La importancia de la erudición cristiana en la defensa de la fe
J. Gresham Machen
Traductor: Juan Flavio de Sousa
Este discurso fue pronunciado originalmente en Londres el 17 de junio de 1932.
Existen, en efecto, quienes nos dicen que no es necesaria la defensa de la fe. «La Biblia no necesita defensa ―dicen―, no estemos siempre defendiendo el cristianismo, sino que salgamos con gozo a propagar el cristianismo». Sin embargo, he observado un hecho curioso: cuando los hombres hablan de propagar el cristianismo sin defenderlo, es bastante seguro que lo que están propagando no es el cristianismo en lo absoluto. Están propagando un modernismo anti intelectualista, no doctrinal; y la razón por la que no requiere defensa es simplemente porque está completamente de acuerdo con la corriente de la época. No causa más perturbación que una astilla que flota corriente abajo. Para adherirse a él, un hombre no necesita resistirse a nada en absoluto; solo necesita ir a la deriva, y automáticamente su modernismo será del tipo más popular y con mayor aprobación. Una cosa debe recordarse siempre en la Iglesia cristiana: el verdadero cristianismo, ahora como siempre, es radicalmente contrario al hombre natural, y no es posible mantenerlo sin una lucha constante. Una astilla que flota corriente abajo está siempre en paz; pero alrededor de cada roca las aguas espuman y se enfurecen. Muéstrame un cristiano profesante del que todos los hombres hablen bien, y te mostraré un hombre que probablemente es infiel a su Señor.
Ciertamente, un cristianismo que evita la discusión no es el cristianismo del Nuevo Testamento. El Nuevo Testamento está lleno de argumentos en defensa de la fe. Las epístolas de Pablo están llenas de argumentos, nadie puede dudarlo. Pero incluso las palabras de Jesús están llenas de argumentos en defensa de la verdad de lo que Jesús decía. «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?» (Mt 7:11). ¿No es ésa una forma bien conocida de razonamiento, que los lógicos pondrían en su categoría adecuada? Muchas de las parábolas de Jesús tienen carácter argumentativo. Incluso nuestro Señor, que hablaba con plena autoridad divina, condescendió a razonar con los hombres. En todas partes, el Nuevo Testamento responde a las objeciones con justicia y presenta el Evangelio como algo completamente razonable.
Hace algunos años me encontraba en una reunión de estudiantes que discutían los métodos de la obra cristiana. Un hombre mayor, que tenía mucha experiencia trabajando entre estudiantes, se levantó y dijo que, según su experiencia, nunca se gana a un hombre para Cristo hasta que se deja de discutir con él. Cuando dijo eso, no me impresionó.
Es perfectamente cierto, por supuesto, que la discusión por sí sola no basta para convertir a un hombre en cristiano. Puedes discutir con él desde ahora hasta el fin del mundo; puedes presentar los más magníficos argumentos, pero todo será en vano a menos que haya otra cosa: el poder misterioso y creativo del Espíritu Santo en el nuevo nacimiento. Pero que los argumentos sean insuficientes no quiere decir que sean innecesarios. A veces son usados directamente por el Espíritu Santo para llevar a un hombre a Cristo. Pero más frecuentemente son usados indirectamente. Un hombre escucha una respuesta a las objeciones presentadas contra la verdad de la religión cristiana; y en el momento en que la oye no queda impresionado. Pero después, tal vez muchos años después, su corazón por fin es tocado: es convencido de pecado; desea ser salvo. Sin embargo, sin ese argumento medio olvidado no podría creer; el Evangelio no le parecería verdadero, y permanecería en su pecado. Sin embargo, el pensamiento de lo que ha oído hace mucho tiempo viene a su mente: La apologética cristiana por fin tiene su día; el camino está abierto, y cuando quiera creer, puede hacerlo porque se le ha hecho ver que creer no es una ofensa contra la verdad.
