El concepto e importancia de la canonicidad
GREG BAHNSEN
Traductor: Juan Flavio de Sousa
La Escritura como autoridad final
La fe cristiana se basa en la propia revelación de Dios, no en las opiniones contradictorias o especulaciones poco fiables de los hombres. Como escribió el apóstol Pablo: «vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios» (1Co 2:5).
El mundo, en su propia sabiduría, nunca entendería ni buscaría a Dios (Ro 3:11), sino que siempre suprimiría o distorsionaría la verdad con injusticia (Ro 1:18,21). Por eso Pablo llegó a la conclusión de que «el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría» (1Co 1:21), y estableció un agudo contraste entre «palabras enseñadas por sabiduría humana» y las que «Dios nos reveló por el Espíritu» (1Co 2:10, 13). A la luz de ese contraste, tenemos que ver que el mensaje apostólico no se originó en palabras persuasivas de sabiduría o perspicacia humana (1Co 2:4). La luz del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo era, como ellos decían, «de Dios y no de nosotros» (2Co 4:6-7). Pablo agradeció a Dios que los tesalonicenses recibieran su mensaje «no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios» (1Ts 2:13). Como escribió Pedro, «nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios, hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2P 1:21). Pablo dijo de los escritos sagrados que nos hacen sabios para la salvación que cada uno de ellos es «inspirado por Dios» (2Ti 3:15-17).
Es por esta razón que las Escrituras son útiles para nuestra doctrina, corrección e instrucción. Debemos prestar atención al mensaje que es divino y de todo él, como dijo Jesús: «Vivirá el hombre de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4:4). Pero el pueblo de Dios no debe someterse a las palabras no inspiradas de los hombres. «Así ha dicho Jehová de los ejércitos: No escuchéis la palabra de los profetas… hablan visión de su propio corazón, no de boca de Jehová» (Jer 23:16). El pueblo de Dios tampoco debe permitir que su fe se vea comprometida por cualquier filosofía que sea «según las tradiciones de los hombres… y no según Cristo» (Col 2:8). Cristo mismo condenó a los que «habéis invalidado la palabra de Dios por vuestra tradición» (Mt 15:6). La filosofía y las tradiciones humanas no tienen cabida en la definición de la fe cristiana.
El mensaje de la fe cristiana está, por tanto, enraizado y circunscrito en la propia Palabra revelada de Dios, no en las palabras autorizadas de los hombres. ¿Dónde se encuentra la Palabra de Dios? «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1:1-2). Dios se reveló verbalmente de muchas maneras: desde su discurso personal a Adán o Abraham hasta la predicación inspirada de Jonás, Amós o Ezequiel. También envió su palabra por escrito a su pueblo: desde las tablas de la ley mosaica hasta el mensaje escrito de Isaías o Jeremías. Incluso la palabra de Dios que originalmente fue entregada oralmente necesitaba ser condensada en la escritura para que pudiéramos conocerla y para que funcionara como una norma objetiva para la fe y la obediencia. La palabra de los falsos maestros debía ser desenmascarada por la ley previamente inscrita (Dt 13:1-5) o el testimonio escrito (Is 8:20).
La expresión más grandiosa de la Palabra de Dios se encontró en la persona misma de Jesucristo, a quien se llama «el Verbo de Dios» (Jn 1:1; Ap 19:13). Una vez más, lo que sabemos de Cristo depende de la palabra escrita de los evangelios por hombres como Mateo y Lucas. Cristo comisionó a ciertos hombres para actuar como sus representantes autorizados, sus apóstoles. Él les inspiró su palabra (Jn 14:26), de modo que hablaron por Él (Mt 10:40). Sin embargo, cabe destacar que la predicación y la enseñanza orales de los apóstoles debían contrastarse con las Escrituras, como vemos en el elogio de Pablo a los de Berea (Hch 17:11). Lo que escribían los propios apóstoles debía considerarse como la palabra misma del Señor (1Co 14:37). Sus epístolas escritas llegaron a tener para la iglesia la misma autoridad que «las otras Escrituras» (2P 3:16).
