Confesando a Cristo – Cummings
CONFESANDO A CRISTO
C. K. Cummings
Traductor: Juan Flavio de Sousa
Introducción
¿Qué significa realmente ser cristiano? ¿Qué implica hacer una confesión pública de fe en Cristo como Salvador y Señor, y unirse a su iglesia? Esta breve serie de estudio trata con estas y otras preguntas.
Tu relación con Jesucristo es la cuestión más importante de todas. La salvación eterna depende de aceptar y confesar a Cristo. El apóstol Pablo escribió: «que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación» (Romanos 10:9-10). Cristo dijo: «A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos.Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos» (Mateo 10:32-33).
Pero ¿qué significa confesar a Cristo? ¿Qué implica confesar la fe en Cristo públicamente? Estas preguntas serán tratadas en estas lecciones. La meta es que tú hagas una buena confesión de fe en Cristo para la gloria de Dios y para tu felicidad eterna.
Capítulo I
LA BIBLIA
La base de nuestra confesión
Llegamos a conocer a nuestros amigos y familiares escuchándolos. A través de la escucha llegamos a comprender quiénes son y cómo son. Lo mismo ocurre con Cristo. Para confesar a Cristo, primero debemos conocerlo. Llegamos a conocer a Cristo sólo escuchando a Dios en la Biblia. Si nos negamos a leer la Biblia o a aceptarla como totalmente fiable, nunca podremos realmente conocer y confesar a Cristo; lo perderemos para siempre. Por lo tanto, es absolutamente esencial que sepamos qué es la Biblia y por qué es importante. La Biblia es el fundamento mismo del cristianismo y de ese fundamento depende nuestro destino eterno. Por consiguiente, debemos examinar cuidadosamente este fundamento de la fe cristiana y de la vida: la Biblia.
La Palabra de Dios
La palabra Biblia significa «libro». Se le llama «santa» porque está separada de todos los demás libros como sagrada. Es comúnmente denominada la «Palabra de Dios». Pero ¿qué queremos decir al llamar a la Biblia «Palabra de Dios»? Queremos decir que Dios es el autor; la palabra que Él habla es su palabra. Así como tu palabra es lo que sale de ti, así la Palabra de Dios es la palabra que viene de Él. Todos los credos del cristianismo confiesan que la Biblia es «inspirada» e «infalible». La palabra inspirada significa «exhalada por Dios». Cuando decimos que la Biblia es inspirada, queremos decir que Dios exhaló en los autores de la Escritura sus pensamientos y palabras. Lo que escribieron no fue meramente un producto de sus propias mentes y corazones; escribieron los pensamientos y palabras de Dios, tal como les fueron revelados por el Espíritu Santo. Por eso la Biblia es infalible. Los escritos originales en hebreo y en griego están libres de todo error; cada palabra y cada pensamiento son verdaderos.
¿Cómo podemos saberlo?
Pero ¿cómo podemos saber que la Biblia es la Palabra inspirada e infalible de Dios? Esta es la pregunta más importante.
Algunos dicen que sabemos que la Biblia es la Palabra de Dios porque la Iglesia redactó la Biblia y la Iglesia es infalible. Pero ¿qué es la Iglesia? La Iglesia está formada por seres humanos pecadores y falibles como tú y yo. Cimentar nuestra confianza en la Biblia en una declaración de la Iglesia es construir nuestra fe sobre las arenas movedizas de la mera autoridad humana. De este modo, se dice que la Biblia es la Palabra de Dios porque nosotros lo decimos: la mente del hombre se convierte en la norma final de la verdad. Sin embargo, el hombre está tan lleno de contradicciones, confusión, error y pecado que construir nuestra fe sobre la base de la opinión humana es invitar al desastre.
Los cristianos creyentes en la Biblia creen que ésta es la Palabra de Dios con la autoridad no del hombre sino de Dios. Dios en su Palabra afirma ser su autor, y nos da pruebas de que es la Palabra de Dios. Nos da su Espíritu Santo, quien nos muestra su mano y su voz en toda la Sagrada Escritura. Construimos nuestra fe sobre la roca sólida de Dios mismo. Nos apoyamos en la revelación divina, no en la razón humana, como fundamento de nuestra fe en la Biblia como Palabra de Dios. Puesto que esta revelación es el fundamento mismo de nuestra fe cristiana, examinaremos tres maneras en que Dios ofrece testimonio de que la Biblia es su Palabra.
1. Dios en su Palabra afirma ser su autor
Toda carta que recibimos lleva una firma. Esta firma nos dice quién es su autor. Lo mismo ocurre con la Biblia. Tiene la firma de Dios.
Esta firma no está en algún pequeño espacio al final de la Biblia, como en las cartas. La firma de Dios está escrita en todas las Escrituras, de principio a fin. A lo largo de la Biblia, Dios testifica una y otra vez que es Él, y no el hombre, quien habla y escribe. Sólo en el Antiguo Testamento, la expresión «así dice el Señor» aparece unas dos mil veces. El nombre sagrado de Dios aparece para obligar a todo el mundo a escuchar y obedecer su palabra.
El testimonio más importante en la Escritura para su propia inspiración e infalibilidad es el testimonio de Cristo, el Hijo de Dios. Cristo, la segunda persona de la Trinidad, consideraba las Escrituras del Antiguo Testamento en su totalidad como palabra de Dios. Prometió que el mismo Espíritu Santo que inspiró a los escritores del Antiguo Testamento inspiraría a los escritores del Nuevo Testamento. ¿Qué creía y enseñaba realmente Jesús sobre la Biblia?
Jesús creía y enseñaba inequívocamente que las Escrituras del Antiguo Testamento son la Palabra de Dios definitiva, autorizada e infalible. Tres veces fue tentado por Satanás en el desierto (Mt 4:3-10), y cada vez apeló a la autoridad infalible de las Escrituras. 1) Cuando fue tentado a convertir las piedras en pan, respondió: «Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». 2) Cuando Satanás desafió a Cristo a tentar a Dios saltando desde el pináculo del templo, Cristo dijo: «Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios». 3) Cuando Satanás ofreció a Cristo los reinos del mundo si se postraba y le adoraba, Cristo respondió: «Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y a él solo servirás».
Cada vez, Cristo rechazó a Satanás con las palabras «Escrito está», y espera que nosotros hagamos lo mismo. Apela a las Escrituras del Antiguo Testamento como la Palabra final. Dice, en efecto: «Satanás, no puedo hacer estas cosas; son contrarias a la Biblia. La Palabra escrita de Dios es mi regla infalible de fe y conducta».
Esta misma actitud hacia las Escrituras del Antiguo Testamento se refleja en otras enseñanzas de Jesús. En su Sermón del Monte, Cristo dijo: «No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido» (Mt 5:17-18).
En otra ocasión, al responder a sus críticos, Jesús citó uno de los salmos y añadió: «La Escritura no puede ser quebrantada» (Jn 10:35). Cuando Pedro trató de impedir la muerte de Cristo, Él apeló a las profecías del Antiguo Testamento: «Pero ¿cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?». (Mt 26:54). Estas citas afirman que Jesús consideraba la Ley, los Salmos y los Profetas como verdades inalterables. La Ley, los Salmos y los Profetas juntos forman todo el Antiguo Testamento. De este modo, Jesús aceptó el Antiguo Testamento en su totalidad como la Palabra de Dios.
Pero ¿y el Nuevo Testamento? El Nuevo Testamento aún no había sido escrito cuando Cristo estaba en la tierra. ¿Cómo podemos apelar a la autoridad de Cristo para la inspiración del Nuevo Testamento?
Cristo prometió que el mismo Espíritu Santo que inspiró a los autores del Antiguo Testamento sería dado a quienes escribieran los libros del Nuevo Testamento. Se lo prometió a sus apóstoles: «Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir» (Jn 16:13). También dio a sus apóstoles la autoridad para actuar y hablar en su nombre: «Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos» (Mt 16:19). Tanto los eruditos protestantes como los católicos romanos están de acuerdo en que cada uno de los veintisiete libros del Nuevo Testamento fue escrito o aprobado por un apóstol. El Nuevo Testamento, por tanto, nos llega como Palabra de Dios bajo la autoridad de Jesucristo, el Hijo de Dios.
Los apóstoles de nuestro Señor, dotados con la promesa del Espíritu y la divina autoridad, pronuncian algunas de las declaraciones más claras concernientes a las Escrituras. Pablo, escribiendo sobre las Escrituras del Antiguo Testamento, declaró: «Toda la Escritura es inspirada por Dios» (2 Timoteo 3:16). Pedro escribió: «Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pedro 1:21).
Refiriéndose a su propio mensaje, que constituye aproximadamente la mitad del Nuevo Testamento, Pablo afirmó: «Cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios» (1 Tesalonicenses 2:13). Pedro coloca las cartas de Pablo en la misma clase que los escritos del Antiguo Testamento: «…como también nuestro amado hermano Pablo, según la sabiduría que le ha sido dada, os ha escrito, casi en todas sus epístolas, hablando en ellas de estas cosas, entre las cuales hay algunas difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su propia perdición» (2 Pedro 3 15-16). Pablo se refirió al Evangelio de Lucas como Escritura. Citando Lucas 10:7, escribió: «Pues la Escritura dice…Digno es el obrero de su salario» (1 Ti 5:18).
Solamente queda una conclusión: «La autoridad de la Sagrada Escritura, por la cual debe ser creída y obedecida, no depende del testimonio de ningún hombre o iglesia, sino enteramente de Dios (quien es la verdad misma) el autor de ella: y por lo tanto debe ser recibida, porque es la Palabra de Dios» (Confesión de Fe de Westminster, cap. 1, sec. 4; en adelante CFW, cap. 1, sec. 4). Somos criaturas dependientes. La única manera en que podemos pensar es fundamentando nuestras opiniones en alguna autoridad. Si no fundamentas tu pensamiento en Dios y su Palabra, entonces lo basarás en la limitada razón humana, y alguna otra cosa se habrá convertido en tu autoridad final.
No existe mejor razón para creer que la Biblia es la Palabra de Dios que porque Dios mismo lo dice. ¿Qué pasaría si te acercaras a Dios y le preguntaras por qué deberías creer que la Biblia es su Palabra, y Él te dijera: «Lo siento, tendrás que consultar a los expertos para conocer las razones»? Entonces Dios ha pasado la pelota y ya no es Dios. Ya no es la máxima autoridad.
Pero Dios es el único que lo sabe todo. Por lo tanto, es la única autoridad en la que se puede confiar. Somos limitados y pecadores. Nunca podemos estar seguros de nada a menos que Aquel que es santo y omnisciente nos lo revele. Si Dios no fuera omnisciente, existiría la duda. Lo que se descubriera mañana podría contradecir lo que Dios dice hoy en la Biblia. Pero Dios es omnisciente; mañana no se descubrirá nada que contradiga lo que dice hoy. Dios tuvo en cuenta todos los descubrimientos y eventualidades pasadas y futuras cuando declaró su voluntad en su Palabra. Siempre se puede contar con la Palabra de Dios y con las afirmaciones de Dios sobre su Palabra. «Maldito el varón que confía en el hombre…Bendito el varón que confía en Jehová» (Jer 17:5,7).
2. La evidencia dentro de la Escritura confirma la afirmación de que la Biblia es la Palabra de Dios
La Biblia no sólo lleva la firma de Dios, sino que también contiene pruebas que confirman que es la Palabra de Dios.
Una ilustración puede ser útil aquí. Suponga que recibe una carta firmada por el presidente de los Estados Unidos. Pero el papel de la carta carece del membrete oficial y el matasellos es de un lugar del que nunca has oído hablar, el estilo es tosco y el contenido insignificante. Tendrías razón al concluir que la carta es falsa. No podría haber sido escrita por el presidente, residente en la capital, cuyos intereses son políticos y cuyo estilo tiene autoridad.
Dios no solamente afirma que la Biblia es su Palabra, sino que la cumple. Él proporciona dentro de la Sagrada Escritura abundantes pruebas para apoyar esa afirmación. La Confesión de Westminster lo dice mejor: «El carácter celestial de la materia, la eficacia de la doctrina, la majestuosidad del estilo, la armonía de todas sus partes, el fin que se propone alcanzar en todo su conjunto (que es dar toda la gloria a Dios), el pleno descubrimiento que hace del único camino para la salvación del hombre, las muchas otras excelencias incomparables, y la perfección total de la misma, son argumentos por los cuales evidencia abundantemente que es la Palabra de Dios» (CFW, cap. 1, sec. 5).
Considere la asombrosa armonía y la unidad subyacente de los escritos sagrados. La Biblia es una compilación de sesenta y seis libros escritos por treinta y seis autores diferentes a lo largo de mil seiscientos años. Los autores no se sentaron en comité para decidir qué escribir. Estaban separados por mucho tiempo y por grandes distancias. Sin embargo, sus libros están marcados por la armonía, no por la confusión o la contradicción. En medio de la diversidad existe una unidad subyacente. El Antiguo Testamento anuncia la llegada del Salvador. El Nuevo Testamento habla del Salvador que ha venido: «Y comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas, les declaraba [Cristo] en todas las Escrituras lo que de él decían» (Lc 24:27). Únicamente existe una explicación razonable para esta maravillosa unidad; existía una mente que concibió el plan, una mano que escribió las palabras: la mente y la mano de Dios.
Una de las pruebas más notables de la autoría divina de las Escrituras son las profecías del Antiguo Testamento cumplidas en el Nuevo Testamento. Ochocientos años antes del nacimiento de Cristo, los profetas declararon que Cristo nacería, cómo nacería, dónde nacería, qué clase de persona sería y qué clase de obra realizaría. Escucha lo que dicen los profetas: «La virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel [Dios con nosotros]» (Is 7:14). «Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad» (Miq 5:2). «Y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz» (Is 9:6). «Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros» (Is 53:5-6).
El Nuevo Testamento registra el cumplimiento de todas estas profecías. Nadie puede predecir con exactitud lo que sucederá en un año, ni siquiera en un día. Pero estos profetas de antaño se asoman a través de las edades y hablan con detalles gráficos de Aquel que viene. Solamente existe una explicación satisfactoria. El Espíritu del Señor estaba sobre ellos; vieron el futuro desvelado como sólo el Arquitecto Divino del universo podría desvelarlo.
El mensaje básico de la Biblia también proporciona pruebas para convencernos de que los autores no estaban escribiendo sus propios pensamientos, sino los pensamientos de Dios. ¿Cuál es el mensaje central de la Biblia? Es la historia de la completa ruina del hombre en el pecado, de su incapacidad para salvarse a sí mismo y del poder de la gracia de Dios para salvarlo. Se trata de un mensaje humillante que la mente humana no concebiría de forma natural. Cuando se le ha dejado por sí solo, el hombre siempre ha inventado otro tipo de religión. Todas las religiones humanas enseñan que el hombre no es completamente pecador y que puede, de alguna manera, salvarse a sí mismo. La Biblia enseña que el hombre está muerto en pecado, que no puede salvarse a sí mismo y que únicamente puede salvarse por la gracia de Dios. Esto es contrario a los pensamientos orgullosos del hombre natural. No admitimos naturalmente, con humildad, nuestros fracasos e incapacidad. Enseñar acerca de nuestro pecado y necesidad de salvación es evidencia de que los autores de la Biblia no fueron controlados por sus propios espíritus, sino por el Espíritu Santo de Dios (2 Pd 1:21).
Esta evidencia dentro de la Escritura confirma su origen divino. Existen pruebas externas en la arqueología y la historia que también confirman su veracidad. Se trata de un estudio fascinante y fortalecedor de la fe que no podemos presentar aquí.
Existe, sin embargo, otro testimonio de la total fiabilidad de las Escrituras: el testimonio del Espíritu Santo de Dios en el corazón del creyente.
3. El testimonio del Espíritu Santo de Dios en nuestros corazones
¿Cómo es posible que algunos lean las afirmaciones de las Escrituras de ser la Palabra de Dios y estudien las pruebas de tales afirmaciones, para luego rechazar la Biblia como inspirada por Dios? Otros pueden leer y creer con una convicción inquebrantable que la Biblia es la Palabra inspirada de Dios. La diferencia no estriba en la falta de pruebas (Jn 20:30-31; Lc 16:31). La diferencia es que a algunos no se les ha dado el Espíritu Santo para que puedan ver la verdad de las afirmaciones de la Biblia. Están espiritualmente ciegos y prejuiciados; no pueden oír la voz de Dios que habla en cada línea.
Sin embargo, así como el ojo del artista ve la belleza del sol poniente, el Espíritu Santo capacita al creyente para ver la mano de Dios en la Biblia. Sólo existe un Dios, pero este Dios existe en tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Así como tu propio espíritu te conoce mejor de lo que te conocen los demás, el Espíritu Santo conoce completamente a Dios y es capaz de darlo a conocer. Así como el oído del músico detecta el genio del compositor en una sinfonía, el Espíritu permite al creyente detectar el genio celestial en la Sagrada Escritura. «Antes bien ― declara Pablo― como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu…Y nosotros no hemos recibido el Espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido» (1 Cor 2:9-10,12).
Necesitamos, pues, orar pidiendo la ayuda del Espíritu Santo de Dios mientras leemos la Biblia.
Preguntas de repaso
- ¿Cómo podemos conocer a Cristo?
- ¿Qué queremos decir cuando hablamos de la Biblia como «la Palabra de Dios»?
3. ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que la Biblia es «inspirada»?
4. ¿Qué significa la palabra infalible?
5. ¿Debemos creer en la Biblia como Palabra de Dios porque la Iglesia lo dice? ¿Por qué sí o por qué no?
6. ¿Por qué debemos creer en la Biblia como Palabra de Dios? ¿Cómo garantiza esto la certeza?
7. ¿Aceptó Jesús la Biblia como Palabra de Dios? Si es así, ¿cómo?
8. ¿De qué manera enseñaron los apóstoles que la Biblia es la Palabra de Dios?
9. ¿Qué pruebas existen en la Biblia de que Dios es su autor?
10. Si una persona no cree que la Biblia es la Palabra de Dios, ¿es porque no existe suficiente evidencia?
11. ¿Quién da al cristiano la seguridad en su corazón de que la Biblia es la Palabra de Dios?
MEMORIZAR
2 Timoteo 3:16-17
Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.
Preguntas para discusión
1. ¿Cómo le responderías a una persona que dice: «Creo en Cristo, y creo en la Biblia, pero no creo que se ajuste a mi situación»? (2 Timoteo 3:14-17).
2. ¿Existe algo erróneo en nuestro razonamiento cuando decimos que la Biblia es la Palabra de Dios porque la Biblia lo dice?
3. ¿Cuál es la diferencia entre decir que los pensamientos de la Biblia son verdaderos o que la Biblia contiene la palabra de Dios y creer que cada palabra de la Biblia es la palabra de Dios? ¿Cuál concuerda con la evidencia de la propia Escritura? (Salmo 119:160).
4. ¿Qué enseña la Confesión de Fe de Westminster respecto a la inspiración de las Escrituras?
5. ¿Cómo responderías a alguien que dice que existen contradicciones en la Biblia?
