La necesidad de la expiación
Autor: Arthur W. Pink
Traductor: Valentín Alpuche
Al emplear este término, la necesidad de la Expiación, estamos haciendo uso de una expresión que requiere una cuidadosa definición y explicación. Desafortunadamente, muchos escritores no han cumplido con este deber, con la consecuencia de que se mantienen puntos de vista relajados y, a menudo, más deshonrosos de Dios sobre este aspecto de nuestro tema. Decir que Dios debe o no debe hacer ciertas cosas es el lenguaje de la impiedad temerosa, a menos que esté expresamente justificado por las mismas palabras de la Sagrada Escritura. Estamos viviendo en un día que está fuertemente marcado por la irreverencia, y los puntos de vista más degradantes del Todopoderoso ahora son mantenidos por algunos que imaginan que sus puntos de vista del Todopoderoso son bastante ortodoxos. Sería un asunto sencillo para nosotros dar ilustraciones y pruebas de esto, pero nos abstenemos de profanar a nuestros lectores (I Corintios 15:33). Baste ahora señalar, una vez más, que nunca hubo un momento en que el pueblo de Dios necesitara más fervientemente prestar atención a esa palabra: “Examinadlo todo” (I Tesalonicenses 5:21).
“También esto salió de Jehová de los ejércitos, para hacer maravilloso el consejo y engrandecer la sabiduría” (Isaías 28:29). La sabiduría infinita nunca actúa sin propósito alguno. Dios, que es perfecto en conocimiento, no hace nada sin una buena razón. Todas Sus obras están proporcionadas de acuerdo con Sus designios infalibles. Esto es cierto por igual en Sus actos de creación, providencia y gracia. Al final de los seis días de trabajo leemos: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Génesis 1:31). En cuanto a Su gobierno sobre nosotros, “sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28). Y en cuanto a la operación de su gracia, la fe afirma sin vacilar “bien lo ha hecho todo” (Marcos 7:37).
Ahora bien, la más maravillosa de todas las obras de Dios es la que fue realizada por Su Hijo aquí en la tierra. Cuando intentamos contemplar lo que implicaba esa Obra, nos perdemos en el asombro. Cuando nos esforzamos seriamente por medir las profundidades de la vergüenza y la humillación indecibles en las que el Amado del Padre entró, quedamos asombrados y pasmados. Que el eterno Hijo de Dios deje a un lado las vestiduras de Su gloria inefable y tome la forma de siervo, que el Gobernante del cielo y de la tierra haya nacido “bajo la ley” (Gálatas 4:4), que el Creador del universo haga un tabernáculo en este mundo y “no tenga dónde recostar su cabeza” (Mateo 8:20), es algo que ninguna mente finita puede comprender; pero donde la razón carnal nos falla, una fe dada por Dios cree y adora.
Al trazar el camino que fue recorrido por Aquel que era rico pero que por nosotros se hizo pobre, no podemos dejar de sentir que estamos entrando en el reino del misterio; tanto más cuando aprendemos que cada paso en Su camino había sido ordenado en los consejos eternos de la Trinidad. Sin embargo, cuando encontramos que ese camino involucró para Aquel en quien el Padre estaba complacido dolor inconmensurable, angustia indescriptible, ignominia incesante, odio más amargo, persecución implacable, tanto de los hombres como de Satanás, quedamos maravillados. Y, cuando encontramos ese camino que conduce al Calvario, y allí contemplamos al Santo clavado en la Cruz, nuestro asombro se profundiza. Pero, cuando la Escritura misma declara que Dios no solo entregó a Cristo en manos de los miserables más viles de la tierra para ser vilipendiado y blasfemado, que Dios mismo no fue simplemente un espectador de esa horrible escena, que no solo contempló los sufrimientos del Amado del Cielo, sino que Él también lo hirió, lo azotó con la vara de Su indignación, e invocando la espada para herir a su “compañero” (Zac. 13:7), nos sentimos movidos a indagar reverentemente la necesidad de un evento tan incomparable.
Que la encarnación, la humillación y la crucifixión del Hijo de Dios eran necesarias, nadie que (por gracia) se incline implícitamente ante la Palabra de Verdad puede dudarlas por un momento. El lenguaje de Cristo mismo en este punto es demasiado claro para ser malinterpretado. A Nicodemo le dijo: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-15). A Sus discípulos les declaró: “que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día” (Mateo 16:21). Así también en el día de Su resurrección, Él preguntó: “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?” (Lucas 24:26). Sin embargo, por claro y positivo que sea el lenguaje de estos versículos, necesitamos estar mucho en guardia para no sacar de ellos una conclusión que choque con otras escrituras y nos lleve a una concepción muy deshonrosa de Dios.
