LAS LEYES DE LA NATURALEZA Y DEL DIOS DE LA NATURALEZA: LOS FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DE LA CIENCIA MODERNA
Autor: James N. Anderson
Profesor de Teología y Filosofía Seminario Teológico Reformado, Charlotte
Traductor: Martín Bobadilla
La siguiente es una versión editada de la Conferencia Tarwater 2018, pronunciada en la Queen’s University de Charlotte el 29 de octubre de 2018. El Dr. Anderson desea expresar su agradecimiento a Michael y Ann Tarwater por su generoso patrocinio de esta serie de conferencias diseñadas para explorar la intersección entre la fe y las ciencias.
Como habrán supuesto por el título de este artículo, deseo comenzar citando la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Recuerden la famosa frase inicial:
Cuando, en el curso de los acontecimientos humanos, se hace necesario que un pueblo disuelva los vínculos políticos que lo unen a otro y asuma, entre las potencias de la tierra, la posición separada e igual a la que las Leyes de la Naturaleza y el Dios de la Naturaleza le dan derecho, un respeto decente a las opiniones de la humanidad exige que declare las causas que lo impulsan a la separación.
Uno de los muchos aspectos fascinantes de la Declaración de Independencia es su referencia a «las Leyes de la Naturaleza y el Dios de la Naturaleza». En su contexto, es una referencia a lo que filósofos y teólogos han llamado «ley natural». La idea es que hay leyes morales que se basan en el orden natural de las cosas, incluida la naturaleza humana y las sociedades humanas. Además, estas leyes tienen un autor o legislador divino porque se entiende que la propia naturaleza tiene tal autor. Por consiguiente, hay leyes o principios morales —incluidos los que ahora reconoceríamos como derechos humanos universales— que se basan no sólo en la naturaleza, sino en el «Dios de la naturaleza»: el creador trascendente, sustentador y gobernador del mundo natural.
En nuestros días, sin embargo, el término «leyes de la naturaleza» tiende a dar lugar a una noción muy diferente. Por «leyes de la naturaleza» solemos entender leyes científicas más que leyes morales. Pensamos quizá en las leyes del movimiento de Newton, la ley de los gases de Boyle, las ecuaciones de Maxwell o las cuatro leyes de la termodinámica. Pensamos en las leyes que rigen el modo en que los acontecimientos del universo natural se suceden de un momento a otro de forma regular, ordenada y predecible.
En este artículo me he propuesto centrarme en las leyes de la naturaleza en ese sentido. Está claro que los autores de la Declaración de Independencia creían que las leyes de la naturaleza en sentido moral debían atribuirse al Dios de la naturaleza. Mi argumento aquí será que las leyes de la naturaleza en el sentido científico también deben ser atribuidas al Dios de la naturaleza, y más ampliamente que la ciencia moderna tiene fundamentos teológicos (y necesariamente es así).
- Una historia increíble
Antes de llegar a este argumento principal, sin embargo, es necesario preparar el terreno. Voy a empezar contando una historia —una historia que probablemente ya hayan oído antes.
Érase una vez —hace unos 13.800 millones de años, para ser más exactos— un universo espaciotemporal llegó a existir. En un espacio de tiempo inimaginablemente corto, se establecieron las leyes básicas de la física y el universo se expandió rápidamente a partir de un estado de densidad y temperatura extremadamente altas (un acontecimiento conocido popularmente como el «Big Bang»). Al enfriarse el universo, se formaron partículas subatómicas, seguidas de átomos y moléculas de los elementos químicos básicos (hidrógeno, helio, etc.). Por la fuerza de la gravedad, la materia física se acumuló en grumos, dando lugar finalmente a estrellas, sistemas solares y galaxias.
Hace unos 4.000 millones de años, en un «punto azul pálido» que rodeaba una estrella en particular —azul debido a sus grandes masas de agua— ocurrió algo muy extraordinario y fortuito. Mediante procesos que siguen siendo totalmente misteriosos, las sustancias químicas de esas masas de agua produjeron algunas moléculas orgánicas básicas: quizás aminoácidos, quizás incluso una forma rudimentaria de ARN. Cualesquiera que fuesen estas moléculas, constituyeron los componentes básicos de la vida orgánica, con capacidad de replicación.