Una labor clave de los apóstoles fue precisamente la revelación: confesar a Cristo, dar testimonio de Él, interpretar y aplicar su persona y obra a la iglesia (Mt 16:18; Jn 15:27; 16:13; Hch 1:8, 22; 4:33; 10:39-41; 13:31). No hablaron por carne y hueso ni según instrucción humana, sino por revelación del Padre y del Hijo (Mt 16:17; Gal 1:11-12), siendo enseñados por el Espíritu (Jn 14:26). En virtud de esta obra reveladora, Cristo edifica su iglesia sobre el fundamento de los apóstoles (Mt 16:18; Ef 2:20; cf. 3:5).
La enseñanza de los apóstoles fue recibida como un cuerpo de verdad que constituía un criterio para la doctrina y la vida en la iglesia; debido a que esta enseñanza fue transmitida a la iglesia y a través de la iglesia, fue llamada la «tradición» (lo que había sido «entregado») o el «depósito» (para distinguirse de las tradiciones no inspiradas de los hombres que la Biblia condena en otras partes, por ejemplo, Col 2:8; Mt 15:3). El depósito o tradición apostólica formaba una «forma de las sanas palabras» para la iglesia (2Ti 1:13-14) que debía guardarse (1Ti 6:20-21) como norma para la vida cristiana (2Ts 3:6; 2P 2:21) y para toda enseñanza futura en la iglesia (2Ti 2:2). Esta tradición apostólica se encontraba tanto en la instrucción oral como en la epístola escrita (2Ts 2:15); obviamente, hoy solo disponemos de esta última.
Por la naturaleza misma del caso, la revelación apostólica no se extendió más allá de la generación apostólica, los «días fundacionales» de la iglesia.[i] Así, Judas en su época podía hablar de «la fe» ―es decir, el contenido de la enseñanza de la fe cristiana― como «una vez para siempre entregada a los santos» (v. 3). Acerca de este versículo, F.F. Bruce comenta: «Por lo tanto, todas las pretensiones de transmitir una revelación adicional… son pretensiones falsas… tanto si estas pretensiones están plasmadas en libros que pretenden sustituir o complementar la Biblia, como si toman la forma de tradiciones extrabíblicas que son promulgadas como dogmas por la autoridad eclesiástica».[ii]
La cuestión del canon
Como hemos visto en las mismas Escrituras, «la fe que ha sido una vez dada a los santos» debe ser definida y circunscrita por la revelación de Dios tal como se encuentra particularmente en la Palabra escrita, desde la ley de Moisés hasta el depósito apostólico. La fe cristiana se define por toda la Escritura, pero solo por la Escritura. De las Escrituras no podemos añadir ni quitar nada (Dt 4:2; p. ej. Ap 22:18-19), no sea que nuestra doctrina y conducta se rijan por una norma defectuosa. Esto, entonces, nos lleva a la cuestión de qué obras literarias deben ser reconocidas como la palabra de Dios; la cuestión del «canon». La palabra «canon» denota una vara utilizada para medir (definir) las cosas. En el contexto de la discusión teológica, «el canon» es el término utilizado para nombrar esa lista establecida de escritos autorizados que son la regla de fe y vida para el pueblo de Dios.
La idea de un canon ―un conjunto de escritos con una autoridad divina única para el pueblo de Dios― se remonta a los comienzos de la historia de Israel. En el arca del pacto, situada en el lugar santísimo del tabernáculo, se colocó un documento del pacto que definía la forma correcta de entender a Dios, la redención y la vida, apartándolo así de las palabras y opiniones de los hombres. Además, la noción de canon es el fundamento teológico de la fe cristiana. Sin palabras reveladas disponibles para el pueblo de Dios, no habría ejercicio del Señorío de Dios sobre nosotros como siervos, y no habría promesa segura de Dios Salvador de salvarnos como pecadores.
La naturaleza de la canonicidad se distingue de su reconocimiento
¿Qué libros constituyen propiamente el canon de la iglesia? Al responder a esta pregunta, es imperativo que no confundamos la naturaleza del canon con el reconocimiento de ciertos escritos como canónicos. La autoridad legítima de los libros canónicos existe independientemente de su reconocimiento personal como autoridad por parte de cualquier individuo o grupo. La naturaleza (o fundamento) de la canonicidad es, pues, lógicamente distinta de la historia (o reconocimiento) de la canonicidad.
Es la inspiración de un libro lo que le confiere autoridad, no la aceptación o el reconocimiento humanos del libro. Si Dios ha hablado, lo que dice es divino en sí mismo, independientemente de la respuesta humana a ello. No se «convierte en divino» por el reconocimiento humano de él.
