El perdón: oración y práctica
Día del Señor 51:
El perdón: oración y práctica
Andrew Kuyvenhoven
Traductor: Juan Flavio de Sousa
126. ¿Cuál es el significado de la quinta petición?
“Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” quiere decir: por la sangre de Cristo, no nos eches en cara, pobres pecadores como somos, ninguno de los pecados que cometemos ni el mal que constantemente se aferra a nosotros. Perdónanos, así como estamos plenamente decididos, como prueba de tu gracia en nosotros, a perdonar a nuestro prójimo.
Una petición cristiana
Un cristiano es alguien cuyos pecados han sido perdonados gracias a los méritos de Jesucristo. Pero si los cristianos, por definición, están perdonados y limpiados, ¿es realmente voluntad del Señor que oren diariamente: «Padre, perdónanos como nosotros hemos perdonado»?
Algunos grupos cristianos e iglesias de la tradición metodista/pentecostal o de la «santidad» enseñan que los creyentes nacidos de nuevo no deben seguir orando por el perdón. Esto parece una enseñanza extraña porque nuestro Señor mismo nos ha dado esta oración modelo, en la que pedimos el pan de cada día, el perdón de cada día y la protección de la tentación de cada día.
Ellos responden, sin embargo, que Cristo entregó la oración antes de haber hecho la completa expiación por todos nuestros pecados muriendo en la cruz. Argumentan que los cristianos son transformados cada vez más por el poder del Espíritu. Los cristianos no permanecen en el abismo del pecado, sino que caminan por terrenos cada vez más elevados, trazando el camino hacia la perfección.
El texto favorito de estos cristianos para reforzar su doctrina del perfeccionismo es 1 Juan 5:18. En la versión Reina Valera, este texto dice: «Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios (es decir, Jesús) le guarda, y el maligno no le toca». Pero esta traducción no comunica bien el sentido.
Una mejor traducción (la Nueva Versión Internacional) dice: «Sabemos que el que ha nacido de Dios no está en pecado; Jesucristo, que nació de Dios, lo protege y el maligno no llega a tocarlo».
Los pies polvorientos de los peregrinos
Definitivamente, los cristianos no están «muertos en vuestros delitos y pecados» (Ef. 2:1). Hemos «resucitado de entre los muertos a fin de que llevemos fruto para Dios» (Ro. 7:4). Peores que los perfeccionistas son los predicadores que quieren que nos consideremos cautivos del diablo. «El cual [el Padre] nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo» (Col. 1:13). No debemos ni podemos seguir pecando; pero tampoco podemos vivir sin pecar.
El sacrificio expiatorio de Cristo es un hecho consumado y sus méritos son suficientes para todas las personas de todos los tiempos. Pero la gracia del perdón hay que pedirla, recibirla y transmitirla día tras día. El perdón no se paga automáticamente, como si fuera una especie de seguro de vida. Que nadie se imagine que puede vivir un día o una hora más allá del amparo del perdón provisto por la sangre de Cristo.
En la Última Cena, Jesús cumplió su misión en la tierra asumiendo el papel de esclavo y lavando los pies a sus discípulos. Cuando se acercó a Pedro, este discípulo temperamental primero objetó: «No me lavarás los pies jamás». Luego, después de que Jesús dijera: «Si no te lavare, no tendrás parte conmigo», Pedro estalló: «¡No solo mis pies, sino también las manos y la cabeza!».
Pero Jesús solamente lavó los pies de los discípulos después de explicar: «El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis…» (Jn. 13:8-10).
Al participar de Cristo y de Su obra, estamos limpios. Pero necesitamos a Cristo y Su perdón a todas horas. Y oramos, cada día, «Padre, perdona…». Mientras tengamos que caminar por esta tierra, el polvo se pegará a nuestros pies.
Deudas/Transgresiones/Pecados
Dado que el Padrenuestro es una de las pocas oraciones que todos los cristianos han memorizado y pueden orar juntos, la mayoría de nosotros hemos experimentado la disonancia en el coro durante la quinta petición: unos han dicho «transgresiones» y otros han dicho «deudas». Estrictamente hablando, la oración del Señor en Mateo 6:12 dice: «Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores». Sin embargo, después de pronunciar la oración, Jesús continúa enseñando: «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas [ahora la palabra es la habitual para transgresión o infracción], os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; más si no perdonáis a los hombres sus ofensas [la misma palabra], tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas [la misma palabra]» (v.14).
