La fe reformada – Boettner
La fe reformada
Loraine Boettner
Traductor: Martín Bobadilla
Índice
La soberanía de Dios
La condición totalmente indefensa del hombre
La expiación de Cristo
La presciencia de Dios
Los pasajes universalistas
Los dos sistemas contrastados
Los «cinco puntos» del arminianismo
Los «cinco puntos» del calvinismo
La soberanía de Dios
El propósito de este artículo es exponer, en lenguaje claro y en términos fácilmente comprensibles, las diferencias básicas entre el sistema teológico calvinista y el arminiano, y mostrar lo que la Biblia enseña sobre estos temas. La armonía que existe entre las diversas doctrinas de la fe cristiana es tal que el error respecto a cualquiera de ellas produce mayor o menor distorsión en todas las demás.
En realidad, sólo existen dos tipos de pensamiento religioso. Está la religión de la fe y está la religión de las obras. Creemos que lo que se ha conocido en la historia de la iglesia como calvinismo es la encarnación más pura y coherente de la religión de la fe, mientras que lo que se ha conocido como arminianismo se ha diluido hasta un grado peligroso por la religión de las obras y que, por tanto, es una forma incoherente e inestable de cristianismo. En otras palabras, creemos que el cristianismo alcanza su expresión más plena y pura en la fe reformada.
A principios del siglo V, estos dos tipos de pensamiento religioso entraron en conflicto directo en un contraste notablemente claro, encarnado en dos teólogos del siglo V: Agustín y Pelagio. Agustín dirigía a los hombres a Dios como fuente de toda verdadera sabiduría y fuerza espirituales, mientras que Pelagio arrojaba a los hombres sobre sí mismos y decía que eran capaces por sus propias fuerzas de hacer todo lo que Dios ordenaba, pues de lo contrario Dios no lo ordenaría. Creemos que el arminianismo representa un compromiso entre estos dos sistemas, pero que, aunque en su forma más evangélica (como en el wesleyanismo primitivo) se aproxima a la religión de la fe, contiene, sin embargo, graves elementos de error.
Vivimos en una época en la que prácticamente todas las iglesias históricas están siendo atacadas desde dentro por la incredulidad. Muchas de ellas ya han sucumbido. Y casi invariablemente la línea de descenso ha sido del calvinismo al arminianismo, del arminianismo al liberalismo, y luego al unitarismo. Y la historia del liberalismo y del unitarismo demuestra que se deterioran en un evangelio social demasiado débil para sostenerse por sí mismo. Estamos convencidos de que el futuro del cristianismo está ligado a ese sistema de teología históricamente llamado «calvinismo». Allí donde se han abandonado los principios del calvinismo centrados en Dios, se ha producido una fuerte tendencia descendente hacia las profundidades del naturalismo o secularismo centrado en el hombre. Algunos han declarado —creemos que con razón— que no existe un punto de convergencia coherente entre el calvinismo y el ateísmo.
El principio básico del calvinismo es la soberanía de Dios. Esto representa el propósito del Dios Trino como absoluto e incondicional, independiente de toda la creación finita y originado únicamente en el consejo eterno de su voluntad. Él designa el curso de la naturaleza y dirige el curso de la historia hasta en sus más mínimos detalles. Sus decretos son, pues, eternos, inmutables, santos, sabios y soberanos. En la Biblia se representan como la base de la presciencia divina de todos los acontecimientos futuros, y no condicionados por aquella presciencia ni por nada originado en los acontecimientos mismos.
Toda persona pensante ve fácilmente que alguna soberanía rige su vida. No se le preguntó si tendría o no existencia, cuándo o qué o dónde nacería, si en el siglo XX o antes del diluvio, si sería hombre o mujer, si sería blanco o negro, si estaría en Estados Unidos, en China o en África. Todas esas cosas se decidieron soberanamente por Él antes de que tuviera existencia. Los cristianos de todas las épocas han reconocido que Dios es el Creador y gobernante del mundo, y que como tal es la fuente última de todo poder que se encuentra en el mundo. Por tanto, nada puede suceder sin su soberana voluntad. De lo contrario, no sería verdaderamente Dios. Y cuando nos detenemos en esta verdad encontramos que implica consideraciones que establecen la posición calvinista y refutan la posición arminiana.
En virtud del hecho de que Dios ha creado todo lo que existe, Él es el propietario absoluto y el que dispone finalmente de todo lo que ha hecho. No solamente ejerce una influencia general, sino que gobierna realmente los asuntos de los hombres (Hch 4:24-28). Incluso las naciones son como el polvo de la balanza cuando se comparan con su grandeza (Is 40:12-17). En medio de todas las aparentes derrotas e incoherencias de nuestras vidas humanas, Dios controla en realidad todas las cosas con imperturbable majestad. Incluso las acciones pecaminosas de los hombres únicamente pueden ocurrir con su permiso y con la fuerza que Él da a la criatura. Y puesto que no lo permite involuntariamente, sino voluntariamente, todo lo que sucede —incluidas hasta las acciones pecaminosas y el destino final de los hombres— debe estar, en cierto sentido, de acuerdo con lo que Él se ha propuesto y decretado eternamente. En la medida en que esto se niega, Dios queda excluido del gobierno del mundo, y sólo tenemos un Dios finito. Naturalmente, surgen algunos problemas que en nuestro estado actual de conocimientos no somos capaces de explicar plenamente. Pero eso no es razón suficiente para rechazar lo que las Escrituras y los claros dictados de la razón afirman que es verdad.
¿Y no creeremos que Dios puede convertir a un pecador cuando le plazca? ¿No puede el Todopoderoso, el gobernante omnipotente del cielo y de la tierra, cambiar el carácter de las criaturas que ha hecho? Cambió el agua en vino en Caná y convirtió a Saulo en el camino a Damasco. El leproso dijo, «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8:2). Y con una palabra quedó limpia su lepra. No creamos, como los arminianos, que Dios no puede controlar la voluntad humana o que no puede regenerar un alma cuando le place. Él es tan capaz de limpiar el alma como el cuerpo. Si Él quisiera, podría suscitar tal avalancha de ministros cristianos, misioneros y obreros de diversas clases, y podría obrar de tal modo por medio de su Espíritu Santo, que el mundo entero se convertiría en muy poco tiempo. Si se hubiera propuesto salvar a todos los hombres, podría haber enviado huestes de ángeles para instruirlos y realizar obras sobrenaturales en la tierra. Podría haber obrado maravillosamente en el corazón de cada persona para que nadie se hubiera perdido.
