Karl Marx humanista radical
¿Deberían los cristianos y los marxistas formar una alianza?
Bernard Zylstra explora aquí algunas de las interpretaciones erróneas que hacen los cristianos sobre…
Karl Marx humanista radical
Bernard Zylstra
Traductor: Martín Bobadilla
La enemistad entre el marxismo y el cristianismo debería ser cosa del pasado —así lo afirman muchos líderes destacados de ambos lados de la vieja línea de fuego. Los discípulos de Cristo y los seguidores de Marx deberían darse la mano en una lucha común por la liberación de la humanidad de la opresión y la pobreza. Esta es la nueva actitud de muchos en Europa occidental, Sudamérica y Norteamérica. Precisamente en un momento en que el propio cristianismo necesita una renovación fundamental, es imperativo escudriñar las fuentes de esa renovación y las nuevas alianzas que deben formarse en la configuración de una sociedad futura.
¿Deben unirse cristianos y marxistas en una nueva alianza? Una respuesta positiva a esta pregunta la presenta Joseph Petulla, representante de la Nueva Izquierda Católica Romana, en su libro Teología Política Cristiana: Una guía marxiana (1972). Cierra su libro con estas palabras «Tanto la tradición marxiana como la cristiana poseen significados complementarios distintivos que se relacionan con el cambio del mundo. Ya no podemos permitirnos el lujo de descuidarnos mutuamente». El argumento de esta conclusión es, en efecto, la base de la nueva alianza. El cristianismo, sugiere Petulla, «tiene motivos para contemplar el mundo de forma compatible con una cosmovisión marxista» (página 3). «Las tradiciones tanto del marxismo como del cristianismo parten de una aguda visión del predicamento social del hombre» (93). Petulla encuentra un paralelismo, una coincidencia del marxismo y el cristianismo que «se expresa en el nivel del compromiso y observación de su común percepción selectiva de los lados alienantes o liberadores de la sociedad. Donde el marxismo ve alienación, el cristianismo encuentra influencias demoníacas en el mundo. Lo que el marxismo ve como semillas de liberación, el cristianismo lo ve como redención, vislumbres del reino venidero o el compañerismo comunal de los hombres» (25).
Roger Garaudy, marxista francés que ha contribuido profundamente al actual diálogo cristiano-marxista, llega a una conclusión similar desde su punto de vista. En El marxismo en el siglo XX (1970) escribe: «Queda una gran esperanza, común a millones de cristianos en el mundo y a millones de comunistas: la construcción del futuro sin perder nada de la herencia de valores humanos que el cristianismo aporta desde hace dos mil años» (162 s.). El valor clave que aportó el cristianismo es el «amor al otro». Esto es lo más radicalmente nuevo del cristianismo respecto a la herencia griega y romana. Garaudy describe esta distinción con estas palabras: «fue su transición, a través de la experiencia central de la encarnación, del Dios-hombre y del hombre-Dios, desde el amor del amor al amor del otro. Fue eso lo que, mediante el amor encarnado, dio un valor absoluto al prójimo y al mundo. En la tradición cristiana fundamental (es decir, cristocéntrica), volverse hacia Dios no implica en absoluto alejarse del mundo, ya que el Dios vivo puede encontrarse en todo ser» (138). Para Garaudy, la recuperación de este «amor al otro» no requiere la existencia de Dios. «Dios ya no es un ser, ni siquiera la totalidad del ser, puesto que no existe tal totalidad y el ser está totalmente abierto al futuro que hay que crear» (160).
¿Cómo hay que responder a este asunto, a esta propuesta de alto al fuego entre marxistas y cristianos? Creo que todo este asunto de la nueva alianza se sitúa sobre una base equivocada, porque en el intercambio hay amplias pruebas de dos interpretaciones erróneas. En primer lugar, los marxistas tienden a malinterpretar el genio del cristianismo. En segundo lugar, los cristianos tienden a malinterpretar a Karl Marx. En este artículo pretendo centrarme en la segunda interpretación errónea delineando ciertos rasgos fundamentales de la posición de Marx que deben tenerse en cuenta en cualquier confrontación entre marxistas y cristianos.