En consecuencia, el canon no es producto de la iglesia cristiana. La iglesia no tiene autoridad para controlar, crear o definir la Palabra de Dios. Más bien, el canon controla, crea y define la iglesia de Cristo: «…siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre… Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada» (1P 1:23-25).
Cuando entendemos esto, podemos ver cuán erróneo es suponer que la iglesia corporativa, en algún concilio de sus líderes, votó ciertos documentos y los constituyó en el canon. La iglesia no puede posteriormente atribuir autoridad a ciertos escritos. Simplemente puede recibirlos como la Palabra revelada de Dios que, como tal, siempre ha sido el canon de la iglesia. La autoridad es inherente a esos escritos desde el principio, y la iglesia simplemente confiesa que este es el caso.
El canon no es idéntico a la revelación especial
Para que un libro sea considerado canónico, es necesario que sea inspirado. Sin embargo, aunque la inspiración es una condición necesaria para la canonicidad, no es suficiente. De lo contrario, toda la revelación especial (verbal) de Dios constituiría el canon de la iglesia; sin embargo, esto no es así, como podemos ver por un par de razones.
En primer lugar, recordemos que no toda la revelación especial se dio en forma escrita o se puso por escrito posteriormente (p. ej., muchos discursos de Jesús mientras estaba en la tierra, Jn 21:25; revelaciones privadas a los apóstoles, 2Co 12:4,7; Ap 10:4; mensajes inéditos de los profetas del Nuevo Testamento, 1Co 12:28).
En segundo lugar, debemos notar que no todos esos mensajes inspirados que fueron reducidos a la escritura han sido preservados por la providencia de Dios para uso de su pueblo a través de la historia, tales como «Las Guerras de Jehová», «El Libro de Asher», la carta previa de Pablo a los Corintios, etc. (cf., Nm 21:14; Jos 10:13; 2Cr 9:29; 12:15; 1Co 5:9; 2Co 2:4;7:8). Por lo tanto, deberíamos decir con mayor precisión que el canon de la iglesia cristiana está constituido por aquellos escritos inspirados que Dios ha preservado para su pueblo en todas las épocas subsiguientes.
La inspiración es auto comprobable y auto consistente
La Escritura nos enseña que solo Dios es adecuado para dar testimonio de sí mismo. No hay ninguna persona o poder creado que esté en posición de juzgar o verificar la palabra de Dios. De esta manera: «cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no pudiendo jurar por otro mayor, juró por Sí mismo…» (Heb 6:13).
En consecuencia, los hombres no están cualificados ni autorizados para decir lo que se puede esperar que Dios revele o lo que puede contar como su comunicación. Por eso la Escritura distingue tan tajantemente entre «las palabras enseñadas por sabiduría humana» y «las que enseña el Espíritu» (1Co 2:13). No se puede confiar en la sabiduría del hombre para juzgar la sabiduría de Dios (1Co 1:20-25). De hecho, en su condición natural, la mente del hombre siempre fallará en recibir las palabras del Espíritu de Dios: «el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios… no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente» (1Co 2:14).
Únicamente Dios puede identificar su propia palabra. Por tanto, la Palabra de Dios debe atestiguarse a sí misma, debe dar testimonio de su propio carácter y origen divinos. «Ni tenéis su palabra morando en vosotros, porque a quien Él envió, vosotros no creéis. Escudriñad las Escrituras…, y ellas son las que dan testimonio de Mí» (Jn 5:38-39).
A lo largo de la historia de la redención, Dios ha dirigido a su pueblo para que encuentre su mensaje y sus palabras en forma escrita. De hecho, Dios mismo proporcionó el prototipo de revelación escrita cuando entregó las tablas de la Ley en el monte Sinaí. Y cuando Dios habló posteriormente por su Espíritu a través de mensajeros escogidos (2P 1:21), sus palabras se caracterizaron por una autoridad auto reivindicadora. Es decir, su mensaje evidenciaba que hablaban en nombre de Dios, tanto si la afirmación era explícita (p. ej., «Así dice el Señor…») como implícita (el poder o la exigencia de su mensaje como palabra del Señor de la alianza: p. ej., Mt 7:28-29).