Una vez que las formas de vida autoreplicantes aparecieron en escena, los procesos darwinianos tomaron el relevo e hicieron su magia. A lo largo de miles de millones de años, la fuerza de la selección natural actuó sobre las variaciones físicas resultantes de mutaciones genéticas aleatorias, los organismos unicelulares evolucionaron hacia organismos pluricelulares, los organismos asexuales evolucionaron hacia organismos sexualmente diferenciados, los organismos acuáticos evolucionaron hacia organismos terrestres y, finalmente, aparecieron en escena los mamíferos primitivos, que se convirtieron en los antepasados de los simios primitivos, que a su vez se convirtieron en los antepasados de los humanos primitivos, es decir, nuestros antepasados.
En algún momento de esta larga historia evolutiva, apareció en escena la conciencia, que sentó las bases de la observación, el razonamiento y la creatividad. Esto encendió la mecha azul de la evolución cultural: el desarrollo del lenguaje, la organización social, el arte, la música, la tecnología rudimentaria y la religión.
Ah, sí: la religión.
La religión —así cuenta la historia— evolucionó como un mecanismo psicológico de supervivencia. Se desarrolló no por su veracidad, sino por su utilidad para la supervivencia. La religión servía para explicar lo inexplicable y, así, reconfortar a los desconsolados.
La religión fue, en cierto sentido, el primer intento de ciencia. Fue el primer intento de identificar explicaciones causales para los fenómenos naturales. Pero fue un primer intento muy malo, porque no se basaba en una metodología rigurosa de razón y observación. Fue esencialmente un parche hasta que llegó el verdadero héroe de la historia.
Es cierto que los antiguos pensadores griegos, como Tales, Pitágoras, Arquímedes y Aristóteles, hicieron algunos progresos hacia el conocimiento científico real. Trataban de explicar las cosas en términos naturales y matemáticos, sin recurrir a explicaciones sobrenaturales arbitrarias. Sin embargo, la ciencia moderna no despegó realmente hasta la época del Renacimiento, tras la llamada Edad Oscura. Fue entonces cuando los intelectuales se despojaron por fin de los grilletes y las anteojeras de la religión y adoptaron una metodología empírica rigurosa. La razón natural se aplicó a las observaciones empíricas para formular y probar auténticas hipótesis científicas.
Francis Bacon fue uno de los pioneros del método científico moderno. Le siguieron pioneros como Isaac Newton y Robert Boyle, que descubrieron las leyes básicas de la física y la química, permitiéndonos hacer predicciones fiables y aprovechar el mundo natural al servicio de la tecnología.
En el siglo XIX se produjo una segunda revolución científica con la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin, que acabó con la idea de causas finales en la naturaleza, ofreciendo en su lugar una explicación del diseño biológico —o más bien del diseño aparente— sin necesidad de una inteligencia divina.
Por fin se vislumbraba una explicación plenamente naturalista del mundo.
En el siglo XX, con las teorías de la relatividad de Einstein y el desarrollo de la mecánica cuántica, se colocaron otras piezas importantes del rompecabezas. Aún no se han escrito los últimos capítulos de la historia, pero es sólo cuestión de tiempo que se desarrolle una «Teoría del Todo» que proporcione una explicación unificada de todas las leyes naturales del universo. En cualquier caso, al menos podemos decir que la ciencia se ha liberado de las cadenas de la superstición que la habían frenado durante tanto tiempo. La ciencia ha desacreditado a la religión y la ha suplantado como explicación favorita de lo que somos y de dónde venimos.
Aquí termina la historia —al menos los últimos capítulos.
Sin duda se trata de una historia muy popular y ampliamente difundida. Es, como se suele decir, la sabiduría recibida en los círculos académicos. Es la historia que cuenta la intelectualidad secular de nuestros días. Es la historia contada (o en todo caso asumida) por Steven Pinker en su reciente libro Enlightenment Now —la historia del triunfo de la ciencia y la razón sobre la religión y la superstición.[1]
Es una historia tan dominante que a partir de ahora me referiré a ella simplemente como La historia.
