SOBRE LA MISERIA DEL HOMBRE – DÍA DEL SEÑOR 2
Autor: Zacharias Ursinus
Traductor: Valentín Alpuche
COMENTARIO AL CATECISMO DE HEIDELBERG – 4
LA PRIMERA DIVISIÓN GENERAL DEL CATECISMO
SOBRE LA MISERIA DEL HOMBRE
DÍA DEL SEÑOR 2
Pregunta 3. ¿De dónde conoces tu miseria?
Respuesta. De la ley de Dios.
EXPOSICIÓN
En esta división del Catecismo que trata de la miseria del hombre, debemos considerar principalmente el tema del pecado, junto con los efectos o castigos del pecado. Otros temas de naturaleza subordinada están conectados con este; como la creación del hombre, la imagen de Dios en el hombre, la caída y el primer pecado del hombre, el pecado original, la libertad de la voluntad y las aflicciones.
El término miseria es más amplio en su significado que el de pecado, porque abarca el mal tanto de la culpa como del castigo. El mal de la culpa es todo pecado; el mal del castigo es toda aflicción, tormento y destrucción de nuestra naturaleza racional, así como todos los pecados subsiguientes también, por los cuales son castigados los pecados precedentes. Como el censo que David hizo de los hijos de Israel, por ejemplo, era pecado, y al mismo tiempo el castigo de un pecado precedente, a saber: el de adulterio y asesinato, los cuales se le imputaron, de modo que incluía el mal tanto de culpa como de castigo. La miseria del hombre, por lo tanto, es su miserable condición desde la caída, que consiste en estos dos grandes males:
a. Primero, que la naturaleza humana es depravada, pecaminosa y alienada de Dios,
b. y segundo, que, a causa de esta depravación, la humanidad está expuesta a la condenación eterna y merece ser rechazada por Dios.
El conocimiento de esta nuestra miseria se deriva de la ley de Dios; porque, «por medio de la ley es el conocimiento del pecado» (Romanos 3:20). El lenguaje de la Ley es: «Maldito el que no confirmare las palabras de esta ley para hacerlas» (Deuteronomio 27:26). Las siguientes dos preguntas del Catecismo nos enseñan cómo la Ley nos hace familiarizarnos con nuestra miseria.
Pregunta 4. ¿Qué requiere la ley de Dios de nosotros?
Respuesta. Cristo nos enseña eso brevemente (Mateo 22:37-40): «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas».
EXPOSICIÓN
Cristo repite la esencia de la ley en Mateo 22:37 y Lucas 10:27 de Deuteronomio 6:5, y Levítico 19:8. Explica lo que significa esa declaración: «Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas»; es decir, el que no ama a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente y con todas sus fuerzas, y a su prójimo como a sí mismo. Estas varias partes deben explicarse de una manera más completa.
Amarás al Señor tu Dios. Amar a Dios con todo el corazón es, tras un debido reconocimiento de su infinita bondad, considerarlo y estimarlo reverentemente como nuestro mayor bien, amarlo supremamente, regocijarse y confiar solo en Él, y preferir su gloria a todas las demás cosas, para que no haya en nosotros el menor pensamiento, inclinación, o deseo de cualquier cosa que pueda ser desagradable para Él. Más bien debemos estar dispuestos a sufrir la pérdida de todas las cosas que valoramos mucho o soportar la calamidad más pesada, que estar separados de la comunión con Él, u ofenderlo en el asunto más pequeño, y por último, dirigir todo esto al fin de que solo Él sea glorificado por nosotros.
Al Señor tu Dios. Como si dijera: Amarás a ese Dios que es tu Señor y tu Dios, que se te ha revelado, que te confiere sus beneficios y a cuyo servicio estás obligado. Aquí hay una oposición del Dios verdadero a los dioses falsos.
Con todo tu corazón. Por el corazón debemos entender los afectos, deseos e inclinaciones. Cuando Dios, por lo tanto, requiere todo nuestro corazón, desea que sólo Él sea amado por encima de todo lo demás; que le entreguemos todo nuestro corazón, y no que una parte le sea dada a Él y una parte a alguien más. En resumen, Él quiere que no hagamos nada igual a Él, y mucho menos que prefiramos cualquier cosa a Él; o que estemos dispuestos a compartir sólo una parte de su amor. Amar a Dios, pues, es lo que la Escritura llama «caminar delante de Dios con un corazón perfecto»; lo contrario no es caminar delante de Dios con un corazón perfecto, sino detenerse y no entregar toda la persona a Él.