«Deudas» es lo que debemos a Dios y a los demás, pero no la hemos pagado. Una deuda es más que una «infracción» o una «transgresión», que son pecados de comisión; transgresión significa ir contra la ley, sobrepasar la línea.
Sin embargo, dado que en el versículo 14 el Señor habla de «ofensas» y claramente no se refiere a otra cosa que a lo que llama «deudas» en el versículo 12, no hay que hacer demasiada diferencia.
Lucas 11:4 dice: «Y perdónanos nuestros pecados [una palabra diferente a la que usó Mateo], porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben» (pero aquí realmente dice «todo deudor»).
Conclusiones
Si oramos el Padrenuestro según Mateo 6::9-13, como suelen hacer los cristianos, diremos «deudas» y no «ofensas». Pero el contexto de Mateo y la versión de Lucas muestran claramente que el Señor no quiso hacer una distinción tajante entre el pecado como un bien que no hicimos (deuda) o el pecado como una infracción de la ley (transgresión) o el pecado como errar en el blanco. Debemos pedir perdón y perdonar todo tipo de pecado.
«Pobres pecadores que somos»
Debemos, dice el catecismo, orar como «pobres pecadores» cuando pedimos perdón. Pero en algunos círculos cristianos pietistas la pobreza de justicia se convierte en una especie de riqueza. Llamarse «pobre pecador» gana la estima de los creyentes.
Se cuenta la historia de una mujer que, para demostrar su piedad, le dijo a Charles Spurgeon que era muy mala pecadora. Con profundos suspiros insistió en que era la mayor de todas las pecadoras, peor que Pablo e indigna de ser llamada cristiana.
Aburrido de sus lloriqueos, Spurgeon le dijo: «No necesitaba decirme todo eso, señora, porque ya lo sabía. Otras personas me han dicho lo pecadora que es usted». Entonces la pecadora arrepentida estalló: «¡Cómo alguien se atreve a decir semejante cosa de mí! ¿Quién lo ha dicho?».
Pecando y confesando
Aquella mujer no era la única persona insincera en la iglesia de Cristo. Muchos de nosotros no tenemos ningún problema en hacer una declaración ortodoxa y general sobre el pecado y la corrupción humana sin tener ninguna convicción personal de que nosotros mismos somos «pobres pecadores». Pero en los círculos cristianos es costumbre confesar que somos pecadores. Incluso los cristianos que se sienten como el fariseo oran a menudo como el publicano porque, entre nosotros, es más aceptable.
Las confesiones de pecado son peligrosas y no estoy seguro de en qué circunstancias debería escucharlas la iglesia. Un «banquillo de los pecadores» es algo que a los farisaicos les encanta ver. Una confesión publica de pecado, que algunas iglesias todavía requieren, no es útil. Humilla innecesariamente a uno en presencia de muchos que, o bien se retuercen porque ellos también son culpables, o bien se sienten bien cuando no deberían.
El conocimiento del pecado es necesario
Pero sin una profunda conciencia del pecado, uno no puede tener parte en la sangre de Jesús. Cristo dijo que no había venido a curar a los sanos ni a salvar a los justos (Mc. 2:17). Obviamente, estaba usando la ironía. No pretendía declarar a los líderes religiosos del pueblo espiritualmente sanos o moralmente justos. Pero, dijo Jesús, esta gente no ve que son pobres y necesitados y, por tanto, no se les puede ayudar.
Como los miembros de la iglesia de Laodicea, todos los farisaicos se creen sanos, ricos y sabios, pero no saben que son «desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos» (Ap. 3:17) hasta que se enfrentan al que está a la puerta y llama (v. 20).
