LA EXPIACIÓN
Autor: John Murray
Traductor: Valentín Alpuche
Expiación es el término que ha llegado a ser ampliamente utilizado para denotar la obra sustitutiva de Cristo que culminó en el sacrificio del Calvario. El término aparece con frecuencia en la Versión Autorizada del Antiguo Testamento como la traducción de la raíz hebrea kaphar, pero sólo una vez en el Nuevo Testamento (Romanos 5:11) donde se refiere a la reconciliación. El término en sí mismo no es adecuado para expresar lo que está involucrado en la obra vicaria de Cristo. De hecho, ningún término puede expresar los múltiples aspectos desde los cuales, según las Escrituras, esta obra de Cristo debe ser vista. Sin embargo, la expiación, cuando se entiende de la manera que el uso ha determinado, es lo suficientemente inclusiva como para fungir como una designación general.
- La fuente. Cualquier doctrina de la expiación está mal dirigida desde el principio si no tiene en cuenta el hecho de que la expiación es la provisión del amor de Dios:
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16).
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (I Juan 4:10; cf. Romanos 5:8; 8:32; Efesios 2:4, 5; I Juan 4:9).
El título “Dios” en estos textos se refiere específicamente a Dios el Padre. Así que es a la iniciativa del amor del Padre que nuestra atención se dirige cuando pensamos en la fuente de la cual emana la expiación. Y todo lo que se ha logrado por la obra vicaria de Cristo debe estar siempre subordinado al diseño y al propósito del amor del Padre. Esta es la orientación que los exponentes clásicos de la doctrina reformada siempre han reconocido, y es una caricatura de su posición suponer que representaban el amor y la compasión del Padre como constreñidos por el sacrificio de Cristo.
En este hecho de que el amor de Dios es la fuente de la que fluye la expiación, encontramos una expresión definitiva de revelación y de pensamiento humano. Es la maravilla que evoca asombro, adoración y alabanza. Es un amor que surge de las inescrutables riquezas de la bondad de Dios. Pero, aunque es una revelación de suprema importancia, la Escritura no sólo permite, sino que requiere una mayor caracterización de este amor.
El amor de Dios establece una diferencia con respecto a sus objetos. Es el amor de Dios Padre lo que Pablo tiene en mente cuando habla de Aquel que “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Romanos 8:32). Pero es dentro de la órbita definida por Romanos 8:29 que este amor debe ser entendido, y este texto habla del amor distintivo que predestina a un fin determinado: la conformidad a la imagen de su Hijo.
Efesios 1:4-5 tiene el mismo efecto. Dios escogió a un pueblo en Cristo y en amor los predestinó para adopción a través de Jesucristo. Anularía el testimonio de las Escrituras si ignoráramos la diferenciación que instituye el amor de Dios y no interpretáramos la expiación como la provisión de este amor distintivo y como aquello que asegura el diseño de la gracia electiva de Dios.
- La necesidad. El amor de Dios es la causa de la expiación. Pero ¿por qué el amor de Dios tomó este camino para alcanzar su fin? Esta es la pregunta de la razón a diferencia de la causa. Teólogos notables en la historia de la iglesia han tomado la posición de que no había una razón absoluta, que Dios podría haber salvado a los hombres por otros medios que no fuera por el derramamiento de la sangre de Su propio Hijo, que, dado que Dios es omnipotente y soberano, otras formas de perdonar el pecado estaban disponibles para Él.
Pero Dios se complació en adoptar este método porque el mayor número de ventajas y bendiciones se derivaron de él. Dios podría haber redimido a los hombres sin el derramamiento de sangre, pero Él libremente eligió no hacerlo y, por lo tanto, magnifica la gloria de Su gracia y realza el carácter preciso de la salvación otorgada (por ejemplo, Agustín, Tomás de Aquino, Thomas Goodwin, John Ball, Thomas Blake).
Podría parecer que este punto de vista honra la omnipotencia, soberanía y gracia de Dios y, también, que proponer más que esto sería presuntuoso de nuestra parte y más allá de la garantía de las Escrituras. ¿No es el límite de nuestro pensamiento decir que “sin derramamiento de sangre” (Heb 9:22) en realidad no hay remisión y estar satisfechos con ese dato? Hay, sin embargo, ciertas cosas que Dios no puede hacer. “No puede negarse a sí mismo” (2Tim 2:13) y es “imposible que Dios mienta” (Heb 6:18).
La única pregunta es: ¿hay exigencias que surgen del carácter y las perfecciones de Dios que hacen intrínsecamente necesario que la redención se realice mediante el sacrificio del Hijo de Dios? Debe entenderse que no era necesario que Dios redimiera a los hombres. El propósito de redimir es el ejercicio libre y soberano de Su amor. Pero habiéndose propuesto redimir, ¿era la única alternativa el derramamiento de sangre de Su propio Hijo como la forma de asegurar esa redención? Parece haber buenas razones para una respuesta afirmativa.
A. La salvación requiere no sólo el perdón de los pecados, sino también la justificación. Y la justificación, adecuada a la situación en la que se encuentra la humanidad perdida, exige una justicia que no pertenece más que al Hijo de Dios encarnado, una justicia inmaculada e incontaminada, una justicia con propiedad y calidad divinas (cf. Rom. 1:17; 3:21; 22; 10:3; 2Corintios 5:21; Filipenses 3:9). Es la justicia de la obediencia de Cristo (Romanos 5:19). Pero sólo el Hijo de Dios, encarnado, cumpliendo hasta el máximo las exigencias de la voluntad del Padre, podría haber proporcionado tal justicia. Un concepto de salvación desprovisto de la justificación que esta justicia imparte es una abstracción de la cual la Escritura no sabe nada.
B. El pecado es la contradicción de Dios y Él debe reaccionar contra él con santa ira. Dondequiera que esté el pecado, la ira de Dios descansa sobre él (cf. Rom 1:18). De lo contrario, Dios se estaría negando a sí mismo, particularmente su santidad, justicia y verdad. Pero la ira debe ser removida si queremos disfrutar del favor de Dios que implica la salvación. Y la única provisión para la eliminación de la ira es la propiciación. Esta es seguramente la importancia de Romanos 3:25-26, que Dios puso a Cristo como propiciación para declarar Su justicia, para que Él fuera justo y el justificador de los impíos.
C. La cruz de Cristo es la demostración suprema del amor de Dios (cf. Rom 5:8; 1Juan 4:9-10). Pero ¿sería una demostración suprema de amor si el fin asegurado por ella pudiera haberse logrado sin ella? ¿Sería amor asegurar el fin mediante gastos tales como la agonía de Getsemaní y el abandono del Calvario por el propio Hijo bien amado y unigénito de Dios si el resultado hubiera podido lograrse por medios menos costosos? En ese caso, ¿no habría sido amor sin sabiduría? En esto no podemos suprimir el significado de la oración de nuestro Señor en Getsemaní (Mateo 26:39). Si hubiera sido posible que la copa pasara de Él, su oración seguramente habría sido respondida. Es cuando las exigencias indispensables cumplidas por el sufrimiento de Jesús hasta la muerte se evalúan adecuadamente que podemos ver la maravilla del amor de Dios en la prueba del Calvario. Tan grande era el amor del Padre a los hombres perdidos que decretó su redención a pesar de que el costo no era nada menos que el madero maldito. Cuando el Calvario es visto bajo esta luz, entonces el amor manifestado no sólo adquiere sentido, sino que nos llena de asombrosa adoración. Verdaderamente esto es amor.