A veces, cuando he intentado ―de forma muy imperfecta, lo confieso― presentar argumentos en defensa de la resurrección de nuestro Señor o de la verdad, en este o aquel punto de la Palabra de Dios, alguien se me ha acercado después de la conferencia y me ha dicho muy amablemente: «Nos ha gustado, y nos han impresionado las consideraciones que ha aducido en defensa de la fe; pero, el problema es que todos creíamos ya en la Biblia, y las personas que realmente necesitaban la conferencia no están aquí». Cuando alguien me dice eso, no me molesta mucho. Es cierto que me habría gustado contar con el mayor número posible de escépticos en mi conferencia, pero si no están, no creo que mis esfuerzos hayan sido en vano. Lo que intento hacer con mi conferencia apologética no es simplemente ―quizás ni siquiera principalmente― convencer a las personas que se oponen a la religión cristiana. Más bien estoy tratando de dar a la gente cristiana ―padres cristianos o maestros de escuela dominical― materiales que puedan utilizar, no en el trato con escépticos declarados, aquellos que se oponen al cristianismo, sino para los que tratan con sus propios hijos o con los alumnos de sus clases, que los aman y anhelan ser cristianos como ellos, pero que se sienten perturbados por las voces hostiles de todas partes.
No es más que una visión estrecha de la apologética cristiana la que considera que la defensa de la fe es útil solo para ganar inmediatamente a los que están discutiendo vigorosamente en el otro bando. Más bien es útil sobre todo para producir una atmósfera intelectual en la que la aceptación del Evangelio parezca algo distinto a una ofensa contra la verdad. Charles Spurgeon y D. L. Moody, en los últimos años del siglo XIX, se enfrentaban a una situación totalmente diferente a la que se enfrentan los evangelistas de hoy. Se enfrentaban a un mundo en el que muchas personas en su juventud habían sido imbuidas de convicciones cristianas, y en el que la opinión pública, en un grado muy considerable, estaba a favor de la fe cristiana. Hoy, en cambio, la opinión pública, incluso en Inglaterra y América del Norte, es predominantemente contraria a la fe cristiana, y la gente desde su juventud está imbuida de la idea de que las convicciones cristianas son anticuadas y absurdas. Nunca hubo una llamada de Dios más fuerte que la de hoy para una defensa vigorosa y erudita de la fe.
Creo que los evangelistas más reflexivos están reconociendo este hecho. Hubo un tiempo, hace veinticinco o treinta años, en que los evangelistas consideraban el trabajo de los apologistas cristianos impío o una pérdida de tiempo. Aquí hay almas que salvar, decían; y los profesores de los seminarios teológicos insisten en confundir las mentes de sus estudiantes con un montón de nombres alemanes, en lugar de predicar el sencillo Evangelio de Cristo. Pero hoy en día, a menudo prevalece un temperamento diferente. Los evangelistas, si son verdaderos evangelistas, verdaderos proclamadores del impopular mensaje que contiene la Biblia, se dan cuenta cada vez más que, después de todo, no pueden prescindir de esos despreciados profesores de teología. Es inútil proclamar un Evangelio que la gente no puede considerar verdadero: ninguna apelación emocional puede hacer nada contra la verdad. No se puede eludir permanentemente la cuestión de los hechos. ¿Cristo resucitó o no resucitó de entre los muertos?, ¿es la Biblia fidedigna o es falsa? En otras palabras, el duodécimo capítulo de 1 Corintios vuelve a ser muy relevante. Estamos llegando a comprender cuán polifacética es la obra de Cristo; el ojo está dejando de «decir a la mano: No te necesito». Una cosa está clara: si la apologética cristiana se resiente, todos los miembros del cuerpo de Cristo se verán perjudicados.
Pero si vamos a tener apologética cristiana, si vamos a tener una defensa de la fe, ¿qué clase de defensa de la fe debería ser?
En primer lugar, debe dirigirse no solo contra los adversarios de fuera de la Iglesia, sino también contra los de dentro. Los adversarios de la Sagrada Escritura no se vuelven menos peligrosos cuando están dentro de los muros eclesiásticos, sino mucho más.
