La antítesis entre el legalismo y el evangelio
Mark J. Larson
Artículo tomado con permiso de la revista Reformed Herald, Volumen 80, #4, 2024
El legalismo mantiene su dominio sobre las mentes y los corazones de innumerables personas de nuestro tiempo. No fue diferente en el siglo XVI, cuando Martín Lutero estableció una distinción radical entre el evangelio de la gracia y el legalismo de todas las demás religiones ajenas al cristianismo bíblico. Al contemplar las religiones de obras de su tiempo, Lutero pensó inmediatamente en el judaísmo, el islamismo ejemplificado por los turcos otomanos, el catolicismo romano de finales de la Edad Media y varios grupos heréticos disidentes. Declaró en su Comentario a Gálatas: «Si el artículo de la justificación se perdiera, entonces se perdería toda la verdadera doctrina cristiana. Y los muchos en el mundo que no sostienen esta doctrina, o son judíos, o turcos, o papistas, o herejes».
Es triste decirlo, la antigua levadura judía del legalismo incluso infectó a la iglesia en el primer siglo. Reflexionemos sobre este fenómeno y luego saquemos algunas aplicaciones prácticas.
El legalismo de los fariseos
El movimiento farisaico del primer siglo demuestra la tendencia del legalismo a deslizarse hacia el exceso fanático. Incluso cuando Jesús pronunció los ayes sobre los fariseos, reflexionó sobre su falta de equilibrio: «Ay de vosotros […] porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe» (Mt. 23:23). Cuando leemos los Evangelios, no dejamos de asombrarnos. Se nos presentan fanáticos ciegos y quisquillosos que no podían ver la gloria del divino Mesías Jesús, que ejercía su ministerio en medio de ellos. Jesús, por ejemplo, estaba «entristecido por la dureza de sus corazones» cuando «callaban» después de que les hiciera una simple pregunta: «¿Es lícito en los días de reposo hacer bien, o hacer mal; salvar la vida, o quitarla?» (Mc. 3:4-5). Su respuesta a la curación por parte de Jesús de un hombre con una mano seca fue diabólica: «Y salidos los fariseos, tomaron consejo con los herodianos contra él para destruirle» (Mc. 3:6).
Pablo reconoce que él también había sido un hombre iracundo, un agresor violento, incluso cuando estaba revestido con las vestiduras de la religiosidad exterior. Su evaluación era la de un observador interno, pues él mismo había sido fariseo, y «en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible» (Fil. 3:6). Había sobresalido en poner los puntos sobre las íes en el libro de reglas farisaicas de la religión hecha por el hombre. Sin embargo, su corazón estaba lejos de Dios. Hace una confesión sorprendente para alguien que «en el judaísmo aventajaba» a muchos de sus contemporáneos, «siendo mucho más celoso de las tradiciones» de los padres (Gál. 1:14). Sentía que necesitaba hacer esta confesión: «Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador» (1 Tim. 1:13). De hecho, había consentido en el asesinato de Esteban (Hch. 8:1). Se le presenta «respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor» (Hch. 9:1). Perseguía «sobremanera a la Iglesia de Dios, y la asolaba» (Gál. 1:13).
Sin embargo, la gracia produjo un cambio radical. Pablo se convirtió en un hombre nuevo. Llegó a adoptar una perspectiva verdaderamente cristiana con respecto a la justicia de la ley, la justicia que una persona trata de construir mediante el cumplimiento meticuloso de la ley de Dios y la tradición de los ancianos. Era una justicia que tendía al orgullo y al espíritu de autocomplacencia. Jesús, de hecho, contó una parábola en la que describía a un fariseo que confiaba en sí mismo en que era justo y miraba a los demás con desprecio: «El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres […] ayuno dos veces por semana; doy diezmos de todo lo que gano» (Lc. 18:9-12).
Llegó a considerar sus logros religiosos pasados como «estiércol» ―como la versión Reina-Valera SBT de 2023 traduce el griego skubalon en Filipenses 3:8―. Todo lo que hizo por medio de la observancia religiosa externa estaba manchado debido a su incredulidad. Como él mismo dijo: «Todo lo que no proviene de fe, es pecado» (Ro. 14:23). Habría estado de acuerdo con el ay de juicio de Jesús que recaía sobre los hipócritas que aparentaban ser justos ante los hombres, pero por dentro estaban «llenos de hipocresía e iniquidad» (Mt. 23:28). Sabía que el camino de la salvación venía por la fe que apela a la misericordia. Como dijo Jesús, el hombre «que descendió a su casa justificado» era el recaudador de impuestos que «no quería ni aún alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador» (Lc. 18:13-14).
Para Pablo, había algo muy superior a la justicia humana, que, en realidad, no es más que trapos de inmundicia a los ojos del Dios tres veces santo (Is. 64:6). Pablo deseaba «la justicia que es de Dios por la fe» (Fil. 3:9). Quería ser uno de «los que reciben la abundancia de la gracia» y «el don de la justicia» y así reinar «en vida por uno solo, Jesucristo» (Ro. 5:17).
