El aniquilacionismo
Benjamin B. Warfield
Traductor: Juan Flavio de Sousa
I. Definición y clasificación de las teorías
Es un término que designa ampliamente a un gran conjunto de teorías que se unen para sostener que los seres humanos pasan a estar, o son puestos, por completo fuera de la existencia. Estas teorías lógicamente se dividen en tres clases: en primer lugar, que todas las almas, siendo mortales, dejan realmente de existir con la muerte; en segundo lugar, que siendo las almas naturalmente mortales, solo persisten en vida aquellas a las que Dios concede la inmortalidad y en tercer lugar, que las almas son naturalmente inmortales y que persisten en la existencia a menos que sean destruidas por una fuerza que actúe sobre ellas desde el exterior. Así es como son realmente destruidas las almas malvadas. Estas tres clases de teorías pueden ser convenientemente llamadas respectivamente: (1) el mortalismo puro, (2) la inmortalidad condicional, y (3) el aniquilacionismo propiamente dicho.
II. El mortalismo puro
El argumento común de las teorías que forman la primera de estas clases es que la vida humana está ligada al organismo, y que por lo tanto el hombre entero deja de existir con la disolución del organismo. La base habitual de este argumento es materialista o panteísta, o al menos panteizante (por ejemplo, realista).
El alma se concibe en el primer caso como una función de la materia organizada y necesariamente deja de existir con la disolución del organismo y en el segundo caso como la manifestación individualizada de una entidad mucho más amplia, en la que se hunde con la disolución del organismo en relación con el cual tiene lugar la individualización. Rara vez, sin embargo, el argumento en cuestión se basa en la noción de que el alma, aunque es una entidad espiritual distinta del cuerpo material, es incapaz de mantener su existencia separada del cuerpo.
La promesa de la vida eterna es un elemento demasiado esencial del cristianismo para que teorías como éstas prosperen en un ambiente cristiano. Incluso Stade, Oort, Schwally y otros admiten ahora que el Antiguo Testamento, hasta en sus estratos más antiguos, presupone la persistencia de la vida después de la muerte, algo que antes se negaba muy comúnmente. Sin embargo, los materialistas (por ejemplo, Feuerbach, Vogt, Moleschott, Büchner, Häckel) y los panteístas (Spinoza, Fichte, Schelling, Hegel, Strauss; cf. S. Davidson, The Doctrine of Last Things, Londres, 1882, pp. 132-133) niegan todavía la posibilidad de la inmortalidad; y en círculos muy amplios, incluso entre los que no romperían totalmente con el cristianismo, hay quienes se permiten abrigar nada más que una «esperanza» de ella (S. Hoekstra, De Hoop der Onsterfelijkheid, Ámsterdam, 1867; L. W. E. Rauwenhoff, Wijsbegeerte van den Godsdienst, Leiden, 1887, p. 811; cf. las «Conferencias Ingersoll»).
III. La inmortalidad condicional
La clase de teorías a las que más propiamente se aplica la designación de «inmortalidad condicional», concuerdan con las teorías del mortalismo puro en enseñar la mortalidad natural del hombre en su totalidad, pero se separan de ellas en sostener que esto mortal puede revestirse de inmortalidad, y en muchos casos lo hace. En su opinión, la inmortalidad es un don de Dios, conferido a aquellos que han entrado en comunión viva con Él.
Muchos teóricos de esta clase adoptan francamente la doctrina materialista del alma, y niegan que sea una entidad distinta; por lo tanto, enseñan que el alma muere necesariamente con el cuerpo, e identifican la vida más allá de la muerte con la resurrección, concebida esencialmente como una recreación del hombre entero. Entre ellos se debate la cuestión de si todos los hombres son sujetos de esta resurrección recreativa. Algunos lo niegan afirmando, por tanto, que los impíos perecen finalmente con la muerte, y que solamente los hijos de Dios alcanzan la resurrección. La mayor parte, sin embargo, enseña una resurrección para todos, y una «segunda muerte», que es la aniquilación, para los malvados (por ejemplo, Jacob Blain, Death not Life, Buffalo, 1857, pp. 39-42; Aaron Ellis y Thomas Read, Bible versus Tradition, Nueva York, 1853, pp. 13-121; George Storrs, Six Sermons, Nueva York, 1856, pp. 29 y ss.; Zenas Campbell, The Age of Gospel Light, Hartford, 1854).