Marx es postcristiano
Todos conocemos el comentario de Marx sobre que la religión es el opio del pueblo. ¿No significa claramente este comentario que Marx había acabado con la religión, con todas las religiones, incluido el cristianismo?
Pues bien, los intérpretes de Marx no están tan seguros de ello hoy en día. La frase aparece en un ensayo muy complicado que escribió cuando tenía veinticinco años. Garaudy señaló en una ocasión que esta afirmación era, en efecto, una frase del jovencísimo Marx que ni él ni Engels volvieron a utilizar jamás. Otros opinan que el comentario sobre los opiáceos era principalmente una expresión de la actitud de Marx ante el cristianismo autoritario e individualista de su época, que ofrecía el cielo como escapatoria final de la miseria presente.
En efecto, Marx rechazaba un cristianismo que se había agradablemente acomodado a su entorno social, el tipo de cristianismo que él veía encarnado en la «conversión» de su padre de la tradición judía al protestantismo alemán. Pero hay algo más. Marx rechazaba la propia religión cristiana. El cristianismo bíblico cree en Dios Padre, Creador del hombre y del mundo; en Dios Hijo, Redentor del hombre y del mundo del pecado; y en Dios Espíritu Santo, autor y dador de vida. Marx rechazó radical, clara y honestamente esta fe bíblica y la visión de la realidad como creación que la acompaña.
Esto no significa que Marx no reconociera que en ciertas etapas de la historia las religiones podían servir como canales de liberación de la opresión. Pero, en su opinión, la humanidad debe crecer, debe alcanzar la mayoría de edad, y sólo puede hacerlo superando los canales religiosos de liberación. Pues la religión, es decir, la relación del hombre con Dios impide que el hombre se encuentre a sí mismo. La religión es «en efecto, la autoconciencia y el autoconocimiento del hombre mientras no se haya encontrado a sí mismo o se haya perdido de nuevo» (Marx, Primeros escritos, edición Bottomore, p. 43). Cuando el hombre no se ha encontrado a sí mismo, se contentará con la felicidad ilusoria y opiácea que le ofrece la religión. Pero la humanidad, llegada a la mayoría de edad, habiendo alcanzado la verdadera conciencia de sí misma, no necesita la religión, es más, debe abolirla. «La abolición de la religión como felicidad ilusoria de los hombres es una exigencia para encontrar su felicidad real. La llamada a abandonar sus ilusiones acerca de sus condiciones es una llamada a abandonar una condición que requiere ilusiones. La crítica de la religión es, por tanto, la crítica embrionaria de este valle de lágrimas del que la religión es el halo» (Ibid., 44).
Marx era claramente un pensador postcristiano; así lo quería. Cuando utilizo la palabra «postcristiano» no quiero decir que con Marx haya desaparecido el cristianismo. La utilizo para describir una postura que sostiene que el cristianismo ya no debe considerarse como una forma de vida en la que el hombre puede ser genuinamente humano, donde puede encontrar la salvación. Ésta era la posición de Marx. Mientras busques la salvación en Dios, estás buscando en la dirección equivocada, estás perdiendo el tiempo. Incluso el ateísmo, la negación de la irrealidad de Dios, «ya no tiene sentido, pues el ateísmo es una negación de Dios y pretende afirmar mediante esta negación la existencia del hombre. El socialismo ya no requiere un método tan indirecto» (Ibid., 167). La cuestión sobre la existencia de Dios sólo nos aleja de la verdadera cuestión, la cuestión —y predicamento— de la existencia del hombre.
Marx es un humanista
Con el rechazo de Dios y la abolición de la religión, la teoría y la práctica propuesta por Marx giran en torno a las dos realidades restantes: el hombre y la naturaleza como «seres esenciales». No hay nada más: el hombre está solo en el universo. Éste es, en mi opinión, el principio básico de Marx. No puedo concebir ningún marxismo digno de ese nombre que rechace el carácter primordial de esta relación. La posición de Marx aquí es claramente antibíblica. Pues en la Biblia la relación entre Dios y la creación es primordial —es decir, del primer «orden» de asuntos a considerar para comprender al hombre y al mundo.
