Teísmo, ateísmo y racionalidad
Alvin Plantinga
Traductor: Eliezer Salazar
Las objeciones ateológicas a la creencia de que existe una persona llamada Dios se presentan en muchas variedades. Por ejemplo, existen las conocidas objeciones de que el teísmo es de alguna manera incoherente, que es incongruente con la existencia del mal, que es una hipótesis mal confirmada o tal vez incluso refutada por la evidencia, que la ciencia moderna de alguna manera ha arrojado dudas sobre ella, y otras similares. Otro tipo de objetor afirma, no que el teísmo sea incoherente o falso o probablemente falso (después de todo, hay muy pocos argumentos convincentes para esa conclusión), sino que de alguna manera es irrazonable o irracional creer en Dios, incluso si esa creencia fuera cierta. Aquí tenemos, como pieza central, la objeción evidencialista a la creencia teísta. La afirmación es que ninguno de los argumentos teístas (deductivo, inductivo o abductivo) son exitosos; por lo tanto, en el mejor de los casos hay pruebas insuficientes de la existencia de Dios. Pero entonces la creencia de que existe una persona llamada Dios es de algún modo intelectualmente inadecuada: algo tonto o irracional. Una persona que creyera sin pruebas que hay un número par de patos estaría creyendo de forma tonta o irracional; lo mismo ocurre con la persona que cree en Dios sin pruebas. Desde este punto de vista, alguien que acepta la creencia en Dios, pero no tiene evidencia de esa creencia no está, intelectualmente hablando, a la altura. Entre quienes han presentado esta objeción se encuentran Antony Flew, Brand Blanshard y Michael Scriven. Quizás más importante sea la enorme tradición oral: uno encuentra esta objeción al teísmo difundida en casi cualquier campus universitario importante del país. La objeción en cuestión también ha sido respaldada por Bertrand Russell, a quien una vez le preguntaron qué diría si, después de morir, fuera llevado a la presencia de Dios y le preguntaran por qué no había sido creyente. La respuesta de Russell fue, «Yo diría: ‘¡No hay suficiente evidencia, Dios! ¡No hay suficiente evidencia!’». No estoy seguro de cómo se recibiría esa respuesta; pero mi punto es sólo que Russell, como muchos otros, ha respaldado esta objeción evidencialista a la creencia teísta.
Ahora bien, ¿cuál es exactamente la afirmación del objetor aquí? Sostiene que el teísta sin evidencia es irracional o irrazonable; ¿Cuál es la propiedad que atribuye a tal teísta cuando lo describe así? ¿Qué quiere decir exactamente o incluso aproximadamente cuando dice que el teísta sin evidencia es irracional? ¿Cuál es, a su modo de ver, el problema con tal teísta? Se puede considerar que la protesta adopta al menos dos formas; y hay al menos dos sentidos o nociones correspondientes de racionalidad acechando entre los matorrales. Según el primero, un teísta que no tiene pruebas ha violado un deber intelectual o cognitivo de algún tipo. Ha actuado en contra de una obligación que le había sido impuesta, tal vez por la sociedad, o tal vez por su propia naturaleza como criatura capaz de captar proposiciones y sostener creencias. Existe una obligación o algo así como una obligación de ajustar proporcionalmente las propias creencias a la fuerza de la evidencia. Así, según John Locke, una característica de una persona racional es «no considerar ninguna proposición con mayor seguridad que la que garantiza la prueba sobre la que se basa», y según David Hume, «un hombre sabio mide su creencia en base a la evidencia».
En el siglo XIX tenemos a W.K. Clifford, ese «exquisito enfant terrible» como lo llamó William James, quien insistía en que es monstruoso, inmoral y quizás incluso de mala educación aceptar una creencia de la que no se tienen pruebas suficientes:
Quien quiera ganarse la aprobación de su prójimo en este asunto guardará la pureza de su creencia con un gran fanatismo de cuidado celoso, para que en ningún momento repose sobre un objeto indigno y se ensucie con una mancha que nunca podrá borrarse.[1]
Añade que si:
Una creencia ha sido aceptada sin pruebas suficientes, el placer es robado. No sólo nos engaña a nosotros mismos al darnos una sensación de poder que en realidad no poseemos, sino que es pecaminoso, un robo que desafía nuestro deber para con la humanidad. Ese deber es protegernos de tales creencias como de una pestilencia, que pronto puede apoderarse de nuestro cuerpo y extenderse al resto de la ciudad. [2]
Y finalmente:
En resumen: siempre es incorrecto, en todas partes y para toda persona el creer en algo sin pruebas suficientes.[3]
(No es difícil detectar, en estas citas, el «robusto tono de patetismo» que James atribuye a Clifford). Desde este punto de vista, los teístas sin pruebas (mi santa abuela, por ejemplo) están despreciando sus deberes epistémicos y merecen nuestra reprobación y desaprobación. La madre Teresa, por ejemplo, si no tiene argumentos para su creencia en Dios, se revela entonces como una especie de libertina intelectual, alguien que ha ido en contra de sus obligaciones intelectuales y merece reprensión y tal vez incluso acción disciplinaria.
