La vía trinitaria de la salvación
Herman Bavinck
Traductor: Juan Flavio de Sousa
Revisión: Valentín Alpuche
Sobre el fundamento de la confesión trinitaria sólo hay lugar para un orden de salvación en un sentido bíblico, cristiano y reformado. En primer lugar, de esta confesión se desprende que la aplicación de la salvación es distinta de su adquisición. El Espíritu Santo, como sabemos, aunque es uno en esencia con el Padre y el Hijo, es distinto de ellos como persona. Tiene su propio modo de existir, su propio modo de obrar. Si bien es cierto que todas las obras externas de Dios [opera Dei ad extra] son indivisibles e inseparables, en la creación y en la re-creación se observa, sin embargo, una economía que nos da derecho a hablar del Padre y nuestra creación, del Hijo y nuestra redención, del Espíritu y nuestra santificación. ¿Por qué Cristo puede atestiguar que el Espíritu Santo aún no había sido dado en vista de que Él mismo aún no había sido glorificado? (Jn 7:39), y ¿por qué tuvo que ser derramado el Espíritu Santo el día de Pentecostés si la santificación no fuera una obra distinta de la creación y de la redención, como el Espíritu es distinto del Padre y del Hijo? En consecuencia, la obra encomendada al mediador no terminó con su sufrimiento y muerte. Cristo no es una persona histórica como las demás, en el sentido de que, después de vivir y obrar durante un tiempo en la tierra, ahora sigue afectando a las personas con su mente y ejerciendo influencia sobre ellas con su palabra y su ejemplo. Aunque en la tierra ha realizado toda la obra que el Padre le había encomendado, en el cielo continúa su actividad profética, sacerdotal y real. Precisamente con este fin fue justificado y glorificado a la diestra de Dios. Él es el Señor viviente del cielo. Esa actividad es distinta de la que realizó en la tierra, aunque está íntimamente relacionada con ella. Con su sacrificio terrenal realizó todo lo que había que hacer en la esfera de la justicia: satisfizo la demanda de Dios, cumplió la ley y adquirió todos los beneficios de la gracia. Esa obra es completa e incapaz de ser aumentada o disminuida. Nada se le puede añadir ni nada se le puede quitar: es completa, perfecta. El Padre descansa en ella y la selló con la resurrección de su Hijo. Todos los beneficios que Dios concede en el pacto de gracia los concede «por Cristo y a causa de Cristo».
Pero hay una diferencia entre propiedad y posesión. Del mismo modo que un niño, incluso antes de nacer, tiene derecho a todos los bienes de su padre, pero sólo a una edad muy posterior entra en posesión de ellos, así también todos los que más tarde creerán tienen —mucho antes de creer — derechos de propiedad en Cristo sobre todos los beneficios que ha adquirido, pero sólo entran en posesión de ellos por la fe. La adquisición de la salvación exige, por tanto, su aplicación. La primera implica y produce la segunda. Tal y como la exaltación de Cristo va unida a su humillación, como su actividad en el cielo va unida a la de la tierra, así la aplicación de la salvación va unida a su adquisición.
Y esa aplicación es doble. La redención por Cristo, lo sabemos, es la redención del pecado y sus consecuencias. Él no sólo se hizo cargo de nuestra culpa y castigo, sino que también cumplió la ley en nuestro lugar. La aplicación de los beneficios de Cristo, en consecuencia, tiene que consistir en la justificación (es decir, la seguridad del perdón de los pecados y el derecho a la vida eterna), pero también en la santificación (es decir, la renovación en nosotros de la imagen de Cristo). No sólo hay que eliminar la culpa, sino también la contaminación y el poder del pecado. Tiene que ser una redención completa, una re-creación total. Con el fin de efectuar y llevar a cabo esta redención basada en su sacrificio completo, Cristo fue exaltado a la diestra del Padre. Para ello envió al Espíritu Santo, que no sólo «…da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios…» (Ro 8:16), sino que también nos regenera y nos modela a imagen de Dios. Esta obra de aplicación es, pues, tan divina como la creación por el Padre y la redención por el Hijo; y el Espíritu Santo que la realiza es, por tanto, junto con el Padre y el Hijo, el único Dios, alabado y bendito por siempre.