En este punto, soy muy consciente de que en la actualidad surgen objeciones generalizadas. Ante todo, dicen los hombres, no tengamos controversias en la Iglesia; olvidemos nuestras pequeñas diferencias teológicas y repitamos todos juntos el himno de Pablo al amor cristiano. Al escuchar tales súplicas, amigos cristianos, creo detectar en ellas con bastante claridad la voz de Satanás. Esa voz se oye, a veces, en labios de hombres buenos y verdaderamente cristianos, como en Cesarea de Filipo se oyó en labios del mayor de los doce. Pero de todos modos es la voz de Satanás.
A veces viene a nosotros de maneras bastante engañosas. Recuerdo, por ejemplo, lo que me dijo en una ocasión un hombre considerado generalmente como uno de los líderes de la Iglesia cristiana evangélica. Lo dijo en el clímax de un día de servicios devocionales. «Si van a la caza de herejías para atrapar el pecado en sus propios corazones perversos», dijo el orador, hasta donde puedo recordar sus palabras, «no tendrán tiempo para la caza de herejías y atrapar los herejes de afuera».
Así llegó la tentación por boca de un hombre bien intencionado. Los «herejes», para usar el término que usó ese orador, son, con sus ayudantes, los indiferentes, que controlan la iglesia dentro de cuyos límites se pronunció esa frase, la Iglesia Presbiteriana de los Estados Unidos de América, como controlan casi todas las iglesias protestantes más grandes del mundo. Un hombre no necesita «cazarlos» por mucho tiempo si quiere oponerse a ellos. Todo lo que necesita hacer es ser fiel al Señor Jesucristo, y su oposición a esos hombres seguirá muy pronto.
Pero ¿es cierto, como parecía insinuar este orador, que existe un conflicto entre la fidelidad a Cristo en el mundo eclesiástico y el cultivo de la santidad en la propia vida interior? Amigos míos, no es cierto, sino falso. Un hombre no puede ir con éxito a la caza de herejías contra el pecado en su propia vida si está dispuesto a negar a su Señor en presencia de los enemigos de fuera. Las dos batallas están íntimamente conectadas. Un hombre no puede luchar con éxito en una a menos que luche también en la otra.
Una vez más, se nos dice que nuestras diferencias teológicas desaparecerán si nos arrodillamos juntos en oración. Pues bien, solo puedo decir de esa clase de oración, que es indiferente a la cuestión de si el Evangelio es verdadero o falso, que esa no es oración cristiana; es postrarse en la casa de Rimón. ¡Que Dios nos libre de ella! En cambio, que Dios nos conduzca a la clase de oración en la que, reconociendo la terrible condición de la Iglesia visible, reconociendo la incredulidad y el pecado que la dominan hoy, nosotros que nos oponemos a la corriente de la época tanto en el mundo como en la Iglesia, afrontando los hechos tal como son, ponemos esos hechos ante Dios, como Ezequías puso ante Él la carta amenazadora del enemigo asirio, y humildemente le pedimos que dé la respuesta.
Una vez más, los hombres dicen que, en lugar de involucrarnos en controversias en la Iglesia, deberíamos orar a Dios por un avivamiento; en lugar de polémicas, deberíamos tener evangelismo. Bueno, ¿qué clase de reavivamiento creen que será? ¿Qué tipo de evangelismo es el que es indiferente a la cuestión de qué Evangelio es el que debe predicarse? No un avivamiento en el sentido del Nuevo Testamento, no el evangelismo al que Pablo se refería cuando dijo: «Ay de mí, si no anunciare el evangelio» (1Cor 9:16). No, amigos míos, no puede haber verdadero evangelismo que haga causa común con los enemigos de la cruz de Cristo. Difícilmente se salvarán las almas a menos que los evangelistas puedan decir con Pablo: «Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gál 1:8). Todo verdadero avivamiento nace en la controversia, y conduce a más controversia. Eso ha sido verdad desde que nuestro Señor dijo que Él no vino a traer paz a la tierra sino espada. ¿Y saben lo que creo que sucederá cuando Dios envíe una nueva Reforma a la Iglesia? No podemos saber cuándo llegará ese bendito día. Pero cuando el bendito día llegue, creo que podemos decir al menos un resultado que traerá. No oiremos nada en ese día acerca de los males de la controversia en la Iglesia. Todo eso será barrido como con un gran diluvio. Un hombre que arde con un mensaje nunca habla de esa manera miserable y débil, sino que proclama la verdad alegremente y sin temor, en presencia de cualquier cosa elevada que se levanta contra el Evangelio de Cristo.