Ahora bien, la idea de que existen deberes u obligaciones intelectuales es difícil pero no inverosímil, y no pretendo cuestionarla aquí. Es menos probable, sin embargo, sugerir que estaría o podría estar yendo en contra de mis deberes intelectuales al creer, sin evidencia, que existe una persona llamada Dios. En primer lugar, mis creencias, en su mayor parte, no están bajo mi control. Por ejemplo, si me ofreces $1,000,000 de dólares para dejar de creer que Marte es más pequeño que Venus, no hay manera de que lo pueda cobrar porque no puedo ir contra la evidencia. Pero lo mismo se aplica a mi creencia en Dios: incluso si quisiera, no podría despojarme de ella, salvo medidas heroicas como medicamentos que induzcan al coma. (En cualquier caso, no hay nada que pueda hacer directamente; tal vez haya una especie de régimen que, si se sigue religiosamente, tendría como resultado, a largo plazo, que ya no acepte la creencia en Dios). Pero, en segundo lugar, no parece haber razón para pensar que tengo tal obligación. Claramente no tengo la obligación de tener pruebas de todo lo que creo; eso no sería posible. Pero ¿por qué, entonces, suponer que tengo la obligación de aceptar la creencia en Dios sólo si acepto otras proposiciones que sirvan como evidencia de ello? Esto no es en modo alguno evidente o simplemente obvio, y es sumamente difícil encontrar un argumento convincente para ello.
En cualquier caso, creo que el objetor evidencialista puede adoptar una línea más prometedora. Puede sostener, no que el teísta sin pruebas haya quebrantado algún deber epistémico (después de todo, tal vez no pueda evitarlo), sino que de algún modo está intelectualmente defectuoso o desfigurado. Pensemos en alguien que cree que Venus es más pequeño que Mercurio (no porque tenga pruebas, sino porque lo leyó en un cómic y siempre cree en todo lo que lee en los cómics), o pensemos en alguien que sostiene esa creencia sobre la base de un argumento increíblemente malo. Quizás no haya ninguna obligación que haya incumplido; sin embargo, su condición intelectual es defectuosa en algún sentido; muestra una especie de deficiencia, una falla, una disfunción intelectual de algún tipo. Quizás sea como alguien que tiene astigmatismo, o es excesivamente torpe, o sufre de artritis. Y tal vez la objeción evidencialista deba interpretarse, no como la afirmación de que el teísta sin evidencia ha quebrantado algunas obligaciones intelectuales, sino como que sufre de cierto tipo de deficiencia intelectual. El teísta sin pruebas, podríamos decir, es un cojo intelectual.
Alternativamente, pero de manera similar, la idea podría ser que el teísta sin evidencia está bajo una especie de ilusión, una especie de ilusión omnipresente que ha afligido a la gran mayoría de la humanidad durante la mayor parte del tiempo que hasta ahora se le ha asignado. Así, Freud vio las creencias religiosas como «ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la humanidad». [4] Considera la creencia teísta como una cuestión de realizaciones de deseos. Los hombres se ven paralizados y horrorizados ante el espectáculo de las fuerzas abrumadoras e impersonales que controlan nuestro destino, pero que descuidadamente no nos prestan atención, no nos tienen en cuenta ni a nosotros ni a nuestras necesidades y deseos; inventan, por tanto, un padre celestial de proporciones cósmicas, que supera a nuestros padres terrenales tanto en bondad y amor como en poder. La religión, dice Freud, es la «neurosis obsesiva de la colectividad humana», y está destinada a desaparecer cuando los seres humanos aprendamos a afrontar la realidad tal como es, resistiendo la tendencia a editarla para adaptarla a nuestras fantasías.