Además, sus mensajes eran necesariamente coherentes entre sí. Una auténtica pretensión de inspiración por parte de una obra literaria implicaba mínimamente coherencia con cualquier otro libro revelado por Dios, ya que Dios no miente («…es imposible que Dios mienta», Heb 6:18) y no se contradice («Mas como Dios es fiel, nuestra palabra a vosotros no es Sí y No», 2Co 1:18). Por lo tanto, siempre se puede contar con que una palabra genuina de Dios concuerde con una revelación dada anteriormente, como se exige en Deuteronomio 13:1-5: «Cuando se levantare en medio de ti profeta…, diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos…, no darás oído a las palabras de tal profeta…; en pos de Jehová vuestro Dios andaréis, y a él temeréis, guardaréis sus mandamientos, y escuchareis su voz».
Los judíos del Antiguo Testamento tenían que cuidarse de los falsos profetas, y la misma precaución era necesaria en los primeros días de la iglesia del Nuevo Testamento a causa de los mensajes engañosos de los falsos maestros, palabras que no habían sido reveladas por Dios. Por ejemplo, Pablo dice «Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema» (Gal 1:9). Las cartas «apostólicas» espurias a veces circulaban y perturbaban a la iglesia primitiva, como vemos en las palabras de Pablo: «… ni os conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera nuestra» (2Ts 2:2).
Era necesario instruir a la iglesia para que «no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo» (1Jn 4:1). Y el criterio para juzgar era la coherencia con la revelación previa, ya fuera el Antiguo Testamento (p. ej., «Y éstos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra [de Pablo] con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras [del Antiguo Testamento] para ver si estas cosas eran así», Hch 17:11) o la enseñanza de los apóstoles (p. ej., 1Jn 4:2-3; Gal 1:9).
La persuasión del Espíritu
La auto atribución de la Escritura como Palabra de Dios la hace objetivamente autoritativa en sí misma, pero tal autoridad no será recibida subjetivamente sin un cambio interno y espiritual en el hombre. El Espíritu Santo debe abrir nuestros ojos pecaminosos y darnos convicción personal respecto al auto testimonio de la Escritura: «No hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido» (1Co 2:12).
Debemos tener especial cuidado de no confundir esto con el subjetivismo, que es en última instancia relativista. El testimonio interno del Espíritu Santo no se sostiene por sí mismo ni opera en el vacío; debe ir en equipo con el auto testimonio objetivo de las propias Escrituras.
Además, esta obra del Espíritu no es una cuestión individual o idiosincrásica, como si el testimonio interno operara únicamente sobre una persona por sí misma. Por lo tanto, es la iglesia corporativa, no los disidentes religiosos místicos, la que reconoce ―a través del ministerio interno y misericordioso del Espíritu― que el auto testimonio objetivo de las Escrituras es genuino.
El Canon establecido históricamente bajo la providencia de Dios
Aquellas obras que Dios entregó a su pueblo para su canon siempre recibieron reconocimiento inmediato como inspiradas, al menos por una parte de la Iglesia (por ejemplo, Dt 31:24-26; Jos 24:25; 1 S 10:25; Dn 9:2; 1Co 14:37; 1Ts 2:13; 5:27; 2Ts 3:14; 2P 3:15-16), y la intención de Dios era que esos escritos recibieran el reconocimiento de la iglesia en su conjunto (p. ej., Col 4:16; Ap 1:4). El discernimiento espiritual de los escritos inspirados por Dios por parte de la iglesia corporativa fue, por supuesto, a veces un proceso y una lucha prolongados. Esto se debe al hecho de que el mundo antiguo disponía de medios de comunicación y transporte lentos (por lo que las epístolas tardaban algún tiempo en circular), unido a la comprensible cautela de la iglesia ante la amenaza de los falsos maestros (lo que producía diálogo y debate en el camino para lograr una sola mentalidad).
Las evidencias históricas indican que, incluso con las dificultades mencionadas, los cánones del Antiguo y Nuevo Testamento estaban sustancialmente reconocidos y ya establecidos en la iglesia cristiana a finales del siglo II.[iii] Sin embargo, hay razones bíblicas y teológicas adecuadas para creer que el canon de las Escrituras estaba esencialmente establecido incluso en los primeros días de la iglesia.