Pero los hombres nos dicen que, en lugar de enzarzarnos en controversias sobre doctrina, deberíamos buscar el poder del Espíritu Santo vivo. Hace unos años celebrábamos un aniversario de Pentecostés. En aquel momento, nuestra Iglesia Presbiteriana estaba inmersa en un conflicto, cuyo meollo se refería a la cuestión de la verdad de la Biblia. ¿La Iglesia iba a insistir, o no, en que sus ministros creyeran que la Biblia es verdadera? En aquel momento de decisión, y casi, al parecer, como para eludir la cuestión, se predicaron muchos sermones sobre el tema del Espíritu Santo. ¿Creen ustedes que esos sermones, si realmente fueron predicados de esa manera, fueron aprobados por Aquel con quien trataban? Me temo que no, amigos míos. Un hombre difícilmente puede recibir el poder del Espíritu Santo si trata de evadir la cuestión de si el bendito Libro que el Espíritu nos ha dado es verdadero o falso.
Los hombres, una vez más, nos dicen que nuestra predicación debe ser positiva y no negativa, que podemos predicar la verdad sin atacar el error. Pero si seguimos ese consejo tendremos que cerrar nuestra Biblia y desertar de sus enseñanzas. El Nuevo Testamento es un libro polémico casi de principio a fin. Hace algunos años estuve en una reunión de profesores de la Biblia en las universidades y otras instituciones educativas de Estados Unidos. Uno de los profesores de teología más eminentes del país pronunció un discurso. En él admitió que hay controversias desafortunadas sobre la doctrina en las epístolas de Pablo; pero, dijo en efecto, la verdadera esencia de la enseñanza de Pablo se encuentra en el himno al amor cristiano en el capítulo trece de 1 Corintios; y podemos evitar la controversia hoy, si solo dedicamos la atención principal a ese himno inspirador. En respuesta, me veo obligado a decir que el ejemplo fue singularmente mal elegido. Ese himno al amor cristiano se encuentra en medio de un gran pasaje polémico; nunca habría sido escrito si Pablo se hubiera opuesto a la controversia con el error en la Iglesia. Fue porque su alma estaba conmovida en su interior por un mal uso de los dones espirituales que pudo escribir ese glorioso himno. Así sucede siempre en la Iglesia. Casi puede decirse que toda gran expresión cristiana nace en la controversia. Es cuando los hombres se han sentido obligados a tomar posición contra el error cuando se han elevado a las alturas realmente grandes en la celebración de la verdad.
Pero al defender la fe contra el ataque que se le hace tanto fuera como dentro de la Iglesia, ¿qué método de defensa debe emplearse?
En respuesta a esta pregunta, solo tengo tiempo para decir dos cosas. En primer lugar, la defensa, con la polémica que implica, debe ser perfectamente abierta y sin tapujos. Acabo de decir que creo en la controversia. Pero en la controversia intento observar la Regla de Oro; intento hacer a los demás lo que me gustaría que me hicieran a mí. Y el tipo de controversia que me agrada en un oponente es una controversia que sea totalmente franca.