De los pasajes que acabamos de citar, y otros de carácter similar, no pocos hombres buenos han sacado la conclusión de que las cosas de Cristo eran una necesidad absoluta, que la naturaleza misma de Dios las hacía tan indispensables que, aparte de ellas, la salvación de los pecadores era imposible; sí, que ninguna otra alternativa posible se presentó a la omnisciencia de Dios. A tales afirmaciones no podemos asentir, porque van más allá del lenguaje expreso de la Sagrada Escritura. Por muy plausible que sea el razonamiento, por lógica que sea la deducción, debemos, donde la Escritura guarda silencio, resistir una conclusión tan trascendental. Decir que el Dios mismo omnisciente no pudo encontrar otra manera de salvar a los pecadores, consistentemente con Su santidad y justicia, que la que Él tiene, es altamente presuntuoso. Declarar que la Omnisciencia estaba indefensa, que Dios estaba obligado a adoptar los medios que Él hizo, está peligrosamente cerca de la blasfemia.
Afirmar que Dios ha seleccionado la mejor manera posible de magnificar todas Sus perfecciones en la redención de Su pueblo, es afirmar lo que honra a la Deidad, pero afirmar que esta era la única manera, es ir más allá de lo que las Escrituras declaran. Creemos firmemente que la sabiduría suprema y el amor supremo buscarían los medios más nobles para lograr los fines más gloriosos; pero concluir que Dios fue incapaz de idear ningún otro método es mero fatalismo, y, podríamos agregar, semi-ateísmo. De acuerdo con las teorías de algunos teólogos, debemos cambiar Efesios 1:11 para que diga: “del que hace todas las cosas según las necesidades de su propia naturaleza”. Cristo no así razonó en Getsemaní: no aceptó la amarga copa por la inexorabilidad de la naturaleza de Dios, sino por sumisión a su voluntad.
De las palabras de nuestro Salvador en el Jardín, “si es posible, pase de mí esta copa”, se ha inferido que era imposible que lo hiciera. En un sentido, eso es cierto: Dios había ordenado que Cristo muriera, los términos del pacto eterno lo requerían, la voluntad de Dios lo exigía; así debía morir. Pero esto es algo muy diferente de decir que cuando la Deidad entró en concilio no se podía idear ninguna otra alternativa, que la muerte de Cristo era una necesidad absoluta e inevitable. De hecho, es muy sorprendente notar, y digno de nuestra atención más reverente, que en el mismo momento en que nuestro agonizante Salvador presentó Su petición, dijera: “Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú” (Marcos 14:36).
Al resumir este punto, nunca olvidemos que la Expiación se originó en el mero beneplácito de Dios. Él no estaba obligado a salvar a ningún pecador; no tenía ninguna obligación de proporcionar un Redentor en absoluto. Que lo hiciera, era puramente una cuestión de gracia, y, en la naturaleza misma de las cosas, el otorgador de la “gracia” es absolutamente libre de otorgarla o retenerla, de lo contrario dejaría de ser “gracia” y se convertiría en una deuda debida a su receptor. En cuanto al método por el cual Dios escogió manificar Su gracia, sólo podemos decir que el Mediador designado ha respondido a cada perfección de Dios y ha magnificado superlativamente todos Sus atributos; y que este Salvador es tanto el don de Su amor como la designación de Su voluntad.
Una vez más debemos recordarnos a nosotros mismos que estamos dentro del reino del misterio, el misterio profundo e insondable para la inteligencia finita. La entrada del pecado al mundo, el infinito aborrecimiento de Dios del pecado, los requisitos morales de su gobierno con respecto al castigo del pecado, la salvación de su propio pueblo del pecado, la magnificación de su propio nombre por medio del pecado, son algunos de los elementos principales que entran en este misterio; y la relación que todo el esquema mediador de la gracia divina tiene allí, es lo que ahora va a ocupar nuestra atención. Conscientes de nuestra absoluta incapacidad para siquiera lidiar, y mucho menos resolver, un problema tan profundo; conscientes de que razonar al respecto es peor que inútil, nos debemos dirigir en oración, en humilde dependencia del Espíritu de la Verdad, a las Sagradas Escrituras, para determinar qué luz Dios se ha complacido en arrojar sobre este misterio de misterios.