6. ¿Por qué no se incluyeron los libros de los Apócrifos en la Biblia Católica Romana hasta el Concilio de Trento en 1545-1563?
7. ¿De qué manera las personas y las religiones añaden revelaciones adicionales a la Biblia? ¿Qué hay de malo en ello? (Apocalipsis 22:18-19).
8. ¿Qué diferencia hay en nuestras vidas si la Biblia es la Palabra de Dios o no? (Mateo 7:24-27).
Capítulo II
CRISTO
Aquel a quien confesamos
La Biblia es esencialmente la revelación que Dios hace de sí mismo. Dios es el Creador eterno, infinitamente superior a nosotros. Sin embargo, con gran misericordia se da a conocer a nosotros (Is 40:25-28). La revelación de Dios alcanza su máxima expresión en Jesucristo. Porque Dios es Espíritu, «a Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Jn 1:18). Para saber qué es Dios, debemos mirar a Jesucristo. El apóstol Pablo escribió que se nos da «iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Co 4:6).
El Antiguo Testamento revela las sombras de Cristo. El Nuevo Testamento revela a Cristo que ha venido en carne humana. Cristo mismo afirmó de las Escrituras del Antiguo Testamento: «Estas son las que dan testimonio de mí» (Jn 5:39). El apóstol Juan da como único propósito al escribir el cuarto evangelio: «Estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn 20:31).
¿Quién es Jesús y qué ha venido a hacer?
¿Quién es Jesús?
Algunas personas argumentarán que no importa qué posición le atribuyamos a Jesús mientras sigamos sus enseñanzas. Pero eso no es lo que dijo Jesús. A Jesús le preocupaba mucho conocer las opiniones que la gente tenía sobre Él. Preguntó a los fariseos de su tiempo: «¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo?» (Mt 22:42). Preguntó a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16:13). Quería dejar clara su condición de Mesías elegido por Dios.
En la época de Jesús se daban respuestas contradictorias sobre quién era Él. Estas respuestas contradictorias aún son dadas hoy en día. Consulta los Evangelios y las Epístolas del Nuevo Testamento para ver lo que realmente enseñan sobre Jesús de Nazaret. ¿De quién es hijo?
Jesucristo es un hecho. Entró en la historia. Nuestro calendario reconoce este hecho dividiendo toda la historia en A.C. («antes de Cristo») y A.D. (anno Domini, «en el año del Señor»). Nació como un niño de la virgen María en un establo de Belén. Era como nosotros en todo, excepto en una cosa. Fue «tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Heb 4:15). Jesús creció como cualquier otro niño; creció mental y físicamente, social y espiritualmente. «Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres» (Lc 2:52). Era tierno y compasivo en su humanidad. Derramó lágrimas ante la tumba de su querido amigo Lázaro. Se compadecía de las multitudes que estaban angustiadas como ovejas sin pastor.
Pero Jesús es más que un hecho histórico. Es único. Es el gran hecho sobrenatural de la historia. No fue sólo un hijo del tiempo. Es intemporal: el Cristo eterno. Fue el Dios eterno hecho visible en una naturaleza humana. El nacimiento de Cristo no marca el momento en que Jesús comenzó a existir. Él siempre fue. Él dijo: «Antes que Abraham fuese, yo soy» (Jn 8:58). El nacimiento de Cristo significa simplemente que el que siempre fue asumió una naturaleza humana. «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios… Y aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Jn 1:1,14). Jesús declaró de sí mismo: «Yo y el Padre uno somos» (Jn 10:30). Afirmó con valentía: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14:9).
Cristo testificó bajo juramento que era el Hijo de Dios. Selló ese testimonio con su sangre. «Dijeron todos ¿Luego eres tú el Hijo de Dios? Y Él les dijo: Vosotros decís que lo soy» (Lc 22:70). El apóstol Pablo resume la enseñanza de las Escrituras sobre la persona de Cristo. «Porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col 2:9). En su cuerpo resucitado, Cristo sigue siendo triunfalmente hoy «Dios y hombre en dos naturalezas distintas, y una sola persona, para siempre» (Catecismo Menor de Westminster, P/R 21-en adelante CM, P/R 21).
¿Cómo podemos estar seguros?
Pero ¿cómo sabemos que Jesús es Dios que ha tomado para sí carne humana? Sabemos que lo es porque la Biblia nos lo dice. Recuerde, no existe mayor autoridad o razón para creer en algo que la autoridad de Dios y su Palabra. No existe mayor certeza que el testimonio del Espíritu en nuestros corazones. La Biblia presenta a Jesús tal como realmente era y es. El verdadero Cristo es su mejor prueba de que es todo lo que dijo ser. Fue llamado a ser un esclavo, el siervo sufriente. Ahora está transfigurado en la gloria del cielo, vestido con las ropas reales de la majestad divina. Todo lo que Él es nos atrae hacia Él, para que confiemos en Él, para que le amemos y le adoremos. Miremos a Jesús tal como se nos presenta en la Biblia; observemos qué es lo que nos convence de que es plenamente Dios.
1. Su vida sin pecado
Louis Pasteur, el célebre científico francés, declaró una vez: «No sabría cómo explicar la vida de Jesús si no fuera el Hijo de Dios». La vida sin pecado de Jesús es una de las pruebas más convincentes de que es el Hijo unigénito de Dios. La vida de Jesús es irreprochable. Nadie puede acusarle de maldad. Sus enemigos lo intentaron; pero sus mismas acusaciones eran tributos a su amor y veracidad. «Es amigo de los publicanos y de los pecadores», le acusaban. Reconocían así su amor por los que no eran amados ni queridos. «Es culpable de blasfemia», declararon, y exigieron su crucifixión. Pero mientras moría, el centurión exclamó: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios». Los blasfemos no oran por sus enemigos en el acto de torturarlos y matarlos, como hizo Jesús: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23:34).
- Sus obras sobrenaturales
Los milagros de Jesús son una prueba más de su deidad. En los relatos evangélicos se registran unos treinta y tres milagros de Jesús. Están entretejidos en el mismo hilo y tejido de su vida. Separar los milagros de la vida y las enseñanzas de Jesús es como intentar separar la carne de los huesos.
Thomas Jefferson intentó purgar el Nuevo Testamento de todos los milagros. Fracasó. «Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados» (Mt 11:4-5). Así fue como Cristo dio testimonio de sus propias obras. ¿De dónde procedía su poder? Ningún hombre podía resucitar a los muertos.
Sus milagros son pruebas del poderoso poder de Dios y así debía ser. Cuando algunos testigos acusadores pusieron en duda su derecho a perdonar pecados, Jesús confirmó su afirmación de ser Dios mediante un milagro: «Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa. Entonces él se levantó en seguida, y tomando su lecho, salió delante de todos» (Mc 2:10-12).
- Su resurrección de entre los muertos
La prueba suprema de que Cristo es el Hijo del Dios viviente es su resurrección física. Al tercer día resucitó de entre los muertos con el mismo cuerpo que llevó al sepulcro. «Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente», invitó Cristo a Tomás (Jn 20:27). «Un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24:39).
La tumba vacía es un testimonio silencioso pero elocuente de la resurrección corporal de nuestro Señor. Al menos en doce ocasiones diferentes Jesús se apareció físicamente a los testigos. Así pues, existen más pruebas de la resurrección de Cristo que de su nacimiento. Únicamente dos narraciones se refieren al nacimiento de Cristo. Doce narraciones tratan de las apariciones de la resurrección.
A esto se añaden pruebas circunstanciales convincentes. Se produjo un cambio radical en los discípulos. Todos, excepto Juan, habían abandonado a Cristo antes de su crucifixión y huido como cobardes. Pedro incluso negó conocer al Señor para salvar su |propia vida. Pero de repente existió un cambio completo en su conducta. Con gran audacia comenzaron a dar testimonio de Cristo. Según la tradición cristiana, todos los apóstoles, excepto Juan, perdieron la vida por proclamar que Cristo había resucitado de entre los muertos. ¿Cómo se explica un cambio tan repentino y completo? Solamente existe una explicación satisfactoria: vieron a Cristo resucitado.
¿Cuáles son las alternativas a la aceptación de Cristo como Hijo de Dios? Sólo existen dos. Una es decir que Cristo estaba loco; estaba engañado y se engañaba a sí mismo. Es cierto que era sincero: realmente se creía divino. En realidad, sin embargo, solamente era apto para un manicomio. ¿Pero no ves lo que pasa cuando intentas hacer del hombre más sabio que jamás haya existido un demente? ¿Quién acaba perdiendo la cabeza?
La otra alternativa es decir con los fariseos que Jesús es un demonio, un impostor. Él sabía que no era el Hijo de Dios; engañó deliberadamente a la gente. Pero cuando se intenta hacer pasar a Jesús por diablo, ―cuando sólo hacía el bien allí donde la gente creía en Él― ¿quién acaba siendo diablo? En cambio, debemos tomar a Cristo tal como es y decir con fe sencilla: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios viviente» (Mt 16:16).
¿Qué vino a hacer Cristo?
El nacimiento de Cristo no ocurrió porque sí. Nada en este universo planificado por Dios sucede porque sí, y menos aún la venida del Hijo unigénito de Dios. Dios tiene un plan para esta tierra, un plan de salvación. Desde la eternidad, Dios se propuso salvar a un pueblo para sí. Cristo vino al mundo para la salvación de aquellos a quienes el Padre había elegido por amor para que fueran suyos.
Algunos sostienen que el propósito de Cristo era enseñar; Cristo, dicen, era un excelso maestro, un gran filósofo. Ciertamente lo fue; fue el más grande de los maestros y filósofos. Otros sostienen que su principal propósito era mostrarnos cómo vivir. Y Él es nuestro ejemplo perfecto en todas las cosas. Pero Jesús no consideró ninguna de estas cosas como su principal propósito al venir al mundo. Cristo vino para ser el Salvador. El ángel del Señor anunció en su nacimiento: «Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1:21). Jesús mismo dijo: «Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lc 19:10). También declaró: «El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20:28).
Para comprender y apreciar este propósito salvífico por el que Cristo vino al mundo, primero debemos entender la condición y el destino del hombre, y después el carácter y el propósito de Dios.
- La necesidad del hombre
Somos criaturas pecadoras y caídas. «Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Ro 3:23). «Como está escrito: No hay justo, ni aun uno» (Ro 3:10). El pecado es indeciblemente horrible. Es quebrantar la ley de Dios. El pecado es rebelión contra Dios; es anarquía. A menos que nos veamos a nosotros mismos en toda nuestra miseria pecaminosa, nunca empezaremos a entender por qué Cristo vino al mundo. «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1 Ti 1:15). Ese fue el testimonio de Pablo y también debe ser nuestro testimonio si queremos conocer la gracia del Salvador. Si piensas y dices de ti mismo «No soy tan malo», «Cumplo los Diez Mandamientos», «Vivo según la regla de oro» o «Nunca hago daño a nadie»; entonces estás lejos del Reino de Dios. Cristo dijo: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9:13).
Nadie está más lejos del reino de Dios que la persona que se justifica a sí misma. Si este es tu caso, entonces necesitas orar fervientemente: «Señor, muéstrame; muéstrame cómo tú me ves». Luego lee Mateo 5:17-48; 22:37-40 y Romanos 1:18-32; 3:10-18. Solamente cuando el Espíritu de Dios te haga clamar: «Dios, sé misericordioso conmigo, pecador», podrás estar seguro de que la gracia de Dios ha cambiado tu corazón.
No sólo debes ver tu pecado, también debes ver que tu pecado tiene resultados aterradores. «Porque la paga del pecado es muerte» (Ro 6:23). Estamos muertos espiritualmente; no tenemos comunión con el Padre. Nuestro futuro incluye no solamente la muerte física sino la muerte eterna, la separación eterna de la presencia del Dios viviente. «Todos los hombres, por su caída, perdieron la comunión con Dios, están bajo su ira y maldición, y por eso están expuestos a todas las miserias de esta vida, a la muerte misma y a las penas del infierno para siempre» (CM, P/R 19).
Cristo, que pronunció tan tiernas palabras de gracia, es quien sobre todos los demás advirtió de los terrores del infierno: «No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno» (Mt 10:28). Entonces dirá a los de su izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25:41). Estas son las palabras de Cristo, el Hijo de Dios. Hablan de un hecho trágico. Pero debemos afrontarlo, no ignorarlo; aceptarlo, no rechazarlo. Únicamente entonces tendremos esperanza.
Dios pronuncia palabras de gracia. Pero sólo cuando admitimos nuestra condición de necesitados podemos empezar a apreciar el misterioso e incomparable amor de Dios al enviar a su Hijo para salvarnos. Entonces la vida y la muerte de Cristo por nuestra salvación tendrán un significado para nosotros, un significado verdaderamente glorioso.
- La provisión de Dios
Para comprender el significado de la venida de Cristo debemos saber también que Dios es santo; infinita, eterna e inmutablemente santo. No puede tratar el pecado a la ligera; su justicia exige un castigo completo del pecado. Su santidad exige que se cumplan plenamente las exigencias de la ley; no sería un Dios que pudiéramos respetar si exigiera menos. ¿Deberíamos esperar menos justicia de Dios que de un juez humano? El juez terrenal que deja libre a un criminal sin castigo es despreciado por injusto.
Dios es demasiado puro para considerar el mal sin hacer justicia. Saber que el Señor es justo debería estremecerte hasta lo más profundo de tu ser. Pero el mismo Dios que es fuerte en justicia es también rico en misericordia: «Dios es amor» (1 Jn 4:8). En su plan eterno, Dios en su amor eligió redimir para sí un pueblo como objeto de su amor infinito e inmutable. Nunca sabremos por qué nos amó. Este es el misterio insondable de la gracia divina de Dios. Pero nunca dudaremos de que nos amó en Cristo: «Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro 5:8).
La cruz de Cristo muestra tanto la justicia como la misericordia de Dios. El fundamento de la cruz es la justicia eterna de Dios; el espíritu de la cruz es el amor eterno de Dios. En la cruz del Calvario, Cristo sufrió por los pecados de su pueblo. «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras» (1 Cor 15:3). Al instituir la Cena del Señor, Cristo se dirigió a sus discípulos y dijo: «Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados» (Mt 26:28).
Cristo hizo dos cosas muy importantes por nosotros. En primer lugar, murió por nosotros. La pena por el pecado tenía que ser pagada, ya fuera por nosotros o por otra persona.
JUSTIFICACIÓN POR LA FE
Por la fe…
Existe una transferencia
Cuando usted verdaderamente tiene fe en Jesucristo, su pecado es puesto en Cristo y la justicia de Cristo es acreditada a su cuenta
DIOS
JUEZ
Por la fe…
PECADO
existe una transferencia
Jesús pagó la pena por completo. Murió en nuestro lugar. Él mismo dijo que vino a «dar su vida en rescate por [en lugar de] muchos» (Mt 20:28). Fue nuestro sustituto. Él «me amó y se entregó a sí mismo por mí», dijo Pablo (Gal 2:20).
En segundo lugar, Cristo vivió por nosotros; obedeció la ley en nuestro lugar. Cristo realizó la justicia perfecta exigida por un Dios santo. «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mt 5:48). Pero ¿quién de nosotros es perfecto? ¿Cómo podemos los pecadores presentarnos ante un Dios santo? La respuesta es: mediante la justicia perfecta de Cristo. Como escribió Pablo: «Porque, así como por la desobediencia de un hombre [Adán] los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno [Cristo], los muchos serán constituidos justos» (Ro 5:19); «no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe» (Fil 3:9). Somos aceptados como justos a los ojos de Dios sólo por la justicia de Cristo acreditada a nuestra cuenta y recibida únicamente por la fe.
Cuando tienes fe en Jesucristo, no sólo murió en la cruz por tus pecados, sino que su justicia es acreditada a tu cuenta. Eres declarado justo a los ojos de Dios, no por tu propio historial, sino por el historial perfecto de Cristo acreditado a ti (Ro 3:10-28; Fil 3:4-9).
Esta gran verdad de la justificación por la fe fue redescubierta por los reformadores protestantes. «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Ro 5:1). ¿Tienes tú esa paz? Dios te ofrece sincera y gratuitamente su gracia. ¿Has encontrado a Cristo como tu Salvador?
Preguntas de repaso (Parte 1)
- ¿Quién es Dios?
- ¿En quién alcanza la revelación de Dios su máxima expresión?
- ¿Hace alguna diferencia la posición que atribuimos a Jesús?
- ¿Cuáles son las pruebas de que Jesús era humano?
- ¿Quién dijo Jesús que era?
- ¿De qué tres maneras somos convencidos mediante la vida de Cristo de que es plenamente Dios?
7. Dé algunas pruebas de la resurrección física de Cristo.
MEMORIZAR
Mateo 20:28
Como el Hijo del Hombre no vino para ser servido,
sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.
Preguntas para discusión (Parte 1)
1. ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que Dios es «trino»? (Mateo 28:19)
2. ¿Por qué es importante creer que Jesús nació de una virgen? (Lucas 1:32-38)
3. ¿Cómo responderías a alguien que dijera que las enseñanzas de Jesús son buenas, pero que no es plenamente Dios?
4. Si las pruebas que demuestran que Jesús es Dios y Salvador son claras, ¿por qué algunos lo rechazan o lo tratan con indiferencia? (Juan 3:18-20)
Preguntas de repaso (Parte 2)
- ¿Cuál dijo Jesús que era su propósito al venir al mundo?
- ¿Por qué necesitamos un Salvador así? ¿Qué tipo de carácter tiene el hombre?
- ¿Cómo defines el pecado?
- ¿Cuáles son las consecuencias del pecado enseñadas en la Biblia?
- ¿Por qué Dios no puede pasar por alto a la ligera el pecado?
- Si somos pecadores y Dios es justo, ¿cómo puedes ser salvo? ¿Cómo puede salvarse alguien? Para ayudarte a responder a esta pregunta, consulta el diagrama de las páginas previas y Romanos 3:21-28. También puedes consultar Filipenses 3:1-9.
Preguntas para discusión (Parte 2)
- ¿Cómo nos convertimos en pecadores? (Génesis 1:26-31; 3:1-13)
- Si murieras esta noche y comparecieras ante Dios, y te preguntara: «¿Por qué debo dejarte entrar en mi cielo?», ¿qué responderías?
- ¿Qué excusa aceptará Dios de ti ya que no eres perfecto? (Romanos 3:19, 20).
- ¿Cuál es la prueba del amor de Dios por los pecadores? (Romanos 5:6-11)
- ¿Por quién murió Cristo? (Juan 10:11, 26-28; Efesios 5:25; Hechos 20:28; Juan 3:16-18)
Capítulo III
ARREPENTIMIENTO Y FE
Requisitos de una verdadera confesión
¿Te mueve tu corazón a ser cristiano? ¿Te gustaría realmente conocer y confesar a Jesucristo como tu propio Salvador y Señor? ¿Quieres estar en paz con Dios? Entonces tienes que cumplir los requisitos de una verdadera confesión de fe en Cristo. Los dos elementos básicos de una verdadera confesión son el arrepentimiento y la fe. Estas no son dos actividades separadas y distintas de una persona renovada. No se puede tener una sin la otra. Si realmente te arrepientes de tus pecados, te volverás con fe a Cristo. Si realmente tienes fe en Cristo, no puedes evitar arrepentirte de tus pecados. Tampoco una viene antes que la otra; vienen juntas. Pero el arrepentimiento debe ser considerado primero porque es la base para entender el énfasis de la Biblia en la necesidad e importancia de la fe.
