Interrogando el corazón
Un amigo pastor con quien fui al seminario hace un tiempo publicó en las redes sociales acerca de la necesidad que tenemos como creyentes de interrogar nuestros corazones. Para poyar idea, mencionó los Salmos 42 y 43, donde la pregunta ¿Por qué te abates, oh alma mía? ocurre tres veces (42:5, 11; 43:5).
Es una idea sencilla, pero tiene mucho valor. Nuestras vidas tienen muchos altibajos, no solo en términos de nuestras circunstancias, sino también en términos de nuestras almas. No porque participemos en lo que sucede en nuestro interior, quiere decir que lo entendamos muy bien. A veces nos cuesta poner el dedo en lo que nos molesta, o nos sorprende una reacción intensa a algo bastante leve. Y entonces vale la pena plantear la pregunta: ¿Por qué te abates, oh alma mía?
En otras palabras, ¿qué está pasando conmigo que me siento de esta manera? El salmista planteó esa pregunta en términos de estar abatido, triste y preocupado. Pero también es una buena pregunta para plantear sobre otros estados de ánimo.
En Marcos 8:17–21, el Señor Jesús interroga a sus discípulos acerca de su falta de entendimiento. Después de que los fariseos le exigieron incrédulamente una señal, advirtió a los discípulos que se guardaran de la levadura de los fariseos (Marcos 8:15). En su preocupación por no tener pan suficiente, pensaron que Cristo estaba hablando de esa pequeña preocupación. Y en respuesta a su interpretación mal fundada y algo necia, Cristo les hizo una serie de nueve preguntas.
Dos de las preguntas eran sobre lo que había sucedido. Eran preguntas acerca de recordar. Cuando había cinco mil para alimentar, y solo doce panes, ¿cuántas canastas de sobras se habían recogido? La respuesta fue doce (Marcos 6:43–44 y 8:19). Y cuando había cuatro mil para alimentar y solo siete panes, ¿cuántas canastas de sobras había? La respuesta fue siete (Marcos 8:8, 20).
Las preguntas de recordar son muy útiles para nosotros en nuestras incertidumbres, malentendidos y ansiedades. Nos ayudan a repasar lo que el Señor ha hecho en el pasado, lo que pone en contexto nuestras dificultades presentes. ¿Por qué deberían preocuparse los discípulos por tener solo un pan para dividir entre trece personas? Habían visto doce panes divididos entre cinco mil, y siete panes divididos entre cuatro mil. Si recordaran y pensaran en eso, aliviaría su preocupación por no tener suficiente al recordar cómo el Señor Jesús proveyó.
El formato de preguntas y respuestas que nos es familiar en el Catecismo de Heidelberg es muy útil en nuestra vida espiritual. Ciertamente, repasar el Catecismo ya trae ricas fuentes de consuelo y claridad a la mano. Y repasar lo que Dios ha hecho, ya sea en el registro de las Escrituras o en el recuerdo de nuestra propia vida es una práctica con un rico beneficio para nosotros.
Sin embargo, Cristo hizo a sus discípulos otras siete preguntas. Y esas eran preguntas de reflexión más que de recordar. Al igual que las preguntas de David para sí mismo en los Salmos 42 y 43, estas preguntas eran acerca de lo que estaba sucediendo dentro de ellos.
Hay una pregunta del por qué: ¿Qué discutís, porque no tenéis pan? (Marcos 8:17). No hay registro de que hayan respondido, pero si nos ponemos en su lugar probablemente podamos pensar en algunas razones. Una respuesta honesta sería algo como esto: Estamos tan enfocados en nuestro problema presente y hemos olvidado tu provisión pasada, que estamos malinterpretando completamente tus palabras. Dicho de esa manera, ¡podemos ver que los discípulos no son los únicos que hacen eso!
Cuando nuestras mentes están ocupadas con un problema especial, tendemos a percibir todo lo que escuchamos o vemos desde esa perspectiva. Eso puede causar que malinterpretemos a otras personas, como si estuvieran expresando una opinión sobre una situación de la que ni siquiera están conscientes. También puede hacer que malinterpretemos las Escrituras al tomar una frase o pasaje y aplicarlo a nuestro problema, incluso aunque no tenga ninguna relación con el contexto original.
Luego hay dos preguntas que tienen que ver con el tiempo. Cristo preguntó a los discípulos: ¿No entendéis ni comprendéis? ¿Aún tenéis endurecido vuestro corazón? (Marcos 8:17). Quedaron sorprendidos cuando Cristo caminó sobre el agua, porque sus corazones estaban endurecidos (Marcos 6:52). Y Él los había desafiado por su falta de comprensión acerca de la enseñanza (Marcos 7:18). Pero ahora, con solo un poco de pan en la barca, todavía estaban sin comprensión y endurecidos de corazón. Esta condición era a pesar de que habían escuchado enseñanzas, presenciado milagros, y de que Cristo les había identificado el problema.