En ocasiones voy a una reunión de hombres modernos. Un hombre sube a la plataforma, mira benignamente a la audiencia y dice: «Creo, hermanos, que todos estamos de acuerdo en esto», y luego procede a pisotear despiadadamente todo lo que es más querido para mi corazón. Cuando hace eso, me siento agraviado. No me siento agraviado porque dé libre expresión a opiniones diferentes de las mías. Pero me siento agraviado porque me llama su «hermano» y supone, antes de investigar, que estoy de acuerdo con lo que va a decir. Un tipo de controversia que me agrada más que esa es aquella en la que un hombre sube al estrado, mira al público y dice: «¿Qué es esto? Veo que uno de esos absurdos fundamentalistas se ha colado de algún modo en esta reunión de hombres educados», y luego procede a llamarme con todos los términos oprobiosos que se pueden encontrar en uno de los párrafos más desagradables del Tesauro de Roget. Cuando lo hace, no me siento demasiado afligido. Incluso puedo soportar que se me aplique el término «fundamentalista», aunque por mi vida que no puedo ver por qué los seguidores de la religión cristiana, que ha estado en el mundo durante unos mil novecientos años, de repente se convierten en un «-ismo», y se les llama con un nombre nuevo y extraño. La cuestión es que ese orador al menos me hace el honor de reconocer que una profunda diferencia separa mi punto de vista del suyo. Nos entendemos perfectamente, y es muy posible que seamos, si no hermanos (me opongo a la degradación de esa palabra), al menos buenos amigos.
En segundo lugar, la defensa de la fe debe ser de tipo erudito. La mera denuncia no constituye un argumento; y antes de que un hombre pueda refutar con éxito un argumento de un oponente, debe comprender el argumento que está tratando de refutar. Las personalidades, en tal debate, deben mantenerse en segundo plano; y el análisis de los motivos de los oponentes tiene poca cabida.
Ese principio, ciertamente en Estados Unidos, ha sido violado constantemente por los defensores de la posición modernista o indiferentista en la Iglesia. Ha sido violado por ellos mucho más que por los defensores de la Palabra de Dios. Sin embargo, estos últimos, por extraño que parezca, han recibido la culpa. Los representantes de las fuerzas indiferentistas modernas dominantes a menudo se han dedicado al abuso adjetival más violento de sus oponentes; sin embargo, han sido llamados dulces, hermosos y tolerantes. Los defensores de la Biblia, y de la posición histórica de la Iglesia, por otro lado, han hablado cortésmente, aunque claramente, en oposición, y han sido llamados «amargados» y «extremistas». Me viene a la memoria la forma en que, según se cuenta (lo vi en la revista estadounidense The Saturday Evening Post hace unos meses), un inteligente indígena americano caracterizó la terminología empleada en las historias de las guerras entre los hombres blancos y los hombres de su raza. «Cuando ustedes ganaron ―dijo el indígena― fue, según sus historias, una batalla; cuando ganamos nosotros, fue una masacre».
Supongo que así es como se trata al bando impopular en todos los conflictos. Ciertamente es el tratamiento que recibimos hoy. Los hombres han descubierto que es una manera eficaz de hacerse populares, abusar de los representantes de una causa tan impopular como la que representamos los cristianos creyentes en la Biblia.
Sin embargo, no creo que debamos consternarnos. Si en estos días de incredulidad y deserción en la Iglesia se nos pide que llevemos un poco del reproche de Cristo, debemos considerarnos honrados, y ciertamente no debemos mitigar en lo más mínimo la claridad de nuestra defensa de la verdad o de nuestras advertencias contra el error. Después de todo, el favor de los hombres vale muy poco en comparación con el favor de Cristo.
Pero ciertamente debemos esforzarnos por mantenernos libres de aquello de lo que se nos acusa. Que nuestros adversarios sean culpables no es razón para que nosotros también lo seamos.
No es fácil defender la fe cristiana contra el poderosos ataque que se le está haciendo en la actualidad. Es necesario el conocimiento de la verdad, y también un conocimiento claro de las fuerzas hostiles a la verdad en el pensamiento moderno.