El arrepentimiento
El arrepentimiento era el mensaje de los profetas del Antiguo Testamento y el mensaje de Juan el Bautista. Juan predicó el arrepentimiento para preparar el camino para la venida de Cristo. Jesús mismo le dio tanta importancia al arrepentimiento que lo enfatizó en su primer sermón registrado: «El reino de Dios se ha acercado; arrepentíos y creed en el evangelio» (Mc 1:15). Dijo claramente: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento» (Lc 5:32). Es una obligación: «Si no os arrepentís, todos pereceréis» (Lc 13:3,5).
¿Qué es, entonces, el verdadero arrepentimiento? «El arrepentimiento para vida es una gracia salvadora, por la cual un pecador, por un verdadero sentido de su pecado, y comprensión de la misericordia de Dios en Cristo, con dolor y odio de su pecado, se vuelve de él a Dios, con pleno propósito y esfuerzo para una nueva obediencia» (CM, P/R 87).
La palabra principal para arrepentimiento en el Nuevo Testamento significa un «cambio de corazón o de mente». El arrepentimiento es un cambio de corazón concedido por Dios. Incluye varios aspectos.
- Admisión del pecado
El primer aspecto del arrepentimiento es el reconocimiento del pecado. Toda tu actitud hacia el pecado debe cambiar. Debes estar convencido de que eres un pecador. No puedes admitir tu culpa si en tu corazón realmente crees que eres inocente. «Por medio de la ley es el conocimiento del pecado» (Ro 3:20). La ley de Dios exige ―como Jesús recordó a los fariseos― que ames «al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente» y que ames «a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22:37.39). Esto no lo hace nadie. Nadie puede hacerlo.
Debemos admitir nuestro pecado. Debemos tragarnos nuestro orgullo y dejar de adormecer nuestra conciencia culpable haciendo comparaciones reconfortantes con los demás. David dijo: «Reconozco mis rebeliones» (Sal 51:3). Debemos decir con el hijo pródigo: «Padre, he pecado contra el cielo» (Lc 15:21). Cuando clames con el corazón y la conciencia remordidos «Dios, sé propicio a mí, pecador» (Lc 18:13), estás en el camino del verdadero arrepentimiento. Pero sólo en el camino; el arrepentimiento pleno implica más.
- Dolor por el pecado
Otro aspecto del arrepentimiento es el dolor por el pecado. «La tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación» (2 Corintios 7:10ª) Esto no es mero remordimiento; no es solamente un sentimiento de pesar y autocompasión. Pablo llama a este último tipo «tristeza del mundo» y señala que «produce muerte» (vs. 10b).
Judas se lamentó profundamente de haber traicionado a Jesús. Se sintió perfectamente miserable por lo que había hecho. Pero salió y se ahorcó. Aunque se sintió embargado por el remordimiento al darse cuenta de que había «entregado sangre inocente» (Mt 27:4), toda su tristeza se centró en sí mismo. No se arrepintió de verdad, porque si lo hubiera hecho, hubiera buscado inmediatamente el perdón del Salvador. El suyo era simplemente el remordimiento de cualquier persona ordinaria que de repente comprende el horror de lo que ha hecho. Se lamenta, sí; se lamenta de haber sido sorprendido y se lamenta por las consecuencias. Pero eso es todo.
El verdadero pesar está centrado en Dios. Es un dolor que nace del amor. El que verdaderamente se aflige por su pecado comprende que ha pecado contra Dios y se aflige por él. Una chica sale a una cita. Su madre le dice que esté en casa antes de medianoche y no llega a casa hasta las dos. La madre la recibe con cara de angustia y enfado. «Jennifer, no podía irme a la cama hasta que llegaras a casa. Estaba muy preocupada por ti. Pensaba que te había pasado algo terrible porque llegaste muy tarde. Me duele que me hayas desobedecido. ¿Por qué lo hiciste?» Como Jennifer quiere a su madre, empieza a comprender lo desconsiderada, egoísta y desobediente que ha sido. «Madre, siento mucho haberte desobedecido. No pensé en lo preocupada que estarías». Y lo dice en serio. Ese es el verdadero pesar. El dolor por el pecado debe nacer del amor a Dios. El pecador arrepentido se entristece porque ha entristecido a quien tanto le ama.
- Volverse del pecado a la justicia
Pero el verdadero arrepentimiento requiere algo más que admitir nuestro pecado y lamentar que aflija a Dios. Lo más importante es abandonarlo. Una de las palabras usadas en las Escrituras para arrepentimiento significa «volverse de». Arrepentirse del pecado es volverse del pecado hacia Dios con el deseo de obedecerle. Arrepentirse significa lamentarse lo suficientemente como para dejarlo. Odiaremos y abandonaremos el pecado porque desagrada a Dios. No seguiremos tratando de disfrutar de nuestros pecados favoritos. Únicamente una ruptura total y completa con el pecado será suficiente (Lc 18:18-22; 2 Cor 7:11). Toda la dirección de nuestras vidas se invertirá y existirá un giro completo. Cuando Saulo se convirtió en el camino a Damasco, sus primeras palabras fueron: «¿Qué haré, Señor?» (Hch 22:10). A partir de entonces no fue «¿Qué quiero yo, Saulo?», sino «¿Qué quiere el Señor?». Nuestra oración diaria será: «No se haga mi voluntad, sino la tuya».
- El fruto del arrepentimiento
Cuando nos arrepentimos de verdad, tenemos un cambio completo de corazón. Ahora odiamos el pecado que Dios odia y amamos lo que Él ama. Un resultado de ese cambio de corazón son los «frutos dignos de arrepentimiento» (Lc 3:8). Nuestra vida comienza a mostrar el cambio en nuestro corazón. De ese cambio nace el esfuerzo por obedecer al Dios al que hemos regresado.
Pero esta obediencia que brota del arrepentimiento no merece la misericordia de Dios. Por muy importante que sea el arrepentimiento para la salvación, todas las lágrimas del mundo no pueden hacernos estar bien con Dios. El perdón de Dios no es la recompensa por nuestras lágrimas y frutos de arrepentimiento. El propósito del arrepentimiento no es derretir el corazón de Dios hacia nosotros. El propósito del arrepentimiento es hacernos conscientes de la desesperanza y la falta de ayuda de nuestra condición pecaminosa y llevarnos, incluso impulsarnos, a Cristo en busca de perdón. Cuanto más nos arrepentimos, más comprendemos que nuestro arrepentimiento es imperfecto. Como nuestro arrepentimiento nunca es perfecto, necesitamos un Salvador.
La fe
El principal requisito para recibir las bendiciones de la muerte y resurrección de Cristo es la fe en Jesucristo. La pregunta más importante en la vida es: «¿Qué debo hacer para ser salvo?». La respuesta está en la Palabra de Dios: «Cree en el Señor Jesús y serás salvo» (Hch 16:31). Cristo enseñó: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn 3:16). Pablo escribió: «Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo» (Ro 10:9).
La fe es, pues, el instrumento para obtener las bendiciones de la salvación de Cristo. Por eso debemos saber exactamente qué es la fe cristiana. ¿Qué entendemos por fe en Jesucristo?
- Basada en el conocimiento
La fe en Cristo requiere un conocimiento de Cristo. La fe siempre debe tener un objeto, ya sea una persona o una cosa. Nadie puede tener fe en blanco, en nada. La naturaleza misma de la fe es tener un objeto. La fe cristiana tiene a Cristo como objeto. Es necesario saber algo sobre Cristo antes de que alguien pueda creer en Cristo. Afortunadamente, no tenemos que saberlo todo; de hecho, lo que tenemos que saber es muy poco. Dios ha hecho el camino para llegar a Cristo tan sencillo que un niño pequeño puede conocerlo. Pero por poco que sea nuestro conocimiento, debemos saber algo. El mínimo se encuentra en las palabras de Pablo: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1 Ti 1:15).
Se trata de saber quién es Cristo: la segunda persona de la Trinidad, Dios de Dios verdadero, el Hijo eterno del Padre. Esto implica conocer ciertos hechos sobre él: vino al mundo, nació de una virgen, vivió sin pecado y, por último, fue crucificado a las afueras de Jerusalén. Al tercer día resucitó de entre los muertos. Esto implica saber por qué murió y resucitó: vino a salvar a los pecadores. Esto implica saber a qué pecadores vino a salvar: Yo soy un pecador, el peor de los pecadores; por mí murió.
- Una convicción
Saber de Cristo, sin embargo, no es necesariamente lo mismo que creer en Cristo. Muchas personas saben mucho sobre Cristo. Pueden haber leído la Biblia de principio a fin muchas veces, pero no creen en Cristo. Tener fe en Cristo es estar convencido de que Cristo es la verdad. Un asentimiento de la mente es necesario. «Sí», dice el verdadero creyente, «Cristo es lo que dijo ser, el Hijo de Dios».
La fe es una convicción basada en evidencia suficiente para convencer a la mente. A menos que el intelecto esté convencido, nadie puede creer de verdad. Pero no dejes que la duda te lleve a la desesperación. Cristo es muy paciente y comprensivo con los que dudan honestamente. Incluso Tomás, uno de sus discípulos, dudó de que Jesús hubiera resucitado de entre los muertos. Dijo que no creería que Cristo había resucitado hasta que hubiera metido la mano en el costado de Cristo y metido los dedos en las huellas de los clavos. Escucha a Jesús cuando habla con este discípulo que duda: «Pon tu dedo aquí y mira mis manos. Acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino hombre de fe» (Jn 20:27).
A ti te hace la misma invitación. Cristo, de entre todos los hombres, da la bienvenida a la investigación. Sabe que cuanta más gente lo investigue honestamente, más esperanza habrá de que crean en él. Cuando Tomás vio con sus propios ojos a Cristo resucitado, de pie físicamente ante él, exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!». (Jn 20:28). Tomás quedó convencido; el incrédulo se convirtió en creyente. La fe no es algo aparte de la mente, o contrario a ella, como argumentarían algunos intelectuales. La fe comienza con el conocimiento de la verdad, y ese conocimiento debe llevarnos a la convicción de que Jesús es, de hecho, el Hijo de Dios.
- Confianza
Detenerse aquí sería perderse una parte esencial de la fe. Puede que sepas mucho sobre Cristo. Puedes estar convencido más allá de toda duda de que Cristo es el Hijo del Dios vivo. Pero, en el mejor de los casos, sólo tienes una fe intelectual, lo que se llama una fe histórica. Todavía no tienes fe salvadora. La fe en Cristo que realmente se aferra a la salvación de Cristo requiere una confianza en Cristo. La Escritura dice que incluso los demonios creen y tiemblan (Stg 2:19). Saben perfectamente quién es Cristo; están absolutamente convencidos de su sabiduría, su poder y su gloria. Pero no confían en Cristo; confían en sí mismos. Muchas personas son exactamente así. Saben quién es Cristo e incluso pueden creer que resucitó de entre los muertos. Pero nunca confían en él. Prefieren confiar en sí mismos, en su propio carácter o en sus buenas obras. Se niegan a confiar en la persona y la obra de Cristo para la salvación.
Una vez le preguntaron a una pobre, pero perspicaz mujer cristiana, qué era la fe. Ella respondió: «Soy ignorante y no puedo responder muy bien, pero creo que es tomarle la palabra a Dios». ¡Qué rica en sabiduría era! Eso es precisamente la fe. Es tomarle la palabra a Cristo y creer que todas las promesas que nos hace las quiere y puede cumplir.
«La fe en Jesucristo es una gracia salvífica, por la cual recibimos y nos apoyamos solamente en él para la salvación, tal como se nos ofrece en el Evangelio» (CM, P/R 86). La fe no es hacer algo; no es ganar algo. La fe no es hacer nada; es recibirlo todo. Cristo ya logró la salvación de su pueblo en la cruz. El perdón de los pecados y la vida eterna son dones que hay que recibir. «A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (Jn 1:12). «No te he merecido por mi amor, Oh Cristo», decía Juan Calvino. «Tú me has amado por tu propia voluntad. Vengo a ti desnudo y vacío, y aquí lo encuentro todo».
Un oficial del ejército romano envió mensajeros para pedir a Jesús que curara a un esclavo moribundo. «Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres bajo mi techo; por lo que ni aun me tuve por digno de venir a ti; pero di la palabra, y mi siervo será sano» (Lc 7:6-7). El oficial romano conocía a Cristo, estaba convencido de que lo necesitaba y estaba dispuesto a tomar su palabra. Jesús se asombró. «Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe» (vs. 9).
Así es la fe cristiana. Le toma la palabra a Dios, confía en cada promesa, se apoya en él en las pruebas de la vida y confía en su gracia perdonadora. Y, después de recibir a Cristo, debemos seguir descansando en él. La fe no es algo que se ejercita una sola vez en la vida; es un ejercicio diario. Vivimos por la fe y debemos descansar cada día en Cristo.
- La evidencia de la fe salvadora
«Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef 2:8-10). La salvación no se basa en cómo vivimos, sino únicamente en la obra de Cristo en la cruz; recibimos esa obra como un don a través de la fe. Las buenas obras no salvan, pero siempre son el resultado de la fe, porque la fe nos une a Jesucristo. Debido a su vida en nosotros, haremos buenas obras. Porque somos salvos, viviremos por fe. Nuestra fe «obra por el amor» (Gá 2:16,20; 5:6).
Esta vida cristiana que resulta del verdadero arrepentimiento y fe será el tema de nuestro próximo capítulo.
Preguntas de repaso
- ¿Quién vino predicando el mensaje de arrepentimiento?
- ¿Cuáles son los tres elementos del verdadero arrepentimiento?
- ¿Qué tipo de dolor por el pecado se evidenciará en el verdadero arrepentimiento?
- ¿Cuál es el elemento más importante del verdadero arrepentimiento?
- ¿Cuál será el fruto del verdadero arrepentimiento?
- ¿Es suficiente nuestro arrepentimiento para salvarnos? ¿Por qué sí o por qué no?
- ¿Qué debemos hacer para ser salvos? Responde con un versículo de la Escritura.
- ¿Qué tiene que ver el conocimiento de Cristo con la fe en él?
- ¿Qué es lo mínimo que debemos saber sobre Cristo para ser cristianos?
10. Podemos creer en Cristo si no estamos convencidos de que lo que ha dicho y hecho es verdad?
11. ¿Qué nos invita a hacer Cristo si tenemos alguna duda sincera sobre Él? (Jn 20:26-31)
12. ¿Cuál es el elemento más importante de la fe en Jesucristo? ¿Cómo se veía esto en el oficial romano?
13. ¿Qué es la fe en Jesucristo? Contesta con la respuesta del Catecismo.
14. Qué se promete a los que creen en Cristo?
15. Si somos salvos por la fe, ¿por qué hacer buenas obras?
MEMORIZAR
Salmo 1:1-3
Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos,
ni estuvo en caminos de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado;
sino que en la ley de Jehová está su delicia, y en Su ley medita de día y de noche. Será como árbol plantado junto a corrientes de agua, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace, prosperará.
Preguntas para discusión
- ¿Cuánta fe es necesaria para la salvación? (Marcos 9:20-24).
- ¿Se salva todo el que dice: «Creo en Dios»? (Santiago 2:19).
- ¿Cree usted que necesitamos nacer de nuevo por el Espíritu Santo antes de poder creer en Cristo? (Juan 1:12, 13).
- Si no todos son hijos de Dios, ¿por qué tú te arrepientes y crees, y otros no? (Hechos 11:18; Hechos 13:48).
- ¿Cómo podemos saber si tenemos o no fe en Cristo? (1 Juan 2:3)
- ¿Podemos perder la seguridad de nuestra fe en Cristo? ¿Cómo puede ser restaurada?
- Si la salvación es por gracia a través de la fe solamente, ¿cómo explicamos Santiago 2:24?
- ¿Crees que podemos perder nuestra fe cristiana una vez que realmente la tenemos? (Filipenses 1:6)
- ¿Se puede tener amor cristiano sin fe cristiana? (Gálatas 5:6)
Capítulo IV
LA VIDA CRISTIANA
Vivir nuestra confesión
Por muy importante que sea la fe cristiana, no es un fin en sí misma. La fe es un medio para vivir la vida para la gloria de Dios. La fe es para la vida; la verdad es para la piedad; la salvación es para servir a Dios para su gloria.
El propósito de la vida cristiana
El propósito de la vida cristiana es glorificar y disfrutar a Dios. «Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1 Cor 10:31). «Porque de Él, y por Él, y para Él son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos» (Ro 11:36). La vida cristiana está centrada en Dios. Un cristiano centrado en sí mismo es un contrasentido. Un cristiano por naturaleza encuentra a Dios como la estrella polar de su vida. Como la aguja de la brújula siente la atracción magnética del polo norte, el cristiano se vuelve hacia Dios para orientar todos sus pensamientos, afectos y propósitos.
El primer paso en la vida cristiana es destro’ar al yo y someterse a Cristo como Señor y Rey de nuestras vidas. Cristo dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16:24). Cuando Cristo se convierte en nuestro Salvador, también se convierte en nuestro Señor. Con sus sufrimientos y su muerte nos compró para sí. A partir de ese momento «no sois vuestros. Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor 6:19-20).
El mismo amor que nos salva también nos motiva a vivir para Aquel que murió por nosotros. «Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que, si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5:14-15). Cristo crucificado no es solamente nuestra salvación; Cristo crucificado es nuestro ejemplo: «Para esto fuisteis llamados, porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas» (1 Pd 2:21). El Señor mismo nos exhorta a ser «fieles hasta la muerte» (Ap 2:10). A todos nos preocupa conservar nuestro buen nombre; la forma en que vivimos honra o avergüenza ese nombre. Los cristianos llevan el nombre de Cristo; y el propósito supremo de la vida cristiana debe ser honrar al Señor que murió por nosotros y cuyo nombre llevamos.
Pero ¿qué significa «glorificar a Dios»? ¿Significa simplemente alabar a Dios? Ciertamente, ésta es una manera de glorificarlo; pero glorificar a Dios implica mucho más que cantar alabanzas a Dios, por importante que esto sea. Glorificar a Dios significa esencialmente mostrar la gloria de Dios en nuestras vidas, revelar la gloria de Dios a los demás. Los demás deben ver la gloria del carácter de Dios en nosotros.
Dios creó todas las cosas para revelar su gloria. «Los cielos cuentan la gloria de Dios» (Sal 19:1). «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas» (Ro 1:20). Si toda la creación glorifica a Dios, ¡cuánto más debemos glorificarlo nosotros!
Dios creó a la raza humana como la gloria suprema de toda su creación. Nos creó a su semejanza. Únicamente al hombre, de entre todas las criaturas de Dios, se le otorgó un alma. Con su alma, el hombre podía pensar en Dios, confiar en Él y amarlo. «Dios creó al hombre, varón y hembra, a su imagen, en conocimiento, justicia y santidad, con dominio sobre las criaturas» (CM, P/R 10). En su origen, el hombre reflejaba la semejanza de Dios en santidad y amor.