Puesto que el mal únicamente existe con su permiso, podría, si quisiera, borrarlo de la existencia. Su poder a este respecto se mostró, por ejemplo, en la obra del ángel destructor que en una noche mató a todos los primogénitos de los egipcios (Ex 12:29), y en otra noche mató a 185,000 del ejército asirio (2R 19:35). Se mostró cuando la tierra se abrió y se tragó a Coré y a sus aliados rebeldes (Nm 16.31-35). El rey Herodes fue herido y murió de una muerte horrible (Hch 12:23). En Daniel 4:34-35 leemos que el dominio del Dios Altísimo «es sempiterno, y su reino por todas las edades. Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada; y él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?».
Todo esto pone de manifiesto el principio básico de la fe reformada: la soberanía de Dios. Dios creó este mundo en el que nos encontramos, es su dueño y lo dirige según su soberano beneplácito. Dios no ha perdido nada de su poder, y es altamente deshonroso para Él suponer que está luchando junto con la raza humana, haciendo lo mejor que puede para persuadir a los hombres a hacer el bien, pero incapaz de cumplir su propósito eterno, inmutable, santo, sabio y soberano.
Cualquier sistema que enseñe que las serias intenciones de Dios pueden ser derrotadas en algunos casos, y que el hombre, que no solamente es una criatura, sino una criatura pecadora, puede ejercer un poder de veto sobre los planes del Dios Todopoderoso, contrasta de forma sorprendente con la idea bíblica de su inconmensurable exaltación, por la que Él está apartado de todas las debilidades de la humanidad. Que los planes de los hombres no siempre se ejecuten se debe a la falta de poder, o a la falta de sabiduría, o a ambas. Pero como Dios es ilimitado en éstos y en todos los demás recursos, no pueden surgir emergencias imprevistas. Para Él, las causas del cambio no existen. Suponer que su plan fracasa y que se esfuerza en vano es reducirlo al nivel de sus criaturas y hacer que no sea Dios en absoluto.
La condición totalmente indefensa del hombre
Al leer las obras de diversos escritores arminianos, parece que su primer error, y quizá el más grave, es que no dan suficiente importancia a la rebelión pecaminosa y a la separación espiritual de la raza humana de Dios que se produjo en la caída de Adán. Algunos la descuidan por completo, mientras que para otros parece ser un acontecimiento lejano que tiene poca influencia en la vida de las personas de hoy. Pero a menos que insistamos en la realidad de aquella separación espiritual de Dios, y en el efecto totalmente desastroso que tuvo sobre toda la raza humana, nunca podremos apreciar adecuadamente nuestra verdadera condición ni nuestra desesperada necesidad de un Redentor.
Quizá nos ayude a darnos cuenta con más claridad cuál es realmente la condición del hombre caído si la comparamos con la de los ángeles caídos. Los ángeles fueron creados antes que el hombre, y cada ángel fue puesto a prueba como ser individual, personal y moral. Al parecer, se trataba de una prueba pura de obediencia, como lo fue la de Adán. Algunos de los ángeles superaron la prueba, por razones que sólo Dios conoce plenamente, y, como resultado, fueron confirmados en un estado de santidad angélica perfecta, y ahora son los ángeles elegidos en el cielo (1Ti 5:21). Pero otros cayeron y ahora son los demonios de los que leemos en las Escrituras, siendo aparentemente el diablo el de mayor rango entre los que cayeron.
En Judas leemos que «a los ángeles que no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada, [Dios] los ha guardado bajo oscuridad, en prisiones eternas, para el juicio del gran día» (v. 6). Y en 2 Pedro leemos que «Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que arrojándolos al infierno los entregó a prisiones de oscuridad, para ser reservados al juicio» (2:4). El diablo y los demonios están totalmente alejados de Dios, totalmente entregados al pecado y sin esperanza alguna de redención. Su destino es descrito por Cristo como el de ser arrojados «al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25:41).
No hay redención para los ángeles caídos. El escritor de la epístola a los Hebreos dice: «Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham» (2:16). Su destino es fijo y seguro. Para los hombres y para los ángeles, el castigo sin fin es la pena por pecar sin cesar contra Dios. Algunos intentarían hacer que Dios pareciera injusto, como si infligiera un castigo sin fin por pecados cometidos únicamente en esta vida. Pero los hombres perdidos y los ángeles o demonios perdidos están infinitamente en rebelión contra Dios, y reciben infinitamente el castigo por esa rebelión.
Pero cuando Dios creó al hombre como criatura moral, procedió según un plan distinto del que siguió con el orden angélico. En vez de crear a todos los hombres a la vez y ponerlos a prueba individualmente, creó a un solo hombre, con un cuerpo físico, del que descendería toda la raza humana y que, debido a su unión con todos los que vendrían después de él, podría ser designado como jefe y representante legal o federal de toda la raza humana. Si superaba la prueba, él y todos sus descendientes, sus hijos, serían confirmados en la santidad y establecidos en un estado de bienaventuranza creatural perpetua, como los santos ángeles. Pero si caía, como los demás ángeles, él y toda su posteridad quedarían sujetos al castigo eterno. Fue como si Dios dijera, «Esta vez, si ha de entrar el pecado, que entre por un solo hombre, para que la redención también pueda ser proporcionada por un solo hombre».
Por tanto, Adán, en su capacidad representativa, fue sometido a una prueba de pura obediencia humana. La pena de la desobediencia le fue claramente impuesta. «Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gn 2:16-17).
Por tanto, la pena claramente declarada por el pecado era la muerte, exactamente la misma pena que se había infligido a los ángeles que cayeron. Como en el caso de los ángeles, era puramente una prueba para saber si el hombre sería o no un súbdito obediente y agradecido en el reino de los cielos. Era una prueba perfectamente justa y sencilla, claramente expuesta, muy favorable a Adán, para la que no tendría excusa si desobedecía.