Existen muchos, por otra parte, que reconocen que el alma es una entidad espiritual, distinta del cuerpo, aunque unida a él en unión personal. Sin embargo, desde su punto de vista, ordinariamente al menos, el alma requiere del cuerpo para su existencia, o ciertamente para su actividad. C. F. Hudson, por ejemplo (Debt and Grace, Nueva York, 1861, pp. 263-264), enseña que el alma permanece inconsciente, o al menos inactiva, desde la muerte hasta la resurrección; entonces los justos se elevan a un éxtasis de bienaventuranza y los injustos, no obstante, se levantan a la voz de Dios para extinguirse en el acto mismo. La mayoría, tal vez, prolongan la segunda vida de los malvados con el propósito de infligirles su merecido castigo; y algunos hacen de su extinción un proceso prolongado (por ejemplo, H. L. Hastings, Retribution or the Doom of the Ungodly, Providence, 1861, pp. 77, 153; cf. Horace Bushnell, Forgiveness and Law, New York, 1874, p. 147, notas 5-6; James Martineau, A Study of Religion, Oxford, ii. 1888, p. 114). Para más discusión sobre la teoría de la inmortalidad condicional, véase «Inmortalidad».
IV. El aniquilacionismo propiamente dicho
Sin embargo, al hablar de extinción, sobrepasamos ya los límites del «condicionalismo» puro y simple y entramos en la región del aniquilacionismo propiamente dicho. Ya sea que consideremos esta extinción como el resultado del castigo o como la extinción gradual de la personalidad bajo los efectos debilitadores del pecado, ya no estamos considerando al alma como naturalmente mortal y necesitada de un nuevo don de gracia para mantenerla en existencia, sino como naturalmente inmortal y sufriendo la destrucción a manos de un poder hostil. Y esto se hace aún más evidente cuando el supuesto mortalismo del alma no se basa en su naturaleza, sino en su pecaminosidad. De modo que la teoría no trata de las almas como tales, sino de las almas pecadoras, y se trata de la cuestión de la salvación por un don de la gracia a la vida eterna o de ser abandonado a los efectos desintegradores del pecado.
El punto de distinción entre las teorías de esta clase y el «condicionalismo» es que estas teorías, con mayor o menor consistencia o sinceridad, reconocen lo que se llama la «inmortalidad natural del alma» y, por lo tanto, no se ven tentadas a pensar que el alma deja de existir por naturaleza con la muerte (o en cualquier momento) y, sin embargo, enseñan que el castigo real infligido o sufrido por los malvados tiene como resultado la extinción del ser. Pueden diferir entre sí, en cuanto al momento en que esta extinción tiene lugar ―ya sea en la muerte o en el juicio general― o en cuanto al castigo más o menos extenso o intenso concedido a la culpa variable de cada alma.
Pueden diferir también en cuanto a los medios por los que se lleva a cabo la aniquilación del alma malvada, ya sea por un mero acto del poder divino, cortando la vida pecaminosa, sea por la furia destructiva del castigo infligido o por la acción gradual enervante y debilitante del pecado mismo sobre la personalidad. Conservan su carácter común como teorías de la aniquilación propiamente dichas mientras conciban la extinción del alma como un efecto causado sobre ella al que sucumbe, y no como la salida natural del alma de una vida que solo podría continuársele mediante alguna operación sobre ella que la elevara a una potencia superior a la natural.
V. Combinación de teorías
Hay que tener en cuenta que los partidarios de estas dos clases de teorías no son muy cuidadosos en mantenerse estrictamente dentro de los límites lógicos de una de las clases. Por conveniente que resulte abordar su estudio con una esquematización definida a mano, no siempre es fácil asignar a los escritores individuales con definición a una u otra de ellas.
Por lo tanto, se ha hecho habitual hablar de todos ellos como aniquilacionistas o como condicionalistas; aniquilacionistas porque todos están de acuerdo en que las almas de los malvados dejan de existir; condicionalistas porque todos están de acuerdo en que, por lo tanto, la persistencia en la vida está condicionada a una relación correcta con Dios. Tal vez la mayoría de los que se llaman condicionalistas admiten que la mortalidad del alma, que es el postulado principal de la teoría condicionalista, está de una manera u otra relacionada con el pecado; que las almas de los malvados persisten en la existencia después de la muerte e incluso después del juicio, con el fin de recibir el castigo debido a su pecado; y que este castigo, ya sea concebido como una imposición desde el exterior o como la simple consecuencia del pecado, tiene mucho que ver con su extinción. Cuando así se sostiene, el condicionalismo ciertamente se queda corto respecto al aniquilacionismo propiamente dicho.
