El Pecado y la Muerte
Autor: Herman Bavinck
Traductor: Valentín Alpuche
El tercer capítulo de Génesis ya nos relata la caída y desobediencia del hombre. Probablemente no fue mucho tiempo después de su creación que el hombre se hizo culpable de transgredir el mandato divino. La creación y la caída no son coexistentes y no deben identificarse. Difiere una de la otra en naturaleza y esencia, pero cronológicamente se hallan cerca.
Tal fue la circunstancia para el hombre y muy probablemente lo fue también en el mundo de los ángeles. La Santa Escritura no nos da un relato detallado de la creación y caída de los ángeles; solamente nos dice un poco de ello respecto a lo que necesitamos saber para tener un entendimiento correcto del hombre y su caída. Se abstiene de toda elaboración más extensa y no da ningún indicio en lo absoluto para satisfacer nuestra curiosidad. Pero sí sabemos que hay ángeles, que un gran número de ellos calló, y también que esta caída tuvo lugar en el comienzo del mundo. Es cierto que algunos han colocado el tiempo de su creación y caída mucho más anteriormente, en el tiempo que precede a Génesis 1:1, pero la Escritura no da ningún fundamento para ello.
El comienzo de toda la obra de creación se encuentra en Génesis 1:1, y en Génesis 1:31 bien puede ser que se diga de toda la obra de creación, y no solamente de la creación de la tierra, que Dios vio lo que había hecho y he aquí que era bueno en gran manera. Si es así, la rebelión y la desobediencia de los ángeles tuvo que haber sucedido después del sexto día de la creación.
Por otro lado, es definitivo también que la caída de los ángeles precedió a la del hombre. El pecado no apareció primero en la tierra, sino en el cielo, en la presencia inmediata de Dios y al pie de su trono. La idea, el deseo y la voluntad de resistir a Dios surgieron primero en el corazón de los ángeles. Puede ser que el orgullo sea el pecado principal y esto haya sido el comienzo y el principio de su caída. En 1Timoteo 3:6, Pablo aconseja a la iglesia que no escoja como obispo a alguien que haya sido un miembro de la iglesia por un breve tiempo solamente, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. Si por este juicio o condenación del diablo se quiere decir el juicio en el que el diablo cayó cuando se exaltó en contra de Dios, entonces tenemos aquí un indicio del hecho de que, en el diablo, el pecado empezó como una autoexaltación y orgullo.
Como quiera que esto sea, la caída de los ángeles precedió a la del hombre. Después de todo, el hombre no llegó a transgredir la ley de Dios por sí mismo exclusivamente, sino que fue motivado a ello desde fuera de sí mismo. La mujer, engañada por la serpiente y siendo tentada, incurrió en transgresión (2 Corintios 11:3 y 1 Timoteo 2:14). Ciertamente no debemos considerar a esa serpiente como una manifestación simbólica, sino como una serpiente real, ya que se nos dice claramente que esta serpiente era más astuta, más sabia que todas las bestias del campo (Génesis 3:1 y Mateo 10:16). Tan cierto también, sin embargo, la revelación en su desarrollo posterior nos da a entender que un poder demoníaco hizo uso de la serpiente para engañar al hombre y extraviarlo. Ya en varios puntos del Antiguo Testamento leemos que Satanás es un acusador y tentador de los hombres (Job 1:1; 1 Crónicas 21:1 y Zacarías 3). Pero el terrible poder de las tinieblas se reveló primero cuando la luz celestial divina había alumbrado al mundo en Cristo. Es, entonces, que se llega a manifestar que hay incluso otro mundo pecaminoso aparte del mundo que está aquí en la tierra. Hay un reino espiritual de maldad, del cual innumerables demonios, espíritus malvados e inmundos, unos más inicuos que los otros (Mateo 12:45), son siervos súbditos, y del cual Satanás es jefe y cabeza. Este Satanás es llamado con varios nombres. No solamente se le llama Satanás, que es Adversario, sino también el diablo, que es el blasfemador (Mateo 13:39), el enemigo (Mateo 13:39 y Lucas 10:19), el malo (Mateo 6:13 y 13:19), el acusador (Apocalipsis 12:10), el tentador (Mateo 4:3), Belial, que es malevolencia o indignidad (2 Corintios 6:15), Baal-zebub o Beelzebú, el nombre por el que originalmente se designaba al dios de las moscas que se honraba en Ecrón (2 Reyes 1:2 y Mateo 10:25), el príncipe de los demonios (Mateo 9:34), el príncipe del poder del aire (Efesios 2:2), el príncipe de este mundo (Juan 12:31), el dios de este siglo o mundo (2 Corintios 4:4), y el gran dragón, la serpiente antigua (Apocalipsis 12:9).
Este reino de las tinieblas no existió desde el principio de la creación, sino que llegó a existir en la caída de Satanás y sus ángeles. Pedro dice de manera general que los ángeles que pecaron fueron, por tanto, castigados por Dios (2 Pedro 2:4), pero Judas en el versículo seis de su carta indica de una manera más particular la naturaleza de su pecado y declara que ellos no guardaron su dignidad, es decir, el estado que Dios les había dado, y que abandonaron su propia morada en el cielo. No estuvieron satisfechos con el estado en que Dios los había colocado, y desearon algo más. Esta rebelión tuvo lugar al principio, porque el diablo peca desde el principio (1 Juan 3:8), y desde el principio tenía como objetivo la corrupción del hombre. Jesús explícitamente declara que Satanás era homicida desde el principio, y que no permaneció en la verdad porque es mentiroso (Juan 8:44).
De este Satanás provino la tentación del hombre. Vino por vía de adhesión al mandato que Dios había dado de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. El apóstol Santiago testifica que Dios está muy por encima de la tentación y que no tienta al hombre. Naturalmente el significado de esto no es que Dios no ponga a prueba al hombre o lo someta a prueba. La Escritura frecuentemente reporta ejemplos en que Dios hace justamente esto, ya sea en Abraham, Moisés, Job, Cristo mismo, o inmediatamente en el primer hombre, Adán. Pero cuando alguien falla en la prueba, se inclina inmediatamente a echar a Dios la culpa de la caída y decir que Dios lo tentó, es decir, lo tentó con la intención de hacerlo caer, o lo sometió a una prueba en la que necesariamente tenía que fallar.
Vemos que después de la caída, Adán inmediatamente hizo esta acusación. Es la inclinación secreta de todo hombre hacer eso. Santiago está intentando fuertemente contrarrestar esta tendencia y declara definitiva y firmemente que Dios mismo está muy por arriba del nivel de la tentación y que Él nunca tienta a nadie. Nunca tienta a nadie con la intención de hacerle caer, y nunca somete a alguien a una prueba que esté más allá de su capacidad para superarla (1Corintios 10:13). El mandato probatorio dado a Adán fue diseñado para hacer que su obediencia se hiciera manifiesta, y de ninguna manera estaba más allá del alcance de sus poderes. Humanamente hablando, el hombre fácilmente pudo haber guardado ese mandamiento, ya que era un mandamiento sencillo, para nada comparable en peso con todo lo que se le había dado y permitido.
Pero justo aquello que Dios siempre planea para el bien, Satanás siempre le da una interpretación para el mal. Abusa del mandamiento probatorio y hace de él una tentación, un ataque secreto a la obediencia del primer hombre, y por medio de este claramente tiene la intención de hacer caer al hombre. Primero, el mandato prohibitorio que Dios ha dado es representado como una carga agregada arbitrariamente, como una limitación sin fundamento de la libertad del hombre. De este modo, se ha sembrado en el alma de Eva la semilla de la duda con respecto al origen divino y la justicia del mandamiento. A continuación, aquella duda es desarrollada en incredulidad por medio de la idea de que Dios ha dado el mandamiento por temor de que el hombre llegue a ser como Él mismo, conociendo el bien y el mal como Él. Esta incredulidad a su vez se pone al servicio de la imaginación y hace de la transgresión aparente ser, no el camino a la muerte, sino el camino para la vida eterna, a la igualdad con Dios. La imaginación entonces hace su parte en la inclinación y esfuerzo del hombre, para que el árbol prohibido empiece a adoptar otra apariencia. Se convierte en una lujuria para los ojos y en un deseo para el corazón. El deseo, así concebido, destierra la voluntad y da a luz el pecado. Eva tomó del fruto y comió, y dio también a su marido, el cual comió, así como ella (Génesis 3:1-6).
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De esta manera sicológica sencilla pero profunda, la Escritura relata la historia de la caída y del origen del pecado. De esta manera el pecado continúa existiendo todavía. Empieza con el oscurecimiento del entendimiento, continúa con la excitación de la imaginación, estimula el deseo en el corazón, y culmina en un acto de la voluntad. Cierto, hay una gran diferencia entre el origen del primer pecado y el de todos los pecados posteriores. Los pecados posteriores asumen una naturaleza pecaminosa en el hombre y hacen de eso su punto de contacto. Una naturaleza así no existía en Adán y Eva porque ellos fueron creados a la imagen de Dios. Pero hacemos bien en recordar que, en toda su perfección, ellos no obstante fueron creados de una manera que podían caer, y además que el pecado, en virtud de su naturaleza, siempre tiene una calidad de irracionabilidad y arbitrariedad acerca de sí mismo. Cuando alguien ha pecado, siempre intenta excusarse o justificarse, pero en esto nunca tiene éxito. Nunca hay una base o fundamento razonable para el pecado. Su existencia es y permanece siempre una infracción. Cierto, algunos en nuestro tiempo tratan de mantener que el hacedor del mal es llevado a su acto pecaminoso por circunstancias o por su disposición, pero tal inevitabilidad interna o externa está, en la consciencia de uno, siempre sujeta a una enorme contradicción. Ni racional ni sicológicamente se debe rastrear el origen del pecado hasta una disposición o acción que tenga alguna razón o derecho de existir.
Esto es particularmente cierto del primer pecado que fue cometido, el primer pecado del hombre en el paraíso. En la actualidad, hay frecuentemente circunstancias modificantes. Estas no justifican el pecado, pero sí limitan la medida de la culpa. Pero en el pecado de esa primera pareja humana no hay para nada una sola circunstancia a la cual apelar como un factor modificante en la culpa. A decir verdad, todo lo que se puede designar como contexto del evento, tal como la revelación especial que les informó del mandamiento probatorio, el contenido del mandamiento probatorio siendo tal que demandaba tan poco de abnegación, la seriedad de la amenaza del castigo incluida en la transgresión, lo terrible de las consecuencias, la santidad de la naturaleza de ellos, todo esto agrava en vez de disminuir la extensión de la culpa.
Podemos arrojar algo de luz sobre la posibilidad de la caída, pero la transición a la actualidad de esta permanece envuelta en la obscuridad. La Escritura no hace ningún esfuerzo para hacer entendible esta transición. Por lo tanto, la Escritura deja al pecado sin ninguna modificación en su carácter propiamente pecaminoso. Hay tal cosa como el pecado, pero es ilegítimo. Estuvo, está y estará eternamente en conflicto con la ley de Dios y con el testimonio de nuestra propia consciencia.
Al relacionar estas dos cosas, es decir, al dar, por un lado, un relato psicológico de la existencia del pecado, algo de verdad de lo que cada uno de nosotros siente en todo momento en su propia vida, y al dejar al pecado, por otro lado, permanecer claramente en su naturaleza irrazonable e injustificable, el relato de la caída en Génesis 3 se eleva a sí mismo desmedidamente por encima de todo lo que la sabiduría humana en el curso de los siglos ha sido capaz de dar sobre la materia del origen del pecado. Que haya pecado y miseria después de todo es algo que sabemos no solamente de la Escritura; es algo que se nos predica diariamente y a cada momento por toda la creación que gime. Todo el mundo permanece en la señal de la caída. Y si el mundo a nuestro alrededor no nos lo proclamara, entonces todavía se nos recordaría el pecado en cada momento por la voz de la consciencia, la cual continuamente nos acusa, y por la pobreza del corazón que da testimonio de una indescriptible aflicción.
Por esa razón, en todas partes y en todos los tiempos, la pregunta no se resolvería entre la humanidad: ¿Por qué el mal? ¿Por qué el mal del pecado y el mal de la miseria? Esa es la pregunta que incluso más que la pregunta en cuanto al origen del hombre ha preocupado la mente del hombre y ha presionado sus corazones y mentes constantemente. Pero ahora comparemos las soluciones que la sabiduría humana ha dado a la pregunta con la sencilla respuesta que la Escritura le da.
Naturalmente, las soluciones de ninguna manera son iguales, es decir, las soluciones de la sabiduría humana. Pero no obstante exhiben una incuestionable relación y es conferencia a esta relación que pueden ser clasificadas. La solución más comúnmente presentada es aquella, según la cual, el pecado no vive en el hombre ni proviene de él, sino que se adhiere a él desde fuera. Según esta idea, el hombre es bueno por naturaleza; su corazón no está corrompido. El mal reside en las circunstancias, en el entorno, en la sociedad en que el hombre nace y se educa. Removamos estas circunstancias, reformemos la sociedad; introduzcamos, por ejemplo, la distribución igualitaria de los bienes a todos a los hombres, y el hombre será naturalmente bueno. No habrá ninguna razón para que él haga el mal.