La visión de Marx de la relación entre el hombre y la naturaleza es la de un humanista radical. Esto significa que la primacía se atribuye al hombre, no a la naturaleza. Marx no es, por tanto, una especie de universalista asiático en el que el hombre no es más que una mota de polvo en la inmensidad del cosmos, una gota de agua en el océano de la naturaleza. Tampoco es su humanismo una reversión a la cultura clásica ateniense que pretendía proteger al hombre de las fuerzas de la naturaleza mediante la educación (paideia) en la ciudad-estado (polis).
La concepción de Marx aquí es la del humanismo secular, es decir, la de ese tipo de humanismo que ha absorbido ciertos temas de las Escrituras en su propia visión postcristiana de las cosas. En la Biblia se da al hombre la primacía con referencia a todas las criaturas. En Marx esta primacía está presente de forma secularizada: el hombre ha ocupado el lugar atribuido al propio Dios en el marco de referencia bíblico. La negación de la realidad de Dios no lleva a Marx a la desesperación. Por el contrario, le lleva a un sentimiento de triunfo en las infinitas potencialidades del hombre. Inmediatamente después del pasaje sobre la religión como opio del pueblo, Marx escribe: «La crítica de la religión desilusiona al hombre para que piense, actúe y modele su realidad como un hombre que ha perdido sus ilusiones y recuperado su razón; para que gire sobre sí mismo como su propio sol verdadero. La religión es el sol ilusorio sobre el que gira el hombre mientras no gire sobre sí mismo» (Ibid., 44 énfasis añadido). El universo encuentra su centro y su sentido en el hombre, exclusivamente.
Marx es un humanista renacentista
La posición postcristiana de Marx resulta aún más clara cuando se descubren los motivos renacentistas de su humanismo. Estos motivos aparecieron en la cultura occidental sólo después de que el cristianismo entrara en escena. Fueron articulados por los portavoces del renacimiento italiano del siglo XV, como Pico della Mirandola. Y estos motivos reaparecen en Marx de forma totalmente radicalizada. Por ejemplo, la revelación bíblica de la creación del hombre por Dios reaparece en Marx en la noción blasfema de la creación del hombre por el propio hombre. El hombre es divino no sólo porque es «su propio hijo verdadero», sino también porque es su propio maestro en el acto de autocreación, «cuya propia autorrealización existe como una necesidad interior, una necesidad» (Ibid., 165).
Palabras como autocreación y autorrealización no son meros términos técnicos dentro de una filosofía. También lo son, pero en todo momento funcionan como la articulación teórica de una fe, un compromiso, una postura que se postula como la única alternativa al cristianismo. El propio Marx describió la diferencia entre su humanismo radical y la visión bíblica del hombre:
Un ser no se considera independiente a menos que sea su propio amo, y sólo es su propio amo cuando se debe a sí mismo su existencia. Un hombre que vive del favor de otro se considera un ser dependiente. Pero vivo completamente por el favor de otra persona cuando le debo no sólo la continuación de mi vida, sino también su creación; cuando él es su fuente. Mi vida tiene necesariamente una causa exterior a ella si no es mi propia creación (Ibid., 165).
En este punto no me preocupa argumentar que Marx está totalmente equivocado. Me preocupa, sin embargo, señalar que el intérprete de Marx comete una injusticia contra él cuando pasa por alto estos fundamentos.
Marx es un humanista de la Ilustración
En el renacimiento, la relación entre el hombre y la naturaleza se consideraba de diversas maneras. Para algunos, la naturaleza era el objeto y el escenario del arte humano. Para otros era el escenario de la ambición política del hombre. Para un tercer grupo, la naturaleza era el objeto de las búsquedas científicas del hombre.
Con John Locke (1632-1704), uno de los fundadores de la ilustración, la relación entre el hombre y la naturaleza pasa a ser primordialmente económica. Esta faceta de la ilustración dio al motivo del renacimiento postcristiano una dirección específica, cuyos elementos están todos presentes en Marx. Se trata de los elementos principales: el progreso universal de la humanidad es posible sobre la base del aumento de los bienes materiales.