VI. Historia temprana de las teorías aniquilacionistas
Al trazar la historia de las teorías aniquilacionistas, ha surgido cierta confusión al confundir con ellas las enunciaciones de los primeros padres de la Iglesia de la doctrina cristiana esencial de que el alma no existe por sí misma, sino que debe su existencia y su continuidad a la voluntad de Dios. La aparición más temprana de una teoría genuinamente aniquilacionista en la literatura cristiana existente parece encontrarse en el apologista africano Arnobio, a principios del siglo IV (cf. Salmond, The Christian Doctrine of Immortality, Edimburgo, 1901, pp. 473-474; Falke, Die Lehre von der ewigen Verdammnis, Eisenach, 1892, pp. 27-28). Le parecía imposible que seres como los hombres debieran su ser directamente a Dios o que pudieran persistir en el ser sin un don especial de Dios; por lo tanto, los injustos debían consumirse gradualmente en los fuegos de la Gehena.
Una idea algo similar fue anunciada por los socinianos en el siglo XVI (O. Fock, Der Socinianismus, Kiel, 1847, pp. 714 y ss.). En el lado positivo, el propio Fausto Socino pensaba que el hombre es mortal por naturaleza y alcanza la inmortalidad solo por gracia. En el lado negativo, sus seguidores (Crell, Schwaltz, y especialmente Ernst Sohner) enseñaron explícitamente que la segunda muerte consiste en la aniquilación, que tiene lugar, sin embargo, solamente después de la resurrección general, en el juicio final. De los socinianos este punto de vista general pasó a Inglaterra, donde fue adoptado, como podría haberse anticipado, no solo por hombres como Locke (Reasonableness of Christianity, § 1), Hobbes (Leviathan) y Whiston, sino también por eclesiásticos como Hammond y Warburton, y fue al menos interpretado por líderes no conformistas como Isaac Watts.
Sin embargo, el ejemplo más notable de su utilización en esta época lo proporciona el no jurista Henry Dodwell (1706). Insistiendo en que el «alma es un principio naturalmente mortal», Dodwell se negó a permitir el beneficio de esta mortalidad a cualquiera que no viviera y muriera fuera de los límites de la proclamación del Evangelio; ninguna «persona adulta ―insistía― que viva donde se profesa el cristianismo y se proponga suficientemente los motivos de su credibilidad, puede esperar el beneficio de la mortalidad real». Aquellos que viven en tierras cristianas son, por lo tanto, todos inmortalizados, pero en dos clases: algunos «por el placer de Dios al castigo» y otros «a la recompensa por su unión con el divino Espíritu bautismal». Era parte de su argumento que «nadie tiene el poder de dar este divino Espíritu inmortalizador desde los apóstoles, sino solo los obispos», por lo que su libro era más bien una explosión contra los antiprelatistas que un alegato a favor del aniquilacionismo. Fue contestado como tal por Samuel Clarke (1706), Richard Baxter (1707) y Daniel Whitby (1707).
Durante el siglo XVIII la teoría fue defendida también en el continente europeo (por ejemplo, E. J. K. Walter, Prufung wichtiger Lehren theologischen und philosophischen Inhalts, Berlín, 1782), y casi encontró un mártir en el pastor de Neuchâtel, Ferdinand Olivier Petitpierre, comúnmente conocido por el apodo de «No Eternidad» (cf. C. Berthoud, Les quatre Petitpierres, Neuchâtel, 1875). En la primera mitad del siglo XIX también encontró adeptos esporádicos, como por ejemplo C. H. Weisse en Alemania (Theologische Studien und Kritiken, ix. 1836, pp. 271-340) y H. H. Dobney en Inglaterra (Notes of Lectures on Future Punishment, Londres, 1844; nueva edición, On the Scripture Doctrine of Future Punishment, 1846).