Pero entonces llegó la tragedia del pecado y la caída. La imagen de Dios en el hombre se convirtió en una reliquia achicharrada de su antiguo ser, desfigurada casi hasta quedar irreconocible. Ya no existe la semejanza de Dios en el hombre como antes; el alma humana está ahora muerta en transgresiones y pecados (Ef 2:1). Predominan la injusticia y la impiedad. La capacidad de conocimiento se utiliza ahora para expresar hostilidad hacia Dios.
Pero éste no fue el final. El Padre envió al Hijo para que fuese nuestro Salvador. A través de la obra redentora de Cristo, no sólo somos perdonados y declarados justos ante Dios; también somos restaurados cada vez más a la semejanza original de la humanidad. Cuando por la fe estamos vitalmente conectados a Cristo, que es la imagen misma de Dios, comenzamos a reflejar la gloria de la semejanza de Dios en nuestras vidas. «De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Cor 5:17, énfasis añadido). Pablo recordó a sus lectores: «Habiéndoos… revestido del nuevo [hombre], el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno» (Col 3:9-10). Pero les exhortó a seguir vistiéndose «del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4:24). Nuestro deseo y ambición constantes deben ser exhibir cada vez más la semejanza de Dios, reflejar la gloria divina.
La vida cristiana es un gozo, además de un deber. Nuestro objetivo es disfrutar de Dios. Para eso nos hizo. Nos hizo para Él, para tener comunión con Él. La vida es vacía y sin alegría sin el favor y la compañía de Dios. «Nos has hecho para ti, y estamos inquietos hasta que descansamos en ti», decía Agustín. Del mismo modo que Dios nos hizo socialmente los unos para los otros, nos hizo espiritualmente para sí mismo. Existe un vacío en nuestras vidas sin la amistad de Dios. David confesó: «Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre» (Salmo 16:11). Jesús enseñó: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Jn 17:3). Juan escribió: «Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1:3).
Todos los placeres del mundo dejan un vacío doloroso. Las alegrías del Señor nos satisfacen y nos hacen cantar con el salmista: «¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra» (Sal 73:25). El pecado es lo único que amenaza constantemente con robarnos esta alegría. Al confesar nuestros pecados y apartarnos de ellos diariamente, llegamos a disfrutar cada vez más de la presencia de Dios. Aquí es donde el propósito de glorificar a Dios y el propósito de disfrutar de Dios se hacen uno. Ambos se comprenden únicamente cuando luchamos contra el pecado y hacemos lo que agrada a Dios. Esto nos lleva al siguiente paso en la vida cristiana.
La norma de la vida cristiana
¿Cómo podemos saber qué tipo de vida glorifica a Dios? La misma Biblia que nos dice qué creer, también nos dice cómo vivir. «La Palabra de Dios, contenida en las Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento, es la única regla que nos indica cómo glorificarle y gozar de Él» (CM, P/ R 2).
El Señor Jesucristo es nuestro ejemplo de obediencia a la Palabra de Dios. Él amó perfectamente al Padre y obedeció perfectamente los mandatos de su Padre. Si amamos a nuestro Señor, también nosotros cumpliremos sus mandamientos. Una parte concreta de la Biblia resume la norma de nuestro Señor para la vida cristiana. Se trata de los Diez Mandamientos, recogidos en Éxodo 20:1-17. Con tu Biblia abierta en este pasaje, verás lo que está prohibido y lo que se requiere en estos mandamientos.
Introducción
(Éxodo 20:1-2) Observe que el Señor no dice que, si el pueblo guarda estos mandamientos, los salvará de la esclavitud. Por el contrario, declara que ya los ha salvado. Por tanto, así es como debe vivir ahora su pueblo redimido. La idea de estos versículos introductorios es paralela a la de Efesios 2:8-10. Las buenas obras no pueden salvar, pero los que se salvan deben hacer y harán buenas obras en obediencia a los mandamientos de Dios. Somos salvos para servir a Dios y a los demás.
Primer mandamiento
(Éxodo 20:3) ―A quién adorar. Este mandamiento enseña que solamente existe un Dios vivo y verdadero, el Dios trino de la Biblia. Se nos prohíbe adorar a cualquier dios que no sea Él. Cualquier cosa que valoramos más que Dios es para todos los propósitos prácticos nuestro dios. Cualquier cosa o persona que amemos más que a Dios es realmente nuestro dios. ¿En qué pensamos más que en cualquier otra cosa? ¿De qué nos gusta hablar más por encima de cualquier otra cosa? ¿Qué deseamos por encima de todo? ¿De qué nos preocupamos? ¿Para qué vivimos? ¿dinero? ¿placer? ¿tal vez para nuestro trabajo o nuestra casa? ¿o simplemente para nosotros mismos? Si es así, no estamos adorando verdaderamente únicamente a Dios. Dios exige el primer lugar en nuestros pensamientos, en nuestro amor y en todo lo que hacemos. Él quiere todo de nosotros, no sólo una parte de nosotros. Quiere que digamos de corazón: «Porque para mí el vivir es Cristo» (Fil 1:21).
Segundo mandamiento
(Éxodo 20:4-6) ―Cómo Adorar. Este mandamiento nos dice cómo debemos adorar a Dios. Debemos adorar a Dios usando únicamente aquellos aspectos específicos de la adoración ordenados en su Palabra. No debemos adorar a Dios a través de cosas hechas por manos de hombres, incluyendo imágenes, crucifijos, altares o cualquier otra forma no prescrita en las Escrituras. Este mandamiento también prohíbe imaginaciones y conceptos no bíblicos de Dios. Cualquier semejanza de Dios hecha con nuestras manos o con nuestras mentes será una representación falsa e insultante. La historia enseña que el siguiente paso es atribuir reverencia a esta semejanza y empezar a adorar la imagen en el lugar de Dios. «Dios es espíritu», explicó Cristo, «y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren» (Jn 4:24).
El Señor busca la adoración de un corazón renovado por el Espíritu Santo. Quiere que le adoremos a través del único Mediador que es la Verdad misma, Jesucristo. Debemos evitar otros mediadores. Cuidado con el énfasis en el altar, el ritual y la forma externa; con el tiempo se convierten en sustitutos de la verdadera adoración del corazón. Conocer a Dios y ofrecerle una adoración aceptable a través de su Hijo debe estar en consonancia con los principios bíblicos.
Tercer mandamiento
(Éxodo 20:7) ―Reverencia. Dios se revela a través de su nombre. Los nombres de Dios describen su carácter. Pervertimos la intención de Dios para su nombre cuando lo usamos en blasfemias, maldiciones y juramentos. Dios prohíbe usar su nombre a la ligera. «No alzarás al vacío» es la traducción literal de este mandamiento. Usar a la ligera los nombres, títulos o atributos de Dios es profanar su nombre.
Tal vez el tratamiento más irreverente del nombre de Dios sea simplemente ignorarlo. No usar su nombre como Él quiere es también profanarlo. A través de su nombre, Dios quiere que aprendamos de Él. El nombre de Dios se revela en la Biblia. Rechazar cualquier parte de la Palabra de Dios, o descuidar su lectura y obediencia, es profanar su nombre. Pensar en otras cosas cuando la Palabra de Dios está siendo leída o proclamada en público es profanar su nombre. «Me postraré hacia tu santo templo, y alabaré tu nombre por tu misericordia y tu fidelidad; porque has engrandecido tu nombre, y tu palabra sobre todas las cosas» (Sal 138:2).
La intención positiva de este mandamiento requiere que usemos el nombre de Dios correctamente. Debemos honrar el nombre de Dios y de su Hijo. Dios quiere que otros conozcan su nombre; y este debe estar en nuestros labios, para hablar a otros de su sabiduría, poder, santidad, gracia y verdad. Debemos invocar su nombre en oración desde corazones que le aman y confían en él.
Cuarto mandamiento
(Éxodo 20:8-11) ―Descansar. Este mandamiento es probablemente el más desobedecido por los cristianos de hoy. Algunos enseñan que Cristo y los apóstoles abolieron este mandamiento. Ellos basan esto casi enteramente en el mandamiento de Pablo, «Por tanto, nadie os juzgue en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o días de reposo, todo lo cual es sombra de lo que ha de venir; pero el cuerpo es de Cristo» (Col 2:16-17).
Sin duda, las ofrendas de comida y bebida, los sacrificios y los aspectos ceremoniales del Sabbat del Antiguo Testamento apuntaban hacia la obra de Cristo en la cruz. Ahora ya no existen. Es por eso por lo que Cristo y los apóstoles instituyeron el primer día de la semana en lugar del séptimo como el Día del Señor. Pero el principio moral de que un día de cada siete se debe dar completamente al Señor nunca fue abrogado por Cristo o los apóstoles. Ellos consideraban los Diez Mandamientos como una unidad inquebrantable, escrita por el dedo de Dios. Ningún mandamiento estaba escrito con tinta borrable. Nuestro Señor exhortó a los dirigentes de su tiempo a cumplirlos todos (véase Lc 10:25-28 y 18:18-22). Cristo resumió toda la ley y llamó a todos a cumplirla (ver Mt 22:37-40).
El principio de apartar un día de cada siete para el Señor existía mucho antes de los Diez Mandamientos. Al principio, «Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó» (Gn 2:3). Dios trabajó seis días y descansó el séptimo y se sintió renovado. Ser a imagen y semejanza de Dios nos exige modelar nuestra vida a semejanza de la suya. Cuando descansamos de nuestras labores un día de cada siete, como hizo Él, también nosotros nos sentimos aliviados (Éx 20:11; 31:17; 23:12). El Sabbat fue hecho para la humanidad tal como fue creada originalmente (Mc 2:27-28). Puesto que la humanidad es una criatura a semejanza de Dios, debe modelar su vida según el ejemplo divino de trabajo y descanso durante la primera semana de la creación.
Jesús defendió la importancia de este mandamiento cumpliéndolo a la perfección. Dios ordenó el día para la sagrada asamblea de su pueblo (Lv 23:3). La pauta de nuestro Señor era reunirse con los demás en la sinagoga y reunirse por separado con sus discípulos. Dios reservó ese día para recordar la liberación del pueblo de la esclavitud. El Señor Jesús recordaba esta liberación aliviando la esclavitud de otros (Dt 5:15; Lc 13:16).
En la época del exilio de Juan en la isla de Patmos, el primer día de la semana ya estaba firmemente establecido como el Sabbat cristiano. Juan pudo testificar: «Yo estaba en el Espíritu el día del Señor» (Ap 1:10). Así pues, el Antiguo Testamento y el Nuevo coinciden. Todavía se reserva un día para el Señor y el lenguaje aquí es enfático. Así como existe la Cena del Señor, una cena reservada al Señor para que le recordemos, también existe el Día del Señor, un día reservado para que le adoremos y le recordemos.
Es el día del Señor, no la hora ni la mañana; todo el día es para el descanso físico, la adoración y el servicio cristiano. Es un día para recibir de Dios y servir a Dios. Se debe asistir fielmente a todos los servicios de adoración de la iglesia. (¡Cuando el pueblo de Dios se reúne, debemos estar allí!). A nuestros hijos se les deben enseñar las cosas de la Palabra de Dios en el hogar. Debemos ayudar a los demás: visitar a los enfermos, a los que están solos, a los que necesitan nuestro amor cristiano. Guarda fielmente este mandamiento y el crecimiento de tu madurez espiritual y tu utilidad en el servicio de Cristo estarán asegurados. No guardar este mandamiento significará un crecimiento espiritual atrofiado.
Quinto mandamiento
(Éxodo 20:12) ―El Hogar. Este mandamiento delega en los padres cristianos la autoridad y el deber de gobernar a sus hijos. A través del entrenamiento de los padres, los hijos deben llegar a conocer a Jesucristo y descubrir la voluntad de Dios para sus vidas. Como pecadores que son por naturaleza insensatos, habrá que enseñarles (Ef 6:4).
Los padres deben leer la Biblia con sus hijos regularmente. Debemos decirles lo que es correcto y ver que lo hagan. Debemos animarlos cuando hacen lo correcto y corregirlos cuando hacen lo malo (Prov 23:13-1). Esto significa que nosotros los padres tenemos que conocer la Palabra de Dios y modelar sus verdades ante nuestros hijos. Esto significa disciplina cariñosa, coherente y persistente. La disciplina es esencial para la formación de los hijos. Hay que enseñar a los hijos a escuchar a sus padres y a aprender de ellos, a obedecerlos y a amarlos. Este es el camino de bendición para el hogar, la nación y la iglesia.
Sexto mandamiento
(Éxodo 20:13) ―La vida. Este mandamiento tiene un lado positivo y otro negativo. Negativamente, prohíbe más que quitar la vida propia o ajena. Prohíbe cualquier cosa que perjudique nuestro bienestar físico o el de los demás. La falta de moderación, el exceso de indulgencia ―incluso en las cosas buenas― son asesinos. La ira y el odio matan. Cristo dijo que podemos matar con nuestras palabras y corazones, así como con nuestras manos. «Cualquiera que se enoje contra su hermano ―dijo― será culpable de juicio» (Mt 5:22). Sed pacificadores, tratad de resolver los conflictos a la manera de Dios y amad a vuestros enemigos (Mt 5:23-24.44). «Todo aquel que aborrece a su hermano ―escribió Juan― es homicida» (1 Jn 3:15).
En el lado positivo, este mandamiento nos exige hacer todo lo que esté en nuestra mano para preservar nuestra propia vida y la de los demás. El descuido de las precauciones necesarias ya sea en el hogar o en la carretera, causa la muerte de muchas personas cada año. Cuida de tu salud y de la de los demás; descansa lo suficiente para evitar colapsos físicos y emocionales. Deshazte de los hábitos pecaminosos que te perjudican físicamente. Ama a Dios cuidando el precioso don de la vida que te ha dado a ti y a los demás, incluidos los bebés no nacidos. Ama a tu prójimo tanto como a ti mismo.
Séptimo mandamiento
(Éxodo 20:14) ―Pureza. El matrimonio es una institución divina diseñada por Dios para enriquecer la vida humana y multiplicar los hijos (Gn 1:28; 2:18). Dios ha ordenado un marido y una mujer como unidad básica de la sociedad. El vínculo matrimonial es para toda la vida. «Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre» (Mt 19:6). La satisfacción del deseo sexual dentro del matrimonio es un don del Creador (Prov 5:15-21). Satisfacer el deseo sexual fuera del matrimonio está prohibido.
Pero el mandamiento prohíbe no solamente los actos físicos de fornicación, adulterio y homosexualidad; incluso nuestros deseos y afectos deben ser puros. «Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla», Cristo dijo, «ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5:28). «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella». «Las casadas, estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor» (Ef 5:25,22). Estas son las leyes divinas para el matrimonio.
Octavo mandamiento
(Éxodo 20:15) ―La propiedad. Dios, como dueño de todas las cosas, ha dado a la humanidad el derecho de poseer bienes. «Los cielos son los cielos de Jehová; y ha dado la tierra a los hijos de los hombres» (Salmo 115:16). Como propietario último de todo, Dios nos ha confiado la administración de sus recursos creados. Por tanto, debemos obtener y utilizar las posesiones materiales de acuerdo con sus normas.
Dios nos prohíbe obtener riquezas perjudicando a los demás o tratando de conseguir algo a cambio de nada, ya sea mediante el engaño, un salario injusto, un trabajo deficiente o alguna forma de apuesta. Debemos trabajar con diligencia y conservar nuestros ingresos mediante el ahorro y la economía. Debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano para promover la prosperidad material de nuestro prójimo y la nuestra propia. Esto incluye compartir con los pobres, especialmente con los cristianos. «Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Jn 3:17-18; ver Ef 4:28). No debemos robar a Dios reteniendo los diezmos (una décima parte) y las ofrendas. (Véase Mal 3:8; Mt 23:23.)
Noveno mandamiento
(Éxodo 20:16) ―La lengua. Dios es un Dios de verdad. Él requiere que sus hijos hablen siempre la verdad. Satanás es esencialmente un deshonrador. La palabra Diablo significa calumniador. «Es mentiroso y padre de mentira» (Jn 8:44). La mentira es la forma principal en que Satanás hace avanzar su reino de error contra el reino de verdad de Dios. Mintió en el jardín del Edén; miente hoy.
Por medio de la mentira pretende condenar a los piadosos y condonar a los impíos. Por lo tanto, los cristianos deben odiar todas las mentiras, en cualquier forma que aparezcan. El falso testimonio ante los tribunales, la calumnia maliciosa y el chismorreo despreocupado dañan el buen nombre de los demás. Esto es justamente lo que Satanás quiere. Por el contrario, debemos estar alerta para proteger el carácter de nuestro prójimo de la difamación.
Al mismo tiempo, debemos enfrentarnos a nuestro prójimo cuando obra mal para que el Dios de la verdad sea glorificado. Debemos seguir el ejemplo de nuestro Salvador, que dijo la verdad con amor tanto a los enemigos hipócritas como al Pedro que tropezaba. Si nuestro prójimo adquiere justamente una mala fama, debemos ir directamente a él y ayudarle a recuperar un buen nombre en lugar de decirle a todo el mundo lo malo que es. Si es cristiano, debemos ir a él con mansedumbre y amor (Gal 6:1). Si no es cristiano, debemos hablarle de la gracia salvadora de Dios. Por último, este mandamiento nos insta a decir la verdad de que Cristo es el Salvador para nuestro mundo necesitado.
Décimo mandamiento
(Éxodo 20:17) ―El corazón. Este último mandamiento se refiere a los deseos internos del corazón. No debemos estar descontentos, envidiosos o celosos de la reputación o posesiones de nuestro prójimo. Al contrario, alégrate de la prosperidad de tu prójimo. No vivas para las posesiones materiales; no las anheles más que cualquier otra cosa. «¡Cuidado!» Cristo advirtió solemnemente: «Guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee» (Lc 12:15). «¿Qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? (Mc 8:36).
Codicia sobre todo las riquezas de la gracia de Dios. «Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mt 6:33). Amando a Dios ante todo y sobre todo, y recibiendo de Él todo lo que su sabiduría y su bondad te confían, conténtate con eso. Di con Pablo: «Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad» (Fil 4:12).
Cristo resumió estos mandamientos en una ley fundamental: la ley del amor. Esta ley consta de dos partes. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22:37-39).
La esencia de la vida cristiana consiste en responder al don del amor salvífico de Dios en Cristo, entregarnos enteramente a Él; para decir junto con Juan Calvino, «Mi corazón, Señor, te entrego, pronto y sinceramente» Amarle es querer guardar sus mandamientos. Amarle es amar a sus hijos, ya sean sus hijos por creación o por redención. De hecho, si amamos de verdad a Dios, no podemos dejar de amar a sus hijos. Los Diez Mandamientos nos muestran cómo expresar nuestro amor al Señor y a nuestro prójimo de la manera que a Él le agrada.