Un tema importante de La historia es el largo conflicto —una oposición implacable— entre ciencia y religión. La ciencia se basa en la razón, la evidencia y la apertura a la corrección. La religión se basa en la revelación, la fe y un dogmatismo incorregible. Este conflicto se personifica en la llamada «controversia Galileo». Se nos dice que la iglesia se opuso a Galileo porque sus teorías científicas chocaban con los dogmas religiosos. Puede que Galileo perdiera esa batalla, ¡pero el espíritu de Galileo ganó la guerra!
Ésta es La historia —y sin duda conmovedora.
Pero ¿es una historia real?
En realidad, la tesis histórica de que ha habido una larga y encarnizada guerra entre ciencia y religión, y que este conflicto era inevitable debido a alguna oposición inherente entre ciencia y religión, ha sido ampliamente desacreditada.[2] Sin embargo, mi interés aquí no es oponerme o defender ninguna tesis histórica. En su lugar, quiero explorar una tesis estrictamente filosófica. Dejando a un lado la cuestión de la relación histórica entre ciencia y religión, quiero considerar la cuestión de si existe alguna relación filosófica necesaria entre ambas.
¿Son la ciencia y la religión agentes independientes, por así decirlo, o una está siendo patrocinada por la otra?
Me propongo defender la segunda opción. Sostengo que la ciencia, tal como la entendemos hoy, descansa necesariamente sobre fundamentos teológicos. En concreto, ofreceré tres argumentos distintos en apoyo de esa tesis. En cada caso, identificaré un presupuesto filosófico de la ciencia moderna, y luego argumentaré que necesitamos una explicación teísta de ese presupuesto.[3]
II. Argumento de la fiabilidad cognitiva
Si la ciencia se ocupa de algo, es de la verdad. La ciencia pretende descubrir la verdad sobre el mundo natural. La ciencia pretende desarrollar teorías verdaderas que describan y expliquen los fenómenos naturales. Como observó Albert Einstein, un científico respetable debe ser «un auténtico buscador de la verdad».[4]
Sin embargo, para descubrir la verdad tenemos que emplear nuestras facultades cognitivas. Tenemos que utilizar nuestras facultades sensoriales, nuestras facultades de razonamiento, nuestros recuerdos y nuestra imaginación. Pero al hacerlo, damos por sentado que nuestras facultades cognitivas están orientadas a la verdad de forma fiable. En otras palabras, tenemos que suponer que nuestras facultades cognitivas nos conducen generalmente hacia la verdad y nos alejan de la falsedad. Tenemos que suponer que nuestras facultades cognitivas producen creencias mayoritariamente verdaderas.
Pero volvamos a La Historia resumida en la sección anterior. Según La Historia, los seres humanos —incluidas nuestras mentes, nuestras facultades cognitivas— somos el producto de procesos evolutivos naturalistas no dirigidos. Somos el producto de millones de años de selección natural, impulsada por la necesidad de sobrevivir y reproducirse.
A primera vista, tal vez, esto sugiere una explicación prometedora. ¿No tendería la evolución a perfeccionar nuestras facultades intelectuales con el tiempo? ¿No seleccionaría la naturaleza facultades más fiables en lugar de menos fiables? Sin embargo, si se examina más de cerca, no resulta tan evidente. Una explicación evolucionista naturalista de las facultades cognitivas humanas se enfrenta a varios obstáculos importantes.
En primer lugar, la verdad es una propiedad de los pensamientos o creencias, no de los estados físicos. Para tener pensamientos o creencias se necesita una mente consciente. Según La Historia, la mente surgió con el tiempo a partir de la materia. Nuestras mentes son producto de estados y procesos materiales subyacentes de nivel inferior. La conciencia es una característica emergente del cerebro material. Si es así, todo lo que ocurre en la mente se explica totalmente por las estructuras y procesos materiales subyacentes del cerebro.