En la época de Jesús ya existía un conjunto bien definido de literatura pactual que, bajo la influencia de los profetas del Antiguo Testamento, se reconocía como definitoria y controladora de la fe genuina. Cuando Jesús o los apóstoles apelaban simplemente a «las Escrituras» contra sus oponentes judíos, no hay sugerencia alguna de que la identidad y los límites de tales escritos fueran vagos o estuvieran en disputa. La confirmación del contenido del canon judío se encuentra hacia finales del siglo I en los escritos de Josefo (el historiador judío) y entre los rabinos de Jamnia.
La iglesia del Nuevo Testamento reconoció la autoridad canónica de este corpus del Antiguo Testamento, señalando que «…ni una jota ni una tilde» (Mt 5:18) en «la ley de Moisés, en los profetas y los salmos» (Lc 24:44) fue cuestionada o repudiada por nuestro Señor. Su plena sumisión a ese canon era evidente por el hecho de que declaró que «la Escritura no puede ser quebrantada» (Jn 10:35). Como dijo Pablo más tarde «las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron» (Ro 15:4).
El canon judío tradicional se dividía en tres secciones (la Ley, los profetas y los escritos), y una característica inusual de la última sección era la inclusión de Crónicas fuera del orden histórico, situándolo después de Esdras-Nehemías y convirtiéndolo en el último libro del canon. A la luz de esto, las palabras de Jesús en Lucas 11:50-51 reflejan el carácter establecido del canon judío (con su orden peculiar) ya en su época. Cristo utiliza la expresión «desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías», que parece problemática, ya que Zacarías no fue cronológicamente el último mártir mencionado en la Biblia (cf. Jer 26:20-23). Sin embargo, Zacarías es el último mártir del Antiguo Testamento según el orden canónico judío (cf. 2Cr 24:20-22), lo que al parecer reconocieron Jesús y sus oyentes.
En cuanto al Nuevo Testamento, las palabras del pacto de Cristo ―que determinan nuestras vidas y destinos (p. ej., Jn 5:38-40; 8:31; 12:48-50; 14:15, 23-24)― nos han sido transmitidas fielmente por los apóstoles de Cristo mediante el poder del Espíritu Santo: «Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14:26; cf. 15:26-27; 14:16-17; 16:13-15).
El concepto mismo de «apóstol» en la jurisprudencia judía era el de un hombre que en nombre de otro podía aparecer con autoridad y hablar en nombre de ese otro hombre (por ejemplo, «el apóstol de una persona es como esta misma persona», se decía). En consecuencia, Jesús dijo a sus apóstoles: «El que a vosotros recibe, a mí me recibe y el que me recibe a mí recibe al que me envió» (Mt 10:40). Y por medio de estos apóstoles prometió «edificar mi iglesia» (Mt 16:18).
Sabemos que de este modo surgió un cuerpo de literatura neotestamentaria que la iglesia, «edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo» (Ef 2:20), llegó a reconocer como la propia palabra de Dios, siendo el canon de su relación pactual con Él. Este reconocimiento se remonta a los días de los propios apóstoles, quienes o bien identificaban sus propias obras como canónicas (p. ej., Gal 1:1, 11-12; 1Co 14:37), o bien verificaban la autoridad canónica de las obras de otros apóstoles (p. ej., 2P 3:16) y escritores (p. ej., 1Ti 5:18, citando Lc 10:7).
Pero, independientemente de que un apóstol prestara especial atención a cada uno de ellos, los libros del Nuevo Testamento llegaron a ser considerados como lo que eran: la revelación de Jesucristo a través de sus mensajeros elegidos. Es en este cuerpo de literatura donde el pueblo de Dios discierne la palabra autorizada de su Señor; como dijo Jesús: «Mis ovejas oyen mi voz…y me siguen» (Jn 10:27).
Para recapitular: sabemos por la Palabra de Dios que: (1) la iglesia del Nuevo Pacto reconoció el canon permanente del Antiguo Testamento, y (2) que el Señor quiso que la iglesia del Nuevo Pacto se edificara sobre la palabra de los apóstoles, llegando así a reconocer la literatura canónica del Nuevo Testamento. A estas premisas podemos añadir la convicción: (3) de que toda la historia está regida por la providencia de Dios («…conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad», Ef. 1:11). Así pues, confiando en la promesa de Cristo de que Él edificaría su iglesia, y confiando en la soberanía controladora de Dios, podemos estar seguros de que el reconocimiento del canon ordenado por Dios se cumpliría providencialmente, lo cual, en retrospectiva, es ahora una cuestión de registro histórico.
