LA DOCTRINA DEL ESPÍRITU SANTO
Autor: George Smeaton (1814–1889)
Traductor: Martín Bobadilla
CONFERENCIA I
La Personalidad y Procesión del Espíritu Santo
Me propongo discutir hoy la personalidad divina del Espíritu Santo. Este es un punto sobre el cual la gran mayoría de los creyentes entre nosotros pueden tener pocas dudas. Pero no debe pasarse por alto. Tampoco se debe absorber la atención con la obra del Espíritu como para olvidarse de Él mismo. Toda la historia prueba, por ejemplo, que dar prominencia exclusiva a la obra de Cristo mientras que el Redentor personal es dejado en segundo plano, termina, en su mayor parte, por colocar un mero dogma donde Cristo mismo debería estar. La dignidad divina del Espíritu exige, del mismo modo, que ninguna influencia oscurecedora se interponga entre el alma y la acción de la persona viviente; y en toda la investigación en la que es necesario entrar, debemos estar en guardia para no dejarnos llevar ni por el sonido de las palabras, que no deciden nada, ni por esas especulaciones refinadoras que son más sombrías que sólidas.
En cuanto a la personalidad divina del Espíritu, hay dos modos de probarla. La probamos a priori, por el hecho de la procesión eterna, como probamos la personalidad divina del Hijo por el hecho de la generación eterna; porque estos actos inmanentes de Dios subyacen respectivamente a las distinciones personales en la Divinidad. O la probamos a posteriori a partir de las evidencias incuestionables de la personalidad divina que se dan en las Sagradas Escrituras en conexión con sus obras. Comenzaremos con esto último, y procederemos paso a paso, tomando en orden primero la personalidad, y luego la procesión del Espíritu.
LA PERSONALIDAD DEL ESPÍRITU SANTO
Es evidente para toda mente que, una vez establecida su personalidad, no puede exigirse razonablemente ninguna otra prueba que demuestre que tal Persona debe ser Dios. Si no es una influencia o una energía, sino un agente personal, se deduce, por las razones más concluyentes, que no es inferior al Dios Supremo. De ahí que las objeciones aducidas en oposición a la doctrina del Espíritu se dirijan principalmente contra la prueba de su personalidad. Porque las acciones que se le atribuyen no pueden aplicarse a ningún ser creado.
Mi objeto es mostrar que el Espíritu de Dios es tan verdaderamente una Persona como el Padre o el Hijo, —una Persona en quien reside la mente, y a quien los hombres realizan acciones que son culpables o aceptables. La personalidad divina se afirma contra dos corrientes de opinión que agitaron a la iglesia en los primeros tiempos, —las herejías sabeliana y arriana, que se evocaban recíprocamente y siempre estaban dispuestas a cautivar las mentes que no encontraban el camino medio seguro. La primera es la negación de la personalidad del Espíritu, la segunda la negación de su Deidad. Todos los que en nuestros días se desvían de la doctrina de la iglesia son llevados por un fuerte sesgo sabeliano a considerar al Espíritu Santo como una mera influencia o energía divina sin personalidad. Algunos llaman a esta teoría esquema de la inhabitación, pero no es más que una forma de unitarismo. La opinión arriana o macedónica, que describía al Espíritu como una criatura, es poco favorecida en la actualidad, pero puede reaparecer en cualquier momento, según la extraña vitalidad que acompaña al error. En la actualidad, el sabelianismo es el error trinitario de más amplia difusión y poder; y es adoptado por muchos que caen bajo el hechizo de la teología alemana. Estos teólogos eluden la fuerza de la prueba de la Escritura tratando los pasajes como personificaciones retóricas o figuras de dicción, incluso mientras dilatan sobre las ventajas de usar sólo el método histórico-gramatical de interpretación. No hablan del Espíritu Santo, sino del espíritu común de la iglesia cristiana, que, de hecho, no significa más que un espíritu de comunidad (esprit de corps), y se desprende de toda obligación de aceptar la doctrina del Espíritu Santo personal. Hasta qué punto la teología moderna está alejada de todo este ámbito doctrinal, solo lo saben aquellos cuyos estudios especiales los han llevado a instituir investigaciones sobre la corriente alemana de pensamiento teológico, y sobre las multitudes de todas las tierras que han caído bajo su influencia. La personalidad del Espíritu Santo es tratada por estos teólogos como un dogma, para cuya aceptación no se encuentra base suficiente ni en las Escrituras ni en la experiencia.[1]
Cuando la Escritura alude al Espíritu Santo, los términos personales que transmiten la idea de mente, voluntad y acción espontánea son tan numerosos que pueden considerarse, no como el uso ocasional, sino como el uso general, es decir, uniforme e invariable; y es un uso que todos los escritores sagrados observan sin excepción. Lo observan los escritores del Antiguo Testamento y Nuevo Testamento por igual. Se mantiene como la expresión natural de sus pensamientos, incluso en pasajes en los que los escritores, sin el menor rastro de emoción o elevación en su estilo, escriben y hablan como simples narradores de hechos históricos (Hch 1:5), o transmiten una instrucción sencilla y práctica (Ef 4:30). Negar que haya alusión alguna a una persona en tales referencias al Espíritu, delata o bien una predisposición y prejuicio profundamente arraigados, o bien falta de aptitud y capacidad exegéticas.