Ahora bien, dejemos a un lado el hecho de que no tenemos nada parecido a una explicación seria de cómo es posible.[5] El problema es que esta explicación sólo admite la causalidad unidireccional de lo físico a lo mental. Los sucesos físicos pueden ser causa de sucesos mentales, pero los sucesos mentales no pueden ser causa de sucesos físicos. Según esta teoría, puede haber una causalidad «ascendente» de lo material a lo mental, pero no una causalidad «descendente» de lo mental a lo material, sencillamente porque la mente y la conciencia no son más que una característica de nivel superior de las estructuras y procesos materiales. Los fenómenos mentales serían como la espuma que se forma en los rápidos de un río: la agitación del agua genera la espuma, pero la espuma no determina en absoluto el movimiento del agua. Se limita a acompañar el movimiento.
Si es así, el contenido de nuestras creencias y pensamientos no puede contribuir causalmente al desarrollo evolutivo. Nuestras creencias y pensamientos no pueden contribuir a ninguna explicación causal de nuestro comportamiento físico. Sin embargo, la selección natural actúa únicamente sobre la base de la aptitud física. Lo que esto significa es que, si La Historia fuera cierta, nuestras mentes y sus contenidos serían estrictamente invisibles para los procesos evolutivos naturales. La evolución debe ser ciega con respecto a nuestras creencias, incluyendo si esas creencias son verdaderas o falsas. Y si ese es el caso, los procesos evolutivos naturales no pueden explicar por qué nuestras facultades cognitivas se dirigirían de forma fiable hacia la verdad.
Pero dejemos de lado este problema por un momento. Supongamos que de algún modo la conciencia pudiera ejercer una influencia causal sobre el reino físico, que de algún modo las creencias de un organismo pudieran contribuir causalmente al comportamiento físico de ese organismo. Aun así, no se deduciría que la evolución seleccionaría las creencias verdaderas. La razón es que a la selección natural no le importa la verdad. Sólo le importa la aptitud del organismo para sobrevivir y reproducirse, y las creencias falsas pueden promover la supervivencia y la reproducción con la misma eficacia que las creencias verdaderas.
Este problema podría ilustrarse de varias maneras, pero para aclarar la cuestión volvamos una vez más a La Historia. Según La Historia, las creencias religiosas tienen una explicación evolutiva. La religión se desarrolló como una especie de mecanismo psicológico de supervivencia y, por tanto, favoreció la supervivencia de la especie. Pero, por supuesto, La Historia también dice que las creencias religiosas son predominantemente falsas. Así que, según La Historia, la evolución se contentó con endilgar a la raza humana toda una serie de creencias falsas porque tenían beneficios biológicos. Consideremos por un momento dónde se encuentran las tasas de natalidad más altas hoy en día. ¿Qué sociedades se reproducen mejor: las religiosas o las no religiosas?[6]
El filósofo darwinista Stephen Stich lo explica sin rodeos: «a la selección natural no le importa la verdad; solo le importa el éxito reproductivo».[7] Siendo así, no hay razón para pensar que la evolución tendería a seleccionar las creencias verdaderas frente a las falsas y, por tanto, no hay razón para pensar que la evolución nos dotaría de facultades cognitivas orientadas a la verdad.
Pero eliminemos también este segundo problema. Supongamos que aceptamos que los procesos evolutivos tienden a favorecer las creencias verdaderas. No podemos suponer que eso se aplique a cualquier tipo de creencias. En el mejor de los casos, la evolución sería sensible a las creencias de bajo nivel inmediatamente relacionadas con la supervivencia: asegurar la comida, encontrar una pareja fértil, luchar contra los depredadores y cosas por el estilo. ¿Por qué iba a ser la evolución sensible al tipo de verdades abstractas, complejas y de alto nivel que los científicos manejan habitualmente?