Karl Marx ofrece una opinión similar:
La religión… la autoconciencia y el autosentimiento del hombre que aún no se ha encontrado a sí mismo, o bien (habiéndose encontrado a sí mismo) se ha perdido de nuevo. Pero el hombre no es un ser abstracto… El hombre es el mundo de los hombres, el estado, la sociedad. Este estado, esta sociedad, producen la religión, una conciencia del mundo invertida, porque ellos son un mundo invertido… La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el estado de ánimo de un mundo sin corazón, porque es el espíritu de los estados de cosas carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo.
La gente no puede ser realmente feliz hasta que se le haya privado de la felicidad ilusoria mediante la abolición de la religión. La exigencia de que la gente se libere de la ilusión sobre su propia condición es la exigencia de que abandone una condición que requiere ilusión.[5]
Nótese que Marx habla aquí de una conciencia mundial pervertida producida por un mundo pervertido. Esta es una perversión de una condición correcta, adecuada o natural, provocada de alguna manera por un orden social insalubre y pervertido. Desde el punto de vista Marx-Freud, el teísta está sujeto a una especie de disfunción cognitiva, a una cierta falta de salud cognitiva y emocional. Podríamos decirlo de la siguiente manera: el teísta cree como cree sólo por el poder de esta ilusión, esta condición neurótica pervertida. Está loco, en el sentido etimológico del término; él no está sano. Su aparato cognitivo, podríamos decir, no funciona correctamente; no está funcionando como debería. Si su aparato cognitivo funcionara correctamente, como debería funcionar, no estaría bajo el hechizo de esta ilusión. En cambio, enfrentaría el mundo y nuestro lugar en él con la lúcida aprensión de que estamos solos en él y que cualquier consuelo y ayuda que recibamos tendrá que ser invento nuestro. No hay ningún Padre en el cielo a quien acudir, ni expectativa de nada después de la muerte que no sea la disolución. («Cuando morimos, nos pudrimos», dice Michael Scriven, en una de sus líneas más memorables).
Ahora bien, por supuesto, es probable que el teísta muestre menos que un entusiasmo abrumador ante la idea de que sufre una deficiencia cognitiva, que está bajo una especie de ilusión generalizada y endémica de la condición humana. Sería, a lo mucho, uno o dos teólogos liberales, decididos a buscar la novedad y deseosos de conceder todo lo posible a la secularidad contemporánea, quienes adoptarían tal idea. El teísta no se ve a sí mismo sufriendo una deficiencia cognitiva. De hecho, puede que se sienta inclinado a ver que se han invertido los roles; puede que se sienta inclinado a pensar del ateo como la persona que sufre, de este modo, alguna ilusión, algún defecto noético, una condición desgraciada, desafortunada y antinatural de consecuencias noéticas deplorables. Verá al ateo como de alguna manera la víctima del pecado en el mundo —su propio pecado o el pecado de los demás. Según el libro de Romanos, la incredulidad es resultado del pecado; se origina en un esfuerzo de «detener con injusticia la verdad». Según Juan Calvino, Dios nos ha creado con un impulso o tendencia a ver su mano en el mundo que nos rodea; «está esculpido en el corazón de cada hombre», dice, «un sentimiento de la Divinidad». Continúa:
Y de que esta persuasión está casi como vinculada a la médula misma de los huesos, la contumacia y rebeldía de los impíos es suficiente testimonio; los cuales esforzándose y luchando furiosamente por desentenderse del temor de Dios, nunca, sin embargo, logran salirse con la suya…De esto concluyo, que ésta no es una doctrina que se aprenda en la escuela, sino que cada uno desde el seno de su madre debe ser para sí mismo maestro de ella, y de la cual la misma naturaleza no permite que ninguno se olvide.[6]
Si no fuera por la existencia del pecado en el mundo, dice Calvino, los seres humanos creeríamos en Dios en el mismo grado y con la misma espontaneidad natural que se muestra en nuestra creencia en la existencia de otras personas, o de un mundo externo, o del pasado. Esta es la condición natural humana; es debido a nuestra actual condición pecaminosa antinatural que a muchos de nosotros nos resulta difícil o absurdo creer en Dios. El hecho es, piensa Calvino, que alguien que no cree en Dios se encuentra en una posición epistémicamente defectuosa, más bien como alguien que no cree que su esposa existe, o piensa que ella es un robot inteligentemente construido que no tiene pensamientos, sentimientos ni conciencia. De esta manera el creyente contradice a Freud y Marx, afirmando que lo que ven como enfermedad es en realidad salud y lo que ven como salud es en realidad enfermedad.