Aquellos que piensan que en la búsqueda del propósito salvador de Dios la cruz no era intrínsecamente necesaria no están, en realidad, tratando con la necesidad hipotética de la expiación, sino con una salvación hipotética. Porque, en su propia admisión, no están diciendo que la salvación real diseñada y otorgada podría haber sido disfrutada sin Cristo, sino sólo una salvación de menor carácter y gloria. Pero de tal salvación la Escritura no sabe nada y ningún buen propósito puede ser resultado de una hipótesis imaginaria.
- Naturaleza. La naturaleza de la expiación tiene que ver con las formas en que la Escritura caracteriza las obras y logros vicarios de Cristo. La más básica e inclusiva de estas categorías es la obediencia. Y hay cuatro categorías que son más específicas: sacrificio, propiciación, reconciliación y redención.
- Obediencia. La obediencia no define para nosotros el carácter específico de las otras categorías, pero sí nos señala la capacidad en la que Cristo desempeña todas las fases de su obra expiatoria. Ningún pasaje en las Escrituras proporciona más instrucción sobre nuestro tema que Isaías 52:13-53:12. Es en la capacidad de Siervo que la persona en cuestión es introducida y es en la misma capacidad que ejecuta Su función expiatoria (Isaías 52:13, 15; 53:11).
El título “Siervo” deriva su significado del hecho de que Él es el Siervo del Señor, no el Siervo de los hombres (cf. Isaías 42:1, 19; 52:13). Él es el Siervo del Padre y esto implica sujeción y cumplimiento de la voluntad del Padre. El siervo define su compromiso, y la obediencia la ejecución. Salmo 40:7-8 apunta en la misma dirección. Nuestro Señor mismo confirma lo que el Antiguo Testamento predijo. “Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38; cf. 4:34; 10:17-18). Los acontecimientos fundamentales del cumplimiento redentor Él los llevó a cabo en cumplimiento del mandamiento del Padre y en el ejercicio de la autoridad mesiánica. El testimonio de Pablo tiene el mismo efecto que el del Antiguo Testamento y el de Jesús mismo.
Muy importante es Filipenses 2:7-8. Porque este texto, con respecto a la capacidad en la que Jesús actuó, se apega a Isaías 52:13-53:12 y representa el evento culminante del compromiso de Jesús, la muerte de la cruz, como un acto de obediencia. Y Romanos 5:19 expresa que es por la obediencia de Cristo que muchos son constituidos justos. Esta evidencia muestra que nuestro entendimiento con respecto a la naturaleza de la expiación no está condicionado bíblicamente a menos que esté gobernado por el concepto de la obediencia de Cristo en Su calidad de Siervo cumpliendo la comisión del Padre.
No debemos ver esta obediencia mecánica o cuantitativamente. No consistía simplemente en la suma total de los actos formales de obediencia. La obediencia surge del complejo de disposición de motivo, intención, dirección y propósito. Y puesto que nuestro Señor era verdaderamente humano y cumplió la voluntad del Padre en la naturaleza humana, debemos apreciar la progresión en el conocimiento, la comprensión, la resolución y la voluntad que fue necesaria y llegó a expresarse en el cumplimiento de la voluntad del Padre en sus crecientes demandas sobre Él hasta que estas demandas alcanzaron su clímax en la muerte en la cruz. Esto explica la palabra en Hebreos 5:8 que “por lo que padeció aprendió la obediencia”. En ningún momento fue desobediente.
Pero las exigencias de la obediencia eran tan expansivas y progresivamente exigentes que tuvo que aprender en el horno de la prueba, la tentación y el sufrimiento. Puesto que Su obediencia alcanzó así la perfección y plenitud requeridas para el cumplimiento de Sus compromisos en la mayor medida de sus demandas, Él fue perfeccionado como el capitán de la salvación (Heb. 2:10) y “habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Heb. 5:9). Esto no es más que decir que fue por la obediencia que Él logró la salvación de los muchos hijos que han de ser llevados a la gloria, y vemos cuán integral a la salvación asegurada es la obediencia de Cristo.
- Sacrificio. Hay abundante evidencia en el Nuevo Testamento para mostrar que la entrega de Cristo de sí mismo debe interpretarse en términos de ofrenda sacrificial (1Corintios 5:7; Efesios 5:2; Heb 7:27; 8:3; 9:14, 23, 25-26, 28; 10:10, 12, 14, 26). Y no son sólo estas declaraciones expresas las que apoyan la tesis, sino también las referencias que sólo pueden interpretarse en términos del altar del sacrificio (cf., por ejemplo, Heb 13: 1-13). La noción de sacrificio mantenida por estos escritores del Nuevo Testamento es la derivada del Antiguo Testamento, ya que las alusiones al ritual sacrificial de la economía levítica hacen evidente que este última proporcionó el tipo en términos del cual el sacrificio de Cristo debía ser interpretado. Los sacrificios del Antiguo Testamento expiaban la culpa. Esto es particularmente cierto de las ofrendas por el pecado, y éstas están específicamente a la vista en algunos de los pasajes del Nuevo Testamento (cf. Heb 9:6-15, 23-24; 13:1-13). La idea de la expiación es la eliminación de la responsabilidad derivada del pecado. El sacrificio es la disposición por la cual se elimina esta responsabilidad: es el sufrimiento sustitutivo de la pena y la transferencia de la responsabilidad del oferente al sacrificio.
Los sacrificios del Antiguo Testamento eran verdaderamente tipológicos del sacrificio de Cristo. Isaías 53:10 aplica expresamente al autosacrificio del Siervo lo que estaba representado figurativamente por la ofrenda del pecado, y en los pasajes del Nuevo Testamento, como se indicó anteriormente, las ofrendas levíticas proporcionan la analogía según la cual el sacrificio de Cristo debe ser entendido. Pero de mayor importancia es el hecho de que el sacrificio de Cristo es el arquetipo según el cual fueron modelados: eran patrones de las cosas celestiales y solo figuras de lo verdadero (Heb 9:23-24). La ofrenda de Cristo es el ejemplo celestial. Esta es una confirmación adicional de que lo que fue significado en la sombra por las ofrendas rituales, es decir, la expiación, fue trascendental y realmente cierto en el sacrificio de Cristo. La sombra retrata el contorno de la realidad. Es, sin embargo, esta verdad, que el sacrificio de Cristo es la realidad celestial, que asegura la eficacia, la finalidad y la perfección de su sacrificio en contraste con las obvias deficiencias de las ofrendas levíticas (cf. Hb 9, 9-14; 24-28). “porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb 10:14).
Es la obra de Cristo, vista en términos de sacrificio, la que pone en primer plano el oficio sacerdotal de nuestro Redentor. Es prerrogativa del sacerdote ofrecer sacrificios y sólo en el ejercicio de su prerrogativa como gran sumo sacerdote de nuestra profesión se ofreció Jesús a sí mismo. Fue “declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec” (Heb 5:10). Aquí se demuestra aún más la singularidad del sacrificio de Cristo. Él se ofreció a sí mismo, y el sacrificio que ofreció fue Él mismo. Él actuó como sacerdote y ofrenda (cf. Heb 7:27; 8:3; 9:14, 25; 10:59) y así purificó nuestros pecados. La perfección trascendente, la eficacia y la finalidad de Su sacrificio residen en el carácter trascendente de la ofrenda y la dignidad de Su sacerdocio.