Supongamos que la evolución nos dota de facultades cognitivas fiables cuando se trata de tareas cotidianas relacionadas con nuestro entorno inmediatamente observable. Aun así, no es en absoluto plausible pensar que los mismos procesos evolutivos nos proporcionen facultades cognitivas fiables para el cálculo avanzado, la trigonometría, la teoría de la relatividad o la mecánica cuántica. Para no extenderme demasiado: el dominio de la física de partículas no confiere la menor ventaja reproductiva. (En todo caso, es más probable que sea un obstáculo para el éxito reproductivo).
En resumen, La Historia no puede proporcionar una explicación plausible de por qué nuestras facultades cognitivas se dirigen de forma fiable a la verdad, en particular con respecto a las verdades altamente complejas y abstractas de las que dependen las teorías científicas modernas.
Hay que señalar que el problema general que he esbozado aquí no surge de la idea de evolución como tal, sino de la idea de evolución no dirigida o no guiada. Parece que la única forma de asumir que las facultades cognitivas humanas están orientadas a la verdad de forma fiable es presuponiendo que lo que sea o quien sea que produjo o dio forma a esas facultades se preocupa por la verdad o está orientado a la verdad de alguna manera. Las meras causas físicas no bastan. Tiene que haber causas mentales o racionales. Tiene que haber una inteligencia superior previa de algún tipo.
Pero en el momento en que sugerimos que nuestra capacidad para descubrir verdades científicas depende de una inteligencia superior previa, hemos entrado decisivamente en el terreno de la teología.
III. Argumento de la uniformidad de la naturaleza
Uno de los tipos de razonamiento más importantes en ciencia es el razonamiento inductivo (o simplemente inducción). La inducción es el proceso por el cual extraemos una conclusión general —normalmente en forma de ley o principio universal— a partir de una muestra de observaciones particulares.
La inducción suele ser el medio por el que descubrimos las leyes de la naturaleza. Por ejemplo, tomemos la segunda ley del movimiento de Newton: F = m × a. ¿Cómo sabemos que esa ley se cumple en la naturaleza? En pocas palabras, hacemos una serie de experimentos aplicando diferentes fuerzas a objetos de distintas masas y medimos las aceleraciones resultantes. Terminamos con una muestra de observaciones experimentales y extraemos una conclusión inductiva extrapolando a partir de esas observaciones particulares. Así que el argumento inductivo es algo parecido a esto:
1. En el primer caso, la fuerza era igual al producto de la masa y la aceleración.
2. En el segundo caso, la fuerza era igual al producto de la masa y la aceleración.
3. En el tercer caso, la fuerza es igual al producto de la masa y la aceleración.
4. Y así sucesivamente para un gran número de casos…
5. Por lo tanto, se cumple la siguiente ley general: Fuerza = masa × aceleración
El razonamiento inductivo no sólo se utiliza en ciencia. Lo aplicamos todo el tiempo en nuestra experiencia cotidiana. ¿Cómo sabes que la tetera hervirá el agua cuando la enciendas? Sencillamente, porque has observado cómo lo hacía en el pasado (y probablemente otras teteras) en circunstancias similares.
Ahora bien, hace tiempo que se sabe que el razonamiento inductivo sólo es fiable si se cumple cierto supuesto, a saber, que la naturaleza es generalmente uniforme en el espacio y en el tiempo. En otras palabras, la inducción supone que el funcionamiento de la naturaleza mañana será muy parecido al de ayer. Del mismo modo, la inducción supone que el modo en que la naturaleza opera aquí, en este lugar del universo, es el mismo que opera en otros lugares. Si vamos a extrapolar sucesos pasados a sucesos futuros, y sucesos locales a sucesos no locales, tenemos que presuponer la uniformidad de la naturaleza.
Sin embargo, esto plantea una cuestión delicada: ¿Qué justifica esa suposición? ¿Cómo sabemos que la naturaleza es uniforme en el espacio y el tiempo? Al fin y al cabo, ninguno de nosotros ha observado todo el espacio y el tiempo. Sólo hemos observado una fracción minúscula de ellos, ¡precisamente por eso tenemos que basarnos en la inducción! El reto de justificar este supuesto crucial se ha denominado «el problema de la inducción», y sigue siendo uno de los principales enigmas de la filosofía de la ciencia,[8] ya que, si el razonamiento inductivo no es fiable, nuestras conclusiones sobre las leyes de la naturaleza son injustificadas. No son más que saltos de fe ciega.