Pero, tragedia de tragedias, Adán cayó. Y toda la raza humana cayó representativamente en él. Todas las consecuencias de su pecado se engloban bajo el término muerte, en su sentido más amplio. Fue sobre todo la muerte espiritual, o separación de Dios, la que se vio amenazada. Adán no murió físicamente hasta 930 años después de su caída. Pero fue separado espiritualmente de Dios y murió espiritualmente en el mismo instante en que pecó. Y desde ese instante su vida se convirtió en una marcha incesante hacia la tumba. En esta vida, el hombre no ha ido tan lejos en los caminos del pecado como el diablo y los demonios, pues sigue recibiendo muchas bendiciones a través de la gracia común, como la salud, la riqueza, la familia y los amigos, las bellezas de la naturaleza, y sigue rodeado de muchas influencias restrictivas. Pero está en camino. Y si no se le pone freno, el hombre acabará siendo tan totalmente malvado como lo son los demonios. En su estado caído teme a Dios, intenta huir de Él y, literalmente, le odia, como hacen los demonios. Si se le dejara solo, permanecería para siempre en esa condición, porque como está escrito: «No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios» (Ro 3:10-11). Nada, absolutamente nada, salvo un poderoso acto sobrenatural por parte de Dios puede rescatarlo de esa condición. Por eso, si ha de ser rescatado, Dios debe tomar la iniciativa, debe pagar la pena por él, debe limpiarle de su culpa y reintegrarle así en la santidad y la justicia.
Y eso es precisamente lo que hace Dios. Soberanamente saca a un hombre del reino de Satanás y lo coloca en el reino de los cielos. Ésos son los elegidos a los que se hace referencia unas 25 veces en las Escrituras: Mateo 24:22: «por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados» (en la destrucción de Jerusalén). 1 Tesalonicenses 1:4: «Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección». Romanos 11:7: «Los escogidos sí lo han alcanzado, y los demás fueron endurecidos». Romanos 8:33: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica»; y muchos más.
La Biblia nos dice que Dios ha rescatado a una multitud del género humano de la pena de sus pecados. Para realizar esa obra, Cristo, la segunda persona de la Trinidad, tomó sobre sí la naturaleza humana mediante el milagro del nacimiento virginal, y nació en la raza humana como nace cualquier niño normal. Dios se encarnó así, se hizo uno de nosotros. Jesús vivió entonces una vida perfectamente libre de pecado entre los hombres como representante de su pueblo, se colocó ante su propia ley y sufrió en su propia persona la pena que Dios había prescrito para el pecado. En su vida sin pecado guardó perfectamente la ley de Dios que Adán había quebrantado, y así ganó la justicia perfecta para su pueblo y, por tanto, el derecho a entrar en el cielo. Lo que Él sufrió, como persona de valor y dignidad infinitos, fue un equivalente justo de lo que su pueblo habría sufrido en una eternidad en el infierno. De este modo liberó a su pueblo de la ley del pecado y de la muerte. Y como los frutos de esa obra redentora se aplican a los que han sido entregados al Hijo por el Padre, se dice que son regenerados por el Espíritu Santo, es decir, que son vivificados espiritualmente, que nacen de nuevo.
Pablo expresa esta amplia verdad cuando en la epístola a los Romanos dice:
Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron. Pues antes de la ley, había pecado en el mundo; pero donde no hay ley, no se inculpa de pecado. No obstante, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en los que no pecaron a la manera de la transgresión de Adán, el cual es figura del que había de venir. Pero el don no fue como la transgresión; porque si por la transgresión de aquel uno murieron los muchos, abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo. Y con el don no sucede como en el caso de aquel uno que pecó; porque ciertamente el juicio vino a causa de un solo pecado para condenación, pero el don vino a causa de muchas transgresiones para justificación. Pues si por la transgresión de uno solo reinó la muerte, mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia. Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos (Ro 5:12-19).
A menos que uno vea ese contraste entre el primer y el segundo Adán, nunca entenderá el sistema cristiano.
Y escribiendo a los santos que estaban en Éfeso, Pablo dijo, «Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados». Y continúa diciendo que nosotros
…éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas (Ef 2:1-10).
En la teología cristiana hay tres actos separados y distintos de imputación. En primer lugar, el pecado de Adán se nos imputa a todos nosotros, sus hijos, es decir, se nos imputa judicialmente, de modo que somos responsables de él y sufrimos sus consecuencias. Esto se conoce comúnmente como la doctrina del pecado original. En segundo lugar, y exactamente de la misma manera, nuestro pecado es imputado a Cristo, de modo que Él sufre sus consecuencias. Y en tercer lugar, la justicia de Cristo se nos imputa y nos asegura la entrada en el cielo. Por supuesto, ya no somos personalmente más culpables del pecado de Adán de lo que Cristo es personalmente culpable de nuestro pecado, o de lo que somos personalmente meritorios gracias a su justicia. En cada caso se trata de una transacción judicial. Recibimos la salvación de Cristo precisamente del mismo modo que recibimos la condenación y la ruina de Adán. En cada caso, el resultado es consecuencia de la estrecha unión oficial que existe entre las personas implicadas. Rechazar cualquiera de estos tres pasos es rechazar una parte esencial del sistema cristiano.
Así vemos el estricto paralelismo entre Adán y Cristo en materia de salvación. En los pasajes anteriores, Pablo apila una frase sobre otra subrayando el hecho de que no estábamos meramente enfermos, o espiritualmente indispuestos, sino espiritualmente muertos. Cristo mismo dijo que «el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios» (Jn 3:3). Y de nuevo dijo, «¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra» (Jn 8:43). El hombre no regenerado no puede ver el reino de Dios, ni oír con discernimiento espiritual las palabras que se pronuncian sobre él, y mucho menos puede entrar en él. Si nos hubiéramos abandonado a nosotros mismos, al igual que los ángeles caídos, nunca nos habríamos vuelto hacia Dios.
Una persona espiritualmente muerta no puede darse a sí misma vida espiritual más de lo que una persona físicamente muerta puede darse a sí misma vida física. Eso requiere un acto sobrenatural por parte de Dios. Entramos en la familia de Dios precisamente del mismo modo que entramos en nuestra familia humana, naciendo en ella. Mediante ese acto sobrenatural, Dios mismo, a través de su Espíritu Santo, nos saca soberanamente del reino de Satanás y nos coloca en su reino espiritual mediante un renacimiento espiritual.
Y una vez nacidos en el reino de Dios, nunca podremos desnacer. Puesto que hizo falta un acto sobrenatural para llevarnos a un estado de vida espiritual, haría falta otro acto semejante para sacarnos de ese estado. De ahí la absoluta certeza de que quienes han sido regenerados y, por tanto, se han convertido en verdaderos cristianos, nunca perderán su salvación, sino que serán providencialmente guardados por el poder de Dios a través de todas las pruebas y dificultades de esta vida y serán introducidos en el reino celestial. «El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (Jn 5:24). «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es» (2Co 5:17). «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre» (Jn 10:27-29). Esto se conoce como la doctrina de la seguridad eterna o la perseverancia de los santos.