- Propiciación. El lenguaje de propiciación se aplica claramente a la obra de Cristo en el Nuevo Testamento (Romanos 3:25; Heb 2:17; 1Juan 2:2; 4:10). Se han hecho intentos plausibles para interpretar la propiciación en términos de expiación y así evitar el significado prima facie (a primera vista) de la propiciación. La falacia de estos intentos ha sido demostrada con éxito por el estudio erudito y minucioso de los datos bíblicos (ver bibliografía). La razón del intento de liberar a la obra de Cristo de su carácter estrictamente propiciatorio es obvia.
Propiciar significa pacificar, conciliar, hacer propicio. Presupone que la persona propiciada está enojada y necesita ser pacificada. Si Cristo propicia, debe ser Dios a quien propicia. Y ciertamente, se alega, no podemos pensar que Dios necesita ser pacificado o hecho propicio por la sangre de Cristo. Si la expiación brota del amor del Padre y es la provisión de Su amor, como se ha mostrado anteriormente, ¿no es una contradicción sostener que Él es pacificado por lo que es la expresión de Su amor? Si el amor invencible es antecedente, ¡entonces no queda lugar para la pacificación de la ira!
Hay una confusión deplorable en esta línea de razonamiento. Amar y ser propicio no son términos convertibles. Incluso en la esfera humana, el único objeto de amor puede ser al mismo tiempo el único objeto de santa ira y disgusto. Es la negación de la santidad de Dios en relación con el pecado, como la contradicción de lo que Él es y exige, no reconocer que el pecado debe evocar su ira. Y así como el pecado pertenece a las personas, así la ira descansa sobre las personas que son los agentes del pecado.
Aquellos a quienes Dios amó con amor invencible eran hijos de ira, como Pablo dice expresamente (Efesios 2:3). Es a este hecho que se dirige la propiciación hecha por Cristo. Aquellos a quienes Dios amaba eran hijos de Su ira. Es esta verdad la que realza la maravilla de Su amor, y si la negamos o la atenuamos, hemos eviscerado la grandeza de Su amor. La doctrina de la propiciación es precisamente esta: que Dios amó tanto los objetos de Su ira que dio a Su propio Hijo con el fin de que Él por Su sangre hiciera provisión para la eliminación de esta ira. La tarea de Cristo era tratar con la ira para que los amados ya no fueran objeto de ira, y el amor lograra su objetivo de hacer de los hijos de la ira los hijos de la buena voluntad de Dios. Es una perspectiva estrecha que puede prescindir de la necesidad y la gloria de la propiciación.
La disposición a negar o incluso subestimar la doctrina de la propiciación traiciona un sesgo que es perjudicial para la expiación como tal. La expiación significa que Cristo llevó nuestros pecados y al llevar el pecado soportó su juicio (cf. Isaías 53:5). La muerte misma es el juicio de Dios sobre el pecado (cf. Rom. 5:12; 6:23). Y Cristo murió por la única razón de que la muerte es la paga del pecado. Pero el epítome del juicio de Dios sobre el pecado es Su ira. Si Jesús en nuestro lugar recibió todo el juicio de Dios sobre nuestro pecado, Él debe haber soportado lo que constituye la esencia de este juicio ¡Cuán superficial es la noción de que el sufrimiento vicario de la ira es incompatible con el amor inmutable del Padre a Él!
Por supuesto, el Padre amó al Hijo con amor inmutable e infinito. Y el cumplimiento de la voluntad del Padre en los extremos de la agonía de Getsemaní y el abandono del Calvario provocaron el deleite supremo del Padre (cf. Jn 10:17). Pero el amor y la ira no son contradictorios; el amor y el odio sí lo son. Es sólo porque Jesús era el Hijo, amado inmutablemente como tal y amado cada vez más en su capacidad mesiánica a medida que cumplía progresivamente las demandas de la comisión del Padre, que podía soportar todo el golpe de ira judicial. Esto está inscrito en la declaración más misteriosa que jamás haya ascendido de la tierra al cielo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal. 22:1; Mateo 27:46; Marcos 15:34). ¡Dios en nuestra naturaleza abandonado por Dios! Aquí está la maravilla del amor del Padre y también del amor del Hijo. La eternidad no escalará sus alturas ni comprenderá sus profundidades. Qué lamentable es la miopía que nos ciega a su grandeza y que no logra ver la necesidad y la gloria de la propiciación. “En esto consiste el amor”, escribió Juan, “no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1Juan 4:10). Cristo es verdaderamente la propiciación por nuestros pecados porque Él propició la ira que era nuestra condenación. El lenguaje de propiciación no puede diluirse; habla de la esencia del Calvario.
- Reconciliación. Así como el sacrificio tiene en vista la exigencia creada por nuestra culpa, y la propiciación la exigencia que surge de la ira de Dios, así la reconciliación tiene que ver con nuestra alienación (enemistad) de Dios y la necesidad de que esa enemistad sea removida. En las Escrituras, los términos utilizados con referencia a la reconciliación realizada por Cristo son en el sentido de que somos reconciliados con Dios (Romanos 5:10) y que Dios nos reconcilia consigo mismo (2Corintios 5:18-19; Efesios 2:16; Colosenses 1:2-22). Nunca se afirma expresamente que Dios está reconciliado con nosotros. A menudo se ha afirmado, por lo tanto, que la cruz de Cristo, en la medida en que contemplaba la reconciliación, no terminó sobre Dios para la eliminación de su enemistad de nosotros, sino simple y exclusivamente sobre nosotros para la eliminación de nuestra enemistad de Él. En otras palabras, no es lo que Dios tiene contra nosotros lo que se trata en la reconciliación, sino sólo nuestra enemistad contra Él.
Es extraño que esta afirmación sea tan persistente, que los eruditos se contenten con lo que es, por decir lo menos, una interpretación tan superficial del uso de las Escrituras en referencia al término en cuestión.
No se debe negar que la reconciliación tiene que ver con nuestra enemistad contra Dios. La reconciliación, como todas las otras categorías, se ocupa del pecado y la responsabilidad que se deriva de él. Y el pecado es enemistad contra Dios. Pero, cuando la enseñanza de la Escritura se analiza adecuadamente, se verá que la reconciliación implica mucho más de lo que podría parecer a primera vista que es el caso.
Cuando en Mateo 5:24 leemos: “Reconcíliate con tu hermano”, tenemos un ejemplo del uso de la palabra “reconciliar” que debería advertirnos contra una inferencia común. En este caso, a la persona que trae su ofrenda al altar se le recuerda que su hermano tiene algo en su contra. Es esta queja por parte del otro la razón para interrumpir su acto de adoración. Es el agravio y, en ese sentido, el contra del otro lo que el adorador debe tener en cuenta, y es la eliminación de ese agravio, de ese alejamiento, de aquello en contra”, que contempla la reconciliación que se le exige que realice. Él debe hacer todo lo que sea necesario para eliminar el alejamiento en la mente y la actitud del otro. Es evidente, por lo tanto, que la situación que requiere reconciliación es el estado de ánimo o la actitud del otro y lo que la reconciliación debe efectuar es el cambio de mentalidad por parte del otro, es decir, la persona llamada hermano. Por lo tanto, estamos apuntando en una dirección muy diferente de la que podríamos haber esperado de la mera fórmula “reconciliarse”. Y aunque es el “contra” del hermano lo que se ve como que requiere un cambio, la exhortación es en términos de “reconcíliate con tu hermano” y no en absoluto “Deja que tu hermano se reconcilie contigo”. Por este análisis se puede ver fácilmente que la fórmula “reconciliados con Dios” bien puede significar que lo que la reconciliación tiene en mente es el alejamiento de Dios de nosotros y la eliminación de ese distanciamiento. Mateo 5:23-24 muestra cuán indefendible es una interpretación que basa su caso en lo que, en el mejor de los casos, es una mera apariencia.