En este punto, puede surgir una objeción final. ¿No implica un terrible peligro para las almas de los hombres pedirles, por ejemplo, en su preparación para el ministerio, que se familiaricen con las cosas que se dicen contra el Evangelio del Señor Jesucristo? ¿No sería más seguro aprender solo la verdad, sin familiarizarnos con el error? Respondemos: «Por supuesto que sería más seguro». Sería mucho más seguro, sin duda, vivir en un paraíso de tontos y cerrar los ojos a lo que está sucediendo en el mundo de hoy, al igual que es más seguro permanecer en refugios seguros en lugar de ir por encima en algún gran ataque. Salvamos nuestras almas, tal vez, por tales tácticas, pero los enemigos del Señor permanecen en posesión del campo. Es una gran batalla en verdad, esta batalla intelectual de hoy; peligros mortales esperan a cada hombre que se involucra en ese conflicto. Pero es la batalla del Señor, y Él es un gran Capitán en la lucha.
Existen, en realidad, algunos peligros que deben evitarse, particularmente el peligro de familiarizarnos con lo que se dice en contra de la religión cristiana, sin llegar a tener un conocimiento realmente ordenado de lo que puede decirse en su favor. Ese es el peligro al que se somete un candidato al ministerio, por ejemplo, cuando asiste solo a una de las universidades teológicas en las que los profesores son partidarios del punto de vista naturalista dominante. ¿Qué significa este tipo de estudios? Significa sencillamente que un hombre no cree que la fe cristiana histórica, que le ha dado su educación espiritual, merezca ser escuchada. Ese es mi único argumento para aconsejar a un hombre que estudie, por ejemplo, en una institución como el Seminario Teológico de Westminster de Filadelfia, en el que tengo el honor de servir. No le pido que cierre los ojos a lo que pueda decirse en contra de la fe histórica. Pero le estoy diciendo que el orden lógico es aprender lo que una cosa es, antes de atender exclusivamente a lo que se puede decir en su contra; y le estoy diciendo, además, que la manera de aprender lo que una cosa es, no es escuchar primero a sus oponentes, sino conceder una plena audiencia a aquellos que creen en ella con toda su mente y corazón. Una vez hecho esto, después de que nuestros estudiantes, siguiendo el curso completo de estudio, hayan obtenido algo así como un conocimiento ordenado del maravilloso sistema de verdades que contiene la Biblia, entonces, cuanto más escuchen lo que pueda decirse en su contra, mejores defensores de ella serán probablemente.
Oremos, pues, para que Dios nos levante hoy como verdaderos defensores de la fe cristiana. Vivimos en medio de un poderoso conflicto contra la religión cristiana. El conflicto se lleva a cabo con armas intelectuales. Nos guste o no, hay millones y millones de nuestros semejantes que rechazan el cristianismo por la sencilla razón de que no creen que el cristianismo sea verdadero. ¿Qué hacer en esta situación?
Podemos aprender, en este punto, una lección de la historia pasada de la Iglesia. No es la primera vez en los últimos mil novecientos años que se han planteado objeciones intelectuales contra el Evangelio de Cristo. ¿Cómo se han tratado esas objeciones? ¿Se han evadido o se han enfrentado? La respuesta está escrita en la historia de la Iglesia. Las objeciones han sido enfrentadas. Dios ha suscitado en tiempos de necesidad, no solamente evangelistas para apelar a las multitudes, sino también eruditos cristianos para hacer frente al ataque intelectual. Así será en nuestros días, amigos míos. La religión cristiana no florece en la oscuridad, sino en la luz. La pereza intelectual no es más que un remedio charlatán para la incredulidad; el verdadero remedio es la consagración de las facultades intelectuales al servicio del Señor Jesucristo.
No temamos por el resultado. Muchas veces, en el curso de los últimos mil novecientos años, los hombres han predicho que, en una generación más o menos, el antiguo Evangelio sería olvidado para siempre. Sin embargo, el Evangelio ha resurgido de nuevo y ha encendido el mundo. Así puede ser en nuestra época, en el buen tiempo de Dios y a Su manera. Tristes en verdad son los sustitutos del Evangelio de Cristo. La Iglesia ha sido seducida para ir por el «Sendero de la Pradera», y ahora está gimiendo en el calabozo del «gigante Desesperación». Feliz es el hombre que puede señalar a tal Iglesia el camino recto y alto que conduce sobre colinas y valles a la Ciudad Celestial.