Se propaga incluso en la Iglesia
El poder de la vida y el pensamiento farisaicos se demuestra en el hecho de que hubo un brote del contagio incluso dentro de la iglesia apostólica. Lucas se refiere explícitamente a «los fariseos que habían creído» (Hch. 15:5). Dieron su asentimiento al hecho de que Jesús de Nazaret era el Mesías. Su problema no radicaba tanto en su doctrina sobre Cristo, sino más bien en su enseñanza sobre la salvación. En su opinión, no era suficiente que muchos gentiles pusieran su confianza en Jesucristo para la salvación. La fe sola no era suficiente. La fe más las obras, más tarde conocido como semipelagianismo, era su credo. «Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos», afirmaban (Hch. 15:1). Pero ni siquiera la circuncisión era suficiente. Ellos declararon audazmente en el Concilio de Jerusalén: «Es necesario circuncidarlos, y mandarles que guarden la ley de Moisés» (Hch. 15:5). Para ellos, la fe era sólo el principio. Había que seguir las normas dietéticas de Moisés (Lv. 11). La salvación dependía de las obras, incluso de comer los alimentos adecuados.
La secta farisaica dentro de la iglesia fue ajena a la revelación divina dada a Pedro en Jope que subrayaba un cambio importante en la transición al nuevo pacto. Cuando Pedro afirmó: «Ninguna cosa común o inmunda he comido jamás», una voz del cielo declaró: «Lo que Dios limpió, no lo llames tú común» (Hch. 10:14-15). No tenían noción de la verdad de que «la vianda no nos hace más aceptos ante Dios» (1 Cor. 8:8). Ignoraban el principio apostólico de que «nada es de desecharse, si se toma con acción de gracias; porque por la palabra de Dios y por la oración es santificado» (1 Ti. 4:4-5). Así pues, el Concilio de Jerusalén rechazó completamente su postura en favor de la verdad evangélica cardinal de que Dios limpia los corazones «por la fe» y que «por la gracia del Señor Jesús seremos salvos» (Hch. 15:9,11).
Por desgracia para la Iglesia, el Concilio de Jerusalén no enterró para siempre la mentalidad legalista, que resurgió en el monacato y en la idea de que el monje devoto se gana realmente la vida eterna. Benito de Nursia refleja la mentalidad legalista que tanto se extendió en la Iglesia medieval. «Ciñamos los lomos con la fe y el cumplimiento de las buenas obras, y siguiendo la guía del Evangelio caminemos por sus senderos, para que merezcamos ver a Aquel que nos ha llamado a su reino» (La Regla de San Benito). Lutero, comentando la vida religiosa de muchos durante su época, declaró: «Construyen su confianza […] en las obras que han hecho» (Tratado sobre las buenas obras).
Cosas que recordar
La legitimidad de la tajante antítesis trazada por Lutero entre el cristianismo bíblico y todas las demás religiones queda subrayada por la valoración que hace Pablo de lo que realmente supuso que los gálatas abrazaran las enseñanzas de los judaizantes. «Estoy maravillado», escribió Pablo, «de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya otro […]» (Gal 1:6-7). Su deserción del evangelio apostólico de la salvación por la gracia sólo mediante la fe implicaba la recepción de una religión que no era otra del mismo tipo, sino una religión que era completamente diferente. En efecto, «si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo» (Gál. 2:21). Así pues, debe advertirles que el intento de ser recibido por Dios mediante el esfuerzo y los logros humanos trae el desastre sobre la persona: «De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído» (Gál. 5:4).
Los judíos, impregnados de la mentalidad del legalismo, preguntaron una vez a Jesús: «¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?» (Jn. 6:28). Esta es la pregunta típica de la persona no salva que no conoce el evangelio: ¿qué obra de justicia haré?, ¿cómo puedo ser lo suficientemente bueno para entrar en el cielo? La respuesta de Jesús es crucialmente instructiva: «Esta es la obra de Dios, que creáis en el que Él ha enviado» (Jn. 6:29).
Lutero sostenía con razón: «La primera, más elevada y preciosa de todas las buenas obras es la fe en Cristo» (Tratado sobre las buenas obras). Pero ¿qué significa creer en Cristo? Jesús mismo da la respuesta en el mismo discurso: «El que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás» (Jn. 6:35). Las cláusulas paralelas son significativas. Creer en Cristo es venir a Él. Si venimos, Él nos asegura que nos recibirá: «Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera» (Jn. 6:37).
Jesús estaba esencialmente repitiendo el evangelio tal como había sido dado a conocer por el profeta Isaías: «Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar» (Is. 55:6-7).
Ciertamente esta es la bendición preeminente: ¡misericordia y abundante perdón! Pablo señala: «… David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado» (Ro. 4:6-8).
Si, como David, abandonamos incluso nuestros pensamientos injustos e invocamos al Señor en busca de salvación, el perdón nos será concedido. Que cada uno de nosotros pueda decir con David: «Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado» (Sal. 32:5).