Marx explica este motivo de la ilustración en su concepción del trabajo. Locke ya había señalado el trabajo como la vía de apropiación por el hombre de los frutos de la naturaleza. De hecho, el trabajo es el acto de autocreación del hombre. En el trabajo el hombre es genuinamente humano; es homo faber. El carácter «religioso» y redentor del trabajo se expresa en un pasaje típico: «Sin embargo, como para el hombre socialista toda la llamada historia del mundo no es más que la creación del hombre por el trabajo humano, y el surgimiento de la naturaleza para el hombre, tiene, por tanto, la prueba evidente e irrefutable de su autocreación, de sus propios orígenes» (Ibid., 166).
El trabajo es el medio del dominio del hombre sobre la naturaleza, porque en el trabajo se pueden moldear los potenciales de la naturaleza para satisfacer las necesidades humanas. La naturaleza no satisface las necesidades humanas cuando el hombre se limita a pensar en ella o a reproducirla en el arte. La filosofía y el arte no son vínculos suficientes entre el hombre y la naturaleza. La naturaleza debe convertirse en objeto del trabajo del hombre. El agricultor, el minero, el carpintero, el siderúrgico, el electricista —son personas que interactúan concretamente con la naturaleza con el fin de obtener de ella lo que hay en ella para el hombre. En este tipo de trabajo el hombre domina la naturaleza, es decir, en el trabajo la naturaleza se convierte en humilde sierva obediente del hombre. ¿Por qué es importante esto? Porque sólo así puede el hombre superar su finitud y empezar a disfrutar de todos sus potenciales humanos de forma ilimitada. Sin límites —porque los potenciales subjetivos y las necesidades del hombre son ilimitados y los potenciales objetivos y los recursos de la naturaleza también lo son. Lo que hay que hacer es reunir las infinitas necesidades humanas y los infinitos potenciales naturales para que el hombre sea verdaderamente hombre. Esto se consigue con el trabajo.
Pero no se consigue automáticamente —¡al menos por ahora! Porque el trabajo del hombre puede ser tosco, áspero y torpe. Además, la naturaleza no responde «naturalmente» al trabajo del hombre. Puede oponerse a la interferencia del hombre. Por tanto, debemos encontrar la forma de vencer las objeciones de la naturaleza antes de poder hablar de progreso. Evidentemente, en la relación de lucha entre el hombre y la naturaleza, el hombre sólo puede salir vencedor si demuestra ser más fuerte que la naturaleza. Si esa lucha es de trabajo, el hombre sólo puede vencer si puede aumentar su fuerza de trabajo. Sobre esta base, Marx identifica simplemente el «progreso de la civilización» con «todo aumento de las fuerzas socialmente productivas, de las fuerzas productivas del trabajo mismo» (Grundrisse, edición McClellan, 82).
Así pues, la cuestión central de la civilización se reduce a esto: ¿Cómo aumentar las fuerzas humanas del trabajo para que la naturaleza se entregue a la dominación del hombre? La respuesta que da Marx procede directamente de los orígenes ilustrados de la revolución industrial: La ciencia, aplicada en tecnología, nos da la máquina. Marx es un representante típico de la convicción ilustrada de autosalvación y autoliberación de los grilletes de una época oscura. Por eso pudo hablar del comunismo como «la resolución definitiva del antagonismo entre el hombre y la naturaleza, y entre el hombre y el hombre… Es la solución del enigma de la historia y se sabe a sí mismo como esta solución» (Primeros Escritos, 155).
La ciencia es el primer paso hacia el aumento de las fuerzas productivas del hombre. «Ha transformado la vida humana y preparado la emancipación de la humanidad» (Ibid., 163). La ciencia proporciona la base para la tecnología que, a su vez, revela el modo en que el hombre puede tratar con la naturaleza, por medio de la máquina. De este modo, el hombre puede conquistar la naturaleza. Por tanto, Marx aceptó claramente la revolución industrial como una etapa indispensable en el progreso del hombre hacia la emancipación. Por eso, además de criticar, también elogiaba ampliamente el capitalismo burgués, que proporcionaba una tecnología racionalizada y una producción científica. «La naturaleza no construye máquinas, locomotoras, ferrocarriles, telégrafos eléctricos, mulas que actúan por sí mismas, etc. Éstos son productos de la industria humana; material natural transformado en órganos de la voluntad humana para dominar la naturaleza o realizarse en ella. Son los órganos del cerebro humano, creados por manos humanas; el poder del conocimiento hecho objeto» (Grundrisse, 143).