Erudición cristiana y evangelización
Nuestro Salvador se sentó un día junto al pozo. Habló con una mujer pecadora y puso el dedo en la llaga de su vida. «Cinco maridos has tenido ―le dijo― y el que ahora tienes no es tu marido» (Jn 4:18). Al parecer, la mujer trató entonces de eludir la consideración del pecado en su propia vida planteando una cuestión teológica sobre el lugar adecuado para adorar a Dios. ¿Qué hizo Jesús con su pregunta teológica? ¿La desechó a la manera de los religiosos modernos? Le dijo a la mujer: «Estás evadiendo la verdadera cuestión, no te preocupes por asuntos teológicos, sino volvamos a la consideración del pecado en tu vida». En absoluto. Respondió a esa pregunta teológica con la mayor plenitud, como si la salvación del alma de la mujer dependiera de que obtuviera la respuesta correcta. En respuesta a aquella mujer pecadora, y a lo que los religiosos modernos habrían considerado una pregunta evasiva, Jesús impartió una de las enseñanzas teológicas más profundas de todo el Nuevo Testamento. Una visión correcta de Dios, según Jesús, no es algo que viene meramente después de la salvación, sino que es algo importante para la salvación.
El apóstol Pablo, en la primera epístola a los tesalonicenses, ofrece un precioso resumen de su predicación misionera. Lo hace diciendo a qué se dirigieron los tesalonicenses cuando se salvaron. ¿Fue un mero programa de vida? ¿Fue una «fe simple», en el sentido moderno que divorcia la fe del conocimiento y supone que un hombre puede tener «fe simple» en una persona de la que no sabe nada o sobre la que tiene opiniones que hacen absurda la fe en ella? En absoluto. Al volverse a Cristo, aquellos cristianos tesalonicenses se volvieron a todo un sistema de teología. «Os convertisteis de los ídolos a Dios ―dice Pablo― para servir al Dios vivo y verdadero; y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera» (1Tes 1:9). «Os convertisteis de los ídolos a Dios», ahí está la teología propiamente dicha. «Y esperar a su Hijo del cielo»: esto es cristología. «Al cual resucitó de los muertos»: el acto sobrenatural de Dios en la historia. «A Jesús»: la humanidad de nuestro Señor. «Quien nos libra de la ira venidera»: la doctrina cristiana del pecado y la doctrina cristiana de la cruz de Cristo.
Así sucede en el Nuevo Testamento de principio a fin. Los ejemplos podrían multiplicarse indefinidamente. El Nuevo Testamento no da ni una pizca de consuelo a los que separan la fe del conocimiento, a los que sostienen la absurda opinión de que un hombre puede confiar en una persona de la que no sabe nada. Lo que muchos hombres desprecian hoy como «doctrina», el Nuevo Testamento lo llama Evangelio; y el Nuevo Testamento lo trata como el mensaje del cual depende la salvación.
Pero si esto es así, si la salvación depende del mensaje en el que Cristo se ofrece como Salvador, es obviamente importante que entendamos bien el mensaje. Ahí es donde entra en juego la erudición cristiana. La erudición cristiana es importante para que podamos contar la historia de Jesús y de Su amor de manera directa, completa y clara.
En este punto puede surgir una objeción. ¿No es el Evangelio algo muy simple?, se puede preguntar; y ¿no se oscurecerá su simplicidad con demasiada investigación erudita? La objeción surge de una falsa visión de lo que es la erudición; surge de la noción de que la erudición lleva al hombre a ser oscuro. Es exactamente lo contrario. La ignorancia es oscura; pero la erudición pone orden en la confusión, coloca las cosas en sus relaciones lógicas y hace que el mensaje brille con claridad.
