El sacrificio de alabanza
Meditaciones antes y después de recibir acceso a la Mesa del Señor
Herman Bavinck
Traductor: Juan Flavio de Sousa
Índice
Prefacio
Introducción
I. Base o fundamento de la confesión
II. La formación o educación para la confesión
III. La regla de la confesión
IV. La esencia de la confesión
V. El contenido de la confesión
VI. La diversidad de la confesión
VII. La universalidad de la confesión
VIII. La obligación de la confesión
IX. La oposición a la confesión
X. La fuerza de la confesión
XI. La recompensa de la confesión
XII. El triunfo de la confesión
PREFACIO
La acogida de estas meditaciones por los lectores de los Países Bajos fue fenomenal. La primera edición se vendió en cuatro semanas, y desde entonces se han publicado otras cuatro. Es la quinta edición, revisada y aumentada en un capítulo, la que ofrecemos en lengua inglesa. Estas meditaciones, antes y después de recibir el acceso a la mesa de nuestro Señor, derivan su nombre de Hebreos 13:15, donde el apóstol habla a sus compañeros cristianos: «Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre».
Para beneficio de aquellos que no lo saben, deseamos decir que el profesor Dr. H. Bavinck, de la Universidad Libre de Amsterdam, nació el 13 de diciembre de 1854, en Hoogeveen; se graduó en Leiden el 3 de abril de 1878, y en Kampen el 20 de julio de 1880, recibiendo su título de doctor en teología, en Leiden el 10 de junio de 1880. Recibió y aceptó el llamado como pastor de la entonces Iglesia Cristiana Reformada de Franeker, en la que sirvió desde el 13 de marzo de 1881 hasta el 8 de octubre de 1882, momento en que aceptó el nombramiento como profesor de teología en la Escuela Teológica de Kampen, donde comenzó sus labores el 10 de enero de 1883. El 17 de diciembre de 1902 pronunció su discurso inaugural como profesor de teología en la Universidad Libre de Amsterdam. En nuestra traducción hemos intentado, en la medida de lo posible, conservar el original, sacrificando a veces la suavidad del lenguaje y el estilo en aras de la distintiva expresión original. Sólo deseamos, esperamos y oramos, que estas meditaciones sean tan útiles e instructivas para quienes las lean en lengua inglesa como lo han sido para nosotros en la lengua de nuestros padres.
El traductor.
INTRODUCCIÓN
En menos de un año, han pasado al más allá tres acérrimos defensores y eruditos intérpretes del calvinismo. Kuyper, Warfield y Bavinck han terminado su curso terrenal en rápida sucesión. Su noble labor ha concluido y han entrado al reposo. Aunque la amplia extensión de las aguas separaba al teólogo americano de sus estimados colegas del continente, los tres eran uno en esperanza y doctrina, uno en caridad. El calvinismo no se limita a una nación o lengua. Con la muerte de esos hombres, que estaban llenos del espíritu de sabiduría y entendimiento, la iglesia ha sufrido una pérdida grave y casi irreparable. Cuando las estrellas de primera magnitud dejan de brillar, los cielos son menos brillantes y es natural que nos invada el temor de que se aproximen las tinieblas.
Pero esta percepción de oscuridad no debe prevalecer. Tenemos la Palabra de Dios, que no pasará. Podemos contar con la presencia permanente del Espíritu Santo en la iglesia de Jesucristo. Además, los hombres de Dios que obraron tan poderosamente nos han dejado una herencia de indecible valor. Ellos, aunque muertos, todavía hablan. Sus registros producen el sonido familiar de sus propias voces y es música para todos los que aman la fe de los padres.
La preservación de las inestimables producciones de aquellos gigantes intelectuales es nuestro principal deber para con Dios y los hombres. En la bondadosa providencia de Dios, las obras de nuestros grandes teólogos no sólo se conservan, sino que también se traducen. La necesidad de traducir la selecta literatura holandesa a la lengua inglesa es muy evidente a la vista de la actual generación de jóvenes de nuestras iglesias. La situación actual revela el hecho —en cierto modo deplorable— de que sólo un pequeño porcentaje de nuestra juventud es capaz de apreciar un libro escrito en nuestra antigua lengua materna. Sin embargo, es imperativo que los fundamentos de la fe reformada ocupen un lugar permanente en sus corazones y en sus vidas. De ahí la necesidad de traducir las grandes verdades antiguas al idioma que sí entienden.
Qué gratificante es observar que tales eminentes teólogos no se limitaron exclusivamente a la producción de libros técnicos para uso del ministerio, sino que también nos han dejado pequeñas joyas que apelan directamente a los laicos de nuestras congregaciones. El libro de Kuyper «To Be Near Unto God» y el de Warfield «The Savior of the World» han sido leídos por miles de creyentes. Del mismo modo, «The Sacrifice of Praise» del Dr. Bavinck, traducido por el reverendo John Dolfin de la Iglesia Cristiana Reformada, ha tenido una acogida favorable. No nos sorprende que exista demanda para una segunda edición. Un libro de esta naturaleza será necesario mientras los jóvenes confiesen a Cristo como su Señor y Salvador.
Es nuestra humilde y dichosa tarea recomendar «The Sacrifice of Praise» (El sacrificio de alabanza) en su segunda y cuidadosamente revisada edición a nuestras iglesias, especialmente a la Iglesia Reformada en América. Podemos hacer esto con mucha alegría porque es nuestra convicción personal que el Dr. H. Bavinck fue, por la gracia de Dios, el príncipe de los teólogos reformados recientes. Entre los tres previamente mencionados, ocupa fácilmente el primer lugar en cuanto a profundidad de pensamiento e investigación precisa. Sus logros eruditos fueron realmente únicos, como lo demuestran abundantemente las copiosas citas y referencias en su «Reformed Dogmatics» y otras obras.
Este libro es de naturaleza intensamente práctica. El tema, como indican los títulos de los doce capítulos, es la «Confesión». No dudamos en afirmar que en la vida práctica de la iglesia existe todavía un considerable malentendido en cuanto a confesar a Cristo. Los ministros y ancianos escuchan con frecuencia preguntas como éstas: ¿Es realmente necesario hacer una confesión pública? ¿Por qué debo dar ese paso? ¿Qué significa confesar a Cristo? ¿Cuál es la relación entre el santo Bautismo y la Santa Cena? ¿Exige Dios que las personas se unan a la iglesia? ¿Qué recompensas puede esperar el confesor sincero? El autor responde a estas y otras preguntas en un lenguaje claro y bíblico. A lo largo del libro se expone claramente el significado fundamental del Pacto de Gracia con sus promesas, condiciones y bendiciones concomitantes. En resumen, «The Sacrifice of Praise» es una obra maestra sobre el tema de la confesión de Cristo, tanto para instrucción como para consuelo de los que pretenden unirse a la iglesia y de los miembros en plena comunión. Debido a su carácter único, los consistorios harían bien en adquirir varias copias de este libro y regalar un ejemplar a cada persona que se presente ante ellos para hacer confesión de fe.
Que el Espíritu Santo acompañe a este libro en su viaje con la intención de que nuestros jóvenes y doncellas bautizados puedan «ofrecer continuamente a Dios el sacrificio de la alabanza».
John Bovenkerk
Pastor de la Primera Iglesia Reformada de Muskegon
Michigan. 15 de diciembre de 1921.
CAPÍTULO I
La base o fundamento de la confesión
Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti en sus generaciones, por pacto perpetuo, para ser tu Dios, y el de tu descendencia después de ti. Génesis 17:7.
El pacto de gracia descansa firme e inamovible en las eternas misericordias de Dios.
En el primer pacto, establecido antes de la caída, Dios se presentó al hombre exigiendo y requiriendo obediencia, y le prometió la vida eterna y la salvación celestial sólo tras un perfecto cumplimiento de la ley. Este primer pacto, por tanto, contaba con la voluntad y con la obra del hombre, descansaba parcialmente en su mano y, por tanto, era incierto y quebrantable.
Pero el pacto de gracia, que fue anunciado por primera vez en la promesa madre, tiene su fundamento y seguridad solamente en el divino consejo de gracia. Aunque la palabra pacto no aparece en esta promesa, la materia que esta palabra representa está plenamente contenida en ella. En efecto, antes de que el hombre, por su transgresión, haya hecho un pacto de amistad con Satanás, Dios interviene, coloca la enemistad en el lugar de la amistad que se efectuó y, en la simiente de la mujer, vuelve a poner al hombre de su parte. El pacto de gracia procede, pues, enteramente de Dios. Él mismo lo realiza, por lo que no descansa en el hombre ni depende en modo alguno de su voluntad y de su obra. Es eterno, inmutable, inamovible, como Dios mismo. Porque los montes se moverán, y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo el Señor, el que tiene misericordia de ti.
En este pacto, Dios es el Primero y el Último, el Principio y el Fin, el Alfa y la Omega. Este pacto mantiene de la forma más hermosa la soberanía absoluta de Dios en toda la obra de la salvación. Esto es así puesto que, desde el principio hasta el fin no se añade ni se introduce nada perteneciente al hombre. La redención es específicamente una obra divina, obra del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Se excluye toda jactancia, el honor y la gloria se deben entera y únicamente a Dios, que no sólo es el Creador, sino también el recreador de todas las cosas.
Por eso es un pacto de gracia, de pura gracia. Este pacto tiene su origen en la virtud divina de la gracia; en los dones de la gracia encuentra su contenido; y en la glorificación de la gracia reside su fin y propósito.
Es Dios quien ha establecido este pacto, bien ordenado y eterno; es Él quien ha aceptado en este pacto al hombre, separado de Él por el pecado; quien hace al hombre partícipe de todas las utilidades y beneficios de este pacto; quien hace al hombre caminar por los caminos de este pacto y por medio del mismo lo conduce a la gloria celestial.
La estabilidad de este pacto es la razón por la que en la Sagrada Escritura no pocas veces se nos revela como testamento o voluntad. No es un contrato mutuo; no es como un tratado entre dos personas, realizado por ellas de mutuo acuerdo, después de mucho sopesar y considerar. Sino que el pacto de gracia es una institución, una disposición de gracia de Dios, un don en Cristo. Os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí.
Como por voluntad o testamento, a modo de última disposición libre, en forma de herencia, las bendiciones divinas de este pacto vienen a nosotros, sin intervenir nuestra voluntad. Es el don más precioso, el don más perfecto que nos viene de lo alto, descendiendo del Padre de las luces, en quien no hay mudanza ni sombra de variación.
Y contemplemos ahora, cuáles y qué clase de bendiciones forman el contenido de este pacto libre y eterno. Juntas forman una plenitud de bendiciones espirituales y materiales, celestiales y terrenales, eternas y temporales. En ese pacto se abre y se desata para el hombre una plenitud de salvación; una fuente de bienaventuranza; un manantial de vida. Una gracia da lugar a otra, y ésta, a su vez, es relevada y sustituida por otra más. En efecto, de la plenitud de Cristo recibimos gracia sobre gracia.
Las ganancias y beneficios espirituales son las primeras cosas de las que el hombre se convierte en destinatario en este pacto. Porque antes y sobre todas las cosas Cristo vino a la tierra para buscar y salvar lo que estaba perdido. No apareció como reformador de la sociedad, como líder político del pueblo, como artista o filósofo. Lo hizo como Salvador; ese era su nombre y también su oficio. Para eso, el Padre le había ungido con su Espíritu; para anunciar buenas nuevas a los mansos; para vendar a los quebrantados de corazón; para proclamar la libertad a los cautivos y la apertura de la cárcel a los oprimidos, para proclamar el año agradable del Señor.
Por tanto, las bendiciones espirituales, por encima de todo, son concedidas a la Iglesia por el Padre en el cielo de nuestro Señor Jesucristo. En la comunión con Cristo, el perdón de los pecados y la regeneración, la fe y la conversión, la santificación y la perseverancia se convierten en parte y porción de los creyentes. Tanto su conciencia como su ser, su estado y su actitud son renovados por el Espíritu de Cristo. Se han convertido en personas diferentes por el espíritu que mora en ellos; no son de abajo, sino de arriba; han nacido de Dios, han sido aceptados por Él como hijos y están destinados a la herencia celestial. Para ellos, las cosas viejas pasaron; he aquí que todas son hechas nuevas.
Pero estas bendiciones espirituales y eternas van acompañadas también de las terrenales y temporales. El cielo y la tierra, el espíritu y la materia, el alma y el cuerpo ciertamente están unidos de una forma demasiado estrecha como para que sea posible una separación absoluta. En el glorioso cuadro del futuro revelado por las profecías del Antiguo Testamento no sólo vemos que Israel será una nación santa, que el Señor ha desposado consigo mismo en la eternidad, que limpiará de toda inmundicia y la que otorga un corazón nuevo, sino que también vemos en ese cuadro que, bajo el Príncipe de Paz de la casa de David, Israel vivirá en paz y gozará de una prosperidad más allá de todo recuerdo, y de una extraordinaria fecundidad de la tierra.
Y así también el Nuevo Testamento une las bendiciones corporales con las espirituales. Ciertamente, el énfasis recae sobre estas últimas. En primer lugar, se debe buscar el Reino de Dios con su justicia, y ese Reino, que ya está aquí en la tierra, se convierte en la parte y la porción de aquellos que creen en el Evangelio de Cristo y se vuelven a Dios con un corazón verdadero y contrito. Porque ese Reino está, en primer lugar, establecido dentro del corazón y no consiste en comida y bebida, sino en justicia, gozo y paz por medio del Espíritu Santo.
Pero el que ha buscado y encontrado ese Reino como una perla preciosa, recibe después también todas las demás cosas. Ya no necesita pensar en el día siguiente, como hacen los gentiles, y preguntar ansiosamente: ¿Qué comeremos? o, ¿qué beberemos? o, ¿con qué nos vestiremos? porque su Padre celestial sabe que tiene necesidad de todas estas cosas. El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por los culpables, también nos concederá con Él todas las cosas. Todos los cabellos de nuestra cabeza están contados. Nuestro pan y nuestra agua son seguros. Ciertamente, el que quiera seguir a Jesús debe renunciar a todo. Pero incluso ahora, en esta vida, recibirá a cambio padres y madres, hermanos y hermanas, amigos y campos, y en el día venidero la vida eterna. Así pues, gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; es útil para todas las cosas, teniendo la promesa tanto en esta vida como en la venidera.
Todos estos dones, ganancias y beneficios del pacto de gracia están unidos en una única gran promesa: que Dios será nuestro Dios y el de nuestra descendencia. El anuncio de salvación comienza con esta promesa cuando Dios, tras la caída del hombre, vuelve a buscarlo, rompe la amistad que contrajo con Satanás poniendo en su lugar la enemistad, y recibe de nuevo al hombre en su comunión y compañía. Esta promesa encabeza el pacto establecido con Abraham, brilla por encima de la ley dada a Israel y constituye el contenido principal de la dispensación del pacto de gracia en los días del Antiguo Testamento. En esa promesa los piadosos encuentran, aun en medio de la necesidad y la penuria, la angustia y la miseria, su salvación y su consuelo; fuera de Dios no tienen a nadie en el cielo ni en la tierra a quien desear, sino a Él. Él es la fortaleza de su corazón y su porción para siempre. Cuando Israel lo abandona, les queda el consuelo de que Dios sigue siendo su Dios, los reúne de nuevo de la dispersión y al final de los días establece con ellos un nuevo pacto en el que ellos serán para Él un pueblo y Él un Dios para ellos.
Y esta promesa pasa al Nuevo Testamento. Se cumple en Cristo, que, en las pruebas más temibles, en las tentaciones más severas, en la lucha de Getsemaní y en el sufrimiento de la cruz, permaneció en pie porque Dios era su Dios y Él el Hijo bien amado de Dios. Se está cumpliendo en la iglesia, que ha venido en lugar de Israel, y gloriándose en Emanuel, Dios con nosotros, es aceptada como pueblo suyo. Y se realizará plenamente cuando la Nueva Jerusalén descienda de Dios desde el cielo, cuando su tabernáculo esté con los hombres, y Él habite con ellos como pueblo suyo.
¿Qué don es y puede ser mayor que el de Dios mismo? ¿Qué puede dar más que Él mismo, Él mismo, con todas sus virtudes y perfecciones, con su gracia y sabiduría, con su derecho y poder, con su inmutabilidad y fe? Porque, donde Dios está por nosotros, ¿quién se atreve, quién puede, quién estará contra nosotros? ¿Qué puede presentársenos, qué puede estorbarnos? Él es y sigue siendo nuestro, en la necesidad y en la muerte, en el vivir y en el morir, por el tiempo y por la eternidad. Él es un Dios, no de muertos, sino de vivos. ¡Bendito el pueblo cuyo Dios es el Señor!
Además, esta promesa se enriquece aún más cuando recordamos que Dios se compromete en ella no sólo a ser nuestro Dios, sino también el Dios de nuestra descendencia. Grande sería ya si Dios hubiera concedido su comunión y compañía a unas pocas personas sin relación alguna entre sí; si Dios, obrando arbitrariamente y sin tener en cuenta las generaciones, hubiera desligado a sus elegidos de toda conexión histórica con la carne y con la sangre. Pero el Señor no obra arbitrariamente y de esta manera. Establece su pacto orgánicamente con el hombre, en Cristo como cabeza, primero con Adán y luego con Abraham, que es padre de todos los creyentes. Con su gracia, Dios sigue la línea de las generaciones. En la recreación sigue y se une a la creación. Ejecuta la elección a través del pacto. Como Padre de todas las misericordias camina por la senda que, como Padre de todas las cosas, ha asignado. Por tanto, el pacto de gracia es también eterno en este sentido, en que, en la historia procede de generación en generación y nunca se interrumpe. La gracia es un torrente que, naciendo después de la caída, se prepara un lecho en la historia de los hombres y sólo encuentra su desembocadura en la eternidad. Como pacto, puede discurrir a través de diferentes dispensaciones y aparecer bajo diversas formas, pero, sin embargo, por el poder omnipotente de Dios se ha convertido en una parte del mundo que no se puede exterminar y en un bien indestructible para la humanidad.
Por el mero hecho de ser un pacto, tiene este carácter incorruptible. Como sabemos, en todos los pactos hay dos partes. En primer lugar, Dios se da a sí mismo a nosotros; pero luego también somos amonestados por Dios y nos vemos obligados a una nueva obediencia, a saber, que nos unimos a este único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que confiamos en Él y le amamos con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas; que abandonamos el mundo, crucificamos nuestra vieja naturaleza y caminamos en una vida nueva y santa. Por tanto, cuando Dios se entrega a sí mismo a nosotros, quiere que nosotros también nos demos a Él. Nosotros mismos al completo, indivisos, incondicionalmente, nosotros mismos con nuestras almas y nuestros cuerpos, con nuestra fuerza y talentos, con nuestro dinero y posesiones, con nuestros hijos y nietos. También y sobre todo con nuestros hijos, que son legados por el Señor, y la más selecta de sus bendiciones terrenales. Ellos deben ser de Dios, porque nosotros somos suyos.