Otro ejemplo apunta en la misma dirección. Es Romanos 11:15. “Porque si su exclusión es la reconciliación del mundo, ¿qué será su admisión, sino vida de entre los muertos?” La “exclusión” es la de Israel y la “reconciliación” es la de las naciones gentiles. La “exclusión” se contrasta con la “reconciliación” y el significado de esta última debe descubrirse a partir de este contraste. La “exclusión” también se contrasta con la “admisión”, es decir, admitirlos nuevo. La “exclusión” no puede ser otra cosa que el rechazo de ellos del favor divino y la bendición que una vez disfrutaron y la “admisión” es la restauración de ellos nuevamente al favor divino y la bendición de la que por un tiempo habían sido excluidos.
Es evidente que en ambas palabras el pensamiento se centra en la relación de Israel con el favor de Dios y la bendición salvadora. La reconciliación, en contraste con la exclusión, debe, por lo tanto, significar la admisión de los gentiles en el favor de Dios y la bendición del evangelio; es la relación con el favor de Dios lo que se expresa. Por lo tanto, es sobre el cambio en el carácter de Dios y el cambio en la relación resultante de Dios con los gentiles que el pensamiento se centra en la palabra “reconciliación”. Esto demuestra que el término puede usarse con referencia a un cambio que tiene lugar en la mente y la relación de Dios con referencia a los hombres. Y así estamos preparados para la apreciación de la enseñanza de la Escritura sobre la reconciliación realizada por Cristo en su muerte.
Cualquier evaluación adecuada de la naturaleza y las responsabilidades del pecado muestra que el pecado nos separó del favor y la comunión de Dios (cf. Isaías 59:2). El pecado provoca no sólo la ira de Dios, sino también su complemento, el alejamiento de Él. Este alejamiento es el resultado de nuestro alejamiento de Él. Este alejamiento es pecaminoso y constituye nuestro pecado, pero el alejamiento de Dios es santo ya que es la ira de Dios. Es ese santo alejamiento que contempla la reconciliación y está dirigida a su eliminación. Este es el evangelio de la reconciliación, ¡y qué vacío habría en la expiación si no solucionara esta urgencia de nuestro estado pecaminoso!
Si la reconciliación consiste meramente en el cambio que tiene lugar en el corazón del hombre, el cambio de la enemistad a la penitencia y al amor, entonces la reconciliación misma es algo interno; es un cambio en la disposición subjetiva y la actitud del hombre. Se hace imposible ajustar la enseñanza de los dos pasajes más relevantes a esta concepción. Estos pasajes son Romanos 5:8-11; 2Corintios 5:18-21.
1. En Romanos 5:8 es la grandeza del amor de Dios hacia nosotros lo que se acentúa. Este amor se demuestra por dos consideraciones: (1) que Cristo murió por nosotros y (2) que murió por nosotros cuando aún éramos pecadores. Nuestra atención se dirige a lo que Dios hizo cuando todavía estábamos en nuestro estado pecaminoso y, por lo tanto, cuando estábamos alejados de Él. Este versículo, además, enuncia la esencia de lo que sigue en los siguientes tres versículos. Porque la cláusula “Cristo murió por nosotros” (vs. 8) se expande en el versículo 10 en las palabras “fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo”. Por lo tanto, es la reconciliación a través de la muerte de Cristo que se logró cuando aún éramos pecadores. ¡Qué minimizador sería esto si la reconciliación se concibiera como que consistiera en el cambio de nuestros corazones del pecado y la enemistad hacia el amor y la penitencia! El punto central del versículo 8 es que lo que Dios hizo en la muerte de Cristo tuvo lugar cuando todavía éramos pecadores y no consistió ni se basó en ningún cambio en nosotros. Introducir el pensamiento de cambio en nosotros es contradecir el eje de la declaración.
2. Los versículos 9 y 10 son paralelos entre sí; expresan la misma verdad sustancial de dos maneras diferentes. Más específicamente, “estando ya justificados en su sangre” es paralelo a “reconciliado con Dios por la muerte de su Hijo”. Por lo tanto, “justificado” y “reconciliado” deben pertenecer a la misma órbita; deben expresar conceptos similares. Pero el término “justificar”, particularmente en esta epístola, tiene un significado forense. No significa hacer justo; es declarativo en vigor y es lo opuesto a “condenar”. Se ocupa de las relaciones judiciales. “Reconciliar” también debe tener la misma fuerza y no puede referirse a un cambio interno de corazón y actitud. La misma conclusión se deriva de 2Corintios 5:19: “que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados”. No imputar transgresiones explica la reconciliación o es la consecuencia de esta última. En cualquier caso, muestra la categoría a la que pertenece la reconciliación y está muy lejos de la de un cambio subjetivo en nosotros.
3. Ambos pasajes enfatizan el carácter histórico de una vez por todas de la acción denotada por la reconciliación. Fue en la muerte de Cristo que se logró la reconciliación, y esto fue de una vez por todas. Los tiempos verbales indican el mismo pensamiento: “fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Romanos 5:10); “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo. . . Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2Corintios 5:18, 19). Pero un cambio de corazón en los hombres no es un evento logrado de una vez por todas; se está realizando continuamente a medida que se aplica la reconciliación.
4. En 2Corintios 5:21 se nos señala el tipo de acción involucrada en la reconciliación de la que se habla en los versículos anteriores. Es que “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado”. Esto incuestionablemente se refiere a la carga vicaria del pecado de Cristo y pertenece al reino objetivo; no tiene afinidad con un cambio subjetivo registrado en nuestros corazones.
5. En Romanos 5:10 es casi seguro que la expresión “Porque si siendo enemigos” no refleja nuestra enemistad activa contra Dios, sino el alejamiento de Dios de nosotros. El mismo término enemigos aparece en Romanos 11:28: “en cuanto al evangelio, son enemigos por causa de vosotros”. “Enemigos” aquí debe significar alejados del favor de Dios por dos razones.
(1) A lo que Pablo se refiere es al rechazo de Israel, a que sean desheredados por el momento de los privilegios del pacto.
(2) En el mismo versículo “enemigos” se contrasta con “amados”.
Pero “amado” es ciertamente amados por Dios. Por lo tanto, los “enemigos” debe reflexionar sobre la relación de Dios con ellos, el haber sido desechados (cf. vs. 15). Este sentido se adapta bien al pensamiento de Romanos 5:10. Porque lo que la reconciliación logra es la eliminación del alejamiento de Dios, en ese sentido Su santa enemistad, y el argumento es que, si cuando estábamos en un estado de alejamiento de Dios, Él nos trajo a Su favor por la muerte de Su Hijo, cuánto más seremos salvos de la ira venidera por la resurrección de Cristo. Sin embargo, si el término “enemigos” aquí significa nuestra enemistad activa contra Dios, entonces el pensamiento es similar y tiene la misma fuerza que la del versículo 8, mencionado anteriormente.
