Evaluando el premilenialismo 4
CORNELIS P. VENEMA
Israel y la iglesia
Hemos señalado con frecuencia que uno de los principales principios del premilenialismo dispensacional es la estricta separación entre el pueblo terrenal de Dios, Israel, y su pueblo celestial, la iglesia. Incluso se podría argumentar que esta separación entre Israel y la iglesia es el principio fundamental del dispensacionalismo clásico, a diferencia del dispensacionalismo «progresista». De esta separación entre un pueblo terrenal y otro espiritual se deriva otra característica básica del dispensacionalismo, que consideraremos en una sección posterior de este capítulo: su insistencia en una lectura literalista de la Biblia. En realidad, esto se deriva de la insistencia del dispensacionalismo clásico en que las promesas del Señor a su pueblo terrenal, Israel, deben interpretarse de forma estrictamente literal y no figurativa o espiritual. Además, entre las siete dispensaciones distintas, las más importantes desde el punto de vista del futuro son las que reflejan esta separación entre Israel y la iglesia. Las primeras dispensaciones de la conciencia y el gobierno humanos, por ejemplo, solamente tienen un interés pasajero en el esquema general del dispensacionalismo.
I. La distinción entre Israel y la iglesia
Antes de someter a evaluación bíblica la distinción dispensacional entre Israel y la iglesia, es necesario hacer un breve resumen de los rasgos básicos de esta separación. Las siguientes notas de la Scofield Reference Bible original articulan claramente estas características:
«Haré de ti una gran nación». Cumplida de tres maneras: (a) En una posteridad natural ― «como el polvo de la tierra» (Gn 13:16; Jn 8:37), es decir, el pueblo hebreo. (b) En una posteridad espiritual ― «mira ahora los cielos… así será tu descendencia» (Jn 8:39; Ro 4:16-17; 9:7-8; Gal 3:6,7,29), es decir, todos los hombres de fe, ya sean judíos o gentiles. (c) Cumplido también por medio de Ismael (Gn 17:18-20) [sic].[1]
El cristiano es de la simiente celestial de Abraham (Gn 15:5-6, Gal 3:29), y participa de las bendiciones espirituales del pacto Abrahámico (Gn 15:18, nota); pero Israel como nación siempre tiene su propio lugar, y aún ha de tener su mayor exaltación como pueblo terrenal de Dios.[2]
Como indican estas notas, el dispensacionalismo clásico considera que los propósitos de Dios en la historia son dobles y corresponden a estos dos pueblos distintos, uno terrenal y otro celestial. El trato dispensacional de Dios con estos dos pueblos tiene en vista dos fines bien distintos: la salvación de un pueblo terrenal que se consuma en un reino eterno sobre la tierra nueva, y la salvación de un pueblo celestial que se consuma en un reino eterno en los cielos nuevos. Así, del mismo modo que Dios tiene dos pueblos y programas de salvación distintos en la historia, tiene en mente dos destinos eternos muy distintos. La línea de separación que mantiene separados a Israel y a la iglesia en la historia continuará en el estado final, en el que las naturalezas terrenal y celestial de estos pueblos corresponderán a bendiciones de salvación que son distintivamente terrenales y celestiales.
Esta separación entre Israel y la iglesia se corresponde con el énfasis del dispensacionalismo en una comprensión literal de las profecías del Antiguo Testamento, por un lado, y el contraste entre la actual «era de la Iglesia y la venidera «era del Reino» o milenio, por el otro. Las profecías del Antiguo Testamento, en la medida en que se dirigen al pueblo terrenal de Dios, Israel, deben entenderse en su sentido literal o terrenal. Una promesa de posesión de la tierra, por ejemplo, debe referirse a la tierra de Canaán. Una promesa de un templo restaurado debe referirse al templo de Jerusalén.