Sin embargo, cuando Dios en ese pacto que también es con nuestros hijos nos requiere y exige para su servicio, Él sigue siendo el primero, quien, para con nosotros y nuestros hijos glorifica las riquezas de su gracia. Él es el primero cuando llama a Adán y Noé, Abraham e Israel a su comunión y compañerismo, pero también sigue siéndolo cuando con ellos también acepta a sus hijos en su pacto. Yo seré tu Dios y el de tu descendencia después de ti. Esta es la promesa con la que Dios se une a los elegidos en sus generaciones. Antes de que nuestros hijos nacieran, antes de que hubieran hecho el bien o el mal, Él es quien dijo en su libre poder omnipotente: Tendré misericordia de quien tenga misericordia, y tendré compasión de quien tenga compasión.
Nuestros hijos no entran en ese pacto porque los entregamos, porque los consagramos al Señor. Mucho menos entran en él porque tengan o posean algún mérito o virtud propia que los haga dignos de ser aceptados. Están en ese pacto en virtud de la promesa de Dios, nacen en él y están, por tanto, en él desde el primer principio de su existencia, no por naturaleza, sino por gracia, porque Dios se ha ligado a ser el Dios de los creyentes y de su descendencia.
En el mundo espiritual rige la misma ley que en el natural. Todos somos partícipes de una vida natural, que hemos recibido de Dios, el Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, a través de nuestros padres. Que poseamos esa vida no es una cuestión de hecho. No nos la hemos dado a nosotros mismos, no la hemos merecido, incluso la hemos perdido por nuestra culpa; podemos estar seguros de que es un don en sentido absoluto, no de la gracia particular, sino de la gracia general de Dios. Nos convertimos en sus destinatarios por la concepción y el nacimiento, en los que somos totalmente pasivos. Somos colocados en un mundo que está lleno de ricos dones sin intervención de nuestra conciencia o voluntad, y entramos en la poderosa herencia de nuestros ancestros y antepasados; nos subimos a sus hombros y disfrutamos de lo que ellos forjaron y reunieron con el sudor de su frente.
Todo esto es también cierto, y de una manera aún más fuerte aplicable a los dones espirituales del pacto. Por ejemplo, no es cierto que primero deambulemos por un tiempo fuera y excluidos del pacto y que después, por la fe y la conversión, así como por obras de nuestra propia voluntad, entremos en ese pacto; en realidad, la fe y la conversión no son condiciones externas y para el pacto de gracia, sino que son ganancias y beneficios de dicho pacto, que revelan la participación en y la comunión y compañerismo con Cristo, y abren el acceso al disfrute de sus méritos.
Todos estos dones, es decir, el perdón y la renovación, la santidad y la gloria, vienen a nosotros por medio del Mediador, quien los ha ganado y merecido con el precio de su sangre. Así pues, solo pueden ser parte y porción nuestra cuando somos partícipes de la persona de Cristo. La unión mística con Cristo precede a todos los méritos y beneficios, y se revela primero en la fe y en la conversión. Así como la vida natural se nos concede en el nacimiento y se manifiesta después en las obras de la mente y de la voluntad, así también la vida espiritual se convierte en posesión nuestra mediante la regeneración o el nuevo nacimiento, para dar después frutos de fe y conversión.
Y de nuevo, sólo es posible ser partícipe de Cristo cuando el Padre nos concede o nos da ese Cristo. La ofrenda y el don de Cristo precede a todos sus beneficios y utilidades. Es Dios quien nos concede a Cristo, sí, quien se da a sí mismo a nosotros en Cristo y quien, en comunión y compañerismo con Él, nos hace receptores de todos los dones sucesivos del pacto, de la salvación completa.
El bautismo es señal y sello de este don inefable de la gracia de Dios. Porque todo aquel que es bautizado en verdad, es tan ciertamente lavado con la sangre y el Espíritu de Cristo de la inmundicia del alma, es decir, de todos sus pecados, como es lavado externamente con el agua que se usa para quitar la inmundicia del cuerpo. ¿No es el Bautismo un Bautismo en el nombre del Dios Trino? Cuando somos bautizados en el nombre del Padre, Dios Padre nos atestigua y sella que hace un pacto eterno de gracia con nosotros, y nos adopta como sus hijos y herederos y, por lo tanto, nos proveerá de todo bien, y evitará todo mal, o lo convertirá en nuestro beneficio.
Y cuando somos bautizados en el nombre del Hijo, el Hijo sella que nos lava con su sangre de todos nuestros pecados, incorporándonos a la comunión de su muerte y resurrección, de modo que somos liberados de todos nuestros pecados y considerados justos ante Dios.
Del mismo modo, cuando somos bautizados en el nombre del Espíritu Santo, éste nos asegura, por este santo sacramento, que morará en nosotros y nos santificará para que seamos miembros de Cristo, aplicándonos lo que tenemos en Él, es decir, el lavamiento de nuestros pecados y la renovación diaria de nuestras vidas, hasta que finalmente seamos presentados sin mancha ni arruga entre la asamblea de los elegidos en la vida eterna.
El Bautismo es por tanto una señal para nosotros, un testimonio de que Dios, hasta la eternidad, será nuestro Dios, siendo para nosotros un Padre clemente y misericordioso. Porque nos ha mandado que bauticemos a todos los que son suyos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
En el Bautismo Dios nos da la señal y el sello visibles de que en Cristo se ha entregado a nosotros y nos ha aceptado y adoptado como hijos suyos. Y esa aceptación, esa adopción es la base o fundamento de nuestra confesión.
CAPÍTULO II
La formación o educación para la confesión
No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Mateo 4:4.
En el camino del pacto de gracia, Dios adiestra o educa a todos sus hijos para la libertad y la independencia.
Mientras que la elección sólo incluye a quienes heredarán infaliblemente la salvación eterna, el pacto de gracia describe la manera en que estos elegidos son y serán conducidos a este su destino. La elección y el pacto no se distinguen, por tanto, como un círculo más estrecho y otro más amplio, pues ambos consisten e incluyen a las mismas personas; pero mientras que en la elección se las considera por sí mismas, en el pacto se las considera siempre en relación con todo el género humano.
De este modo, el pacto de gracia, aunque mantiene de la manera más hermosa la soberanía absoluta de Dios en toda la obra de la salvación y prohíbe que se añada o introduzca en ella nada humano, al mismo tiempo hace plena justicia a la naturaleza racional y moral del hombre y al hecho de haber sido creado a imagen de Dios. Al tiempo que Dios obtiene lo que es su derecho, el hombre recibe también el lugar y el honor que le corresponden según la voluntad de Dios. Dios elige a los que son suyos en Cristo, para que sean santos e irreprensibles ante Él en amor.
Ciertamente, Cristo se muestra en el pacto de gracia como cabeza de la iglesia, pero no anula a sus creyentes ni los obliga a abandonar su lugar. De principio a fin Cristo es garantía para ellos, pero, de tal manera que ellos mismos, también enseñados y capacitados por su Espíritu, consciente y voluntariamente comienzan a vivir y caminar en el pacto. Es cierto que el pacto de gracia se establece con Cristo, pero a través de Él y sobre Él se propaga a todos los que son suyos y los adopta total y enteramente, con cuerpo y alma, con mente y voluntad y toda fuerza.
Debido a que Dios obra en ellos tanto el querer como el hacer según su buena voluntad, los exhorta y compele a obrar su propia salvación con temor y temblor. Por la gracia de Dios son lo que son; y todo lo pueden en Cristo que los fortalece. Dado que Cristo vive en ellos, ellos mismos viven por la fe del Hijo de Dios. Ahora, por tanto, debido a que los hijos de los creyentes son aceptados en este pacto de gracia aun antes de su conciencia y voluntad, decimos por eso que el llamamiento viene particular y específicamente a los padres para que los ayuden y hagan que sean instruidos en la doctrina antes mencionada y los críen y hagan que sean criados en disciplina y amonestación del Señor. Debido a que en todos los pactos hay dos partes, también el pacto de la gracia nos amonesta y nos obliga a una nueva obediencia. Cuando Dios nos dice: Yo soy vuestro Dios, añade inmediatamente: Caminad ante mi rostro y sed rectos. Al darse a nosotros, quiere también que nos entreguemos a Él con todo lo que somos y con todo lo que tenemos.
Los niños, sin embargo, no son inmediatamente capaces de confesar por sí mismos y de caminar de acuerdo con dicha confesión. Los padres son responsables de ellos. Son los padres quienes comparecen como testigos en el bautismo de sus hijos y quienes como fiadores responden por su formación cristiana. Los padres están obligados a llevar y conducir a sus hijos a la plena confesión consciente, libre y voluntaria de la fe sobre la base o fundamento de la aceptación o adopción de parte de Dios.
Las cosas naturales son símbolos de las espirituales también en esto. La vida natural, que se convierte en nuestra parte y porción por medio de la concepción y el nacimiento de nuestros padres, es en un sentido absoluto un don inmerecido e incluso perdido de antemano. Pero esa vida, incluso desde el primer momento de su existencia, necesita todo tipo de sustento y protección. Debe cuidarse y fomentarse, guardarse y protegerse, alimentarse y refrescarse. Sin alimentación, sin fortalecimiento en el más amplio sentido de la palabra, pronto sucumbiría y perecería.
La primera y más alta causa de esta preservación es Dios. Él no sólo es el Creador, sino también el conservador de todas las cosas. Si Él no sostuviera esa vida llamada a la existencia por Sí mismo momento a momento con su poder omnipotente y omnipresente, se hundiría inmediatamente en la inexistencia. Si al Todopoderoso le placiese, podría sustentar y preservar esa vida sin utilizar medio alguno, tal como sostuvo y preservó a Moisés durante cuarenta días en la montaña y a Jesús durante cuarenta días en el desierto. O podría hacerlo de manera extraordinaria, como cuando envió los cuervos para alimentar a su siervo Elías en el arroyo Querit, o como cuando alimentó a los hijos de Israel durante cuarenta años en el desierto con pan del cielo.
Pero la regla común y general es que Dios realiza esa preservación de forma mediada. Utiliza la comida y la bebida para alimentarnos, y se sirve de los padres como guardianes naturales para proveer las múltiples y diversas necesidades del hijo. Los padres están obligados a recoger, a acumular tesoros para los hijos, y de esos tesoros viven ellos. No los han merecido, no pueden reclamar ningún derecho sobre los mismos, son del todo dependientes y viven de gracia.
Pero incluso entonces, no es realmente el pan lo que nos alimenta, sino la palabra que sale de la boca de Dios. Sólo de pan, sin nada más, no viviría el hombre, sino de la palabra, del mandato, del poder, de la bendición puesta y comunicada a través de él por Dios. Eso y sólo eso nos alimenta, aquello que agrada a Dios proveer con fuerza.
Lo que el acto de alimentar es para la vida natural en el mundo natural, eso es el acto de entrenar o educar para la vida espiritual en el mundo espiritual. Para Dios, no sería una cosa demasiado maravillosa preservar y edificar al hombre en toda su vida espiritual sin usar ningún medio en absoluto. A Él le agrada que los hombres sean criados y entrenados por el hombre y especialmente permitir que lidien con la palabra para formar y edificar el espíritu. Así, la mente y el corazón, la conciencia y la voluntad, la disposición y la imaginación son formadas desde la infancia por la influencia de otros. Asimismo, en la alimentación y preservación de la vida espiritual que la regeneración trae a existencia, Dios no obra de ninguna otra manera.
Los padres son en primer lugar, como instrumentos en la mano de Dios, empleados para alimentar y fomentar la vida espiritual en sus hijos y llevarla a la madurez. La naturaleza misma ya lo indica, pues es en el círculo de la familia donde los niños reciben su existencia y pasan los primeros años de su vida. Dios, en su revelación, está en conformidad con su enseñanza en la naturaleza. En Israel el Señor inculcó a los padres el deber de que declarasen a sus hijos y a los hijos de sus hijos las grandes obras que Dios había hecho en medio de ellos; que les explicasen las ceremonias solemnes de su servicio, especialmente las de la Pascua; y que les instruyesen en las leyes, en los estatutos y en los juicios que Dios había dado a su pueblo. Tal como el Señor mismo era el padre y proveedor de su pueblo, así los padres debían ser los guardianes corporales y espirituales de sus hijos.
En los días del Nuevo Testamento, este deber está aún más arraigado en el corazón de los padres. Jesús llama a los hijos por su nombre, los bendice y les promete el Reino de los Cielos. Los hijos participan de la bendición de Cristo no menos que los padres. Por eso los apóstoles los consideran, como a los adultos, aceptados en la comunión de Cristo y los exhortan a ser obedientes a sus padres en el Señor, imponiendo a los padres el deber de no provocar a sus hijos a la ira, sino de educarlos en la crianza y amonestación del Señor.
Cuando el cristianismo entró en el mundo, restauró y santificó de nuevo los lazos rotos de la vida familiar; restauró el marido a la mujer, la madre a los hijos, los hijos a los padres. Y bajo la impresión de ese cambio moral un Padre de la iglesia escribió esa hermosa palabra: «La madre es la gloria de los hijos, la esposa la gloria del esposo y ambos son la gloria de la esposa».
En esta pesada y responsable tarea de formar y educar, los padres cuentan hoy con la ayuda de la escuela. Debido a que las exigencias de la vida, tanto en conocimientos como en capacidad, se han hecho mucho más altas y amplias, los propios padres ya no son capaces de cumplir personalmente toda la tarea que recae sobre ellos en la educación de sus hijos. Ya no tienen tiempo ni capacidad para ello. Por eso, junto a la familia se ha erigido la escuela, que no exime a los padres de su responsabilidad y de su tarea, pero que, no obstante, viene a ofrecerles ayuda y asistencia en el cumplimiento de las mismas. Los padres siguen llamados a educar a sus hijos en la crianza y amonestación del Señor; deben procurar que la instrucción impartida en la escuela sea conforme a esto. Pero la escuela continúa la educación en esta línea, pone la formación cristiana en relación con los requisitos que el estado y la sociedad exigen de sus futuros miembros activos; el fin de la escuela es hacer de los niños hombres de Dios, enteramente preparados para toda buena obra.
La iglesia también tiene una tarea que cumplir en esta formación de los hijos del pacto. Pero su labor se distingue esencialmente de la de la familia y la escuela. Fue especialmente la Reforma, y entre los reformadores, específicamente Calvino, quien volvió a poner el acento y el énfasis en esta formación eclesiástica de la juventud. La instrucción catequética, que la iglesia oficialmente, en el nombre del Señor, da a sus miembros menores de edad, tiene este propósito peculiar y específico, que conduce a los niños bautizados, en plena libertad de la fe a participar en la Santa Cena, y allí, con toda la iglesia, en independencia personal y libertad muestran la muerte del Señor. La instrucción de la iglesia no incluye la tarea que espera a los niños en su vida civil y social, sino que refuerza la relación que Dios ha establecido entre los dos signos y sellos de su pacto, y se propone formar y educar a los hijos del pacto hasta que sean miembros maduros y conscientes de la iglesia de Cristo.
Si esto se lleva a cabo de acuerdo con la regla de la palabra del Señor, entonces la familia, la iglesia y la escuela trabajan juntas de la manera más hermosa. No están desconectadas funcionando en paralelo, ni mucho menos en oposición entre sí; la una no destruye lo que la otra edifica, sino que juntas trabajan en la única gran tarea, la reforma del hombre a imagen y semejanza de Dios. Una fe y un bautismo las une; es una confesión en la que todos se apoyan; es una visión del mundo y de la vida la que imparten a los hijos para consuelo y apoyo en la arena de esta vida terrenal. Cada una a su manera y, sin embargo, en mutua relación, amonestan y enseñan a todo hombre con toda sabiduría, a fin de presentarlo perfecto en Cristo Jesús.
CAPÍTULO III
La regla de la confesión
Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino. Salmos 119:105.
En el entrenamiento y la educación para la confesión del nombre del Señor, la familia, la iglesia y la escuela deben usar la palabra de Dios que viene a nosotros en las Sagradas Escrituras. Esa palabra es el fundamento, el principio, la regla y, al mismo tiempo, el propósito de toda confesión. No tendríamos nada que confesar, si Dios no nos diera en las Escrituras su verdad para hacerlo. De la palabra de Dios se alimenta la vida espiritual, para que, creciendo en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo, pueda, de manera independiente, interpretar y confesar esa palabra en su propio lenguaje ante todos los hombres.
Ciertamente, no es el padre, ni el maestro, ni el ministro de la palabra; ni es esa palabra en sí misma la que da y conserva esta vida espiritual. En esto también se aplica el dicho de Jesús, de que sólo de pan, de esa palabra sin nada más, no vivirá el hombre, sino de toda fuerza y bendición que sale de la boca de Dios. No es Pablo el que planta, ni Apolos el que riega, sino sólo Dios el que da el crecimiento.
Pero, sin embargo, es esa palabra de la Sagrada Escritura en mano de los padres y de los maestros, con la bendición del Señor, la que sirve para alimentar la vida espiritual de los niños. Lo que el alimento es para lo físico es la palabra de Dios para la vida espiritual. ¡Cuán dulces han sido tus palabras a mi paladar! ¡Oh Señor, sí, más dulces que la miel y el panal para mi boca!
Esa palabra de Dios viene a nosotros desde los primeros momentos de nuestra existencia. Cuando la Biblia está abierta ante nosotros y la leemos y escudriñamos, no es la primera vez que la palabra de Dios viene a nosotros; tampoco entramos en contacto con ella por primera vez cuando en la asamblea pública de los santos nos es proclamada por un siervo del Altísimo y la escuchamos, sino que esa palabra nos llega desde nuestra más tierna infancia. Nos llega en la reprensión del padre, en la amonestación de la madre, en la instrucción del maestro, en la comunión de nuestros camaradas, en el testimonio de nuestra conciencia, en las experiencias de la vida. Está con nosotros en todos nuestros caminos, nos acompaña desde la cuna hasta la tumba, nunca nos abandona. Como bendición se pronuncia sobre nuestras cabezas, en salmos e himnos se nos canta, en discursos se une a nuestros corazones, en mandamientos o prohibiciones se revela a nuestros ojos. Por y a través de esa Palabra somos siempre conducidos y guiados, amonestados y consolados, alentados y mortificados, convencidos de pecado y remitidos a Cristo, Es la atmósfera misma en la que vivimos y respiramos desde nuestro nacimiento, es el alimento, la bebida, el aire, el sol, la lluvia para nuestra vida espiritual, y eso todo junto y a la vez.
Y esa Palabra siempre es un poder. Sin querer ni poder designar cuándo ejerce ya su influencia sobre la conciencia y el corazón del hombre, sigue siendo en sí misma siempre un poder de Dios para la salvación. Nunca es un sonido vano, una letra muerta, una frase sin sentido. Es siempre viva y eficaz, más cortante que cualquier espada de dos filos, penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, discierne los pensamientos y las intenciones del corazón; es un martillo que rompe en pedazos el corazón duro y pedregoso del pecador; es una espada del espíritu que hiere mortalmente al hombre orgulloso y santurrón; es testimonio y testigo de Dios que despierta la conciencia; semilla de regeneración, poder para santificación, útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra; en una palabra, un medio de gracia, precedente y altamente exaltado sobre los sacramentos.
