Cristo y la Escritura: Encarnación y Escrituración
J. Faber
Este artículo se publicó por primera vez en Clarín 26 (número de Navidad, 1977), 514-16.
Traductor: Martín Bobadilla
La iglesia católica conmemora el nacimiento de su Señor y Salvador y renueva su gloriosa confesión: «Creo… en un solo Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios… Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo y se encarnó por obra del Espíritu Santo de la virgen María, y se hizo hombre».[1] La iglesia celebra la navidad tanto en la libertad de su vida cristiana como en la lucha continua por mantener su fe cristiana. A finales del año 1977, nuestros pensamientos, en lo que se refiere a esta lucha por la verdad, se dirigen inmediatamente a lo que Harold Lindsell ha llamado La batalla por la Biblia. En el siglo XX uno de los ataques centrales de Satanás contra la congregación de Cristo Jesús es el asalto a la Sagrada Escritura. Por ello, el tema de nuestra «meditación navideña» es Cristo y la Escritura. Como este título sigue siendo bastante amplio y deja abiertas varias posibilidades, he añadido el subtítulo «Encarnación y Escrituración».
¿De qué trata este subtítulo? Las palabras deben ser claras, y quienes las usan quieren decir que el Verbo se hizo carne y el Verbo se hizo Escritura. La encarnación dice que el Verbo se hizo carne y la escrituración significa que el Verbo se hizo Escritura. ¿No parece una analogía convincente? ¿No parece un paralelismo sorprendente y no nos invita este paralelismo a buscar especulaciones profundas?
Incluso se puede encontrar este paralelismo en distintos campos del campo de batalla en torno a la Biblia. Basten algunas citas. Lindsell escribe que la revelación de Dios se ha escriturado.
Ha llegado hasta nosotros en forma escrita. Así pues, hay dos Palabras: la Palabra de Dios encarnada, Jesucristo, y la Palabra de Dios escrita, la Biblia… Así como Jesús tenía una naturaleza humana y otra divina, una de las cuales era verdaderamente humana y la otra verdaderamente divina, la Palabra de Dios escrita es un producto que lleva la marca de lo que es verdaderamente humano y verdaderamente divino.[2]
Una posición completamente diferente en el campo de batalla es la adoptada por Allen Verhey, cuya ordenación como ministro de la Palabra en la Iglesia Cristiana Reformada fue atacada en el Sínodo de 1976 y 1977. En el número de mayo de 1977 de The Reformed Journal ataca la doctrina de la «inerrancia» de Lindsell,[3] aunque utiliza el mismo paralelismo. La Biblia es a la vez la Palabra de Dios y las palabras de los hombres. La conjunción de lo divino y lo humano siempre ha sido algo difícil de precisar, pero en el caso de las naturalezas divina y humana de Jesús de Nazaret la iglesia se contentó finalmente en el Concilio de Calcedonia (451 d.C.) con construir cuatro diques contra la herejía. La conjunción de lo divino y lo humano no debe confundir las dos naturalezas, transmutar la una en la otra, dividirlas en categorías separadas o contrastarlas según el área o la función.
Verhey quiere señalar la relevancia de Calcedonia para nuestra confesión de que las Escrituras son a la vez Palabra de Dios y palabras de hombres. Esa conjunción, también, debe hacerse sin confundir las dos o transmutar la una en la otra y sin dividirlas en categorías separadas o contrastarlas según el área o la función. Los diques de Calcedonia contra la herejía deberían impedir las inundaciones tanto del liberalismo como del fundamentalismo. El error del liberalismo ha sido típicamente dividir a los dos, y contrastar la Palabra de Dios con las palabras de los hombres que se encuentran en las Escrituras. El error del fundamentalismo ha sido típicamente confundir las palabras de los hombres y la Palabra de Dios o transmutar la una en la otra.[4]
Verhey advierte entonces a la Iglesia Cristiana Reformada que, si la iglesia toma en serio a Calcedonia, no seguirá siendo ortodoxa o reformada al sostener la apelación contra su ordenación: «Ciertamente hay una herejía con marea creciente, pero la herejía es la sugerencia no calcedoniana de que la conjunción “y” en “la Palabra de Dios y las palabras de los hombres” indica una equivalencia».[5] El autor promueve el reconocimiento calcedoniano de que la Biblia no cayó del cielo, que es tanto la Palabra de Dios como las palabras de los hombres, y que las palabras de los hombres son —como siempre— palabras limitadas y sujetas al tiempo. Concluye que, si ha de haber una «batalla por la Biblia», entonces también debe librarse contra quienes no han aprendido las lecciones de Calcedonia.
