguna manera haber tenido la intención de representar a Cristo como en Su modo de ser pre-resurrección y Su modo de ser post-resurrección difiriendo de cualquier manera que pueda ser expresada naturalmente por los términos contrastantes «carne» y «espíritu». Y menos aún puede suponerse que haya pretendido esta distinción en el sentido del contraste ético entre estos términos. Pero se puede perdonar una palabra más en cuanto a esto. Se ha insistido en que es precisamente este contraste ético lo que Pablo pretende, amparándose en el adjunto «de santidad» que se añade aquí a «espíritu». El contraste, se dice, no es entre «carne» y «espíritu», sino entre «carne» y «espíritu de santidad»; y lo que se pretende es representar a Cristo, que en la tierra era meramente «Cristo según la carne» —la «carne de pecado», por supuesto, se añade, es decir, «la carne que estaba en las garras del pecado»— para haber sido, «después y como consecuencia de la resurrección», «liberado de la semejanza de la carne (débil y pecaminosa)». Mediante la resurrección, en otras palabras, Cristo se ha convertido por primera vez en el santo Hijo de Dios, libre del enredo con la carne maldita por el pecado; y, habiéndose salvado así a Sí mismo, está capacitado, suponemos, para salvar ahora a otros, llevándolos a través de la misma experiencia de la resurrección a la misma santidad. Obviamente nos hemos desviado bastante de las declaraciones del Apóstol; y hemos aterrizado en una reductio ad absurdum de todo este sistema de interpretación. Pablo no está aquí distinguiendo tiempos y contrastando dos modos sucesivos del ser de nuestro Señor. Está distinguiendo elementos en la constitución de la persona de nuestro Señor, en virtud de los cuales Él es al mismo tiempo el Mesías y el Hijo de Dios. Se hizo de la simiente de David con respecto a la carne, y por la resurrección de los muertos se demostró poderosamente que era también el Hijo de Dios con respecto al Espíritu de santidad.
Huelga decir que, por estos dos elementos en la constitución de la persona de nuestro Señor, la carne y el espíritu de santidad, en virtud de los cuales es a la vez descendiente de David e Hijo de Dios, no se entienden los dos elementos constitutivos, carne y espíritu, que forman la humanidad común. Es imposible que Pablo haya representado a nuestro Señor como el Mesías sólo en virtud de Su naturaleza corporal; y es absurdo suponer que sugiriera que Su filiación divina se demostró por Su resurrección que residía en Su naturaleza mental o incluso en Su pureza ética, por no decir nada ahora de suponer que afirmara que fue convertido por la resurrección en el Hijo de Dios, o en «el Hijo de Dios con poder» con respecto a Su naturaleza mental aquí descrita como santa. Cómo puede pensarse que la resurrección de todas las cosas —que en sí misma no fue más que la reanudación del cuerpo— constituyera la naturaleza mental de nuestro Señor en el Hijo de Dios, pasa de la imaginación; y si es concebible que pudiera al menos probar que Él era el Hijo de Dios, permanece oculto cómo puede afirmarse tan enfáticamente que fue sólo con referencia a Su naturaleza mental, en agudo contraste con la corporal, así recuperada para Él, que esto se probó con respecto a Él precisamente por Su resurrección. ¿Es el verdadero propósito de Pablo aquí proteger a los hombres de suponer que la naturaleza corporal de nuestro Señor, aunque recuperada para Él en este gran acto, la resurrección, entró en Su condición de Hijo de Dios? No hay ninguna razón en el contexto por la que esta distinción entre las naturalezas corporal y mental de nuestro Señor deba ser tan fuertemente enfatizada aquí. Se trata claramente de una distinción artificial impuesta en el pasaje.
Cuando Pablo nos dice del Cristo que predicó que era del linaje de David «según la carne», ciertamente tiene en mente toda Su humanidad. Y al introducir esta limitación, «según la carne», en su declaración de que Cristo «era del linaje de David», da a entender claramente que había otro lado —no aspecto sino elemento— de Su ser además de Su humanidad, en el que no era del linaje de David, sino que era algo más alto y distinto. Si no hubiera dicho nada más que estas palabras: «Era del linaje de David según la carne», esta insinuación habría sido expresa, aunque se nos habría dejado especular para determinar qué otro elemento pudo haber entrado en Su ser, y qué debió haber sido según ese elemento. Sin embargo, no nos ha dejado en manos de esta especulación, sino que nos ha dicho claramente que el Cristo que predicaba no sólo era del linaje de David según la carne, sino que también fue Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos. Puesto que el «según la carne» incluye toda Su humanidad, el «según el Espíritu de santidad» que se establece en contraste con ella, y según el cual Él es declarado Hijo de Dios, debe buscarse fuera de Su humanidad. La naturaleza de este elemento de su ser, en el que es superior a la humanidad, queda ya clara por el hecho de que, según él, es Hijo de Dios. «Hijo de Dios» es, como ya hemos visto, una designación metafísica que afirma la igualdad con Dios. Es un nombre divino. Decir que Cristo es, según el Espíritu de santidad, el Hijo de Dios, es decir que el Espíritu de santidad es una designación de su naturaleza divina. Por tanto, toda la afirmación de Pablo equivale a decir que, en un elemento de Su ser, el Cristo que predicaba era hombre, y en otro Dios. Considerado desde el punto de vista de su naturaleza humana, era el Mesías: «del linaje de David». Considerado desde el punto de vista de su naturaleza divina, era el Hijo de Dios. Considerado desde el punto de vista de Su personalidad compuesta, Él era tanto el Mesías como el Hijo de Dios, porque en Él estaban unidos tanto Aquel que vino del linaje de David según la carne como Aquel que fue declarado el Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos.