Pensar lo contrario sería, en efecto, privar a la Iglesia cristiana de la palabra segura de Dios. Y eso, a su vez; (a) socavaría la confianza en el Evangelio, en contra de la promesa de Dios y de nuestra necesidad espiritual, y (b) nos privaría de la condición filosófica previa de cualquier conocimiento, condenándonos (en principio) al escepticismo más absoluto.
La aplicación de la canonicidad
En los términos de la discusión anterior, entonces, ¿qué debemos hacer con la decisión católica romana en 1546 (el Concilio de Trento) de aceptar como canónicos los libros apócrifos de «Tobías», «Judit», «Sabiduría», «Eclesiástico», «Baruc», «1 Macabeos» y «2 Macabeos»?
Tales libros no reclaman para sí la máxima autoridad divina. Considere la audacia de los escritos de Pablo («si alguno se cree profeta, o espiritual, reconozca que lo que escribo son mandamientos del Señor», 1Co 14:37-38; si alguien «anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema», Gal 1:8). Luego contrasta el tono inseguro del autor de 2 Macabeos: «si es mediocre y sin valor, solo eso fue lo que pude hacer» (15:38). Además, cuando el autor relata que Judas animó con confianza a sus tropas, esa audacia procedía «de la ley y los profetas» (15:9), como si para él y sus lectores se tratara ya de un corpus literario reconocido y con autoridad. (Esto se refleja también en el prólogo al Eclesiástico). 1 Macabeos 9:27 reconoce el tiempo pasado en que «desaparecieron los profetas» entre los judíos.
Los antiguos judíos, a quienes fue confiada la «Palabra de Dios» (Ro 3:2), nunca aceptaron estos libros apócrifos como parte del canon inspirado; y todavía no lo hacen hasta el día de hoy.[iv] Josefo habla del número de libros judíos que son divinamente dignos de confianza, sin dejar lugar para los libros apócrifos. Josefo expresó la perspectiva judía común cuando dijo que los profetas escribieron desde la época de Moisés hasta la de Artajerjes, y que ningún escrito desde entonces tenía la misma autoridad. El Talmud judío enseña que el Espíritu Santo partió de Israel después de la época de Malaquías. Ahora bien, tanto Artajerjes como Malaquías vivieron unos cuatro siglos antes de Cristo, mientras que los libros de los apócrifos fueron compuestos alrededor de dos siglos antes de Cristo.
Cuando Cristo vino, ni Él ni los apóstoles citaron jamás los libros apócrifos como si tuvieran autoridad. A lo largo de la historia de la iglesia primitiva, la aceptación de los apócrifos no fue más que irregular, incoherente y de importancia ambigua; en resumidas cuentas, los libros nunca se ganaron el respeto universal y el reconocimiento claro de que tenían el mismo peso y autoridad que la mismísima Palabra de Dios.
El primer escritor cristiano primitivo que abordó explícitamente la cuestión de una lista precisa de los libros del Antiguo pacto fue Melitón (obispo de Sardis, hacia 170 d.C.), y no acepta ninguno de los libros apócrifos. Atanasio rechazó abiertamente Tobit, Judit y Sabiduría, diciendo de ellos: «en aras de una mayor exactitud… hay otros libros fuera de estos [que acabamos de enumerar] que no están incluidos en el canon» (39ª Carta Festal, 367 d.C.).[v]
El erudito Jerónimo fue el principal traductor de la Vulgata latina (que el catolicismo romano decretó más tarde como la última autoridad para determinar la doctrina). Hacia el año 395 d.C., Jerónimo enumeró los libros de la Biblia hebrea, diciendo que «todo lo que caiga fuera de éstos debe ser apartado entre los apócrifos». Luego enumera libros ahora aceptados por la iglesia católica romana y dice categóricamente que «no están en el canon». Más tarde escribió que tales libros se leen «para edificación del pueblo, pero no para establecer la autoridad de los dogmas eclesiásticos». Del mismo modo, muchos años después (hacia 1140 d.C.), Hugo de San Víctor enumera los «libros de la Sagrada Escritura», añadiendo «existen también en el Antiguo Testamento otros libros que se leen [en la iglesia] pero que no están inscritos… en el canon de autoridad»; aquí enumera libros apócrifos.