Este don de la vida eterna no se confiere a todos los hombres, sino sólo a los que Dios elige. Esto no significa que todos los que quieran salvarse queden excluidos, pues la invitación es: «El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente» (Ap 22:17). El hecho es que una persona espiritualmente muerta no puede desear venir. «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere [literalmente, arrastra]» (Jn 6:44). Únicamente los que son vivificados (hechos vivos espiritualmente) por el Espíritu Santo tienen esa voluntad o ese deseo. A éstos se les llama en las Escrituras los elegidos. Pero en contraste con éstos, existe otro grupo que podemos llamar los no elegidos. Y sobre ellos ha escrito muy apropiadamente el profesor Floyd Hamilton:
Todo lo que Dios hace es dejarlos en paz y permitirles que sigan su propio camino sin interferencias. Su naturaleza es ser malvados, y Dios simplemente ha predeterminado dejar esa naturaleza inalterada. La imagen que pintan a menudo los adversarios del calvinismo, de un Dios cruel que se niega a salvar a todos los que quieren salvarse, es una burda caricatura. Dios salva a todos los que quieren salvarse, pero nadie cuya naturaleza no haya sido cambiada quiere salvarse.
La expiación de Cristo
No se nos dice por qué Dios no salva a toda la humanidad ya que todos eran igualmente indignos, y ya que el sacrificio del Calvario fue el de una persona de valor infinito, ampliamente suficiente para salvar a todos los hombres si Dios así lo hubiera querido. Pero las Escrituras nos dicen que no todos se salvarán. Sin embargo, podemos decir que la expiación, que fue realizada con un enorme precio para Dios mismo, es de su propiedad, y que Él es libre de hacer el uso que quiera de ella. Ningún hombre tiene derecho a ninguna parte de ella. Se nos dice repetidamente que la salvación es por gracia. Y la gracia es el favor mostrado al que no lo merece. Si alguna parte de la salvación del hombre se debiera a sus propias buenas obras, entonces sí que habría una diferencia entre los hombres, y los que hubieran respondido a la oferta de gracia podrían señalar con el dedo del desprecio a los perdidos y decir, «Tuviste la misma oportunidad que yo. Yo la acepté, pero tú la rechazaste. Por tanto, no tienes excusa». Pero no. Dios ha dispuesto este sistema de tal modo que los que se salvan solamente pueden estar eternamente agradecidos de que Dios les haya salvado.
No nos corresponde preguntar por qué Dios hace lo que hace, pues la Escritura declara:
Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: ¿Por qué me has hecho así? ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra? ¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción, y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria, a los cuales también ha llamado, esto es, a nosotros, no solo de los judíos, sino también de los gentiles? (Ro 9:20-24).
Solamente el calvinista parece tomarse en serio la caída del hombre. Una evaluación adecuada de la caída y de la actual condición desesperada del hombre es el elemento que falta en gran parte del pensamiento, la enseñanza y la predicación actuales. El arminianismo yerra gravemente al suponer que el hombre tiene capacidad suficiente para volverse a Dios si tan sólo quiere. El calvinista insiste en que el hombre no está meramente enfermo o indispuesto o sólo necesita el incentivo adecuado, sino que está muerto espiritualmente, y que la expiación de Cristo no hace meramente de la salvación una posibilidad abstracta tal que todos los hombres pueden volverse a Dios si quieren. El calvinista sostiene que la expiación fue una obra objetiva realizada en la historia que eliminó todas las barreras legales contra aquellos a quienes debía aplicarse, y que iría seguida de la obra del Espíritu Santo aplicando subjetivamente los méritos de esa expiación a los corazones de aquellos para quienes estaba divinamente destinada.
Volvemos a llamar la atención sobre uno de los versículos más importantes de las Escrituras en relación con el asunto de la salvación: «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere» (Jn 6:44). Otro semejante es: «Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera» (Jn 6:37). Y a los cristianos de Corinto, Pablo escribió: «el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente» (1Co 2:14).
¿Y cómo hace Dios que los elegidos ejerzan la fe? La respuesta es: En la regeneración, el Espíritu Santo somete a sí el corazón del hombre y le imparte una nueva naturaleza que ama la justicia y odia el pecado. No fuerza al hombre contra su voluntad, sino que lo hace obediente a su voluntad amorosa y espontáneamente. Cuando el Señor Jesús se apareció al perseguidor empedernido Saulo cuando iba camino a Damasco, éste se hizo inmediatamente obediente a la voluntad del Señor. «Tu pueblo se te ofrecerá voluntariamente en el día de tu poder», dijo el Salmista (110:3). Así Dios da a su pueblo la voluntad de venir. Ese acto por parte de Dios, en la naturaleza subconsciente de la persona, se conoce como regeneración, o como un nuevo nacimiento, o nacer de nuevo. Cuando un hombre recibe así una nueva naturaleza, reacciona de acuerdo con ella, como todas las criaturas de Dios. Entonces ejerce la fe y realiza las buenas obras características del arrepentimiento de forma tan natural como la vid produce uvas. Mientras que el pecado era su elemento natural, ahora la santidad se convierte en su elemento natural; no de golpe, pues aún tiene restos de la vieja naturaleza aferrados a él, y mientras permanezca en este mundo seguirá estando en un entorno pecaminoso. Pero a medida que su nueva naturaleza es libre de expresarse, crece en rectitud; disfruta leer la Palabra de Dios, orar y tener comunión con otros cristianos.
Por tanto, tenemos que elegir entre una expiación de gran eficacia, perfectamente realizada, y una expiación de gran extensión, imperfectamente realizada. No podemos tener ambas cosas. Si tuviéramos ambas tendríamos la salvación universal. Pero el arminiano extiende la expiación tan ampliamente que, en lo que se refiere a su efecto real, prácticamente no tiene valor más que como ejemplo de servicio desinteresado. El Dr. B. B. Warfield utilizó una ilustración muy sencilla para presentar esta verdad. Dijo que la expiación es como la masa de una tarta; cuanto más se extiende, más fina se vuelve. Y el arminiano, al hacer que se aplique a todos los hombres, reduce su eficacia hasta tal punto que prácticamente se convierte en una expiación inexistente.