6. La declaración en Romanos 5:11, “por quien hemos recibido ahora la reconciliación”, no concuerda bien con el punto de vista que se está discutiendo. La reconciliación aquí se representa como un don otorgado y recibido, de hecho, como un estatus establecido. El lenguaje no está adaptado a la noción de un cambio en nosotros del odio al amor y la penitencia. Este tipo de cambio es uno que debe incluir nuestra actividad en la mayor medida posible. Pero aquí (Romanos 5:11) somos vistos como los destinatarios. Es esa representación la que está de acuerdo con todo el énfasis de los versículos anteriores. Dios ha venido a sostener una nueva relación, y hemos recibido este nuevo estatus.
Esto, del mismo modo, concuerda con la declaración de 2Corintios 5:19: “y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación”. El mensaje del evangelio es la proclamación de lo que Dios ha hecho, particularmente lo que Él ha hecho de una vez por todas en Cristo. En términos de reconciliación es la proclamación de su acción reconciliadora y no puede ser interpretada como un cambio en nuestros corazones. Esto último es el fruto del anuncio evangélico. El amor o la penitencia de nuestra parte es aquello a lo que el evangelio nos constriñe. Por lo tanto, “la palabra de la reconciliación” es antecedente y no puede consistir en la proclamación de nuestro cambio de corazón.
La importancia de la exhortación en 2Corintios 5:20 también debe entenderse bajo esta luz. “Reconciliaos con Dios” es a menudo considerado como el llamado a nosotros a dejar de lado nuestra hostilidad. Esto no es en sí mismo una apelación impropia como la respuesta apropiada a la proclamación del evangelio. Pero la evidencia derivada de los pasajes tratados no apoya esta interpretación. Es más bien un llamamiento a que aprovechemos lo que la reconciliación es y ha logrado. Es en el sentido de: entrar en la gracia de la reconciliación; abrazar la verdad de que “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2Corintios 5:21).
La suma de la doctrina es, por lo tanto, que la reconciliación como acción se refiere a lo que Dios ha hecho en Cristo para hacer provisión del alejamiento de Dios que es la consecuencia necesaria de nuestro pecado, y la reconciliación como resultado es la restauración al favor y la comunión de Dios. Es la interrupción causada por el pecado lo que hizo necesaria la reconciliación, es esta interrupción la que sanó la reconciliación, y es la comunión con Dios lo que la reconciliación aseguró. En ningún momento las disposiciones de la expiación registran su gracia y gloria más que en el punto en que nuestra separación de Dios es la exigencia contemplada y la comunión con Dios el resultado asegurado.
Redención. Ninguna categoría está inscrita más profundamente en la conciencia de la iglesia de Cristo que la de la redención. Ningún canto de los santos es más característico que la alabanza de la redención por la sangre de Jesús: “porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación” (Apocalipsis 5:9).
La redención ve la expiación desde su propio aspecto distintivo. El sacrificio ve la expiación desde la perspectiva de la culpa, la propiciación desde la ira, la reconciliación desde la enemistad. La redención tiene en vista la esclavitud a la que el pecado nos ha confinado, y ve la obra de Cristo no simplemente como liberación de la esclavitud, sino en términos de rescate. La palabra de nuestro Señor establece este significado: “como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28; cf. Marcos 10:45).
Hay tres proposiciones que se encuentran en esta declaración:
(1) La obra que Jesús vino a hacer fue de rescate.
(2) La entrega de Su vida fue el precio del rescate.
(3) Este precio de rescate era sustitutivo en carácter y diseño.
Es esta misma idea, por el uso de la misma raíz griega en diferentes formas, la que aparece en la mayoría de los pasajes del Nuevo Testamento que tratan de la redención (Lucas 1:68; 2:38; 24:21; Romanos 3:24; Efesios 1:7; Colosenses 1:14; I Tim. 2:6; Tito 2:14; Hebreos 9:12, 15; I Pedro 1:18). En algunos otros pasajes se usa un término diferente. Pero también transmite el pensamiento de compra (1Corintios 6:20; 7:23; Gálatas 3:13; 4:5; II Pedro 2:1; Apocalipsis 5:9; 14:3, 4). Por lo tanto, el lenguaje de la redención es el de asegurar la liberación mediante el pago de un precio, y es este concepto el que se aplica expresamente a la entrega de la vida de Jesús y al derramamiento de su sangre. Jesús derramó su sangre para pagar el precio de nuestro rescate. La redención no puede reducirse a términos más bajos.
Puesto que la palabra de nuestro Señor (Mateo 20:28; Marcos 10:45) establece los puntos para la doctrina de la redención y puesto que Él representó la entrega de Su vida como el precio del rescate, estamos preparados para el énfasis que cae sobre la sangre de Cristo como el medio de lograr la redención. “Tenemos redención por su sangre” (Efesios 1:7; cf. Colosenses 1:14). “Fuisteis rescatados”, dice Pedro, “no con cosas corruptibles como oro o plata. . . sino con la sangre preciosa de Cristo” (1Pedro 1:18, 19). Es a través de Su propia sangre que Jesús entró de una vez por todas al lugar santísimo, habiendo obtenido la redención eterna (Heb 9:12).
Y Jesús como el mediador del nuevo pacto llevó a cabo su muerte para la redención de las transgresiones que estaban bajo el primer pacto (Heb 9:15). El cántico nuevo de los redimidos es: ” tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios” (Apocalipsis 5:9). No podemos dudar entonces de que, cuando Pablo dice: “Porque habéis sido comprados por precio” (1Corintios 6:20; 7:23), el precio no es otro que la sangre inestimable de Cristo. Es a la misma verdad que se nos señala en Gálatas 3:13, donde el hecho de que Cristo haya sido hecho maldición por nosotros debe entenderse claramente como aquello que aseguró nuestra redención de la maldición de la ley. No puede haber duda entonces, de que la muerte de Cristo en todas sus implicaciones como consecuencia de Su identificación vicaria con nuestros pecados es la que redime y redime de la manera requerida y apropiada para el concepto de la redención, es decir, por el precio del rescate.
Aquello de lo que somos representados como liberados insinúa la esclavitud que la redención tiene en mente. Como podríamos esperar, hay varios aspectos en los que esta esclavitud debe ser interpretada. Esta diversidad de aspectos y las correspondientes virtudes múltiples pertenecientes a la muerte de Cristo son confirmadas por el testimonio de la Escritura.
- Redención del pecado. Que la liberación o salvación del pecado es básica en la acción salvadora de Cristo no necesita demostración. Es suficiente recordar que este es el significado del nombre “Jesús” (Mateo 1:21). Y el título “Salvador” es aquel por el cual Él es frecuentemente identificado: Él es el Señor y Salvador Jesucristo. La acción salvadora comprende mucho más de lo que se especifica expresamente en el término “redención”. Todas las categorías en las que se define la expiación mantienen una relación directa con el pecado y sus consecuencias. Y, aparte de las declaraciones expresas en este sentido, deberíamos entender que, si la redención contempla nuestra esclavitud y asegura la liberación por rescate, la esclavitud debe tener en cuenta la esclavitud que surge del pecado.
Pero las insinuaciones expresas también deben ser apreciadas. Cristo Jesús, Pablo declara, “se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:14). Aunque la relación con nuestros pecados no se declara expresamente, está igualmente implícita cuando la redención a través de la sangre de Jesús se define como “el perdón de pecados” (Efesios 1:7; cf. Colosenses 1:14). Y de manera igualmente evidente es la referencia a la transgresión en Hebreos 9:15: la muerte de Jesús fue para la redención/remisión bajo el primer pacto. Dado que la referencia al pecado es abierta en estos pasajes, nos vemos obligados a inferir que en otros donde el pecado no se menciona, es, sin embargo, la responsabilidad asumida la que hace necesaria la redención y le da carácter (cf. Rom. 3:24; I Tim. 2:6; Heb. 9:12). Y esta referencia al pecado encuentra su contraparte del Antiguo Testamento en el Salmo 130:7-8, que con el Señor hay “abundante redención” y que “él redimirá a Israel de todos sus pecados”.