Este pensamiento con respecto al origen y esencia del pecado en todo tiempo ha tenido partidarios porque el hombre siempre está inclinado a transferir su culpa a las circunstancias. Pero es una opinión que fue particularmente honrada cuando, desde el siglo dieciocho, los ojos fueron abiertos a la corrupción política y social, y se promovió un cambio radical del estado y la sociedad como la sola panacea de todos los males. Pero en este asunto de la bondad natural del hombre, el siglo dieciocho produjo nuevamente una innegable cantidad de desilusión. En el presente, el número de ninguna manera es pequeño de aquellos que llaman a la naturaleza del hombre radicalmente mala y que se desesperan por su redención.
De este modo, aquella otra explicación que busca el origen del pecado en la naturaleza sensual del hombre llegó a estar en boga nuevamente. El hombre tiene un alma, pero también tiene un cuerpo; es espíritu, pero también es cuerpo. La carne en sí misma siempre tiene ciertas tendencias e inclinaciones pecaminosas, y de esa manera permanece naturalmente opuesta al espíritu con sus imágenes, ideas e ideales. En la medida que el hombre, al nacer, continúa viviendo por años una clase de vida botánica y animal, y permanece como un niño que vive en términos de imágenes concretas, habla por sí mismo que la carne sea, por años y años, el elemento dominante y mantenga al espíritu en sujeción. Solo gradualmente, de acuerdo con este punto de vista, el espíritu se emancipa a sí mismo del poder de la carne. Pero, aunque sea muy gradualmente, el desarrollo de la carnalidad a la espiritualidad continúa en la humanidad y en la persona individual.
De esa misma manera, los pensadores y filósofos han hablado repetidamente del origen del pecado. Pero en tiempos más recientes, ellos han recibido un fuerte apoyo de la teoría de que el hombre en sí mismo desciende del animal, y en su corazón realmente es todavía un animal.
Algunos llegan a inferir de este hecho que el hombre permanecerá un animal para siempre. Pero otros alimentan la esperanza de que, en la medida que el hombre ya se ha desarrollado tan gloriosamente en comparación con sus orígenes, seguirá avanzando todavía más en el futuro, y tal vez incluso llegue a ser un ángel. De cualquiera manera que eso sea, la ascendencia animal parecía proveer una notable solución al problema del mal. Si el hombre remonta su linaje hasta la vida animal, entonces es perfectamente natural y no necesita haber una causa de sorpresa que el antiguo animal siga operando en él y a veces todavía desafía las restricciones de la decencia.
De acuerdo con muchos, por lo tanto, el pecado es nada más que una influencia y un resto vestigial de la condición animal previa. La sensualidad, el robo, el asesinato y cosas semejantes son prácticas que eran comunes entre los pueblos más primitivos como lo son incluso entre los animales, y renacen otra vez en el tiempo presente en individuos retardados, entre los así llamados criminales. Pero a estas personas, que recayeron en las prácticas antiguas y originales, no se les debe considerar propiamente como criminales, sino como retardados, débiles, enfermos y más o menos personas dementes, y no deben ser castigadas en las prisiones sino más bien ser tratadas en hospitales. Lo que la herida es para el cuerpo, eso el criminal lo es para la sociedad. El pecado es una enfermedad que el hombre toma para sí mismo desde su preexistencia animal y que solo gradualmente suprime.
Si uno traza esta línea de argumentación hasta su conclusión lógica y busca la explicación del pecado en la sensualidad, en la carne, en el origen animal, uno arriba naturalmente a la doctrina, a menudo enseñada en el pasado, de que el pecado adquiere su punto de partida en la materia, o, más generalmente expresada, en la existencia finita de todas las criaturas. En la antigüedad esta era una opinión favorita. De acuerdo con ella, el espíritu y la materia está opuestos uno con la otra como lo están la luz y la obscuridad. La oposición es eterna y las dos nunca pueden llegar a una verdadera y completa comunión entre ellas. La materia, entonces, no es algo que ha sido creada. El Dios de luz no pudo haber creado esta cosa obscura. Tuvo que haber existido eternamente junto a Dios, sin forma, obscura, privada de toda vida y luz. Incluso cuando más tarde se le dio forma y fue moldeada por Dios y usada para la construcción de este mundo, todavía permanecía incapaz de asumir la idea espiritual en sí misma y de regresar a ella. Obscura en sí misma, no admitirá la luz del pensamiento.
En algunos pensadores, esta obscura materia es rastreada hasta Dios a un origen divino de sí misma. En tal caso, llegan a haber dos dioses, quienes coexisten desde toda eternidad, un Dios de luz y un dios de tinieblas, un Dios bueno y un dios malo. Otros nuevamente intentarán rastrear los dos principios eternos del bien y del mal hasta una sola Deidad, y de este modo hacer a Dios un ser dual. Hay en Él una base inconsciente, obscura y secreta de la cual llega a expresión una naturaleza consciente, clara y luminosa. Lo primero es el origen básico de la obscuridad y el mal en el mundo, y lo segundo es la fuente de toda luz y vida.
Si ahora damos un paso más, arribamos en el día moderno a la doctrina enseñada por algunos filósofos de que Dios en sí mismo no es nada sino una naturaleza obscura, una fuerza ciega, un hambre eterna, una voluntad arbitraria, que llega a la consciencia y de esa manera solamente llega a ser luz en la humanidad. Ciertamente esa es la opinión diametralmente opuesta de la enseñada por la revelación de la Escritura. Esta Escritura nos dice que Dios es luz y que no hay en Él nada de tinieblas y que en el principio todas las cosas fueron hechas por la Palabra. Pero la filosofía de nuestro día dice que Dios es tinieblas, naturaleza, abismo, y que la luz nace para Él solamente en el mundo y en la humanidad. Por lo tanto, no es el hombre quien necesita ser salvo sino Dios, y es Dios quien no es salvo y que tiene que esperar del hombre su redención.
Esta conclusión es, por supuesto, no tan estrictamente extraída por todos los que coquetean con la teoría, ni tan francamente expresada, pero es de todas formas el fin de la ruta seguida por aquellos que se adhieren a las opiniones del origen del pecado mencionadas anteriormente. Como que quiera que ellos difieran entre sí, todos tienen en común que ellos buscan el origen y asiento del pecado, no en la voluntad de la criatura, sino en la estructura y naturaleza de las cosas, y por lo tanto en el Creador que es la causa de esa estructura y naturaleza.
Si el pecado merodea en las circunstancias, en la sociedad, en la sensualidad, en la carne, en la materia, entonces la responsabilidad de este debe cargársele a Aquel que es el Creador y Sustentador de todas las cosas. Y así el hombre queda libre. En dicho caso, el pecado no empezó en el tiempo de la caída sino en el tiempo de la creación. La creación y la caída son entonces idénticas. Entonces la existencia, entonces el ser mismo, es pecado. La imperfección moral es lo mismo que la finitud. Y la redención es absolutamente imposible o culmina en la aniquilación de lo real, en el nirvana.
La sabiduría de Dios está muy por arriba de esta especulación humana. Esta sabiduría acusa a Dios de la responsabilidad y vindica al hombre; la sabiduría de Dios justifica a Dios y acusa al hombre de culpa. La Escritura es el libro que desde el principio hasta el fin vindica a Dios y compromete al hombre. La Escritura es una grandiosa y poderosa teodicea, una justificación de Dios, de todos sus atributos y de todas sus obras, y a esto se une el testimonio de la consciencia de todas las personas. Cierto, el pecado no es algo que sale del límite de la providencia de Dios; la caída no tuvo lugar fuera del alcance del conocimiento de Dios, de su consejo y de su voluntad. Todo el desarrollo y la historia del pecado están guiados por Él, y hasta su final permanecerá ligado a la dirección de Dios. El pecado no hace que Dios se quede sin un plan y sin poder; en contra del pecado también, Dios permanece Dios, perfecto en sabiduría, bondad y poder.
De hecho, Dios es tan bueno y poderoso que produce bien del mal, y puede obligar al mal contra su naturaleza para cooperar en la glorificación de su nombre y el establecimiento de su reino. Pero el pecado, no obstante, continúa manteniendo su carácter pecaminoso. Si en un sentido particular, uno puede decir que Dios quiso que existiera el pecado en la medida en que sin su voluntad y fuera de su alcance, nada puede llegar a ser o existir, aun así, debe recordarse siempre que es como pecado que lo quiso, algo que es anormal y no debió haber sido en absoluto, algo ilegítimo, y por lo tanto, en conflicto con su mandamiento.
De este modo, al vindicar a Dios, la Escritura al mismo tiempo mantiene la naturaleza del pecado. Si el pecado no tiene su origen en la voluntad del Creador, sino en la esencia o ser que precede a la voluntad, inmediatamente pierde su carácter moral, llega a ser una cosa física y natural, un mal inseparable de la existencia y naturaleza de las cosas. El pecado es, entonces, una realidad independiente y un principio original, una clase de materia mala tal como en el pasado se consideraba a las enfermedades. Pero la Escritura nos enseña que el pecado no es de esta clase y que no puede serlo. Porque Dios es el Creador de todas las cosas, de la materia también; y cuando la obra de la creación fue completada, Dios consideró las cosas que había hecho, y he aquí todas eran muy buenas.
El pecado, por consiguiente, no pertenece a la naturaleza de las cosas. Es una manifestación que es moral en carácter, operando en la esfera ética y consiste en alejarse de la norma ética que Dios por su voluntad estableció para el hombre racional. El primer pecado consistió en la transgresión del mandamiento probatorio, y de este modo, de toda la ley moral, la cual, junto con el mandamiento probatorio, tiene su asiento en la misma autoridad divina. Los muchos nombres que el Espíritu Santo usa para designar al pecado: transgresión, desobediencia, injusticia, impiedad, enemistad contra Dios, y cosas semejantes, todos apuntan en la misma dirección. Pablo dice claramente que por la ley es el conocimiento del pecado (Romanos 3:20) y Juan declara que todo pecado, el más pequeño como también el más grande de los pecados, es injusticia, infracción, transgresión (1 Juan 3:4).
Si la transgresión es el mismo carácter del pecado, entonces ese carácter no puede residir en la naturaleza o esencia de las cosas, ya sea materia o espíritu, porque las cosas deben su esencia y existencia a Dios solamente. Dios es la fuente de todos los bienes. El mal, por lo tanto, solamente puede llegar después del bien, solamente puede existir a través del bien y sobre el bien, y realmente puede consistir en nada sino en la corrupción del bien. Incluso los ángeles malos, aunque el pecado ha corrompido toda su naturaleza, no obstante, como criaturas son y permanecen buenos. Además, lo bueno, en la medida que está en la esencia y ser de las cosas, no es aniquilado por el pecado, aunque se inclina en otra dirección y se abusa del mismo. El hombre no ha perdido su ser, su naturaleza humana, a través del pecado. Todavía tiene un alma y un cuerpo, razón y voluntad, y todas las clases de emociones e intereses.
Pero todos estos dones, buenos en sí mismos y descendiendo del Padre de las luces, ahora son usados por los hombres para servir como armas contra Dios y puestos al servicio de la injusticia. El pecado, por consiguiente, no es meramente una falta o carencia, ni siquiera una falta de lo que el hombre originalmente poseía. La situación no como la de una persona que era rica y se ha hecho pobre, que ha sufrido una pérdida y ahora tiene que vérsela con mucho menos de lo que una vez tenía. El pecado es más que eso. Es una privación de aquello que el hombre, a fin de ser verdaderamente humano, debe ser; y es al mismo tiempo la introducción de un defecto o deficiencia que no es propio del hombre.
De acuerdo con la ciencia contemporánea, la enfermedad no es una substancia o materia particular, sino más bien una vida en circunstancias cambiadas, de manera que, de hecho, las leyes de la vida en verdad permanecen igual como lo son en un cuerpo saludable, pero los órganos y funciones de esa vida están perturbados en su actividad normal. Incluso en el cuerpo muerto, el funcionamiento no deja de existir, sino que la actividad que comienza después es de una clase destructiva y desintegradora. En este mismo sentido, el pecado no es una substancia en sí mismo, sino esa clase de alteración de todos los dones y energías dados al hombre quien las hace funcionar en otra dirección, no hacia Dios sino lejos de Él. La razón, voluntad, intereses, emociones, pasiones, habilidades sicológicas y físicas de una clase u otra, todas fueron una vez armas de justicia, pero ahora han sido, por la operación misteriosa del pecado, convertidas en armas de injusticia. La imagen de Dios que el hombre recibió en su creación no era una substancia, pero no obstante era tan realmente propia a su naturaleza que él, al perderla, llegó a ser completamente malhecho y deformado.
Si alguien pudiera ver al hombre como es, interna y externamente, descubriría rasgos en él que se parecen a Satanás más de lo que se parecen a Dios (Juan 8:44). La enfermedad y muerte espirituales ocuparon el lugar de la salud. Pero lo primero no más que el segundo son elementos constituyentes de su ser. Cuando la Escritura insiste en la naturaleza moral del pecado, mantiene de ese modo también la redimibilidad (nota del traductor: que puede ser redimido) del hombre.
El pecado no pertenece a la esencia del mundo, sino que es algo, más bien, que fue introducido al mundo por el hombre. Por esa razón puede ser removido otra vez del mundo por el poder de la gracia divina que es más fuerte que toda criatura.
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El primer pecado que el hombre cometió no permaneció solo durante mucho tiempo. No fue la clase de acción que, habiendo sido hecha, el hombre podía sacudírsela o echarla a un lado. Después de ese pecado, el hombre ya no podía continuar como si nada hubiera pasado. En el mismo momento que el hombre contempló el pecado, en ese momento un tremendo cambio tuvo lugar en él. Esto es evidente del hecho de que inmediatamente después de la caída, Adán y Eva intentaron de ocultarse de Dios y de sí mismos. Y los ojos de los dos fueron abiertos y conocieron que estaban desnudos (Génesis 3:7). Repentinamente, en un instante, ellos se hallaban en oposición en una relación diferente. Ellos se veían como nunca se habían visto. No se atrevían y no podían libremente y sin reservas mirarse a los ojos. Se sintieron culpables e impuros, y cosieron hojas de higuera para cubrirse uno del otro. No obstante, ellos compartían la misma situación y sentían que eran uno en el temor y necesidad común de esconderse del rostro de Dios en medio de los árboles del huerto.