Quienes no están familiarizados con la historia de este problema tienden a pensar que tiene una solución realmente fácil, que es la siguiente:
Sabemos que el razonamiento inductivo es fiable porque funciona. Su fiabilidad se ha confirmado una y otra vez. Las conclusiones que hemos sacado por inducción en el pasado han resultado ser correctas; han sido confirmadas por observaciones posteriores. Así que sabemos que la naturaleza es uniforme porque cuando hemos hecho predicciones basadas en esa suposición, esas predicciones siempre —o casi siempre— han resultado ser correctas.
Por desgracia, como señaló David Hume, eso es razonamiento circular: es utilizar el razonamiento inductivo para justificar el razonamiento inductivo. En efecto, se dice que la inducción será fiable en el futuro porque lo ha sido en el pasado, pero ese razonamiento presupone la uniformidad de la naturaleza. Por lo tanto, asume la verdad del punto en disputa.
En términos más generales, resulta que no se puede justificar la suposición de la uniformidad de la naturaleza sobre una base empírica. Lo que esto significa es que el método científico se basa en una forma de razonamiento que el método científico en sí mismo no puede demostrar. La ciencia depende de una presuposición filosófica fuera del alcance de la ciencia.
Por supuesto, si cualquiera de nosotros fuera un ser trascendente omnisciente que gozara de un conocimiento directo de todos los puntos del tiempo y del espacio, no habría ningún problema. Pero los seres humanos no somos ni trascendentes ni omniscientes. Así que parece que un ser omnisciente trascendente sería un aliado muy útil en el que apoyarse a la hora de sacar conclusiones inductivas sobre las leyes de la naturaleza. Pero, una vez más, esto nos sitúa en el terreno de la teología.
Un comentario más antes de continuar. Cabe señalar que todos creemos que la naturaleza es uniforme, y quizá no podamos evitar creerlo. Podríamos decir que se trata de un supuesto innato. Aunque sea cierto, es importante reconocer que no se trata de eso. La cuestión no es si podemos evitar la suposición, sino qué la convertiría en una suposición bien fundamentada racionalmente. Si es una suposición innata, ¡importa mucho quién o qué la incorporó!
La evolución naturalista es ciega y estúpida. No tiene ni conciencia ni inteligencia. No tiene conocimiento en absoluto, y mucho menos conocimiento de todo el universo. En cambio, como creador del universo natural y arquitecto de la mente humana, Dios tiene (1) conocimiento de la uniformidad de la naturaleza y (2) los medios para implantar ese conocimiento en las facultades cognitivas humanas, concretamente, la facultad por la que razonamos inductivamente sobre las leyes de la naturaleza. Desde este punto de vista, nuestro conocimiento inductivo de las leyes de la naturaleza tiene que estar respaldado por un conocimiento superior, no inductivo.
IV. Argumentos matemáticos
La ciencia moderna depende de las matemáticas. La ciencia moderna no podría existir sin las matemáticas. Las leyes de la naturaleza suelen formularse en términos matemáticos, como relaciones o ecuaciones matemáticas. Esto es indudablemente cierto en física y química, y también lo es en gran medida en la biología moderna. La informática, la medicina, la astronomía, la psicología —cualquiera que sea el campo científico, tiene que ver con la cuantificación de los fenómenos naturales y las relaciones matemáticas entre esas cantidades.
Pero las matemáticas en sí son algo muy extraño cuando se piensa en ellas. Consideremos esta afirmación sobre dos objetos físicos: «El árbol es más alto que la casa». ¿De qué trata esa afirmación? ¿A qué se refiere? Se refiere a dos cosas concretas, materiales, visibles: un árbol y una casa.
Ahora considera esta afirmación matemática: «7 es mayor que 6». Es una afirmación con sentido; de hecho, es una afirmación verdadera. ¿Pero de qué trata? ¿A qué se refiere? Se refiere a algo, pero no a nada físico. Se refiere a dos números, lo que técnicamente se conoce como objetos matemáticos.