Incluso allí donde no trae ni ordena una bendición, hace su obra y ejerce su influencia. Los demonios creen y tiemblan. Para los ateos, los incrédulos, es olor de muerte para muerte. Es una piedra de tropiezo, una roca de ofensa sobre y contra la cual los impíos tropiezan y son heridos. Si no ablanda, endurece. Si no calienta, quema. Un hombre que entra en contacto con ella nunca permanece igual; se vuelve mejor o peor, pero nunca puede cubrirse con el escudo de la neutralidad. Como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven allá, sino que riegan la tierra y la hacen germinar y brotar, para que dé semilla al que siembra y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero y prosperará en aquello para lo que la envié.
La causa de este poder reside en que es la Palabra de Dios. Toda la Escritura no sólo fue dada una vez por inspiración de Dios, sino que como tal es continuamente preservada por Dios con su poder todopoderoso y omnipresente. El Evangelio, que brota de esa Palabra para el hombre en múltiples formas y por diversos caminos, es siempre llevado y animado por Dios. Es y sigue siendo siempre su Palabra. Está constantemente acompañado por el Espíritu Santo, que vive y mora en la iglesia y desde ella va al mundo y lo convence de pecado, justicia y juicio. Es una Palabra que continuamente sale de la boca de Dios, que viene a nosotros en Cristo, y que a través del Espíritu de Cristo es declarada a nuestro corazón o conciencia.
Por lo tanto, esa Palabra puede ser y de hecho es la carne y la bebida de nuestras vidas espirituales. Es el medio, no la fuente de la gracia. Dios es y sigue siendo el dador y dispensador de toda gracia; ningún hombre, ningún sacerdote, ninguna palabra, ningún sacramento ha sido revestido por Él con el tesoro de la gracia o comisionado para dispensarla. Los siervos pueden dar la señal y el sello, pero solamente Dios concede el hecho sellado y significado. Esto es algo que solamente Dios ha hecho —y esto también es gracia— en su libre poder y beneplácito se ha obligado bajo juramento a conceder con su palabra, que es administrada en plena concordancia con el significado del Espíritu a todos y cada uno, que la acepten con fe, a Cristo, que es la carne y la bebida de nuestras almas, el pan que ha bajado del cielo, el agua de vida, la cual al beberla nunca más tendremos sed.
Pero para que sea así, esa Palabra debe ser creída con una fe infantil y aceptada con humildad. Así como el pan, por poderoso y nutritivo que sea, sólo puede ser provechoso para la conservación de nuestra vida natural cuando se come con la boca y se recibe en el cuerpo —así también la Palabra de Dios sólo puede ser alimento para nuestras almas cuando es aceptada por la fe y se implanta en nuestros corazones.
Por eso también el Señor ha destinado lo uno a lo otro. Él, que creó el alimento, creó también la boca para comerlo. Él, que dio la Palabra, también sacó a la luz mediante la regeneración esa vida nueva que sólo puede alimentarse y fortalecerse con el alimento de dicha Palabra.
Están relacionados y por su origen guardan una estrecha relación entre sí. La Palabra obra y fortalece la vida espiritual. Y la vida espiritual, en virtud de su naturaleza, se siente naturalmente atraída por este alimento y lo anhela, como el niño el pecho de su madre, como el hambriento el pan y el sediento el agua.
Además, ambos descienden de un mismo Espíritu. En la esfera de las cosas naturales existe posibilidad de conocimiento solamente porque la razón que tenemos en nosotros y los pensamientos en la creación, juntos y en su mutua relación, han sido hechos por aquel Verbo que en el principio estaba con Dios, que era Dios, y por el cual todas las cosas fueron hechas. La que ilumina tanto el ojo como los objetos es una misma luz. En la razón humana y en las obras de la mano de Dios brilla una misma luz de conocimiento. Sólo entonces el hombre ve y conoce: cuando ambas corrientes de luz, procedentes de una misma fuente, se encuentran. Contigo, oh Señor, está la fuente de la vida; ¡en tu luz veremos la luz!
Así, también el hombre espiritual y la Palabra del Espíritu van juntos. Es el mismo Espíritu, a saber, el Espíritu de Cristo, quien trajo a la existencia la Palabra y la conserva en existencia, y quien hizo nacer en nosotros al hombre espiritual. En la Sagrada Escritura ha representado a Cristo ante nuestros ojos por así decirlo, y en nuestro corazón lo hace vivir por la fe. En la Sagrada Escritura nos ha esbozado la imagen de Cristo, y según esa imagen recrea cada vez más al creyente. Porque todos nosotros, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.
Por tanto, es una señal infalible e inconfundible de vida espiritual que nuestro corazón anhele y desee esa Palabra. Es perfectamente natural, y, de hecho, el hambriento anhela el pan, el sediento el agua y el enfermo la medicina. Con la misma naturalidad, el hombre espiritual anhela la Palabra de Dios y a Cristo que se le ofrece en esa Palabra. Nunca crece más allá de esa Palabra, como sueña el místico; no usa esa Palabra como una escalera para ascender a cierta altura, para luego extender sus propias alas y sostenerse a sí mismo. Es más, quien hace esto pronto será humillado y avergonzado. Quien rechaza la comida, pronto morirá de hambre. Quien no respeta la Palabra de Cristo no ama al Señor. El que desecha la medicina no necesita médico.
Pero el hombre espiritual, mientras viva y con toda su alma, se siente ligado a esa Palabra como medio para la comunión con Dios, porque Dios, incluso Dios, se ha ligado a esa Palabra. Cuanto más crece este hombre y más fuerte se hace, más se fundamenta en esa Palabra. Se aferra a ella como la hiedra a la pared. Se apoya en ella como en la vara y el bastón de su peregrinación. Se apega cada vez más a ella, está cada vez más ligado a ella. Su amor por ella se hace cada vez más fuerte. Cada vez estima más su valor y encuentra en ella nuevos y más ricos tesoros para su corazón y su vida. Cada vez más se convierte para él en una Palabra de Dios, una palabra que le viene del Señor Todopoderoso, una carta de su Padre, enviada a él desde el cielo, para que le sirva de guía en el camino hacia la casa del Padre, con sus muchas, muchas moradas. Tu Palabra es lámpara a mis pies y lumbrera a mi camino. ¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación..
Por eso todo hijo del pacto, aun desde su adormecida infancia, debe y ha de ser alimentado por sus padres con esa palabra. Si se hace con sabiduría, es imposible comenzar demasiado pronto. Ya la actitud respetuosa de los mayores en el momento de la oración y de la lectura de la Palabra de Dios despierta en el corazón del niño un sentimiento de lo sagrado de este servicio, sentimiento que muy a menudo permanece con él hasta los últimos años de su vida. La breve oración, antes y después de cada comida, y a la hora de acostarse y de despertarse implantada en el corazón del niño, deja muy a menudo impresiones que no se borran y que incluso en la vida posterior nos hacen recordar todavía los piadosos años de nuestra juventud. Ciertamente, no tenemos que esperar a enseñar a nuestros hijos pequeños palabras y oraciones religiosas hasta que puedan comprender los hechos, como si de otro modo estuviéramos haciendo de ellos unos pequeños hipócritas, porque aprendemos los hechos por y a través de las palabras, al igual que aprendemos las palabras por y a través de los hechos; los unos ayudan a los otros. Y en general hay una notable semejanza entre el sentimiento de dependencia y humildad que es propio de un niño por naturaleza y el estado o espíritu en que Dios Nuestro Señor ama vernos y que más le agrada. Si no nos hacemos como niños, no entraremos en el Reino de los Cielos.
Pero este llevar la Palabra de Dios a los niños debe ser, al mismo tiempo instrucción y entrenamiento, debe trabajar al mismo tiempo sobre la mente y el corazón, e influenciar a la vez tanto el conocimiento como las acciones. Debemos cuidarnos de los extremos, tanto de la ortodoxia como del pietismo. La religión no es sólo conocimiento, sino también vida; el hombre no sólo tiene conciencia, sino también sentimiento y voluntad. En su ley Dios exige que le sirvamos no sólo con toda nuestra mente, sino que también le amaremos con todo nuestro corazón, y alma, y fuerzas.
Por lo tanto, debe tener lugar la instrucción —la instrucción cuidadosa y exacta en las doctrinas de la verdad, para que puedan implantarse en el niño representaciones puras, ideas claras y juicios correctos, y pueda formarse en su conciencia o mente un conocimiento esencial de la verdad. Cultivar las emociones y despertar los afectos sin representaciones verdaderas y claras es incluso peligroso; es perjudicial para la verdad, abre la puerta a la falsedad y a los errores y es muy a menudo la causa de grandes y graves excesos.
Sin embargo, no bastan las representaciones claras y las ideas puras. En efecto, en casi todas partes y especialmente en la esfera religiosa, es casi una imposibilidad absoluta obtenerlas y poseerlas sin estar influenciados en nuestra disposición y corazón, pues un entendimiento correcto y un conocimiento esencial nunca se obtienen sin el corazón. En todo aprendizaje debe haber necesariamente atención, interés, amor; si no conocemos una cosa determinada no la amamos, sólo conocemos real y verdaderamente aquello que amamos en lo más profundo de nuestra alma.
La formación, la educación de un niño, por lo tanto, no sigue a la instrucción. No se trata de trabajar primero la mente y luego el corazón. No debemos implantar ideas puras y claras de la verdad en la mente, esperando que luego sean aceptadas con una verdadera fe del corazón, para luego influir en la vida y las acciones. Por el contrario, desde el principio, la formación, la educación y la instrucción deben ir de la mano. La instrucción misma debe tener siempre un carácter formativo, pedagógico. La verdad de Dios es de tal naturaleza que no puede entenderse correctamente sin una fe verdadera y recta del corazón. El que imprime la verdad en su mente, sin tener su corazón en ella, recibe sólo la imagen de las cosas, permaneciendo a la vez ajeno a las cosas mismas.
Por lo tanto, la influencia sobre la mente y la voluntad, la preparación para conocer y hacer, el suministro de representaciones puras y claras, y el despertar de los afectos y las emociones deben ir siempre juntos. No podemos separar las palabras de los hechos, ni los hechos de las palabras, pues Dios los ha unido. Se compromete a dar a todo el que cree en verdad en la Palabra, lo que ésta significa. El que conoce a Dios en la faz de Cristo, tiene la vida eterna. Por tanto, cuando hablamos de Dios, de Cristo, etc., estos nombres no deben ser para nosotros meros sonidos, sino que debemos pensar en aquellos a quienes representan. Entonces el Evangelio se vuelve rico; entonces no es un sistema abstracto de doctrinas, sino un mundo de tesoros invisibles y eternos, que están significados y sellados, que se nos indican y se nos conceden en él.
Cuando en el hogar, en la escuela y en el catecismo, la instrucción y la formación, unidas a la verdad, trabajan juntas de este modo, podemos esperar que, con la bendición del Señor, la vida espiritual se desarrolle y madure, floreciendo en fe y conversión, y finalmente se manifieste externamente en una confesión con la boca y el corazón.
Sin embargo, siempre es cierto que el crecimiento debe venir de lo alto. Si el Señor no construye la casa, los obreros trabajan en vano. Los padres, los maestros y los ministros no son más que instrumentos en su mano. Él es el único y verdadero Padre y formador de sus hijos, que los alimenta y conduce, preserva y protege, fortalece y perfecciona. No necesitando ser servido por la mano del hombre, Él mismo da a todos, vida, aliento y todas las cosas. Él gobierna y regula el poder de la Palabra y la acción del Espíritu.
Jesús es la vid, y los creyentes son los sarmientos, y el Padre Celestial es el labrador.
CAPÍTULO IV
La esencia de la confesión
Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. Romanos 10:9, 10.
Todo lo que vive y crece tiene necesita tiempo. Una máquina puede armarse rápidamente, en pocos instantes. Pero la vida y el crecimiento no deben forzarse. La promoción artificial del crecimiento produce o hace nacer plantas de invernadero que no son capaces de resistir tormentas y tempestades.
Nuestra vida espiritual también está sujeta a esta ley de desarrollo bajo la cual todos los seres orgánicos han sido creados. La Sagrada Escritura admite diversas y múltiples diferencias entre los hijos de Dios. Habla de corderos y de niños de pecho en el redil de Jesús; menciona a los niños, a los jóvenes y a los padres en la fe; distingue entre los que aún son menores de edad y los que ya han alcanzado la mayoría de edad y, en relación con esto, también entre la leche y la carne fuerte de la verdad, que debe ser administrada a los creyentes. Una y otra vez se nos amonesta y exhorta a crecer en el conocimiento y la gracia de nuestro Señor Jesucristo, a revestirnos del nuevo hombre creado según Dios en la verdadera justicia y santidad, a fortalecernos en el hombre interior y renovarnos en el espíritu de nuestra mente.
Así como lo hace la vida natural, también debe desarrollarse la vida espiritual. No puede permanecer oculta al hombre, ni puede, como un tesoro, enterrarse en tierra, ni ser consignada a la inactividad. La vida es extraña a toda indolencia y ociosidad. La vida es esfuerzo, la vida es poder, la vida es acción, todo lo que vive, se mueve y se desarrolla. En su crecimiento puede ser obstaculizado y frenado, pero mientras la vida está ahí, la acción es inseparable de ella. Esto es aún más cierto en el caso de la vida espiritual, que se implanta en la regeneración por medio del Espíritu Santo y tiene un carácter eterno e indestructible. Dondequiera que esté, se manifiesta, aparece en palabras y obras, se desarrolla en actividades de fe y conversión, y donde hay fe, la confesión se produce.
Confesión es una palabra excelente para un hecho aún más excelente y glorioso. Pero en gran medida ha perdido su belleza y poder para nuestras mentes. Cuando la usamos o escuchamos que otros la usan, generalmente, pensamos inmediatamente en los escritos confesionales de esta o aquella iglesia cristiana, o pensamos en la confesión pública, que es hecha, una vez en sus vidas, por los miembros jóvenes de la iglesia antes de que se les permita participar de la Cena del Señor.
Sin embargo, estos significados de la palabra «confesión» son relativos. El significado original en las Escrituras es mucho más rico y profundo. De acuerdo con este significado original, confesar no es nada más y nada menos que dar testimonio de la fe personal en Jesús como el Cristo abierta y públicamente.
Esto incluye dos cosas. Primero, una fe verdadera y recta, una convicción profunda y firme del corazón. No es posible confesar en el verdadero sentido de la palabra si no existe fe en el corazón. Confesar es cosa del corazón. Está arraigado en el corazón. Surge del corazón. Es fruto de la fe del corazón. Sin esa fe, confesar se convierte en una obra de labios sin valor, una repetición externa con la boca, una obra impersonal, falsa, hipócrita, que no es digna del hermoso nombre de confesión; un acto refutado y condenado por Cristo con santa ira en el fariseísmo de su tiempo. Todos los que disimulan son semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia.
Pero, en segundo lugar, en la verdadera confesión está incluido el hecho de que la fe del corazón no se avergüenza de sí misma, sino que se revela testificando y dando testimonio abierta y públicamente. Quien no cree, no puede confesar. Pero el que cree en la verdad y en la rectitud, debe confesar; no puede callar; debe hablar al oído del amigo y del enemigo, delante de Dios, de los ángeles y de los hombres. Cualquiera que sea el insulto, la deshonra y el desprecio que pueda seguir, cualquiera que sea el odio y la persecución que pueda despertar, Él, que cree, habla: fuerte, poderosamente, con libertad. Creemos, por tanto hablamos.
Jeremías, al profetizar, llegó a ser la burla y escarnio en medio de su pueblo, pero no pudo callar. El Señor le constriñó, fue demasiado fuerte para él y triunfó sobre él. Aunque dijo: «No haré mención de Él, ni hablaré más en su nombre», la Palabra, que el Señor puso en su corazón, se convirtió como en un fuego ardiente encerrado en sus huesos. Cuando ruge el león, ¿quién no temerá? Cuando hable el Señor, ¿quién no profetizará?
Por tanto, creer con el corazón y confesar con la boca se acompañan y son inseparables. El que cree y no confiesa contradice tanto la ley de Dios como el que confiesa y no cree. Cierto Padre de la iglesia dijo que ambas cosas son necesarias: una fe verdadera y firme y una confesión libre, para que el corazón se adorne con la certeza de la fe y la lengua confiese sin temor la verdad. Y otro testificó: El corazón tiene necesidad de la boca, pues ¿qué fruto puede producir creer con el corazón sin confesarlo públicamente ante los hombres? La fe del corazón puede justificar, pero la salvación perfecta reside en la confesión. La fe sólo brilla cuando se revela en la confesión, y sólo entonces son muchos los que se benefician y obtienen provecho por ella. Por otra parte, la boca tiene necesidad del corazón, porque hay muchos que confiesan a Cristo, pero cuyos corazones están lejos de Él.
Así habla también el apóstol Pablo, cuando dice que la fe del corazón otorga la justicia, pero que la confesión de la boca debe acompañarla para obtener la salvación. Ciertamente, es verdad que estas dos cosas no pueden separarse en nuestros pensamientos, no más de lo que la confesión del Señor Jesús puede separarse de la fe en su resurrección. La fe y la confesión están tan inseparablemente unidas como el Señorío de Jesús y su resurrección de entre los muertos; tan inseparablemente, como la justicia y la salvación. Pero, sin embargo, es cierto —y eso es lo que el apóstol Pablo desea dar a conocer— que, aunque la fe del corazón justifica, esta fe se conoce principalmente y demuestra ser una verdadera fe que justifica, cuando se revela en la confesión. Es la fe, y no la confesión, lo que justifica. Pero que esta fe es la verdadera, se manifiesta primero en la confesión. La verdadera fe que justifica sólo conduce a la salvación por el camino de la confesión. Sin santidad nadie verá a Dios. Sin confesión, como fruto de la fe, nadie entrará en el cielo. La confesión no es la causa meritoria, sino el camino del rey, el camino real hacia la salvación.
Por tanto, la fe y la confesión se influyen mutuamente y se sostienen y apoyan recíprocamente. La fe que no se confiesa se vuelve tímida, se retrae, comienza a desvanecerse, o incluso a veces se descubre en falsedad e infidelidad. Y la confesión sin fe no es más que una flor sin tallo, se marchita y se deshace. En cambio, por la confesión y a través de ella, la fe adquiere fuerza, poder y vitalidad, se afianza y echa raíces cada vez más profundas en la tierra del corazón, y por la fe y a través de ella, la confesión recibe su vida y su fuego, adquiere valor y libertad, y, como por una llama secreta e invisible se preserva y alimenta constantemente.