La esclavitud que el pecado implica para nosotros es triple: culpa, contaminación y poder. Los tres aspectos entran dentro del alcance de la redención realizada por Cristo. No sería factible disociar ninguno de estos aspectos de los pasajes que reflexionan sobre el logro redentor de Jesús. Pero bien puede ser que el pensamiento se centre más particularmente en un aspecto en algunos pasajes y en otro en otros pasajes. En Romanos 3:24, debido al contexto, es sin duda la provisión del pecado como culpa lo que está a la vista. Lo mismo es cierto de Efesios 1:7. En Tito 2:14 es probablemente el pecado como culpa y contaminación lo que se contempla. Debido a que el aspecto del pecado como poder se descuida con tanta frecuencia, es necesario dedicar más atención a esta característica de la enseñanza bíblica.
Este aspecto fue, sin duda, lo más importante en la mente de Zacarías cuando dijo: “ha visitado y redimido a su pueblo” (Lucas 1:68). En los versículos siguientes, las referencias al “poderoso Salvador (lit. cuerno de salvación)” y a “la salvación de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos aborrecieron” (vss. 69, 71) indican que la primera expresión del Nuevo Testamento de la esperanza redentora se interpreta en términos de liberación que se entendió en términos de redención (cf., también, Lucas 2:38).
Familiarizarse con el Antiguo Testamento mostrará que la fe de Jesús que reflejan estos primeros testigos se enmarcó en términos de la misma categoría que ocupa un lugar tan prominente en la religión del Antiguo Testamento. El Antiguo Testamento está impregnado del lenguaje de la redención. Es particularmente la liberación de la esclavitud de Egipto lo que da forma al significado de la redención bajo el antiguo pacto. Aunque la redención se aplicó a Abraham (Isaías 29:22) y aunque Jacob también pudo usar el lenguaje de la redención (Génesis 48:16), sin embargo, es el éxodo de Egipto lo que constituye por excelencia la redención del Antiguo Testamento.
La seguridad dada a Moisés fue: “Yo soy JEHOVÁ; y yo os sacaré de debajo de las tareas pesadas de Egipto, y os libraré de su servidumbre, y os redimiré con brazo extendido, y con juicios grandes” (Éxodo 6: 6), y la canción de liberación fue: “Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste” (Éxodo 15:13). Los libros posteriores abundan en alusiones en términos similares (cf. Deuteronomio 7:8; 9:26; 13:5; 21:8; 24:18; I Crónicas 17:21; Salmos 77:15; 106:10; Isaías 43:1; 63:9; Miqueas 6:4). Y Dios mismo no tiene nombre más repleto de significado para el consuelo de su pueblo que el de Redentor (cf. Sal. 19:14; Isaías 41:14; 43:14; 47:4; 63:16; Jer. 50:34). La riqueza de la promesa mesiánica habla elocuentemente de que el Redentor vendrá a Sion (Isaías 59:20).
Es este testimonio del Antiguo Testamento el que proporciona el trasfondo para la fe del Nuevo Testamento expresada en Lucas 1:68; 2:38. No debería sorprendernos, por lo tanto, que en el Nuevo Testamento la muerte de Cristo sea representada como teniendo relación directa con el archienemigo del pueblo de Dios y con el poder del pecado mismo. El pecado, como poder, nos lleva al cautiverio, y Satanás como el príncipe de las tinieblas y dios de este mundo ejerce su soberanía y nos lleva a la esclavitud.
Con referencia al poder de Satanás tenemos referencia explícita a la victoria lograda por la muerte de Jesús en Juan 12:31; Hebreos 2:14; 1Juan 3:8. Y Colosenses 2:15 se refiere al triunfo asegurado sobre los principados de maldad (cf. Efesios 6:12). Es significativo que la primera promesa haya sido en términos de la destrucción de la serpiente (Génesis 3:15) y que la consumación implicaría el lanzamiento de la serpiente antigua, que es el Diablo y Satanás, en el lago de fuego (Apocalipsis 20:10). Aunque los términos redentores no se usan expresamente en relación con la destrucción ejecutada sobre Satanás, sin embargo, dado que se usan para la liberación de la esclavitud de poderes extranjeros y dado que Satanás es el epítome del poder extranjero, se requiere que lo apliquemos al lenguaje de liberación (Heb. 2:15) de importancia redentora. La redención de Egipto es el tipo de obra redentora de Cristo. El primero fue un acto de juicio contra todos los dioses de Egipto (Éxodo 12:12), el segundo un acto de juicio sobre Satanás (Juan 12:31). Si el primero se interpreta como redención, también debe serlo el segundo. Además, no podemos disociar el engaño de Satanás como el dios de este mundo que ciega las mentes de los que no creen (2Corintios 4:4) de la vana manera de vivir de la cual la preciosa sangre de Cristo redime (1Pedro 1:18). En el centro del logro redentor de Cristo, por lo tanto, está la emancipación de la esclavitud del engaño y el poder de Satanás.
No podemos disociar el poder del pecado del alcance de la redención de la que se habla expresamente en varios de los pasajes ya citados (cf. Tito 2:14; 1Pedro 1:18). Pero cuando se reflexiona particularmente sobre el poder del pecado, la consideración más relevante para la liberación es la verdad de que aquellos por quienes Cristo murió también son representados como habiendo muerto en Él y con Él (Romanos 6:1-10; 7:1-6; II Corintios 5:14, 15; Efesios 2:1-7; Colosenses 2:20; 3:3; I Pedro 4:1, 2). De importancia fundamental a este respecto es el hecho de que Cristo, en sus compromisos vicarios, nunca puede ser concebido aparte de aquellos en cuyo nombre cumplió estos compromisos y, por lo tanto, cuando murió, se unieron a Él en la virtud y eficacia de su muerte. Pero cuando murió, murió al pecado de una vez por todas (Romanos 6:10). Los que están en Él también murieron al pecado (Colosenses 2:20; Romanos 6:24; 1Corintios 5:14), y, si murieron al pecado, murieron al poder del pecado. Esta es la garantía de que aquellos unidos a Cristo no serán gobernados por el poder del pecado (Romanos 6:11, 14; 1Pedro 4:1, 2).
Sería artificial interpretar este aspecto preciso de nuestra relación con la muerte de Cristo y de nuestra liberación del poder del pecado en los términos de redención. Sin embargo, en ningún otro momento puede introducirse más apropiadamente. Nuestra muerte al pecado está ligada a la muerte de Cristo por nosotros (cf. 2Cor 5:14), y a este último se le aplica claramente el concepto redentor.
2. Redención de la maldición de la Ley. La maldición de la ley no significa que la ley sea una maldición. La ley es santa, justa y buena (Romanos 7:13), pero, debido a ello, exige castigo por cada infracción de sus demandas. La maldición de la ley es la maldición que pronuncia sobre los transgresores (Gálatas 3:10). La sanción penal de la ley es tan inviolable como sus exigencias. A esta sanción que pesa sobre nosotros está dirigida la redención. “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (Gálatas 3:13). En ninguna parte de las Escrituras se describe el precio de la redención con más fuerza que en este texto. Nos recuerda que el costo no fue simplemente la muerte de Cristo y el derramamiento de Su sangre, sino estas en la circunstancia de la vergüenza del Gólgota: Él fue “hecho maldición por nosotros”. No podemos medir la intensidad del reproche ni comprender la humillación. Permanecer impasible ante el espectáculo es ser insensible a las sanciones de la santidad, las maravillas del amor y el asombro de los ángeles.