Además, que Dios haya cargado los pecados de todos los hombres sobre Cristo significaría que, por lo que respecta a los perdidos, castigaría sus pecados dos veces, una en Cristo y otra en ellos. Ciertamente, eso sería injusto. Si Cristo pagó su deuda, son libres, y el Espíritu Santo los llevaría invariablemente a la fe y al arrepentimiento. Si la expiación fuera realmente ilimitada, significaría que Cristo murió por multitudes cuyo destino ya estaba determinado, que ya estaban en el infierno en el momento en que Él sufrió. Si la expiación se limitara a anular la sentencia que pesaba sobre el hombre para darle una nueva oportunidad si ejercía la fe y la obediencia, significaría que Dios le ponía de nuevo a prueba, como a su antepasado Adán. Pero ese tipo de prueba ya se probó y tuvo su resultado hace mucho tiempo, incluso en un entorno mucho más favorable. Llevada a su conclusión lógica, la teoría de la expiación ilimitada conduce al absurdo.
Debemos recordar que el sufrimiento de Cristo en su naturaleza humana, mientras colgaba de la cruz aquellas seis horas, no fue principalmente físico, sino mental y espiritual. Cuando gritó, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», estaba sufriendo literalmente los dolores del infierno. Pues eso es esencialmente el infierno, la separación de Dios, la separación de todo lo que es bueno y deseable. Semejante sufrimiento está más allá de nuestra comprensión. Pero puesto que sufrió como persona divino-humana, su sufrimiento fue un justo equivalente de todo lo que su pueblo habría sufrido en una eternidad en el infierno.
De hecho, el hombre redimido gana más con la redención en Cristo de lo que perdió con la caída de Adán. Pues en la encarnación Dios entró literalmente en la raza humana y tomó sobre sí la naturaleza humana, naturaleza que Cristo, en su cuerpo glorificado, conservará para siempre, y evidentemente será el único Dios visible que veremos en el cielo. Pedro nos dice que ahora somos «participantes de la naturaleza divina» (2P 1:4); y Pablo dice que somos «herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Ro 8:17). ¡Piensa en ello! ¡Participantes de la naturaleza divina y coherederos con Cristo! ¿Qué mayor bendición podría conferirnos Dios? Como tales, somos superiores a los ángeles, pues éstos únicamente son designados en las Escrituras como mensajeros de Dios, sus siervos.
En última instancia, el arminiano se enfrenta precisamente al mismo problema que el calvinista; el problema más amplio de por qué un Dios de santidad y poder infinitos permite el pecado. En nuestro estado actual de conocimientos solamente podemos dar una respuesta parcial. Pero el calvinista se enfrenta a ese problema, reconoce la doctrina bíblica de que todos los hombres tuvieron su oportunidad justa y favorable en Adán, que Dios ahora salva por gracia a algunos de la raza caída mientras deja que otros sigan su propio camino pecaminoso elegido y manifiesta su justicia en su castigo. Pero habiendo admitido la presciencia, el arminianismo no tiene explicación de por qué Dios crea a propósito y deliberadamente a quienes sabe que se perderán y que pasarán la eternidad en el infierno.
Sin embargo, en cuanto al problema del mal, podemos decir que Dios creó este mundo como un teatro en el que mostraría su gloria, sus maravillosos atributos para que todas sus criaturas los vieran y admiraran: su ser, sabiduría, poder, santidad, justicia, bondad y verdad. Aquí nos ocupamos principalmente de su justicia.
La justicia de Dios exige que la bondad sea recompensada y que el pecado sea castigado. Y es tan necesario que el pecado sea castigado como que la bondad sea recompensada. Dios sería injusto si no hiciera ninguna de las dos cosas. Por eso creó a los hombres y a los ángeles no como robots que producirían automáticamente buenas obras como una máquina produce tornillos o latas de conserva, pero que no merecerían recompensa alguna, sino como agentes morales libres, a su propia imagen, capaces, en Adán antes de la caída, de elegir entre el bien y el mal. Manifiesta su justicia hacia aquellos a quienes se ha propuesto salvar por gracia recompensándoles por las buenas obras que se encuentran en Cristo su Salvador y les son acreditadas, confirmándoles en la santidad y admitiéndoles en el cielo. Y manifiesta su justicia hacia aquellos a quienes se ha propuesto excluir por su voluntaria permanencia en el pecado.
Del mismo modo, si se hubiera excluido el pecado, no habría habido una revelación adecuada de los atributos más gloriosos de Dios, la gracia, la misericordia, el amor y la santidad, tal como se muestran en su redención de los pecadores. Recordemos que los ángeles del cielo se ganaron la salvación mediante un pacto de obras, guardando la ley de Dios. Como en el caso de Adán, se les habían prometido ciertas recompensas si obedecían. Obedecieron y fueron confirmados en la santidad. No experimentaron la salvación por gracia. Hay un viejo himno que dice, «Cuando cante la historia de la redención, los ángeles plegarán sus alas y escucharán». Y así será en el contraste final entre los hombres y los ángeles.
De ahí que la explicación del pecado sea que Dios lo permite, pero lo controla y lo anula para su propia gloria. Si el pecado hubiera sido excluido de la creación, esos gloriosos atributos nunca habrían podido mostrarse adecuadamente ante su universo inteligente de hombres y ángeles, sino que, en su mayor parte, habrían permanecido ocultos para siempre en las profundidades de la naturaleza divina.
La presciencia de Dios
El arminiano evangélico reconoce que Dios tiene presciencia y que, por tanto, puede predecir acontecimientos futuros. Pero si Dios conoce de antemano algún acontecimiento futuro, entonces ese acontecimiento es tan fijo y seguro como si estuviera predestinado. Pues la presciencia implica certeza, y ciertamente implica preordenación. El arminiano evangélico no niega que exista la elección para la salvación, pues no puede deshacerse de las palabras «elegido» y «elección», que aparecen unas veinticinco veces en el Nuevo Testamento. Pero intenta destruir la fuerza de estas palabras diciendo que la elección se basa en la presciencia, que Dios mira por la amplia avenida del futuro y ve a los que responderán a su oferta de gracia y así los elige.
Pero al reconocer la presciencia, el arminiano hace una concesión fatal. Hablando en sentido figurado, se degüella a sí mismo, por la sencilla razón de que, así como Dios prevé a los que se salvarán, ¡también ve a los que se perderán! ¿Por qué, entonces, crea a los que se perderán? Ciertamente, no tiene ninguna obligación de crearlos. No hay ningún poder fuera de Él que le obligue a hacerlo. Si Él quiere que todos los hombres se salven y trata seriamente de salvar a todos los hombres, al menos podría abstenerse de crear a aquellos que, si son creados, ciertamente se perderán.