De esto se deduce también que la llamada confesión pública de fe no es un hecho suelto y separado, que tiene lugar una vez y así concluye para siempre. Esta la interpretación que tienen muchos y que podemos encontrar. Unas semanas antes se preparan para la hora solemne de la confesión. Durante esta temporada preparatoria se retiran y se retienen de las diversiones públicas. Asisten con más regularidad a la iglesia y al catecismo. El día de la confesión se presentan con un vestido o traje nuevo. Probablemente, después de esto participan una vez de la Cena del Señor. Pero luego todo se olvida. La vida reanuda su antiguo curso y procede como si nada hubiera ocurrido.
Tal confesión no es digna de su nombre. No es algo más elevado que una obra que se acepta hacer, y que, estando terminada, se entrega. Una confesión así no es más que una antigua costumbre, que se mantiene y se sigue inconsciente e irreflexivamente.
Tal obra, tal acto, no es hacer confesión de fe. Confesar es mucho más rico en significado y mucho más importante. Ciertamente cuando los miembros jóvenes hacen su confesión de fe personal por primera vez en medio de la congregación, es un asunto serio y una hora solemne. Es un hito en el camino de la vida, la mayoría de edad del hijo menor, la entrada en todos los derechos y privilegios concedidos por Cristo a sus creyentes. A esa respuesta afirmativa que damos entonces estamos obligados por el tiempo y la eternidad. Dios nos retiene firmemente en ella y un día nos juzgará de acuerdo con la misma. Cristo la guarda en su memoria y un día pedirá cuenta de ella. El Espíritu Santo la guardará y preservará en nuestras mentes y recuerdos, y nos referirá y señalará a ella una y otra vez, aun hasta la hora de la muerte, sí, aun hasta toda la eternidad. Un día, en el día de los días, testificará a nuestro favor, y si no, lo hará en nuestra contra —se levantará frente a nuestro rostro y hará más pesada nuestra condenación.
Pero esta confesión de nuestra fe no es un asunto, una acción, una obra que se sostiene por sí misma y que no guarda relación con nuestra vida anterior y posterior. No es un sacramento como aquello en lo que la ha convertido la iglesia de Roma. No lleva en sí misma ninguna santidad especial o sobrenatural. No está separada, como por una valla, de la esfera de una vida no consagrada. No nos incorpora a una nueva compañía, a un rango especial entre los soldados al mando de Cristo Jesús como rey. Por muy importante y ferviente que sea la confesión pública, no se sostiene por sí misma, desconectada, sino que está estrechamente relacionada con nuestras confesiones anteriores y posteriores.
Esta confesión pública es precedida por una confesión diaria. Toda fe confiesa, de la forma que sea, según su propia medida, a su manera y en su propio lenguaje. La fe del niño que juega, del muchacho feliz y alegre, del joven vivaz, también confiesan a su modo y manera. Si la fe es de un calibre verdadero, si en el corazón hay un verdadero temor infantil a Dios, siempre sale a la luz y hace su aparición. Se revela y podemos verla y contemplarla en la piedad de los deseos, en la rectitud de la mente, en la ternura del corazón, en el respeto por las cosas santas y sagradas, en el placer de orar, en el temor de lo que es malo y perverso, en la contención propia y ajena de lo que no es justo, sino pecaminoso. ¡Confesar! Es lo que hacen nuestros hijos desde la infancia, y sus confesiones son agradables al oído de Dios.
Sin embargo, ¿qué dice la Escritura? Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Porque el nombre del Señor es glorioso en toda la tierra, de la boca de los niños y de los que maman fundó la fortaleza para hacer callar al enemigo y al vengativo. El pequeño y débil es elegido por el Señor para avergonzar así al grande y poderoso. Los niños, en su sencillez, en su rectitud, en su ingenuidad y humildad, son pregoneros de la gloria y excelencia de Dios, que se derrama por toda la tierra y que se ha revelado con mayor resplandor en Cristo,
Y así como la confesión pública va precedida de una confesión desde la infancia, también va y debe ir seguida de una confesión durante toda la vida, hasta la hora de la muerte.
Es verdad, la confesión pública en medio de la congregación busca, en primer lugar, obtener acceso a la mesa del Señor. Abre el camino a la mesa del pacto, y así parece separar el Bautismo y la Cena del Señor. Pero en realidad no es así, sino que más bien los une y los mantiene juntos.
Y así debe ser. El Bautismo y la Cena del Señor son sacramentos del mismo valor y dignidad. Tienen el mismo poder y significado. Son signos y sellos de la misma alianza. Ambos, junto con la Palabra, son designados y ordenados para que dirijan nuestra fe al sacrificio de Jesucristo en la cruz, como única base y fundamento de nuestra salvación. Estos dos sacramentos, además, se dan y se conceden a los mismos creyentes. En el Nuevo Testamento, el bautismo se administraba principalmente a los adultos; por lo tanto, la confesión precedía al bautismo; el que era bautizado tenía acceso inmediato a la mesa del Señor.
Pero cuando el bautismo de infantes se convirtió en la práctica general, se produjo una separación natural y gradual. Sin duda, el bautismo puede administrarse a los niños del pacto, ya que es el sacramento de la regeneración y la incorporación a la iglesia de Cristo. Pero la Cena del Señor supone que nosotros mismos aceptamos el pan partido y comemos, que nosotros mismos recibimos la copa y bebemos. Por tanto, el uso correcto de la Cena del Señor debe y tiene que ir precedido de la capacidad de examinarnos y probarnos a nosotros mismos y de discernir el cuerpo del Señor. Es el sacramento del aumento y edificación de la vida espiritual en la comunión del Señor Jesús, y por eso también se repite regularmente.
Por consiguiente, la confesión fue ocupando gradualmente un lugar entre el bautismo y la comunión, no para separarlos, sino todo lo contrario, para mantenerlos en mutua relación y llevar del bautismo a la comunión. La confesión supone el bautismo y prepara para la comunión. En la confesión, el niño bautizado acepta su propio bautismo y desea acceder al segundo signo y sello del pacto. Por gracia Dios lo aceptó y adoptó como hijo suyo, y ahora él, llegando a los años del entendimiento y la discreción y a la conciencia de su vida y de su deber, humilde e infantilmente, pero también creyente y seguro, confiesa ante todos los hombres que Dios es su Dios. Pone su mano en la mano de Dios. Libremente y con clara conciencia admite y acepta la relación de pacto en la que fue aceptado desde su nacimiento. Ante la afirmación del Señor: Yo soy tu Dios. Él responde ahora: Y yo soy tu siervo, hijo de tu sierva, tú has soltado mis cadenas. Dios entrena y educa a todos sus hijos en la libertad y la independencia. En el día de su poder Él desea un pueblo dispuesto. Le amamos porque Él nos amó primero.
Eso es lo que proclama el creyente, cuando en la hora solemne de su confesión, se le da acceso a la Cena del Señor. También hace confesión de ello cuando con la congregación se sienta a la mesa del Señor. En el sacramento se hace hincapié, en primer lugar, en lo que Dios hace, en su don, en su gracia. En él, Dios nos ofrece a Cristo con todas las utilidades y beneficios merecidos por Él. La Cena del Señor fue instituida específicamente por nuestro Salvador Jesucristo con el propósito de alimentar y preservar a aquellos que Él ya había regenerado e incorporado a su familia, que es su iglesia. Es su carne la que comemos, y su sangre la que bebemos con la boca de la fe, para fortalecimiento de nuestra vida espiritual.
Pero, además, en segundo lugar, el sacramento es una confesión de fe por nuestra parte. La Cena del Señor es precedida por la verdadera prueba y examen de nosotros mismos, que consiste en tres cosas.
En primer lugar, hemos de considerar por nosotros mismos nuestros pecados y la maldición que se nos debe por ellos, a fin de que nos aborrezcamos y humillemos ante Dios. En segundo lugar, hemos de examinar nuestro propio corazón para ver si creemos la fiel promesa de Dios, según la cual todos nuestros pecados nos son perdonados sólo por causa de la pasión y muerte de Jesucristo, y que la perfecta justicia de Cristo nos es imputada y dada como propia de forma gratuita. Por último, hemos de examinar nuestra propia conciencia para ver si en adelante nos proponemos mostrar verdadero agradecimiento a Dios en toda nuestra vida, y caminar rectamente delante de Él.
¡Qué confesión tan significativa hacemos cuando venimos a la Cena del Señor! No venimos a ella para testificar que somos perfectos y justos por nosotros mismos, sino al contrario. Al considerar que buscamos nuestra vida fuera de nosotros, en Jesucristo, reconocemos que estamos en medio de la muerte. Confesamos en este sacramento que Jesucristo es la verdadera carne y bebida de nuestras almas, y que somos miembros de su cuerpo. Dado que él es un solo pan, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan.
Sin embargo, esa Cena del Señor no es algo que sea lejano y que esté muy por encima de nuestra vida. Ciertamente es extraordinario en este sentido que la gracia especial de Dios nos encuentra siempre de forma renovada en este sacramento, revelándose de un modo particular a nuestros ojos y asegurándose a nuestros corazones. Muy a menudo, la Cena del Señor también nos parece extraña y maravillosa, porque sólo se celebra unas pocas veces al año y, aún en esos casos, no todos la celebran con fidelidad ni cercanía. Pero la gracia que se nos concede en este sacramento no es otra que la que acompaña constantemente la palabra del Evangelio y nos alimenta día a día. En las primeras congregaciones cristianas, por tanto, la Cena del Señor se celebraba no sólo cada Sabbat, sino también en las reuniones semanales de los creyentes. Era el culmen de su servicio, la comunión de los santos, el sustento que recibían para su peregrinación en cada ocasión.
En la Cena del Señor se significa y sella la comunión y compañía de Cristo, que nosotros poseemos en todo tiempo en la Palabra y disfrutamos por la fe. De esa fe no sólo asistimos y testificamos cuando nos sentamos a la mesa del pacto; ni tampoco lo hacemos solo el domingo, cuando con la congregación subimos a la casa de oración; sino que, tan ciertamente como somos verdaderos creyentes, hacemos confesión de esa fe a lo largo de toda nuestra vida. Porque la fe no puede hacer otra cosa, debe confesar. No se pregunta si las buenas obras deben y tienen que hacerse, sino que, antes de que pueda surgir la pregunta, ya las ha hecho. La confesión con la boca y con el corazón, con la palabra y con las obras, en la vida y en el camino, es inseparable de la fe del corazón. Es el fruto del árbol, el perfume de la flor, la luz del sol, la dulzura de la miel. Es imposible que quien ha sido implantado en Cristo por una fe verdadera no produzca frutos de gratitud.
El que cree, confiesa, no sólo el domingo, sino también durante la semana, no sólo en la iglesia, sino también en el hogar y en la escuela, en la tienda y en la fábrica, en la oficina y en el almacén, en la vida civil y social, en el aprendizaje y en la ciencia, entre amigos y enemigos, ante los ángeles y ante los hombres.
Confiesa al sostener y apoyar el servicio público de la iglesia, en los actos de asistencia cristiana, en el apoyo a la instrucción cristiana, en el cuidado de los pobres, en la visita a los atados y encarcelados, en el vestido de los desnudos, en la alimentación de los hambrientos, en el consuelo de los que lloran, en la amonestación de los rebeldes, en la exhortación a los disputadores e incrédulos, en dar cuenta de la esperanza que hay en él, en mantenerse sin mancha del mundo.
El que cree, confiesa. Su vida misma se convierte en confesión, en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios en Cristo Jesús.
CAPÍTULO V
El contenido de la confesión
Felipe dijo: Si crees de todo corazón, bien puedes. Y respondiendo, dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios (Hechos 8:37).
Según la Sagrada Escritura, el contenido de la confesión lo constituyen especialmente dos cosas.
En primer lugar, toda confesión verdadera contiene un reconocimiento de nuestra culpa y pecado. En los días del Antiguo Testamento, en el gran día de la propiciación, el sumo sacerdote estaba obligado a poner ambas manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, confesando así toda la maldad de los hijos de Israel y todas sus transgresiones, fuese cual fuese la naturaleza de sus pecados, y, poniéndolos sobre la cabeza del macho cabrío lo enviaba al desierto.
Esa era una confesión común, general, hecha por el sumo sacerdote en nombre de toda la nación. Pero esta confesión común y general no excluía la confesión personal e individual de los pecados. Esto es así porque esta confesión personal e individual, se escucha repetidamente en los libros del antiguo pacto, especialmente en los llamados salmos penitenciales. También forma parte importante de las oraciones de los santos, de David y Salomón, de Isaías y Jeremías y Daniel.
No hay pueblo o nación en el mundo que haya sentido tan profundamente y haya confesado tan humildemente la culpa del pecado como los hijos de Israel. Me han alcanzado mis maldades, y no puedo levantar la vista. Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza. No hay paz en mis huesos a causa de mi pecado, porque mis iniquidades se han agravado sobre mi cabeza; como carga pesada se han agravado sobre mí. No entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano. Si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podría mantenerse?
Y esta confesión de pecados pasa a la iglesia del Nuevo Testamento. Cuando Juan el Bautista apareció con la predicación del arrepentimiento, muchos fueron bautizados por él en el Jordán, confesando sus pecados. Muy a menudo, Jesús concedió a la multitud de enfermos que acudían a Él, no sólo la curación de las enfermedades del cuerpo, sino también un don aún mayor, a saber, el perdón de sus pecados y la liberación de su alma. Puso esta oración en labios de sus discípulos: Padre, perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. En la parábola del publicano nos muestra el espíritu con el que debemos presentarnos ante Dios, el Justo y el Santo. El publicano, que estaba lejos, no quería ni alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo, Dios, sé propicio a mí, pecador. Ciertamente, si confesamos nuestros pecados, Dios es verdadero, fiel y justo, y perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad.
Pero por muy significativa e importante, por muy necesaria que sea esta confesión de los pecados, no es suficiente en sí misma. La verdad de nuestra miseria o su doctrina no se sostiene por sí misma, sino que prepara el camino para las verdades o doctrinas de la liberación y la gratitud. Sí, aquel que verdaderamente se da cuenta y confiesa sus pecados y su miseria, ya es un creyente. Los días del Señor que tratan de la miseria del hombre en el Catecismo de Heidelberg no se dirigen el incrédulo, sino el cristiano; aquel que en la primera división ya se ha gloriado de su único consuelo y ha confesado que él, con cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, ya no es suyo, sino de su fiel Salvador Jesucristo.
La verdadera y recta confesión de culpa es ya un fruto de la fe salvadora. En efecto, quien confiesa con verdad y humildad sus pecados, ciertamente ya ha buscado al Señor, se ha puesto ante el rostro de Dios y se encuentra en la presencia del Todopoderoso, y esto no puede hacerlo sino en la creencia de que el Señor es clemente y misericordioso, lento para la ira y abundante en misericordia.
Sin duda, existe cierta forma de reconocer los pecados, que está exenta de fe. También los hijos del mundo llegan con frecuencia a tener conciencia de la gran miseria de su existencia. Caín dijo: «Mi castigo es mayor de lo que puedo soportar», y Judas gritó: «He pecado traicionando sangre inocente». Hay un grito de desesperación que no nace de un corazón contrito, sino que es provocado por las temibles consecuencias del pecado. Hay un remordimiento y una desesperanza, que no impulsan hacia Dios, sino que causan una huida y una rebelión contra Él, Hay una tristeza del mundo que no obra un arrepentimiento para salvación del que no hay que arrepentirse, sino que obra la muerte.
Pero la verdadera confesión de pecados es enteramente diferente de este grito de desesperación, y tiene también un carácter enteramente diferente. Surge de un espíritu contrito, que no es despreciado por Dios, sino que le agrada. No pone su vista en las consecuencias, sino en la esencia, en la culpa del pecado, porque desagrada a Dios y está en contradicción con su ley. Consiste en un arrepentimiento sincero de que hemos provocado la ira de Dios con nuestros pecados, de que hemos pecado contra su justicia, más aún, de que hemos pecado gravemente contra su amor. Porque así dijo Jesús una vez: «Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado».
Esta confesión va acompañada de un arrepentimiento ante Dios y obra un arrepentimiento para salvación del que no hay que arrepentirse. Se hace ante el rostro de Dios y no le oculta nada. Va acompañada y nace de una fe que reconoce que Dios no sólo es justo, sino también clemente y misericordioso. Es también ya una confesión de fe; es de y por o a través de y para la fe. La fe no comienza después del conocimiento de la miseria, sino que precede a ésta y le da su forma correcta. Por encima de la ley brilla la palabra de la gracia: «Yo soy el Señor, tu Dios». La verdadera conversión parte del agradecimiento y de la gratitud.
Por eso la Sagrada Escritura nos enseña que la confesión, en segundo lugar, contiene una confesión del nombre del Señor. La conversión y la confesión del nombre del Señor van unidas. Porque la confesión de ese nombre significa el reconocimiento sincero y creyente de que el Señor, Jehová, es el Dios del pacto, que se ha revelado como fiel y misericordioso y que cumple todas sus promesas de gracia en Cristo. El que se arrepiente con corazón verdadero y recto, se vuelve a Dios, el Dios vivo, que en Cristo es Padre reconciliado.
Por eso, Juan el Bautista, apareciendo en los días del Nuevo Testamento, no sólo llama al arrepentimiento y a la confesión de los pecados, sino que también señala al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. No era sólo un predicador de la ley y de la penitencia, sino también un heraldo del Evangelio y un predicador de la fe. El Reino de los Cielos se había acercado, ¿no es así? Y después de él vino aquel que era antes que él, de quien no fue digno de desatar la correa de sus sandalias. Juan administró el bautismo como señal y sello del perdón de los pecados, que se concede y se obtiene mediante el arrepentimiento.
En el Nuevo Testamento, todo el contenido de la confesión de fe se recoge o se expresa constantemente en pocas palabras: que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Quien lo confiesa como tal ante los hombres, será un día confesado por Él ante su Padre que está en los cielos. En un momento serio y solemne, cuando muchos de los discípulos de Jesús volvieron atrás y ya no deseaban caminar con Él, preguntó a los doce: «¿Queréis marcharos también vosotros?». Pero Simón Pedro respondió por todos ellos: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». Tan pronto como el eunuco hizo esta buena confesión fue bautizado inmediatamente por Felipe. Por esta confesión, de que Jesucristo apareció en la carne, son conocidos los espíritus. Por tanto, cualquiera que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios.
Jesús, el Mesías prometido, el profeta y sacerdote y rey divinamente ungido: ése es el breve contenido de toda la fe cristiana. Es el eje de la revelación, el corazón de la Sagrada Escritura, el hueso y la médula de toda confesión, el dogma central de todas las verdades de salvación, el centro de luz del que proceden todas las corrientes y rayos del conocimiento de Dios y se dirigen a la circunferencia. La Persona de Cristo determina la esencia del cristianismo.
Con esta confesión, la iglesia de Cristo aceptó un lugar propio e independiente en medio de judíos y gentiles. Por ella se distinguía y separaba de ambos. A partir de ella, llegó constantemente a un desarrollo más rico de su fe y de su vida. Al principio eran bautizados todos los que confesaban al Señor Jesús. Después de un tiempo esta confesión se aumentó a la del nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En los doce artículos de nuestra católica e indudable fe cristiana, esta confesión recibe un desarrollo aún mayor. Finalmente, en las diferentes confesiones de la iglesia cristiana todos estos artículos han sido estudiados más de cerca y mejor explicados. Las confesiones son, por así decirlo, ramas y hojas que proceden del único árbol que, en la creencia de que Jesús es el Cristo, fue plantado al principio en el suelo de la iglesia.