En la confesión de la Trinidad está implícito, en segundo lugar, que la obra de la santificación —en un sentido «económico» la tarea del Espíritu Santo—, aunque distinta, no está ni por un momento separada de la obra de la redención y de la creación realizadas por el Padre y el Hijo. Esto es ya evidente por el hecho de que, en el ser divino, el Espíritu procede del Padre y del Hijo y participa con ellos de la misma esencia. Y así como Él es, así obra, tanto en la creación como en la re-creación. De aquí se sigue, en primer lugar, que la obra del Espíritu está unida y concuerda con la obra del Padre. Entre ambos no hay oposición ni contradicción. No es que el Padre quiera la salvación de todos y el Espíritu Santo la aplique sólo a unos pocos, o viceversa, sino que los dos obran juntos porque son uno en esencia. De esto se deduce también que la naturaleza y la gracia, aunque distintas entre sí, no se excluyen mutuamente. El sistema católico romano está totalmente dominado por el contraste entre naturaleza y gracia sobrenatural; y varios grupos y sectas protestantes han recaído en ese error. El pietismo y el metodismo juzgan erróneamente el derecho y el valor de la naturaleza tanto antes como después de la conversión. Pero la Reforma, en principio, no conocía otra antítesis que la del pecado y la gracia. También la naturaleza era una creación de Dios y estaba sujeta a su providencia. Como tal, no tiene menos valor que la gracia. Por eso la Reforma podía conceder a la naturaleza, es decir, a la guía de Dios en la vida de la naturaleza, tanto en la de los pueblos como en la de las personas especiales, un papel y un significado pedagógicos. Es Dios mismo quien prepara la obra de gracia del Espíritu Santo en la línea de las generaciones; y el Espíritu Santo en sus actividades se une a la guía de Dios en la vida natural e intenta con su gracia restaurar la vida natural, liberarla del poder del pecado y consagrarla a Dios.
De la unidad esencial del Padre, del Hijo y del Espíritu se deduce también que el Espíritu Santo está unido a la obra del Hijo. El Hijo y el Espíritu no actúan el uno contra el otro. Una ilustración de ello ocurriría si, por ejemplo, el Espíritu aplicara la salvación sólo a unos pocos, mientras que el Hijo la hubiera adquirido para todos los humanos, o viceversa. Una en esencia, las tres Personas, en sus diversas actividades, trabajan juntas. Al fin y al cabo, el Hijo mismo, por su humillación, se convirtió en Espíritu vivificador. Vive totalmente por el Espíritu. «Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; más en cuanto vive, para Dios vive» (Ro 6:10). Ha alcanzado plenamente la inmortalidad, la vida eterna del Espíritu. En Él no queda nada «natural» o «anímico» que pueda sufrir y morir. Habiendo sido ya equipado por el Espíritu para su obra en la tierra y ungido sin medida con Él, ha adquirido plenamente ese Espíritu y recibido todos los dones de ese Espíritu y ahora vive, gobierna y rige por ese Espíritu. El Espíritu del Padre y del Hijo se ha convertido en su Espíritu, el Espíritu de Cristo. Antes de que Cristo fuera glorificado, todavía no era ese Espíritu, pero ahora es el Espíritu de Cristo, su propiedad legítima, su posesión.
Y así, en el día de Pentecostés, envía ese Espíritu para que, por medio del Espíritu, aplique todos sus beneficios a su Iglesia. El Espíritu Santo no adquiere esos beneficios ni añade un solo beneficio, pues Cristo lo ha realizado todo. En ningún caso es el Espíritu la causa meritoria de nuestra salvación. Es sólo Cristo, en quien habita corporalmente la plenitud de la Deidad y cuya obra, por tanto, no necesita ser aumentada ni mejorada. Por el contrario, el Espíritu Santo lo toma todo de Cristo: como el Hijo vino para glorificar al Padre, así el Espíritu Santo descendió a su vez para glorificar al Hijo. De ese Hijo da testimonio; desde su plenitud, comunica gracia sobre gracia; conduce a las personas a ese Hijo y, mediante el Hijo, al Padre. Aplica todos los beneficios de Cristo, a cada uno en su medida, a su tiempo, según su orden. No detiene su actividad antes de haber hecho habitar la plenitud de Cristo en su Iglesia y de que ésta haya alcanzado la madurez, «…a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef 4:13). La actividad del Espíritu Santo no es, pues, sino aplicativa. El orden de la redención es la aplicación de la salvación (applicatio salutis). La pregunta relevante, por lo tanto, no es decididamente: ¿Qué debe hacer una persona para ser salva?, sino sólo: ¿Qué está haciendo Dios en su gracia para hacer que la iglesia participe en la salvación completa adquirida por Cristo? También la «aplicación de la salvación» es una obra de Dios que debe considerarse teológicamente, no antropológicamente, que de principio a fin («económicamente» hablando) tiene al Espíritu Santo como autor y puede llamarse su obra especial. Todo el «camino de la salvación» es la «gracia aplicativa del Espíritu Santo».