Obviamente, la disputa aquí es, en última instancia, ontológica, teológica o metafísica; aquí vemos las raíces ontológicas y, en última instancia, religiosas de las discusiones epistemológicas sobre la racionalidad. Lo que tú consideras racional, al menos en el sentido en cuestión, depende de tu postura metafísica y religiosa; depende de tu antropología filosófica. Tu opinión sobre qué tipo de criatura es un ser humano determinará, total o parcialmente, tu opinión sobre qué es racional o irracional que los seres humanos crean; esta visión determinará lo que consideras natural, normal o saludable con respecto a la creencia. De modo que la presente disputa sobre quién es racional y quién es irracional no puede resolverse simplemente atendiendo a consideraciones epistemológicas; no se trata fundamentalmente de una disputa epistemológica, sino de una disputa ontológica o teológica. ¿Cómo podemos saber qué es saludable creer para los seres humanos a menos que sepamos o tengamos alguna idea sobre qué tipo de criatura es un ser humano? Si crees que fue creado por Dios a su imagen y creado con una tendencia natural a ver la mano de Dios en el mundo que nos rodea, una tendencia natural a reconocer que ha sido creado y está bajo obligación a su Creador, debiéndole adoración y lealtad, entonces, por supuesto, no pensarás en la creencia en Dios como una manifestación de ilusiones ni como ningún tipo de defecto en absoluto. Entonces se parece mucho más a la percepción sensorial o a la memoria, aunque en algunos aspectos es mucho más importante. Por otro lado, si piensas que el ser humano es el producto de fuerzas evolutivas ciegas, si piensas que no hay Dios y que los seres humanos son parte de un universo sin Dios, entonces te inclinarás a aceptar una visión según la cual la creencia en Dios es una especie de enfermedad o disfunción, debida quizás a una especie de ablandamiento del cerebro.
De modo que la disputa sobre quién está sano y quién está enfermo tiene raíces ontológicas o teológicas, y finalmente debe resolverse, si es que se resuelve a ese nivel. Y aquí me gustaría presentar una consideración que creo que favorece la forma teísta de ver el asunto. Mientras he ido exponiendo ese asunto, tanto teístas como ateos hablan de una especie de disfunción, de que las facultades cognitivas o el aparato cognitivo no funcionan correctamente, de que no funcionan como deberían. ¿Pero cómo vamos a entender eso? ¿Qué se requiere para que algo funcione correctamente? ¿No hay algo profundamente problemático con la idea del funcionamiento adecuado? ¿Qué significa que mis facultades cognitivas estén funcionando correctamente? ¿Qué significa para un organismo natural (un árbol, por ejemplo) estar en buen estado de funcionamiento, funcionar correctamente? ¿No es el funcionamiento apropiado algo que va junto con nuestros objetivos e intereses? Una vaca funciona correctamente cuando da leche; un huerto es como debería ser cuando muestra una exuberante preponderancia del tipo de vegetación que nos proponemos promover. Pero entonces parece evidente que lo que constituye un funcionamiento adecuado depende de nuestros objetivos e intereses. En lo que respecta a la naturaleza misma, ¿no funciona un pez que se descompone en una plantación de maíz tan apropiadamente, tan excelentemente, como uno nadando felizmente persiguiendo pececillos? Pero entonces ¿qué podría querer decirse al hablar del «buen funcionamiento» respecto a nuestras facultades cognitivas? Un trozo de realidad (un organismo, una parte de un organismo, un ecosistema, una parcela de jardín) «funciona adecuadamente» sólo con respecto a una especie de cuadrícula que nosotros imponemos a la naturaleza —una red que incorpora nuestros objetivos y deseos.
Pero desde un punto de vista teísta, la idea del funcionamiento adecuado, aplicada a nosotros y a nuestro aparato cognitivo, no es más problemática que, digamos, la de un Boeing 747 funcionando correctamente. Algo que hemos construido —un sistema de calefacción, una cuerda, un acelerador lineal— funciona correctamente cuando funciona de la manera para la que fue diseñado. Mi automóvil funciona correctamente si funciona de la manera para la que fue diseñado; mi refrigerador funciona correctamente si refrigera, si hace lo que un refrigerador está diseñado para hacer. Creo que esta es la idea fundamental del funcionamiento adecuado. Pero según el teísmo, los seres humanos, al igual que las cuerdas y los aceleradores lineales, han sido diseñados; han sido creados y diseñados por Dios. Por lo tanto, tiene una respuesta fácil al conjunto de preguntas relevantes: ¿Qué es el funcionamiento adecuado? ¿Qué significa que mis facultades cognitivas estén funcionando correctamente? ¿Qué es la deficiencia cognitiva? ¿Qué significa funcionar de forma natural? Mis facultades cognitivas funcionan de forma natural, cuando funcionan de la forma en que Dios las diseñó para que funcionaran.