La era actual de la iglesia, porque representa los tratos de Dios con su pueblo celestial, también debe considerarse como un «paréntesis» de la historia, un período entre los tratos anteriores de Dios y sus tratos pronto reanudados con Israel en la era milenaria venidera. Durante la presente era de los tratos de Dios con la iglesia, sus tratos con Israel se han suspendido temporalmente, pero cuando llegue el momento del cumplimiento (precedido por el rapto), se cumplirán las promesas proféticas. Debido a que éstas estaban dirigidas a Israel, guardan silencio en su mayor parte respecto a los tratos de Dios con la iglesia, tratos comprendidos por el misterio que Dios había mantenido oculto hasta la era evangélica.
Aunque esto representa sólo un breve esbozo de la separación dispensacionalista clásica entre Israel y la iglesia, servirá como trasfondo para nuestra consideración de la pregunta: ¿Quién, según la enseñanza de la Biblia, es el «Israel de Dios»? ¿Dibuja realmente la Biblia esta línea de separación entre estos dos pueblos de Dios, Israel y la iglesia? Para responder a esta pregunta, tendremos que considerar varias características de la enseñanza bíblica sobre el Israel de Dios.
II. La iglesia no es un paréntesis
Sin embargo, la comprensión bíblica de la iglesia no puede cuadrar con esta concepción de la misma como un paréntesis. En el Nuevo Testamento, la iglesia se entiende comúnmente en continuidad directa con el pueblo de Dios del Antiguo Testamento; las imágenes utilizadas en el Antiguo Testamento para describir al pueblo del Señor se utilizan en el Nuevo Testamento para describir a la iglesia. La palabra del Nuevo Testamento para designar a la iglesia, ekklesia, es el equivalente de la palabra común del Antiguo Testamento, qahal, que significa «asamblea» o «reunión» del pueblo de Israel.[3] La iglesia del Nuevo Testamento también recibe el nombre de «templo» de Dios (1Co 3:16-17; Ef 2:21-22), evocando las imágenes y el simbolismo del Antiguo Testamento, en el que el templo se consideraba el lugar especial de la morada del Señor en medio de su pueblo. Del mismo modo que el templo era el lugar donde se establecía y experimentaba la comunión entre el Señor y su pueblo (a través de los ritos y ordenanzas de los sacrificios), la iglesia es el lugar de la morada del Señor por medio de su Espíritu Santo. En consecuencia, la iglesia también puede identificarse con Jerusalén, la ciudad de Dios, que está en lo alto y que comprende a creyentes de toda tribu, lengua y nación. En Hebreos 12:22-23, esto se afirma expresamente: «sino que os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos».
En lugar de ser considerada como una interrupción en los tratos de Dios con su pueblo, Israel, la iglesia del nuevo pacto es considerada como el cumplimiento de las promesas del Señor al pueblo de Dios del antiguo pacto. La gran promesa pactual hecha a Abraham fue que en su descendencia serían bendecidas todas las familias y todos los pueblos (Gn 12:3; 22:18). A lo largo del Antiguo Testamento, el trato del Señor con Israel nunca está aislado de sus promesas de redención para todas las naciones y pueblos de la tierra. Este tema de la salvación de las naciones está entretejido en todo el tejido del Antiguo Testamento, no solo en las disposiciones de la ley para la inclusión en la comunidad de Israel de extranjeros y forasteros,[4] sino también en el lenguaje explícito del Salterio, el libro de cánticos del culto de Israel, y en los profetas.
Los Salmos contienen referencias al propósito del Señor de reunir a las naciones en la comunidad de su pueblo. El Salmo 2 recoge el voto del Señor de conceder las naciones a su Hijo amado. El Salmo 22 habla de cómo «se acordarán, y se volverán a Jehová todos los confines de la tierra, y todas las familias de las naciones adorarán delante de ti» (v. 27). El Salmo 67 llama a todas las naciones a unirse a Israel para cantar las alabanzas de Dios. No son notas aisladas, sino que resuenan a lo largo de los Salmos. Además, en los profetas, muchas promesas hablan del día en que las naciones gentiles se unirán al pueblo de Israel en el servicio y la alabanza al Señor (por ejemplo, Is 45:22; 49:6; Mal 1:1).