VII. Teorías del siglo XIX
Sin embargo, la real extensión de la teoría corresponde solo a la segunda mitad del siglo XIX. Durante este período alcanzó, principalmente a través de la hábil defensa de la misma por C. F. Hudson y E. White, algo así como el estatus de moda popular en los países de habla inglesa. En los países de habla francesa, aunque nunca llegó a ser realmente popular, ha llamado la atención de un influyente círculo de teólogos y filósofos (como J. Rognon, L’Immortalité native et l’enseignement biblique, Montauban, 1894, p. 7; pero cf. A. Gretillat, Exposé de théologie systématique, París, iv. 1890, p. 602). En Alemania, en cambio, ha tenido menos aceptación, aunque es precisamente allí donde se ha desarrollado más científicamente y ha recibido la adhesión de los nombres más destacados.
De hecho, antes de la apertura de este medio siglo, había obtenido el gran apoyo de la defensa de Richard Rothe (Theologische Ethik, 3 vols., Wittenberg, 1845-1848; ed. 2, 5 vols., 1867-1871, §§ 470-472; Dogmatik, Heidelberg, II. ii. 1870, §§ 47-48, especialmente p. 158), y desde entonces nunca ha dejado de encontrar adeptos de renombre, que basan su aceptación a veces en motivos generales, pero cada vez más en la opinión de que las Escrituras enseñan, no una doctrina de la inmortalidad del alma, sino una reanimación por resurrección del pueblo de Dios.
Los principales nombres en esta serie son C. H. Weisse (Philosophische Dogmatik, Leipzig, 1855-1862, § 970); Hermann Schultz (Voraussetzungen der christlichen Lehre von der Unsterblichkeit, Göttingen, 1861, p. 155; cf. Grundriss der evangelischen Dogmatik, 1892, p. 154: «Esta condenación de la segunda muerte puede ser considerada en sí misma, según la Biblia, como existencia en tormento, o como dolorosa cesación de la existencia. La dogmática, sin aventurarse a decidir, encontrará la segunda concepción como la más probable, bíblica y dogmáticamente»); H. Plitt (Evangelische Glaubenslehre, Gotha, 1863); F. Brandes (Theologische Studien und Kritiken, 1872, pp. 545, 550); A. Schäffer (Auf der Neige des Lebens, Gotha, 1884; Was ist Glück? 1891, pp. 290-294); G. Runze (Unsterblichkeit und Auferstehung, Berlín, i. 1894, pp. 167, 204: «La Escatología cristiana no enseña una inmortalidad natural para el alma, sino una reanimación por el poder omnipotente de Dios… La esperanza cristiana de la reanimación hace depender enteramente de la fe en Dios la realización de una existencia futura bienaventurada»); L. Lemme (Endlosigkeit der Verdammnis, Berlín, 1899, pp. 31-32, 60-61); cf. R. Kabisch (Die Esehatologie des Paulus, Gotinga, 1893).
El mismo punto de vista general ha sido ocupado en Holanda, por ejemplo, por Jonker (Theologische Studiën, i.). El primer defensor del condicionalismo en francés fue el pastor suizo E. Pétavel-Olliff, cuyo primer libro, La Fin du mal, apareció en 1872 (París), seguido por muchos artículos en las revistas teológicas francesas y por Le Problème de l’immortalité (1891; E. T. Londres, 1892), y The Extinction of Evil (E. T. 1889). En 1880 C. Byse publicó una traducción del libro principal de E. White. La teoría no solo había sido presentada ya por A. Bost (Le Sort des méchants, 1861), sino que había sido retomada por filósofos de la talla de C. Lambert (Le Système du monde moral, 1862), P. Janet (Revue des deux mondes, 1863), y C. Renouvier (La Critique philosophique, 1878); y poco después Charles Sécretan y C. Ribot (Revue théologique, 1885, núm. 1) expresaron su adhesión general a ella.
Sin embargo, tal vez la defensa más distinguida de la misma en suelo francés haya venido de los dos profesores Sabatier, Auguste y Armand, el uno desde el punto de vista de la exégesis, el otro desde el de la ciencia natural. Dice el uno (L’Onigine du péché dans le système théologique de Paul, París, 1887, p. 38): «El pecador impenitente nunca sale del estado carnal y, por consiguiente, permanece sometido a la ley de corrupción y destrucción que rige a los seres carnales; perecen y son como si nunca hubieran existido». Dice el otro (Essai sur l’immortalité au point de vue du naturalisme évolutioniste, ed. 2, París, 1895, pp. 198, 229): «La inmortalidad del hombre no es universal y necesaria; está sujeta a ciertas condiciones, es condicional, para usar una expresión establecida». «La inmortalidad ultraterrena será la suerte exclusiva de las almas que hayan llegado a un grado de integridad y de cohesión suficiente para escapar a la absorción o a la desintegración».