Las hojas de higuera sirvieron para ocultar su vergüenza y desgracia entre uno y otro parcialmente, pero eran inadecuadas para confrontar el rostro de Dios, y de esa manera huyeron, huyeron a las profundidades más densas del follaje en el huerto. La vergüenza y el temor los habían dominado, ya que ellos habían perdido la imagen de Dios y sintieron que eran culpables e impuros delante del rostro de Dios.
Esa es siempre la consecuencia del pecado. En contra de Dios, nosotros mismos, y nuestros prójimos humanos, perdemos aquella espontaneidad y libertad internas y espirituales, porque estas son realidades que solamente la consciencia de la inocencia puede excitar en nuestros corazones. Pero lo terrible del primer pecado es incluso exhibida más vívidamente en el hecho de que su influencia se propaga desde la primera pareja humana hasta toda la humanidad. El primer paso en la dirección errónea ha sido dado, y todos los descendientes de Adán y Eva los siguen en el mismo sendero. La universalidad del pecado es un hecho que se impone en la consciencia de todos. Es un hecho que está indisputablemente establecido, por la evidencia de la experiencia como también por la enseñanza de la Escritura.
No sería difícil en lo absoluto reunir muchos testimonios a favor de esta universalidad del pecado de todos los lugares y tiempos. Las personas más sencillas y las más educadas están de acuerdo en esto. Nadie, dirían, nace con pecado. Cada uno tiene su debilidad y defectos. Entre los males del hombre mortal, el oscurecimiento del entendimiento también tiene su lugar, y por esto se significa no solamente la inevitabilidad del error sino también el amor al error. Nadie es libre en su consciencia. La consciencia nos hace traidores a todos. La carga más pesada que la humanidad tiene que cargar es la carga del pecado. Tales son los sonidos que llegan a nuestros oídos por todos lados en la historia de la humanidad. Incluso aquellos cuyo principio fundamental es el de la bondad natural de los hombres están obligados al final de su investigación a reconocer que las semillas de todos los pecados y malas acciones están ocultas en el corazón de todo hombre. Y los filósofos han registrado la queja de que todos los hombres son malos por naturaleza.
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La Santa Escritura confirma este juicio que la humanidad ha declarado contra sí misma. Cuando en el tercer capítulo de Génesis ha dado el relato de la caída, esquematiza en los capítulos sucesivos cómo el pecado se propagó e incrementó en la raza humana, y cómo eventualmente alcanzó un clímax al grado que el juicio del diluvio llegó a ser una necesidad. Concerniente a la generación de los hombres que antecedieron ese diluvio se dice que la maldad de los hombres era mucha en la tierra y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal (Génesis 6:5,11-12). Pero el gran diluvio no conlleva un cambio en el corazón del hombre. Después de ese diluvio, también, Dios dice de la nueva humanidad que va a nacer de la familia de Noé que el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud (Génesis 8:21).
Todos los santos del Antiguo Testamento concurren en este testimonio divino. Nadie, tal es la queja de Job, puede sacar algo limpio de una cosa inmunda (Job 14:4). No hay hombre que no peque, confiesa Salomón en su oración en la dedicación del templo (1Reyes 8:46). Leemos en los Salmos 14 y 53 que cuando el Señor mira desde el cielo sobre los hijos de los hombres para ver si había algún entendido, que buscara a Dios, no ve nada sino suciedad e iniquidad; no hay nadie que haga el bien, no hay ni siquiera uno. Nadie puede permanecer delante del rostro de Dios, porque delante de Él ningún ser humano se justificará (Salmo 143:2). ¿Quién podrá decir: ¿Yo he limpiado mi corazón? (Proverbios 20:9). En pocas palabras, no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque (Eclesiastés 7:20).
Todas estas declaraciones son tan generales, tan universales, que no permiten ninguna excepción. No provienen de los labios de los malvados e impíos, quienes con frecuencia no se preocupan por sus propios pecados o los pecados de los otros, sino que provienen del corazón de los piadosos que han aprendido a conocerse a sí mismos como pecadores delante del rostro de Dios. Y ellos no hacen este juicio concerniente a los demás solamente en primer lugar, concerniente a aquellos, en otras palabras, que viven en pecado manifiesto como los paganos y que están excluidos del conocimiento de Dios. De hecho, ellos empiezan consigo mismos y su propio pueblo.
La Escritura no nos describe a los santos como gente que ha vivido en la tierra en la perfección de la santidad. Nos los retratan como pecadores que a veces se han hecho culpables de transgresiones muy serias. Es precisamente los santos quienes, aunque permanecen conscientes de la justicia de su causa, sienten su culpa de la manera más profunda y llegan delante del rostro de Dios con una confesión humilde (Salmo 6; 25; 32; 38; 51; 130 y 143). Incluso cuando se levantan para testificar contra la gente, y para convencerlos de su apostasía e infidelidad, ellos terminan por incluirse con la gente como uno de ellos y emiten la misma confesión: Yacemos en nuestra vergüenza y nuestra desgracia nos cubre. Hemos pecado con nuestros padres, hemos cometido iniquidad, desde nuestra juventud hasta este día (Jeremías 3:13; Isaías 6:5; 53:4-6; 64:6; Daniel 9:5ss y Salmo 106:6).
El Nuevo Testamento también en Mateo 9:12 y 13 Jesús dice que los sanos no tienen necesidad de médico, y que no ha venido a llamar a justos sino a pecadores al arrepentimiento. Pero el contexto indica que Jesús está pensando en los fariseos al hablar de los sanos y su justicia, aquellos que miraron mal que se sentara con los publicanos y pecadores, que se exaltaban a sí mismos muy por arriba de estos, y que en su elogiosa justicia no sentían ninguna necesidad de buscar el amor de Jesús.
En el versículo 13 Jesús expresamente declara que, si los fariseos entendieran que Dios en su ley no quiere sacrificios externos sino misericordia interna y espiritual, ellos llegarían a la convicción de que ellos también al igual que los publicanos y pecadores eran culpables e impuros y que necesitaban arrepentimiento en el nombre de Cristo. Cristo mismo limita su ministerio por ese tiempo a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mateo 15:24), pero después de su resurrección da a sus discípulos el mandato de ir a todo el mundo y predicar el evangelio a todas las criaturas, porque la salvación para todos los hombres solamente la pueden recibir al tener fe en su nombre (Marcos 16:15-16).
De acuerdo con esto, el apóstol Pablo empieza su carta a los Romanos con un argumento comprensivo de que todo el mundo es culpable delante de Dios y de que, por consiguiente, ningún ser humano será justificado por las obras de la ley (Romanos 3:19-20). No solamente los paganos que no han conocido y glorificado a Dios (Romanos 1:18-32) sino también los judíos que se vanagloriaban en sus ventajas pero que en definitiva se hacían ellos mismos culpables de los mismos pecados (Romanos 2:1-3:30), todos juntos están encerrados en pecado (Romanos 3:9; 11:32 y Gálatas 3:22). Y esto para que toda boca se cierre y solamente la misericordia de Dios sea glorificada en su salvación.
En verdad, esta pecaminosidad universal es tan fundamentalmente la base de la predicación del evangelio en el Nuevo Testamento que la palabra mundo adquiere una connotación muy desfavorable debido a ella. Tomada por sí mismo el mundo es, por supuesto, y todo lo que en él hay, creado por Dios (Juan 1:3; Colosenses 1:16 y Hebreos 1:2), pero a través del pecado ha llegado a corromperse tanto que ahora permanece en contra de Dios como una fuerza antagónica. No conoce la Palabra a la cual debe su existencia (Juan 1:10). Todo el mundo está bajo el maligno (1Juan 5:19), permanece bajo Satanás como su príncipe (Juan 14:30 y 16:11), y pasa en todos sus deseos y atracción (1Juan 2:16). El que ama al mundo demuestra que el amor del Padre no está en él (1Juan 2:15), y todo el que quiere ser amigo del mundo llegará a ser enemigo de Dios (Santiago 4:4).
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Este terrible estado en que la humanidad y el mundo existen naturalmente suscita la pregunta sobre cuál es el origen y causa del mismo. ¿De dónde surgió no sólo el primer pecado, sino de dónde surgió la pecaminosidad universal, de dónde surgió la culpa y corrupción de toda la raza humana a la cual todos estamos sometidos desde nuestro nacimiento en adelante, excepto Cristo? ¿Hay alguna conexión entre el primer pecado cometido en el paraíso y el diluvio de iniquidades que consecuentemente han inundado el mundo? Y si hay una, ¿cuál es la naturaleza de esta conexión?
Están aquellos que, junto con Pelagio, niegan totalmente tal conexión. De acuerdo con ellos, cada hecho pecaminoso es una acción que permanece por sí mismo, que no introduce ningún cambio en la naturaleza humana y que, por tanto, puede ser sucedido en el siguiente momento por un hecho excepcionalmente bueno. Después que Adán transgredió el mandamiento de Dios, siguió siendo en su naturaleza interna, disposición y voluntad, el mismo completamente. Así también todos los hijos que brotan de esta primera pareja humana nacen en la misma naturaleza inocente e indiferente que Adán poseía originalmente.
No hay, discurre este argumento, tal cosa como una naturaleza pecaminosa, disposición o hábito pecaminoso, porque toda la naturaleza está creada por Dios y permanece buena. Solamente hay actos pecaminosos y estos no forman una serie continua e ininterrumpida, sino que son de una manera que constantemente pueden ser intercambiadas con actos buenos y están relacionados con la persona misma por medio de una elección perfectamente libre de la voluntad. La única influencia que se transmite de los actos o acciones pecaminosos a la persona misma o a otros en su derredor es la de un mal ejemplo. Una vez que hemos hecho un acto pecaminoso, probablemente lo vamos a hacer otra vez, y otros probablemente van a seguir nuestro ejemplo. La pecaminosidad universal de la raza humana se tiene que explicar de esta manera; es decir, en términos de la imitación. No hay tal cosa como pecado heredado en lo absoluto. Todos nacen en un estado de inocencia, pero el mal ejemplo que la gente generalmente da tiene una mala influencia en los contemporáneos y descendientes por igual. Movidos por la costumbre y el hábito, todos siguen el mismo curso pecaminoso, a pesar de que no es imposible e improbable que hallan por aquí y por allá algún individuo que se haya mantenido firme contra la fuerza de la costumbre, que haya seguido su propia voluntad y que haya vivido santamente en la tierra.
Este esfuerzo de explicar la pecaminosidad universal de la humanidad, sin embargo, no sólo está en conflicto con la Santa Escritura en todo momento, sino que también es tan superficial e inadecuado que raramente, al menos en teoría, sea apoyado completamente por alguien. Queda refutado por los hechos de nuestra propia experiencia y de nuestras propias vidas. Todos sabemos por experiencia que una acción pecaminosa no es externa a nosotros, como un vestido sucio que nos podemos quitar y poner a un lado; más bien, está íntimamente conectado con nuestra naturaleza interna y deja marcas en ella inevitablemente. Después de cada acto pecaminoso, ya no somos lo que éramos antes. El pecado nos hace culpables, y nos hace inmundos; nos roba nuestra tranquilidad de mente y corazón, va seguido de lamento y remordimiento, nos confirma en la inclinación, en la tendencia hacia el pecado, y nos introduce a una condición en que, finalmente, ya no podemos ofrecer resistencia al poder del pecado, sino que sucumbimos incluso a la más mínima tentación.
Además, va también directamente en contra de la experiencia sostener que el pecado se apodera de una persona solamente desde afuera. Cierto, los malos ejemplos pueden ejercer una tremenda influencia. Vemos eso en los niños que nacen de padres malos y crecen en un entorno impío y disfuncional. Y, al contrario, nacer de padres morales y ser criados en una comunidad religiosa y moralmente sana es una bendición que debe apreciarse grandemente. Pero todo ello es tan sólo un lado del asunto. Un mal entorno o ambiente no podría tener una tan gran mala influencia en un niño si el niño mismo no tuviera una disposición al mal en su corazón; y, asimismo, un buen entorno no fallaría a menudo en influenciar a un niño si ese niño no hubiera recibido en su nacimiento un corazón puro susceptible a todo lo bueno.
Nosotros sabemos mejor: el ambiente o entorno es solamente la ocasión sobre la cual el pecado llega a desarrollarse en nosotros. La razón del pecado yace más profunda y merodea en nuestros corazones. Del corazón de los hombres, dice Jesús, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, y toda la clase de injusticia (Marcos 7:21). Es una declaración que está confirmada por la experiencia de todos. Casi sin quererlo o saberlo, surgen pensamientos e imágenes impuras en nuestra consciencia. En algunas ocasiones, cuando nos enfrentamos a la adversidad u oposición, la maldad que yace profundamente escondida sale a la superficie. Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? (Jeremías 17:9).
Finalmente, si la imitación del mal ejemplo fuera el único origen del pecado en la humanidad, su universalidad absoluta no se podría explicar. Acordemente, Pelagio enseñó que por aquí y por allá la gente había vivido supuestamente sin pecado. Pero esas excepciones solamente arrojan una luz más fuerte sobre lo insostenible que es la posición pelagiana. Porque aparte de Cristo mismo, nunca ha habido una persona en la tierra que estuviese libre de pecado.