El arminiano no puede sostener coherentemente la presciencia de Dios y, sin embargo, negar las doctrinas de la elección y la predestinación. La pregunta persiste: ¿Por qué crea Dios a quienes sabe que irán al infierno? Sería una tontería que Dios quisiera salvar o intentara salvar a quienes sabe que se perderán. Eso sería trabajar en contra de sí mismo. Incluso un hombre tiene mucho sentido común como para intentar hacer lo que sabe que no hará o no puede hacer. El arminiano no tiene otra alternativa que negar la presciencia de Dios, y entonces sólo tiene un Dios limitado, ignorante y finito, que en realidad no es Dios en absoluto en el verdadero sentido de la palabra. Si la elección se basa en la presciencia, carece tanto de sentido que resulta más confusa que esclarecedora. Porque, incluso en lo que se refiere a los elegidos, ¿qué sentido tiene que Dios elija a quienes sabe que se van a elegir a sí mismos? Eso sería simplemente un sinsentido.
Los pasajes universalistas
Probablemente, la defensa más plausible del arminianismo se encuentra en los pasajes universalistas de las Escrituras. Tres de los más citados son: 2 Pedro 3:9, «No queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento»; 1 Timoteo 2:4, [Dios, nuestro Salvador] «el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad»; y 1 Timoteo 2:5-6, «…Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos».
En relación con estos versículos debemos tener presente que, como hemos dicho antes, Dios es el gobernante soberano absoluto del cielo y de la tierra, y nunca debemos pensar que desea o se esfuerza por hacer lo que sabe que no hará. De lo contrario, actuaría de una forma insensata. Puesto que las Escrituras nos dicen que algunos hombres se perderán, 2 Pedro 3:9 no puede significar que Dios desee o se esfuerce fervientemente por salvar a todos los hombres. Porque si fuera su voluntad que cada individuo de la humanidad se salvara, entonces ni un alma podría perderse. «Porque ¿quién ha resistido a su voluntad?» (Ro 9:19).
Estos versículos simplemente enseñan que Dios es benevolente, y que no se deleita en los sufrimientos de sus criaturas más de lo que un padre humano se deleita en el castigo que a veces debe infligir a su hijo. La palabra «voluntad» se utiliza en distintos sentidos en las Escrituras, igual que en nuestra conversación cotidiana. A veces se utiliza en el sentido de «deseo» o «propósito». Un juez justo no quiere (desea) que nadie sea ahorcado ni condenado a prisión, pero quiere (pronuncia la sentencia) que el culpable sea castigado. En el mismo sentido y por razones suficientes, un hombre puede querer que le extirpen un miembro o le saquen un ojo, aunque ciertamente no lo desee.
Los arminianos insisten en que en 2 Pedro 3:9 las palabras «ninguno» y «todos» se refieren a toda la humanidad sin excepción. Pero es importante, en primer lugar, ver a quién iban dirigidas esas palabras. En el primer versículo del capítulo 1, vemos que la epístola no se dirige a la humanidad en general, sino a los cristianos: «…a los que habéis alcanzado… una fe igualmente preciosa que la nuestra». Y en un versículo anterior (3:1), Pedro se había dirigido a aquellos a quienes escribía como «amados». Y cuando miramos el versículo en su conjunto, y no solamente la última mitad, descubrimos que no es principalmente un versículo de salvación, ¡sino un versículo de la segunda venida! Comienza diciendo que «El Señor no retarda su promesa» [singular]. ¿Qué promesa? El versículo 4 nos dice: «la promesa de su advenimiento». La referencia es a su segunda venida, cuando vendrá para juzgar, y los impíos perecerán en el lago de fuego. El versículo hace referencia a un grupo limitado. Dice que el Señor es «paciente para con nosotros», sus elegidos, muchos de los cuales aún no habían sido regenerados y, por tanto, no habían llegado al arrepentimiento. De ahí que podamos leer correctamente el versículo 9 de la siguiente manera: «El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento».
En cuanto a 1 Timoteo 2:4, 6, «el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad… el cual se dio a sí mismo en rescate por todos», se utiliza en varios sentidos. A menudo significa, no todos los hombres sin excepción, sino todos los hombres sin distinción; judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, ricos y pobres. Y en 1 Timoteo 2:4-6 se utiliza claramente en ese sentido. A lo largo de muchos siglos, los judíos habían sido, con pocas excepciones, los destinatarios exclusivos de la gracia salvadora de Dios. Se habían convertido en el pueblo más intensamente nacionalista e intolerante del mundo. En lugar de reconocer su posición como representantes de Dios ante todos los pueblos del mundo, se habían adueñado de esas bendiciones. Incluso los primeros cristianos se inclinaron durante un tiempo a adueñarse de la misión del Mesías únicamente para sí mismos. La salvación de los gentiles era un misterio que no se había conocido en otras épocas (Ef 4:6; Col 1:27). Tan rígido era el exclusivismo farisaico que a los gentiles se les llamaba impuros, vulgares, pecadores de los gentiles, incluso perros; y a un judío no le era lícito estar en compañía de un gentil ni tener tratos con él (Jn 4:9; Hch 10:28; 11:3). Cuando un judío ortodoxo salía al mercado y entraba en contacto con gentiles, se le consideraba impuro (Mc 7:4). Después de que Pedro predicara al centurión romano Cornelio y a los demás que estaban reunidos en su casa, la iglesia de Jerusalén le reprendió severamente, y casi podemos oír el grito de asombro cuando, después de que Pedro les contara lo que había sucedido, dijeron, «¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!» (Hch 11:18), es decir, no a todos los individuos del mundo, sino a judíos y gentiles por igual. Usada en este sentido, la palabra «todos» no se refiere a individuos, sino simplemente a la humanidad en general.
Cuando se dijo de Juan el Bautista que «salían a él toda la provincia de Judea, y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados» (Mc 1:5), sabemos que no todos los individuos respondieron así. Leemos que, después de que Pedro y Juan curaran al cojo a la puerta del templo, «todos glorificaban a Dios por lo que se había hecho» (Hch 4:21). Jesús dijo a sus discípulos que serían «aborrecidos de todos» los hombres por causa de su nombre (Lc 21:17). Y cuando Jesús dijo, «y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (Jn 12:32), ciertamente no quiso decir que cada individuo de la humanidad sería atraído así. Lo que quería decir era que judíos y gentiles, hombres de todas las naciones y razas, serían atraídos hacia Él. Y eso es lo que vemos que está ocurriendo.