Es porque somos rescatados de la maldición de la ley que somos representados como habiendo muerto a la ley (Romanos 7:6; Gálatas 2:19), como condenados a morir a la ley (Romanos 7:4), y como liberados de la ley (Romanos 7:6). Somos liberados de la esclavitud de la condenación y somos libres de ser justificados aparte de la ley. La relación entre la redención del pecado como culpa, contaminación y poder, y la redención de la maldición de la ley es una relación estrecha. Porque el poder del pecado es la ley (1Corintios 15:56).
En Gálatas 4:5 es la redención de la esclavitud de la ley ceremonial lo que está específicamente a la vista (cf. Gálatas 3:23-4:3). Fue al ser puesto bajo esta ley que Cristo redimió a los que estaban bajo ella. Él aseguró esta liberación porque Él mismo cumplió toda la verdad que estaba simbólica y típicamente establecida en las provisiones de la economía levítica. Estas provisiones no eran más que sombras de las cosas buenas por venir y, cuando apareció lo que presagiaban, no hubo necesidad ni lugar para las sombras mismas. Esta redención tiene el significado más completo para todos. Por la fe de Jesús, todos sin distinción entran en el pleno privilegio de los hijos sin la necesidad de la tutela disciplinaria ministrada por los ritos y ceremonias mosaicos. Este es el ápice del privilegio y la bendición asegurados por la redención de Cristo: recibimos la adopción.
En varias ocasiones en el Nuevo Testamento el término “redención” denota la consumación de bienaventuranza realizada en el advenimiento de Cristo en gloria (Lucas 21:28; Romanos 8:23; 1Corintios 1:30; Efesios 1:14; 4:30). Esto muestra cuán estrechamente relacionado con la redención realizada por la sangre de Jesús está el fruto final del proceso de salvación y cómo la gloria que espera al pueblo de Dios está condicionada por el pensamiento de la redención.
IV. La perfección. Esta caracterización se refiere a la singularidad, eficacia y finalidad de la expiación. No hay repetición por parte de Cristo mismo. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:14). Él “Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (Heb. 9:28). Y no hay participación por parte de hombres o ángeles. Fue Él mismo “quien llevó nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero” (1Pedro 2:24). El ofrecimiento de sí mismo era una función sacerdotal a la que sólo Él, por razón de su persona y dignidad únicas, era igual (cf. Hb 7:2-28). Cristo es ciertamente nuestro ejemplo supremo y también es cierto que sus logros únicos se aducen para ilustrar y hacer cumplir la suma total de la devoción requerida de nosotros. Se nos exige nada menos que el compromiso sincero con la voluntad del Padre ejemplificado en su obediencia hasta la muerte (cf. Mateo 20:27, 28; Filipenses 2:5-8; 1Pedro 2:21-24). Pero en ninguna parte se nos representa como siguiéndole en el cumplimiento de lo que constituye la expiación, y no se nos pide que lo hagamos. Debemos ser obedientes a las más altas exigencias divinas que se nos imponen. Pero por nuestra obediencia nadie es constituido justo (cf. Rom. 5:19).
Es posible que tengamos que morir en lealtad a Cristo y su ejemplo. Pero no expiamos la culpa, propiciamos la ira, reconciliamos al mundo con Dios y aseguramos la redención. Todas estas categorías pertenecen exclusivamente a Cristo. La expiación fue igualmente eficaz y fue intrínsecamente adecuada para el fin diseñado. Él purificó nuestros pecados (Heb. 1:3). Él nos reconcilió con Dios (Romanos 5:10). Él logró la redención (Heb. 9:12; Apocalipsis 5:9). Él es la propiciación por nuestros pecados (1Juan 2:2). No fue una obediencia simbólica que Él rindió a Dios; Él cumplió toda justicia, y siendo perfeccionado se convirtió en el autor de la salvación eterna (Mateo 3:15; Heb. 5:9). No fue un pecado simbólico lo que Él soportó; el Señor puso sobre Él las iniquidades de todos nosotros y llevó nuestros pecados (Isaías 53:6, 11; 1Pedro 2:24). La reconciliación que Él llevó a cabo fue de tal carácter que garantiza la salvación consumada (Romanos 5:9, 10; 8:32). Él compró la iglesia por Su sangre y obtuvo la redención eterna (Hechos 20:28; Heb. 9:12). La suma de todo es que Cristo por su propia obra expiatoria aseguró y garantizó la consumación que se registrará en la resurrección de la vida (cf. Juan 6:39).
V. El alcance. ¿Por quién murió Cristo? La evaluación sobria de la naturaleza de la expiación y de su perfección lleva a una conclusión. Si logró todo lo que está implícito en las categorías por las cuales se define y si asegura y garantiza la redención consumada, el diseño debe ser coextensivo con el resultado final. Si algunos no alcanzan la salvación eterna, como la Escritura enseña claramente, si no disfrutarán de la redención final, no pueden ser incluidos en lo que la redención procuró y aseguró. La expiación se define de tal manera en términos de logro eficaz que debe tener la misma extensión que la salvación otorgada y consumada. A menos que creamos en la restauración final de toda la humanidad, no podemos tener una expiación ilimitada. Bajo la premisa de que algunos perecen eternamente, estamos obligados a una de dos alternativas: una eficacia limitada o una extensión limitada; no existe tal cosa como una expiación ilimitada.
Es cierto que muchos beneficios se desprenden de la obra redentora de Cristo para los no elegidos en esta vida. Es en virtud de lo que Cristo hizo que hay un evangelio de salvación y este evangelio es proclamado libremente a todos sin distinción. Bendiciones incalculables se dispensan al mundo por la sencilla razón de que Dios tiene a su pueblo en el mundo y está cumpliendo en él Su propósito redentor. Cristo es cabeza sobre todas las cosas y es en el ejercicio de su señorío mediador que dispensa estas bendiciones. Pero Su señorío es la recompensa de Su obra expiatoria. Por lo tanto, todos los favores que incluso los réprobos reciben en esta vida están relacionados de una manera u otra con la expiación y se puede decir que fluyen de ella. Si es así, fueron diseñados para fluir de ella, y esto significa que la expiación incluyó en su diseño el otorgamiento de estos beneficios al réprobo.
Pero esto no quiere decir que la expiación, en su carácter específico de expiación, esté diseñada para los réprobos. Una cosa es decir que ciertos beneficios se derivan para el réprobo de la expiación; es completamente diferente decir que la expiación misma está diseñada para el réprobo. Y la falacia de esta última suposición se hace evidente cuando recordamos que es propio de la naturaleza de la expiación asegurar beneficios que los réprobos nunca disfrutan. En una palabra, la expiación está ligada a su eficacia con respecto a la obediencia, expiación, propiciación, reconciliación y redención. Cuando la Escritura habla de Cristo como muriendo por los hombres, es Su muerte vicaria en su nombre lo que está a la vista y todo el contenido que pertenece a la expiación define el significado de la fórmula “murió por”. Por lo tanto, no podemos decir que Él murió por todos los hombres más de lo que hizo expiación por todos los hombres.