Hay evangelistas que no son eruditos, pero la erudición es necesaria para la evangelización. En primer lugar, aunque hay evangelistas que no son eruditos; los más grandes evangelistas, como el apóstol Pablo y Martín Lutero, han sido eruditos. En segundo lugar, los evangelistas que no son eruditos dependen de los que si lo son para que les ayuden a entender su mensaje; es de un gran fondo subyacente de aprendizaje cristiano de donde surge el verdadero evangelismo.
Esto es algo que la Iglesia de nuestros días debe tomar muy en serio. La vida, según el Nuevo Testamento, se funda en la verdad; y el intento de invertir el orden solo conduce a la desesperación y a la muerte espiritual. No nos engañemos. La experiencia cristiana es necesaria para la evangelización; pero la evangelización no consiste simplemente en el ensayo de lo que ha sucedido en la propia alma del evangelista. Seremos, en efecto, pobres testigos de Cristo si únicamente podemos contar lo que Cristo ha hecho por el mundo o por la Iglesia y no podemos contar lo que Él ha hecho personalmente por nosotros. Pero también seremos pobres testigos si solamente contamos las experiencias de nuestra propia vida. La evangelización cristiana no consiste simplemente en que un hombre vaya por el mundo diciendo: «Mírenme, qué maravillosa experiencia tengo, qué feliz soy, qué maravillosas virtudes cristianas exhibo; todos vosotros pueden ser tan buenos y tan felices como yo si hacen una completa entrega de sus voluntades en obediencia a lo que yo digo». Eso es lo que muchos obreros religiosos parecen pensar que es la evangelización. Podemos predicar el Evangelio, nos dicen, con nuestras vidas, y no necesitamos predicarlo con nuestras palabras. Pero se equivocan. Los hombres no se salvan por la exhibición de nuestras gloriosas virtudes cristianas; no se salvan por el contagio de nuestras experiencias. No podemos ser instrumentos de Dios para salvarlos si solo les predicamos así a nosotros mismos. No, debemos predicarles al Señor Jesucristo; porque solo por medio del Evangelio que lo presenta pueden ser salvos.
Si quieren salud para sus almas, y si quieren ser instrumentos para traer salud a otros, no vuelvan su mirada siempre hacia dentro, como si pudieran encontrar a Cristo allí. No, aparten su mirada de sus propias experiencias miserables, de su propio pecado, y miren al Señor Jesucristo tal como se nos ofrece en el Evangelio. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado» (Jn 3:14). Solamente cuando nos alejemos de nosotros mismos hacia ese Salvador levantado tendremos sanidad para nuestra herida mortal.
Es la misma vieja historia, mis amigos, la misma vieja historia del hombre natural. Los hombres están tratando hoy, como siempre han estado tratando, de salvarse a sí mismos. De salvarse a sí mismos por su propio acto de entrega, por la excelencia de su propia fe, por experiencias místicas de sus propias vidas. Pero todo es en vano. No es así como se obtiene la paz con Dios. Únicamente puede obtenerse de la vieja manera: prestando atención a algo que se hizo de una vez por todas hace mucho tiempo, y aceptando al Salvador vivo que allí, de una vez por todas, trajo la redención de nuestro pecado. ¡Oh, que los hombres se volvieran para la salvación de su propia experiencia a la Cruz de Cristo!; ¡oh, que se volvieran de los fenómenos de la religión al Dios vivo!
Para lograrlo, solo hay un camino. No se encuentra en un estudio de la psicología de la religión; no se encuentra en la «educación religiosa»; no se encuentra en un análisis del propio estado espiritual. No. Solo se encuentra en la bendita Palabra escrita. Allí están las palabras de vida. Allí habla Dios. Escuchemos su voz. Conozcamos la Palabra sobre todas las cosas. Estudiémosla con toda nuestra mente, apreciémosla con todo nuestro corazón. Luego tratemos, muy humildemente, de llevarla a los que no son salvos. Oremos para que Dios honre, no a los mensajeros sino al mensaje, que a pesar de nuestra indignidad haga que Su Palabra en nuestros labios indignos sea un mensaje de vida.