Por otro lado, si el objetor evidencialista ateológico afirma que el teísta sin evidencia es irracional, y si continúa interpretando la irracionalidad en términos de defecto o disfunción, entonces nos debe una explicación de esta noción. ¿Por qué considera que el teísta es de alguna manera disfuncional, al menos en esta área de su vida? Más importante aún, ¿cómo concibe la disfunción? ¿Cómo ve la disfunción y su opuesto? ¿Cómo explica la idea de que un organismo funcione correctamente, o de que algún sistema orgánico o parte de un organismo funcione así? ¿Qué cuenta da de ello? Es de suponer que no puede ver el funcionamiento adecuado de mi aparato noético como si estuviera funcionando de la manera para la que fue diseñado; entonces, ¿cómo puede plantearlo?
Me vienen a la mente dos posibilidades. En primer lugar, puede estar pensando en el funcionamiento adecuado como el funcionar de una manera que nos ayude a alcanzar nuestros fines. De esta manera, podría decir, pensamos que nuestros cuerpos funcionan apropiadamente, que son saludables, cuando funcionan de la manera que queremos, cuando funcionan de tal manera que nos permiten hacer el tipo de cosas que queremos hacer. Pero, por supuesto, ésta no será una línea prometedora en el contexto actual; porque si bien tal vez el objetor ateológico preferiría que nuestras facultades cognitivas funcionaran de tal manera que no produzcan en nosotros la creencia en Dios, no se puede decir lo mismo, naturalmente, del teísta. Tomada de esta manera, la objeción del evidencialista ateológico se reduce a poco más que la sugerencia de que el ateólogo preferiría que la gente no creyera en Dios sin evidencia. Sería una observación autobiográfica por su parte, teniendo el interés que tales observaciones suelen tener en contextos filosóficos.
Una segunda posibilidad: el funcionamiento adecuado y las nociones afines deben explicarse en términos de aptitud para promover la supervivencia, ya sea a nivel individual o de especie. No hay tiempo para decir mucho sobre esto aquí; pero es al menos e inmediatamente evidente que el objetor ateológico nos debería entonces un argumento a favor de la conclusión de que es menos probable que la creencia en Dios contribuya a nuestra supervivencia individual o a la supervivencia de nuestra especie que el ateísmo o el agnosticismo. Pero ¿cómo podría plantearse tal argumento? Seguramente el panorama de un argumento de este tipo que no supone el punto inicial es realmente sombrío. Porque si el teísmo, el teísmo cristiano, por ejemplo, es cierto, entonces parece totalmente inverosímil pensar que el ateísmo generalizado, por ejemplo, tendría más probabilidades de contribuir a la supervivencia de nuestra raza que el teísmo generalizado.
A modo de conclusión: una forma natural de entender tales nociones como la racionalidad y la irracionalidad se presenta en términos del funcionamiento adecuado del aparato cognitivo relevante. Visto desde esta perspectiva, la cuestión de si es racional creer en Dios sin el apoyo probatorio de otras proposiciones es en realidad una disputa metafísica o teológica. Al teísta le resulta fácil explicar la noción de que nuestro aparato cognitivo funciona correctamente: nuestro aparato cognitivo funciona correctamente cuando funciona de la manera en que Dios lo diseñó para funcionar. El objetor evidencialista ateo, sin embargo, nos debe una explicación de esta noción. ¿Qué quiere decir cuando se queja de que el teísta sin pruebas muestra algún tipo de defecto cognitivo? ¿Cómo entiende la noción del mal funcionamiento cognitivo?
NOTAS
[1] W.K. Clifford, «The Ethics of Belief», en Lectures and Essays (London: Macmillan, 1879), p. 183.
[2] Ibid, p. 184.
[3] Ibid, p. 186.
[4] Sigmund Freud, The Future of an Illusion (New York: Norton, 1961), p. 30.
[5] K. Marx y F. Engels, Collected Works, vol. 3: Introduction to a Critique of the Hegelian Philosophy of Right, by Karl Marx (London: Lawrence & Wishart, 1975).
[6] Juan Calvino, Institutes of the Christian Religion, trad. Ford Lewis Battles (Philadelphia: Westminster Press, 1960), 1.3 (p. 43- 44).