En 1 Corintios 15:22 leemos, «Porque, así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados». Este versículo lo citan a menudo los arminianos para probar la expiación ilimitada o universal. Este versículo pertenece al famoso capítulo de Pablo sobre la resurrección, y el contexto deja claro que no habla de la vida en esta época, ya sea física o espiritual, sino de la vida de resurrección. Cristo es el primero en entrar en la vida de resurrección; luego, cuando venga, su pueblo también entrará en su vida de resurrección. Y lo que Pablo dice es que en ese momento se hará realidad una gloriosa vida de resurrección, no para toda la humanidad, sino para todos los que están en Cristo. Y este punto queda ilustrado por el hecho bien conocido de que la raza cayó en Adán, que actuó como su cabeza federal y representante. Lo que Pablo dice en efecto es esto: «Porque, así como todos los que nacen en Adán mueren, también todos los renacidos en Cristo serán vivificados». El versículo 22, por tanto, no se refiere a algo pasado, ni a algo presente, sino a algo futuro; y no tiene ninguna relación especial con la controversia calvinista-arminiana.
Otros dos versículos que también se citan a menudo en defensa del arminianismo son: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3:20); y «…el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente» (Ap 22:17). Esta invitación general se extiende a todos los hombres. Puede ser, y a menudo lo es, el medio que utiliza el Espíritu Santo para suscitar en ciertos individuos el deseo de salvación, a medida que despliega su poder sobrenatural para regenerarlos. Pero estos versículos, tomados por sí mismos, no tienen en cuenta la verdad que ya se ha subrayado en este artículo, que el hombre caído está muerto espiritualmente, y que como tal es tan totalmente incapaz de responder a la invitación como lo son los ángeles caídos o los demonios. El hombre caído está tan muerto espiritualmente como Lázaro lo estaba físicamente hasta que Jesús gritó a gran voz, «Lázaro, ven fuera», y al fariseo Nicodemo, «el que no naciere de nuevo [o, de lo alto], no puede ver el reino de Dios» (Jn 3:3). Y de nuevo dijo a los fariseos, «¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra» (Jn 8:43). Sin esa ayuda divina, nadie puede oír la invitación ni tener la voluntad de venir a Cristo.
La declaración de que Cristo murió por «todos» queda más clara en el cántico que los redimidos entonan ante el trono del Cordero: «Porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación» (Ap 5:9). A menudo, la palabra «todos» debe entenderse en el sentido de todos los elegidos, toda su iglesia, todos aquellos que el Padre ha entregado al Hijo, como cuando Cristo dice, «Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí» (Jn 6:37), pero no todos los hombres universalmente y cada hombre individualmente. La hueste redimida estará formada por hombres de todas las clases y condiciones de vida, por príncipes y campesinos, por ricos y pobres, esclavos y libres, hombres y mujeres, judíos y gentiles, hombres de todas las naciones y razas. Ése es el verdadero universalismo de la Escritura.
Los dos sistemas contrastados
Hemos dicho que el cristianismo alcanza su máxima expresión en la fe reformada. La gran ventaja de la fe reformada es que, en el marco de los cinco puntos del calvinismo, expone claramente lo que la Biblia enseña sobre el camino de la salvación. Sólo cuando estas verdades se ven como una unidad y en relación unas con otras, se puede comprender o apreciar realmente el sistema cristiano en toda su fuerza y belleza.
La razón de que tantos cristianos solamente tengan una fe débil, y de que tantas iglesias únicamente presenten una forma superficial de cristianismo, es que nunca ven realmente el sistema en su coherencia lógica. Al cristiano profesante no le basta con saber que Dios le ama y que sus pecados le han sido perdonados. Debe saber cómo y por qué se ha realizado su redención y cómo se ha hecho efectiva. Y eso se expone sistemáticamente en los cinco puntos del calvinismo.
Históricamente, los cinco puntos del calvinismo han sido sostenidos por las iglesias presbiteriana y reformada y por muchos bautistas, mientras que la esencia de los cinco puntos del arminianismo ha sido sostenida por las iglesias metodista y luterana y también por muchos bautistas.
Los cinco puntos del calvinismo pueden recordarse más fácilmente si se asocian con la palabra T-U-L-I-P:
T – Total Inability (Depravación Total)
U – Unconditional Election (Elección incondicional)
L – Limited Atonement (Expiación limitada)
I – Irresistible (Efficacious) Grace (Gracia Irresistible [Eficaz])
P – Perseverance of the Saints (Perseverancia de los Santos)
El siguiente material, tomado de Romanos: un Esquema Interpretativo, de David N. Steele y Curtis Thomas, ministros bautistas de Little Rock, Arkansas, contrasta los cinco puntos del calvinismo con los cinco puntos del arminianismo de la forma más clara y concisa que hemos encontrado en ninguna parte. También se incluye como apéndice en La Doctrina Reformada de la Predestinación, del presente escritor. Cada uno de estos libros está publicado por la Presbyterian and Reformed Publishing Co., Phillipsburg, N.J.
Los «cinco puntos» del arminianismo
1. El libre albedrío o la capacidad humana
Aunque la naturaleza humana se vio gravemente afectada por la caída, el hombre no ha quedado en un estado de total impotencia espiritual. Dios capacita por gracia a cada pecador para arrepentirse y creer, pero no interfiere en la libertad del hombre. Cada pecador posee libre albedrío, y su destino eterno depende de cómo lo utilice. La libertad del hombre consiste en su capacidad de elegir el bien sobre el mal en asuntos espirituales; su voluntad no está esclavizada a su naturaleza pecaminosa. El pecador tiene el poder de cooperar con el Espíritu de Dios y ser regenerado o resistirse a la gracia de Dios y perecer. El pecador perdido necesita la ayuda del Espíritu, pero no tiene que ser regenerado por el Espíritu para poder creer, pues la fe es un acto del hombre y precede al nuevo nacimiento. La fe es el don del pecador a Dios; es la contribución del hombre a la salvación.