Marx es un humanista socialista
Hasta aquí, el pensamiento de Marx apenas difiere de la concepción capitalista clásica. El capitalismo fue el primer gran «modo de vida» postcristiano de la cultura occidental que cambió realmente la estructura de la sociedad y, por tanto, la vida inmediata de los hombres y las mujeres y las familias. No el marxismo, sino el capitalismo organizó el sistema peculiarmente moderno de producción industrial, basado en la ciencia y la tecnología y dirigido al aumento de los bienes materiales. El dios del capitalismo es el hombre económico (homo economicus), ya sea como productor o como consumidor. Su teología es la gestión empresarial. Su catecismo es la escuela pública. Su seminario es la universidad con sus laboratorios de investigación. Su templo es el mercado, primero el mercado libre y después el mercado controlado, la plaza comercial, donde cada día se administra la salvación, como en la catedral medieval. Sus sacerdotes y profetas son los medios de comunicación.
¿En qué se diferencia Marx del capitalismo de su época? La diferencia radica principalmente en una divergencia que aún no hemos mencionado. El humanismo economicista puede ser individualista o socialista. El capitalismo, antes del desarrollo en el siglo XX de estructuras industriales corporativas monolíticas, era esencialmente individualista. Se basaba en una concepción atomizada de la sociedad en la que la relación entre el hombre y la naturaleza era vista como una relación entre el hombre individual y la naturaleza. Locke fue el primer gran portavoz de esta concepción. Sostuvo que la apropiación por el hombre de los frutos de la naturaleza se producía de modo privado. El hombre se transforma a sí mismo en su actividad adquisitiva. De ahí que el progreso —acumulación de riqueza— en las primeras etapas del capitalismo sea el paralelo secular del Progreso del Peregrino de John Bunyan, en el que el pecador adquiere la salvación del alma mediante un viaje agónico pero solitario hacia el cielo. El prototipo del héroe capitalista es Robinson Crusoe, el Horatio Alger del siglo XVIII, cuyas virtudes seculares «protestantes» son esforzarse, trabajar, poseer —todo por y para sí mismo. La autosuficiencia de Ralph Waldo Emerson es la vía de justificación en la «religión» del capitalismo. ¿Debe trabajar el hombre para comer? Que su trabajo sea entonces el de la empresa privada, sin trabas gubernamentales. ¿Deben los hombres hacer trueque e intercambiar los productos de su trabajo? Que ocurra —decía Adam Smith— en el mercado libre que, mediante la competencia, restablece un equilibrio dichoso entre compradores y vendedores en su búsqueda individual del interés propio. ¿Debe haber gobierno? Sí, debe haberlo. Pero, como indicó Thomas Jefferson, el menor gobierno es el mejor gobierno. Porque los hombres son los mejores jueces de sus propios asuntos.
En este punto entra Marx, y pone objeciones, habiendo hecho sus deberes en la escuela alemana de Hegel y en la francesa de Saint-Simon. El sistema de producción capitalista, afirma, aunque ha contribuido inmensamente al aumento de las fuerzas del trabajo, sigue alienando al trabajo. Marx desarrolló intensamente por primera vez el tema de la alienación en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, de los que hemos citado con frecuencia. Aquí señaló cuatro aspectos de la alienación en el capitalismo. En primer lugar, el hombre está alienado del producto de su trabajo. Cuando el producto sale de la cadena de montaje, el trabajador no puede poseerlo ni utilizarlo. El propietario de los medios de producción tiene el control sobre el producto; lo vende por dinero. En segundo lugar, el trabajador está alienado en el propio proceso de producción, en el que participa no para expresarse, sino para ganar dinero. El trabajo no es un fin, sino un medio. En tercer lugar, el hombre está alienado de sí mismo, que es un yo social, con necesidades universales (incluida la necesidad de otras personas) que no se satisfacen en el capitalismo. Por último, el trabajador está alienado de su prójimo, que debería ser su socio en el control del hombre sobre la naturaleza mediante la producción, pero que en realidad se convierte en su competidor. Las relaciones entre los hombres en el capitalismo se han vuelto impersonales: sólo puedo llegar a mi prójimo a través de las cosas, o a través del dinero que expresa el valor de cambio de las cosas.