Nuestros lectores posiblemente comprendan la notable posición en el campo de batalla: Lindsell lucha por la doctrina de la inerrancia de la Escritura; él la llama la opinión de que la Biblia está libre de error en todo y en sus partes. Verhey admite que la Biblia expone sus argumentos sobre la historia, pero alega «que se despreocupa bastante de la minuciosa exactitud circunstancial». Por lo tanto, hace a un lado la doctrina de la «inerrancia» de Lindsell, y de sus propios oponentes en la Iglesia Cristiana Reformada como fundamentalista; incluso sugiere que hay una herejía con marea creciente del lado del fundamentalismo. Tanto Lindsell como Verhey apuntalan sus posiciones con la analogía, o paralelismo, entre la doctrina de Cristo, la Palabra encarnada, y la doctrina de la Escritura, «la Palabra escriturada».
Por el momento no nos interesan los argumentos a favor o en contra de la doctrina de la inerrancia, aunque nuestro lugar en el campo de batalla está en contra de Verhey. Él contrapone Mateo a los otros evangelios y pregunta: ¿hubo o no un terremoto en Pascua? A continuación, excluye esta cuestión, ya que, en su opinión, la Biblia no se ocupa del tipo de historia que interesaría a un «observador objetivo» del siglo XX.[6] No obstante, Verhey afirma que «la inclusión por parte de Mateo de un terremoto al proclamar el descubrimiento de la tumba vacía es terriblemente significativa».[7] Muestra «el interés apocalíptico de Mateo por la proclamación de la muerte y resurrección de Cristo».[8] Pero ¿es posible hablar de un significado apocalíptico de algo que no ha sucedido realmente? La proclamación en la Sagrada Escritura es siempre proclamación sobre hechos. Aunque tengamos la tentación de extendernos en otros detalles de esta polémica sobre la Biblia, volvemos a nuestro tema y preguntamos: ¿qué debemos pensar del paralelismo entre la Palabra encarnada y la Palabra escriturada? ¿Podemos subrayar una analogía entre el Verbo hecho carne y la Palabra hecha Escritura? ¿Podemos razonar a partir de un paralelismo y luego hablar del «reconocimiento calcedoniano» de que la Biblia no cayó del cielo y que es a la vez Palabra de Dios y palabras de hombres?
Soy consciente de que el uso de la analogía está muy extendido y tiene una larga tradición. Se puede encontrar en defensores de la doctrina reformada como Warfield, Kuyper y Bavinck. Sin embargo, me atrevería a decir que es un paralelismo injustificado; oscurece más de lo que ilumina. Especialmente las citas de la defensa y el ataque de Verhey muestran que puede usarse de manera no escritural y no reformada. En primer lugar, que yo sepa, nunca se encuentra en la propia Escritura un paralelismo entre encarnación y escrituración. Ciertamente, la Biblia habla de ambas. Frente a quienes sólo quieren saber sobre el contenido de la Escritura y afirman que la Biblia no se interesa por cuestiones «formales», debemos sostener que Dios también revela algo sobre su acto de revelación y el producto de éste, y por tanto también sobre su revelación en la Escritura. La Sagrada Escritura habla de sí misma, y la doctrina de la inspiración forma parte del contenido de las Escrituras inspiradas. Basta recordar la proclamación de «calidad de exhalada por Dios» de la Escritura en 2Timoteo 3:16: «Toda la Escritura es inspirada por Dios [exhalada por Dios]…».
Al mismo tiempo, la Escritura está llena del misterio de nuestra religión, la encarnación del Logos (el «Verbo/Palabra» de Juan 1): «grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne…» (1Ti 3:16). Tampoco se puede negar que existe una íntima conexión entre encarnación y escrituración. Nuestro Señor Jesús es el Cristo de las Escrituras, y las Escrituras son el libro del Cristo. Las Sagradas Escrituras pueden instruir para la salvación mediante la fe en Cristo Jesús, dice el apóstol en el mismo contexto (2Ti 3:15).
Sin embargo, en ninguna parte de la Biblia se establece un paralelismo entre encarnación y escrituración. El hecho salvífico de la encarnación es completamente único, einmalig, de una vez para siempre. La gloria de «la Palabra se hizo carne», de su concepción por el Espíritu Santo y de su nacimiento de la virgen María, es irrepetible. Y como la Biblia guarda silencio sobre un paralelismo entre encarnación y escrituración, ningún credo o confesión de la iglesia lo menciona, que yo sepa. Cuando Verhey escribe sobre «el reconocimiento calcedoniano de que la Biblia no cayó del cielo»,[9] da la impresión de que el propio concilio ecuménico de Calcedonia elaboró una analogía de la que Calcedonia en realidad no sabía nada y que sólo es producto de la especulación de los teólogos. Allí donde la Escritura y las confesiones guardan silencio, ¿no deberían tener cuidado los teólogos?