2. Elección condicional
La elección de Dios de ciertos individuos para la salvación antes de la fundación del mundo se basó en su previsión de que responderían a su llamado. Seleccionó sólo a aquellos que sabía que por sí mismos creerían libremente en el Evangelio. Por tanto, la elección estaba determinada o condicionada por lo que haría el hombre. La fe que Dios previó y en la que basó su elección no fue dada al pecador por Dios (no fue creada por el poder regenerador del Espíritu Santo), sino que resultó únicamente de la voluntad del hombre. Se dejó totalmente en manos del hombre quién creería y, por tanto, quién sería elegido para la salvación. Dios eligió a aquellos que sabía que, por su propia voluntad, elegirían a Cristo. Así pues, la elección de Cristo por parte del pecador, y no la elección de Dios por parte del pecador, es la causa última de la salvación.
3. Redención universal o expiación general
La obra redentora de Cristo hizo posible que todos se salvaran, pero no aseguró realmente la salvación de nadie. Aunque Cristo murió por todos los hombres y para todos los hombres, solamente se salvan los que creen en Él. Su muerte permitió a Dios perdonar a los pecadores con la condición de que creyeran, pero no eliminó realmente los pecados de nadie. La redención de Cristo únicamente se hace efectiva si el hombre decide aceptarla.
4. Se puede resistir eficazmente al Espíritu Santo
El Espíritu llama interiormente a todos los que son llamados exteriormente por la invitación evangélica; hace todo lo que puede para llevar a cada pecador a la salvación. Pero en la medida en que el hombre es libre, puede resistirse con éxito a la llamada del Espíritu. El Espíritu no puede regenerar al pecador hasta que éste crea; la fe (que es la contribución del hombre) procede y hace posible el nuevo nacimiento. Así pues, el libre albedrío del hombre limita al Espíritu en la aplicación de la obra salvadora de Cristo. El Espíritu Santo sólo puede atraer a Cristo a aquellos que le permiten actuar en ellos. Hasta que el pecador no responde, el Espíritu no puede dar vida. La gracia de Dios, por tanto, no es invencible; puede ser, y a menudo lo es, resistida y frustrada por el hombre.
5. Caer de la gracia
Los que creen y están verdaderamente salvados pueden perder su salvación por no mantener su fe, etc. No todos los arminianos han estado de acuerdo en este punto; algunos han sostenido que los creyentes están eternamente seguros en Cristo; que una vez que un pecador es regenerado, nunca puede perderse.
Según el arminianismo
La salvación se logra mediante los esfuerzos combinados de Dios (que toma la iniciativa) y el hombre (que debe responder), siendo la respuesta del hombre el factor determinante. Dios ha provisto la salvación para todos, pero su provisión solamente se hace efectiva para aquellos que, por su propia voluntad, «eligen» cooperar con Él y aceptar su oferta de gracia. En el punto crucial, la voluntad del hombre desempeña un papel decisivo; así, el hombre, y no Dios, determina quiénes serán los destinatarios del don de la salvación.
Los «cinco puntos» del calvinismo
1. Incapacidad total o depravación total
A causa de la caída, el hombre es incapaz por sí mismo de creer salvíficamente en el Evangelio. El pecador está muerto, ciego y sordo a las cosas de Dios; su corazón es engañoso y desesperadamente corrupto. Su voluntad no es libre, está esclavizada a su naturaleza malvada, por lo que no elegirá —de hecho, no puede— el bien sobre el mal en el reino espiritual. Por consiguiente, se necesita mucho más que la ayuda del Espíritu para llevar a un pecador a Cristo; se necesita la regeneración, por la que el Espíritu hace que el pecador viva y le da una nueva naturaleza. La fe no es algo que el hombre aporte a la salvación, sino que es en sí misma un puerto del don de la salvación de Dios; es el don de Dios al pecador, no el don del pecador a Dios.
2. Elección incondicional
La elección de Dios de ciertos individuos para la salvación antes de la fundación del mundo descansaba únicamente en su propia voluntad soberana. Su elección de determinados pecadores no se basó en ninguna respuesta de obediencia prevista por parte de ellos, como la fe, el arrepentimiento, etc. Al contrario, Dios otorga fe y arrepentimiento a cada individuo que seleccionó. Estos actos son el resultado, no la causa de la elección de Dios. Por tanto, la elección no estuvo determinada ni condicionada por ninguna cualidad o acto virtuoso previsto en el hombre. A los que Dios eligió soberanamente, los lleva mediante el poder del Espíritu a una aceptación voluntaria de Cristo. Así pues, la elección del pecador por parte de Dios, y no la elección de Cristo por parte del pecador, es la causa última de la salvación.
3. Redención particular o expiación limitada
La obra redentora de Cristo estaba destinada a salvar únicamente a los elegidos y, de hecho, les aseguró la salvación. Su muerte fue un sufrimiento sustitutivo de la pena del pecado en lugar de ciertos pecadores específicos. Además de eliminar los pecados de su pueblo, la redención de Cristo aseguró todo lo necesario para su salvación, incluida la fe que los une a Él. El don de la fe es aplicado infaliblemente por el Espíritu a todos aquellos por los que Cristo murió, garantizando así su salvación.
4. El Llamado Eficaz del Espíritu o Gracia Irresistible
Además del llamado externo general a la salvación que se hace a todo el que oye el Evangelio, el Espíritu Santo extiende a los elegidos un llamado interno especial que los lleva inevitablemente a la salvación. El llamado externo (que únicamente se hace a los elegidos) no puede rechazarse; siempre da lugar a la conversión. Mediante este llamado especial, el Espíritu atrae irresistiblemente a los pecadores hacia Cristo. No está limitado en su obra de aplicar la salvación por la voluntad del hombre, ni depende de la cooperación del hombre para tener éxito. El Espíritu hace que el pecador elegido coopere, crea, se arrepienta y venga libre y voluntariamente a Cristo. La gracia de Dios, por tanto, es invencible; nunca deja de dar como resultado la salvación de aquellos a quienes se extiende.
5. Perseverancia de los santos
Todos los elegidos por Dios, redimidos por Cristo y dotados de fe por el Espíritu son eternamente salvos. Son mantenidos en la fe por el poder de Dios Todopoderoso y así perseveran hasta el fin.
Según el calvinismo
La salvación se realiza por el poder omnipotente del Dios Trino. El Padre eligió a un pueblo, el Hijo murió por ellos, el Espíritu Santo hace efectiva la muerte de Cristo llevando a los elegidos a la fe y al arrepentimiento, provocando así que obedezcan voluntariamente el Evangelio. Todo el proceso (elección, redención, regeneración) es obra de Dios y sólo por gracia. Así pues, Dios, y no el hombre, determina quiénes serán los destinatarios del don de la salvación.
Amén.