Santo frente a pecador
Nuestra conciencia de ser pecadores debe nacer de la comprensión de la santidad de Dios. Porque el contraste más profundo entre Dios y los seres humanos no es que Él sea eterno y nosotros temporales, o que Él sea todopoderoso y nosotros limitados. No, el contraste más profundo entre Dios y nosotros es entre su santidad y nuestra pecaminosidad. Y cuando crecemos como cristianos, nuestro sentido de pecado e indignidad no disminuye; por el contrario, adquirimos un conocimiento más profundo de Su gloria y de nuestra propia imperfección y eso forma parte del crecimiento en Cristo.
Una oración de perdón significativa y agradable a Dios requiere que confesemos nuestro pecado a Dios y a aquellos contra quienes hemos pecado.
Sin conocer la santidad de Dios, tampoco podemos ver que es la sangre de Cristo la que debe cubrir nuestro pecado, como dice el catecismo. Solamente la muerte expiatoria de Cristo nos permite orar confiadamente por el perdón; y es porque los redactores del catecismo conocen la santidad de Dios por lo que nos enseñan a pedir perdón por los «pecados que cometemos» y por lo pecadores que somos: pedimos perdón por «el mal que constantemente se adhiere a nosotros».
El conocimiento de la gracia
Nuestra primera respuesta a la pregunta, ¿cómo debemos orar por el perdón? fue, como «pobres pecadores», nuestra segunda respuesta es que oramos como aquellos que han aprendido el milagro del perdón de Dios y que ahora están practicando el perdón como «evidencia» de la gracia de Dios.
A menudo se malinterpreta el dicho del Señor en Isaías 55:8: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos». La gente suele mencionar estas palabras cuando habla de los misteriosos y totalmente distintos caminos de Dios. Él tiene razones que van más allá de nuestra comprensión para lo que hace y lo que permite: sus pensamientos no son nuestros pensamientos.
Pero el contexto de estas palabras trata en realidad del perdón: «Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar» (v. 7). Esta actitud generosa y perdonadora de Dios hacia los rebeldes se explica en las líneas siguientes: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová».
El contraste entre nuestros pensamientos y los pensamientos de Dios, entre los caminos divinos y los caminos humanos en Isaías 55, no insinúa conexiones misteriosas entre el pecado y el dolor. Los que visitan a los que sufren se han inclinado a decir que es así desde que los tres amigos de Job fueron a visitar a los enfermos. Pero este texto de Isaías habla de la generosidad de las misericordias del Señor «Vuestros pensamientos» en esta comparación son como las ideas del hermano mayor del hijo pródigo, que se enfureció ante el perdón: «Cuando vino este tu hijo que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo» ¡Es injusto!
Pero Dios dice: Esos son tus pensamientos y tus caminos. Mis pensamientos y mis caminos son «Era necesario hacer fiesta y regocijarnos» porque este hermano tuyo «muerto era, y ha revivido; se había perdido y es hallado» (ver Lc. 15:11-32).
La gracia es extraordinaria
El perdón es una de las acciones típicamente divinas. A veces nos cuesta creer y aceptar ciertas doctrinas cristianas, como la providencia (que Dios gobierna hasta en los más mínimos detalles de nuestra vida presente) o la resurrección del cuerpo en el último día. Pero, aunque fruncimos el ceño cuando pensamos en actividades de Dios que están mucho más allá de los recursos humanos, aceptamos sin problemas la enseñanza de que Dios perdona nuestros pecados por causa de Jesús. La creación y el juicio final son difíciles de entender, decimos, pero «por supuesto» nuestros pecados son perdonados.
En realidad, el perdón de los pecados por la gracia mediante la fe es un anuncio asombrosamente novedoso y feliz del Nuevo Pacto. Pone a prueba nuestra imaginación y va más allá de nuestra comprensión. Al menos deberíamos asombrarnos ante la noticia de que hemos sido perdonados, si no nos cuesta creerlo.
El Señor quiere asegurarse de que sabemos de qué hablamos cuando decimos que hemos sido perdonados. Por eso, en nuestra oración de perdón debemos decir algo sobre nuestra propia disposición a perdonar. Un espíritu que perdona es la prueba de haber sido perdonado.