No es necesario que hayamos conocido a todos, a cada persona, para dar este juicio. La Escritura habla de una manera muy clara a este respecto. Toda la historia de la humanidad lo prueba. Y nuestro corazón es la llave para entender el corazón de los demás. Todos tenemos las mismas pasiones y juntos constituimos no sólo una unidad natural sino también una unidad moral. Hay una naturaleza humana común a todos los hombres, y esta naturaleza es culpable e impura. El árbol malo no procede de los malos frutos, sino los malos frutos proceden del árbol malo y deben ser considerados como tales en términos del árbol.
Otros han reconocido que la rectitud de estas consideraciones, y asimismo han introducido ciertas modificaciones en la enseñanza de Pelagio. Estos admiten que la universalidad absoluta del pecado no puede ser el resultado de seguir meramente un mal ejemplo, y que el mal moral no llega al hombre simplemente desde afuera, y ellos mismos se ven compelidos a la confesión de que el pecado habita dentro del hombre desde el momento de su concepción y nacimiento, y que adquiere su naturaleza corrompida de sus padres. Pero ellos mantienen que esta corrupción moral, que está en el hombre por naturaleza no es pecado propiamente hablando, que no tiene la cualidad de culpa, y por ello tampoco merece ser castigada. La corrupción moral innata se convierte en pecado, culpa y culpabilidad solamente cuando el hombre al llegar a la madurez, libremente se somete a ella, acepta su responsabilidad, por así decirlo, y por su voluntad libre la convierte en actos pecaminosos.
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Esta opinión semipelagiana puede que haga una concesión significativa, pero con base en una reflexión prueba ser muy inadecuada, no obstante. Porque el pecado consiste siempre en ilegalidad, en la transgresión y alejamiento de la ley que Dios estableció para sus criaturas racionales y morales. Tal alejamiento de la ley puede tomar lugar en los hechos de los hombres, pero también se puede expresar en sus disposiciones e inclinaciones, es decir, en su naturaleza que tiene desde su concepción y nacimiento. El semipelagianismo reconoce esto y habla de una corrupción moral que antecede a las elecciones y acciones de un hombre. Pero si uno toma esto seriamente no puede evitarse la conclusión de que la corrupción moral que ahora es innata en la naturaleza humana también es pecado y culpa, y por ello debe ser castigada. Solamente hay dos posibilidades. La naturaleza humana está en armonía con la ley de Dios y es lo que debe ser. En ese caso, no está moralmente corrompida. Por otro lado, la naturaleza humana está moralmente corrompida, no corresponde a la ley de Dios, y por tanto es ilegítima e injustificable, y consecuentemente hace al hombre culpable y condenable.
Muy poco puede decirse en contra de tal argumentación, pero no obstante hay muchos que intentan escaparse de su inevitabilidad al describir la corrupción moral que el hombre trae de nacimiento con el término ambiguo deseo o lujuria. Naturalmente el uso de esta palabra no es incorrecto en sí mismo. Pero bajo la influencia de la tendencia ascética, que gradualmente surgió en la iglesia cristiana, la teología a menudo ha usado esta palabra en un sentido muy limitado. La iglesia cristiana tendía a pensar en ella como refiriéndose solamente a la pasión procreativa, que es propia al hombre, y así arribó a la idea de que esta pasión, aunque dada al hombre en la creación, y por tanto no pecaminosa en sí misma, sin embargo, constituía una ocasión muy probable para pecar.
Fue Calvino que discrepó con esta noción de la pasión. No objetó llamar a la corrupción moral con la que el hombre nace con el nombre de pasión. Pero quiso que se entendiera la palabra correctamente. Una distinción que consideró necesaria fue la distinción entre deseo y pasión. Los deseos no son pecaminosos en sí mismos. Cada uno de ellos fue dado al hombre en la creación. Puesto que como hombre es una criatura limitada, finita y dependiente, tiene innumerables necesidades y consecuentemente también innumerables deseos. Cuando tiene hambre, desea comida; cuando tiene sed, desea agua; y cuando está cansado, desea descansar. Lo mismo es cierto del aspecto espiritual en él. La mente del hombre fue creada de tal manera que deseaba la verdad, y la voluntad del hombre, gracias a su naturaleza como fue creada por Dios, desea el bien. Solamente el deseo del justo es bueno, leemos en Proverbios 11:28. Cuando Salomón no deseó riquezas sino sabiduría, esto era bueno ante los ojos de Dios (1 Reyes 3:5-14). Y cuando el poeta del Salmo 42 jadea por Dios como el ciervo jadea por el agua, eso también era bueno y un precioso deseo.
Los deseos, por tanto, no son pecaminosos en sí mismos, pero ellos, al igual que la mente y la voluntad, han sido corrompidos por el pecado y por ello entran en conflicto con la ley del Señor. No los deseos estrictamente naturales sino los deseos manchados por el pecado, y por tanto no regulados y excesivos, son los deseos pecaminosos.
Y a esto, en segundo lugar, tiene que añadirse el hecho de que los pecados de ninguna manera están limitados a la naturaleza sensual y física del hombre. Son característicos de su naturaleza espiritual pecaminosa también. La pasión sexual no es el único deseo natural; es tan sólo uno entre muchos. Esta pasión no es pecaminosa en sí misma tampoco, porque le fue dada al hombre en su creación. Y no es la única pasión que fue corrompida por el pecado, porque todos los deseos, naturales y espirituales, se han convertido en salvajes e indisciplinados debido al pecado. Los buenos deseos del hombre se han transformado en malos deseos.
Si la corrupción moral del hombre es llamada, en este sentido, deseo o pasión, su carácter pecaminoso y su culpa son realmente ciertos. Es este deseo que en un mandamiento particular del Señor está expresamente prohibido (Éxodo 20:17). Y Pablo dice con muchas palabras que no hubiera conocido el pecado si la ley no dijera: no codiciarás (Romanos 7:7). Cuando llegó a conocerse, y midió no sólo sus actos sino también sus inclinaciones y deseos con base en la piedra de toque de la ley de Dios, se le hizo evidente que sus inclinaciones también estaban corrompidas e impuras y que ellas se inclinaban hacia lo prohibido. Para Pablo, la ley de Dios es la única fuente para el conocimiento del pecado y su única medida. Uno no puede entender el pecado con el deseo o imaginación, sino solamente por medio de la ley de Dios, la cual determina cómo y lo que el hombre debe ser delante del rostro de Dios en su vida externa e interna, en cuerpo y alma, en palabra y acción, en pensamiento e inclinación. Medido con la regla de la ley, no puede haber duda de que la naturaleza del hombre es corrupta y que su deseo o pasión es pecaminoso. No es solamente que el hombre piense y actúe pecaminosamente, sino que él es pecaminoso desde el momento de su concepción.
Después de todo, sería también sicológicamente una posición insostenible sustentar que el deseo en sí mismo no es pecaminoso, sino que solamente llega a serlo a través de la voluntad. Asumir tal posición sería aceptar el pensamiento irrazonable de que la voluntad del hombre se mantiene neutral y externa al deseo, que en sí misma todavía no está contaminada por el pecado, y por lo tanto puede decidir libremente si seguirá o no el deseo. Es cierto que de acuerdo con la experiencia es muy posible que en muchos casos una persona, sobre la base de todo tipo de consideraciones, tales como la moda, la respetabilidad de la comunidad y otras cosas parecidas puede contrarrestar su deseo pecaminoso por medio de su razón y voluntad, y prevenirlo de asumir la forma de acciones pecaminosas. En el hombre natural también todavía hay una lucha entre el impulso y el deber, el deseo y la consciencia, la lujuria y la razón.
Pero esta lucha es diferente en principio a la lucha que hay en el hombre regenerado entre el cuerpo y el espíritu, entre el hombre viejo y el nuevo. Es una lucha conducida desde afuera contra el arrebato de la pasión. Pero no invade la fortaleza interna del corazón, ni ataca el mal de raíz. Por consiguiente, es un conflicto que puede ayudar a frenar la pasión o lujuria pecaminosa y limitarla, pero no puede limpiarla internamente para renovarla. El carácter pecaminoso de la lujuria no cambia por esta lucha o conflicto. Y eso tampoco es todo. A pesar de que la razón y voluntad a veces pueden suprimir el deseo y la lujuria, a su vez ellas a menudo se someten y se ponen al servicio de la lujuria. No están en oposición a ella en principio, sino que por naturaleza se deleitan en ella; la alimentan y la promueven, la justifican y la vindican. Con frecuencia se dejan llevar por la lujuria al grado que se le roba al hombre toda independencia y llega a ser un esclavo de sus pasiones. Los malos pensamientos y deseos brotan del corazón y luego proceden a oscurecer el entendimiento y contaminan la voluntad. El corazón es tan sutil que incluso puede engañar al pensamiento.
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Ambos esfuerzos de explicar la pecaminosidad universal del hombre se reducen a esto: que ellos buscan la causa de la pecaminosidad en la caída de cada hombre individualmente. De acuerdo con el pelagianismo, cada hombre cae independiente de los demás. Cada hombre libremente escoge seguir el mal ejemplo de los demás. De acuerdo con el semipelagianismo, cada hombre cae por sí mismo y solo porque por su propia elección deja anidar en su voluntad el deseo heredado, aunque no pecaminoso, y lo convierte en un acto pecaminoso. Ambas posiciones no hacen justicia a las realidades morales que no pueden ser negadas a las consciencias de todas las personas, y ambas no explican cómo la pecaminosidad absolutamente universal de la raza humana puede brotar de un millón de veces un millón de decisiones de la voluntad humana.
No obstante, en tiempos recientes estos esfuerzos, ya sea de una forma nueva y diferente, han encontrado numerosos adherentes. Anteriormente también había aquellos que creían en una preexistencia del hombre. Pero las influencias budistas en los últimos años han dado un ímpeto considerable a esta creencia. La suposición es que los hombres han vivido eternamente, o al menos siglos antes de su aparición en la tierra; o, dicho de otra manera, y esta es una forma más filosófica de la teoría, sostiene que la vida sensual del hombre sobre la tierra tiene que diferenciarse de aquella forma de existencia que es muy concebible a pesar de que no puede ser visualizada.
A esta posición se le agrega además que toda la gente en esta existencia actual o preexistencia imaginada cayó, cada uno individualmente, y que como castigo por ello tienen que vivir aquí en la tierra en estos cuerpos repugnantes y materiales, y prepararse así para otra vida después de esta en la que nuevamente recibirán recompensas según sus obras. De este modo, hay solamente una ley que gobierna toda la vida humana antes, durante y después de la vida en esta tierra, y es la ley de la absolución, de la remoción de la culpa. Es decir, todos recibieron, reciben y recibirán lo que haya ganado por sus obras. Todos cosechan lo que han sembrado.
Esta idea filosófica de la India sobresale por esta razón: tácitamente procede de la presuposición de que en esta vida terrenal la caída de cada individuo por sí mismo es inconcebible. Pero para todo lo demás, no proporciona una explicación de la universalidad de la pecaminosidad más de lo que lo hace la teoría pelagiana. Únicamente remonta un poco al pasado la pecaminosidad, de esta vida en la tierra a una vida preexistente, una vida que a propósito nadie recuerda, de la cual no hay ningún fundamento de que exista, y la cual es en realidad pura fantasía. Además, la enseñanza de que todos serán recompensados de acuerdo con su comportamiento es una doctrina severa para los pobres y los enfermos, los miserables y los destituidos. No tiene ninguna compasión. Permanece en oscuro contraste con la gracia divina de la que habla la Escritura.
Pero, y esto debe notarse especialmente en esta conexión, esta filosofía de la India está completamente de acuerdo con la doctrina pelagiana en este sentido: que busca el origen de la pecaminosidad universal en la caída separada de cada persona individual. Ambas concepciones concuerdan en que la humanidad consiste en un agregado arbitrario de almas que han vivido eternamente o al menos por siglos una junta a la otra, que no están relacionadas entre ellas en su punto de origen o esencia, y cada una tiene que buscar su propia suerte. Cada una de ellas cayó sola y por sí misma, recibe su propia recompensa merecida y también intenta salvarse a sí misma como pueda. Aquello que une a la gente en realidad es la miseria en que todos existen, y la compasión o simpatía es, por consiguiente, la mayor de las virtudes. Pero la teoría tiene esta obvia implicación adicional: a saber, que aquellos que viven una vida afortunada en la tierra pueden apelar a la ley de la compensación y con base en ella gloriarse en sus virtudes, y mirar con desprecio a los desafortunados que, después de todo, también han recibido de acuerdo con esa ley lo que merecen.
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Tenemos que adquirir un entendimiento claro de estas cosas si queremos apreciar la Escritura y la luz que arroja sobre el problema de la pecaminosidad universal de la humanidad. La Escritura no queda satisfecha con la fantasía o imaginación, sino que reconoce y respeta los hechos establecidos por la consciencia. La Escritura no proyecta ninguna fantasía de una preexistencia de almas antes de su entrada a la vida en la tierra, y desconoce completamente una caída que ha tenido lugar, ya sea antes o durante la vida en la tierra, en cada persona individual. En lugar de las representaciones individualistas y atomísticas del budismo y pelagianismo, la Escritura postula una concepción orgánica de la raza humana.