Nuestra siguiente observación es la siguiente: dado que la analogía no se encuentra en la propia Biblia, cada uno puede especular a su manera. Una de las cuestiones más importantes se refiere al tema de la escrituración. Si se quiere establecer un paralelismo entre la encarnación y la escrituración, ¿quién o qué es entonces el sujeto? Está completamente claro quién es el sujeto de la encarnación. Es aquel a quien confesamos de manera imponente y grandiosa como «Hijo unigénito de Dios, engendrado del Padre antes que todos los mundos; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no hecho, siendo de una misma sustancia con el Padre, por quien todas las cosas fueron hechas».[10] Pero ¿quién o qué es el sujeto de lo que se llama la escrituración? Si tuviera que especular —ahora hablo de manera imprudente—, defendería que, mientras la encarnación tiene como sujeto al Hijo de Dios, la escrituración tendría como sujeto al Espíritu Santo. ¿Acaso no confesamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida… que habló por los profetas»?[11] ¿Y no se promete el Espíritu Santo a los discípulos exactamente para su tarea apostólica como testigos en la predicación, la enseñanza y también la escritura (Jn 14-16)? ¿No habla Pablo de sus palabras como no enseñadas por la sabiduría humana, sino enseñadas por el Espíritu (1Co 2:13)? Si tiene que haber especulación se podría defender fácilmente el paralelismo: encarnación de Dios Hijo, escrituración de Dios Espíritu Santo. Y qué vergüenza para los teólogos especulativos: han hablado de una auto humillación del Espíritu al convertirse en Escritura; han fantaseado sobre la Escritura como la forma de siervo del Espíritu Santo, e incluso sobre la formación del canon como una crucifixión del Espíritu. Sin embargo, si se quiere especular sobre un paralelismo entre encarnación y escrituración, se puede, en una teología trinitaria, pensar en Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.
Pero si nos quedamos con la forma más familiar del paralelismo, la pregunta sigue en pie. ¿Quién o qué es el sujeto de la escrituración? ¿La Palabra de Dios? ¿Con «P» mayúscula o con «p» minúscula? ¿«Palabra» o «palabra»? La Palabra es el Logos, el Vocero del Padre, el Verbo que estaba con Dios y que era Dios. Y el Verbo/Palabra es la palabra que sale de la boca de Dios. En el caso del acto de revelación de Dios después de su acto de creación, es la palabra que Él habla al hombre. Es la palabra de Dios hablada al profeta y por medio de él, de quien el Señor dijo: «Pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare» (Dt 18:18). Es la palabra de la que Moisés dijo que está muy cerca: «Está… en tu boca y en tu corazón»; y de la que Pablo añadió: «Esta es la palabra de fe que predicamos» (Dt 30:14; Ro 10:8). Pero ¿se puede decir que esta palabra se escrituró de manera análoga al Verbo o Logos (Vocero)? Cuando Dios habló la Palabra a través de los profetas, ¿no lo hizo ya en lenguaje humano?
Es notable que Verhey en su interpretación de Calcedonia olvida el punto más importante: el Sujeto. Habla de forma generalizada sobre la conjunción de lo divino y lo humano como algo sobre lo que es difícil ser preciso: «La conjunción… no debe confundir las dos naturalezas, transmutar la una en la otra, dividirlas en categorías separadas o contrastarlas según el área o la función».[12] ¡Pero la iglesia católica de Cristo no hizo una declaración teórica sobre «la» conjunción de lo divino y lo humano! Calcedonia confesó la bendita persona del Mediador entre Dios y el hombre. Él asumió la naturaleza humana. Siguió siendo quien era: Dios; y se convirtió en lo que no era: hombre. En su persona se unen las naturalezas divina y humana de una manera que trasciende la comprensión y la descripción humanas. La confesión reformada, en su defensa de Calcedonia frente al catolicismo romano y el luteranismo, siempre ha subrayado que en Cristo la Divinidad está personalmente unida a la naturaleza humana (Catecismo de Heidelberg, Respuesta 48) y que por la concepción la persona del Hijo está inseparablemente unida y conectada con la naturaleza humana, «de modo que no hay dos hijos de Dios, ni dos personas, sino dos naturalezas unidas en una sola persona…» (Art. 19, Confesión Belga).[13]
¿Por qué Verhey ni siquiera mencionó este énfasis en la persona de nuestro Señor Jesucristo? El Hijo de Dios es el Sujeto de la encarnación, y nuestro Señor Jesucristo, la persona de nuestro Mediador, es el sujeto que posee dos naturalezas: la divina y la humana. En este importante punto sobre el sujeto, el llamado paralelismo entre encarnación y escrituración se vuelve completamente vago y poco claro. Lo peligroso que es el paralelismo en manos de Verhey queda patente por la forma en que escribe sobre la Biblia como Palabra de Dios y como palabra de hombres. El error del liberalismo sería dividir las dos, y contrastar la Palabra de Dios con las palabras de los hombres que se encuentran en las Escrituras. El error del fundamentalismo sería confundir las palabras de los hombres y la Palabra de Dios o transmutar la una en la otra. Para decirlo con los nombres de la historia de la iglesia en los días de Calcedonia: los liberales serían seguidores de Nestorio y los fundamentalistas serían seguidores de Eutico.