Los libros apócrifos eran a veces muy apreciados o citados por su antigüedad o por su valor histórico, moral o literario[vi], pero la distancia conceptual entre «valioso» y «divinamente inspirado» es considerable.
Así, la versión de la Biblia en inglés de Wycliffe de 1395 incluía los apócrifos y elogiaba el libro de Tobías en particular, aunque también reconocía que Tobías «no es de fe», es decir, no pertenece a la misma clase de libros inspirados que pueden utilizarse para confirmar la doctrina cristiana. Del mismo modo, los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia de Inglaterra (1562) nombran los libros canónicos de la Escritura en una clase separada, y luego introduce una lista de libros apócrifos diciendo: «Y los otros libros que la iglesia lee como ejemplo de vida… pero no los aplica para establecer ninguna doctrina».[vii] Esta es también la actitud de la mayoría de los eruditos católicos romanos de hoy, que consideran los libros de los apócrifos solo como «deuterocanónicos» (de autoridad secundaria).[viii]
Las iglesias protestantes nunca han recibido estos escritos como canónicos, aunque a veces se han reimpreso por su valor histórico. Incluso algunos eruditos católicos romanos durante el período de la Reforma disputaron el estatus canónico de los libros apócrifos, que fueron aceptados (en esta fecha tardía) al parecer por su utilidad para oponerse a Lutero y a los reformadores, es decir, con fines contemporáneos y políticos, más que con los teológicos e históricos de nuestra discusión anterior.
Por último, los libros apócrifos abundan en errores doctrinales, éticos e históricos. Por ejemplo, Tobit afirma haber estado vivo cuando Jeroboam se rebeló (931 a.C.) y cuando Asiria conquistó Israel (722 a.C.), ¡a pesar de que su vida sólo duró 158 años en total (Tobías 1:3-5; 14:11)! Judit identifica erróneamente a Nabucodonosor como rey de los asirios (1:1,7). ¡Tobías aprueba el uso supersticioso del hígado de pescado para ahuyentar a los demonios (6:6, 7)!
Los errores teológicos son igualmente significativos. La Sabiduría de Salomón enseña la creación del mundo a partir de materia preexistente (7:17). 2 Macabeos enseña oraciones por los muertos (12:45-46), y Tobías enseña la salvación por la buena obra de dar limosna (12:9); muy al contrario de la Escritura inspirada (como Jn 1:3; 2 S 12:19; Heb 9:27; Ro 4:5; Gal 3:11).
La conclusión a la que llegamos es que los libros del «Apocrypha» católico romano no demuestran las marcas características de inspiración y autoridad. No son auto comprobables, sino que contradicen la Palabra de Dios en otros lugares. No fueron reconocidos por el pueblo de Dios desde el principio como inspirados y nunca han obtenido la aceptación de la iglesia universal como comunicadores de la plena autoridad de la propia Palabra de Dios. Debemos estar de acuerdo con la Confesión de Westminster, cuando dice: «Los libros comúnmente llamados apócrifos, no siendo de inspiración divina, no son parte del canon de las Escrituras; y, por lo tanto, no tienen autoridad en la iglesia de Dios, ni deben ser aprobados o usados de otra manera que otros escritos humanos» (I,3).
[i] El error teológico de creer que la revelación especial, verbal o cuasi revelación continuó más allá del tiempo de los apóstoles es cometido tanto por los católicos romanos (imputando autoridad inspirada a las «interpretaciones» papales y a la tradición no escrita) como por los carismáticos (enseñando que las lenguas y la profecía son dones que deben esperarse durante toda la vida de la Iglesia). Tanto el oficio de apóstol como los dones que acompañaban el ministerio de los apóstoles (cf. 2Co 12:12; Heb 2:3-4) estaban destinados a ser temporales, confinados a la fundación de la Iglesia. Para ser apóstol se requería ser testigo de Cristo resucitado (Hch 1:22; v.g. 1Co 9:1) y ser comisionado directamente por Él (Gal 1:1), restringiendo así el oficio apostólico a la primera generación de la Iglesia. Pablo indicó que él era el último de los apóstoles (1Co 15:7-9); a su sucesor, Timoteo, nunca se le da ese título. Por las epístolas posteriores del Nuevo Testamento no tenemos más mención o discusión de los dones de revelación como lenguas y profecía, porque con la terminación (llevando a su fin o «perfección») de lo que era «parcial» ―a saber, el proceso de revelación― los dones de revelación temporales de lenguas y profecía tenían que «cesar» (1Co 13:8-10).