La designación de la naturaleza divina de Cristo como «Espíritu de santidad» puede dejarnos algo perplejos. Pero no sólo está claro, por su relación con su contraste, «la carne», y con su correlato, «el Hijo de Dios», que es Su naturaleza divina la que se designa así, sino que esto queda superabundantemente claro en el pasaje estrechamente paralelo, Ro 9:5. Allí, al enumerar las glorias de Israel, el Apóstol llega a su clímax en esta gran declaración: que Cristo vino de Israel. Pero allí, no más que aquí, admitirá que fue Cristo completo quien vino: como se dice allí del linaje de Israel, como se dice aquí de la simiente de David. También allí añade inmediatamente la limitación «según la carne», tal como la añade aquí. De este modo, da a entender con énfasis que hay algo más que decir, si queremos dar cuenta completa del ser de Cristo; había algo en Él en lo que no procedía de Israel, y en lo que es más que «carne». Qué es este algo, Pablo lo añade en las grandes palabras: «Dios sobre todas las cosas». El que era de Israel según la carne es, en el otro lado de Su ser, en el que no es de Israel ni «carne», nada más que «Dios sobre todas las cosas». En nuestro pasaje actual, la frase «Espíritu de santidad» toma el lugar de «Dios sobre todas las cosas» en el otro. Es evidente que Pablo quiere decir lo mismo con ambas.
Siendo esto muy claro, lo que más nos interesa es el énfasis que Pablo pone en la santidad al designar la naturaleza divina de Cristo. La simple palabra «Espíritu» podría haber sido ambigua: cuando se habla del «Espíritu de santidad», se nombra expresamente la naturaleza divina. Sin duda, Pablo podría haber usado el adjetivo «santo» en lugar del genitivo del sustantivo «de santidad», y haber dicho «el Espíritu Santo». De haberlo hecho así, habría insinuado tan expresamente la deidad como en su frase actual. Pero habría dejado abierta la posibilidad de ser malinterpretado como hablando de ese Espíritu Santo distinto al que comúnmente se aplica esta designación. La relación entre la naturaleza divina que atribuye a Cristo y el Espíritu Santo era, sin duda, muy estrecha en la mente de Pablo; tan estrecha como la relación entre «Dios y «Señor», a quienes constantemente trata como si fueran dos, pero también uno. No sólo identifica las actividades de ambos (por ejemplo, Ro 8:9 ss.), sino que también, en cierto sentido, los identifica a ellos mismos. Puede hacer uso, por ejemplo, de una expresión tan sorprendente como «el Señor es el Espíritu» (2Co 3:17). Sin embargo, está perfectamente claro que «el Señor» y «el Espíritu» no son una sola persona para Pablo, y el empleo distintivo de las designaciones «el Espíritu» y «el Espíritu Santo» se extiende a lo largo de sus páginas. Incluso en conexión inmediata con su declaración de que «el Señor es el Espíritu», puede hablar con la mayor naturalidad no sólo del «Espíritu del Señor», sino también del «Señor del Espíritu» (2Co 3:17 s.). Lo que es de especial importancia notar en nuestra presente conexión es que él no está hablando de una dotación de Cristo ya sea del o con el Espíritu Santo; aunque él sería el último en dudar que Aquel que fue hecho del linaje de David según la carne fue plenamente dotado tanto del como con el Espíritu. Habla de ese Espíritu divino que es el complemento en la constitución de la persona de Cristo de la naturaleza humana según la cual era el Mesías, y en virtud de la cual no sólo era el Mesías, sino también el mismo Hijo de Dios. A este Espíritu lo llama distintivamente Espíritu de santidad, Espíritu cuya característica misma es la santidad. No habla de una santidad adquirida, sino de una santidad intrínseca; no, pues, de una santidad conferida en el momento de la resurrección de entre los muertos o alcanzada por medio de ella, sino de una santidad que había sido siempre la cualidad misma del ser de Cristo. No está representando a Cristo como si primero hubiera sido según una forma carnal el hijo de David y después se hubiera convertido por o en la resurrección de entre los muertos, según una forma espiritual, en el santo Hijo de Dios. Lo está representando como siendo en su propia naturaleza esencialmente y por lo tanto siempre y en cada modo de Su manifestación, santo. Bousset tiene mucha razón cuando declara que no hay ninguna referencia en la frase «Espíritu de santidad» a la preservación de Su santidad por Cristo en Su manifestación terrenal, sino que es una designación metafísica que describe según su cualidad intrínseca un elemento en la constitución de la persona de Cristo desde el principio. Esta es la característica del Cristo que Pablo predicó; tan verdaderamente su característica como que era el Mesías. Evidentemente, en el pensamiento de Pablo sobre la deidad, la santidad ocupaba un lugar prominente. Cuando quiere distinguir el Espíritu del espíritu, le basta con designar al Espíritu como divino, para definirlo como aquel Espíritu cuya característica fundamental es que es santo.