Pero ¿es cierto que podemos establecer un paralelismo entre la naturaleza divina de Cristo y la Palabra de Dios en la Escritura, por un lado, y la naturaleza humana de Cristo y las palabras de los hombres en la Escritura, por otro? ¿Hace justicia el paralelismo al milagro de la Escritura «inspirada por Dios»? ¿No es esto profecía, que las palabras de Dios se ponen en boca de hombres? ¿Y no se da el testimonio del Espíritu en y a través del testimonio de los apóstoles? «Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» y, por tanto, «ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada» (2P 1:20-21). ¿No conduce la construcción de Verhey a un dualismo entre la Palabra de Dios y las palabras de los hombres? ¿A qué se refiere cuando dice que hay una herejía con marea creciente, a saber, la sugerencia de que la conjunción «y» en «la Palabra de Dios y las palabras de los hombres» indica equivalencia? ¿Acaso no afirma Pablo: «lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu» (1Co 2:13)? ¿Y no da constantemente gracias a Dios por ello, porque «cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes» (1Ts 2:13)?
El dualismo en la construcción de Verhey se hace evidente cuando señala que las palabras de los hombres en la Escritura son, como siempre, palabras limitadas en el tiempo. Así que, en su opinión, la Escritura, en analogía con la naturaleza divina de Cristo, es la Palabra de Dios, y en analogía con la naturaleza humana de Cristo, es limitada en el tiempo. Uno se inclina a preguntar si la naturaleza humana de Cristo no está exaltada hoy; ¿cómo tiene en cuenta Verhey esta exaltación con respecto a las Escrituras que encontraron su clímax en la dispensación después de Pentecostés? ¿Cuál es su respuesta a los que, como Bavinck, comparan la concepción del Señor Jesús por el Espíritu Santo y la concepción de las Escrituras por el mismo Espíritu como una concepción sin mancha ni defecto? ¿Cuál es su respuesta a los que, como Warfield, Bavinck y Kuyper, comparan la impecabilidad del Señor Jesús y la inerrancia de las Escrituras? ¿Cuál es su respuesta a aquellos que son acusados de docetismo en su doctrina de la Escritura (el docetismo enseñaba que el Señor Jesús sólo parecía ser humano, pero en realidad no participaba de nuestra naturaleza), y que recuerdan a sus acusadores el hecho de que lo humano y lo pecaminoso deben distinguirse?
Aunque estoy del lado de Warfield, Kuyper y Bavinck en la batalla por la Biblia contra el liberalismo y la «teología ética» de sus días y el modernismo y la neo-ortodoxia de hoy, no defiendo su uso del paralelismo entre encarnación y escrituración. Pero ellos, al menos, lo utilizan en el sentido correcto; el sentido en que lo utiliza Verhey debilita la doctrina reformada. La Confesión Belga afirma correctamente:
En su especial cuidado por nosotros y nuestra salvación, Dios ordenó a sus siervos, los profetas y apóstoles, que pusieran por escrito su Palabra revelada… Por eso llamamos a tales escritos [no: Palabra de Dios y palabras de hombre, sino] Escrituras santas y divinas» [Art. 3].[14]
El Verbo se hizo carne y se autentificó por medio de las Escrituras. Dijo: Son las Escrituras las que dan testimonio de mí (Jn 5:39). Honrando al Hijo de Dios, que se hizo uno de nosotros, escuchamos sus palabras, las palabras de la Escritura, enseñadas por su Espíritu. Las Escrituras hablan de Cristo, y Él es el Cristo de las Escrituras.
[1] Book of Praise: Anglo-Genevan Psalter, 2nd ed. (Winnipeg: Premier, 1984), 437.
[2] Harold Lindsell, The Battle for the Bible (Grand Rapids: Zondervan, 1976), 30-31.
[3] Allen Verhey, «Notes on a Controversy about the Bible», The Reformed Journal 27:5 (mayo de 1977), 9-12.
[4] Ibid., 10.
[5] Ibid.
[6] Ibid., 11.
[7] Ibid.
[8] Ibid., 12
[9] Ibid., 11
[10] Book of Praise, 437.
[11] Ibid.
[12] Verhey, 10.
[13] Book of Praise, 453; énfasis añadido.
[14] Ibid. 442: énfasis añadido.