El avaro del millón
En respuesta a la pregunta de Simón Pedro: «¿Cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí?». Jesús dijo: «Setenta y siete veces» (Mt. 18:22). Este es el contrapunto evangélico a la antigua canción de venganza de Lamec: «Si siete veces será vengado Caín, Lamec en verdad setenta veces siete lo será» (Gn. 4:24).
Jesús respondió a esta pregunta con una parábola para demostrar que los que reciben la gracia deben ser misericordiosos (Mt. 18:23-25). Un hombre que vivía en la corte, dijo, encontraba muy fácil, aparentemente, pedir dinero prestado. Este hombre había sacado millones de dólares cuando, de repente, llegó el día de la rendición de cuentas. Pidió clemencia a su señor y, para su inmenso alivio, éste le perdonó la enorme deuda. Pero cuando este feliz hombre vio a un consiervo que le debía cien dólares, no tuvo piedad. Hizo que lo encarcelaran hasta que alguien le pagara la deuda.
Cuando el rey descubrió la primera acción del siervo se enfadó mucho: «¡Métanlo en la cárcel!», gritó. Porque no hay perdón para el que no perdona. Los que han recibido un millón pierden su fortuna cuando viven como avaros.
¿Perdón condicional?
A lo largo de los evangelios encontramos esta enseñanza sobre la relación entre el perdón de Dios y nuestra disposición a mostrar su gracia. A veces parece como si perdonar a nuestros deudores fuera la condición para que se nos perdonen nuestras deudas: «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; más si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas» (Mt. 6:14-15).
No debemos subestimar ni restar importancia a que el perdón depende que nosotros perdonemos. Pero no sería útil decir que el perdón de Dios está condicionado por el nuestro, porque el perdón es por gracia y no surge de ninguna obra propia.
La formulación de Pablo de la misma enseñanza es la siguiente: «Perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros» (Col. 3:13).
Perdonar a nuestros deudores no es una condición legal para recibir el perdón de Dios. Pero hacemos bien en recordar que no podemos tener uno sin lo otro.
(Por cierto, el uso que hace el catecismo de la palabra prójimo en la última línea de la respuesta no es correcto. Debería ser deudores o aquellos que pecan contra nosotros. Prójimo también se utiliza en los textos alemanes y holandeses. Pero eso no lo hace mejor).
¿Es difícil perdonar?
Los «deudores» a los que perdonamos son personas que nos «deben», que no nos reconocen, que nos desprecian, nos hacen daño, nos ofenden, hablan mal de nosotros, nos roban, nos critican (Lc. 23:34) o nos lapidan (Hch 7:60).
No hace falta que nos digamos lo difícil que es perdonar a personas frecuentemente insensibles y reincidentes. A veces parece que Dios ha puesto a ciertas personas en nuestro entorno con el único propósito de poner a prueba nuestro discipulado y nuestra lealtad a Él. A veces nos inclinamos a decir: «Ahora, deja que ella o él venga a mí primero». La pregunta «¿Quién debe ir primero a quién?» se debate a menudo entre los cristianos. Pero los que están eternamente agradecidos de que Dios haya venido a nosotros serán los «primeros» en recorrer una o dos millas extra.
Al decir que perdonamos a los que han pecado contra nosotros, no pretendemos pasar por alto el pecado en ninguna de sus formas. El amor no puede alegrarse del mal (1 Co. 13:6). Y los que aman al Señor también ven claramente la diferencia entre el bien y el mal. No digamos de las acciones y palabras equivocadas: «Está bien» y «No importa». Sí importa. A través del Espíritu de Dios recibimos no solamente la capacidad de perdonar, sino también una pasión por la justicia y la rectitud.
Hemos adquirido una tierna conciencia informada por la ley del amor. Pero hemos perdido un tierno ego que busca la satisfacción personal o la venganza, porque vivimos en la ardiente generosidad de un Padre que perdona. Y buscamos la gloria de Su nombre, no la nuestra.
Si alguna vez te ha ocurrido, como a mí unas cuantas veces, que alguien te pida perdón de verdad, conoces lo embarazoso de ese momento. Porque de repente te das cuenta de que no se trata de que el culpable se acerque al justo. Aquí hay dos que necesitan perdón y juntos deben arrodillarse.