Fortaleza para la vida cristiana
¿Cómo podemos vivir una vida de amor apasionado por Dios y los hombres? Ciertamente no con nuestras propias fuerzas. El fracaso nunca es tan seguro en la vida cristiana como cuando pensamos que únicamente con nuestras fuerzas podemos triunfar. «Separados de mí ―advirtió Cristo― nada podéis hacer» (Jn 15:5). Pero «todo lo puedo», dijo Pablo, «en Cristo que me fortalece» (Fil 4:13). Unidos a Jesucristo, tenemos nueva gracia tanto para querer como para poder hacer lo que a él le agrada (Fil 2:13).
El principal recurso para el alimento espiritual y el crecimiento en la gracia es la Palabra de Dios. Para crecer en la gracia, por tanto, es esencial ser fiel en la lectura y el estudio de la Palabra de Dios y en la asistencia al culto público.
«Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Ro 10:17). «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad» (Jn 17:17). «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor 3:18). Además de la Palabra, Dios ha puesto a nuestra disposición los sacramentos y la oración como medios para crecer en la gracia. Estos son los temas de un capítulo posterior.
Preguntas de repaso (Parte 1)
- ¿Cuál es el propósito de la vida cristiana?
- ¿Qué significa «glorificar a Dios»?
- ¿Qué es lo que nos impide disfrutar de Dios?
- ¿Cuál es la norma para la vida humana?
- ¿Dónde encontramos los Diez Mandamientos en la Biblia?
- ¿Qué nos enseñan los versículos que introducen los Diez Mandamientos?
- ¿Qué otros ídolos, además de los de madera y piedra, adoran los hombres hoy en día? (Mateo 6:19-21,25).
- ¿Cómo debemos adorar a Dios?
- ¿Cuál debe ser nuestro estado de ánimo cuando leemos o enseñamos la Palabra de Dios? (1 Pedro 1:24-2:3).
- ¿Debemos santificar sólo una parte del día de Dios? ¿Cómo debemos santificar el día de Dios?
MEMORIZAR
1 Juan 5:2-3
En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos. Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos.
Preguntas para Discusión (Parte 1)
- ¿Qué papel desempeña Cristo en restaurarnos a una vida que agrade a Dios? (2 Corintios 5:17; Romanos 6:5-11).
- ¿Por qué los cristianos observamos el primer día en lugar del séptimo día de la semana como Sabbat cristiano? (Hechos 20:7; 1 Corintios 16:1; Apocalipsis 1:10; Juan 20:1,8-9, 19,26).
3. ¿Qué significa la enseñanza “no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia”? (Romanos 6:15) Véase el contexto en Romanos 6:12-19 y Gálatas 3:13.
Preguntas de repaso (parte 2)
1. ¿Qué exige el quinto mandamiento a los padres?
2. ¿Cuáles son algunas formas de homicidio que comúnmente no se consideran como tal?
3. ¿Qué pecado del corazón es condenado por el mandamiento de no cometer adulterio?
4. ¿Cómo podemos mejorar nuestro bienestar material o el de nuestro prójimo?
5. ¿Por qué es importante decir siempre la verdad?
6. ¿Qué es lo que más debemos codiciar? (Mateo 6:33).
7. ¿Cómo resumió Jesús la ley moral?
8. ¿De dónde sacamos la fuerza para vivir la vida cristiana?
Preguntas para discusión (Parte 2)
1. ¿Qué principios establece la Biblia para que el cristiano dé? (Malaquías 3:10; 2 Corintios 8:2; 1 Timoteo 6:6-10,17-19).
2. ¿Cuáles son algunas reglas y reglamentos que las iglesias a veces añaden a la ley moral como normas de lo que está bien y lo que está mal? ¿Qué tan bíblicas crees que son? (Marcos 7:8-9).
3. ¿Manda la Biblia que nos amemos primero a nosotros mismos? (2 Timoteo 3:2, 4; Filipenses 2:4-7, 21; Juan 12:25 con Marcos 8:34-35).
4. ¿Puede una persona que no es cristiana vivir una vida verdaderamente buena? (Compare Lucas 6:33 con 1 Corintios 10:31).
Capítulo V
LA IGLESIA
Uniéndonos a los demás en nuestra confesión
Cuando crees en Cristo como tu Salvador y Señor personal, te conviertes en hijo del Dios vivo. Eres adoptado en la familia de Dios. Luego viene el deseo de ser miembro de una iglesia con otros de la familia de Dios. Reconoces tu necesidad del ministerio de la iglesia; quieres el compañerismo de otros cristianos; quieres servir de alguna manera a tu Señor.
Pero ¿a qué iglesia debes unirte? ¿Deberías unirte a la más cercana? ¿Buscas una iglesia grande con un buen coro o una iglesia orientada a una vida social activa? ¿Deberías elegir una iglesia pequeña y acogedora, donde te llamen por tu nombre propio? ¿Qué buscas en una iglesia de Jesucristo? ¿Qué es una iglesia? ¿Qué identifica a una verdadera iglesia?
¿Qué es una iglesia?
Lo primero que suele venir a la mente al pensar en una iglesia es un edificio, normalmente con un campanario. Obviamente, una iglesia se reúne en un edificio, pero el edificio no es la iglesia. Una iglesia existe mucho antes que cualquier edificio. La palabra griega para «iglesia» en el Nuevo Testamento se usaba para identificar al pueblo de Dios del Antiguo Testamento en el desierto (Hch 7:38). Varias veces en sus cartas Pablo habla de iglesias que se reunían en las casas de varias personas. En todos los casos no existía ninguna estructura que se ajustara a la descripción de un edificio eclesiástico moderno.
La iglesia es un cuerpo de creyentes, no un edificio. Pablo habla de «la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre» (Hch 20:28). Es el cuerpo de creyentes por el que Cristo murió. Pablo dice de Cristo que Dios «lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Ef 1:22-23). Cristo es la cabeza de la iglesia; los creyentes son el cuerpo de la iglesia. El cuerpo de los creyentes unidos por fe a Cristo, la cabeza, es la iglesia de Cristo.
La iglesia se debe entender en dos sentidos diferentes. Está la iglesia invisible, llamada así porque no la vemos. Es la iglesia como Dios la ve, compuesta de todos aquellos que han creído o creerán en Cristo. No hay hipócritas en esta iglesia. Es la iglesia perfecta, la iglesia eterna. Esta iglesia será visto solamente en el cielo.
También está la iglesia visible, la iglesia que vemos cada día alrededor de nosotros. La iglesia visible contiene unos que profesan creer en Cristo, pero realmente no creen; su hipocresía puede ser más o menos obvia. En el tiempo de Cristo, la iglesia visible tenía un miembro llamado Judas, que traicionó a su Señor. Esta iglesia visible se puede reconocer porque tiene una organización externa, con oficiales y servicios de adoración formales y públicos. La iglesia visible es el tópico de esta lección.
Existe una relación vital entre Cristo y su iglesia. Cuando Pedro confesó a Cristo como el Hijo del Dios viviente, Cristo dijo: “Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18). Aquí Jesús declara que los apóstoles (con Pedro como su portavoz) son el fundamento de su iglesia porque confiesan y revelan que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios (Efesios 2:20; 3:5). “Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Corintios 3:11).
Lo primero que debe examinarse sobre cualquier iglesia es su fundamento. ¿Está edificada sobre la verdad de que Jesús es Dios y Salvador? Cristo es el único edificador de la iglesia. “Yo edificaré”, dice. La gente no puede edificar una iglesia. Solamente Cristo, a través de su Palabra y Espíritu Santo, puede crear un cuerpo de creyentes.
Cristo es también el dueño de la iglesia, Él la llama «mi iglesia». No pertenece a ninguna jerarquía, sacerdote o pastor, a ningún individuo o grupo. Sólo Cristo murió por la iglesia. La compró con su propia sangre. Le pertenece exclusivamente a Él. Por lo tanto, sólo Él tiene derecho a gobernar la iglesia. A través de su Palabra llegamos a conocer la voluntad de Cristo para la iglesia. Esta iglesia, fundada y construida por Cristo, es indestructible. La muerte misma no puede destruirla. Su reino y su iglesia no tienen fin (Mt 16:18-19).
En su carta a Timoteo, Pablo describe algunas de las características básicas de la iglesia. Se preocupa por el comportamiento correcto «en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad» (1 Ti 3:15). Timoteo trabajaba a la sombra del magnífico templo de Diana de los efesios. Podría haber tenido la tentación de pensar que la iglesia de Cristo sufría en comparación, ya que los cristianos celebraban sus reuniones en un salón o en casas particulares. Pero ¿qué vería una persona que mirara dentro del enorme templo de Diana? Únicamente una estatua de una diosa sin vida.
¿Captan el estupendo contraste? Los cristianos pueden reunirse en ambientes modestos, pero adoran en presencia del Dios viviente. Dios vive en medio de su iglesia como su casa. Esto nos enseña el indescriptible privilegio del culto cristiano. No le estamos haciendo un favor a Dios. Él está esperando hacernos un rico favor. El Dios vivo promete encontrarse con nosotros de corazón a corazón. Cuando nos acercamos a Él, Él se acerca íntimamente a nosotros y nos hace saber que está con nosotros a través de su Espíritu Santo. Tenemos comunión con el Padre, con el Hijo y unos con otros en Cristo.
Increíblemente dulce es la comunión de pecadores redimidos por la gracia, unidos en la fe y el amor a Cristo. Pablo recuerda a Timoteo la alta y santa vocación de la iglesia, que es «columna y baluarte de la verdad». Más magníficas que las majestuosas columnas que sostienen el techo de mármol del templo de Diana son las columnas vivas de la iglesia que sostienen la verdad de la Palabra de Dios. Notemos que Pablo no dice que la iglesia es la verdad; ninguna iglesia es perfecta. La iglesia es simplemente el pilar y el baluarte que sostienen la verdad. A medida que la iglesia proclama fielmente la verdad, los pecadores reciben vida y los creyentes se fortalecen.
Identificando una iglesia verdadera por su doctrina y vida
No toda organización que se hace llamar iglesia es una iglesia verdadera. Algunas iglesias no están comprometidas con la Biblia como la Palabra de Dios y con Cristo como Dios venido en la carne. Algunas no enseñan el arrepentimiento y la fe bíblicos. Algunas iglesias, advierten las Escrituras, son «sinagogas de Satanás». ¿Cómo podemos identificar una iglesia verdadera? Cualquier iglesia digna del nombre de cristiana debe ser fiel al Señor tanto en doctrina (enseñanza) como en vida, recordando que solamente la verdadera doctrina conduce a la verdadera piedad de vida (1 Ti 6:3).
- Doctrina
Una iglesia fiel a la doctrina de Cristo y a la Biblia enseñará toda la voluntad de Dios (Hch 20:24-27). Una iglesia fiel puede ser identificada por su compromiso con la predicación de la Palabra, la administración de los sacramentos y el ejercicio de la disciplina eclesiástica.
- La predicación de la Palabra de Dios
Una iglesia verdadera predicará fielmente la Palabra de Dios. Jesús dijo: «Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos» (Jn 8:31). «¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque les ha amanecido» (Is 8:20). «Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios; el que persevera en la doctrina de Cristo, ese sí tiene al Padre y al Hijo» (2 Jn 9).
Después de visitar una iglesia, pregúntese: «¿Conozco más sobre la Biblia? ¿Se ha esforzado fielmente el ministro por explicar lo que Dios dice en su Palabra? A través de su predicación, ¿he llegado a ver más claramente mi pecado y la gloria de Dios? ¿Se han proclamado plenamente las doctrinas de la gracia de Dios? ¿Se ha fortalecido mi fe y profundizado mi amor por Cristo y por los demás?». Si no es así, estás en la iglesia equivocada y debes abandonarla (Ro 16:17).
- La administración de los sacramentos
La correcta administración de los sacramentos es un aspecto esencial de una iglesia comprometida con Cristo y con la verdadera fe en Él. El próximo capítulo tratará de los sacramentos con más detalle. Mientras tanto, las Escrituras nos dicen el verdadero significado de los sacramentos y cómo deben ser administrados. Una iglesia que no sigue la Biblia en el uso de los sacramentos no es una iglesia verdadera.
Cristo y los apóstoles enseñaron enfáticamente que la salvación es por gracia a través de la fe solamente, no a través de los sacramentos. Ser apartado de los sacramentos no es ser apartado de la salvación. Enseñar lo contrario a esto no es la marca de una verdadera iglesia. Pablo advirtió solemnemente que únicamente los verdaderos creyentes que viven vidas obedientes pueden participar de la Cena del Señor. «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos» (2 Cor 13:5; 1 Cor 11:28). Por lo tanto, una iglesia que permite que hombres que no creen que Cristo es Dios administren los sacramentos no es una iglesia verdadera. Tampoco lo es una que administra los sacramentos a aquellos cuyas vidas son abiertamente escandalosas.
- El Ejercicio de la Disciplina Eclesiástica
Una iglesia verdadera acompañará la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos con el ejercicio consistente de la disciplina eclesiástica. Cristo instruyó claramente a la iglesia disciplinar a sus miembros. Si alguien continúa en sus pecados, «dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano» (Mt 18:15-20). Pablo escribió a la iglesia de Corinto exigiéndoles que expulsaran de la asamblea a una persona no arrepentida y sexualmente inmoral (1 Cor 5:1-5).
Uno de los propósitos de la disciplina es restaurar al desobediente llevándolo al arrepentimiento. «Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre» (Gal 6:1; Stg 5:19-20). El otro propósito es preservar el honor de Cristo y la pureza de su iglesia. Cuando una persona niega a Cristo o continúa en pecado flagrante, se produce un triple perjuicio al no ejercer la disciplina eclesiástica. 1) Dañamos al pecador que necesita ser restaurado. Es simplemente cruel no tratar de recuperarlo. 2) Dañamos a la iglesia. Toda la iglesia será infectada a menos que la doctrina errónea o el comportamiento inmoral sea desarraigado. 3) Dañamos el honor de Cristo cuyo nombre llevamos. La iglesia se convierte en objeto de desprecio ante el mundo.
Una iglesia que no ama al cuerpo de Cristo o a la cabeza de la iglesia lo suficiente como para tratar de mantener a los miembros de Cristo puros en doctrina y vida no es una iglesia a la que se le pueda confiar la crianza de nuestras almas. En el otro extremo, cuando una iglesia usa la disciplina para desarraigar al creyente y al justo ―como hizo Roma con Lutero en el siglo XVI y como hizo la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos con J. Gresham Machen a principios del siglo XX― ha distorsionado los propósitos de la disciplina eclesiástica.
- Vida
Una iglesia verdadera será aquella cuya enseñanza afecte su vida; la verdad de Dios estará cambiando visiblemente la vida de las personas (Ro 12:1-2). El cambio se reflejará en la fe, la esperanza, el amor y la santidad de los miembros.
- Fe, esperanza y amor
El apóstol Pablo describió a la iglesia colosense como caracterizada por la fe, la esperanza y el amor. «Siempre orando por vosotros, damos gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, habiendo oído de vuestra fe en Cristo Jesús, y del amor que tenéis a todos los santos, a causa de la esperanza que os está guardada en los cielos, de la cual ya habéis oído por la palabra verdadera del evangelio, que ha llegado hasta vosotros, así como a todo el mundo, y lleva fruto y crece también en vosotros, desde el día que oísteis y conocisteis la gracia de Dios en verdad» (Col 1:3-6, énfasis añadido).
De manera similar, Pablo describió la poderosa obra de la Palabra y el Espíritu de Dios en la iglesia de Tesalónica. «Damos siempre gracias a Dios por todos vosotros, haciendo memoria de vosotros en nuestras oraciones, acordándonos sin cesar delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo. Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección…» (1 Tes 1:2-4, cursiva añadida).
Al visitar una iglesia, debemos preguntarnos: «¿Existe aquí fe? ¿Expresa la gente confianza en Cristo, la cabeza de la iglesia? ¿Existe esperanza? ¿Muestra la gente estabilidad cristiana y perseverancia en esta vida porque esperan confiadamente un futuro hogar en el cielo? ¿Existe amor?». Esta es la marca más importante de todas. «Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor» (1 Cor 13:13).
Aunque el amor es ciertamente el mayor de los dones permanentes, va acompañado de muchos conceptos erróneos. El verdadero amor cristiano no significa tolerar la incredulidad y la vida pecaminosa. El amor «no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad» (1 Cor 13:6). El amor no es indiferente al pecado que daña a los que lo practican, así como a sus víctimas, sino que hace todo lo posible para llevarlos al arrepentimiento a través de la disciplina (Heb 12:6, 12-15; Ap 3:19; Prov 13:24). Sin embargo, la predicación de la Palabra y la disciplina eclesiástica no acompañadas de amor se convierten en una dura tiranía que aleja a la gente de Cristo. «Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe» (1 Cor 13:1).
El amor edifica a otros en la iglesia hablando la verdad en amor y animando a otros a usar sus dones, habilidades y posesiones para el ministerio (Ef 4:15-16). El amor siente las necesidades de los demás y nos mueve a abrir nuestros hogares en hospitalidad cristiana (Ro 12:10,13). Ejercemos el verdadero amor cristiano porque nuestra fe y nuestra esperanza son diferentes de las del mundo. Mientras esperamos la venida de Cristo, todo verdadero cuerpo de creyentes desea ser instrumento del amor de Cristo para hacer el bien a todos los hombres, especialmente a la familia cristiana (Gal 6:10; 1 Ti 6:17-19).
- Santidad
La iglesia de Cristo es llamada una «nación santa» (1 Pd 2:9-10). Una verdadera iglesia tendrá miembros que están creciendo para ser más como su santo Señor. Ellos reflejarán una ruptura completa con el pecado (Ro 6:5-19). Se han vestido «del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4:24). Buscan ser más santos, sabiendo que sin «santidad… nadie verá al Señor» (Heb 12:14). Esto no significa que encontrarás personas perfectas en una iglesia verdadera, o que una iglesia verdadera es perfecta. (Si encuentras una iglesia perfecta y te unes a ella, ¡ya no será perfecta!) Pero lo que debes buscar es un cuerpo de creyentes que, por la gracia de Dios, son conscientes de sus pecados y los abandonan, esforzándose por ser más obedientes al Señor.
Existen muchas iglesias que buscan ser fieles al Señor en doctrina y vida. ¿Cómo decidir a cuál de estas verdaderas iglesias unirse? Cada denominación tiene ciertas doctrinas distintivas que la distinguen de las demás. Examine sus enseñanzas con imparcialidad, compárelas con las Escrituras y confíe en el Espíritu Santo para que le ayude a determinar cuál es la más cercana a la Palabra de Dios en sus enseñanzas.
Quisiéramos exponer las enseñanzas distintivas de las verdaderas iglesias presbiterianas y reformadas para que usted pueda examinarlas a la luz de la Palabra de Dios.
Las verdaderas iglesias presbiterianas y reformadas
Un observador atento notará diferentes tipos de iglesias que se autodenominan «presbiterianas» o «reformadas». Las diferencias no están en nombres locales como «Primera», «de la Quinta Avenida», «Calvario» o «Nueva Esperanza». Estos son simplemente nombres que distinguen una iglesia local presbiteriana o reformada de otra. No nos dicen nada sobre las creencias de esa iglesia en particular. Las diferencias que queremos señalar son diferencias en doctrina y en práctica entre iglesias que tienen el mismo nombre genérico: Presbiteriana o Reformada.