La humanidad no consiste en un agregado de almas individuales que por accidente se han reunido de todas partes en un solo lugar, y que, para bien o para mal, ahora de alguna manera tienen que llevarse bien entre ellas lo mejor que puedan por causa de sus muchos contactos. La humanidad es más bien una unidad, un cuerpo con muchos miembros, un árbol con muchas ramas, un reino con muchos ciudadanos. La humanidad tampoco llegará a ser una unidad en el futuro solamente mediante alguna combinación externa. Era una unidad desde el principio, y todavía lo es a pesar de la separación y división porque tiene un origen y una naturaleza. Físicamente la humanidad es una porque proviene de una sola sangre. Jurídica y étnicamente la humanidad es una porque sobre la misma base de la unidad natural ha sido colocada bajo una y la misma ley divina, la ley del pacto de obras.
De esto, la Santa Escritura deduce que la humanidad permanece una también en su caída. Es así como la Escritura ve a la humanidad desde su primera hasta su última página. Si hay alguna distinción entre los hombres, en rango, estado, oficio, honor, talentos y cosas semejantes, o si Israel a diferencia de las otras naciones es escogida como la herencia del Señor, entonces se debe solamente a la gracia de Dios. Es esta gracia solamente que hace la discriminación (1Corintios 4:17). Pero en sí mismos todos los hombres son iguales delante de Dios, porque todos son pecadores, compartiendo en común la culpa, contaminados por alguna impureza, sujetos a la misma muerte, y requiriendo la misma redención. Dios los ha incluido a todos bajo la misma desobediencia a fin de que sea misericordiosos hacia todos ellos (Romanos 11:32). Nadie tiene el derecho de ser arrogante, y nadie tiene el derecho de entregarse a la desesperación.
Que esta la concepción continua de la Escritura concerniente a la raza humana no necesita discutirse más; es suficientemente evidente de lo que se ha dicho antes acerca de la pecaminosidad universal del hombre. Pero esta unicidad orgánica de la raza humana con respecto a la ley y moralidad adquiere un tratamiento especial y profundo de parte del apóstol Pablo.
Cuando en su carta a los romanos, ha establecido en primer lugar el hecho de que todo el mundo es condenable a la vista de Dios (Romanos 1:18-3:20), y cuando con base en ello ha explicado cómo toda justicia y perdón de pecados, toda reconciliación y toda vida han sido logrados por Cristo y están disponibles en Él para el creyente (Romanos 3:21-5:11), concluye en el capítulo 5, versículos 12-21, (antes de proceder a describir en el capítulo sexto los frutos morales de la justicia de la fe), resumiendo una vez más todo el contenido de la salvación que le debemos a Cristo, y contrasta esto en un contexto de historia universal con la culpa y la miseria que hemos recibido de Adán.
Por un hombre, dice, el pecado entró al mundo, y junto con la muerte recayó sobre todos los hombres. Porque ese pecado, que el primer hombre cometió, fue muy diferente en carácter a los otros pecados. Se le llama transgresión, es diferente en clase de los pecados que los hombres cometieron en el tiempo entre Adán y Moisés (Romanos 5:14), también se le llama una ofensa (Romanos 5:15ss), una desobediencia (Romanos 5:19), y como tal forma el contraste más agudo con la obediencia de Cristo, una obediencia absoluta y vencedora de la muerte (Romanos 5:19).
Por lo tanto, el pecado que Adán cometió no quedó reducido a su persona solamente. Siguió operando en y a través de toda la raza humana. Porque lo que leemos no es que por un hombre el pecado vino a una persona sino a todo el mundo (Romanos 5:12), y también que la muerte afectó a todos los hombres, y con justicia, porque todos los hombres pecaron en ese solo hombre.
Que ese es el entendimiento de Pablo se puede probar por el hecho de que él deriva de la transgresión de Adán la muerte de la gente que vivió desde Adán hasta Moisés, los cuales no pudieron haber pecado con una transgresión como la de Adán (en la medida que en ese tiempo no había una ley positiva, es decir, no había ninguna ley del pacto a la cual estuviera adherida una condición y amenaza específicas). Pero si Romanos 5:12ss todavía deja alguna duda acerca de esto, quedaría removida por lo que Pablo dice en 1Corintios 15:22.
Porque ahí leemos que todos los hombres mueren, no en sí mismos, no en sus padres o abuelos, sino en Adán. Eso quiere decir que los hombres no están sometidos a la muerte, primero que todo, porque ellos o sus ancestros personalmente se hallan hecho culpables, sino porque todos ellos ya han muerto en Adán. Estaba determinado ya en el pecado y muerte de Adán que todos ellos iban a morir. El punto no es que en Adán todos ellos se volvieron mortales, sino que ellos en realidad ya han, en un sentido objetivo, muerto en él. Desde entonces la sentencia de muerte quedó pronunciada, a pesar de que su ejecución, por así decirlo, se realizó después. Ahora bien, Pablo no reconoce otra muerte más que una muerte que es resultado del pecado (Romanos 6:23). Si todos los hombres han muerto en Adán, entonces todos ellos también han pecado en él. Por la transgresión de Adán, el pecado y la muerte entraron al mundo y alcanzaron a todos los hombres porque esa transgresión tenía un carácter peculiar. Fue la transgresión de una ley particular, y fue transgredida no solamente por Adán sino por Adán como cabeza de la raza humana.
Solamente si el razonamiento de Pablo en Romanos 5:12-14 se entiende de esta manera, puede hacer plena justicia a lo que se dice en los siguientes versículos acerca de las consecuencias de la transgresión de Adán. Todo es el desarrollo de una sola idea básica. Por la transgresión de un hombre (Adán) muchos (sus descendientes) han pecado (v. 15). La culpa (es decir, el juicio o sentencia que Dios como Juez pronuncia) de este uno que pecó llegó a ser un juicio que incluía a toda la raza humana (v. 16). Por la ofensa de uno, juicio vino sobre todos los hombres para condenación (v. 18). Y, como epítome final, por la desobediencia de ese uno, los muchos (todos los descendientes de Adán) fueron constituidos pecadores. Por esa desobediencia todos ellos llegaron a permanecer inmediatamente delante del rostro de Dios como hombres pecaminosos ((v. 19).
Esta interpretación del razonamiento de Pablo queda sellada por la comparación que introduce entre Adán y Cristo. En la conexión de Romanos 5, Pablo no trata el origen del pecado de Adán, sino la plenitud de la salvación adquirida por Cristo. A fin de exhibir esta salvación en toda su gloria, él la compara y contrasta con el pecado y la muerte que se ha propagado sobre toda la raza humana desde Adán. En otras palabras, Adán sirve en este contexto como ejemplo y tipo de Aquel que iba a venir (v. 14).
En el primer Adán y a través de su transgresión la raza humana quedó condenada, y en el hombre Jesucristo esa raza, por un veredicto judicial de Dios, ha sido declarada libre y justificada. Por un hombre el pecado entró al mundo como una fuerza o poder que gobernó a todos los hombres; de la misma manera un hombre adquirió el gobierno de la gracia divina en la humanidad. Por un hombre la muerte entró al mundo como evidencia del gobierno del pecado; por un hombre también, a saber, Cristo Jesús nuestro Señor, la gracia empezó a gobernar por medio de una justicia que conduce a la vida eterna. La comparación de Adán y Cristo se sostiene en todas las aplicaciones. Solamente hay una diferencia: el pecado es poderoso y potente, pero la gracia es muy superior en riquezas y abundancia.
La teología cristiana ha incluido estos pensamientos de la Santa Escritura en la doctrina del pecado original. Uno puede argumentar contra esta doctrina, o negarla, o burlarse de ella. Pero eso no va a detener el testimonio de la Escritura ni destruir los hechos sobre los cuales está basada esta enseñanza. Toda la historia del mundo es prueba del hecho de que la humanidad, tanto en su totalidad como en su membresía individualidad, es culpable delante del rostro de Dios, tiene una naturaleza moralmente corrompida, y en todo tiempo está sometida a la decadencia y muerte. Por consiguiente, el pecado original incluye primero que todo el hecho de la culpa original. En el primer hombre los muchos que brotaron de él han sido, a través de esta desobediencia, constituidos pecadores por un juicio justo de Dios (Romanos 5:18).
En segundo lugar, el pecado original incluye la contaminación original. Todos los hombres son concebidos en pecado y nacen en la injusticia (Salmo 51:5) y son malos desde su juventud (Génesis 6:5 y Salmo 25:7), porque nadie puede sacar algo limpio de una cosa impura (Job 14:4 y Juan 3:6). Esta mancha o contaminación no solamente se propaga a todos los hombres, sino que también satura el todo del ser individual. Ataca el corazón, el cual es engañoso por encima de todas las cosas, enfermo de muerte, y nunca nadie puede entenderlo en su malicia (Jeremías 17:9), y el cual como la fuente de la vida (Proverbios 4:23) es también la fuente de toda injusticia (Marcos 7:21-22). Saliendo del corazón como el centro, esta contaminación oscurece el entendimiento (Romanos 1:21), inclina la voluntad al mal y la vuelve impotente para hacer el bien verdadero (Juan 8:34 y Romanos 8:7), mancha o ensucia la consciencia (Tito 1:5), y hace del cuerpo con todos sus miembros, sus ojos y oídos, sus manos y pies, su boca y lengua, un arma de injusticia (Romanos 3:13-17 y 6:13). Este pecado es tal que todos, no por sus “pecados de omisión” primero que todo, sino desde el momento de su concepción están sometidos a la muerte y corrupción (Romanos 5:14). Todos los hombres ya han muerto en Adán (1 Corintios 15:22).
Tan duro como este pecado original pareciera ser, descansa en una ley que gobierna toda la vida humana, cuya existencia nadie puede negar satisfactoriamente, y contra el cual nadie expresa una objeción siempre y cuando actúe a su favor.
Cuando los padres han recaudado propiedades de una forma u otra para el beneficio de los hijos, esos hijos nunca ponen objeción al tomar posesión de la propiedad que se les heredó mediante la muerte de sus padres. No levantan objeción al obtener la herencia a pesar de que no la han ganado, de hecho, a pesar de que por su conducta escandalosa ellos a veces han demostrado ser indignos de la misma y la disfrutan injustamente en una vida disoluta extravagante. Si no hay hijos, los parientes más lejanos, los sobrinos nietos y primos en segundo grado, hacen acto de presencia a fin de participar de la herencia, sin ningún cargo de consciencia, herencia que miembros de la familia desconocidos y descuidados dejaron inesperadamente. Todo eso es cierto también para las cosas materiales. Pero también hay bienes espirituales, los valores de rango y estado, de honor y buen nombre, de ciencia y arte, los cuales los hijos heredan de sus padres y que de ninguna manera han ganado, de los cuales se apropian de todos modos sin ninguna protesta, debiendo estar en realidad agradecidos. Por lo tanto, se puede decir que tal ley de la herencia es generalmente operativa en familias, en generaciones, pueblos, en el estado y la sociedad, en la ciencia y arte, y en toda la humanidad. La siguiente generación vive de los bienes que la generación precedente ha almacenado; la posteridad adquiere en todas las esferas de la vida el trabajo que los ancestros estaban realizando. Y no hay nadie que, si le es de beneficio, exprese una protesta contra este arreglo benevolente de Dios.
Sin embargo, todo eso cambia cuando esta misma ley de la herencia funciona en desventaja de alguien. Cuando sus pobres padres recurren a sus hijos por ayuda, ellos inmediatamente cortan toda relación con sus padres y los dirigen a la ayuda de la iglesia o a los fondos públicos para los pobres. Cuando parientes sanguíneos se sienten heridos porque algún miembro de la familia se ha casado con alguien inferior a su rango, según lo estiman ellos, o ha hecho algo de mala reputación, inmediatamente lo abandonan y le muestran su desaprobación. Hasta cierto grado, mayor o menor, está presente en todos la tendencia a disfrutar las ventajas de la comunidad y la interrelación, pero rechazan las correspondientes obligaciones. Sin embargo, esa tendencia en sí misma es una prueba poderosa del hecho de que entre la gente hay una comunidad de privilegios y deberes. Hay una unicidad, una solidaridad, una comunidad cuya existencia y operación nadie puede negar.
Cierto, no sabemos cómo opera esta solidaridad y ejerce su influencia. Las leyes de herencia, por ejemplo, de acuerdo con las cuales los bienes materiales y espirituales de los padres son transferidos a los hijos, todavía son desconocidas para nosotros. No entendemos el misterio: cómo una persona individual, nacida de la comunidad y criada por ella, crece hasta llegar a un estado de independencia y libertad, y luego asume en la comunidad su propia posición a veces poderosa e influyente. No podemos señalar el límite donde termina la comunidad o solidaridad y empieza la independencia personal y la responsabilidad individual. Pero todo esto no elimina el hecho de que tal solidaridad existe, y que las personas, ya sea en comunidades de interrelación pequeñas o grandes, están unidas en una poderosa unidad. Hay un alma individual, pero también hay, ya sea en un sentido metafórico, un «alma» popular o nacional. Hay características personales, pero también hay características peculiares a un círculo dado de personas. Hay pecados particulares e individuales, pero también hay pecados generales y sociales. Y de este modo, hay culpa individual, pero también culpa social.