VIII. Defensores ingleses
El principal defensor inglés de la inmortalidad condicional ha sido sin duda Edward White, cuya obra Life in Christ se publicó por primera vez en 1846 (Londres) y reescrita en 1875 (ed. 3, 1878). Sus trabajos fueron secundados, sin embargo, no solo por obras más antiguas de tendencia similar como Are the Wicked Immortal? de George Storrs. (ed. 21, Nueva York, 1852), sino también por enseñanzas posteriores de hombres de la talla del arzobispo Whately (Scripture Revelations concerning a Future State, ed. 8, Londres, 1859), el obispo Hampden, J. B. Heard (The Tri-partite Nature of Man, ed. 4, Edimburgo, 1875), el Prebendado Constable (The Duration and Nature of Future Punishment, Londres, 1868), el Prebendado Row (Future Retribution, Londres, 1887), J. M. Denniston (The Perishing Soul, ed. 2, Londres, 1874), S. Minton (The Glory of Christ, Londres, 1868), J. W. Barlow (Eternal Punishment, Cambridge, 1865) y T. Davis (Endless Suffering not the Doctrine of Scripture, Londres, 1866).
Hombres como Joseph Parker, R. W. Dale y J. A. Beet (The Last Things, Londres, 1897) han defendido la teoría de forma menos decisiva pero no menos influyente. El Sr. Beet (que cita a Clemance, Future Punishment, Londres, 1880, como gran parte de su manera de pensar) ocupa esencialmente la posición de Schultz. «Los escritores sagrados ―dice―, aunque aparentemente se inclinan unas veces por uno y otras por otro, no pronuncian un juicio decisivo» entre el castigo eterno y la aniquilación (p. 216), mientras que la aniquilación está libre de objeciones especulativas. En América, los esfuerzos iniciales de C. F. Hudson (Debt and Grace, Boston, 1857, ed. 5, 1859; Christ Our Life, 1860) fueron hábilmente secundados por W. R. Huntington (Conditional Immortality, Nueva York, 1878) y J. H. Pettingell (The Life Everlasting, Filadelfia, 1882, que combina dos tratados publicados anteriormente; The Unspeakable Gift, Yarmouth, Me., 1884). Horace Bushnell, L. W. Bacon, L. C. Baker, Lyman Abbott, y Henry C. Sheldon (System of Christian Doctrine, Cincinnati, 1903, págs. 573 y ss.) han expresado opiniones muy parecidas.
IX. Modificaciones de la teoría
Hay una forma particular de condicionalismo que requiere mención especial y que trata de evitar las dificultades del aniquilacionismo, enseñando, no la extinción total de las almas de los malvados, sino más bien, como se dice comúnmente, su «transformación» en seres impersonales incapaces de acción moral, o de hecho de cualquier sentimiento. Esta es la forma de condicionalismo que sugieren James Martineau (A Study of Religion, Oxford, ii. 1888, p. 114) y Horace Bushnell (Forgiveness and Law, Nueva York, 1874, p. 147, notas 5-6). También lo insinúa Henry Drummond (Natural Law in the Spiritual World, Londres, 1884), cuando supone que el alma perdida no solo pierde la salvación, sino también la capacidad para ella y para Dios, de modo que lo que queda ya no puede llamarse alma, sino que es un órgano encogido e inútil, listo para caer como una ramita podrida.