Pero los números no son cosas concretas, materiales, visibles. No podemos observarlos con los sentidos. Son objetos abstractos, no concretos. Aun así, podemos hacer afirmaciones objetivamente verdaderas sobre ellos, lo que indica que son reales en algún sentido.
De hecho, las verdades matemáticas suelen ser bastante diferentes de las verdades materiales. No sólo son abstractas, sino que son verdades necesarias. No podrían ser de otro modo. La primera afirmación que hice (sobre el árbol y la casa) no tenía por qué ser cierta. El árbol podía ser más corto que la casa. Pero 7 no podía ser menos que 6. Además, las verdades matemáticas no se conocen empíricamente, por observación. Se conocen por una combinación de intuición a priori y deducción.
Así que aquí está lo verdaderamente sorprendente. Por un lado, existe un reino de cosas materiales, concretas: estrellas, planetas, rocas, árboles, etc. Por otro lado, existe un reino de cosas no materiales, abstractas: los números y otros objetos matemáticos. De alguna manera, existe una profunda conexión entre estos dos reinos, en la medida en que las cosas del primero están conformadas y gobernadas por las cosas del segundo.
Si no existieran los números, no habría matemáticas ni, por tanto, comprensión científica del mundo material. Pero los números en sí no son objetos del mundo material. En cierto sentido, son de otro mundo.
Eugene Paul Wigner, físico y matemático húngaro-estadounidense que recibió el Premio Nobel de Física en 1963, publicó en 1960 un artículo titulado «La irrazonable eficacia de las matemáticas en las ciencias naturales»,[9] en el que observaba que las matemáticas han demostrado ser increíblemente productivas como herramienta para las ciencias naturales y, sin embargo, su eficacia es totalmente misteriosa. De hecho, la palabra que utilizó fue «irrazonable». Es irrazonable en el sentido de que no tiene una explicación natural. No hay ninguna razón a priori por la que el mundo material sea tan susceptible de análisis matemático. Lo damos por sentado, pero resulta sorprendente.
Además, no se trata sólo de que el universo físico esté estructurado matemáticamente. Es que su estructura matemática es muy ordenada y relativamente simple. La estructura matemática del mundo tiene una elegancia y una belleza sorprendentes.
Tal vez, como yo, seas fan de las historietas “Far Side” de Gary Larson. Una de mis viñetas favoritas es la de Albert Einstein en su despacho. Ha estado garabateando ecuaciones en la pizarra:
E = mc³ — ¡tachada!
E = mc4
E = mc5 — ¡tachada otra vez!
¿E = mc7?
Mientras Einstein se apoya en la pizarra con desesperación, mira a una señora de la limpieza en primer plano, que ha estado limpiando el polvo de su escritorio. «Ahora el escritorio tiene mejor aspecto», se dice a sí misma. «¡Todo está cuadrado, sí, cuadraaaaaaado!».
E = mc ¡al cuadrado, por supuesto!
Ese número 2 — c a la potencia de 2 — es bastante importante. Pero ¿por qué? No hay ninguna razón aparente por la que tenga que ser así. ¿Por qué no c a la potencia de 2,179635, por tomar sólo una posibilidad? Eso no sería muy ordenado, desde luego. Pero ¿por qué la naturaleza tiene que ser ordenada? ¿Por qué debería tener el orden matemático y la elegancia que tiene?
Esta es la cuestión. Si seguimos La Historia, no tiene explicación. No es razonable. Es inexplicable. Es un hecho bruto —aunque muy conveniente—.
Pero eso no es en absoluto lo que creían los pioneros de la ciencia moderna. Creían que el orden matemático de la naturaleza tenía una base teológica. Galileo declaró célebremente que «el libro de la naturaleza está escrito en el lenguaje de las matemáticas». Ciertamente, así parece ser. Las matemáticas son un tipo de lenguaje; el orden del mundo natural se expresa en ese lenguaje, y los científicos se dedican a leer el libro de la naturaleza utilizando ese lenguaje. Cuanto mejor conozcamos el lenguaje, mejor podremos leer el libro. Pero si la naturaleza es realmente como un libro escrito en un tipo de lenguaje, ese libro debe tener un autor que domine ese lenguaje.