Esta solidaridad que se expresa de mil maneras en las relaciones entre la gente conlleva una y otra vez, y de una manera lo suficientemente natural, la idea de la representación de los muchos por los pocos. No podemos estar presentes nosotros mismos en todo ni hacer todo personalmente. La gente está dispersada sobre toda la tierra y viven a grandes distancias unos de otros. No todos viven en el mismo tiempo, pero se suceden unos a otros en generaciones sucesivas. Además, no todos son igualmente capaces y sabios. Difieren infinitamente en talentos y habilidades. De aquí que a cada momento algunos cuantos son llamados a pensar y hablar, a decidir y actuar en el nombre y en el lugar de los muchos. A decir verdad, ninguna comunidad verdadera es posible sin la desigualdad de dones y llamamiento, sin representación y substitución. Ningún cuerpo es posible a menos que haya numerosos miembros diferenciados, y si todos esos miembros no son gobernados por una cabeza que piense por todos ellos y tome decisiones en nombre de todos ellos. El padre tiene esta misma clase de rol en la familia, el gerente en su organización, el comité directivo en su sociedad, el general en su ejército, el congreso o parlamento en su electorado, y el rey en su reino. Y los subordinados comparten las consecuencias que dejan a su paso las acciones de los representantes.
Todo eso, sin embargo, concierne solamente a un círculo pequeño y limitado de la humanidad. En tal círculo un hombre puede, hasta cierto grado también, ser una bendición o a una maldición para muchos, pero la influencia no obstante está limitada a una esfera razonablemente restringida. Incluso un hombre de poder como Napoleón, aunque su jurisdicción e influencia nunca fueron tan grandes, forma un pequeño lugar en la historia del mundo, y un lugar efímero, además. Pero la Escritura nos habla de dos personas que ocuparon una posición completamente peculiar, los cuales estuvieron a la cabeza de nada menos que la humanidad misma, cuyo poder e influencia se extienden no solamente a una nación o familia de naciones, no solamente a un país o continente, no solamente a un siglo o combinación de siglos, sino a toda la humanidad, a lo último de la tierra, y a toda la eternidad. Esas dos personas son Adán y Cristo. Adán permanece al principio, el otro en el centro de la historia. El primero es la cabeza de la vieja humanidad, el segundo de la nueva. Uno es el origen del pecado y la muerte en el mundo, y el otro es la fuente y manantial de la justicia y la vida.
En virtud de las posiciones absolutamente únicas que estos dos ocupan a la cabeza de la humanidad, se pueden comparar mutuamente. Hay analogías o correspondencias de lugar, significado e influencia entre ellos en todas las formas de solidaridad que se manifiestan entre los hombres en la familia, tribu, nación y cosas semejantes. Todas estas analogías o correspondencias pueden y podrían servir para iluminar la exposición de la influencia que salió de Adán y Cristo hacia toda la raza humana. Hasta cierto punto pueden reconciliarnos con la ley de la herencia que opera incluso en nuestra vida más alta, es decir, en nuestra vida religiosa y moral, en la medida en que esta ley no permanece solitaria, sino que es en general relevante y es parte integral de la existencia orgánica de la humanidad. De todos modos, Adán y Cristo ocupan un lugar completamente único. Tienen un significado para la raza humana como nadie más, un significado que ningún conquistador del mundo o genio de primer rango, podrían haber alcanzado jamás. El legado por el que Adán nos involucró a todos nosotros en su transgresión hace posible que nosotros podamos ser completamente reconciliados con Dios en Cristo.
Es, después de todo, la misma ley que nos condena en el primer hombre y nos absuelve en el segundo. Si, aunque no lo hubiéramos sabido, no hubiéramos podido participar en la condenación de Adán, no hubiera sido posible tampoco que nosotros de la misma manera hubiéramos sido recibidos nuevamente en la gracia en Cristo. Si no tenemos ninguna objeción de apropiarnos las ventajas que no hemos ganado, sino que llegan a nosotros como un regalo o una herencia, tampoco tenemos derecho a reñir con ese legado cuando nos trae el mal. ¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos? (Job 2:10). No acusemos, entonces a Adán con la culpa, sino más bien agradezcamos a Cristo que nos ha amado mucho más abundantemente. No miremos atrás al Paraíso, sino adelante a la cruz. Detrás de esa cruz reside la corona que no se destruye.
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El pecado original en que el hombre es concebido y nace no es una cualidad inactiva o pasiva, sino más bien es una raíz de la cual brotan toda clase de pecados, una fuente impura de la cual brota el pecado continuamente, una fuerza que siempre impele al corazón del hombre en la dirección equivocada, lejos de Dios y de la comunión con Él y hacia la corrupción y descomposición. De este pecado original, por tanto, deben distinguirse aquellos pecados que solían llamarse pecados actuales y que incluían todas aquellas transgresiones de la ley divina que el individuo comete personalmente, ya sea más o menos voluntariamente, y con una voluntad más o menos deliberada. Todos esos pecados tienen un origen común: brotan del corazón del hombre (Marcos 7:23). El corazón humano es el mismo para todas las personas, en todos los lugares, y en todos los tiempos, es decir, en la medida en que el corazón no es cambiado por la regeneración y renovación. Una naturaleza humana es común a todos los descendientes de Adán, y es para todos los hombrees, una naturaleza culpable y contaminada. Por consiguiente, no hay ninguna razón en lo absoluto para que alguien se separe de los demás y diga: «Apártate de mí porque soy más santo que tú». El orgullo del santurrón, el orgullo del noble, la autoexaltación del sabio no tiene, con miras a la naturaleza humana que todos compartimos por igual, ninguna justificación en lo absoluto. De los miles de pecados que existen, no hay uno del cual alguien pudiera decir que le es completamente ajeno y que no tiene nada que ver con el mismo. Las semillas de todas las iniquidades, incluso de las más atroces, residen en el mismo corazón que todos llevamos en nuestro pecho. Los transgresores y criminales no son una raza peculiar, sino que surgen de la sociedad de la cual todos nosotros somos miembros. Ellos meramente exhiben lo que sucede en una agitación y turbulencia continuas en el centro secreto de cada hombre.
En la medida en que salen de una sola raíz, todos los pecados en la vida de cada persona individualmente, y de este modo también en la vida de una familia, generación, raza, pueblo, sociedad y de toda la humanidad, están orgánicamente relacionados unos con otros. Los pecados son innumerables en cantidad, por lo que algunos han intentado realizar una agrupación o clasificación de ellos. Han hablado de siete pecados cardinales o primarios (orgullo, avaricia, intemperancia, impureza o inmoralidad, pereza, envidia e ira). O, una vez más, fueron clasificados de acuerdo con el instrumento con que fueron cometidos, tales como pecados de pensamiento, palabra y hecho, o como veniales o pecados espirituales. Algunas veces fueron agrupados de acuerdo con los mandamientos de las cuales ellos constituían violaciones, tales como pecados contra la primera o segunda tabla, es decir, contra Dios y contra el prójimo, y nosotros mismos. O fueron clasificados de acuerdo con la forma en que se expresaron, tales como pecados de omisión y de comisión. Y había distinciones de grado, tales como pecados secretos y públicos, pecados humanos y diabólicos, y parecidos.
Pero como quiera que ellos difieran entre sí, nunca permanecen por sí mismos como entidades puramente arbitrarias, cada uno en aislamiento discreto; siempre están fundamentalmente interrelacionados, uno influencia y deja su marca en el otro. Tal y como en la enfermedad la ley de una vida sana sigue operando, pero ahora está activa en una forma perturbada, así también el carácter orgánico de la vida del hombre y de la humanidad llega a expresarse en el pecado. La expresión que adquiere es tal que la vida ahora se desarrolla en una dirección diametralmente opuesta a aquello que originalmente era su propósito.
El pecado es un plano resbaladizo, y no podemos seguirlo de una manera y luego dar la vuelta en algún lugar seleccionado arbitrariamente e invertir nuestro curso. Un poeta distinguido habló profunda y bellamente de la maldición del acto pecaminoso diciendo que continuamente da a luz el mal. La Escritura nos arroja luz sobre este asunto. En Santiago 1:14-15 explica cómo el acto pecaminoso en el hombre surge de una manera orgánica. Cuando alguien es tentado al mal, la causa de ello no está en Dios, sino en su propia concupiscencia. Este deseo es la madre del pecado. Este deseo no es en sí mismo, sin embargo, suficiente para producir el pecado (es decir, el acto pecaminoso, ya sea de pensamiento, palabra u obra). Primero debe concebir y quedar preñado. Eso sucede cuando la razón y la voluntad están unidos con la concupiscencia. Es entonces, cuando el deseo está preñado por la voluntad, que se produce el acto pecaminoso. Y cuando este pecado a su vez crece, se desarrolla, y alcanza su madurez, da a luz la muerte.
Así es para cada pecado en particular, pero así es también que los diversos pecados están mutuamente relacionados. El mismo apóstol señala a este hecho cuando, en el capítulo 2:10, dice que cualquiera que guarda toda la ley y falta en un punto se vuelve culpable de todos. Porque el mismo Legislador que ha prescrito ese mandamiento particular ha prescrito todos. En un mandamiento particular el transgresor ofende al Dador de todos ellos, y así socava toda autoridad y todo poder. En virtud tanto de su origen y naturaleza o esencia, la ley es una sola ley. Es un cuerpo orgánico, que, violado en uno de sus miembros, se vuelve completamente deformado. Es una cadena, que, cuando se rompe uno de sus eslabones, se desmorona. La persona que transgrede uno de los mandamientos, en principio deja a un lado todos los mandamientos, y así va de mal en peor. Se vuelve, como dijo Jesús, un siervo, o un esclavo, del pecado (Juan 8:34), o, como lo expresa Pablo, está vendido bajo el dominio del pecado, así que no es más independiente del pecado de lo que un esclavo lo es del amo que lo ha comprado (Romanos 7:14).
Esta visión orgánica también es aplicable a los pecados que se manifiestan en áreas particulares de la vida humana. Hay pecados personales e individuales, pero también hay pecados comunes, sociales, los pecados de familias particulares, naciones y similares. Cada clase y estatus en la sociedad, cada vocación y negocio, cada oficio y profesión trae consigo sus propios peligros peculiares y sus propios pecados peculiares. Los pecados de los urbanitas difieren de aquellos de la gente del pueblo, los de los granjeros de los pecados de los comerciantes, los de los cultivados de los ignorantes, los de los ricos de los pobres, y los de los niños de los adultos. Pero esto precisamente muestra que todos esos pecados en cada esfera son interdependientes entre sí. Las estadísticas confirman esto cuando indican qué delitos particulares ocurren en grupos particulares de edades, épocas, generaciones, clases, y círculos, y ocurren con una regularidad rítmica. Cuando sucede, tenemos noticia sólo de una pequeña porción de los pecados de nuestro grupo limitado, y sólo superficialmente. Pero si pudiéramos penetrar en la esencia de las apariencias, y rastrear la raíz de los pecados en los corazones de la gente, llegaríamos muy probablemente a la conclusión de que en el pecado también hay unicidad, idea, plan, patrón —en una palabra, que en el pecado también hay un sistema.
La Escritura levanta una esquina del velo cuando relaciona el pecado, tanto en su punto de origen y su desarrollo y cumplimiento, con el reino de Satanás. Ya que Satanás ha tentado al hombre y lo ha llevado a su caída (Juan 8:44), él en un sentido moral se ha vuelto el príncipe del mundo y el dios de esta era (Juan 16:11 y 2Corintios 4:4). Aunque condenado por Cristo y expulsado (Juan 12:31 y 16:11), y por lo tanto opera principalmente en el mundo pagano (Hechos 26:18 y Efesios 2:2), sin embargo, continúa atacando a la iglesia desde afuera. Esa iglesia, por lo tanto, debe con la completa armadura entrar en batalla con él (Efesios 6:11). Y él organiza sus recursos totales para que al final de los días una vez más lance un ataque decisivo y final contra Cristo y su reino (Apocalipsis 12ss). No es cuando fijamos nuestra atención en un pecado único, o sobre los pecados de una persona particular o pueblo, sino cuando, en vez de eso, la fijamos sobre el completo reino del pecado en la humanidad, tomando ventaja de la luz arrojada por la Escritura, que por primera vez entendemos lo que es la naturaleza real y la intención del pecado. En principio y esencia es nada menos que enemistad contra Dios, y en el mundo apunta nada menos que a un dominio soberano. Y cada pecado, también el más pequeño, siendo como es una transgresión de la ley divina, sirve a este objetivo final en conexión con todo el sistema. La historia del mundo no es un proceso evolutivo que opera ciegamente, sino un terrible drama, una batalla espiritual, de siglos de duración, una guerra entre el Espíritu de arriba y el espíritu de abajo, entre Cristo y el anticristo, entre Dios y Satanás.
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No obstante, aunque esta visión del pecado debe ser la consideración dominante, no debe permitírsele tentarnos a la unilateralidad, ni a borrar la distinción que separa a los diversos pecados. Es cierto que los pecados, como las virtudes, son uno e indivisibles, y que cualquiera que haya cometido uno de ellos los ha cometido todos en principio (Santiago 2:10). Pero esto no significa que todos los pecados son iguales en tipo y grado. Hay una diferencia entre los pecados de error o ignorancia, y los pecados de presunción (Números 15:27 y 30), entre los pecados contra la primera y contra los de la segunda tabla (Mateo 22:37-38), entre pecados sensuales y espirituales, pecados humanos y diabólicos, etc. Porque los mandamientos de la única ley difieren entre sí, y porque la transgresión de estos mandamientos tiene lugar en muy distintas circunstancias y con mayor o menor aprobación de la voluntad, por lo tanto, no todos los pecados son igualmente graves ni merecen el mismo castigo. Los pecados cometidos contra la ley moral son más graves que aquellos cometidos contra las leyes ceremoniales, porque es mejor obediencia que sacrificio (1Samuel 15:22). La persona que roba llevado por el hambre es menos culpable que la persona llevada por la codicia (Proverbios 6:30). Hay gradaciones de ira (Mateo 5:22). Y, aunque desear a una mujer casada en nuestro corazón ya es cometer adulterio, la persona que no lucha contra ese deseo, sino que sucumbe a él va a cometer adulterio también de hecho.