Objeción. Sólo Dios debe ser amado. Por lo tanto, nuestros vecinos, padres y parientes no deben ser amados. Respuesta: Este argumento es falso, porque procede de una negación de la manera, a la negación de la cosa misma. Sólo Dios debe ser amado supremamente y por encima de todo; es decir, de tal manera que no haya nada en absoluto que prefiramos o pongamos en igualdad con Él, y de la que no estemos dispuestos de todo corazón a desprendernos por su bien. Pero debemos amar a nuestro prójimo, padres y demás, no supremamente, ni por encima de todo, ni de tal manera que prefiramos ofender a Dios que a nuestros padres; sino en subordinación a Dios y a causa de Él, y no por encima de Él.
Con toda tu alma. El alma significa aquella parte de nuestro ser que desea o quiere, junto con el ejercicio de la voluntad, como si Él dijera: Amarás con toda tu voluntad y resolución.
Con toda tu mente. La mente significa el entendimiento, o aquello que percibe; como si dijera: al grado que conoces a Dios, lo amarás también inclinarás todos tus pensamientos para que conozcas a Dios verdadera y perfectamente, y así también lo amarás. Podemos amar a Dios sólo en la medida en que lo conocemos. Ahora lo amamos imperfectamente, porque lo conocemos sólo en parte. Pero en la vida venidera lo conoceremos perfectamente y, por lo tanto, lo amaremos perfectamente; porque «lo que es en parte se acabará» (1Corintios 13:10).
Con todas tus fuerzas. Esto abarca todas las acciones y ejercicios al mismo tiempo, tanto externos como internos; con el fin de que estén de acuerdo con la Ley de Dios.
Este es el primero y grande mandamiento. El amor a Dios se llama el primer mandamiento, porque todos los demás proceden de él como su fuente. Es la causa impulsiva, eficiente y final de la obediencia a todos los demás mandamientos de Dios. Amamos a nuestro prójimo porque amamos a Dios y para que podamos manifestar nuestro amor a Dios en el amor que abrigamos hacia nuestro prójimo. Se llama el mandamiento más grande
1. Porque el objeto al cual se dirige inmediatamente es el más grande, es decir, Dios mismo.
2. Porque es el fin al que miran todos los demás mandamientos; porque toda nuestra obediencia está diseñada para mostrar nuestro amor a Dios y honrar su nombre.
3. Porque es el culto principal a Dios, a cuyo servicio se encontraba la ley ceremonial, y al que dio lugar.
Los fariseos ensalzaban la ley ceremonial y la adoración por encima de la ley moral; mientras que Cristo, por otro lado, llama al amor el mandamiento más grande, y da prioridad a la ley moral y al culto porque todo lo que fue instituido bajo el sistema ceremonial fue a causa del amor, y fue diseñado para dar lugar al amor.
Objeción. El amor a Dios es el mandamiento más grande. Por lo tanto, es mayor que la fe, y por lo tanto justifica en lugar de la fe. Respuesta: El amor debe entenderse aquí como incluyendo toda la obediencia que debemos a Dios, en la que se incluye la fe, la fe que justifica, no por sí misma como una virtud, sino correlativamente, ya que aprehende y se apropia de los méritos de Cristo. Pero el amor que se opone a la fe, y que en particular se llama así, no justifica, porque la aplicación de la justicia de Cristo no se hace por el amor, sino sólo por la fe. El amor brota de la fe porque la fe es la causa de todas las demás virtudes.
El segundo es semejante: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Amar a tu prójimo como a ti mismo es por causa de tu amor a Dios; o porque amas a Dios, haz bien a tu prójimo conforme a todos los mandamientos del Señor; o quiere y haz a tu prójimo las cosas que quieres que él haga contigo. Ahora bien, cada hombre es nuestro prójimo.
Se llama el segundo mandamiento:
1. Porque encarna la sustancia de la segunda tabla, o aquellos deberes que se realizan directamente hacia nuestro prójimo. Si amas a tu prójimo como a ti mismo, no lo asesinarás ni lo herirás.
2. Porque el amor que abrigamos hacia nuestro prójimo debe surgir del amor a Dios y es, por lo tanto, naturalmente posterior al amor a Dios.
Se dice que es como el primero en tres aspectos:
1. En el tipo de adoración que requiere, que es moral o espiritual. Esto es igual de requerido y sancionado en la segunda tabla como en la primera, porque en todas partes se opone a un mero culto formal.