La restricción que se aplica al alcance de la expiación se ve confirmada no sólo por la evidencia relativa a la naturaleza de la expiación, sino también por los pasajes que definen su diseño. Nada debería ser más obvio que Jesús vino al mundo para salvar. Él no vino para hacer la salvación meramente posible ni para hacer a los hombres salvables. Tal noción contradiría las declaraciones expresas de Jesús mismo y de otros testigos inspirados (
cf. Lucas 19:10; Juan 6:39; Lucas 2:11; Juan 3:17).
La palabra del ángel a José: “Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21) implica la certeza de la salvación y no la mera posibilidad. Y esta certeza debe, por lo tanto, ser inherente a aquello por lo cual Él obró la salvación, es decir, la expiación. Incluso Juan 3:16, tan a menudo usado en apoyo de la expiación universal, apunta a esta misma certeza y seguridad. Se dice que el propósito de dar al Hijo unigénito es “que todo aquel que cree en él, no se pierda, mas tenga vida eterna”. La relevancia es que Él asegura infaliblemente la salvación de todos los que creen, y no hay ninguna sugerencia de que el diseño se extendiera más allá de asegurar ese fin. Cuando Pablo dice que “Cristo también amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25), está aludiendo a la ofrenda sacrificial de Cristo. Pero también declara el designio: “para santificarla y habiéndola purificado… a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa” (vss. 26, 27). El amor del que se habla aquí, la referencia de la ofrenda sacrificial y el diseño están restringidos a la iglesia. El diseño ciertamente se cumplirá, y así el amor y la entrega de Sí mismo logran su objetivo en la glorificación de aquello a lo que fueron dirigidos.
Es imposible universalizar la referencia al sacrificio de Cristo aludido aquí; está severamente limitado a aquellos que finalmente serán santos y sin mancha. La diferenciación pertenece a este texto y por lo tanto la limitación, en una palabra, diseñada con limitación. En Romanos 8:32, 34 tenemos referencias a la muerte de Cristo y a sus implicaciones. La expiación está a la vista en la entrega de Él por todos nosotros (vs. 32) y en la cláusula, “Cristo Jesús es el que murió” (vs. 34). Pero es imposible colocar estas referencias a la intención y el efecto de la muerte de Cristo fuera del ámbito tan claramente establecido por el contexto y definido en términos de aquellos predestinados a ser conformados a la imagen del Hijo de Dios (vs. 29), los elegidos (vs. 33), y aquellos incluidos en el amor de Dios que está en Cristo Jesús (vs. 39). Además, la entrega (vs. 32) es lo que asegura el otorgamiento gratuito de todas las cosas, las “todas las cosas” especificadas en el contexto como las bendiciones de la salvación que culminan en la glorificación. Y el alcance de la expiación no puede ser más abarcador que aquellas otras acciones con las que se coordina, a saber, la justificación (vs. 33), la intercesión de Cristo (vs. 34) y la participación indisoluble del amor de Cristo (vs. 35). Se podría aducir mucha más evidencia directamente de los pasajes de las Escrituras. Estos, sin embargo, bastan para mostrar que el alcance de la expiación no puede hacerse universal.
Los términos universales se usan con frecuencia en relación con la muerte de Cristo, así como en relación con las categorías que definen su importancia (cf. II Cor. 5:14, 15, 19; I Tim. 2:6; Hebreos 2:9; I Juan 2:2). Es sorprendente que los estudiantes de las Escrituras apelen con tanta facilidad a estos textos como si determinaran la cuestión a favor de la expiación universal. La Escritura frecuentemente usa términos universales cuando, obviamente, no deben ser entendidos de todos los hombres de manera inclusiva y distributiva o de todas las cosas de manera inclusiva. Cuando leemos en Génesis 6:13: “He decidido el fin de todo ser”, es evidente que esto no debe entenderse absoluta o inclusivamente. No toda la carne fue destruida. O cuando Pablo dice que la transgresión de Israel fueron las riquezas del mundo (Romanos 11:12), no puede estar usando la palabra “mundo” de todos los hombres distributivamente. Israel no está incluido, y no todos los gentiles fueron participantes de las riquezas previstas. Cuando Pablo dice: “todas las cosas me son lícitas” (1Corintios 6:12; cf. 10:23), no quiso decir que estaba en libertad de hacer cualquier cosa. Los ejemplos podrían multiplicarse y cada persona debería percibir fácilmente la restricción implícita. Una expresión siempre debe interpretarse en términos del universo del discurso. Así, en Hebreos 2:9, la expresión “para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos” debe entenderse como refiriéndose a cada uno de los cuales el escritor está hablando, es decir, cada uno de los hijos que serían traídos a la gloria, de los santificados, de los hijos que Dios ha dado a Cristo y de quienes no se avergüenza (vss. 10, 11, 12, 13). Y no debe pasarse por alto que en 2Corintios 5:14-15 los “todos” por quienes Cristo murió no incluyen más que los que murieron en Aquel “uno” que murió por todos: por lo tanto, todos murieron. En la enseñanza de Pablo, morir con Cristo es morir al pecado (cf. Rom. 6:2-10).
La expiación es eficaz: logra la redención, purifica el pecado, reconcilia con Dios, asegura la salvación de aquellos para quienes fue destinada. Sólo bajo esta premisa es Él el Salvador. Sólo sobre esta base se ofrece libremente como Salvador a todos sin distinción. No es como Salvador que Él sería ofrecido a todos los hombres si Él no salva realmente (cf. Mateo 1:21).
Conclusión. La expiación brota de la fuente del amor del Padre; nos encarece su propio amor hacia nosotros. No debemos pensar, sin embargo, que la acción del Padre terminó con el nombramiento y la comisión del Hijo. No era un mero espectador de Getsemaní y del Calvario. El Padre puso sobre su propio Hijo las iniquidades de todos nosotros. No libró a su propio Hijo, sino que lo entregó. Lo hizo pecado por nosotros. Fue el Padre quien le dio la copa de condenación para beberla. Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo. Aquí está el amor supremamente demostrado.
No aparece ninguna expresión más fuerte en las Escrituras que esta de que Dios hizo a Cristo pecado por nosotros. Estamos muy lejos de una evaluación adecuada de la humillación de Cristo si no apreciamos este hecho. No fue simplemente la pena del pecado lo que Jesús llevó. Él llevó nuestros pecados. Él no fue hecho pecaminoso, sino que fue hecho pecado y, por lo tanto, llevado a la más estrecha identificación con nuestros pecados que le era posible sin convertirse en pecador.
Cualquier exposición nuestra sólo puede tocar la periferia de este misterio. La responsabilidad con la que el Señor de gloria tenía que lidiar no era simplemente el castigo del pecado, sino el pecado mismo. Y el pecado es la contradicción de Dios. Lo que Jesús soportó fue la contradicción de lo que Él era como Dios y hombre. El retroceso de Getsemaní (Mateo 26:39) fue el inevitable retroceso de Su santa alma ante el abismo de aflicción que implicaba llevar el pecado. Y su ” pero no sea como yo quiero, sino como tú”, revela la intensidad de su compromiso con los extremos del Calvario, la escoria amarga de la copa que le dio de beber. Aquí está el amor indescriptible; Él derramó su alma hasta la muerte. Los Salmos 22 y 69 son la delineación profética de su agonía, la historia del evangelio es el registro inspirado del cumplimiento, el testimonio apostólico la interpretación de su significado. No podemos sino tratar de comprender más y más el misterio. Los santos estarán eternamente ocupados con él. Pero la eternidad no comprenderá sus profundidades ni agotará su alabanza.