La comprensión más sencilla del pueblo del Señor del Antiguo y del Nuevo Testamento reconoce que la iglesia es su pueblo del nuevo pacto, en comunión directa con Israel, su pueblo del antiguo pacto. Aunque históricamente la salvación puede ser para el judío en primer lugar y, en segundo lugar, también para el gentil (Ro 1:16), el Señor está reuniendo para sí en la historia a un solo pueblo, que comprende tanto al judío como al gentil. Sin embargo, para que esto no parezca una conclusión prematura basada en una consideración inadecuada del material bíblico, pasamos ahora a otras consideraciones bíblicas.
III. El reino no se pospone
Estrechamente vinculada a la idea de que la iglesia es un paréntesis en la historia está la afirmación dispensacionalista de que los tratos de Dios con Israel han sido pospuestos durante el tiempo presente. Se enseña que debido a que los judíos no lo recibieron como su Mesías y Rey prometido, Jesús aplazó el establecimiento del reino, la manifestación terrenal de la salvación de Dios a los judíos, hasta después de la dispensación del Evangelio a los gentiles. Esta idea del aplazamiento del reino tiene varios problemas.
En primer lugar, sugiere que la iglesia es una idea tardía en el plan y los propósitos de Dios. Esta visión de la historia parece enseñar que Cristo vio frustrado su propósito original de establecer el reino davídico para Israel y se vio obligado a ajustar en consecuencia el programa divino de redención. Sin embargo, tal sugerencia no es coherente ni con la presentación bíblica de la soberanía de Dios sobre la historia ni con la visión bíblica de la iglesia.
La gran comisión de Cristo a sus discípulos (Mt 28:16-20), cumple su declaración anterior sobre la iglesia que Él edificará, contra la cual no prevalecerán las puertas del Hades (Mt 16:18-19). Lejos de ser una idea tardía o un proyecto provisional, la iglesia se describe en estos pasajes como la realización y el interés centrales del Señor Jesucristo en la historia. De hecho, esta iglesia que está siendo reunida de entre todas las naciones, solo puede entenderse como un cumplimiento de las promesas que Dios hizo al Hijo de David, a quien se le darían las naciones como su legítima herencia (véase Sal 2:8). Por consiguiente, cuando el apóstol Pablo describe la iglesia de Jesucristo, puede hablar de ella como la «plenitud de aquel que todo lo llena en todo» (Ef 1:22-23), a través de la cual se da a conocer la multiforme sabiduría de Dios «según el propósito eterno que hizo en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Ef 3:8-11). Ninguna de estas descripciones de la iglesia sugiere que sea menos que el foco central y el instrumento a través del cual se realiza el propósito final de la redención de Dios en la historia.
En segundo lugar, la idea dispensacionalista de un aplazamiento del reino se basa en una lectura errónea de los relatos evangélicos de la predicación del reino por parte de Cristo. Aunque es cierto que muchos de los judíos de la época de Jesús lo rechazaron como Mesías, no hay que olvidar que Jesús mismo nació entre el pueblo judío ― ¡y es un miembro, de hecho, el miembro más importante, de la Iglesia! ― y que muchos de los judíos respondieron a Él con fe y arrepentimiento, aunque su proclamación de la naturaleza de este reino no siempre coincidiera con las expectativas de muchos de ellos.
No debe pasarse por alto, por ejemplo, que los doce discípulos, el núcleo de la iglesia del Nuevo Testamento, procedían todos del pueblo judío. En el relato de los Hechos sobre el crecimiento de la iglesia primitiva, se pone claramente de manifiesto el modelo de «primero al judío y luego al gentil». Aunque algunos miembros de la comunidad cristiana judía se resistieron a la inclusión de creyentes gentiles, está claro que la obra de Cristo a través de sus apóstoles estaba dirigida a la salvación de judíos y gentiles por igual. Cristo y sus apóstoles predicaron el Evangelio del reino (por ejemplo, Hch 20:28), un reino que Cristo proclamó que estaba «entre ellos» (Mt 12:28) y que se construiría mediante la predicación del Evangelio (Mt 16:19). La idea de que Cristo ofreció el reino a los judíos, solamente para que lo rechazaran, se contradice con estas realidades y con el propio testimonio de Cristo de que habían malinterpretado su reino (véase Jn 18:36). Si Cristo hubiera ofrecido el reino a los judíos, solo para que lo rechazaran, cabría esperar que esto se hubiera incluido entre los cargos presentados contra él en su juicio. Sin embargo, los relatos evangélicos no mencionan ninguna acusación de este tipo contra Él, es decir, que hubiera ofrecido establecer el reino entre ellos solo para que rechazaran su oferta.