Si hiciéramos injusticia a esta distinción entre los pecados, estaríamos en conflicto tanto con la Escritura como con la realidad. Es cierto que en un sentido moral la gente nace igual. Al principio todos llevan la misma culpa y todos están contaminados por la misma mancha. Pero, sin embargo, cuando crecen difieren unos de otros, y difieren ampliamente. Los creyentes a veces caen en pecados graves, deben constantemente pelear contra el viejo hombre y su naturaleza, y no pueden alcanzar en esta tierra sino solamente un principio de perfecta obediencia. Y entre aquellos que no han conocido el nombre de Cristo o no han creído en Él hay quienes se someten a todo repunte de impiedad y absorben el pecado como agua. Pero también hay entre ellos quienes se diferencian por una vida cívicamente respetable y altamente ética, y quien puede servir como modelo de virtud incluso a los cristianos. Cierto, las semillas del mal están incrustadas en cada corazón humano, y cuanto más aumentamos en autoconocimiento más reconocemos la verdad de la confesión de que por naturaleza somos proclives a odiar a Dios y a nuestro prójimo, incapaces de todo bien, e inclinados a todo mal. Pero esta tendencia maligna no está en todas las personas en la misma medida al punto de cometer malas acciones. No todo el que camina el camino ancho camina igualmente rápido o hace el mismo progreso.
La causa de esta diferencia no reside en el hombre sino en la gracia restrictiva de Dios. El corazón es el mismo en toda la gente. Siempre y en todo lugar en toda la gente surgen los mismos pensamientos y deseos malvados. Los pensamientos del corazón son siempre malvados desde la juventud. Si Dios abandonara a la humanidad y los entregara a los deseos de sus corazones, la tierra se convertiría en un infierno y no sería posible ninguna sociedad o historia humana. Pero, así como el fuego en la tierra se mantiene bajo control por la dura corteza de la tierra, y solo de vez en cuando, y solo en ciertos lugares, estalla en terribles explosiones volcánicas, así los pensamientos y deseos malvados del corazón humano son suprimidos y restringidos de todos lados por la vida de la sociedad. Dios no ha dado al hombre rienda suelta, sino que pone al animal salvaje que está en él bajo arnés, para que pueda mantener su consejo para la raza humana y ejecutarlo. Mantiene operativo en el hombre un amor natural, un anhelo de compañía, un sentido de religión y de moralidad, una consciencia y una noción de la ley, una razón y voluntad. Y pone al hombre en una familia, una comunidad, un estado, los cuales, con su opinión pública, nociones de decencia, sentido del trabajo, disciplina, castigo, y similares, lo restringen, y lo obligan y educan para una vida cívicamente respetable.
A través de todas estas muchas y poderosas influencias, el hombre pecaminoso es habilitado para todavía lograr mucho bien. Cuando el Catecismo de Heidelberg dice que el hombre es completamente incapaz de hacer cualquier bien, y está inclinado a todo mal, entonces por este bien, como los Artículos contra los Remonstrantes claramente establece, debemos entender el bien salvífico.
El hombre por naturaleza es completamente incapaz de dicho bien salvífico. No puede hacer ningún bien que sea interno, espiritual, que sea perfectamente puro a los ojos de Dios que escudriña el corazón, que esté en total acuerdo, tanto en un sentido espiritual como literal, con las demandas de la ley, y que, por lo tanto, conforme a la promesa de la ley sea capaz de lograr la vida eterna y las bendiciones celestiales. Pero esto no significa en lo absoluto que el hombre no debiera, por la gracia común de Dios, estar en posición de hacer mucho bien. En su vida personal puede por su razón y voluntad restringir sus pensamientos y deseos malvados y aplicarse a la virtud. En su comunidad y vida social puede honesta y fielmente cumplir con sus obligaciones y ayudar en la promoción del bienestar y la cultura, la ciencia y el arte. En una palabra, mediante todas las fuerzas con que Dios ha rodeado al hombre natural pecaminoso, lo capacita todavía para vivir una vida humana aquí en la tierra.
Pero todos estos poderes no son suficientes para renovar al hombre interior, y a menudo se muestran inadecuados incluso para mantener la injusticia dentro de límites. Ni siquiera tenemos que pensar a este respecto en el mundo criminal que se encuentra en cada sociedad en la cual tiene su propia vida. Pero es también en las conquistas, colonizaciones, guerras de religión y de raza, revoluciones populares, revueltas nacionales y similares, que el rango terrible de la injusticia en el corazón humano tiene su expresión. El refinamiento de la cultura no descarta, sino que fomenta la desvergüenza en la ejecución de la injusticia. Las acciones aparentemente más nobles prueban, bajo un análisis más cuidadoso, estar motivadas no raramente por todo tipo de consideraciones pecaminosas de egoísmo y ambición. Cualquiera que entienda algo de la maldad y sutileza del corazón humano no estará del todo sorprendido de que haya tanto mal en el mundo. Más bien, se maravilla de que todavía puede haber mucho bien en el mundo, y adora la sabiduría de Dios, quien con una raza humana así todavía sabe cómo lograr tanto. Es por las misericordias del Señor que no somos consumidos, porque no falla su compasión (Lamentaciones 3:22). Hay una continua batalla entre el pecado de la gente que trata de estallar y la gracia de Dios que lo ata y hace que el pensamiento y la acción humanos estén al servicio de su consejo y plan.
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Esta gracia de Dios puede humillar a un hombre, aunque solo sea en el sentido de Acab (1Reyes 21:29) o de los habitantes de Nínive (Jonás 3:5ss). Pero un hombre también puede, a la larga, oponerse a tal gracia. En ese caso se establece la terrible manifestación que la Escritura llama endurecimiento de corazón. Faraón es el típico ejemplo de ello. También se informa de otros en la Escritura, pero la naturaleza y el progreso del endurecimiento es, sin embargo, más lúcidamente exhibido en faraón. Era un príncipe poderoso, estando a la cabeza del reino, orgulloso de corazón e indispuesto a inclinarse ante las señales del poder de Dios. Esas señales se siguieron unas a otras en un orden regular, e incrementaron en poder milagroso y fuerza destructiva. Pero conforme a ese mismo incremento, Faraón se volvió malvado y obstinado. Sus impulsos de ceder e inclinarse ante este poder milagroso perdieron cada vez más el carácter de integridad. Finalmente, con sus ojos muy abiertos a los hechos, se dirigió directamente a su perdición.
Es una tremenda lucha del alma lo que vemos ante nosotros en este drama del Faraón, y la que puede verse desde el lado de Dios, así como desde el lado del hombre. Ahora bien, se dice que el Señor endureció el corazón de Faraón (Éxodo 4:21; 7:3; 9:12; 10:20 y 27) y en otro momento que Faraón mismo endureció su corazón (Éxodo 7:14; 9:7 y 9:35), o que su corazón estaba endurecido (Éxodo 8:15, 19, 32 y 9:34). Hay en este fenómeno de endurecimiento una operación divina y humana, hay en ello una operación de la gracia divina que constantemente se vuelve cada vez más de juicio, y una operación de la resistencia humana que cada vez más toma el carácter de una enemistad consciente y determinada contra Dios. Y la Escritura describe este endurecimiento de la misma manera en otros lugares. En Deuteronomio 2:30, Josué 11:20 e Isaías 63:17, el Señor endurece, y en otros lugares (1Samuel 6:6; 2 Crónicas 36:13; Salmos 95:8; Mateo 13:15; Hechos 19:9 y Romanos 11:7, 25) es la gente quien se endurece a sí misma. Hay una interacción aquí, una batalla, una lucha entre los dos que no debe ser separada de la revelación de la gracia divina. Dicha interacción tiene la característica de provocar un juicio, y un cisma y separación, entre la gente (Juan 1:5; 3:19 y 9:39). Cristo está de nuevo puesto para la caída y para el levantamiento (Lucas 2:34). Él es una roca de salvación y una roca de tropiezo y escándalo (Mateo 21:44 y Romanos 9:32). El evangelio es para muerte o para vida (2Corintios 2:16). Está escondido de los sabios y entendidos y revelado a los niños (Mateo 11:25). Y en todo esto se vuelve evidente el consejo y buena voluntad de Dios y al mismo tiempo la ley de la vida religiosa y moral.
El pecado de endurecimiento alcanza su máxima culminación en la blasfemia contra el Espíritu Santo. Jesús habla de ello en ocasión de una seria diferencia con los fariseos. Cuando hubo sanado a un hombre que estaba ciego y mudo y poseído por un demonio, las multitudes se maravillaron tan grandemente que clamaron: ¿No es este el Hijo de David, el Mesías prometido por Dios a los padres?
Pero este homenaje dado a Cristo despertó no sólo el odio y la enemistad entre los fariseos, y declararon, al contrario, que Jesús expulsaba al demonio por ningún otro que por Belcebú, el príncipe de los demonios. De este modo tomaron una posición diametralmente opuesta. En vez de reconocer a Cristo como el Hijo de Dios, el Mesías, quien expulsaba a los demonios por el Espíritu de Dios y estableció el reino de Dios en la tierra, dicen que Jesús es cómplice de Satanás y que su obra es diabólica. Frente a esta terrible blasfemia, Jesús conserva su dignidad, refuta la acusación y señala qué tan irrazonable es, pero al final de la refutación agrega esta grave amonestación a lo que ha dicho: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero (Mateo 12:31-32).
Las palabras mismas y el contexto en que aparecen claramente indican que la blasfemia contra el Espíritu Santo tiene lugar no al principio o en medio del camino del pecado sino al final. No consiste en la duda o la incredulidad con respecto a la verdad que Dios ha revelado, ni en una resistencia y un contristar al Espíritu Santo, porque estos son pecados que puede ser cometidos también por los creyentes, y en efecto lo son a menudo. Pero la blasfemia contra el Espíritu Santo puede tener lugar solamente cuando ha habido en la consciencia una rica revelación de Dios y una iluminación poderosa del Espíritu Santo que el hombre está completamente convencido en su corazón y consciencia de la verdad de la divina revelación (Hebreos 6:4-8; 10:26-29 y 12:15-17).
Más bien, el pecado consiste en esto: que dicha persona, independientemente de toda revelación objetiva e iluminación subjetiva, a pesar del hecho de que ha conocido y probado la verdad como verdad, sin embargo, en completa consciencia y con intención deliberada llama a esa verdad mentira y reprende a Cristo como un instrumento de Satanás. En este pecado, el humano se vuelve diabólico. No, no consiste en duda e incredulidad, sino que corta la posibilidad de estas como lo hace con el remordimiento y la oración (1Juan 5:16). Ha ido mucho más allá del momento de la duda y la incredulidad, el remordimiento y la oración. A pesar del hecho de que el Espíritu Santo es reconocido por ser el Espíritu del Padre y del Hijo, sin embargo, es blasfemado en maldad diabólica. En su culminación el pecado se vuelve tan impíamente descarado que se sacude todo vestigio de vergüenza, se quita toda la ropa y se queda completamente desnudo, desprecia todas las razones evidentes, y, por puro deleite en el mal, toma su posición en contra de la verdad y gracia de Dios. Es, por lo tanto, una grave amonestación que Jesús nos hace en esta enseñanza con respecto a la blasfemia contra el Espíritu Santo. Pero no debemos olvidar el consuelo que se contiene en la enseñanza. Porque si este pecado es el único pecado no perdonable, entonces todos los otros pecados, incluso los más grandes y severos, pueden ser perdonados. Pueden ser perdonados no mediante los ejercicios de penitencia humanos sino a través de las riquezas de la gracia divina.
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Si el pecado puede ser perdonado y lavado sólo a través de la gracia, la implicación es que en sí mismo merece castigo. La Escritura procede de esta suposición cuando amenaza al pecado con el castigo de la muerte incluso antes de que el pecado haya venido al mundo (Génesis 2:17). Además, constantemente proclama el juicio de Dios contra el pecado, independientemente de si el juicio es efectuado en esta vida (Éxodo 20:5) o en el gran día del juicio (Romanos 2:5-10). Porque Dios es el justo y el santo, que odia toda maldad (Job 34:10; Salmos 5:5 y Salmos 45:7), que de ninguna manera tendrá por inocente al culpable (Éxodo 34:7 y Números 14:18), sino que visita la injusticia con su enojo (Romanos 1:18), su maldición (Deuteronomio 27:26 y Gálatas 3:10), y su ira (Nahúm 1:2 y 1Tesalonicenses 4:6), y que recompensará a todo hombre conforme a sus obras (Salmos 62:12; Job 34:11; Proverbios 24:12; Jeremías 32:19; Ezequiel 33:20; Mateo 16:27; Romanos 2:6; 2Corintios 5:10; 1Pedro 1:17 y Apocalipsis 22:12). La consciencia testifica de esto en todo el mundo cuando lo juzga debido a sus malos pensamientos, palabras y acciones, y cuando a menudo lo persigue con un sentimiento de culpa y de remordimiento, y de vergüenza y miedo por el juicio. Entre todos los pueblos, la administración de justicia se basa en esta idea de la culpabilidad del pecado.