1. La Expiación fue necesaria por la voluntad de Dios
A menos que este sea nuestro punto de partida, estamos seguros de equivocarnos. La Palabra de Dios declara implícitamente que Él “hace todas las cosas según el designio de su voluntad” (Efesios 1:11). Toda la extensión de este pasaje contiene una revelación de los consejos eternos de Dios concernientes a Su propio pueblo. Nos regresa desde antes de la fundación del mundo al momento en que Él los eligió en Cristo. Mientras que este pasaje nos da a conocer que fue hecho en amor. Él los predestinó para ser adoptados hijos por Jesucristo mismo y agrega de inmediato que este propósito era “según el puro afecto de su voluntad” (v. 5). Es en Cristo que tenemos “redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (v. 7), sin embargo, justo después de que se nos dice: “dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo” (v. 9).
El pasaje anterior debe dejar muy claro a toda mente imparcial que la Expiación o Redención que Dios ha provisto tan misericordiosamente para Sus escogidos, no surgió de ninguna obligación ni en Su propia naturaleza ni de ninguna reclamación que Sus criaturas tuvieran sobre Él. No ha habido pocos escritores y predicadores que han afirmado la blasfemia de que la caída del hombre obligó a Dios a proveer un Redentor. Han tenido el descaro de afirmar que, dado que el Creador permitió que Adán trajera la ruina sobre sí mismo y sus descendientes, lo menos que podía hacer era levantar un Restaurador. Dicen que las exigencias de la situación que el pecado introdujo en el mundo requerían que se diera algún remedio que neutralizara sus nefastos efectos. En resumen, estos denigradores del Altísimo han argumentado que la Expiación era imperativa, si Dios iba a justificar Su creación del hombre y vindicarse a Sí mismo por permitirle perder su rectitud original. Es a tales rebeldes arrogantes que Judas 10 se refiere: “Pero estos blasfeman de cuantas cosas no conocen”.
Otros, que dieron rienda suelta a la enemistad de la mente carnal contra Dios en una forma más moderada, han insistido en que la benevolencia de Dios requería que Él proveyera un Salvador para los pecadores. Mientras que permitir que el hombre mismo cargue con toda la culpa por la condición en la que ahora se encuentra, mientras que concede que Dios ha castigado justamente la desobediencia de nuestros primeros padres al ordenar que todos sus descendientes prueben la amargura de la paga del pecado, sin embargo, imaginan que la compasión de Dios por los hijos caídos de Adán lo obligó a proporcionar un Salvador para los pecadores. Una refutación suficiente de este error ampliamente sostenido se encuentra en el tratamiento del Creador de los ángeles que cayeron: ¡ningún Salvador fue provisto para ellos! “Dios no perdonó a los ángeles que pecaron” (II Pedro 2:4). Hay pruebas claras de que la benevolencia de Dios no hizo imperativa la Expiación.
Aparte de cualquier reclamo que una criatura no caída pueda tener sobre Dios, ciertamente un rebelde contra Él no tiene derecho a nada más que un juicio sumario. Tampoco pueden los ofensores contra Su gobierno moral por cualquier cosa que realicen, ponerlo bajo la obligación de proporcionarles una base legal de liberación del pecado. Decir que pueden, sería investir a los pecadores culpables con el poder de controlar al Divino Legislador, y despojaría completamente la gracia de Dios de su carácter de favor soberano, libre e inmerecido. No, no había nada ni en las perfecciones del carácter de Dios ni en las reclamaciones de Sus criaturas, que hiciera de la Expiación una necesidad absoluta. El propósito de Dios de salvar a un remanente de acuerdo con la elección de la gracia surgió únicamente de Su propia voluntad libre y soberana: la provisión de un Salvador para salvar a Su pueblo de sus pecados surgió nada menos que de la propia determinación de Dios.