En tercer lugar, la idea de un aplazamiento del reino implica que el sufrimiento y la crucifixión de Cristo podrían haberse retrasado, incluso haberse hecho innecesarios, si los judíos de su tiempo le hubieran recibido como su rey terrenal. Esto significa que la propia enseñanza de Cristo, de que primero debía sufrir y solo después entrar en su gloria, habría quedado invalidada (Lc 24:26). También significa que el testimonio uniforme de los Evangelios y epístolas del Nuevo Testamento, de que Cristo vino para obedecer la voluntad de su Padre, incluyendo su muerte en la cruz, se vería comprometido. Aunque los dispensacionalistas podrían intentar argumentar que la muerte de Cristo habría sido necesaria, incluso si su oferta del reino hubiera sido aceptada por sus compatriotas, parece difícil imaginar cómo podría haber ocurrido. Sin duda, el establecimiento de su reino terrenal habría mitigado cualquier necesidad de soportar el sufrimiento y la muerte en nombre de su pueblo.[5]
La mera sugerencia de que la muerte de Cristo fue el resultado de la incredulidad del pueblo judío contradice diversas enseñanzas del Nuevo Testamento. En los relatos evangélicos del sufrimiento y la muerte de Cristo, los evangelistas señalan con frecuencia que todo ocurrió para que se cumpliera lo que estaba escrito en las Escrituras (por ejemplo, Mt 16:23; 26:24,45,56). Tras su resurrección de entre los muertos, Cristo se vio obligado a reprender a los hombres de Emaús porque no creían en «todo lo que habían dicho los profetas». No comprendieron que «era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria» (Lc 24:25-26). El Evangelio de Juan atestigua con frecuencia que Jesucristo, el Verbo hecho carne, vino al mundo con el propósito expreso de cumplir la voluntad de su Padre, a saber, ser el «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (cf. 1:29; 2:4; 6:38; 7:6; 10:10-18; 12:27; 13:1-3;17).
El mismo énfasis en la muerte de Cristo como propósito de su venida se encuentra en el libro de los Hechos y en las epístolas del Nuevo Testamento. En su sermón de Pentecostés, el apóstol Pedro señala que Jesús fue «entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios» (Hch 2:23). Cuando el apóstol Pablo resume su Evangelio, habla de que «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras… y resucitó al tercer día según las Escrituras». El escritor a los Hebreos describe extensamente el modo en que la venida, el sacerdocio y el sacrificio de Cristo son el cumplimiento de los tipos y sombras del antiguo pacto. Cristo vino, escribe, «para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, a fin de expiar los pecados del pueblo» (2:17). En un pasaje sorprendente, este escritor también habla de Dios resucitando a Jesús de entre los muertos «por la sangre del pacto eterno» (13:20). Nada en esto es congenial con la opinión de que la muerte de Cristo fue ocasionada principalmente por la negativa del pueblo judío a reconocerlo como su rey terrenal.
Y, en cuarto lugar, la idea de que el reino ha sido pospuesto no se corresponde con la insistencia del Nuevo Testamento en que Cristo es ahora Rey y Señor de todo. En los relatos neotestamentarios de la muerte, resurrección y ascensión de Jesús, es evidente que Cristo ha sido instalado como Rey a la diestra del Padre.[6] Ejerce un gobierno como Mediador sobre todas las cosas por el bien de la iglesia. Este reinado de Cristo cumple, además, las promesas hechas a su padre David sobre la herencia de las naciones. Cuando el ángel Gabriel anunció el nacimiento de Cristo, declaró que «el Señor Dios le dará [al niño que nacerá de María] el trono de David su padre» (Lc 1:32).