Pero el corazón humano una y otra vez entra en conflicto con este juicio severo porque se siente condenado por él. Y la ciencia y la filosofía a menudo ha estado al servicio del corazón y ha tratado de asignar la más atractiva de las razones para separar la obra y la recompensa, el mal y el castigo. Así como el arte debe ser practicado por sí mismo, así, conforme a esta representación, el bien debe ser hecho por sí mismo, y no por la esperanza de recompensa; y así también, el mal debe ser evitado por lo que es y no debido al castigo que está unido a él. No hay tal cosa como una recompensa por la virtud o castigo por el pecado. La única penalización unida al pecado es el resultado que su propia naturaleza en virtud de la ley natural inevitablemente trae consigo. Así como el hombre virtuoso tiene paz de corazón, también el pecador es atormentado por su consciencia de culpabilidad, ansiedad y miedo, o, si sus pecados son los de embriaguez o sensualidad, es afectado por la enfermedad.
En tiempos modernos, esta filosofía del corazón pecaminoso y errado ha recurrido para su respaldo a la doctrina de la evolución, según la cual el hombre desciende del animal, y en el centro de su ser realmente siempre permanece siendo un animal, y que debe inevitable y deterministamente ser y hacer lo que hace y es. El hombre no es un ser libre, racional y moral, no es responsable por sus acciones; sus hechos no pueden ser acusados de culpabilidad, simplemente es lo que tiene que ser. Así como hay flores que dan una fragancia agradable y flores que dan un olor desagradable, y así como hay bestias amables y asesinas, así hay gente que es útil para la sociedad y gente que es perjudicial para ella. Ningún hombre tiene el derecho de hacer un juicio sobre otro hombre y condenarlo. Los criminales no son tanto malvados como locos. Sufren de una debilidad hereditaria o de un defecto fomentado y alimentado por la misma sociedad. Tal gente, en consecuencia, no pertenece a una celda sino a un hospital o sanatorio, y puede reclamar tratamiento humano, médico o educativo.
Para ser justos con los hechos, se debe decir que esta nueva teoría criminal es en parte una reacción a otro extremo al que la gente llegó en el pasado. Si en el presente los criminales son considerados como mentalmente enfermos, anteriormente el enfermo mental y todo tipo de otros desafortunados fueron a menudo considerados como criminales, y la gente agudizó su ingenio para concebir dispositivos que causarían los dolores más terribles en personas consideradas culpables y merecedoras de castigo. Pero, a pesar de que esto contribuye de alguna manera a motivar la nueva teoría, no la excusa o la hace correcta. La nueva es tan unilateral como la antigua. Hace injusticia a la gravedad del pecado, substrae al hombre de su libertad moral, lo degrada al nivel de la máquina, desafía atrevidamente la naturaleza moral del hombre con su consciencia y su sentimiento de culpa, y en principio socava toda base de autoridad, gobierno, y administración de la ley.
Independientemente de los esfuerzos que la ciencia pueda poner en acción para probar la inevitabilidad del pecado, cualquier persona en que la consciencia no haya sido aún cauterizada en la insensibilidad, se siente obligada a hacer el bien y ser responsable por hacer el mal. Ciertamente la esperanza de recompensa no es el único y más importante motivo para hacer el bien, y ciertamente el miedo al castigo no puede ser la única cosa que impulse a los hombres a abstenerse del mal. Pero cualquiera que, impulsado por estos mismos motivos subordinados, hace el bien y se abstiene del mal, ya sea meramente en un sentido externo, está, sin embargo, aún en una mejor posición que aquel que, despreciando dichas motivaciones, vive ahora según el impulso. Además, virtud y fortuna, y también pecado y castigo, están inseparablemente conectados entre sí no meramente en consecuencia de una consideración externa, sino están presentes también en la consciencia moral desde el mismo principio. El amor verdadero y real del bien, es decir, la completa comunión con Dios significa que el hombre es incorporado en su completitud, tanto interna como externamente, en esa comunión. Y el pecado, con una amplitud equivalente, implica en su culminación la corrupción del hombre en alma y cuerpo.
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El castigo que Dios ha señalado para el pecado es la muerte (Génesis 2:17), pero esta muerte temporal y corporal de ninguna forma está sola. Es precedida y seguida por otros muchos castigos.
Tan pronto como el hombre hubo pecado, sus ojos fueron abiertos: se avergonzó de su desnudez, y se escondió con temor del rostro de Dios (Génesis 3:7-8). En el hombre, la vergüenza y el miedo son inseparables del pecado porque inmediatamente se siente culpable y sucio por su pecado.
La culpa, que está relacionada con el castigo, y la contaminación o suciedad, que es corrupción moral, son las consecuencias que aparecen inmediatamente después de la caída. Pero para estos castigos naturales, Dios agrega además castigos definidos. La mujer es castigada como mujer, y también como madre: con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido (Génesis 3:16). Y el hombre es castigado en la vocación que le fue específicamente confiada, en el cultivo de la tierra, en las obras de sus manos (Génesis 3:17-19). Cierto, la muerte no tiene lugar inmediatamente después de la transgresión, incluso se postpone durante cientos de años, porque Dios no abandona sus intenciones para con la raza humana. Pero la vida que ahora se otorga al hombre se vuelve una vida de sufrimiento, llena de luchas y dolor, una preparación para la muerte, una muerte continua. El hombre no se volvió simplemente mortal debido al pecado, sino que comenzó a morir. Muere constantemente desde la cuna hasta la tumba. Su vida no es otra cosa que una corta y vana batalla con la muerte.
Este hecho se expresa en las muchas quejas que se plantean en las Escrituras sobre la fragilidad, la fugacidad y la vanidad de la vida humana. El hombre era polvo, incluso antes de la caída. Según el cuerpo, fue hecho del polvo de la tierra, y de este modo, terrenal de la tierra, fue un alma viviente (1Corintios 15:45, 47). Pero esa vida del primer hombre estaba destinada a ser espiritualizada y glorificada, gobernada por el espíritu a manera de mantener la ley divina. Ahora, no obstante, como resultado de la transgresión, la ley entra en operación, polvo eres y al polvo volverás (Génesis 3:19).
En vez de volverse espíritu, el hombre se volvió carne a través del pecado. Ahora su vida es una sombra, un sueño, una vigilia de la noche, un lapso, un paso, una ola del océano que sube, rompe y desaparece, un rayo de luz que brilla y se va, una flor que florece. y se marchita. Realmente no es digna del nombre pleno y glorioso de vida. Es una muerte constante en el pecado (Juan 8:21 y 24), una muerte en pecados y delitos (Efesios 2:1).
Así es la vida, vista desde dentro, como es internamente corrompida, desperdiciada y disuelta por el pecado. Y desde fuera, también, es constantemente amenazada por todos lados. Inmediatamente después de la transgresión, el hombre fue expulsado del paraíso. No puede regresar a él por su propio derecho, porque ha perdido el derecho a la vida, y tal lugar de descanso y paz no es apropiado para el hombre caído. Debe ir al mundo entero para ganar su pan con el sudor de su frente y así cumplir su llamado. El hombre no caído está en casa en un paraíso, y los bienaventurados viven en el cielo, pero el hombre pecaminoso, aunque redimible, tiene a la tierra como su lugar de estancia —una tierra que comparte su caída, que por su causa está maldita, y que, junto con ella, está sujeta a vanidad (Romanos 8:20).
Así lo interno y lo externo están de acuerdo de nuevo, hay armonía entre el hombre y su entorno. La tierra en la que vivimos no es un paraíso, pero tampoco es un infierno. No podemos señalar en particular las relaciones entre los pecados de los hombres y las calamidades de la vida. Jesús mismo nos advirtió en contra de hacer esto. Dice que los galileos, cuya sangre Pilato ha mezclado con sus sacrificios, no eran más pecadores que otros (Lucas 13:1-3), y el hijo que nació ciego no fue castigado por sus propios pecados o los pecados de sus padres, sino para que las obras de Dios se revelaran (Juan 9:3). No debemos, por lo tanto, inferir del hecho de que en alguien se acumulen las aflicciones y calamidades que las provocó su culpa personal. Los amigos de Job argumentaron así y estaban equivocados.
No hay duda, sin embargo, que según la enseñanza de toda la Escritura existe una conexión entre la raza humana caída, por un lado, y la tierra caída por el otro. Fueron creados en armonía uno con el otro, ambos juntos fueron sujetados a vanidad, ambos son en principio redimidos por Cristo, y en algún momento serán resucitados y glorificados juntos. El mundo presente no es ni el mejor ni el peor posible, pero es un mundo bueno para el hombre caído. Por sí solo produce espinas y cardos, obliga al hombre a trabajar, lo preserva de la descomposición, y en el fondo de su corazón alimenta la inextinguible esperanza de que todavía habrá un bien duradero y una felicidad eterna. Esta esperanza lo hace vivir, aunque sea una vida de corta duración y llena de descontento.
Porque toda vida que todavía es del hombre por naturaleza está sujeta a la descomposición de la muerte. Si una persona es fuerte sigue luchando setenta u ochenta años, pero la vida es cortada usualmente mucho antes, en el vigor de los años, en la flor de la juventud, antes o después del nacimiento. La Escritura dice que esta muerte es un juicio de Dios, un pago en castigo por el pecado, y esta verdad se siente en el corazón de toda la humanidad y de cada persona individual. Incluso los así llamados pueblos primitivos proceden de la idea de que en esencia el hombre es mortal, y que no es la inmortalidad la que debe ser probada, sino que la muerte debe ser explicada. Sin embargo, hay muchos que en tiempos antiguos o más recientes han sostenido que la muerte, no como algo externo que llega violentamente desde fuera, sino internamente como un proceso de disolución, es completamente un fenómeno natural e inevitable. En sí mismo, según esta visión, la muerte no es terrible; lo parece meramente así al hombre porque el instinto de vida lucha contra él. Cuando en su progreso la ciencia haya logrado más conquistas, cada vez más se verá abocada a considerar a la muerte como inoportuna y elevará a la muerte natural, que se debe a un fallo de las energías, a un nivel más alto. Y entonces el hombre morirá pacífica y calmadamente como las plantas que se marchitan o como los animales que están exhaustos.
Pero, aunque hay algunos que hablan de esa manera, hay otros que, de hecho, tocan una nota muy distinta. Los hombres de ciencia no están de ninguna manera de acuerdo sobre las causas y la naturaleza de la muerte. Frente a aquellos que ven en la muerte un natural y necesario fin de la vida, hay muchos que encuentran la muerte como un acertijo aún mayor que la vida, y que declaran rotundamente que no hay una sola razón del porqué los seres vivientes tengan por alguna necesidad interna qué morir. Incluso dicen que el universo fue originalmente un inconmensurable ser viviente, que la muerte apareció después, y que todavía quedan animales inmortales. Y dicho lenguaje es ansiosamente absorbido en la actualidad por aquellos que creen en una preexistencia de las almas y que consideran a la muerte como un cambio de forma que el hombre sufre para elevarse a una vida más alta —como la oruga que se vuelve mariposa.
Esta diferencia de visión es en sí misma evidencia del hecho de que la ciencia no puede penetrar a las más profundas y finales causas de las cosas, y no puede explicar la muerte más de lo que puede explicar la vida. Ambas permanecen siendo un misterio para la ciencia. En el momento en que trata de proponer una explicación corre peligro de hacer injusticia tanto a la realidad de la muerte como a la de la vida. La ciencia dice que la vida fue originalmente eterna, pero después debe responder la pregunta de dónde vino la muerte; ella habla de la muerte como una mera apariencia, un cambio de forma. De otra manera, trata de entender la muerte como algo completamente natural. En ese caso, no sabe qué hacer con la vida y se ve obligada a negar la inmortalidad. En ambos casos borra la línea límite entre la muerte y la vida, y entre el pecado y la santidad.
La confesión de que la muerte es un pago por el pecado, aunque no es probado por la ciencia, tampoco es desaprobado. Simplemente yace fuera del límite de la investigación científica y más allá de su alcance. Además, esta confesión no necesita de la evidencia de la ciencia. Se basa en el testimonio divino y se confirma hora tras hora en el miedo a la muerte por el cual los hombres a través de sus vidas están sujetos a esclavitud (Hebreos 2:15). Cualquier cosa, por lo tanto, que se pueda decir en evidencia de su necesidad o en defensa de su legitimidad, la muerte permanece antinatural. Es antinatural en vista a la esencia y destino del hombre, en relación con su creación a la imagen de Dios, porque la comunión con Dios es incompatible con la muerte. Dios no es Dios de muertos sino de vivos (Mateo 22:32). Al contrario, la muerte es completamente natural para el hombre caído, porque el pecado, cuando es consumado, da a luz a la muerte (Santiago 1:15). Después de todo, en la Santa Escritura, la muerte no equivale a la aniquilación, como tampoco la vida incluye nada más que la existencia desnuda. La vida es gozo, bendición, superabundancia, y la muerte es miseria, pobreza, hambre, falta de paz y bendición. La muerte es disolución, separación de lo que está unido. El hombre, creado a la imagen de Dios, está en casa en la comunión con Dios. Ahí vive plena, eterna y benditamente. Pero cuando corta esa comunión muere en el mismo momento y siempre continúa muriendo más. Su vida está privada de gozo, paz y bendición, y se ha convertido en un muerto en el pecado. Y esta muerte espiritual, esta separación entre Dios y el hombre, continúa en el cuerpo y culmina en la muerte eterna. Porque, en la separación del cuerpo y el alma, la suerte del hombre está determinada, pero su existencia todavía no termina. Porque está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio (Hebreos 9:27).
¿Y quién podrá permanecer de pie en ese juicio?