Ciertamente, en esta corta y breve confesión encontramos supuestas la creación y la caída, el pecado y la miseria. Como si fuera un germen, toda la persona de Cristo, con sus nombres y naturalezas, con sus oficios y estados, está comprendida en ella. Todo el orden de la salvación, para el individuo, para la humanidad, para el mundo, está intrincadamente contenido o incluido en ella. En la cruz de Cristo, que es escándalo para los judíos y locura para los griegos, se unen y reconcilian el pecado y la gracia, la ley y el Evangelio, la justicia y la misericordia, la culpa y el perdón. En esa cruz, Dios y el mundo, el cielo y la tierra, los ángeles y los hombres, los pueblos y las naciones se tienden mutuamente la mano de la paz. Porque, por la Cruz de Cristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo —no imputándole sus pecados, y ha triunfado sobre toda autoridad y potestad.
En la gracia de nuestro Señor Jesucristo participamos del amor del Padre y gozamos de la comunión del Espíritu Santo.
CAPÍTULO VI
La diversidad de la confesión
Les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios (Hechos 2:11).
En los primeros días, la confesión corta y breve de que Jesús era el Cristo, el hijo del Dios viviente, era suficiente para la iglesia.
Pero este tiempo de fe sencilla e infantil no duró ni podía durar mucho. La oposición del exterior, así como el despertar del pensamiento dentro de su propio círculo, obligaron cada vez más a la iglesia a dar cada una explicación más clara y sencilla del contenido de su fe.
Y a partir de ese momento se revelaron todo tipo de diferencias y disputas. La unidad de la confesión se perdió pronto y para siempre. Aunque en todos los tiempos la iglesia y el estado trataron por todos los medios de mantener la unidad de la confesión así sólo fuera en apariencia, el proceso de división y separación ha continuado hasta nuestros días. En todas partes hay discordia y controversia entre los cristianos. Iglesias e individuos están en oposición y enemistad unos con otros en el nombre de Cristo e invocando su Palabra. Lo multiforme de la fe cristiana aumenta continuamente. Ya no se espera una restauración de la unidad en este mundo.
En esta división y separación de los cristianos reside una gran desilusión. ¿No tenemos un solo Dios, el Padre, de quien son todas las cosas y nosotros para Él, y un solo Señor Jesucristo, por quien y a través de quien son todas las cosas y nosotros a través de Él? La iglesia es un solo cuerpo y un solo espíritu, así como es llamada en una sola esperanza de su vocación, y posee un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Jesús mismo oró por la unidad de sus discípulos, para que el mundo creyera que el Padre le había enviado. Por tanto, también es de esperar que la confesión que brota de los labios de la iglesia sea una.
Pero aún más que esto, la división y separación existentes no sólo son una penosa decepción, sino también un gran pecado ante Dios. Como cristianos no podemos humillarnos lo suficiente por ello. Es un cargo grande, que pesa contra nosotros, porque encuentra su causa especialmente en la oscuridad de nuestros entendimientos y en la falta de caridad de nuestros corazones.
Tampoco puede aliviarse esta división y separación diciendo que las confesiones, que gradualmente han llegado a coexistir en la iglesia cristiana, deben considerarse como expresiones diferentes de una misma verdad. Porque estas confesiones no difieren sólo en palabras y expresiones, en lenguaje y estilo, sino que a menudo están en contradicción entre sí con respecto a la materia misma, de modo que una confirma lo que la otra niega. La elección por gracia o por una fe prevista; la justificación por la sola fe o por las obras de amor; la presencia espiritual o corporal de Cristo en su cena no son nombres distintos para el mismo hecho, sino interpretaciones que se contradicen. La diversidad de la confesión no debe ni puede confundirse con los errores, que pueden introducirse por la oscuridad de nuestros entendimientos. Por tanto, no podemos ni debemos ser indiferentes o neutrales con respecto a las confesiones que han surgido y siguen coexistiendo en la iglesia cristiana. Podemos admirar las buenas intenciones de aquellos cristianos que, en tiempos pasados o presentes, han intentado preservar o incluso restaurar esta unidad tan deseada en la iglesia de Cristo, ya sea por medios obligados o artificiales.
Pero, sin embargo, debemos recordar y tener en cuenta que todos estos intentos, a pesar de las más excelentes intenciones, no han tenido otro resultado que el de falsear la verdad, suprimir la libertad y, muy a menudo, aumentar la diversidad. En efecto, quien por imparcialidad se separa de todas los partes, corre el gran peligro de convertirse él mismo en jefe de una nueva parte.
Además, nunca debemos olvidar que Dios también tiene su mano en la historia y que en ella ejecuta su sabio consejo y juicio. Su providencia gobierna todas las cosas, de modo que nada sucede por casualidad, y menos aún en la iglesia cristiana, de la que Cristo ha sido ungido por el Padre como cabeza y rey. Las siempre crecientes divisiones y separaciones en la cristiandad son un hecho que no puede tener lugar sin el gobierno de Dios; es aceptado y determinado en su consejo, y con ello Él tiene, sin duda, sus propios altos y sabios propósitos.
Ahora bien, aunque debido a esto no podemos justificar el pecado que se muestra y obra en esta división en modo alguno, no obstante, por otra parte, no es correcto pasar por alto el gran bien que se ha producido por y a través de esta diversidad. Lo que el hombre ha considerado malo, Dios, a menudo, lo ha hecho bueno. De las tinieblas puede sacar la luz; de la muerte, la vida; de la vergüenza del hombre, el honor y la gloria de su nombre. Tan lejos está Dios del mal y el Todopoderoso de la injusticia, que incluso puede suprimir y utilizar el pecado para trabajar por la gloria de sus perfecciones y el establecimiento de su Reino.
Tan pronto como la verdad, proclamada por Cristo y sus apóstoles, se reflejó en la mente humana fue, muy probablemente de inmediato, despojada de su pureza y se adulteró con toda clase de errores; la herejía y el cisma comenzaron en los días de los apóstoles. Pero así también la verdad se hizo más clara; se comprendió más y mejor en su plenitud y multiplicidad, y la iglesia fue continuamente conducida más profundamente en los misterios de la salvación que Dios había establecido para ella y revelado en su Palabra.
Ciertamente, en la vida natural los hijos de los hombres son ya enteramente diferentes los unos de los otros. El sexo y la edad, los talentos y el carácter, la formación y el ambiente, la tierra y el pueblo, el tiempo y el lugar, el rango y la posición, la diversidad de dones, de razón y de corazón, provocan las mayores diferencias en la consideración e interpretación de las cosas. No hay dos personas perfectamente iguales en ningún aspecto.
Y esta diversidad que existe por naturaleza no es borrada por la gracia. La gracia no suprime y abole la naturaleza, sino que la restaura y la renueva y, sin embargo, aumenta la diversidad natural por la diversidad de los dones espirituales, los cuales ciertamente son todos obrados por un solo y mismo espíritu, pero, no obstante, distribuidos separadamente como Él quiere.
Dios ama la diversidad en la unidad. La creación entera lo atestigua, la naturaleza con sus montañas y valles, mares e islas; la tierra con sus reinos de minerales y plantas, de animales y hombres; el firmamento con sus planetas y estrellas; el cielo de los cielos con sus miles y miles de santos ángeles. La gran gloria de la esencia infinita y rica de Dios se refleja en las obras de sus manos. En las criaturas se revelan las perfecciones y atributos de Dios.
Y aún más clara y plena se nos revela esta diversidad en la recreación. En primer lugar, está Cristo, el más hermoso de todos los hijos de los hombres, en cuyos labios se derrama la gracia y la verdad. Y luego, en torno a Él, en grandes masas apretadas y compactas, los patriarcas y los profetas, los apóstoles y los evangelistas, los mártires y los reformadores, toda la hueste de los redimidos, comprados con su sangre y renovados por su Espíritu. Diferentes son en el cielo, diferentes fueron en la tierra. Y toda esa diversidad, incluso a través del pecado, la culpa y el error del hombre, tiende al bien del conocimiento de la verdad y al honor de la gracia. Cristo la pone al servicio y ornamenta con ella a su iglesia. El Espíritu Santo se sirve de ella para que cada uno declare en su propia lengua las grandes obras de Dios. Un día, al final de los tiempos, Dios recibirá todo el honor y la gloria de la iglesia de toda lengua y pueblo, tribu y nación.
Por eso no es de extrañar que en toda diversidad de confesiones se refleje la diferente relación en que se coloca la gracia respecto a la naturaleza. La esencia de la religión cristiana consiste en que la creación del Padre, destruida por el pecado, es restaurada de nuevo en la muerte del Hijo de Dios y recreada por la gracia del Espíritu Santo en un Reino de Dios. La gran cuestión, por tanto, que vuelve a plantearse siempre y en todas partes, es ésta: En qué relación se coloca la gracia con la naturaleza. Prácticamente cada hijo del hombre debe regular por sí mismo esa relación en sus pensamientos y en su vida, en su voluntad y en sus actos. Y en un campo más amplio también hace continuamente su aparición, en la Iglesia y en el Estado, en la familia y en la sociedad, en la ciencia y en la educación. ¿Cuál es la relación entre la creación y la recreación, entre los reinos de la tierra y el Reino de los Cielos, entre la humanidad y el cristianismo, entre lo que es de abajo y lo que es de arriba?
De acuerdo con sus peculiaridades o características personales, cada hombre designará esta relación de modo distinto y la aplicará también de modo distinto en su vida. Hay una gran diferencia si pensamos en la gracia como doctrina o como vida; si la consideramos como una adición sobrenatural a la naturaleza o como un remedio contra la enfermedad del pecado; si se designa sólo para el corazón y el aposento, o para toda la rica y plena vida del hombre; si sólo sirve para salvar el alma o tiene la tendencia de preparar honra para Dios en todas sus obras. A causa de esta diferencia surge entre los creyentes, incluso entre los miembros de una misma iglesia, toda clase de pequeñas y grandes diferencias en la confesión. La verdad, sin duda, es una, pero se refleja en la conciencia del hombre de maneras muy diferentes. Es cierto, sólo un sol brilla en el firmamento, pero cada uno lo ve con su propio ojo.
Sin embargo, aunque las diferencias que existen entre las confesiones de las iglesias cristianas son muy grandes, no debemos pasar por alto la unidad que se revela en ellas clara y llanamente. No se puede negar que hay diferencias y controversias sobre todos y cada uno de los artículos de la fe. Pero al fijarnos en lo que separa a los creyentes unos de otros, olvidamos fácilmente lo que los une y los mantiene juntos. A menudo, la armonía está demasiado oculta a nuestra vista por la discordia que existe.
Y, sin embargo, esta armonía también está presente. Los creyentes son todos uno, no solo en el sentido espiritual, ya que todos juntos están injertados en Cristo y son, por tanto, miembros de su cuerpo; sino también en el sentido externo, en el que una banda visible rodea a todas las iglesias y confesiones cristianas y las separa de todos los no cristianos.
Ciertamente, la diversidad de confesiones en la iglesia cristiana no consiste absolutamente en éstas y otras diferencias semejantes, por las que una u otra verdad se toma y coloca en primer plano.
Es cierto que no existe una cristiandad que esté por encima de la discordia de fe. Las diferencias entre las innumerables iglesias y confesiones cristianas no se unen mecánicamente a los puntos de unidad o armonía. No se puede separar lo primero de lo último de forma que quede una suma igual y perfecta. Todas y cada una de las confesiones son un organismo o, lo que es lo mismo, un todo orgánico. La de roma es romana, incluso en la confesión de los doce artículos de la fe, que son aceptados por todas las iglesias. Reformados y luteranos, bautistas y arminianos están separados entre sí no sólo en la doctrina de la elección, de la iglesia, de los sacramentos, sino también en las de Dios, de Cristo, de la creación y de la providencia, de la redención y de la justificación.
Pero, sin embargo, existe una cristiandad en la discordia de la fe, una unidad que, mirándola bien, es mucho mayor y de infinito más significado que todo lo que divide y separa a los creyentes entre sí. Aunque no es posible separar esa unidad de la diversidad, está presente en ella de forma real y verdadera y se revela también clara y llanamente. Y aunque una confesión escrita muy a menudo se limita especialmente a la exposición de las diferencias; en los artículos no escritos, en las oraciones, en los frutos de la fe, en las obras de misericordia se aprecia una sorprendente armonía. La confesión imperfecta de los labios no hace muy a menudo justicia a la fe del corazón.
Así pues, parece ser la voluntad y beneplácito del Señor que la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios se abra camino a través de la diversidad, y que al final de los tiempos aparezca en toda su gloria. Cuando en el futuro el cuerpo de Cristo haya alcanzado su pleno crecimiento, y haya llegado en la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios a un hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; entonces todos los santos juntos comprenderán plenamente cuál es la anchura, la longitud, la profundidad y la altura del amor de Cristo, que sobrepasa todo entendimiento, para que sean llenos hasta la plenitud de Dios.
CAPÍTULO VII
La universalidad de la confesión
Así que, ninguno se gloríe en los hombres; porque todo es vuestro: sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1 Corintios 3:21-23).
La diversidad de la confesión no menoscaba su universalidad. Aunque hay muchas iglesias, los cristianos confesamos una sola, la santa iglesia católica, que se manifiesta en las muchas y diversas iglesias de la cristiandad, aunque sea muy a menudo de un modo muy imperfecto.
La confesión cristiana es universal y católica en este sentido, extendiéndose por toda la tierra, incluyendo a todos los verdaderos creyentes, es vinculante para todas las personas y tiene significado para todo el mundo. El cristianismo es una religión mundial, destinada e idónea para toda nación y siglo, para todo rango y condición, para todo lugar y tiempo. Y la más católica es aquella iglesia que ha expresado este carácter internacional y cosmopolita de la religión cristiana del modo más puro en su confesión y lo ha aplicado más liberalmente en la práctica.
Esta universalidad o catolicidad de la religión cristiana es directamente coherente con la unidad de Dios, que se enseña en ella. Dios es uno, y en él sus palabras y sus obras nunca pueden contradecirse. Todas las cosas tienen su relación y sistema en su conciencia, en su voluntad, en su consejo. Todas ellas existen juntas en el Hijo, que es la imagen del Dios invisible, el primogénito de todas las criaturas, por quien y para quien todas ellas han sido creadas. Y este Hijo es al mismo tiempo el Cristo; el camino, la verdad y la vida, sin el cual y fuera del cual nadie puede llegar al Padre; el único nombre dado bajo el cielo para que los pecadores se salven; la cabeza de la iglesia, en quien el Padre ha hecho habitar toda la plenitud, para que, por medio de Él, habiendo hecho la paz mediante la sangre de la cruz, reconcilie consigo todas las cosas, sean las que están en la tierra, sean las que están en el cielo.
El cristianismo es, pues, la religión absoluta, la única, la esencial, la verdadera. No tolera junto a ella a otras religiones como si fuesen casi de igual valor y valía. Es, de acuerdo con su naturaleza, intolerante, así como la verdad en todo momento es y debe ser intolerante con respecto a la falsedad. Ni siquiera se conforma con ser la primera de las religiones, sino que pretende ser la religión única, verdadera, plena, que ha absorbido y realizado todo lo que hay de verdadero y bueno en las demás religiones. Cristo no es un hombre más, a la altura de otros, sino que es el Hijo del Hombre, que por la resurrección fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de Santidad, y recibió del Padre un nombre sobre todo nombre, para que en su nombre se doble toda rodilla y toda lengua confiese que Él es el Señor, para gloria de Dios Padre.
Esta unidad implica necesariamente la universalidad de la religión cristiana. Aunque sólo hay un Dios, Él es el Creador de todas las cosas. Como sólo hay un Mediador entre Dios y los hombres, Él es el Salvador de todo el mundo. Y como sólo hay un Espíritu, que procede del Padre y del Hijo, dicho Espíritu es el único guía y conductor en la verdad, el Maestro exclusivo de la iglesia, el consolador omnipotente de todos los creyentes.
Las Sagradas Escrituras proclaman esta universalidad del cristianismo del modo más claro y hermoso. El Padre amó al mundo y por eso envió a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. En ese Hijo Dios ha reconciliado consigo al mundo, no imputándole sus pecados. Cristo mismo vino a la tierra, no para condenar al mundo, sino para salvarlo. Él es la luz, la vida, el Salvador del mundo, es la reconciliación, no sólo por nuestros pecados, sino por todo el mundo. En Él, todas las cosas del cielo y de la tierra se reconcilian con Dios y se reúnen en una sola. El mundo, que fue hecho por el Hijo, también está destinado al Hijo como su heredero. Un día todos los reinos serán de nuestro Señor y de su Cristo.
Esta grande y gloriosa verdad ha sido muy a menudo negada y mal apreciada. En el transcurso de los siglos ha habido cristianos, y todavía los hay, que, sin duda, atribuyeron al Evangelio cierta importancia o significado para la vida moral religiosa, pero que también limitaron su influencia a eso, y no tuvieron ninguna concepción de su valor y valía para la vida natural, para la familia y la sociedad y el Estado, para la ciencia y el arte. Sí, muchos han pensado que la recreación estaba en oposición, en enemistad con la creación, que la gracia borraba la naturaleza y que, por tanto, era mejor y más cristiano quien se retiraba del mundo y se encerraba en la soledad.
Los defensores de la infidelidad se han servido ávidamente de esto, proclamando triunfalmente que el cristianismo era enemigo de toda cultura y, por tanto, en todos los aspectos, ya no era adecuado para la humanidad de nuestros días. En siglos pasados pudo haber cumplido una vocación excelente, y aún hoy puede resultar para algún individuo melancólico un consuelo en su pena; pero para la humanidad en su conjunto, el cristianismo es anticuado y está próximo a desaparecer. La civilización, la ciencia, el arte, el comercio, la industria, estos son los dioses que van hoy ante el rostro del hombre y lo sacan de la casa de servidumbre. Pero el Evangelio de Cristo ha cumplido su propósito; su Reino no es de este mundo y no tiene nada que decirle. Sí, toda religión puede tener todavía un pequeño derecho de existencia en la iglesia y en el cuarto de oración; pero en el mercado de la vida no hay lugar para ella. La religión no tiene nada que ver con la política. En las escuelas de ciencia, en los templos del arte, en las salas de consejo del Estado, el Todopoderoso está excluido. La liberación o emancipación del mundo con respecto a Dios y las cosas piadosas se persigue hasta el final.
En este razonamiento hay una verdad que no se puede negar. Ciertamente, Jesús vino a la tierra y asumió la vida natural, pero la asumió para negarla y entregarla de nuevo en la cruz. No estuvo casado, no ejerció ninguna ocupación o profesión en la vida civil, no ocupó ningún cargo en el Estado. No fue hombre de ciencia ni practicante de arte. Toda su vida fue un sacrificio, que se consumó en su entrega a la muerte. Vino a morir. La muerte fue el fin y el propósito de su vida. Así como Él mismo testificó que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su alma en rescate por muchos.