Básicamente, existen dos tipos diferentes de iglesias que llevan el nombre de Presbiteriana o Reformada. Un grupo cree que la Biblia en su totalidad es la Palabra de Dios y se adhiere a los credos históricos de la fe presbiteriana y reformada, como la Confesión de Fe de Westminster, la Confesión Belga y los Cánones de Dort. La otra ya no confiesa que la Biblia en su totalidad es la Palabra de Dios y no acepta los credos históricos de la fe reformada como base confesional. Algunas iglesias de este segundo grupo han adoptado una confesión radicalmente diferente; otras están modificando ampliamente su credo y su práctica. Sólo las iglesias de la primera categoría son fielmente presbiterianas y reformadas.
Su instructor de clase le presentará el origen y el compromiso doctrinal de la denominación de su iglesia en particular.
Presbiteriana significa gobernada por ancianos
¿Qué diferencia hay en cómo se gobierna una iglesia mientras enseñe la Biblia y predique el evangelio? Esta es una actitud muy común hoy en día hacia el gobierno de la iglesia. Sin embargo, la Biblia tiene algo que decir acerca de cómo debe organizarse y gobernarse una iglesia. El cristiano siempre debe preocuparse por saber lo que la Biblia enseña sobre cualquier asunto y aferrarse a esa enseñanza.
La historia muestra que hace una tremenda diferencia cómo la iglesia es gobernada. Algunos han creído con la Iglesia Católica Romana que la iglesia debe gobernar el estado. Otros han creído con la Iglesia de Inglaterra que el estado debe gobernar a la iglesia. Ambos puntos de vista han traído un derramamiento de sangre y daños incalculables tanto a la Iglesia como al Estado. Juan Calvino redescubrió la enseñanza bíblica de que tanto el Estado como la Iglesia están organizados y ordenados por Dios. El Estado no debe gobernar la Iglesia; Cristo gobierna la Iglesia a través de los líderes que Él elige. La Iglesia no debe gobernar al Estado, sino instruirlo para que fomente y proteja la justicia (1 Pd 2:14; Prov 14:34; Dt 17:18-19). El redescubrimiento de estas verdades ha traído gran paz y prosperidad tanto a la Iglesia como al Estado. La forma de gobierno presbiteriana se ajusta al principio de que las Escrituras son suficientes para definir las funciones de la Iglesia y el Estado.
Las tres principales formas de gobierno empleadas en las iglesias de hoy son la jerárquica (gobierno por un orden sagrado), la congregacional (gobierno por la congregación) y la presbiteriana (gobierno por los presbíteros o ancianos). Las iglesias Católica romana, Episcopal y Metodista tienen el tipo de gobierno jerárquico en diferentes formas y grados. Las iglesias Bautista, Fundamental Independiente y Congregacional tienen la forma de gobierno congregacional en diversas formas y grados.
¿Cuál de estas tres formas de gobierno enseña la Biblia? Los presbiterianos creen que la Biblia enseña que la iglesia debe ser gobernada por ancianos (presbíteros en griego). De esta palabra presbítero, traducida «anciano», deriva el nombre de la Iglesia Presbiteriana. Es una iglesia gobernada por ancianos. Esto significa que creemos que la Biblia es suficiente incluso para decirnos cómo la iglesia debe ser organizada y gobernada. Al hablar de los hombres que deben dirigir al pueblo de Dios, leemos: «Los ancianos [presbíteros] que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar» (1 Ti 5:17).
Por lo tanto, la Iglesia debe ser gobernada por dos clases de ancianos, los ancianos gobernantes y los ancianos docentes. A estos ancianos también se les llama obispos o supervisores (Tito 1:5,7). Son pastores apartados para cuidar del pueblo de Dios (Hch 20:17, 28; He 13:7,17). Los diáconos son otro grupo de oficiales elegidos para ministrar a los cristianos necesitados (Hch 6:1-7).
Los apóstoles y los ancianos de la iglesia del Nuevo Testamento se reunieron en un concilio general para determinar asuntos de la fe cristiana y práctica (Hch 15:6ss.). Esto enseña la necesidad de asambleas generales de toda la iglesia como las que existen en el sistema presbiteriano. Las congregaciones locales aisladas unas de otras no son el marco de gobierno eclesiástico reflejado en la práctica de la iglesia primitiva. Tal independencia es desconocida en el Nuevo Testamento.
Reformada en doctrina
La principal diferencia entre las iglesias presbiterianas y otras, sin embargo, no está en el gobierno sino en la doctrina. La enseñanza de las iglesias presbiterianas se expone en la Confesión de Fe de Westminster.
La Confesión de Westminster fue formulada (1643-48) bajo la dirección del Parlamento de Inglaterra por ciento veintiún maestros ordenados, once lores y veinte comunes. Es el credo más universalmente aceptado del protestantismo. Las enseñanzas de esta confesión se llaman «La Fe Reformada».
¿Qué enseña esta confesión que no se encuentre en los otros credos de la cristiandad? Es la enseñanza de la soberanía de Dios. Dios es absolutamente supremo en sabiduría, poder, santidad, verdad y gracia. En todas sus obras de creación, providencia y redención, Dios ordena todas las cosas para su propia gloria. Dios tiene el control de un gorrión que cae al suelo, de las decisiones de un rey y de traernos todas nuestras pruebas (Mt 10:29; Prov 21:1; 1 Tes 3:3). El trono de su reino lo domina todo (Sal 103:19). «Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos» (Ro 11:36).
Esto significa que la salvación también es obra de Dios; Dios controla tanto la realización de la salvación en la historia como la aplicación de la salvación a las vidas individuales en la actualidad. El control supremo de Dios sobre la salvación humana ha sido cuestionado en cinco puntos cruciales. La Iglesia Presbiteriana y Reformada ha declarado cinco verdades vitales en respuesta a estas objeciones. Ellas son:
1. Depravación total del hombre.
El hombre es totalmente pecador en su intelecto, afectos y voluntad. El hombre no sólo está enfermo de pecado; está muerto en pecado. El hombre está «completamente indispuesto, inhabilitado y opuesto a todo bien y totalmente inclinado a todo mal». (CFW, cap. 6, sec. 4). La Escritura confirma esta doctrina. «Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios» (Ro 8:7-8). «El intento del corazón del hombre es malo desde su juventud» (Gn 8:21). «No hay quien entienda, no hay quien busque a Dios» (Ro 3:11). «Estabais muertos en vuestros delitos y pecados» (Ef 2:1). «Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal» (Gn 6:5).
2. Elección incondicional
Esta es la enseñanza bíblica de que Dios, en su amor, escogió de entre los seres humanos totalmente pecadores a algunos que redimiría para sí, mientras que a otros los dejaría a un lado. La decisión de Dios no se basó en nada en estos individuos o en algo que Él previó que llegarían a ser. Le eran tan hostiles como el resto de la humanidad, pero que no amara a todos no es ningún misterio. Nadie merece su amor. Por qué amó a alguno es el misterio profundo. Jesús enseñó la doctrina de la elección cuando dijo: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto» (Jn 15:16).
Muchos otros pasajes de las Escrituras proporcionan la base de esta doctrina. He aquí algunos de ellos. «Nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad… En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Ef 1:4-5,11, énfasis añadido). «Y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna» (Hch 13:48, énfasis añadido).
La elección incondicional se relaciona con la siguiente verdad. Aquellos a quienes Dios escogió antes de la fundación del mundo son los que están registrados en el libro del Cordero como aquellos por quienes Él murió (Ap 13:8; 1 P 1:1-2).
3. Expiación definitiva.
Cuando Cristo murió en la cruz por nuestros pecados, murió con la intención, no de salvar a cada persona de la humanidad, sino de salvar a un número definido de personas; todos aquellos que el Padre había escogido desde antes de la fundación del mundo.
He aquí algunos de los numerosos pasajes que apoyan esta enseñanza. «Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1:21). «Y pongo mi vida por las ovejas» (Jn 10:15). «No ruego por el mundo, sino por los que me diste» (Jn 17:9). «A los que predestinó, a estos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó» (Ro 8:30; énfasis añadido en las citas anteriores).
Como muestra el siguiente diagrama, en la cruz Jesucristo sufrió las penas del infierno en lugar de los suyos.
Personas cubiertas por la obra Flechas del juicio de Dios
de Cristo en la cruz
Personas fuera de Cristo Representa a Cristo, y su obra en la cruz
Cristo experimentó las flechas de la ira de Dios sobre sí mismo en su lugar. Ninguna de las flechas del juicio de Dios alcanzará al pueblo de Cristo. Sin embargo, si Cristo hubiera muerto para salvar a todos, aunque es obvio que no todos se salvan, entonces Cristo habría fracasado. Dios ya no es Dios. En tal caso, Cristo no podría salvar realmente a nadie. Únicamente podía hacer posible la salvación.
Nadie puede acusar a los elegidos de Dios porque Jesús es su sustituto. Él llevó la pena de muerte eterna en su lugar (Ro 8:33-35). Cristo los ha protegido de las flechas del juicio de Dios. Pero no lo ha hecho para los demás. Estos recibirán las flechas de la ira eterna de Dios.
Jesús no murió para hacer de la salvación una posibilidad para todos, sino una realidad para los suyos al morir en su lugar. La pregunta: «¿Por quién murió Cristo?» se responde comprendiendo el propósito de la muerte de Cristo. Cristo murió para salvar realmente a los suyos. La única seguridad para ti es pertenecer a Cristo y estar oculto en Él del juicio de Dios (Ro 8:1, 29-30). En Cristo existe una seguridad completa. ¿Perteneces a Cristo?
4. Gracia Irresistible.
Cuando el Espíritu Santo viene a hacer de alguien una nueva criatura en Cristo, nadie puede impedir o resistir esa obra. Jesús prometió que «todo lo que el Padre me da, vendrá a mí» (Jn 6:37). Además, dijo a Nicodemo: «El viento sopla de donde quiere… Así es todo aquel que es nacido del Espíritu» (Jn 3:8, énfasis añadido en las citas anteriores).
Si alguien puede resistir al Espíritu de Dios, es más fuerte que Dios. Dios ya no es Dios; el hombre es supremo. La única manera de que una persona naturalmente hostil a Dios y muerta en pecado venga a Cristo es que Dios mismo tome la iniciativa de obrar en su corazón para atraerla. Todos están invitados a venir a Cristo y nadie que venga será rechazado. Pero cuando vengas a Cristo, no te des palmaditas en la espalda, sino alaba al Dios soberano que te trajo a Él (Jn 6:44, 37).
5. La preservación y la perseverancia de los creyentes.
Una vez que creamos, seremos guardados por Dios y perseveraremos en la fe hasta el final. Esto no significa que no podamos caer en el pecado. Como dijo Spurgeon, podemos caer muchas veces sobre la cubierta del barco de la vida, pero nunca caeremos por la borda (véase Sal 37:24). Dios no desecha a los que ha amado. No deshace la obra de gracia que comenzó.
He aquí algunos pasajes que lo enseñan claramente. «Yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10:28). «Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo» (Fil 1:6; 1 Pd 1:5). «Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles ni principados, ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Ro 8:3-39). El Dios que inicia nuestra salvación la llevará hasta el final, para recibir nuestra alabanza por siempre (Ro 11:36).
Preguntas de repaso (Parte 1)
- Una vez que somos hijos en la familia de Dios, ¿por qué querremos ser miembros de una iglesia?
- ¿Qué es una iglesia?
- ¿Quién es el fundamento, el constructor y el dueño de la iglesia?
- ¿Quién habita en medio de la iglesia?
- Existen muchas iglesias diferentes. ¿Cómo podemos reconocer una verdadera iglesia de Cristo?
- ¿Cómo afectará la fidelidad a la verdad de Dios a la doctrina de una iglesia? ¿Y a tu vida?
- ¿Cuáles son los propósitos de la disciplina en la iglesia? (Mt 18:15-20; 1 Cor 5).
- ¿Cómo se manifestará el amor cristiano en la vida de una iglesia verdadera?
9. Describa el gobierno presbiteriano por los ancianos.
MEMORIZAR
1 Pedro 2:9-10
Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia.
Preguntas para discusión (Parte 1)
1. Si alguien te dice: «No necesito ser miembro de una iglesia. Está bien para ti, pero no para mí» ¿Qué podríamos decirle?
2. ¿Cuáles son algunos de los privilegios de ser miembro de una iglesia verdadera?
3. ¿Cuáles son algunas de las responsabilidades de ser miembro de una iglesia verdadera?
4. ¿Qué implica confesar públicamente a Cristo como «Señor»?
5. ¿Es consistente la membresía en organizaciones religiosas secretas que no confiesan la fe en Cristo con la membresía de una iglesia cristiana?
6. ¿Qué piensa Cristo de una iglesia que no ejerce la disciplina eclesiástica? (Apocalipsis 2:14-16, 20; Apocalipsis 2:4-6).
7. ¿Qué debes hacer si uno de los ancianos de tu iglesia niega que Jesús es Dios, y los ancianos locales no escuchan tu preocupación?
Preguntas de repaso (Parte 2)
1. ¿Cuál es la enseñanza de las iglesias presbiterianas y reformadas que otras iglesias no enfatizan o descuidan?
2. Mencione un versículo bíblico que describa el alcance de la pecaminosidad humana.
3. ¿Qué se entiende por elección incondicional?
4. ¿Por quién murió Cristo?
5. Si somos naturalmente hostiles a Dios, ¿cómo puede alguien venir a Cristo?
6. ¿Puede una persona salva perder su vida eterna? Demuestre su respuesta a partir de la Biblia.
Preguntas para discusión (Parte 2)
1. ¿Está Dios realmente en control de todas las cosas si no está en control de las personas salvas?
2. ¿Acaso es injusta la enseñanza de que Cristo murió sólo por aquellos que el Padre en amor había elegido? (Romanos 9:16-23).
3. ¿Niega la enseñanza del amor electivo de Dios que debemos ofrecer libre y sinceramente el evangelio a todos? (Juan 6:35-37,44-45,65)
4. ¿Seguiría Dios siendo Dios si su intención fuera que Cristo salvara a todo el mundo, pero se viera frustrado por el hombre?
5. ¿Cómo difiere la enseñanza de la perseverancia de los santos de la enseñanza de que «una vez que eres salvo, siempre eres salvo, no importa cómo vivas»? (1 Pd 1:5; 2 Pd 1:1-11).
Capítulo VI
LA PROVISIÓN DE DIOS
PARA EL CRECIMIENTO
Dios nutre a aquellos que confiesan a Cristo
Pedro instó a los que habían sido llevados a la fe en Cristo a «creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pd 3:18). Las plantas crecen cuando se las riega, se las abona y se les da la luz solar adecuada. Una vez que Dios te hace su hijo, riega y fertiliza tu nueva vida para que puedas crecer.
Dios nos alimenta con la Palabra de Dios, los sacramentos y la oración en la tierra de la comunión cristiana. Estos son sus medios para permitirnos crecer más como Cristo y dar una firme confesión de fe en Él.
La Palabra de Dios
Leer la Palabra de Dios y escuchar su predicación fortalece nuestra fe y santifica nuestras almas. Al despedirse de los ancianos de Éfeso, Pablo declaró: «Ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados» (Hch 20:32). Jesús oró: «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad» (Jn 17:17). Pedro nos recuerda que la Palabra que oímos predicar es la Palabra eterna de Dios y, por tanto, «desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación» (1 Pd 2:2).
Pero la Palabra de Dios no bendice automáticamente a quienes la escuchan. Pablo describió su mensaje como portador de aroma de muerte para unos y de vida para otros (2 Cor 2:14-17). Entonces, ¿cómo debe leerse y escucharse la Palabra de Dios para que produzca las bendiciones de la salvación? «A fin de que la Palabra sea eficaz para la salvación, es necesario que nos ocupemos de ella con diligencia, preparación, y oración; recibirla con fe y amor, guardarla en nuestro corazón y practicarla en nuestra vida» (CM, P/R 90).
Con diligencia―Lee con regularidad y atención; trata de entender lo que lees.
Preparación―Ten un plan. Por ejemplo, puedes alternar entre un libro del Antiguo Testamento y un libro del Nuevo Testamento. Ten a mano ayudas como un manual bíblico fiable, un buen diccionario bíblico o un comentario sano y utilízalos.
Ora―Pide al Espíritu Santo que te haga no sólo entender el pasaje, sino aplicarlo a tu vida (Sal 119:18; Lc 11:13).
Con fe―Pon atención a la advertencia del escritor a los Hebreos: «Pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron» (Heb 4:2).
Y con amor: «¡Oh cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación» (Sal 119:97).
Ponerla en nuestros corazones―Memorizar y meditar en la Palabra de Dios. (Sal 119:11; Dt 31:19).
Practícala en nuestras vidas―Obedece la Palabra que lees y oyes predicar. «Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos» (Stg 1:22).
Los Sacramentos
«Un sacramento es una ordenanza sagrada instituida por Cristo, en la cual, mediante signos sensibles [es decir, físicos], Cristo y los beneficios del nuevo pacto son representados, sellados y aplicados a los creyentes» (CM, P/R 92). Así como ninguna bendición automática acompaña a la Palabra de Dios escrita, ninguna bendición automática acompaña a estas palabras «visuales» de Dios. Para nutrirnos y crecer al recibir los sacramentos, el Espíritu Santo debe darnos fe en las verdades que los sacramentos representan.
Únicamente dos sacramentos fueron instituidos por Cristo: el bautismo y la Cena del Señor. De acuerdo con las Escrituras, toda iglesia cristiana requiere que sus miembros reciban estas dos ordenanzas. En las iglesias de hoy se pueden encontrar dos extremos con respecto a estos dos sacramentos. Uno exalta los sacramentos por encima de la predicación de la Palabra de Dios; el otro los menosprecia. Como siempre, debemos acudir a las Escrituras para conocer el verdadero significado de los sacramentos y el énfasis adecuado que deben tener.
- Bautismo
El bautismo es claramente ordenado por Cristo. Entre sus últimas instrucciones a sus discípulos estaba la orden: «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28:19). Lo que debemos explorar es el significado del bautismo.
El agua del bautismo no tiene poder para salvar. El perdón de los pecados lo realiza Cristo en la cruz y se recibe sólo por la fe. Esta fe se hace posible únicamente a través de la Palabra de Dios y no a través del bautismo. «Así que la fe es por el oír, y oír por la palabra de Dios» (Ro 10:17; ver vss. 9-10). Por otro lado, el bautismo es algo más que una bonita ceremonia que no tiene significado más allá del acto externo.
a. Un signo de la gracia de Dios
El bautismo es un signo externo de una gracia interna. Representa lo que sucede en el alma de quien cree en Jesucristo.