2. En el tipo de castigo que amenaza contra el transgresor, que es un castigo eterno; porque Dios inflige esto, tanto por la violación de una tabla, como por la de la otra.
3. En la conexión que se mantiene entre las dos tablas; porque ninguna puede mantenerse sin la otra.
También es diferente al primero:
1. En el objeto con el que se ocupa inmediatamente, que en el primero es Dios, en el segundo nuestro prójimo.
2. En el orden de causa y efecto. El amor que abrigamos hacia nuestro prójimo se origina en el amor que tenemos a Dios; pero no al contrario.
3. En el grado de amor. Debemos amar a Dios supremamente. Pero el amor que tenemos por nuestro prójimo no debe estar por encima de todo lo demás, ni ser más fuerte que el que tenemos por Dios: sino sólo cuando nos amamos a nosotros mismos.
De lo que se ha dicho ahora, es fácil responder a la objeción que a veces se hace: El segundo mandamiento es semejante al primero. Por lo tanto, el primero no es el más grande; o, por lo tanto, nuestro prójimo debe ser considerado como igual a Dios, y debe ser adorado de la misma manera. A esto respondemos que el segundo es semejante al primero, no absolutamente, y en todo punto de vista, sino sólo en ciertos aspectos; y es diferente al primero en los detalles ya especificados.
De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas; es decir, toda la doctrina de la Ley y de los Profetas, se reduce a estos dos encabezados; y toda obediencia a la ley, inculcada por Moisés y los profetas, surge del amor a Dios y del amor al prójimo.
Objeción. Pero también hay muchas promesas del Evangelio en los profetas. Por lo tanto, parecería que la doctrina de los profetas no está debidamente restringida a estos dos mandamientos. Respuesta: Cristo habla de la doctrina de la ley, y no de las promesas del evangelio, lo cual es evidente por la pregunta del fariseo, quien le preguntó cuál era el mandamiento más grande, y no cuál era la promesa principal en la ley.
Pregunta 5. ¿Puedes guardar todas estas cosas perfectamente?
Respuesta. De ninguna manera; porque soy propenso por naturaleza a odiar a Dios y a mi prójimo.
EXPOSICIÓN
Esta pregunta, en relación con la anterior, nos enseña que nuestra miseria, (de la cual hay dos partes), puede ser conocida por la ley de dos maneras. Primero, comparándonos con la ley; y segundo, por la aplicación de la maldición de la ley a nosotros mismos.
La comparación de nosotros mismos con la ley, o de la ley con nosotros mismos, es una consideración de esa pureza que la ley requiere, y de si está en nosotros. Esta comparación demuestra claramente que no somos lo que exige la ley; porque exige amor perfecto a Dios, mientras que no hay nada en nosotros sino aversión y odio hacia Él. La ley, una vez más, exige amor perfecto hacia nuestro prójimo; pero en nosotros hay enemistad hacia nuestro prójimo. Es de esta manera, por lo tanto, que obtenemos un conocimiento de la primera parte de nuestra miseria, que incluye nuestra depravación, de la cual las Escrituras en muchos lugares nos convencen (Romanos 8:7; Efesios 2:3; Tito 3:3, etc.).
La aplicación de la maldición de la ley a nosotros mismos se hace por un silogismo práctico, del cual la proposición principal es la voz de la ley: Maldito es todo aquel que no continúa en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley para hacerlas. La conciencia suministra y afirma en nosotros la proposición menor: No he continuado en todas las cosas escritas, etc. La conclusión es la aprobación de la sentencia de la ley: estoy condenado. La conciencia dicta a cada hombre un silogismo como este; sí, no es otra cosa que un silogismo práctico formado en la mente, cuya proposición principal es la ley de Dios; el menor, es el conocimiento de lo que hemos hecho, contrario a la ley; y la conclusión, es la aprobación de la sentencia de la ley, condenándonos a causa del pecado, cuya aprobación será seguida por el dolor y la desesperación, a menos que el consuelo del evangelio nos sea dado, y obtengamos la remisión de los pecados por causa del Hijo de Dios, nuestro Mediador. Es de esta manera que obtenemos un conocimiento de nuestro estado pecaminoso y la exposición a la condenación eterna, que es la segunda parte de nuestra miseria; porque por este argumento, todos están convencidos de pecado. La ley obliga a todos a la obediencia, y si esto no se cumple, al castigo eterno y a la condenación. Pero nadie rinde esta obediencia. Por lo tanto, la ley obliga a todos los hombres a la condenación eterna.