2. La Expiación fue necesaria por la Ley de Dios
Al decir que la Expiación fue requerida por la Ley, no estamos contradiciendo lo que se ha dicho anteriormente, como se verá claramente si se presta mucha atención a las oraciones inmediatamente posteriores. La voluntad soberana de Dios se ejerció por lo menos en dos cosas con respecto a la Expiación: primero, en Su propósito original de salvar a los pecadores, porque eso era únicamente Su mera buena voluntad; segundo, en el proceso decretado por el cual debían ser salvos, es decir, a través de la obra vicaria de un Redentor. Habiendo tenido el propósito de salvar a Su pueblo de la ira venidera, le agradó a Dios resolver que sus pecados fueran remitidos de una manera por la cual Su Ley fuera honrada y magnificada. Pero recordemos cuidadosamente que también en esto Dios actuó con bastante libertad, y no con ninguna restricción. La Ley misma Dios la ha designado, y no algo superior a Él mismo. Habiéndose propuesto salvar, se redactó el Pacto Eterno, y habiendo aceptado libremente el Mediador sus términos y habiéndose colocado voluntariamente bajo la Ley, de ahí en adelante todo se hizo en obediencia a la Ley. Por lo tanto, habiendo elegido los Tres Eternos que la redención se efectuara bajo la Ley, todo se llevó a cabo en perfecta conformidad con la Ley.
Es a la luz de estos hechos que los pasajes citados en un párrafo anterior, con respecto a la necesidad relativa de la Expiación, deben interpretarse. “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado”. No había ninguna necesidad absoluta en ninguno de los dos casos. Fue la gracia soberana, pura y simple, la que proporcionó una forma de vida para los israelitas culpables que estaban muriendo en el desierto. Fue por nombramiento divino que tanto la serpiente de bronce como el Antitipo fueron “levantados”. Así que de Mateo 16:21: a Cristo “le era necesario” subir a Jerusalén y ser asesinado. ¿Por qué? Porque Dios así lo había ordenado, porque los términos del Pacto Eterno así lo requerían. Así que no era posible que la “copa” pasara del Salvador agonizante. ¿Por qué? Porque Dios había querido que la salvación viniera a Su pueblo a través de que Él la bebiera; por lo tanto, se había determinado inalterablemente. La Escritura no afirma en ninguna parte “sin derramamiento de sangre no pudo haber remisión”. Pero bajo el régimen Dios ha instituido: “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Heb. 9:22).
Se ha dicho bien que “La obra de redención, así como el curso de la Naturaleza, procede de acuerdo con un plan predeterminado, y bajo una ley absoluta e invariable, una ley tan exacta como la que gobierna el universo material. Cada fin contemplado por la mente divina en el reino de lo espiritual, y todos los medios para su logro bajo el reino de la ley absoluta, fueron determinados, con infinita exactitud, desde el principio” (Dr. J. Armour).
Las analogías entre el reino de la ley en las esferas natural y moral son cercanas y numerosas, la primera sirve para ilustrar la segunda. Por ejemplo, primero, cada ley en el mundo natural, como la de las estaciones recurrentes o de la gravitación, ha sido ordenada e impuesta por el Creador de acuerdo con Su propia voluntad soberana. Así también toda ley en el ámbito moral, como la de sembrar y segar, el pecado y su castigo, ha sido designada por Dios. En segundo lugar, el reino de la ley, como tal, es invariable e inexorable: no conoce excepciones. Si el niño más querido de la tierra bebe veneno por error, produce precisamente los mismos efectos que si el miserable más vil lo hubiera tomado deliberadamente para poner fin a su existencia terrenal. En tercer lugar, aunque la ley y sus demandas no pueden ser desafiadas con impunidad, una ley superior puede ser puesta en marcha revirtiendo la acción de una inferior. Los venenos tienen sus antídotos. La ley de la gravedad puede superarse levantando un objeto del suelo. La ley nunca se suspende, pero el poder superior puede intervenir y liberarse de los efectos de una ley inferior magnificando una ley superior. Ese fue el caso de la Expiación.
La ley exige la conformidad con sus preceptos. Cuanto más perfecta es una ley, mayores son las obligaciones de respetarla. Dada una ley que es “santa, justa y buena” (Romanos 7:12), la obediencia a ella se vuelve imperativa. Para que Dios la derogue o incluso suspenda, sería difícil reconocer que había algún defecto en ella. Esto nunca podría ser. Por lo tanto, las criaturas hechas bajo esa ley deben, necesariamente, obedecerla. En caso de su fracaso, entonces, antes de que fuera posible justificarlos, es decir, declararlos justos de acuerdo con el estándar requerido, otro debe cumplir esa ley en su nombre, y su justicia u obediencia debe ser imputada a la cuenta de ellas. Esto se ha hecho realmente. Cristo “nació bajo la ley” (Gálatas 4:4), “la cumplió” (Mateo 5:17), y Su obediencia ha sido puesta al crédito legal de todo Su pueblo (Romanos 5:19), de modo que ahora son hechos “justicia de Dios en él” (II Corintios 5:21).