Lo primero y más importante que representa el bautismo es la unión del creyente con Cristo. El bautismo representa y sella para nosotros el hecho de que hemos sido unidos a Cristo por la fe. El mandato del Señor de bautizar, traducido literalmente, dice: «Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28:19, énfasis añadido). Pablo habla de ser «bautizados en su muerte» (Ro 6:3) y «bautizados en Cristo» (Gá 3:27). Por la fe estamos verdaderamente unidos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
El signo externo utilizado en el bautismo es el agua; en las Escrituras, el agua se asocia con frecuencia a la purificación. La gracia interior que el agua significa es la purificación tanto de la culpa como de la contaminación del pecado. El bautismo representa el hecho de que hemos sido limpiados de la culpa de nuestros pecados a través de la sangre expiatoria de Cristo. Ananías declaró a Pablo: «Levántate, y bautízate y lava tus pecados, invocando su nombre» (Hch 22:16).
El bautismo también representa el hecho de que hemos sido limpiados de la polución o contaminación del pecado. Solamente entramos en el reino naciendo de nuevo por el Espíritu de Dios. Jesús dijo, «El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios» (Jn 3:3). Nuestro Señor encontró en el agua un símbolo apropiado para representar la limpieza de la contaminación del pecado que tiene lugar en el nuevo nacimiento. Dijo: «El que no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3:5). El bautismo representa nuestra entrada en el reino. Para entrar en el reino de Dios debemos ser limpiados de la culpa de nuestros pecados mediante la sangre redentora de Cristo, y limpiados de la contaminación de nuestros pecados mediante la operación del Espíritu de Dios. Como representación externa de esta limpieza interna de la culpa y la contaminación de nuestros pecados (Tito 3:5-6), el bautismo se da para ayudarte a crecer como cristiano. Disipa la falsa seguridad al llamarte a preguntar: «¿Tengo la realidad interior que se representa?». Te ayuda a llegar a la plena seguridad al mirar con fe a Cristo y su purificación. Y también te impulsa a vivir para Cristo. ¡Has sido bautizado! Tus pecados han sido lavados. ¿Vas a seguir viviendo en tu pecado? «Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva» (Ro 6:4; ver vss. 1-11).
b. Un sello de la promesa de Dios
El bautismo es también un sello; confirma y establece para nosotros las bendiciones ilustradas. Así como un sello en un diploma confirma el testimonio contenido en él, así el bautismo nos confirma y establece los beneficios del pacto de gracia de Dios. En el Antiguo Testamento, la circuncisión era el sello externo que Dios ponía a las promesas del pacto espiritual con Abraham. «Y recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe que tuvo» (Ro 4:11). El bautismo en el Nuevo Testamento, como veremos más claramente a continuación, simplemente toma el lugar de la circuncisión en el Antiguo Testamento (Col 2:11-12); por lo tanto, el bautismo es ahora el sello de Dios de sus promesas pactuales para con nosotros. Dios ha prometido que seremos suyos, y Él nuestro, en todas las bendiciones de su gracia salvadora. Ha prometido que nuestros pecados son realmente lavados cuando confiamos sólo en Cristo. Para confirmar y establecer estas promesas de gracia, nos da el sello del bautismo.
Existe una diferencia fundamental entre los protestantes sobre la cuestión de quién debe bautizarse. Algunos sostienen que el bautismo es únicamente para los creyentes. La mayoría de los protestantes sostienen que el bautismo no es solamente para los creyentes, sino también para sus hijos. ¿Qué enseñan las Escrituras al respecto?
Claramente, los hijos de los creyentes en el Antiguo Testamento recibían la señal del pacto de gracia de Dios. Las promesas de Dios eran para el creyente y su familia. Todos los que recibían la promesa del pacto, incluidos los niños de ocho días, debían recibir la circuncisión como señal de la promesa de Dios (Gn 17:7-10). Si los hijos de los creyentes fueran ahora, en el período del Nuevo Testamento, excluidos del pacto de gracia de Dios, necesitaríamos alguna declaración clara en las Escrituras de que este es el caso. No tenemos tal declaración; de hecho, tenemos una clara enseñanza de que deben ser incluidos.
El Señor prometió que cuando viniera el Mesías, su pacto eterno seguiría siendo con los creyentes y sus hijos (Jer 32:38-40; Is 59:20-21). El cumplimiento de esta promesa se produjo en Pentecostés, cuando Pedro declaró: «Porque para vosotros es la promesa y para vuestros hijos» (Hch 2:39, cursiva añadida). Cuando los padres creyentes llevaron a sus hijos a Jesús, los tomó en sus brazos y los bendijo, diciendo: «Porque de los tales es el reino de Dios» (Mc 10:14). Pablo afirmó que, aunque sólo uno de los padres sea creyente, los hijos son declarados santos (1 Cor 7:14), y apartados para Dios, como lo fueron los hijos del pacto del Antiguo Testamento (Ez 16:20-21).
Existe un solo pacto de gracia, un solo camino de salvación, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. «Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; ―dijo Jesús― y lo vio, y se gozó» (Jn 8:56). «Creyó Abraham a Dios ―escribió Pablo― y le fue contado por justicia» (Ro 4:3).
La unidad del plan redentor de Dios, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, exige coherencia. Si los niños fueron incluidos en el pacto de gracia en el período del Antiguo Testamento, deben ser incluidos también en el período del Nuevo Testamento. Así, el bautismo en el Nuevo Testamento tiene el mismo significado que la circuncisión en el Antiguo Testamento y simplemente la sustituye. «En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos (Col 2:11-12).
Si el bautismo tiene el mismo significado que la circuncisión ―que incluía a los niños―, ¿cómo podemos excluir a los niños del bautismo? Lidia «y su familia» fueron bautizados (Hch 16:15); el carcelero de Filipos «y todos los suyos» fueron bautizados (Hch 16:33); Pablo bautizó «a la familia de Estéfanas» (1 Cor 1:16). Aunque tales pasajes no pueden probar que había niños en estos hogares, únicamente el puro prejuicio afirmaría que no los había. El principio sigue siendo que cada miembro de la familia debe recibir la señal de la promesa de Dios.
Esto no significa, y nunca ha significado, que los hijos de los creyentes se salven automáticamente. En el Antiguo Testamento, los que recibían el signo del pacto eran llamados a arrepentirse y experimentar la realidad interior que el sacramento representaba. «Circuncidaos a Jehová, y quitad el prepucio de vuestro corazón…Lava tu corazón de maldad, oh Jerusalén, para que seas salva» (Jer 4:4,14). Del mismo modo, debemos llamar a nuestros hijos del pacto al arrepentimiento y a confiar en las promesas representadas en su bautismo. Solamente los niños que verdaderamente confían en las promesas de Dios son de hecho hijos de la promesa y disfrutan de la salvación de Dios (Ro 9:8; Sal 103:17-18).
Los métodos particulares del bautismo sería un estudio interesante y provechoso. Basta decir aquí que nuestro Señor no prescribió cuánta agua era necesaria. Por lo tanto, no podemos afirmar dogmáticamente que únicamente la inmersión o sólo la aspersión son correctas.
c. La respuesta del creyente
Dios promete gracia a los hijos de padres creyentes. Los padres creyentes reclaman esa promesa. Ellos también reconocen el reclamo de Dios sobre sus hijos; ellos son del Señor. Por lo tanto, los padres presentan a sus hijos para que reciban la señal y el sello del pacto de gracia de Dios.
En el bautismo, los padres cristianos responden a preguntas sobre sus hijos. En primer lugar, el padre creyente reclama la promesa de Dios de considerar al hijo como suyo. En segundo lugar, prometen a Dios instruir al niño en la fe cristiana. Las preguntas están redactadas de la siguiente manera o de una similar:
1. ¿Reconoces que, aunque nuestros hijos son concebidos y nacen en pecado y, por tanto, están sujetos a condenación, son santos en Cristo y, como miembros de su Iglesia, deben ser bautizados?
2. ¿Prometes instruir a tu hijo en los principios de nuestra santa religión tal como se revelan en las Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento, y tal como se resumen en la Confesión de Fe y en los Catecismos de esta Iglesia, y prometes orar con y por tu hijo, darle ejemplo de santidad y piedad y, con la ayuda de Dios, usar todos los medios que ha designado para educarlo en la disciplina e instrucción del Señor?
Al reclamar la promesa de la gracia de Dios, los padres expresan su confianza en la herencia y la seguridad de su hijo en Cristo. Los padres pueden esperar confiadamente que Dios cumplirá su promesa de gracia a su hijo. Sin embargo, gran parte del bien espiritual del niño dependerá de que los padres mantengan estos votos. Al igual que con Abraham, su propio ejemplo e instrucción son los medios de Dios para lograr la bendición de la salvación que ha prometido a sus hijos (Gn 18:18-19).
Como padres cristianos, debemos orar intensamente para que el Espíritu Santo produzca en nuestros hijos la limpieza interior y la regeneración representadas en su bautismo. Ora para que tus hijos, como David, aprendan a confiar en el Señor desde sus primeros días (Sal 22:9-10).
2. La Cena del Señor
Cuando celebró la Pascua con sus discípulos, Cristo instituyó el sacramento de la Cena del Señor. Así como el bautismo era el reemplazo sin sangre de la circuncisión, la Cena del Señor era el reemplazo sin sangre de la fiesta de la Pascua. Cristo debía ser el Cordero de la Pascua que quitaría nuestros pecados y alejaría al ángel de la muerte. Tomando en sus manos los elementos del pan y el vino, nuestro Señor dijo: «Esto es mi cuerpo que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí… Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama» (Lc 22:19-20). En nuestra comunión en la Cena del Señor, los elementos que compartimos nos recuerdan que Cristo es la fuente común de fe que nos une. «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan» (1 Cor 10:16-17).
Las divisiones que han surgido sobre el significado de este sacramento en la historia de la Iglesia son lamentables. El catolicismo romano enseña que el pan y el vino se convierten en la carne y la sangre reales de Cristo. Los elementos elevados en la misa ante el altar supuestamente sufren un cambio completo en la carne y la sangre reales de Cristo. De este modo, Cristo se sacrifica una y otra vez por los pecados de su pueblo.
El luteranismo enseña que Cristo está presente corporalmente en, con y bajo los elementos del pan y el vino. Este punto de vista sostiene que Cristo en su naturaleza humana está presente en esta tierra. Esto es contrario a las Escrituras, que enseñan que Cristo en su naturaleza humana ascendió al cielo, donde permanecerá hasta que regrese corporalmente en poder y gran gloria.
Ambas enseñanzas implican llevar demasiado lejos la interpretación de las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo…Esto es mi sangre» (Mt 26:26,28, énfasis añadido). El significado es claro, dicen, y no permite otra interpretación que decir que el pan y el vino son el cuerpo y la sangre reales de Jesús. Sin embargo, el verbo «es» no siempre significa «equivalente a» o «igual que». Jesús usó el mismo verbo cuando dijo: «Yo soy la vid». Ciertamente no quiso decir que era una vid real. Cuando Jesús estaba allí en su cuerpo sosteniendo un trozo de pan, no estaba diciendo que su cuerpo era realmente el pan que sostenía. Obviamente la palabra «es» significa «representa».
a. Un Memorial de la Expiación de Cristo
La Cena del Señor es un memorial: «Haced esto en memoria de mí». Nos recuerda específicamente su muerte. No fue su vida, no fueron sus milagros, no fueron sus enseñanzas, sino su muerte lo que quiso que recordáramos por encima de todo.
La Cena del Señor es un símbolo, una representación del cuerpo y la sangre de Cristo. El pan partido representa su cuerpo partido. El vino que se derrama representa su sangre derramada. Él nos dice por qué su cuerpo fue partido y su sangre derramada: «Esto es mi cuerpo…Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados» (Mt 26:26,28). Este sacramento representa a Cristo muriendo en nuestro lugar, pagando la pena de nuestros pecados.
b. Un signo y sello de la gracia de Dios
La Cena del Señor es una señal y un sello del pacto de gracia de Dios. «Esto es mi sangre del nuevo pacto», declaró nuestro Señor (Mt 26:28). Nos da este emblema externo de su sangre para asegurarnos. Garantiza el cumplimiento de sus promesas de gracia y salvación a todo el que participe por la fe. Cuando tomes la copa, mira la obra de Cristo que representa; Dios te está hablando de una manera visual. Te está diciendo que tus pecados han sido realmente lavados por la sangre de Cristo.
La Cena del Señor es también una comunión. «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10:16). Es una comunión de pecadores redimidos por la gracia. Es la comunión más dulce de la tierra. Es rica en alimento, ya que juntos nos alimentamos de Cristo por la fe. Por la fe miramos al Cristo histórico representado. Al confiar en la suficiencia de su sacrificio, nos alimentamos. Él me ama. Se entregó a sí mismo por mí. ¡Él es el Pan vivo que sacia mi hambre más profunda y me fortalece para dar fruto para Él!
Pablo da una solemne advertencia para que revisemos nuestra actitud hacia Cristo y hacia los demás antes de venir a la Cena del Señor: «De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí. Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen. Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados» (1 Cor 11:27-31). «Se requiere de los que quieran participar dignamente de la Cena del Señor, que se examinen a sí mismos de su conocimiento para discernir el cuerpo del Señor, de su fe para alimentarse de Él, de su arrepentimiento, amor y nueva obediencia; no sea que, viniendo indignamente, coman y beban juicio para sí mismos» (CM, P/R 97).
Tanto el sacramento del bautismo como el de la Cena del Señor son medios de gracia. Son medios por los que Dios transmite bendiciones para nuestro alimento espiritual y fortalecimiento en la gracia. Al participar de ellos por la fe, recibimos el mismo tipo de bendición que cuando escuchamos la Palabra de Dios predicada. Los sacramentos son la Palabra en imágenes, en signos y sellos. Comprender su significado y apropiarse de la gracia prometida en ellos es recibir una bendición. No debemos esperar una bendición diferente de la que recibimos de la predicación de la Palabra de Dios. Sin embargo, recibiremos una bendición adicional y muy personal. No participar en los sacramentos es privarnos de la bendición. Robarnos a nosotros mismos es, en última instancia, herir al cuerpo de Cristo, porque privamos al cuerpo del ministerio que nuestro crecimiento espiritual a través de los sacramentos traerá.
La oración
Existe otro medio importante que Dios ha provisto para avanzar en la gracia. Es la oración. La oración es un medio indispensable para crecer en gracia. Cristo, el Salvador sin pecado, era un hombre de oración. Se levantaba mucho antes del amanecer para orar; continuaba orando toda la noche. La hora de su prueba más severa lo encontró de rodillas sudando grandes gotas de sangre en agonizante oración en el Huerto de Getsemaní. ¿Cómo podemos nosotros, tan débiles y pecadores comparados con Cristo, ser fieles a Cristo en nuestras pruebas sin la ayuda de la gracia de Dios, obtenida a través de este medio divinamente designado?
Orar es hablar con Dios. La oración es una comunión viva y vital del pecador redimido con su Señor. «Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros» (Stg 4:8). Cuando nos acercamos a Dios a través de la sangre de la cruz, existe un encuentro de corazones. Tocamos la fuente de toda bondad, y respondemos con amor, reverencia, agradecimiento; sentimos paz y bendición. La mayor alegría que el cielo puede dar a los humanos pecadores es la capacidad de orar por medio de Cristo y en el Espíritu: «Abba, Padre».
Pero la oración es esencialmente algo más que la comunión con Dios. Debe ser eso o no es verdadera oración. Básicamente, sin embargo, la oración es pedir a Dios cosas que Él ha prometido dar. Nuestro Señor prometió: «Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis» (Mt 21:22). En ese caso, «acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Heb 4:16).
¿Te enfrentas a algún pecado que te acosa? «Velad y orad, ―advirtió Jesús― para que no entréis en tentación» (Mc 14:38). ¿Necesitas sabiduría para los deberes y las decisiones del día? «Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada» (Stg 1:5). ¿Te cansas de hacer el bien y te debilitas ante la oposición contra ti y la Iglesia de Cristo? Nuestro Señor instruyó a sus discípulos para que orasen «siempre y no desmayar» (Lc 18:1).
Orar es tratar con Dios como si estuviera dispuesto y fuera «poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos» (Ef 3:20). Es creer en la soberanía y la gracia de Dios en acción. Los que creen en la soberanía de Dios son los que más deben orar. Sabemos que Él «hace según su voluntad en el ejército del cielo y en los habitantes de la tierra» (Dan 4:35). Vive como si creyeras que Dios está dispuesto y es sumamente capaz de hacer grandes cosas por ti.
«La oración es un ofrecimiento de nuestros deseos a Dios, por cosas agradables a su voluntad, en el nombre de Cristo, con la confesión de nuestros pecados y el reconocimiento agradecido de sus misericordias» (CM, P/R 98).
Cuatro áreas importantes para cubrir en tu oración son:
A―ADORA a Dios. Santifica su nombre. Declara su majestad (Mt 6:9; Sal 8:1)
C―CONFIESA tus pecados a Dios; sé específico (Sal 51:2-4; Mt 6:12,15).
T―AGRADÉCELE sus misericordias y sus obras de creación, providencia y salvación (Sal 103:1-5).
S―SUPLICA (pide) a Dios que actúe en tu vida y en la de los demás; pídele que satisfaga tus necesidades, y que extienda y traiga su reino (Mt 6:10,11,13).
Comunión
La Palabra de Dios, los sacramentos y la oración son provisiones de Dios para nuestro crecimiento en gracia. Pero debemos usarlos en el contexto de la comunión cristiana, que Dios también provee para nuestro crecimiento. «Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (Hch 2:42, énfasis añadido). No sólo hemos de orar individualmente, sino juntos como Iglesia, dirigiéndonos al «Padre nuestro». No debemos limitarnos a leer la Palabra de Dios a solas, sino reunirnos en comunión para oír la Palabra de Dios predicada públicamente. «No dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca» (Heb 10:25).
A lo largo de la semana debemos vivir nuestra comunión animándonos y aconsejándonos unos a otros con las verdades y promesas de la Palabra de Dios (Ro 15:1-5,14), y mostrando misericordia hasta satisfacer las necesidades físicas de las personas (Hch 2:45; 4:54). Podemos rendirnos fácilmente, por lo que es importante que perseveremos en ayudarnos o restaurarnos unos a otros (Gá 6:1-10; Mt 18:15-20). Como hijos de la familia de Dios, únicamente podemos compartir esta genuina comunión unos con otros cuando primero hemos sido llevados a la comunión con el Padre a través de la enseñanza de la Palabra de Verdad (1 Jn 1:3,6-7). Llegamos a parecernos cada vez más a Cristo a medida que nos beneficiamos juntos de las disposiciones de Dios para nuestro desarrollo. Vivimos nuestra vida común como hijos suyos compartiéndonos a nosotros mismos, nuestros hogares y nuestras posesiones para satisfacer las necesidades de los demás. La Palabra de Dios, los sacramentos y la oración en el contexto de la comunión cristiana son los medios que Dios utiliza para darnos el tipo de madurez espiritual que nos lleva a confesar nuestra fe a los demás (Hch 2:42-47). Esta confesión de nuestra fe a los demás es el tema de nuestro próximo y último capítulo.
Preguntas de repaso (Parte 1)
1. ¿Cuáles son las provisiones de Dios para nuestro crecimiento en la gracia?