Y así lo hizo, no sólo por sí mismo; exige de sus discípulos que le sigan y anden en sus pasos. Quien no toma su cruz, no puede ser su discípulo. Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien la pierda por Él, la hallará. Quien ama al padre o a la madre por encima de Él, no es digno de Él; pero quien lo deja todo por su nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna. Para entrar en el Reino de los Cielos, hay que arrancar el ojo infractor, y cortar la mano y el pie infractores, porque es mejor entrar en la vida mutilado, que tener dos manos y dos pies y dos ojos, y ser arrojado al fuego del infierno. No se puede derogar nada de esta rígida exigencia del Evangelio de la cruz. El Evangelio puede ser para el hombre, pero en ningún caso a la medida del hombre. Quien quiera modelarlo según el espíritu de la época, de acuerdo con los razonamientos del día, le roba su poder, y no experimenta más que desilusión, si de esta manera piensa encontrarle una entrada. Porque, a buen seguro, Cristo no ha sido ni un líder político ni un reformador civil; su Evangelio no es adecuado para servir como programa social; las Escrituras no son un código de leyes ni un manual para el arte o la ciencia; la administración de la Palabra no es una predicación de sabiduría humana; el gobierno de la iglesia no es una dominación ni un ejercicio de autoridad; la diaconía no es una institución para la solución del problema de la pobreza.
Para todo esto no vino Cristo; ni para esto nos fue dada su Palabra. Cristo es Salvador. Ese es su nombre y su obra; nada más, pero tampoco nada menos que eso. Su sacrificio es una reconciliación por los pecados. Su Evangelio es una buena nueva para la salvación. Su iglesia es una comunión de santos. El cristianismo es religión, no filosofía.
Pero también lo es total y perfectamente; la religión verdadera, pura, plena, la restauración de la relación correcta con Dios y por tanto también con todas las criaturas. Solo Cristo es Salvador, nada más; pero lo es tan perfectamente que su Evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree.
Y por eso no rechaza a nadie ni a nada. A los ricos que creen no tener necesidad de nada, los despide vacíos, pero a los pobres los colma de dones. A los fariseos que creen bastarse con su propia justicia, les proclama su tres veces repetido: ¡ay! Pero a los publicanos y a los pecadores los invita a venir a Él. A los enfermos los cura, a los cojos los hace andar, a los leprosos los limpia, a los ciegos los hace ver, a los muertos los resucita, sobre los niños levanta las manos con bendiciones, a los pobres les proclama el Evangelio del Reino de Dios, y va por todas partes haciendo el bien y esparciendo bendiciones por toda la tierra.
Y en todo ello no cuenta como extraño nada que sea humano. A diferencia de Juan el Bautista, vino comiendo y bebiendo, de modo que incluso fue tildado de glotón y bebedor de vino. Fue invitado a las bodas de Caná, aceptó invitaciones a cenar, prohibió a sus discípulos ayunar, reveló la alegría de la salvación futura con la parábola de las bodas, prometió a sus discípulos en la última noche de su vida que, aunque ya no bebería más del fruto de la vid con ellos, un día volvería a beberlo con ellos en el Reino del Padre.
Él respeta las ordenanzas en cada rango y estación de la vida natural, pues no ha venido a destruir las obras del Padre, sino sólo las del diablo. Él paga el tributo, se niega a actuar como juez entre dos hermanos que riñen por una herencia, ordena dar a César lo que es suyo, exige sumisión a los que están sentados en la cátedra de Moisés, y prohíbe a sus discípulos, incluso en la hora más difícil, usar la espada. Nunca incita a la resistencia; siempre y en todo momento se oyen de sus labios palabras de amor. Amad a vuestros enemigos; bendecid a los que os maldicen; haced bien a los que os odian; y orad por los que os usan con desprecio y os persiguen.
También ama la naturaleza con una alegría infantil. Disfruta de su belleza y se refresca en su gloria. Tiene los ojos abiertos para la hierba de la tierra y los lirios del campo, para las aves del cielo y los peces del mar. La vid y la higuera, la semilla de mostaza y el grano de trigo, la uva y el espino, la higuera y el cardo, el acre y el rebaño, la pesca y el comercio, son utilizados por Él como símbolos y parábolas en su instrucción acerca de las cosas celestiales. La naturaleza entera le habla del Padre, que está en los cielos, y que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos. Él desaprueba tan poco todo lujo que, cuando una vez María le ungió con un ungüento muy selecto, no se queja del derroche uniéndose a sus discípulos, sino que acepta de buen grado y con gratitud esta preciosísima señal de honra.
Y lo que silencia todo: Jesús, ciertamente, dejó la vida natural por nosotros, pero también la asumió de nuevo y resucitó de entre los muertos. Cuando hubo llevado nuestros pecados en su carne sobre el madero y hubo liberado así la vida natural de su culpa y maldición y muerte, también la aceptó de nuevo como posesión suya, pero ahora era una vida renacida, espiritualizada, santificada. La resurrección corporal de Cristo de entre los muertos es la prueba decisiva de que el cristianismo no se opone a nada humano o natural, sino que solo quiere liberar a la creación de todas las cosas pecaminosas y santificarla perfectamente para Dios.
El camino por el que han de andar los discípulos de Jesús no es diferente. Quien quiera seguir a Jesús debe, sin duda, renunciar a todo, pero también recibe todo a cambio, treinta y sesenta y ciento por uno. El que se haya hecho una sola planta con Él en semejanza de su muerte, también lo será en semejanza de su resurrección. Quienquiera que sufra con Él, también será glorificado con Él, y no será algo que le suceda por primera vez en el cielo, sino desde el principio, aquí en la tierra. Porque el que cree tiene vida eterna y se renueva de día en día. De la cruz a la corona, a la vida a través de la muerte; ése es el camino tanto para Jesús como para sus discípulos. Por tanto, en la resurrección todo regresa también a ellos a través de la muerte. Muertos y resucitados con Cristo, viven el resto de su vida en la carne, en la fe del Hijo de Dios, que los amó y se entregó por ellos. Aunque están crucificados al mundo, no son sacados del mundo, sino protegidos en el mundo del maligno por el Padre. Permanecen en la vocación a la que han sido llamados. El judío, que se convierte al Señor, no está obligado a asumir el prepucio, y el griego, que viene a la fe no está obligado a circuncidarse. El siervo sigue siendo siervo, aunque llegue a la libertad en el Señor; y el nacido libre sigue siendo libre, aunque llegue a ser siervo de Cristo. El esposo incrédulo es santificado por la esposa y la esposa incrédula es santificada por el esposo.
Todas las ordenanzas naturales permanecen; no son derribadas de forma revolucionaria, sino sólo recreadas por el nuevo espíritu. Porque el Reino de los Cielos no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo por el Espíritu Santo. Toda criatura de Dios es buena, y nada es de rechazar, si se recibe con acción de gracias; porque está santificado por la Palabra de Dios y la oración. Los creyentes únicamente han de pensar en todo lo que es verdadero; todo lo honesto; todo lo justo; todo lo puro; todo lo amable; todo lo que es de buen nombre. Por lo demás, todo es de ellos, porque son de Cristo y Cristo es de Dios.
Así pues, la piedad es provechosa para todas las cosas, pues tiene promesa de la vida presente y futura. Al que ha buscado el Reino de los Cielos y su justicia, todas las demás cosas le son añadidas. El mejor cristiano es el mejor ciudadano. Con su confesión no se sitúa ni fuera ni en oposición a la vida natural. Sino que, con honra y valentía la lleva al mundo, y planta en todas partes el estandarte de la cruz. El Evangelio de Cristo es una buena nueva de gran alegría para todas las criaturas, para la mente y el corazón, para el alma y el cuerpo, para la familia y la sociedad, para la ciencia y el arte. Porque libera de la culpa y redime de la muerte. Es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree.
CAPÍTULO VIII
La obligación de la confesión
Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios (1 Corintios 6:20).
Ciertamente la confesión tiene su raíz y origen en el corazón, pero es, en sí misma, según su naturaleza y carácter, algo de la boca, una obra de los labios.
Sin embargo, muchos opinan, que esto último es sólo accesorio a la confesión, un añadido arbitrario cuanto menos, que es solamente una buena obra superflua. Y saben adornar esta su opinión con muchos pensamientos hermosos; en la fe personal en Cristo para la salvación del alma, el énfasis está en el corazón y no en la obra externa de los labios. Confesar en silencio y testificar en secreto tiene más valor y merece más la pena, y da frutos más ricos, que pronunciar grandes palabras y utilizar términos piadosos. Jesús mismo dijo: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos». Mejor es confesarse delante de Dios en la intimidad, que vender la verdad en público, y echar perlas a los cerdos. El Reino de los Cielos no es de este mundo, no viene de forma externa, sino que está dentro de nosotros. El hombre ve lo que está delante de los ojos, pero Dios considera el corazón.
En oposición a la gran falsedad y mentira que reina en la confesión de la boca, este recordatorio de la absoluta necesidad de la conversión del corazón está perfectamente en su lugar. En la obra de los labios se ha introducido una temible hipocresía. Existe una ortodoxia, injustamente llamada así, que busca en la aceptación exterior e intelectual de la verdad un motivo de justificación ante la faz de Dios. La confianza en el mérito de las obras exteriores de piedad es un pecado, pero no menos mala es la confianza en el mérito del conocimiento y comprensión exteriores, que además nos hace mirar con desdén y orgullo de corazón a la multitud que no conoce la ley, y en las obras de misericordia y amor es enteramente infructuosa. Por tanto, en oposición a esta falsa ortodoxia es siempre nuestro deber y vocación poner énfasis en el corazón y exhortar a la rectitud ante la faz de Dios. Los labios falsos son una abominación para el Señor, pero los que actúan fielmente son de su agrado. Él no se complace en un pueblo que se acerca a Él con la boca, y lo alaba con los labios, pero cuyos corazones se mantienen lejos de Él. Lo primero que Dios requiere de todos y cada uno es el corazón, pues de él salen los asuntos de la vida. Ser cristiano no consiste en decir grandes palabras, sino que, con Dios, hacemos grandes cosas.
Sin embargo, esto para nada quita el hecho de que la Sagrada Escritura concede un gran valor y mérito al testimonio de los labios y se complace especialmente en la confesión de la boca. No hay otro libro que desenmascare tan intrépidamente toda hipocresía y al mismo tiempo valore tanto el significado de la palabra y el poder del testimonio como la Palabra de Dios.
Hablar no es ni más ni menos que un atributo esencial de Dios, su obra eterna e inmutable. Hablando, el Padre engendra eternamente de su propia esencia al Hijo, que es la Palabra, la Palabra hablada y al mismo tiempo la Palabra que habla por sí misma, que en el principio estaba con Dios y que era Dios. Hablando en y a través de esa Palabra, Dios trae todas las cosas a la existencia, las preserva y las gobierna, las recrea y las renueva. Su hablar es hacer, su Palabra es poder, Él habla y ahí está, Él ordena y permanece firme, Él llama a las cosas que no son como si fueran.
También en este sentido el hombre ha sido creado a imagen de Dios. Recibe de su Creador no sólo un entendimiento y un corazón, sino también una lengua y un lenguaje y, por tanto, está llamado no sólo a pensar y a sentir, sino también a hablar y a dar testimonio. Su hablar debe ser una alabanza, una proclamación de las grandes obras de Dios. Así lo alaban los ángeles cuando, de pie ante el trono, cantan, unos a otros, santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos, ¡toda la tierra está llena de su gloria! Así lo alaban los santos, cuando entonan el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: Grandes y maravillosas son tus obras, oh Señor, tú Dios Todopoderoso, justos y verdaderos son tus caminos, tú Rey de los Santos; ¿quién no te temerá, Señor, y quién no glorificara tu nombre? Sí, en la Sagrada Escritura, todas las criaturas son llamadas a alabar el nombre del Señor una y otra vez. Bendecid al Señor, todos vosotros, sus ejércitos; vosotros, ministros suyos, que hacéis su voluntad. Bendecid al Señor, todas sus obras en todos los lugares de su dominio; bendice al Señor, alma mía.
En medio de todas esas criaturas que hablan y alaban, el hombre, que ha recibido la palabra para expresar sus pensamientos, no puede permanecer en silencio. No puede callar. Su silencio se cuenta incluso como reconocimiento. La neutralidad es tan imposible para la boca como para el corazón. Quien no confiesa a Cristo, lo niega. El silencio pronto se convierte en duda, incredulidad, enemistad. La lengua es un fuego, un mundo de maldad; contamina todo el cuerpo, e incendia el curso de la naturaleza; y es incendiada por el infierno; es indomable, un mal indómito, lleno de veneno mortal. Si no bendecimos con ella a Dios, el Padre, entonces maldecimos con ella a los hombres, que están hechos a semejanza de Dios.
Por lo tanto, en la recreación también es el propósito de Dios, que el hombre vuelva a hablar y alabar, y proclamar sus virtudes. Dios redime la lengua tanto como el corazón, la lengua tanto como los pensamientos. Él hace al hombre libre, tanto de alma como de cuerpo, y también desata de nuevo su lengua y abre sus labios. Llena la boca de risa y los labios de alabanza. Los pensamientos y las palabras también van juntos y no pueden separarse. La Palabra es el pensamiento maduro, el pensamiento que ha alcanzado la libertad y la independencia. Los pensamientos en el hombre interior son como las ramas, y las palabras son sus flores y frutos, que a través de la boca y los labios brotan y llegan a la madurez. Y también de este fruto de los labios, consistente en sacrificios de alabanza, Dios es el Creador y formador.
Por eso oran también los santos del Antiguo Testamento: Señor abre mis labios, entonces mi boca proclamará tu alabanza. Que mi boca se llene de tu alabanza, de tu gloria todo el día. Cuando Dios envía su espíritu, la oración de Moisés es atendida, para que todo el pueblo sea profeta de Dios. Entonces los hijos y las hijas, los jóvenes y los ancianos, los siervos y las siervas comienzan a profetizar y cada uno proclama en su lengua las maravillas de Dios. Entonces el silencio es imposible. La boca rebosa aquello de lo que está lleno el corazón: De ti, Señor, será mi alabanza en una gran congregación. Te alabaré con todo mi corazón. Cantaré al nombre del Señor, el Altísimo; Hablaré de sus maravillas, de cada una de ellas; le alabaré entre las naciones; alabaré al Señor en todo tiempo; su gloria llenará continuamente mi boca; le alabaré eternamente.
Tan altamente valora Dios este fruto de los labios, que en oposición a los que le desprecian y se burlan de Él, el Señor se procura honra de la boca de los niños y de los que maman. Si los discípulos callaran, las piedras clamarían. Dios exige la totalidad del hombre para su servicio. Quiere que el hombre le ame con mente y corazón, con boca y lengua y todo poder. Y cuando el hombre, a causa del pecado, retiene este amor, es Él mismo quien, en Cristo y por medio de Él, reúne de todo el mundo una iglesia que proclama las virtudes de aquel que lo llamó de las tinieblas a su luz admirable. Es Dios mismo quien llama a su pueblo a esto y lo requiere de ellos, quien también los capacita y dispone. Él los conduce a hacerlo por su Espíritu, porque este Espíritu, los guía en la verdad, los hace confesar a Jesús como Señor, da testimonio en ellos de su filiación, haciendo que clamen en voz alta: Abba Padre. Debido a que han sido comprados por precio, el precio de la sangre del Hijo, son llamados a glorificar a Dios en su cuerpo y en su espíritu, que son de Dios.
Esta obligación o deber de confesar el nombre del Señor recae sobre todos y cada uno de los creyentes. En la confesión de nuestra boca se muestra si lo decimos en serio, si existe santa seriedad en nosotros, si el amor de Dios es más preciado para nosotros que la amistad del mundo. Es la evidencia de la verdad, la verificación de la fe, la corona sobre la obra de Dios en nosotros. En la confesión, devuelve a Dios, por medio de los labios, lo que Él mismo, por gracia, a través de su Espíritu, ha obrado de fe y amor en nuestros corazones. No es un deber difícil, no es un mandato severo, sino un servicio de amor que nunca veja, un privilegio bendito, un alto honor. Para un hijo del hombre no hay obra más gloriosa que la de poder confesar a Dios y proclamar su honra.
Tal privilegio es confesar para el creyente individual, y lo es también para la iglesia en su conjunto. Ella cree, por lo tanto, habla. Ella confiesa a través de los siglos. A amigos y enemigos da cuenta de la esperanza que hay en ella. Su testimonio es como la voz de muchas aguas. Revela su fe en sus reuniones y servicios religiosos, en sus oraciones e himnos, en sus obras de misericordia y dones de amor. Confiesa siempre y en todo lugar. Es, y no puede ser de otro modo, una iglesia confesante.
Al hablar de la confesión de la iglesia, es muy unilateral pensar exclusivamente o incluso en primer lugar en la expresión escrita de su fe. A buen seguro, esto se hizo necesario de forma gradual para la iglesia a causa de los errores y herejías. Y cuando la iglesia se muestra en el mundo con su confesión escrita, también ella hace una gloriosa profesión de su fe.
A la iglesia de Cristo se le ha negado desde distintos frentes y sin fundamento alguno el derecho de expresar su fe por escrito y de velar por su perfecto mantenimiento. Porque con tal confesión escrita ella no invade la palabra de Dios, sino que sólo explica el contenido de dicha palabra de acuerdo con la medida de fe y conocimiento que se le ha concedido en un tiempo dado. Con esta confesión no está atacando la autoridad de las Escrituras, sino que sólo trata de mantenerla, y con ella se mantiene en guardia a fin de que las Escrituras no sean abandonadas a la voluntad arbitraria del individuo. Con ella no ata las conciencias, sino que las libera de los errores siempre recurrentes del hombre y se esfuerza por conducir todos los pensamientos cautivos a la obediencia de Cristo. Con ella no corta el desarrollo, sino que intenta retenerlo y conducirlo por el buen camino, por el camino de la edificación y no de la destrucción. La confesión de la iglesia no está al mismo nivel, ni mucho menos por encima, sino profundamente por debajo de la Sagrada Escritura. Ésta es y sigue siendo la única, perfecta y suficiente regla de fe y de vida.
Aunque una iglesia nunca exprese su fe por escrito, mientras sea iglesia siempre tendrá una confesión. Pero cuando expresa su fe por escrito obtiene el beneficio de que la verdad, en la medida en que la ha reconocido, se transmite inalterada de generación en generación y es también más fácil de mantener contra todos los adversarios. La confesión de la iglesia tiene un gran valor pedagógico. El individuo que llega a la madurez crece en esta confesión y después de un tiempo la acepta libre e independientemente como propia. Del mismo modo que un niño se adentra en todos los ámbitos en la obra de sus antepasados, así también vive un año tras otro en la herencia espiritual de sus padres.