[ii] Bruce, F.F., The Defence of the Gospel in the New Testament, (Grand Rapids: Eerdmans, 1959), p. 80.
[iii] Para un buen análisis de las pruebas, véase Bruce Metzger, The Canon of the New Testament, (Nueva York: Oxford Univ. Press, 1987).
[iv] Hay fragmentos de tres libros apócrifos entre los textos de Qumrán, pero no hay pruebas de que fueran considerados canónicos ni siquiera por la secta que los produjo. Tampoco Filón da muestras de aceptarlos. A veces se apela a la versión griega del Antiguo Testamento (la «Septuaginta») para sugerir que «el canon de los judíos alejandrinos era más completo». F.F. Bruce continúa diciendo: «No hay pruebas de que esto fuera así: de hecho, no hay pruebas de que los judíos alejandrinos promulgaran nunca un canon de las Escrituras» (Canon, pp. 44-45). De hecho, los manuscritos de la Septuaginta que poseemos fueron producidos por cristianos mucho más tarde, y los manuscritos existentes difieren entre sí, algunos excluyendo libros de los apócrifos que Roma aceptaba, mientras que otros incluían libros apócrifos que incluso Roma negaba.
[v] Quienes estudian la historia de la canonicidad tropezarán mal si no prestan atención al uso variable e inestable de los términos en este momento de la historia de la Iglesia (finales del siglo IV). Por ejemplo, el propio término «apócrifo» tiene un significado diferente entre Atanasio y Jerónimo. Atanasio hablaba de tres categorías de libros: canónicos, edificantes y «apócrifos», es decir, obras heréticas que debían evitarse por completo. Jerónimo, por su parte, utilizó el término «apócrifo» para la segunda categoría de libros, los edificantes (y Rufino los denominó «eclesiásticos», ya que podían leerse en la iglesia). Lo mismo ocurre con el uso primitivo del término «canon». Atanasio parece ser el primero en utilizarlo en el sentido estricto que lo hacemos hoy; naturalmente, tal uso no fue inculcado inmediatamente por todos los escritores. A veces «canónico» se utilizaba de forma amplia e indiscriminada para incluir lo que otros autores delimitaban más cuidadosamente como los libros de máxima autoridad inspirada (la norma de la Iglesia: el «canon»), así como los libros edificantes o «eclesiásticos» que podían leerse en la Iglesia. Lo vemos, por ejemplo, en el tercer concilio provincial (no ecuménico) de Cartago en 397, que identifica explícitamente «los escritos canónicos» con lo que «debe leerse en la iglesia», e incluye las obras consideradas «edificantes» por Atanasio o «apócrifas» por Jerónimo. Los eruditos católicos romanos contemporáneos reconocen el uso variable del término «canónico» hablando de los libros apócrifos como «deuterocanónicos».
[vi] Los apologistas católicos romanos a veces llegan a conclusiones canónicas por el simple hecho de que los libros apócrifos fueron copiados e incluidos en manuscritos antiguos o por el hecho de que un autor se base en ellos. Pero, obviamente, un escritor puede citar algo de una obra que toma por verdadera sin atribuirle por ello autoridad de buceo (por ejemplo, Pablo citando a un escritor pagano en 1Co 15:33).
[vii] Los apologistas católicos romanos a menudo malinterpretan el rechazo protestante de los apócrifos, pensando que ello implica no tener ningún respeto o uso por estos libros. El propio Calvino escribió: «Sin embargo, no soy de los que desaprueban totalmente la lectura de esos libros»; su objeción era «colocar a los apócrifos en el mismo rango» que la Escritura inspirada («Antídoto» al Concilio de Trento, pp. 67,68). Del mismo modo, Lutero colocó los Apócrifos en un apéndice del Antiguo Testamento en su Biblia alemana, describiéndolos en el título como «libros que no deben ser tenidos por iguales a la Sagrada Escritura, pero que son útiles y buenos para leer».
[viii] La historia precedente y las citas relativas al canon pueden consultarse en F.F. Bruce, The Canon of Scripture, passim.