Esa palabra aún es apropiada para aplicarla hacia nosotros mismos. Presupone que debemos estar creciendo o progresando. Definitivamente vale la pena considerar si es así o no. Y si no, tenemos que reflexionar un poco en el asunto porque revela la existencia de un problema. Los corazones duros son lentos en entender, si es que lo hacen en absoluto. La renuencia forma aprendices lentos.
Cristo también hace tres preguntas sobre la conciencia o el conocimiento: ¿Teniendo ojos, no veis, y teniendo oídos no oís? ¿Y no recordáis? (Marcos 8:18). Parecería que sus sentidos y su memoria no funcionaban, tan inconscientes eran de lo que ellos mismos habían vivido.
Podemos usar estas preguntas para nosotros mismos también. ¿Hay algo que debemos saber? Por ejemplo, tal vez estamos teniendo dudas acerca de una doctrina o una práctica; ¿Hemos considerado la evidencia? Muchas dudas se pueden resolver recurriendo a la evidencia o revisando lo que hemos aprendido antes. Las preguntas de reflexión y recuerdo van de la mano, y necesitamos ambas.
Finalmente, Cristo hizo a sus discípulos una pregunta acerca de la fuente de su error. ¿Cómo aún no entendéis? (Marcos 8:21). A la luz de todo lo que habían presenciado, ¿cómo era posible que todavía no entendieran la verdad? La respuesta general a esta pregunta es que como pecadores ignorantes y ensimismados podemos ser aprendices increíblemente lentos.
Sin embargo, puede ser beneficioso responder a esta pregunta más específicamente. Puede que no entendamos algo porque no sabemos cómo hacer la pregunta, porque no sabemos dónde buscar la respuesta, o porque una pregunta involucra a muchas otras y no sabemos por dónde empezar. Todas esas respuestas o algunas de ellas podrían aplicarse a preguntas sobre las profundidades de la doctrina o las complejidades del bien y el mal. A veces no entendemos porque no le hemos pedido sabiduría a Dios (Santiago 1:5). A veces no entendemos porque no hemos tenido la paciencia para escuchar la respuesta. Y a veces tenemos miedo de lo que significaría saber la respuesta: no queremos vernos obligados a hacer un cambio a la luz de la nueva información.
Interrogar tu propia alma no siempre es fácil o agradable; pero tiene algunos beneficios reales.
En primer lugar, las preguntas a menudo provocan respuestas. También aquí es cierto que, si buscamos, encontraremos (Mateo 7:7). Un mayor conocimiento de nosotros mismos y de nuestra propia condición es una verdadera ventaja en sí misma. Puede ayudarnos a ser más humildes, más realistas, más pacientes, y más caritativos con los demás.
En segundo lugar, hacer preguntas a nuestra propia alma pone un poco de distancia entre nosotros y lo que estamos experimentando. Es fácil sentirse abrumado por la emoción, ya sea que estemos derribados como David o preocupados como los discípulos. Y entonces podemos responder a quienes nos rodean y tomar decisiones importantes bajo la influencia incuestionable de nuestro estado mental prevaleciente. ¡No es sorprendente que eso no siempre funcione bien! Pero interrogar nuestros corazones significa que podemos tomar los sentimientos y su causa como datos y decidir qué hacer con ellos, en lugar de que los sentimientos tomen las decisiones por nosotros.
En tercer lugar, tener una idea más clara de lo que está sucediendo con nosotros, por qué está sucediendo y lo que debemos saber al respecto, significa que podemos hablarnos a nosotros mismos como deberíamos. David siguió la pregunta a su alma con la exhortación espera en Dios (Salmo 42:5, 11; 43:5). Puesto que había definido el problema como estar derribado, sabía que la respuesta era recordarse a sí mismo que Dios le daría razones para alabar: porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío (Salmo 43: 5). Hay respuestas a nuestras preguntas; hay luz en nuestra oscuridad. Pero si hemos dejado claro el problema, es más fácil encontrar en el tesoro de la Biblia las palabras que hablarán más poderosamente a nuestra propia necesidad individual.
En todas esas preguntas que hemos visto de Marcos 8, Cristo interrogó el corazón de sus discípulos. Los puso en un candelero espiritual y los invitó a pensar en lo que estaba sucediendo dentro de ellos. Aunque Él era el que preguntaba, esas preguntas los invitaban a autoexaminarse. Y qué consuelo para nosotros pensar que Cristo está con nosotros en nuestra autorreflexión. Cuando tratamos de diagnosticar nuestros problemas y exponer verdades incómodas sobre nosotros mismos, no estamos solos. Somos guiados a esta práctica por el ejemplo de David, y somos alentados en sus dificultades por la presencia de Cristo con nosotros y su misericordia hacia nosotros. Amén.
[El autor quiere extender las gracias al Pastor Valentín Alpuche por su aporte al artículo.]