Cuando Cristo ordenó a sus discípulos que fueran a hacer discípulos a todas las naciones, declaró: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mt 28:18). Pedro, en su sermón de Pentecostés, afirmó que con la resurrección de Jesús de entre los muertos, «toda la casa de Israel» debía reconocer que «Dios le ha hecho Señor y Cristo» (Hch 2:33-36). Cristo es el Rey davídico a quien se entregarán las naciones como su legítima herencia (véase Hch 4:24-26). O, como describe el apóstol Pablo al Señor, ha sido «declarado Hijo de Dios con poder… por la resurrección de entre los muertos» (Ro 1:4). A Cristo le ha sido dado todo gobierno, autoridad, poder y dominio (Ef 1:20-23; cf. Flp 2:9-11). Por tanto, «es preciso que reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies» (1Co 15:25).
A la luz de estos y otros pasajes que describen la realeza actual de Jesucristo el Hijo de David, parece erróneo distinguir tajantemente entre la era actual de la iglesia y la era futura del reino. Aunque la forma y la administración actuales del reino de Cristo no sean terrenales ni físicas en el sentido dispensacionalista de estos términos, no se puede escapar a la enseñanza bíblica de que Cristo reina ahora sobre la tierra por medio de su Espíritu y su Palabra y manifiesta su reinado principalmente mediante la reunión de su iglesia de todas las tribus y pueblos de la tierra. Se hace un grave daño a la concepción bíblica del reinado de Cristo cuando el dispensacionalismo lo relega a algún período futuro durante el cual los tratos de Dios se dirigen estrechamente al pueblo terrenal de Dios, Israel.
IV. El único propósito de salvación de Dios para su pueblo
La razón básica por la que el dispensacionalismo habla erróneamente de la iglesia como un paréntesis en la historia y del aplazamiento del reino, es que no ve que Dios tiene un propósito de salvación para su pueblo en el antiguo y en el nuevo pacto. Contrariamente al punto de vista dispensacionalista, el Israel de Dios del antiguo pacto es un pueblo en continuidad directa con el pueblo de Dios, la iglesia de Jesucristo, del nuevo pacto. Israel y la iglesia son formas diferentes de referirse al único pueblo de Dios. Para decirlo de la forma más directa posible: Israel es la iglesia y la iglesia es Israel. Esto se puede ilustrar de varias maneras en el Nuevo Testamento.
En 1 Pedro 2:9-10, el apóstol ofrece un resumen de la iglesia del Nuevo Testamento. Escribiendo a los creyentes e iglesias dispersos por Asia Menor, Pedro define la iglesia del nuevo pacto en términos extraídos de las descripciones del antiguo pacto sobre el pueblo de Israel:
Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia.[7]
Lo notable de esta descripción de la iglesia es que la identifica con la terminología exacta utilizada en el Antiguo Testamento para describir al pueblo de Israel con el que el Señor pactó. La mejor lectura de este lenguaje lo toma literalmente para significar que la iglesia del nuevo pacto es completamente una con la iglesia del antiguo pacto. El Señor no tiene dos pueblos peculiares, dos naciones santas, dos sacerdocios reales, dos razas escogidas; solo tiene una, la iglesia de Jesucristo.
Del mismo modo, en Romanos 9-11, el apóstol Pablo revela los propósitos de redención de Dios en la salvación de los gentiles y, posteriormente, de todo Israel (Ro 11:25) de una manera que deja inequívocamente claro que el pueblo de Dios es uno, no dos.[8] Los dispensacionalistas sostienen que la salvación de todo Israel mencionada en Romanos 11:25 se refiere a la futura conversión nacional de Israel y a su restauración en la tierra de Palestina. Esta salvación ocurrirá en el contexto de la reanudación de los tratos de Dios con su pueblo terrenal, Israel.[9] El gran problema con esta lectura del argumento del apóstol Pablo en Romanos 9-11 es que el argumento depende de la más íntima interrelación entre el Israel elegido y los gentiles elegidos en los propósitos de redención de Dios.