La ley no sólo exige obediencia a sus preceptos, sino que exige el castigo de sus transgresores. Su frase invariable es “El alma que pecare, esa morirá” (Ez 18:4). En la medida en que Dios mismo declaró esto, y Él “no puede mentir”, inevitablemente resulta que dondequiera que se encuentre el pecado, la muerte con todo lo que incluye, ciertamente debe seguir. El Señor ha afirmado expresamente que Él “de ninguna manera tendrá por inocente al culpable” (Éxodo 34:7). La única forma en que los transgresores pueden escapar de la ley es que Otro sufra el castigo en su lugar. Bajo el régimen que Dios ha instituido, si Él perdonara sin satisfacción a Su ley quebrantada por un Sustituto al que se le pagara el salario del pecado, entonces, Dios no solo pisotearía Su propia ley, sino que ignoraría Su solemne amenaza, y la Escritura dice “Él no puede negarse a sí mismo” (II Tim. 2:13). Por lo tanto, Dios mismo proveyó ese maravilloso sacrificio sobre el cual cayó el justo castigo de la ley.
Para entender correctamente la obra de la Redención, es muy importante que mantengamos puntos de vista correctos de la ley de Dios bajo la cual el hombre ha transgredido, y el estado en el que él, por rebelión, ha caído. La ley de Dios señala el deber del hombre, exigiéndole lo que es recto y justo. No puede ser alterada en el menor grado para exigir más o menos. Por lo tanto, es una regla inalterable de justicia. Esta ley implica necesariamente, como esencial para ella, una sanción y una pena, una pena exactamente ajustada a la magnitud del delito al transgredirla. Toda criatura que está bajo esta ley está obligada por infinitas obligaciones a obedecerla, sin la menor desviación de ella a lo largo de toda su existencia. Pero al transgredirla, el hombre ha incurrido justamente en su castigo y ha caído bajo su maldición: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gálatas 3:10).
Ahora bien, la maldición bajo la cual los pecadores han caído, no puede ser removida ni el transgresor liberado hasta que se le haya hecho plena satisfacción. El pecador mismo es completamente incapaz de ofrecer tal satisfacción: “ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él” (Romanos 3:20). Debido a que la ley de Dios es una expresión inalterable de Su voluntad y carácter moral, ni sus demandas ni amenazas pueden ser disminuidas. La autoridad de la ley debe mantenerse. Perdonar sin satisfacción sería actuar en contra de la ley. Esta barrera insuperable en el camino de la liberación del pecador es lo que subyace a la necesidad relativa del Mediador y Libertador.
Para que la maldición de la ley sea quitada del que había incurrido en su anatema, debe caer sobre otro que es hecho una maldición en su lugar. Es en este punto que se han mostrado las asombrosas riquezas de la gracia divina. El Cristo de Dios no sólo “nació bajo la ley”, no sólo rindió perfecta obediencia a sus preceptos, sino que además, oh maravilla de maravillas, fue “hecho maldición por nosotros” (Gálatas 3:13). Dios mismo lo preordenó para ser una “propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, … a fin de que él (no solo sea “misericordioso” sino también) el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:25-26).
3. La Expiación fue necesaria por el pecado
Al afirmar que la Expiación fue necesaria por el pecado, no se suponga ni por un momento que la entrada del pecado en este mundo fue una calamidad no anticipada por el Creador, y que la Expiación es Su medio de remediar un defecto en Su obra. Lejos, muy lejos de eso. Lejos de que la caída del hombre fuera imprevista por Dios, el Cordero fue “ya destinado desde antes de la fundación del mundo” (I Pedro 1:19,20). La tragedia del Edén no fue una catástrofe desconocida, sino conocida de antemano y permitida por Dios por Sus propias razones sabias. No, empleamos el término utilizado en este tercer título en el sentido de una necesidad condicional. Como tratamos de mostrar en el capítulo anterior, la razón última y el motivo de todos los actos de Dios se encuentran dentro de Él, y esa razón y motivo es siempre Su propia gloria. Pero la “gloria” es la excelencia manifestada, por lo tanto, Dios magnifica Su gloria manifestativa mediante el ejercicio y la exhibición de Sus múltiples perfecciones.