Sin embargo, contra esta visión del orden de la salvación y desde el lado del pelagianismo, siempre se levanta la objeción de que de ese modo se niega el derecho de la humanidad, se suprime la autoactividad humana y se fomenta una vida impía. En la medida en que esta objeción está fundamentalmente calculada para anular el testimonio bíblico de que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado (Ro 3:20), no es, desde la posición cristiana, admisible. Aquellos que hasta cierto punto estuvieran de acuerdo con ella, dejarían atrás, al mismo tiempo y en la misma medida, el fundamento bíblico. En la medida en que es realmente una objeción y merece consideración, es falsa y se basa en un malentendido. Porque la visión de la «aplicación de la salvación» como obra de Dios no excluye, sino que incluye el pleno reconocimiento de todos aquellos factores morales que, bajo la guía de la providencia de Dios, afectan al intelecto y al corazón de la persona no convertida. Puede que no basten para la salvación, como indican claramente las Escrituras y la experiencia, pero en una posición verdaderamente reformativa no puede dejar de apreciarse su valor, incluso para la obra de la gracia. Al fin y al cabo, es Dios mismo quien guía así a sus hijos humanos, les da testimonio y derrama sobre ellos beneficios desde el cielo [cf. Hch 14:17] para que busquen a Dios con la esperanza de encontrarlo [cf. Hch 17:27]. No vemos, además, por qué el Espíritu Santo, que llama a las personas a la fe y al arrepentimiento por medio de su Palabra, debería anular ese efecto moral de la Palabra sobre el corazón y la conciencia humana que el pelagianismo le atribuye.
La doctrina reformada no contiene menos sino más de lo que reconocen Pelagio y sus seguidores. Piensan que pueden contentarse con ese efecto moral. Agustín y sus aliados, sin embargo, aunque lo consideran inadecuado, lo incluyen plenamente en la obra de la gracia del Espíritu Santo. Además, la aplicación de la salvación es y sigue siendo una obra del Espíritu, una obra del Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, y por tanto nunca es coercitiva y violenta, sino siempre espiritual, amable y gentil, tratando a los seres humanos no como bloques de madera, sino como seres racionales, iluminándolos, persuadiéndolos, atrayéndolos y doblegándolos. El Espíritu hace que la oscuridad de los hombres ceda a la luz y sustituye su impotencia espiritual por poder espiritual. La gracia y el pecado son opuestos; este último sólo es vencido por el poder de la primera, pero tan pronto como y en la misma medida en que se rompe el poder del pecado, cesa la oposición entre Dios y los humanos: Es el Espíritu de Dios quien «…da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (cf. Ro 8:16). «…Y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios» (cf. Ga 2:20). «Dios es quien en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» y quien quiere que nos ocupemos en nuestra salvación «con temor y temblor» (cf. Fil 2:2-13). Esta visión teológica está tan lejos de fomentar una vida impía que, por el contrario, es la única que garantiza la realidad de una nueva vida cristiana, asegura a los creyentes la certeza de su salvación, confirma infaliblemente la victoria del reino de Dios y hace que la obra del Padre y del Hijo se complete en la del Espíritu. El pelagianismo, por el contrario, hace que todo se tambalee y sea incierto — incluso la victoria del bien y el triunfo del reino de Dios—, porque todo lo hace depender de la incalculable arbitrariedad de los hombres. Defendiendo los derechos del hombre, pisotea los derechos de Dios, y al hombre no le queda más que el derecho a la inconstancia. Sin embargo, la Reforma, al defender los derechos de Dios, ha conseguido que se reconozcan de nuevo los derechos del hombre. Porque aquí también se aplica la palabra de la Escritura: «…Yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco» (1S 2:30). La visión teológica del orden de la salvación recoge todo lo bueno que se oculta en la visión antropológica, pero no ocurre lo contrario. Los que parten de Dios también pueden hacer justicia a los humanos como sus criaturas racionales y morales; pero los que parten de los humanos y ante todo buscan asegurar sus derechos y libertades siempre acaban limitando el poder y la gracia de Dios.