S.U. Zuidema describió la concepción de Marx de la alienación con estas palabras: «En lugar de apropiarse de su trabajo y producto del trabajo como propios… renuncia a su propio trabajo y fuerza de trabajo y, por tanto, a sí mismo y a su producto del trabajo, como objeto vendible. Se vende a sí mismo y a su propia cosificación por dinero. El dinero es la encarnación de la autoalienación humana. Es precisamente en y a través del trabajo como el hombre se crea a sí mismo. Esta autocreación la aliena ahora de sí mismo» (Communication and Confrontation, 115).
¿Cómo puede redimirse el hombre de la autoalienación? Apropiándose de lo que legítimamente le pertenece, es decir, del producto de su trabajo. Esto significa que los expropiadores, los propietarios de los medios y resultados de producción, deben ser a su vez expropiados, desposeídos de sus posesiones. En este punto Marx introduce la lucha de clases, la batalla entre los operarios y los propietarios de las máquinas. Los operarios deben convertirse en propietarios: «La historia de la industria y del comercio no es sino la historia de la rebelión de las fuerzas productivas modernas contra las condiciones modernas de producción, contra las relaciones de propiedad que son las condiciones de existencia de la burguesía y de su dominio» (Manifiesto Comunista, Edición Laski, 126). Sólo después de que la clase obrera haya obtenido el control sobre los medios de producción podrán eliminarse las demás facetas de la alienación. El objetivo reside en el establecimiento de una sociedad comunista en la que cada persona pueda desarrollar sus potenciales creativos e ilimitados.
Al considerar los relativamente pocos pasajes que Marx dedica a los contornos de la futura sociedad comunista, queda claro que para él el hombre es algo más que una criatura trabajadora. No es sólo homo faber, sino también homo ludens, el hombre que juega. Después de que el hombre haya dominado la naturaleza mediante la producción socializada —que satisface sus necesidades vitales básicas de alimento y cobijo— podemos esperar «el desarrollo del hombre social». Marx describe ese desarrollo con estas palabras: «Los individuos están entonces en condiciones de desarrollarse libremente. Ya no se trata de reducir el tiempo de trabajo necesario para crear trabajo excedente, sino de reducir al mínimo el trabajo necesario de la sociedad. La contrapartida de esta reducción es que todos los miembros de la sociedad pueden desarrollar su propia educación en las artes, las ciencias, etc., gracias al tiempo libre y a los medios disponibles para todos» (Grundrisse, 142). En otro lugar escribe que, en la sociedad comunista, «la sociedad regula la producción general y así hace posible que yo haga una cosa hoy y otra mañana, que cace por la mañana, que pesque por la tarde, que críe ganado por la noche, que critique después de cenar, tal como tengo en mente, sin convertirme nunca en cazador, pescador, pastor o crítico» (La ideología alemana, 44).
Conclusión
Karl Marx es uno de los defensores más radicales del mito de la autodeterminación. El hombre, en su opinión, no puede ser verdaderamente hombre a menos que se elimine todo obstáculo en el camino de la autodeterminación y la autocreación. Entonces el hombre puede entrar en el reino de la libertad, el reino de la autosalvación. Aquí Marx expresa su fe en la infinitud del hombre. Es una fe fundamentalmente opuesta a la fe del cristiano que escucha obedientemente la Palabra de las Sagradas Escrituras.
Además, el marxismo es hermano del capitalismo en el sentido de que ambas concepciones consideran la expansión ilimitada de los bienes materiales como el primer paso en el ordo salutis, el camino de la salvación. El marxismo y el capitalismo no son sino denominaciones del humanismo en un estadio de decadencia. Pues ambos sostienen que la satisfacción ilimitada de las necesidades bióticas del hombre mediante lo que hoy llamamos bienes de consumo es el peldaño necesario para la «vida superior» de la cultura y el arte. Esta concepción de los ingredientes básicos del progreso pasa por alto dos problemas. En la naturaleza existen límites que el hombre, con su tecnología y su industria, no puede transgredir impunemente. Hoy empezamos a darnos cuenta, a la luz de la crisis ecológica y de la crisis energética, de que la naturaleza tiene límites y de que más vale que el hombre sea consciente de ellos.