Dios ha usado maravillosamente el pecado como una ocasión para mostrar Sus propios atributos. Lo ha empleado como un fondo oscuro del cual ha brillado más resplandecientemente las bellezas de Su sabiduría, Su santidad, Su fidelidad, Su gracia. Así Él ha hecho la misma ira del hombre para “alabarle” (Sal. 76:10). Dios es inefablemente santo. Como tal, Él está absolutamente libre de todo vestigio de contaminación moral. Él se deleita en todo lo que es puro, y por lo tanto odia todo lo que es impuro: “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio” (Hab. 1:13). Ahora bien, el pecado se opone directamente a la santidad de Dios, porque es esencialmente impuro, sucio, abominable; por lo tanto, es el objeto de Su incesante aborrecimiento Entonces, ¿cómo se manifestará el aborrecimiento que Dios tiene hacia el pecado sino por Su castigo de él?
La Expiación relativamente necesaria por el pecado es obvia a partir de otras consideraciones. Si la criatura nunca hubiera caído, nunca habría merecido el salario del pecado. Si nunca hubiera transgredido la ley de Dios, no se habría requerido satisfacción alguna por su indignado honor. El pecado es desagradable tanto para la naturaleza como para la ley de Dios, hace que aquellos que lo han cometido estén sujetos a Su disgusto. Otra vez; el pecado es una grave deshonra a la gloria manifestada de Dios (Romanos 3:22), un insulto directo ofrecido a la alta Majestad del Cielo, y si el pecado fuera perdonado sin una satisfacción adecuada, sería equivalente a decir que Dios puede ser insultado con impunidad. Pero si la santidad de Dios requiere que el pecado sea castigado, si la ley de Dios requiere que se rinda satisfacción a su honor, ¿cómo pueden escapar sus transgresores? El pecado ha impuesto un abismo entre el tres veces santo y aquellos que se han rebelado contra Él (Isaías 59:2). El hombre es totalmente incapaz de llenar ese abismo o de pasar por encima de él.
Bien podría Job exclamar: “Porque no es hombre como yo, para que yo le responda, y vengamos juntamente a juicio. No hay entre nosotros árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos” (9:32-33). Ah, un “árbitro”, un Mediador, uno capaz de venir “entre”, es lo que se necesitaba con tanta urgencia. Y lo que la terrible condición de los pecadores caídos necesitaba, la gracia incomparable de Dios proveyó gratuitamente. Cristo es la respuesta divina al derrocamiento de nuestros primeros padres por parte del diablo. Y en Cristo, y por Cristo, cada atributo de Dios ha sido glorificado y cada requisito de Su ley ha sido satisfecho. A través de la encarnación, vida y muerte de Su bendito Hijo, Dios ha mostrado a todas las inteligencias creadas lo terrible que es el pecado, qué terrible brecha había hecho entre Él y Sus criaturas, cuán imparcial es Su justicia, qué océano de amor hay en Su corazón para promover la felicidad de Su pueblo y, sobre todo, Él ha asegurado y avanzado Su propia gloria manifestativa al honrar todos Sus atributos. Por medio de la Expiación, Dios ha sido vindicado.
Pero que el pensamiento final de nuestro capítulo sea este: fue el pecado lo que requirió la Expiación. Que cada lector verdaderamente cristiano lo haga individual: fueron mis pecados los que hicieron descender al eterno Hijo de Dios a este mundo de oscuridad y muerte. Si no hubiera habido otro pecador en la tierra sino yo, Cristo ciertamente había venido aquí. Sí, fueron mis terribles e injustificables pecados los que causaron que el Señor de gloria se convirtiera en “el Varón de Dolores”. Fueron mis pecados los que requirieron que el Amado del Padre descendiera a una profundidad tan insondable de vergüenza y sufrimiento. Fue por mí que el inefablemente Santo fue “hecho maldición”. Fue por mí que soportó la Cruz, sufrió la separación de Dios y probó la amargura de la muerte. Oh, que la comprensión de esto me haga odiar el pecado, y clamar diariamente a Dios por la liberación completa de él. Que la comprensión de la gracia tan asombrosa me obligue a vivir sólo para Aquel que “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).