La idea central del argumento en estos capítulos es que la incredulidad de muchos del pueblo de Israel ha sido en el propósito de Dios la ocasión para la conversión de la «plenitud de los gentiles». Sin embargo, esta conversión de la plenitud de los gentiles, bajo la bendición de Dios, provocará a su vez los celos de Israel y conducirá a la salvación de «todo Israel». No se menciona la restauración de la nación de Israel como entidad racial en la tierra de Palestina. Tampoco se dice nada sobre el establecimiento de una forma terrenal del reino davídico. Por el contrario, la salvación de todo el pueblo de Dios, judíos y gentiles por igual, se describe en términos de su pertenencia al único olivo, la iglesia de Jesucristo. Todos los que se salvan lo son por la fe en Jesucristo y se incorporan a la comunidad única de su iglesia. Este pasaje se opone rotundamente a la idea de la existencia de dos olivos separados o dos propósitos de salvación separados, uno presente para los gentiles y otro futuro para los judíos.
Así, en el relato del crecimiento de la iglesia en el libro de los Hechos, los primeros miembros de la iglesia procedían predominantemente, aunque no exclusivamente, del pueblo judío. De hecho, la incorporación de creyentes gentiles a la comunidad única de la iglesia se resistió considerablemente en un principio. Resulta especialmente sorprendente, por tanto, leer el relato de la predicación del apóstol Pablo en la sinagoga (¡fíjese bien!) de Antioquía. En su predicación, el apóstol Pablo anuncia que las «misericordias fieles de David» se están cumpliendo mediante la proclamación del Evangelio del perdón de los pecados en Jesucristo. En este sermón, el apóstol declara que Jesús es el Rey y Salvador davídico prometido, a través del cual las bendiciones prometidas a los padres se están realizando ahora en la comunidad de los que creen. No podría imaginarse una identificación más clara de los propósitos de Dios con Israel a través de David y su Hijo, y sus propósitos con la iglesia a través de Jesucristo. Las palabras de este sermón hablan por sí solas:
Y nosotros también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres, la cual Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando a Jesús; como está escrito también en el salmo segundo: Mi hijo eres tú, yo te he engendrado hoy. Y en cuanto a que le levantó de los muertos para nunca más volver a corrupción, lo dijo así: Os daré las misericordias fieles de David (Hch 13:32-34).[10]
En estos aspectos, así como en los anteriormente mencionados, es evidente que el propósito de la redención de Dios en la historia es reunir a un solo pueblo, todos los cuales son descendientes espirituales de Abraham (Gal 3:28-29), el padre de todos los creyentes. El Señor tiene un solo pueblo, no dos. De hecho, su propósito es unir a este pueblo en la unidad más perfecta (Ef 2:14), no dejarlo separado para siempre en Israel y la iglesia.
V. ¿Quién pertenece al «Israel de Dios» (Gal 6:16)?
Además de la fuerza acumulativa de los puntos precedentes contra el punto de vista dispensacionalista de una separación entre Israel y la iglesia, un texto por sí mismo refuta suficientemente esta posición: y es Gálatas 6:15-16. Concluiremos esta parte de nuestra evaluación del dispensacionalismo con una consideración de este texto.
Estos versículos se encuentran hacia el final de la epístola a los Gálatas, y se basan en muchos de los énfasis expuestos anteriormente. El apóstol Pablo hace esta declaración solemne y arrolladora: «Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación. Y a todos los que anden conforme a esta regla, paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios». En Gálatas, está claro que el apóstol Pablo rechaza rotundamente la idea de que lo que encomiende a alguien a Dios sea la obediencia a la ley, en particular la ley que prescribe la circuncisión como signo del pacto. Se opone al falso evangelio de los judaizantes que enseñaban que para que una persona fuera aceptable a Dios, para ser justificada o declarada inocente ante Él, tenía que someterse a los requisitos de la ley, en concreto a las estipulaciones relativas a la circuncisión. Frente a este falso evangelio, el apóstol sitúa el Evangelio de la salvación por la gracia mediante la fe en Jesucristo, un Evangelio que es igualmente válido para judíos y gentiles. Resume su argumento con la fórmula: «ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación».