2. ¿Acaso la Palabra de Dios trae bendición automáticamente a quienes la leen? (Hebreos 4:2; 2 Corintios 2:14-17)
3. ¿Cómo debemos leer y escuchar la Palabra de Dios para ser bendecidos? Proporciona varios versículos bíblicos para apoyar tu respuesta.
4. ¿Qué es un sacramento?
5. ¿En qué parte de la Biblia ordenó Jesús que la gente se bautizara?
6. ¿Nos salvamos automáticamente porque nos bautizamos? ¿O por tomar la Cena del Señor?
7. ¿Qué significa el agua del bautismo?
8. ¿Qué base bíblica existe para bautizar a los hijos de los creyentes?
9. ¿Qué prometemos cuando bautizamos a nuestros hijos?
MEMORIZAR
2 Pedro 3:18
Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén.
Preguntas para discusión (Parte 1)
- ¿Cuándo alcanzan los niños la edad de rendir cuentas? (Dt 29:10-13; 1 Cor 7:14)
- Específicamente, ¿cómo pueden los padres cumplir su promesa de enseñar a sus hijos la Palabra de Dios? (Génesis 18:18, 19; Deuteronomio 6:6-9)
- ¿Cómo respondería usted a alguien que dice que la Biblia enseña «arrepiéntete, cree y bautízate», y de esto concluye que los infantes no deben ser bautizados?
Preguntas de repaso (Parte 2)
- ¿Qué representan el pan y el vino en la Cena del Señor?
- ¿Qué sella la Cena del Señor? Pruébalo.
- ¿Qué se requiere para participar dignamente de la Cena del Señor?
- ¿Cuál es la naturaleza de la bendición que se recibe en el sacramento de la Santa Cena?
- ¿Qué es la oración?
- ¿Cuál es el valor de la oración?
- ¿Cómo usa Dios la comunión para nuestro crecimiento como cristianos?
Preguntas para discusión (Parte 2)
- ¿Qué sucede si enfatizamos u omitimos una de las provisiones de Dios para nuestro crecimiento a expensas de otra?
- ¿Qué significado tienen los sacramentos para las iglesias católica romana y luterana?
- ¿Hace alguna diferencia a quién y a través de quién oramos, siempre y cuando oremos (Juan 14:14; 1 Juan 5:14)?
- ¿Qué nos enseña el Padre Nuestro sobre la oración? (Mateo 6:9-13).
- ¿Qué cosas nos impiden orar como deberíamos?
- ¿Cómo podría afectar al crecimiento cristiano de una persona el hecho de sentarse en casa y leer la Biblia en lugar de reunirse con el pueblo de Dios?
Capítulo VII
CONFESAR A CRISTO A LOS DEMÁS
Cualificaciones y métodos
Confesar a Cristo implica algo más que hacer profesión de nuestra fe cristiana ante los ancianos y la iglesia. En parte es eso; pero es mucho más. Cristo nos llama a confesarle ante los demás. «A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos» (Mt 10:32). En el contexto, las palabras «delante de los hombres» se refieren a los hombres hostiles del mundo que persiguen a aquellos que reconocen a Cristo. Recibir a Cristo nos obliga a hablar de Él a los demás, incluso en circunstancias difíciles. Pablo testificó: «A griegos y a no griegos, a sabios y a no sabios soy deudor» (Ro 1:14). No podemos comer solos nuestro pan; debemos compartir el pan de vida con los demás. Como mendigos que han encontrado el pan, estamos obligados a contarle a otros mendigos dónde pueden encontrarlo ellos también.
Antes de volver al cielo, Jesús, nuestro Capitán, nos dejó claras órdenes de marcha para guiarnos en la campaña hasta que Él vuelva. «Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo y enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28:19-20). «Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hch 1:8).
Al seguir las órdenes de Cristo de hacer discípulos por toda la tierra, tenemos el modelo de la iglesia primitiva. Cuando los cristianos se dispersaron a causa de la persecución, «iban por todas partes anunciando el evangelio» (Hch 8:4). Cada cristiano era un testigo. Esta era la fuerza de los creyentes del primer siglo. Para que la Iglesia contemporánea se convierta en un medio eficaz de evangelización, cada cristiano necesitará compartir el evangelio con los demás. Pedro atribuyó a cada persona la responsabilidad de dar testimonio. «Estad siempre preparados ―escribió― para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros» (1 Pd 3:15). Cristo nos dice a cada uno de nosotros que hagamos lo que le dijo al endemoniado transformado: «Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido misericordia de ti» (Mc 5:19).
Los verdaderos cristianos tienen un deseo real de hablar a los demás de Cristo. No quieren negarle guardando silencio. Pero las dificultades de la tarea nos tientan a decir: «No puedo». Necesitamos recordar que el Señor nunca nos pide que hagamos algo sin equiparnos con el conocimiento y la gracia necesarios para la tarea. Cuando el Señor manda, capacita; a quien llama, lo cualifica.
Cualificaciones
¿Cuáles son las cualificaciones necesarias para confesar a Cristo a los demás? Son muy simples.
1. Conocer a Cristo
Debemos conocer ciertos hechos acerca de Jesús y lo que significan. Nuestro trabajo es testificar acerca de Cristo, no acerca de nosotros mismos. No necesitamos saber todo lo que la Biblia dice acerca de Jesús, pero necesitamos saber algo. Para animarte, si sabes algo de la Biblia acerca de Cristo, conoces más que la mayoría de la gente hoy en día. Lo mínimo que necesitamos saber es que «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1 Ti 1:15). Debemos saber quién es Jesús. Es el Cristo, el Ungido, el Mesías; es Jesús, el Salvador. Él entró en la historia: nació, vivió, murió, fue sepultado y resucitó. ¿Y para qué? «Para salvar a los pecadores». Pero conociendo la pecaminosidad de nuestros propios corazones, añadimos: «de los cuales yo soy el primero». Él murió por nuestros pecados.
He aquí algunos versículos de las Escrituras que señalan el camino de la salvación.
La necesidad del hombre―Romanos 3:23; 6:23
La provisión de Dios―Juan 3:16; Mateo 20:28; 1 Corintios 15:3
La gracia de Dios―Efesios 2:8-9
El requerimiento de Dios―Arrepentimiento: Lucas 13:3; Marcos 1:15;
Creer: Hechos 16:31
Conocer a Cristo es algo más que tener información precisa sobre Él. Debemos conocer a Cristo personalmente. Pablo dio testimonio de su relación personal con Cristo cuando escribió: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó…» (Gá 2:20, énfasis añadido). Pablo pudo decir: «Yo sé a quién he creído» (2 Timoteo 1:12). Debemos saber de qué y de quién estamos hablando. Nuestros oyentes pronto detectarán si lo sabemos o no. Debemos conocer el amor redentor de Cristo en nuestras propias vidas antes de intentar contárselo a otros. Cada uno de nosotros debe ser capaz de expresar lo que Cristo ha hecho por mí como individuo y lo que significa para mí, aunque sólo sea para decir simplemente, como hizo Pablo: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí». Escribir con nuestras propias palabras cómo ha obrado Dios en nuestra vida y por qué confiamos en Cristo, y memorizar lo básico, puede ser útil.
2. Vivir a Cristo
«Por sus frutos los conoceréis», dijo Jesús (Mt 7:16). Pablo escribió de los corintios: «Nuestras cartas sois vosotros… conocidas y leídas por todos los hombres» (2 Cor 3:2). Nuestras vidas, así como nuestras palabras, han de ser testimonio de Cristo. Los demás deben ver a Cristo viviendo en nosotros. El fruto del Espíritu debe ser evidente en nosotros: «amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Gá 5:22-23).
Existen muchas personas que primero se sintieron atraídas a Cristo por la vida de los cristianos que conocían. Por ejemplo, fue la belleza de la santidad en el joven Robert McCheyne (un ministro escocés del siglo XVII) lo primero que atrajo a un observador a querer conocer a Cristo. Un policía malhumorado en Japón se fijó regularmente en un hombre que nunca perdía los estribos, se enteró de que era cristiano, y luego buscó y encontró a Cristo como su Salvador y Señor. Una mujer le pregunta a su amigo cristiano: «¿Por qué estás siempre tan contento?», y la puerta se abre de par en par para dar testimonio de Cristo. Un hijo rebelde finalmente cede a la vida piadosa de su madre y cree en su Salvador. Una hija incrédula ve la alegría del Señor en su padre que está sufriendo y muriendo de cáncer y anhela que el Salvador de su padre se convierta en el suyo. El Espíritu Santo usa nuestras vidas en Cristo para ganar una audiencia para el evangelio. Sin embargo, a menos que adornemos el Evangelio con piedad, podemos repeler a la gente. Nuestras vidas pueden volverse barreras para que se conviertan en cristianos.
3. Amar a las personas
Amar a las personas significa verlas como criaturas de Dios. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22:39). «Hagamos bien a todos» (Gá 6:10). «Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran» (Ro 12:15). Amar a la gente significa implicarse en la vida de nuestros compañeros de trabajo, escuela o barrio. El amor implica comunicar nuestra preocupación de palabra y de obra. Debemos procurar ser amigos, no solamente tener amigos. Ser amigo requiere reflexión y tiempo; significa darnos a nosotros mismos. Siempre que tu iglesia celebre servicios evangelísticos, los más propensos a responder a una invitación para asistir serán aquellos que se han hecho amigos del cristiano que les invita.
Amamos a la gente, aunque, como nosotros, sean pecadores. «Tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor» (Mc 6:34). Cristo veía a las personas como ovejas perdidas que necesitaban volver al redil del Padre. No se mantenía alejado de la gente, sino que era conocido como «amigo de publicanos y de pecadores» (Mt 11:19), quienes eran usureros de los pobres y adúlteros notorios. Aunque Cristo no aprobaba sus pecados, aceptaba a estas personas tal como eran.
A menudo no podemos superar las cosas que nos repelen de los demás. Tendemos a olvidar que, cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros. Él nos amó tal como éramos; nosotros deberíamos amar a las personas tal como son. Una vez le preguntaron a un viajero cuál era el paisaje más hermoso que había visto en todos sus viajes. Respondió: «Ver a Borden de Yale [un Phi Beta Kappa y millonario] con su brazo alrededor de un vagabundo en la Hope Mission de Yale». Debemos ser capaces de rodear con un brazo amoroso a una persona necesitada y mostrarle al Gran Médico, que se deleita en curar a los enfermos de esa enfermedad humanamente incurable llamada pecado (Lc 5:30-32).
Métodos
«Pero ¿cómo empiezo a confesar a Cristo a los demás? ¿Cómo lo hago?» Comienza con la oración; ora para que Dios abra puertas de oportunidad. Aprovecha las oportunidades que Dios te brinde en respuesta a tus oraciones. Ora para tener el valor de hablar con valentía cuando se abran las puertas, porque cada oportunidad para hablar de Cristo conlleva la tentación no de dar testimonio, sino de hablar de todo menos de Cristo (Col 4:2-6).
Tenemos que orar sin cesar por nosotros mismos y también debemos orar por nuestros oyentes. Únicamente el Espíritu de Dios puede abrir los ojos para ver y los corazones para recibir a Cristo. Los ojos de la gente están espiritualmente ciegos para ver y sus corazones son duros como la piedra. Por mucho que nos gustaría cambiar a la gente espiritualmente, no podemos. Pero el Espíritu Santo puede y lo hace. Cristo ha prometido: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?». (Lc 11:13). ¡Pide!
1. Estudio bíblico
Una manera eficaz de testificar a los demás es mediante un programa de estudio bíblico. Felipe el evangelista utilizó este método en su encuentro con el eunuco etíope (Hch 8:26-39). Muchas personas hoy en día nunca han tenido la oportunidad de estudiar la Biblia y agradecerían una oportunidad así. Esto puede hacerse individualmente o en grupo. Su pastor podrá sugerirle algo adecuado a las necesidades de las personas con las que le gustaría tener un estudio bíblico. El Evangelio de Juan o la Primera Epístola de Juan son excelentes para quienes recién comienzan a estudiar la Biblia.
2. Testimonio personal
Más importante que cómo testificamos es que testifiquemos. Cualquier testimonio de Cristo dado en amor es mejor que ningún testimonio. A algunos les resulta tan difícil acercarse, decir siquiera la primera palabra, que no dicen nada. Esto es negar a Cristo mediante el silencio.
Nuestro testimonio a los demás variará según la personalidad y las circunstancias de la persona con la que hablemos. «Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis como debéis responder a cada uno» (Col 4:6). Determinar cómo debemos relacionarnos con el oyente es importante para ser eficaces. Puesto que Jesús fue el mejor comunicador interpersonal de todos, merece la pena examinar sus métodos.
Básicamente, Cristo utilizó dos enfoques diferentes en sus contactos personales: uno fue gradual, paso a paso; el otro fue una confrontación rápida e inmediata.
El enfoque paso a paso queda magníficamente ilustrado en la conversación de nuestro Señor con la mujer de Samaria junto al pozo (Jn 4:5-29). En primer lugar, se limitó a pedirle un vaso de agua, una petición muy natural y apropiada. Pero al pedirle de beber, en realidad estaba sorprendentemente demostrando su amor por la mujer, que ella reconoció en su respuesta: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana? Porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí». (Jn 4:9). A continuación, Jesús centró la conversación en su sed de agua espiritual, que produce la vida eterna (vss. 13-15).
A continuación, le expuso su pecado de adulterio. La confrontó con el hecho de que había tenido cinco maridos y que el hombre con el que vivía ahora no era su marido (vss. 16-18). Después, Jesús respondió a su pregunta sobre dónde adorar (vss. 20-23). Por último, se presentó como el Mesías. La mujer le dijo: «Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando Él venga, nos declarará todas las cosas. Jesús le dijo: Yo soy, el que habla contigo» (vss. 25-26). La mujer creyó e inmediatamente empezó a contarle a otros de Cristo. Lenta y deliberadamente, Jesús respondió a sus preguntas y le hizo ver su necesidad, su pecado y a su Salvador. Debemos cultivar el amor, la sabiduría y la paciencia para hacer lo que Él hizo.
En otras ocasiones, Cristo se movió rápidamente para confrontar a otros con problemas específicos y sus soluciones. A Nicodemo, un gobernante de los judíos que acudió al amparo de la oscuridad para entrevistarse con Él, Jesús le dijo de forma abrupta y directa: «De cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios» (Jn 3:3).
También este método fue bendecido por el Espíritu. Los capítulos posteriores muestran que Nicodemo se pronunció valientemente contra los que injustamente condenaban a Cristo y, finalmente, a un costo considerable, ayudó a José de Arimatea, a preparar el cuerpo de Jesús para la sepultura (Jn 7:50-52; 19:39-42). En otra ocasión, cuando el joven rico preguntó a Jesús por el camino de la vida eterna, el Señor sondeó rápidamente el corazón del joven. Vio el ídolo de las riquezas en el corazón del hombre y le expuso la necesidad absoluta del arrepentimiento y de la fe. «Una cosa te falta ―le dijo―: anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendréis tesoro en el cielo; y ven, sígueme» (Mc 10:21).
¿Cómo podemos utilizar hoy este método directo? Existen varios pares de preguntas directas que podemos hacer cuando hablamos con no cristianos.
- ¿Es usted cristiano?
- ¿Qué crees que es un cristiano?
- ¿Has llegado al punto en tu vida en el que estás seguro de que tus pecados han sido perdonados y tienes vida eterna?
- ¿En qué se basa tu seguridad?
- Si murieras esta noche, ¿crees que irías al cielo?
- ¿Sobre qué base crees que Dios te recibiría?
Necesitamos mucha sabiduría para decidir qué método es mejor en una situación dada: el acercamiento gradual o la confrontación instantánea. En cualquier caso, tenemos que ir al grano y confrontar al pecador con su necesidad y con la gracia redentora del Salvador. Y recuerda, casi cualquier cosa que digamos en amor será mejor que no decir nada en absoluto.
Recuerda también que el testimonio personal debe estar entretejido con toda una vida de contender fielmente por Cristo. «Contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos» (Judas 3). «Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna, a la cual asimismo fuiste llamado, habiendo hecho la buena profesión delante de muchos testigos. Te mando delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo, que dio testimonio de la buena profesión delante de Poncio Pilato, que guardes el mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo» (1 Ti 6:12-14).
Aunque nos enfrentemos a la oposición, Cristo ya es el vencedor. Él es nuestro Señor y Capitán resucitado. Mientras esperamos su regreso, hemos de ser fieles confesores, robustos contendientes, alegres soldados, que sostenemos el glorioso evangelio de su reino en toda nuestra vida y testimonio. Nuestro objetivo es glorificar a Cristo, edificar Su iglesia y hacer que otros conozcan la alegría de servir bajo su estandarte.
Preguntas de repaso
- ¿Cómo sabemos que todos los cristianos deben confesar a Cristo a los demás?
- ¿Qué es lo mínimo que debemos saber acerca de Cristo para poder compartir nuestra fe con los demás? (1 Timoteo 1:15)
- ¿Basta con conocer hechos sobre Cristo? ¿De qué otra manera debemos conocerlo?
- ¿Qué importancia tiene para confesar a Cristo la vida que vivimos? ¿Por qué? (Juan 13:35)
- ¿Cómo será obvio nuestro amor hacia los demás?
- ¿Por qué debemos orar cuando tratamos de testificar a otros?
- ¿Cómo pueden utilizarse los estudios bíblicos para llevar a otros a Cristo?
- ¿Cuál fue el acercamiento de Cristo a la mujer de Samaria?
- ¿Cuál fue el acercamiento de Cristo a Nicodemo?
- ¿Cuáles son algunas buenas preguntas para hacer a aquellos a los que estamos testificando?
- ¿Qué es peor que cometer un error en la forma en que le hablamos a la gente acerca de Cristo?
MEMORIZAR
1 Pedro 3:15
Santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros.
Preguntas para discusión
- ¿Qué cosas nos impiden confesar a Cristo como deberíamos? ¿Cómo se pueden superar?
- ¿Cuál es la mejor manera de utilizar folletos y libros para llevar a otros a Cristo?
- ¿Cuánto esfuerzo vale un alma? (Lucas 15:4)
- ¿Cómo puede nuestra política de buen vecino llevar a la gente a Cristo?
- ¿De qué manera la enseñanza del amor electivo de Dios en Cristo (Efesios 1:4-5) nos anima a confesar a Cristo a los demás? (Hechos 18:10; 2 Timoteo 2:9-10).
- ¿Cómo afecta nuestra actitud al testificar el hecho de saber que Dios debe obrar primero en la vida de una persona antes de que esa persona cambie? (2 Timoteo 2:24-26)
7. ¿Cristo se acercó a las personas diciéndoles primero «Dios te ama y tiene un plan maravilloso para tu vida» o confrontándolas con su pecado y su necesidad del Salvador? Demuéstralo con las Escrituras.
8. ¿Cómo puede mejorar nuestro testimonio el hecho de compartir nuestro testimonio personal?
9. ¿Qué responsabilidad tenemos de confesar a Cristo a otras naciones? ¿Cómo podemos, como iglesia de Cristo, cumplir con esta responsabilidad?