En resumen, la aplicabilidad de las matemáticas a la naturaleza sólo es inexplicable si uno se niega a aceptar la explicación más obvia.
V. Patear la escalera
Empecé citando la Declaración de Independencia y su famosa referencia a «las Leyes de la Naturaleza y del Dios de la Naturaleza». Ese documento era político, pero quienes lo redactaron y firmaron entendían que sus argumentos políticos tenían fundamentos teológicos. Apelaban a la idea de las leyes naturales, en el sentido de los derechos naturales, pero entendían que tales leyes necesitan un legislador.
La misma idea básica de los derechos naturales persiste hoy en día en forma de derechos humanos universales, pero se ha abandonado en gran medida cualquier fundamento teológico de tales derechos. La «Declaración Universal de los Derechos Humanos», adoptada por las Naciones Unidas en 1948, habla de los «derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana», pero no explica de dónde proceden esos derechos ni por qué existen.[10] Se trata de un documento totalmente laico, aunque sus ideales estén históricamente arraigados en una cosmovisión teológica. Cada vez que apelamos a los derechos humanos, nos estamos apoyando en fundamentos teológicos, lo reconozcamos o no, nos guste o no.
Quiero sugerir, provocativamente claro, que lo mismo ocurre con la ciencia moderna. Cada vez que apelamos a la ciencia moderna —al método científico y a los frutos de la investigación científica— nos apoyamos en fundamentos teológicos, lo reconozcamos o no, nos guste o no.
Afirmar, como hacen algunos, que esos fundamentos teológicos son prescindibles —peor aún, que ahora son un obstáculo para la ciencia— es un ejercicio de negación. Repudiar los fundamentos teológicos de la ciencia es como utilizar una escalera para subir al tejado de tu casa, tirar la escalera y admitir sólo a regañadientes que te apoyaste en ella, insistiendo en cambio en que nunca la necesitaste porque podías haber saltado directamente al tejado.
[1] Steven Pinker, Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism, and Progress (New York: Penguin Books, 2018).
[2] Para una desacreditación reciente, consultar Michael Newton Keas, Unbelievable: 7 Myths About the History and Future of Science and Religion (Wilmington, DE: ISI Books, 2019).
[3] No pretendo dar a entender que uno debe ser cristiano, o incluso teísta, para hacer un buen trabajo científico. Claramente ese no es el caso. Sin embargo, sostengo que uno no puede dar cuenta del buen trabajo científico aparte de una comprensión bíblica teísta del universo y nuestro lugar en él.
[4] Carta a Robert A. Thornton, December 7, 1944 (Albert Einstein Archives, 61-574).
[5] El problema aparentemente intratable de explicar cómo el aspecto experiencial y claramente subjetivo de la conciencia podría surgir de un sustrato puramente físico ha sido denominado «el difícil problema de la conciencia» por el filósofo David Chalmers.
[6] Para proyecciones recientes de poblaciones religiosas y no religiosas: «The Changing Global Religious Landscape», Pew Research Center, 5 de abril de 2017. http://www.pewforum.org/2017/04/05/the- Changing-global- paisaje-religioso/
[7] Stephen P. Stich, The Fragmentation of Reason: Preface to a Pragmatic Theory of Cognitive Evaluation (Cambridge, MA: MIT Press, 1990), 62.
[8] Leah Henderson, «The Problem of Induction», en The Stanford Encyclopedia of Philosophy, ed. Edward N. Zalta, Spring 2019. https://plato.stanford.edu/archives/spr2019/entries/induction-problem/
[9] Eugene Wigner, «The Unreasonable Effectiveness of Mathematics in the Natural Sciences», Communications in Pure and Applied Mathematics 13 (1960): 1–14.
[10] http://www.un.org/en/universal-declaration-human-rights/index.html