Nadie empieza desde el principio. Cada uno se apoya en los hombros de los que le precedieron. Cada uno de nosotros vive y gasta de los tesoros que padres y abuelos reunieron para nosotros. Sólo que a cada uno de nosotros se nos exige que, con todas nuestras fuerzas, dominemos y hagamos nuestro lo que hemos heredado de los padres. Así, un niño acepta también la confesión de la iglesia, para que ésta se convierta después en la expresión libre e independiente de su fe personal.
Pero también por esto, por muy alta que sea la confesión escrita, nunca puede separarse de la fe personal, ni puede arrancarse de su coherencia con los testimonios y hechos con los que la iglesia se distingue y se coloca en oposición al mundo. No es un documento que nos vincule por su honorable antigüedad. No tiene ninguna autoridad que nos haya sido conferida por el pasado remoto. Pero es, al igual que todos los demás actos, guiado y animado momento a momento por la fe de la iglesia, procediendo así de generación en generación. Incluso en nuestros días, sigue siendo nuestra confesión, no porque haya sido compilada por nuestros padres y entregada a nosotros por ellos, sino porque es para nosotros hoy como lo fue para ellos en siglos pasados, la expresión más pura de nuestra fe, la explicación más clara de la verdad de Dios, la exposición más hermosa de los tesoros de la salvación, que nos son concedidos por Dios en Cristo.
Formados desde nuestra juventud en la confesión de la iglesia, confesamos ahora en ella nuestra propia fe.
CAPÍTULO IX
La oposición a la confesión
Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre (Gálatas 1:11).
La confesión es contraria a la carne y a la sangre, contraria al mundo y a Satanás.
Por naturaleza, todo hombre está en enemistad con la proclamación de que Jesús es el Cristo. Al pensador u observador superficial puede parecerle extraño que el Evangelio haya encontrado en todos los tiempos una oposición tan grande. ¿No es acaso una buena nueva de gran gozo para todas las criaturas? No habla más que de gracia, paz y salvación; no exige nada y lo da todo. Y, sin embargo, encuentra resistencia y oposición en todas partes; para los judíos es una ofensa y para los griegos una necedad. Puede ser para el hombre, pero no es según el hombre. No es como sería si el hombre lo hubiera planeado y razonado; es de origen divino y, por tanto, no es conforme a los pensamientos y deseos, a las concupiscencias y a las pasiones del hombre. Mente y corazón, deseo y voluntad, alma y cuerpo se resisten al Evangelio de Cristo. Y el hombre se ve fortalecido externamente en esa resistencia por todo el mundo, por todo el reino de las tinieblas.
Ciertamente existe una diferencia en las circunstancias. En días de paz y descanso la oposición al Evangelio no es tan intensa como en tiempos en que la iglesia es oprimida y perseguida por el mundo. Se necesita mucho más valor para defender a Cristo en una comunidad impía de pecadores y burladores que en un círculo de parientes y amigos que confiesan la verdad. Se necesita una fe más fuerte para no avergonzarse de la cruz de Cristo en compañía de nobles y sabios que en medio de un pueblo común y sencillo en alguna ciudad o aldea aislada.
Pero, en principio, la oposición es la misma en todas partes. Porque la carne, el mundo y Satanás son siempre y en todas partes los mismos, y el enemigo mayor y más fuerte que se resiste al Evangelio de Cristo habita en nuestro propio corazón. La forma en que se manifiesta la enemistad puede ser diferente, pero siempre y en todas partes la confesión del nombre del Señor va acompañada de una negación de nosotros mismos y de cargar con la cruz. El escarnio y la burla se convierten en la parte y porción de cada persona que rompe con el mundo y sigue a Jesús en cualquier círculo.
Incluso cuando se ha obrado la fe en el corazón y ha llevado a la confesión, existe mucho que, incluso entonces, continua y constantemente mantiene los labios cerrados y nos retiene de un libre y feliz reconocimiento del nombre de Jesús.
Contemplamos esto en un Pedro que en la hora del peligro niega a su Maestro, y aun después, en Antioquía, por temor a los hermanos de la circuncisión se hace culpable de hipocresía. Y, sin embargo, es Pedro, el más prominente de los apóstoles, que, por su gloriosa y libre confesión del mesianismo de Jesús, recibió el nombre de roca y que se sintió ligado con un amor tan fuerte a su Salvador que hubiera ido a la muerte con Él, alejando de sí la posibilidad de negar al Señor. Si él podía caer y cayó, ¿quién puede permanecer en pie entonces? ¿Y para quién es superflua la advertencia de que aquel que esté firme, mire que no caiga?
La historia de la iglesia cristiana nos revela muchos ejemplos hermosos de martirios firmes e inquebrantables, pero también contiene las tristes historias de miles y miles de aquellos que, en la hora de la tentación, negaron la fe o se apartaron torcidamente de la confesión. Cuando la persecución o la tribulación surgen a causa de la Palabra, entonces aquel que al principio oyó la Palabra y la recibió con gozo, pero no tenía raíz en sí mismo y dura sólo un tiempo, se ofende inmediatamente.
Hay tantos peligros a los que el creyente está expuesto; tantos acantilados en los que está amenazado de encallar. La concupiscencia de los ojos, las concupiscencias de la carne y el orgullo de la vida; el temor de perder el nombre y el honor, las posesiones y la vida, se ejercen alternativamente, solos o unidos para apartar al discípulo de Jesús de la firmeza de su fe. Y bajo todas estas pruebas y tentaciones, la llamada falsa vergüenza es la que probablemente ejerce el mayor poder. Porque incluso cuando las tribulaciones y persecuciones han pasado, ésta actúa y hace que miles y diez miles tropiecen y caigan. En la baja y en la alta sociedad, entre los ricos y los pobres, en medio de plebeyos y patricios, esta falsa vergüenza arroja sus grandes obstáculos en el camino de la confesión del nombre del Señor.
Hay algo profundamente humillante en el hecho de que, en el fondo de nuestro corazón nos avergoncemos de Jesús. Porque Él fue un hombre que recorrió el país haciendo el bien y bendiciendo; que era amable y tierno de corazón; y que, es cierto, murió en una cruz, pero sus enemigos fueron sus jueces y, por lo tanto, lo condenaron a esta muerte vergonzosa, aunque Él era total y perfectamente inocente. Debe haber algo malo en nosotros, debemos estar moralmente enfermos, si nos avergonzamos de tal hombre y no nos atrevemos a llevar su nombre en nuestros labios.
La vergüenza en general es un sentimiento desagradable, que nos sobreviene ante cierta acción o estado de nosotros mismos que nos rebaja en la estimación de los demás. A veces es buena. Por ejemplo, cuando Adán se avergüenza de sí mismo después de transgredir el mandamiento de Dios, mostrando con ello que siente que su acción ha sido mala y que se da cuenta de su caída. La vergüenza no es siempre ni de forma absoluta un fruto de la fe, sino que se encuentra también en el hombre natural y prueba así que el hombre, por el pecado, no se ha convertido en animal o demonio, sino que sigue siendo hombre, conservando el sentimiento de su honor y de su valía.
Sin embargo, junto a esto que es verdadero y bueno existe también un mal, una falsa vergüenza. La encontramos cuando sentimos timidez o vergüenza por algo que en sí mismo es bueno, pero que, sin embargo, nos hace descender en la estimación de los demás. Así, a menudo nos avergonzamos de las buenas impresiones que nos ha causado el anuncio del Evangelio; de las acusaciones de nuestra conciencia; de la tristeza que surge en nosotros después de cometer un acto malo y perverso; de la ternura y afectividad con que nos sentimos impresionados en determinadas circunstancias. Tememos que los demás, al darse cuenta de esto, nos desprecien y se burlen de nosotros a causa de ello; que nos consideren débiles, simples, infantiles; que perdamos por ello nuestra reputación de personas fuertes, valientes, valerosas.
Ahora bien, esta falsa vergüenza también recae sobre nosotros con respecto al Evangelio de la cruz. Nos avergonzamos de la iglesia que no consiste en muchos sabios y poderosos y nobles. Nos avergonzamos de la Biblia, que es tan extraña y maravillosa, y que es rechazada y discutida por los hombres de civilización y ciencia. Nos avergonzamos de Cristo, que afirmó ser el Hijo unigénito de Dios, el ungido del Padre. Nos avergonzamos de su cruz, que fue una ofensa para los judíos y necedad para los griegos. Nos avergonzamos de toda la revelación especial de Dios, que nos revela a nosotros mismos, mostrándonos en nuestra pobreza espiritual.
Y nos hacemos temerosos de que, eligiendo el lado de Cristo, perderemos enteramente nuestra reputación y nuestro honor de hombre ante nosotros mismos y ante los demás, y nos convertiremos en objeto de escarnio y burla, de abuso y persecución. Tememos que, al confesar a Cristo, nuestra dignidad, personalidad y humanidad se vean lesionadas y sufran pérdidas. Incluso la falsa vergüenza tiene por tanto en su base una oscura conciencia de que una vez fuimos creados a imagen de Dios y aún tenemos un cierto rango y honor que conservar. El respeto y la admiración por uno mismo y por los demás no son en definitiva indiferentes para nadie, porque en su caída más profunda siguen siendo hombres y continúan llevando el nombre de hombres, es decir, de imagen y semejanza de Dios.
Pero esta conciencia, bajo la influencia del pecado, actúa en sentido inverso. Porque es verdad que, al entregarnos enteramente a Cristo para salvación, descendemos en nuestra propia estimación y en la de los demás, y con el hombre perdemos nuestro nombre y nuestro honor. Pero esta estimación descansa sobre una fantasía, y esa fantasía y ese honor están construidos sobre una imaginación. Es así porque por naturaleza nos consideramos ricos y enriquecidos y sin necesidad de nada. Pero cuando abrazamos el Evangelio, aprendemos a darnos cuenta de que somos pobres y ciegos, desnudos y necesitados de todo.
Y así también nuestra honra con respecto al hombre es mayormente fruto de la ignorancia y la apariencia. El arte de ganarse el corazón y la alabanza del hombre consiste en que ocultamos nuestra verdadera naturaleza y permitimos que se formen una opinión de nuestra persona según una apariencia externa que hemos aprendido. Dios es verdadero y honesto, pero todo hombre es mentiroso; no dice siempre falsedad, pero es falsedad; es falso, engañoso en su existencia misma. Realidad y apariencia, esencia y revelación, hombre interior y exterior están en contradicción entre sí. A veces, mientras la boca rebosa amor y el semblante no revela más que amistad, del corazón del hombre salen malos pensamientos, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, blasfemias. El santo, conociendo al hombre en su existencia interior y mirando en lo más íntimo de su corazón, huiría de él horrorizado. Por eso, el amor de Cristo ha sido incomparablemente grande. Él conoció lo que había en el hombre y, sin embargo, vino, lo buscó y se entregó a la muerte por él.
De esta manera, vivimos realmente para nosotros mismos y para los demás en medio de la fantasía e imaginación. Cuando miramos las cosas bajo la luz correcta, no perdemos nada esencial cuando creemos en Cristo, porque no tenemos nada esencial. Sólo perdemos la imaginación de que vivimos, de que somos ricos, de que estamos enriquecidos y no necesitamos nada. La miseria más temible del pecado no consiste en que seamos ciegos, sino en que, siendo ciegos, imaginamos que vemos. El pecado es culpa, contaminación y vergüenza, pero, sobre todo, también necedad e ignorancia.
Y esa imaginación nuestra se ve confundida por la Palabra del Señor. Debemos negar esa imaginación si deseamos ser salvos por Cristo. Llegar a ser cristiano significa no tener en cuenta nuestra propia opinión ni la de los demás, aceptar el juicio de Dios sobre nosotros y esperar solamente en su gracia y misericordia. La confesión de Cristo incluye que nos perdamos a nosotros mismos y todo lo demás: nuestro nombre y nuestro honor, nuestras posesiones y nuestra sangre, nuestra alma y nuestra vida. Y es exactamente contra esto contra lo que la falsa vergüenza se esfuerza y lucha. El anhelo por una aparente auto conservación, fuerza e impulsa al hombre a esforzarse con toda su fuerza y poder, para oponerse al Evangelio.
La mente carnal es enemistad contra Dios, porque se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede. El hombre natural no entiende las cosas del Espíritu de Dios. Y tampoco entiende que perdernos a nosotros mismos es el único camino para la verdadera auto conservación.
CAPÍTULO X
La fuerza para la confesión
Por tanto, os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo (1 Corintios 12:3).
Lo que es imposible para el hombre es, sin embargo, posible para Dios. De Él proviene toda nuestra capacidad. Toda confesión verdadera brota de la fe del corazón, que es un don de Dios, fruto de la obra del Espíritu Santo.
Aunque Cristo hubiera consumado todo, habría sido infructuoso si después de su ascensión al cielo no hubiera enviado al Espíritu Santo, que guía a toda la verdad. Porque el mundo entero se opone a Cristo y ama más las tinieblas que la luz, pero el Espíritu Santo ha venido a dar testimonio de Cristo en medio del mundo. Él es el único, pero también el Todopoderoso testigo de Cristo. Todos desprecian a Cristo, pero el Espíritu Santo lo glorifica. Todos condenan a Cristo, pero el Espíritu Santo lo justifica. Todos rechazan a Cristo, pero el Espíritu Santo lo defiende y defiende su causa ante las conciencias de los hombres. Todos maldicen a Cristo, pero el Espíritu Santo dice que Él es el Señor, para gloria de Dios Padre.
Él da testimonio de Cristo en la Palabra, que por medio de profetas y apóstoles ha escrito. Da testimonio de Cristo en el mundo, al cual convence de pecado, de justicia y de juicio. Da testimonio de Cristo en la iglesia, que lo reconoce como su Señor y su Dios. Da testimonio de Cristo en el corazón de cada creyente, que sabe así que es hijo de Dios y clama «Abba Padre». Y contra ese testimonio del Espíritu Santo, en definitiva, ningún hijo de hombre puede sostenerse. Tan pronto como el Espíritu Santo acompaña la proclamación de la Palabra de Dios con su omnipotencia, entonces, el corazón más duro se quebranta, la rodilla más obstinada se dobla, la boca más ruidosa se detiene. Frente a su testimonio todos nuestros pensamientos y consideraciones no tienen importancia, estallan como una burbuja. Nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús, y todo el que ha recibido ese Espíritu lo confiesa como su Señor y Salvador.
Pero incluso entonces, cuando la fe ha sido implantada en el corazón, frente a las diversas tentaciones de infidelidad, sigue siendo siempre necesaria la obra del Espíritu, que hace que la fe se manifieste de palabra y de obra. En efecto, es Dios quien obra en nosotros no sólo el querer, sino también el bien. De Él recibimos tanto el poder de la fe como la audacia para confesar.
Por eso David oró para que Dios no le quitara su Santo Espíritu y lo fortaleciera con un espíritu libre y audaz. Cuando una vez Pedro y Juan comparecieron ante el gran consejo, y después, liberados, contaron a los hermanos sus experiencias, todos juntos elevaron su voz a Dios diciendo: «Ahora Señor, mira las amenazas de los adversarios y concede a tus siervos hablar tu Palabra con toda valentía». Y cuando hubieron orado, el lugar donde estaban reunidos tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaron la Palabra de Dios con valentía. También Pablo pedía las oraciones de la iglesia para que le fuese dada palabra, a fin de abrir con denuedo su boca para dar a conocer el misterio del Evangelio.
Para el ministro de la Palabra, en primer lugar, pero también para todo creyente, esta audacia para hablar y testificar es indispensable. Consiste en no avergonzarse de dar testimonio de la verdad de Dios en Cristo, en una fe firme y confiada, abierta y libre ante todos y cada uno. Se funda en la bendita seguridad de la remisión de la culpa, en la libertad de acercarse al trono de la gracia y pedirle todo en oración. Se fortalece en nosotros con los numerosos ejemplos de confesores valientes e inquebrantables, de los que nos hablan tanto las Sagradas Escrituras como la historia.
En primer lugar, tenemos el ejemplo de Cristo. Él era la Palabra en sí mismo, la verdad, la perfecta revelación de Dios. Vino a un mundo sumido en el pecado y en la esclavitud del engaño. Su sola aparición, sin nada más, era una protesta que estaba destinada a despertar el odio y la enemistad del mundo que no podía tolerar a Jesús. Su existencia era su juicio. Y, por lo tanto, el mundo se esforzó hasta el último músculo para desterrar a este justo de la tierra. Pero Jesús permaneció fiel a su Padre y le fue obediente hasta la muerte de cruz. Él resistió toda tentación. Soportó toda enemistad, ante el sanedrín judío verificó su filiación divina, y ante Poncio Pilato hizo una buena confesión. Así se reveló como el testigo verdadero y fiel, el apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, que nos ha dejado ejemplo para que sigamos sus pasos.
Además, están los miles de ángeles a cuya comunión han llegado los creyentes en Cristo Jesús. Ellos también nos exhortan a perseverar en la lucha. Porque ellos acompañaron a Cristo en todos sus caminos, y ascendieron y descendieron sobre el Hijo del Hombre todos los días de su estancia terrenal. Siguen a la iglesia en su camino por el mundo y son enviados al servicio de los que heredarán la salvación. Están deseosos de examinar los misterios de la salvación y se regocijan por cada pecador que se arrepiente. A causa de su perfecta obediencia, se nos dan como ejemplo en la oración perfectísima, y por medio de nosotros deben conocer la multiforme sabiduría de Dios.
Asimismo, tenemos la gran nube de testigos, con la que estamos rodeados. Toda la iglesia triunfante, cuyos integrantes, aunque no contemplan nuestras batallas como testigos oculares, por su ejemplo sin embargo nos animan como testigos de la fe, y nos exhortan a imitarlos. Ellos, al menos en parte, han probado la flagelación y el escarnio, y también las prisiones y los encarcelamientos. Pero no se avergonzaron de la buena confesión y permanecieron fieles hasta el fin. Y cada día aumenta su número. Una multitud que nadie puede contar está ya formada por los espíritus de los justos perfectos, que han sido llevados al cielo, y se han convertido en nuestros líderes y ejemplos en la fiel confesión de Cristo.
Y, finalmente, está también la iglesia militante en la tierra, que, aferrándose a la inquebrantable confesión de la esperanza, nos fortalece. En verdad, se ha dicho que cada cristiano debería creer tan firmemente que, aunque todos los demás se apartaran, él debería permanecer firme e inquebrantable. Pero a pesar de que esto es cierto, en general, el hombre no se ha apartado para esto ni es capaz de soportar tal reclusión. Ciertamente, Dios puede conceder una fe tan fuerte que, aunque seamos abandonados por todos, prosigamos nuestro camino con regocijo. Pero, en general, Dios nos mantiene en pie en la comunión de los santos y por medio de ella. Porque, así como en un cuerpo tenemos muchos miembros, y estos miembros no tienen todos la misma función, nosotros también somos muchos, un solo cuerpo en Cristo, pero miembros los unos de los otros. Y como tales, todos los creyentes tienen comunión con el Señor Jesús y con todos sus tesoros y dones, y cada uno debe sentirse obligado a usar, de buena gana y con gusto, sus talentos y dones en beneficio y para la salvación de los demás miembros.