Pertenece, pues, a la esencia misma de la concepción de Cristo tal como Pablo lo predicó, que Él era de dos naturalezas, humana y divina. No podía predicarlo a la vez como descendiente de David y como Hijo de Dios sin predicarlo así. A Pablo nunca se le pasó por la cabeza que el Hijo de Dios pudiera convertirse en un simple hombre, o que un simple hombre pudiera convertirse en el Hijo de Dios. Podemos decir que la concepción de las dos naturalezas es impensable para nosotros. Esa es nuestra preocupación. Que una sola naturaleza pudiera ser a la vez o sucesivamente Dios y hombre, hombre y Dios, era lo impensable para Pablo. En su opinión, cuando decimos Dios y hombre decimos dos naturalezas; cuando ponemos un guion entre ellas y decimos Dios-hombre, no las fundimos una en la otra, sino que las unimos. Bousset, por ejemplo, no niega que Pablo pensara así de Jesús. Lo que Bousset no está dispuesto a admitir es que el elemento divino en su Cristo de dos naturalezas fuera concebido por Pablo como completamente divino. Dos entidades metafísicas, dice, se combinaron para Pablo en la persona de Cristo: una de ellas era una naturaleza humana, la otra divina: y Pablo, junto con toda la comunidad cristiana de su tiempo, adoró a este Cristo de dos naturalezas, aunque él (no ellos) lo clasificó en consideración de su naturaleza superior por debajo del Dios que está sobre todos.
El problema con esta construcción es que Pablo mismo da una explicación diferente del asunto. El punto de la designación de Pablo de Cristo como el Hijo de Dios no es subordinarlo a Dios, como afirma Bousset, sino igualarlo con Dios. No conoce diferencia de dignidad entre su Dios y su Señor; a ambos por igual, o más bien a ambos en común, ofrece sus oraciones; de ambos por igual y de ambos juntos espera todas las bendiciones espirituales (Ro 1:7). Llama rotundamente a Cristo, en virtud de Su naturaleza superior, con el nombre supremo de «Dios sobre todas las cosas» (Ro 9:5). Estas cosas no pueden ocultarse señalando expresiones en las que atribuye al Cristo divino-humano una relación de subordinación a Dios en Su obra salvadora. Pablo no deja de distinguir entre lo que Cristo es en el elemento superior de Su ser, y lo que llegó a ser cuando, haciéndose pobre para que nosotros fuésemos enriquecidos, asumió por causa de Su obra la posición de siervo en el mundo. Tampoco permite que un conjunto de hechos desplace al otro de su mente. No es casualidad que todo lo que dice sobre el Cristo histórico de dos naturalezas en nuestro pasaje actual esté insertado entre Sus dos designaciones divinas de Hijo de Dios y Señor; que el Cristo que predicó lo describa precisamente como el «Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos». Aquel que es definido como en el lado humano de David, en el lado divino el Hijo de Dios, esta persona de dos naturalezas es declara que es desde el punto de vista de Dios, Su propio Hijo, y —como son todos los hijos— como Él en naturaleza esencial; desde el punto de vista del hombre, nuestro supremo Señor, de quien somos y a quien obedecemos. La adscripción de la deidad propia no podría ser más completa; ya sea que lo miremos desde el punto de vista de Dios o desde el punto de vista del hombre, Él es Dios. Pero lo que Pablo predicó acerca de este Ser divino pertenecía a Su manifestación terrenal; era del linaje de David, fue declarado Hijo de Dios. La concepción de las dos naturalezas no es para Pablo una especulación insignificante unida a su Evangelio. Él predicó a Jesús. Y predicó de Jesús que era el Mesías. Pero el Mesías que predicó no era un Mesías meramente humano. Era el Hijo de Dios que era del linaje de David. Y se demostró que era lo que realmente era por Su resurrección de entre los muertos.
Este era el Jesús que Pablo predicaba: este y ningún otro.