Pero también estamos descubriendo que, una vez reducido el hombre al nivel del homo faber, del animal laborans, del trabajo, resulta extremadamente difícil sacarlo de ese atolladero. Hannah Arendt ha formulado así este problema: «Cien años después de Marx conocemos la falacia de este razonamiento; el tiempo libre del animal laborans nunca se emplea en otra cosa que no sea el consumo, y cuanto más tiempo le queda, más codiciosos y anhelantes son sus apetitos. Que estos apetitos se vuelvan más sofisticados, de modo que el consumo ya no se limite a las necesidades, sino que, por el contrario, se concentre principalmente en las superfluidades de la vida, no cambia el carácter de esta sociedad, sino que alberga el grave peligro de que finalmente ningún objeto del mundo esté a salvo del consumo y de la aniquilación por el consumo» (The Human Condition, Anchor Edition, 115).
Durante los últimos años, varios socialistas perspicaces han reconocido esta debilidad fundamental de su propia posición. Charles Taylor, en un ensayo reveladoramente titulado «La agonía del hombre económico», admitió que el socialismo en sus definiciones actuales está estrechamente ligado a la autoimagen económica que ha tomado prestada de la civilización capitalista, a saber, la autoimagen de «una asociación productiva empeñada en transformar el mundo natural circundante para satisfacer las necesidades y cumplir los fines del hombre». Quizás, sugiere, sería más cierto decir que ambas visiones surgen de la misma civilización, nacida de la ilustración y del crecimiento de la sociedad industrial. En este sentido, reconoce que para el hombre medio el consumo es «el único modo universalmente disponible de participación en el culto a la producción». Una de sus evaluaciones finales resume, en mi opinión, los problemas subyacentes de todo el orden político y económico de la cultura occidental —incluido el mundo comunista. Escribe:
Por tanto, el consumo impulsivo no es una moda adventicia, ni producto de una hábil manipulación. No será fácil contenerlo. Está ligado a la autoimagen económica de la sociedad moderna, y ésta, a su vez, a un conjunto de concepciones poderosamente arraigadas sobre en qué consiste el valor de la vida humana. Por eso no es realista tratar la infraestructura de la sociedad tecnológica como un instrumento que podemos utilizar a voluntad para los fines que queramos. Más bien, mientras la sociedad tecnológica se mantenga unida y reciba su legitimidad y cohesión de esta autoimagen económica, tenderá a permanecer fija en sus objetivos actuales: el aumento perpetuo de la producción y la bonanza cada vez mayor del consumo. Si queremos construir una sociedad con prioridades radicalmente distintas, que no se deje llevar por esta manía del consumo, entonces tendremos que desarrollar un fundamento distinto para la sociedad tecnológica, una autodefinición bastante diferente que sirva de base a su cohesión (Essays on the Left: In honor to T.C. Douglas, Toronto, 1971, p. 232 y ss.; énfasis añadido).
Estoy convencido de que Charles Taylor tiene razón. En nuestro intento de encontrar una alternativa al capitalismo, no bastará con que los cristianos se pasen a la posición marxista. Tenemos que recuperar una concepción del valor de la vida humana que no sea ni capitalista ni marxista. Si eso se reconoce, el diálogo entre cristianos y marxistas y entre cristianos y capitalistas se situará en un marco adecuado. Ese marco debe ser uno en el que el cristiano no esté motivado por un espíritu de acomodación a los motivos subyacentes de los interlocutores a los que se enfrenta. En lugar de ello, el cristiano debe sentirse movido por la Palabra del mismo Maestro, por Cristo, cuya redención señala el camino hacia un fundamento radicalmente distinto para todas las sociedades, incluida la sociedad tecnológica.
El profesor Bernard Zylstra enseña teoría política en el Instituto de Estudios Cristianos de Toronto.