Sin embargo, una vez enunciado este principio rector, el apóstol Pablo pronuncia una bendición sobre «los que andan conforme a esta regla, paz y misericordia sea a ellos y al Israel de Dios». El lenguaje utilizado en esta bendición es sorprendente. La bendición de Dios recae sobre aquellos y solo aquellos que sigan esta regla o canon específico.[11] Por el contrario, aquellos que no la sigan o reconozcan no pueden esperar recibir la paz y la misericordia de Dios.
Pero lo que es aún más sorprendente, para nuestro propósito, es la identificación que hace el apóstol de la iglesia, que comprende a judíos y gentiles por igual, como el Israel de Dios. El Israel de Dios en este texto se refiere a la iglesia que honra esta regla o canon, sin hacer distinción, en lo que se refiere a la justificación ante Dios, sobre la base de la circuncisión o la incircuncisión. El apóstol Pablo establece aquí una regla para todo el pueblo de Dios, la iglesia compuesta de judíos y gentiles, que parece estar en conflicto con cualquier separación entre Israel como pueblo terrenal y la iglesia como pueblo celestial. Tal separación hace del asunto de la circuncisión y la incircuncisión un principio fundamental de distinción entre los que son y los que no son de Israel.
Ahora bien, es posible argumentar que cuando el apóstol habla en este texto de «paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios», en realidad está distinguiendo a la iglesia gentil («ellos») de la comunidad judía creyente («el Israel de Dios»). Así lo han propuesto, de hecho, autores dispensacionalistas.[12] Sin embargo, el problema de esta sugerencia debería estar claro: excluye a los judíos creyentes de «todos los que anden conforme a esta regla», una exclusión que sería contradictoria y contraproducente. Si la palabra «y» tuviera aquí este sentido de «y también», como sostienen los dispensacionalistas, el apóstol Pablo estaría pronunciando una bendición no solo sobre los que siguen esta regla, sino también sobre otros, judíos creyentes, que podrían no seguirla. El apóstol estaría negando así la misma regla o canon que había afirmado anteriormente. Los judíos creyentes estarían exentos de esta regla, anulándola así, como regla de fe y práctica en todo el pueblo de Dios. Tal vez por esta razón, la Nueva Versión Internacional traduce estos versículos de la siguiente manera: «Para nada cuenta estar o no estar circuncidados; lo que importa es ser parte de una nueva creación. Paz y misericordia desciendan sobre todos los que siguen esta norma y sobre el Israel de Dios». Aquí la NVI sigue una larga tradición de intérpretes, incluido Calvino, que entienden el conector «y» como equivalente a «incluso» o «es decir».[13]
El sentido de este texto es que el apóstol extiende la paz y la misericordia a los que siguen esta regla de que en la iglesia de Jesucristo la circuncisión y la incircuncisión no cuentan para nada en lo que se refiere a nuestra posición ante Dios. Pronuncia esta bendición «a todos los que andan conforme a esta regla, al Israel de Dios». De este modo, responde a la pregunta de quién pertenece al «Israel de Dios» declarando con rotundidad que el Israel de Dios comprende a todos los creyentes, judíos y gentiles, que suscriben y viven según el principio de que lo único que cuenta ante Dios es una nueva creación.
En resumen, no podría decirse con mayor rotundidad que en la iglesia ya no se permiten distinciones ilegítimas entre judíos y gentiles, circuncisos o incircuncisos. Esto no debería sorprendernos, viniendo como viene del mismo apóstol que recordó a la iglesia de Éfeso que «Cristo es nuestra paz: de los dos pueblos [judío y gentil] ha hecho uno solo, derribando mediante su sacrificio el muro de enemistas que nos separaba» (Ef 2:14). Según la norma de esta enseñanza y regla apostólica, el dispensacionalismo parece estar en un grave error en su distinción entre Israel y la iglesia.