El teólogo alsaciano A. Schäffer (Was ist Glück? Gotha, 1891, pp. 290-294) habla de modo similar de que el alma perversa pierde la luz del cielo, la chispa divina que le daba su valor, y la personalidad humana queda así borrada. «Las fuerzas de las que surge se desintegran y por fin vuelven a ser impersonales. No desaparecen, sino que se transforman». Uno ve la concepción aquí expuesta en su nivel más alto en un punto de vista como el presentado por el profesor O. A. Curtis (The Christian Faith, Nueva York, 1905, p. 467), que piensa en los perdidos, por cierto, no como «aplastados en sí», sino como hundidos en una condición «por debajo de la posibilidad de cualquier acción moral, o preocupación moral… como las personas en esta vida cuando la personalidad está completamente abrumada por el sentido bajo de lo que llamamos miedo físico». No hay aniquilación en el punto de vista del profesor Curtis; ni siquiera alivio del sufrimiento para los perdidos; pero quizá pueda considerarse que marca el punto hasta el que llegan las teorías del aniquilacionismo y se funden finalmente en la doctrina del castigo eterno.
BIBLIOGRAFÍA: En el Apéndice de Ezra Abbot a Critical History of the Doctrine of a Future Life de W. R. Alger, también publicado por separado, en Nueva York, 1871, se ofrece una bibliografía exhaustiva del tema hasta 1862; consúltese también W. Reid, Everlasting Punishment and Modern Speculation, Edimburgo, 1874, págs. 311-313. Obras especiales sobre el aniquilacionismo son J. C. Killam, Annihilationism Examined, Syracuse, 1859; I. P. Warren, The Wicked not Annihilated, Nueva York, 1867; N. D. George, Annihilationism not of the Bible, Boston, 1870; J. B. Brown, The Doctrine of Annihilation in the Light of the Gospel of Love, Londres, 1875; S. C. Bartlett, Life and Death Eternal: A Refutation of the Theory of Annihilation, Boston, 1878. El tema se trata en S. D. F. Salmond, The Christian Doctrine of Immortality, Edimburgo, 1901, págs. 473-499; R. W. Landis, The Immortality of the Soul, Nueva York, 1868, págs. 422 y ss.; A. Hovey, The State of the Impenitent Dead, Boston, 1859, págs. 93 y ss.; C. M. Mead, The Soul Here and Hereafter, Boston, 1879; G. Godet, en Chrétien évangélique, 1881-1882; F. Godet, en Revue théoloqique, 1886; J. Fyfe, The Hereafter, Edimburgo, 1890; R. Falke, Die Lehre von der ewigen Verdammnis, Eisenach, 1892, pp. 25-38. Sobre la inmortalidad condicional, consúltese W. R. Huntington, Conditional Immortality, Nueva York, 1878; J. H. Pettingell, The Theological Tri-lemma, Nueva York, 1878; ídem, The Life Everlasting: What is? Whence, is it? Whose is it? A Symposium, Filadelfia, 1882; E. White, Life and Death: A Reply to J. B. Brown’s Lectures on Conditional Immortality, Londres, 1877; ídem, Life in Christ: A Study of the Scripture Doctrine on …the Conditions of Human Immortality, Londres, 1878. Se pueden encontrar más discusiones en las secciones apropiadas de la mayoría de las obras sobre teología sistemática y también en obras sobre escatología y castigo futuro. Véase, además de las obras mencionadas en el texto, la bibliografía bajo el epígrafe «Inmortalidad».
El autor
El Dr. Benjamín B. Warfield se graduó en el College of Nueva Jersey, hoy Universidad de Princeton, en 1871 y, tras un período de estudios en el extranjero en Edimburgo y Heidelberg, ingresó en el Seminario Teológico de Princeton, donde se graduó en la promoción de 1876. Tras un año de estudio en Leipzig, Alemania, y un breve pastorado en Baltimore, fue nombrado instructor de Lengua y Literatura del Nuevo Testamento en el Seminario Teológico Western de Pittsburgh y un año después elegido profesor. En 1886 fue llamado a suceder a Archibald Alexander Hodge como profesor de Teología Sistemática en el Seminario Teológico de Princeton, puesto que ocupó con gran distinción hasta su muerte en 1921.
El Dr. Warfield obtuvo pronto reconocimiento como erudito, profesor y autor. Recibió el título de Doctor en Divinidad por el College of New Jersey en 1880; el de Doctor en Derecho tanto por el College of New Jersey como por el Davidson College en 1892; el de Doctor en Letras por el Lafayette College en 1911; y el de Sacrae Theologiae Doctor por la Universidad de Utrecht en 1913. Fue editor de la Presbyterian and Reformed Review de 1890 a 1903 y, hasta el momento de su muerte, el principal colaborador de la Princeton Theological Review.