Así, los que confiesan a Cristo casi nunca están solos. A veces, en momentos y lugares determinados, pueden sentirse abandonados y solos. Pero también entonces se revela con frecuencia que todavía existen miles que, junto con ellos, no han doblado la rodilla ante Baal. Y cuando se levantan de la angustia de sus almas y miran a su alrededor por encima del mundo entero y a través de las edades, se dan cuenta de que son miembros de una comunión, que, desde el principio hasta el fin del mundo, está reunida en unidad de fe e igualmente es protegida y preservada, de entre toda la raza humana, por el Hijo de Dios. La iglesia de Cristo es el núcleo de la humanidad, la sal de la tierra, la luz del mundo. Quien es miembro vivo de ella cuenta entre sus hermanos y hermanas a los mejores, a los más grandes y nobles de nuestra generación; profetas y apóstoles y padres de la iglesia y mártires y reformadores. Y a la cabeza de ellos está el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el soberano de los reyes de la tierra.
Especialmente en nuestra patria (los Países Bajos) no hay ninguna razón por la que debamos retraernos y encerrarnos en la oscuridad. Porque los cristianos no son una secta en ningún lugar y nunca lo han sido; aunque en todas partes se enfrentan a oposición y contradicción, lo son menos en los Países Bajos, cuya existencia nacional nació o surgió de la Reforma. El carácter cristiano es, en esta tierra, genuinamente nacional, y los confesores de la fe reformada no son extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos y miembros de la casa, hijos de aquellos padres que, con sus posesiones y su sangre, lucharon victoriosamente por la verdad y la libertad contra el error y la atadura de sus conciencias.
Cuando recordamos todas estas cosas, ¡qué ejemplos deberíamos ser en la confesión fiel y el andar santo! Ciertamente, el poder de la fe es necesario para remar contra la corriente y soportar que todos los hombres hablen mal de nosotros, aunque sea con engaño y por causa del Evangelio. De la multitud procede una influencia mágica sobre el individuo. En cada círculo es grande el peligro de someternos a los números y no ajustarnos a la mayoría.
Pero en oposición a esto, los creyentes pueden tomar aliento del pensamiento de que todos juntos se han acercado al Monte Sion, y a la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén Celestial, y a una innumerable compañía de ángeles, a la asamblea general e iglesia de los primogénitos, que están escritos en el cielo, a Dios el juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, y al Mediador del nuevo pacto.
Por tanto, no tenemos nada que temer, pues los que están con nosotros son más que los que están con ellos.
CAPÍTULO XI
La recompensa de la confesión
A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos (Mateo 10:32).
A la confesión fiel del nombre del Señor está ligada una recompensa grande en los cielos.
La Sagrada Escritura habla continuamente de una recompensa que será concedida a los creyentes al regreso de Cristo. Se concede como una indemnización por aquello que los discípulos de Jesús aquí en la tierra se negaron a sí mismos por su causa, o por lo que sufrieron, o por las buenas obras de misericordia y amor que cumplieron. La Sagrada Escritura no duda en animar a los creyentes a una fiel perseverancia en su confesión con la promesa de tal recompensa. No teme introducir con ello un principio falso en la práctica de la piedad que dé motivo o razón para ejercitar la virtud de servir a la fortuna y a Dios en aras de la salvación celestial.
Pues, aunque constantemente habla de una recompensa, la Sagrada Escritura se opone muy firmemente a todo servicio en aras de la recompensa. La recompensa que espera a los soldados fieles no es obligatoria, no es un derecho que les corresponde por naturaleza, no es una remuneración obligada por el trabajo realizado. Tal recompensa no es conocida por la Escritura y ésta la corta de raíz por la relación en que sitúa al hombre como criatura con Dios su Creador. El que ha hecho todo lo que se le ha mandado no es más que un siervo inútil. El hombre no es ni tiene nada en sí mismo y, por tanto, no puede dar nada a Dios, de quien depende absolutamente. No puede dar nada porque tiene que recibirlo todo. No es una parte contrapuesta a Dios que tenga sus propios e inalienables derechos, y en forma de contrato, pueda exigir recompensa o salario por el trabajo a entregar.
Pero Dios, por su parte, se ha obligado por voluntad propia a coronar ricamente con los dones de su gracia a todos los que andan en sus caminos. A eso se obligó en el primer pacto, cuando en la obediencia a su mandamiento abrió el camino a la vida eterna y a la salvación celestial. No se trató de una recompensa en el sentido de recompensar el trabajo realizado, porque ¿qué igualdad existe entre el muy fácil y en sí mismo obligado cumplimiento del mandamiento del Señor y el don no obligado de la vida eterna y bendita en comunión con Dios?
Así, en el pacto de gracia, se compromete a dar la vida eterna a todo el que crea en Cristo. Pero en esto existe todavía menos lugar para hablar de una recompensa en el sentido original de la palabra. En efecto, creer no es otra cosa que aceptar el don de la gracia que se ha revelado en Cristo y, por tanto, no tiene más mérito que el que tiene un náufrago al asirse del salvavidas cuando está a punto de perecer y hundirse en las profundidades. Pero Dios es tan bueno que une a la fe, no por sí mismo, sino por Cristo, el perdón de los pecados y la vida eterna, y por la gloria que espera a los creyentes los anima en la lucha. Así pues, ambas cosas son verdaderas, por una parte, la posesión de todos los beneficios del pacto se antepone a todas las obras y se vincula únicamente a la fe, y por otra, se exhorta tan encarecidamente al creyente a la realización de buenas obras, como si todos estos beneficios sólo pudieran obtenerse de ese modo. Los creyentes son elegidos desde la eternidad y, sin embargo, tienen que asegurar su llamamiento y elección. Por la fe poseen la vida eterna y, sin embargo, un día la recibirán de la mano del Padre como premio a su abnegación. Son sarmientos de la vid, sin Cristo no pueden hacer nada y, sin embargo, se les exhorta a permanecer en Él, en su Palabra, en su amor. Son hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para toda buena obra, las cuales Dios ha preparado de antemano, y aun así deben andar en ellas. Son santos, y sin embargo deben santificarse día a día. Han crucificado su carne con sus concupiscencias y, sin embargo, son llamados a mortificar sus miembros, que están sobre la tierra. Están seguros de su salvación final porque la elección de Dios es inmutable, su llamamiento irrenunciable, su pacto inamovible, sus promesas son sí y amén, y sin embargo, se les insta constantemente a ocuparse en su propia salvación con temor y temblor, a ser fieles hasta la muerte y perseverar hasta el fin.
La Sagrada Escritura no fomenta un cristianismo pasivo, sino activo. Desea que los creyentes lleguen a ser constante y continuamente más de lo que son; que vivan dignamente de lo que han heredado; que se hagan cada vez más poseedores de lo que en Cristo les pertenece. Por lo tanto, la misma cosa que por un lado es un don gratuito inmerecido, por otro puede representarse como una recompensa. Puede llamarse recompensa porque la fe y la perseverancia en la fe es el único medio por el que los creyentes pueden entrar perfectamente en posesión de aquellos beneficios que en Cristo les son dados por pura gracia. Sin santidad nadie verá a Dios.
Por esa recompensa entendemos a veces la salvación celestial misma y después también los diferentes escalones o grados de gloria que se concederán a los creyentes según sus obras. Así como es en la tierra así será en el cielo. Hay diversidad en la unidad. Una es la gloria del sol, otra la de la luna, y otra la gloria de las estrellas; porque una estrella difiere en gloria de otra estrella. En la casa del Padre, donde moran todos los hijos de Dios, hay muchas moradas. Según la medida de su fidelidad, cada iglesia recibe del rey de la iglesia un ornamento y una corona propios. Porque es necesario que todos comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho en su cuerpo, sea bueno o sea malo.
Entonces se perfeccionará la separación entre un hombre y otro. En la primera venida de Cristo, ya en su primer anuncio en la promesa; comenzó esta crisis, este juicio en el mundo. Cristo vino para levantamiento y caída de muchos. No vino a traer paz a la tierra, sino espada, a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra. Él obliga a todos a elegir a favor o en contra suya. su Palabra es juez de los pensamientos y meditaciones del corazón. Su Evangelio es sabor de vida para vida o sabor de muerte para muerte. Y Él perfecciona esa separación en el día de su venida, cuando todo será revelado ante su tribunal. Pues el Padre ha entregado todo juicio al Hijo, porque Él es el Hijo del Hombre.
El destino de cada uno se determinará entonces por el hecho, por si Cristo lo reconoce o no como suyo y lo confiesa ante su Padre, que está en el cielo. De su confesión pública depende nuestra absolución, nuestra salvación.
Cristo no se avergonzó de nosotros en su encarnación. Tenía muchas razones para hacerlo, ya que Él mismo era el unigénito del Padre, de una sola esencia y gloria con Dios Padre y el Espíritu Santo, el resplandor de la gloria del Padre y la imagen expresa de su persona —no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Nosotros estábamos cargados de culpa, éramos inmundos desde la coronilla de la cabeza hasta la planta de los pies, y sujetos a corrupción. Pero aun así no se avergonzó de llamarnos hermanos. No se avergonzó de nosotros ni ante Dios ni ante los santos ángeles. Asumió nuestra carne y sangre, se unió a nuestra naturaleza, se hizo semejante a nosotros en todo, salvo en el pecado. E incluso Dios no se avergonzó de ser llamado nuestro Dios en Cristo.
Por tanto, Él tampoco se avergonzará de nosotros en el día de su venida. Ciertamente, en aquel tiempo regresará, no como siervo, sino como Señor, no para sufrir, sino para ser glorificado, no a una cruz, sino con una corona. Sin embargo, no se avergonzará de nosotros. Porque el que subió muy por encima de todos los cielos es el mismo que descendió a las profundidades de la tierra. El que juzga es el Hijo del Hombre, que vino una vez a buscar y a salvar lo que se había perdido. Nuestro juez es nuestro Salvador. Él nunca olvida ni abandona a aquellos que son suyos. A cualquiera que me confiese delante de los hombres, así lo atestigua Él, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos.
Públicamente, a la vista de todo el mundo, para que toda criatura lo oiga, Él defenderá a sus fieles confesores. Por despreciados que hayan sido en este mundo, Cristo tomará el nombre de ellos en sus labios y proclamará a todo oído que son suyos, que Él los ha comprado con su propia sangre, y que ningún poder en el mundo o en el infierno podrá arrebatárselos.
Y como Cristo dice, así será. su juicio se efectuará en toda la creación. Su confesión afectará a todas las criaturas. Nadie podrá criticarla. Nadie se atreverá a oponerse a ella. Su juicio será exaltado por encima de toda crítica y estará por encima del juicio de todos los hombres y demonios. Los cielos, la tierra, el infierno y todas las criaturas se someterán eternamente a él.
Y lo que es de mayor importancia que todo esto: El Padre descansará en esta obra de su Hijo. Así como Dios, después de la creación, vio todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera, también al fin de los días contemplará con divino deleite la gran obra de redención realizada por Cristo. Cuando la iglesia sin mancha ni arruga sea presentada ante Él, y el Reino perfeccionado le haya sido dado, entonces el Padre aceptará a todos los redimidos del Hijo como hijos suyos, los hará participar de su comunión y gozarán de su presencia.
La confesión pública de los creyentes por Cristo ante su Padre, que está en los cielos, será la garantía de su salvación y gloria eternas.
CAPÍTULO XII
El triunfo de la confesión
Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Filipenses 2:9-11).
En lo más profundo del corazón del hombre yace enterrada la esperanza de que un día la verdad obtendrá la victoria sobre la falsedad y el bien triunfará sobre el mal.
Todas las religiones fomentan esa expectativa y hablan de un triunfo que, al final de los tiempos, el Reino de la luz obtendrá sobre el de las tinieblas. Todos los sistemas filosóficos concluyen imaginando un estado ideal en el que el hombre, rodeado de la atmósfera pura y del claro sol del futuro, morará en paz y alegría, verdadero, libre y bueno. Todos los hombres anhelan un paraíso, en el que la inocencia habrá retornado y la prosperidad será la porción de todos. Incluso los más grandes incrédulos se entregan a esta dulce esperanza, y sueñan con un reino de verdad, bondad y belleza, que después de un período más o menos largo de tiempo vendrá sobre toda la tierra.
Pero ¡ay! a esa esperanza le falta todo fundamento. Porque ¿sobre qué base podemos creer en un triunfo de la verdad y de la justicia, si no hay un Dios de verdad y de justicia, ni un Cristo, ungido por el Padre que levante ese reino y cree los cielos nuevos y la tierra nueva? Los ídolos de los paganos son obras de mano del hombre; las esperanzas futuras de los filósofos son invenciones del cerebro humano, y la verdad, el bien y la belleza son sonidos agradables, pero no poderes que por sí mismos sean capaces de usurpar la autoridad sobre todos los hijos de los hombres.
Quienquiera que espere que la salvación venga de esto, se ve obligado a edificar sobre el hombre y a esperar de él que lenta y gradualmente reconozca la verdad y ejercite la virtud. Pero por eso también se ve inmediatamente que esa esperanza es muy débil. Porque, sin duda, hay un progreso en la prosperidad material. Existe un desarrollo de la autoridad o poder del hombre sobre la naturaleza, una servidumbre cada vez mayor de sus poderes para hacer que la vida sea más agradable.
Pero, según todos reconocen, el progreso moral no va a la par del progreso material. En nuestro siglo, que mira desde lo alto a todos sus predecesores, se pisotea la justicia, la rectitud tropieza en las calles, la codicia y la sed de oro aumentan, la glorificación del poder no conoce límites. La civilización, el conocimiento y la ciencia llegan a ser incluso subordinados de la fuerza bruta. Por un lado, la cultura es insaciable; por otro, también lo es la miseria y el lamento. Y el hombre parece estar más lejos que nunca del paraíso.
En cualquier caso, la historia demuestra claramente que no cabe esperar ninguna salvación, ni del ejercicio de la fuerza y el poder humanos, ni del inminente autodesarrollo del mundo. Si no hay nada más, sólo queda lugar para el sombrío abatimiento y la desesperación. Quien está sin Dios y sin Cristo, está también sin esperanza en el mundo. El Reino de los Cielos no se estableció en un tiempo concreto sobre la tierra según las líneas de sucesión, ni se completará en el futuro de esta manera.
De nuevo, sucede en el reino espiritual como en el natural. Así como la tierra debe recibir de lo alto su luz y su aire, su lluvia y su sol, su crecimiento y su fecundidad, también la humanidad depende para su vida espiritual del mundo de las cosas invisibles y eternas, donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios.
De lo alto, pues, ha descendido aquel que es la luz, la vida, la salvación del mundo. Y desde lo alto reúne, conserva y protege a la iglesia, que es su cuerpo. Porque Él ha sido exaltado como cabeza a la diestra del Padre, para que cumpla todas las cosas y como Rey debe reinar hasta que todos los enemigos sean sometidos a sus pies.
Y así descenderá un día de lo alto. Su segunda venida está comprendida en la primera y brota necesariamente de ella en su tiempo. Su segunda venida no es un añadido arbitrario, sino que está inseparablemente unida a su primera aparición. Esto es así porque la obra de Cristo consiste en salvar; no en abrir la posibilidad de salvación, sino en la concesión de la salvación misma, perfecta y eterna.
Por tanto, su obra no terminó con el merecimiento de la salvación en la tierra. ¿De qué nos serviría y beneficiaría un Cristo que sólo muriera por nosotros, pero que no viviera y orara por nosotros ni por nuestro bien se presentara ante el rostro de Dios? Pero el que descendió es el mismo que ascendió muy por encima de todos los cielos, para cumplir todas las cosas. Lo que Él mereció, también lo aplica; lo que Él comenzó, lo consuma. No descansa ni puede descansar hasta que haya salvado perfectamente a su pueblo y renovado el cielo y la tierra.
¡Maranata! El Señor viene. Viene otra vez, en primer lugar, por sí mismo. Su nombre, su oficio, su honor están en juego. Viene de nuevo para revelar al mundo entero que Él es el verdadero y perfecto Salvador; que Él no salva de nombre, sino de hecho y de verdad; que Él concede la vida eterna a todos, que le han sido dados por el Padre; que nadie los ha arrebatado o es capaz de arrebatarlos de su mano; que Él es el mismo ayer, hoy y siempre.
Viene de nuevo para vengarse con fuego abrasador de todos los que no conocen a Dios y son desobedientes a su Evangelio; pero también para ser glorificado en todos sus santos y admirado en todos los creyentes; para ser reconocido y recibir homenaje como Señor, el único y verdadero Señor, para gloria de Dios Padre.
La historia del mundo termina, pues, en la unidad de confesión. Un día, los ángeles y los demonios, los justos y los impíos estarán de acuerdo en reconocer que Cristo es el Hijo unigénito del Padre y, por tanto, el heredero de todas las cosas. Entonces toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor.
Hoy esa confesión puede ser contradicha y recibir oposición, pues tiene como contenido un mundo de cosas invisibles. Para comprender su verdad, es necesario tener fe, que es la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve. Caminamos por fe y no por la vista. El mundo, que sólo cuenta con cosas visibles, puede contradecir a la Iglesia, considerar su fe una necedad y ver su esperanza como una ilusión. Incluso la apariencia está contra nosotros. Desde los días en que murieron los padres, todo sigue igual, como desde el principio de la creación, de modo que los burladores pueden preguntar: ¿Dónde está la promesa de su venida?
¡Pero viene un cambio, Maranata! Juan vio, en una visión, el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES.
Cuando Cristo aparezca así en gloria, nadie podrá oponerse ni resistirle. Todos le verán, también los que le traspasaron. Lo verán con sus propios ojos corporales, y ya no habrá incredulidad ni duda posible. Entonces todas las criaturas tendrán que reconocer que Cristo es el Señor. Tendrán que reconocerlo, si no libremente, obligados; si no voluntariamente, entonces involuntariamente; si no con, contra su deseo. Desde el trono en medio de los cielos, a través de todos los reinos de la creación, hasta la misma profundidad del gran abismo, sólo se oirá una voz que suene y resuene: ¡Cristo el Señor! Y todas las criaturas juntas doblarán la rodilla ante aquel, que, ciertamente, fue profundamente humillado y murió en una cruz, pero que también fue altamente exaltado y sentado en el Trono del Universo a la diestra del Padre.
¡Qué futuro, qué escena! Toda la creación de rodillas ante Jesús. Y en todos los labios la única, la breve confesión. La que vuelve a su punto de reverencia, pero que, sin embargo, incluye todo. La confesión que ahora es despreciada por muchos, pero que entonces será por todos reconocida: ¡que Cristo es el Señor para gloria de Dios Padre!
¡Ven, Señor Jesús, ven, sí, ven pronto!
El que venciere será vestido de vestiduras blancas. Y el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas, no borrará su nombre del libro de la vida, y confesará su nombre delante del Padre y delante de sus ángeles.