[1] Scofield Reference Bible (1909), nota sobre Génesis 15:18.
[2] Ibid., nota sobre Romanos 11:1. The Scofield Reference Bible conserva la segunda de estas notas, pero revisa la primera. La versión revisada, sin embargo, no altera fundamentalmente la insistencia dispensacionalista básica de que estos dos pueblos deben mantenerse distintos.
[3] La traducción de la Septuaginta (LXX) de este término hebreo para la «asamblea» de Israel suele ser la palabra ekklesia (Ex 12:6, Nm 14:5, Dt 5:22, Jos 8:35).
[4] Quizá este sea el lugar para señalar cómo Mateo, al escribir su genealogía de Jesucristo, parece haber incluido deliberadamente nombres de gentiles cuya incorporación a la familia de David (y de Dios) sirve como recordatorio de que el propósito salvífico de Dios nunca se fijó exclusivamente en Israel como entidad racial o nacional (Mt 1:1-17).
[5] Para la defensa de un dispensacionalista contra esta acusación, véase Charles Ryrie, Dispensationalism Today (Chicago: Moody, 1965), pp. 161-8. Ryrie apela a declaraciones de autores dispensacionalistas que afirman la necesidad de la crucifixión de Cristo para la salvación de judíos y gentiles por igual. También señala que el lenguaje del aplazamiento da crédito a esta crítica del dispensacionalismo. Sin embargo, no ofrece una explicación adecuada de cómo la necesidad de la cruz puede explicarse a partir de los supuestos dispensacionalistas sobre la distinción radical entre Israel y la Iglesia, o entre el reino y la era de la Iglesia.
[6] Véase The New Scofield Reference Bible, notas sobre 2 Samuel 7:16 y Apocalipsis 3:21, para una representación de la negación dispensacionalista de que Cristo esté actualmente sentado en el trono de su padre, David.
[7] Solo en estos dos versículos, el apóstol se refiere explícitamente a los siguientes pasajes del Antiguo Testamento: Isaías 43:21, Éxodo 19:6, Oseas 1:10; 2:23.
[8] Para un tratamiento más completo de este pasaje, véase mi anterior análisis del mismo en el capítulo 5.
[9] Véase The New Scofield Reference Bible, notas sobre Romanos 11:1 y 11:26.
[10] Es interesante observar con qué naturalidad expresa nuestro Señor la unidad del pueblo de Dios en su respuesta a la pregunta que le hicieron: «¿Son pocos los que van a salvarse?» (Lc 13:23). Jesús concluye con la confiada declaración de que «habrá quienes lleguen del oriente y del occidente, del norte y del sur, y participarán en el banquete en el reino de Dios». Esta descripción del crecimiento del reino utiliza la imagen de una sala de banquetes y una mesa, en la que se reúne una gran multitud de judíos («Abraham, Isaac, Jacob y a todos los profetas», v. 28) y gentiles («del oriente y del occidente, del norte y del sur»), todos los cuales se sientan a la misma mesa en el mismo reino.
[11] La palabra utilizada aquí para «gobernar» es la palabra griega kanon o «canon». Tiene el sentido de regla o principio de fe y práctica vinculante y de autoridad absoluta.
[12] Por ejemplo, John F. Walvoord, The Millennial Kingdom (Findlay, Ohio: Dunham, 1958), p. 170.
[13] En este caso, la NASB, la versión que he estado utilizando, puede prestarse a malentendidos, ya que simplemente traduce el conector (griego: kai) como «y». Sin embargo, el contexto deja claro que este conector tiene aquí el sentido de «incluso» o «es decir», uno de sus usos normales en el Nuevo Testamento y en la lengua griega. La NVI no es la única que aclara aquí el sentido del conector. Lo mismo ocurre, por ejemplo, en la Revised Standard Version , la Jersusalem bible y la New English Bible. (Nota del Traductor: para la traducción al idioma español, salvo que se indique expresamente en el texto, se utiliza la versión RVR1960).