Para evadir o explicar estas pruebas de personalidad se han adoptado dos modos, que ni siquiera tienen visos de probabilidad. La primera evasiva es que las expresiones no significan más que una cualidad abstracta; y la otra es que son ejemplos de lenguaje tropical (de tropo, figura literaria). Tal vez baste responder que pocos ejemplos de personificación retórica se dan en cualquier historia escrita en prosa sencilla, y que esto es cierto sobre todo en el Nuevo Testamento, donde los escritores con propósito fijo hacen uso de un estilo natural y popular. En estas narraciones evidentes, no había ocasión ni ámbito en ninguna de las alusiones al Espíritu Santo para una dicción altamente figurativa; y cuando se hace referencia a un agente personal, no está en consonancia con su estilo literario entender los términos de una cualidad o influencia. Debemos entender uno en quien residen la inteligencia y la voluntad. Sería el más violento y descabellado de todos los modos concebibles de interpretación establecer como regla —como esta teoría debe hacer— que siempre que los oradores o escritores, ya sea en el Antiguo o Nuevo Testamento, dirigían su mente a la doctrina del Espíritu, abandonaban instantáneamente todo el estilo llano y fácil que les era familiar, y recurrieron a la personificación retórica, prosopopeya, y las figuras más forjadas que el lenguaje puede sostener, cuando su objeto debía ser entendido en el lenguaje que usaron. Suponer tal cosa es una refutación suficiente de todo ese modo de interpretación. Si Jesús y sus apóstoles representaran uniformemente al Espíritu Santo como una Persona cuando no es una Persona, sería la personificación más audaz que se haya encontrado en cualquier literatura sobre cualquier tema.
No sólo eso; los apóstoles vivieron en una época en que sus agresores, los gnósticos, transmutaban las operaciones divinas en emanaciones y personas. Por lo tanto, con Michaelis, podemos pronunciar que es imposible —una cosa que ciertamente no debe creerse— que los apóstoles recurrieran tan frecuentemente a la personificación retórica en referencia al Espíritu Santo, y así dar ocasión a considerarlo como una Persona, si, en el uso de tales términos, no pensaban en Él como poseedor de una personalidad divina.
No se niega que hay pasajes en los que las cosas impersonales se describen de tal manera que a primera vista podrían parecer cualidades personales. Los dos ejemplos más frecuentemente aducidos son éstos: «el viento sopla de dónde quiere» y «la sangre rociada que habla mejor que la de Abel» (Heb 12:24). Ningún hombre de capacidad ordinaria, por muy dispuesto que esté a sopesar la fuerza de las palabras, dudará ni por un momento de que se trata de expresiones figuradas, personificaciones que nadie puede confundir. La descripción de la caridad (1Co 13:1-8) es tal que podemos llamarla otro ejemplo de esta personificación. Todo el mundo ve que es una manera vívida de describir las diversas actividades del amor en toda la conducta de un cristiano viviente. Pero es un caso completamente diferente cuando podemos mostrar, en referencia a la doctrina del Espíritu, que este modo de hablar es general, invariable, uniforme; que es adoptado por todos los escritores sagrados consensualmente y que se mantiene incluso en los pasajes más simples donde narran hechos o dan una instrucción clara.
Es común entre los teólogos modernos, influenciados por un sesgo sabeliano, alegar que el nombre «Espíritu de Dios» no significa más que Dios mismo, sin referencia a una distinción personal que, de hecho, ellos no creen; que la Escritura contiene antropomorfismos tales como el rostro de Dios, el nombre de Dios, el alma de Dios, como metáforas de Dios mismo; y que la expresión «Espíritu de Dios» es, por lo tanto, de significado similar. Para hacer frente a este malentendido, no basta con mostrar que el Espíritu posee propiedades divinas, sino que también es personalmente distinto del Padre y del Hijo. El hecho de que el Espíritu sea nombrado como ocupando un rango coordinado con las otras personas de la Divinidad, proporciona un argumento válido contra el que no se puede aducir ninguna objeción.
También se insiste en que el término persona no es bíblico y puede ser muy pervertido. Pero todo investigador reflexivo percibe que el término «persona» sólo se usa por conveniencia; que es un uso eclesiástico, como las palabras Trinidad, sacramento y similares; y que se hizo corriente en la Iglesia Oriental, así como en la Occidental, simplemente porque era necesario encontrar un término genérico para señalar los tres subsistentes en la Divinidad. Al mismo tiempo, siempre se ha admitido que el uso de este término particular se adoptó sólo para evitar circunloquios; y que, si se pudiera sustituir por un término mejor con un consentimiento general, nadie lo defendería como indispensable. Pero con la doctrina subyacente a la expresión el caso es totalmente diferente. No se puede renunciar a ella. Sólo hay que eliminar del uso del término toda noción que implique imperfección, como hacemos sin dificultad cuando se aplican a Dios los ojos, los oídos o los dedos, por la mera falta de vocablos para expresar la idea adecuada, y habrá que admitir que en el lenguaje humano no se puede encontrar un término más adecuado para expresar el significado de la iglesia que el término persona. Puesto que debemos utilizar un lenguaje inteligible, no debe sentirse ninguna dificultad en llamar Persona al Espíritu Santo.
La evidencia de la personalidad del Espíritu Santo cabe señalar, aunque a menudo indirectamente, no es menos convincente. Porque las Escrituras no fueron escritas para abrumar a aquellos que desafían cada declaración hasta que son sometidos por la evidencia, y que comúnmente encuentran o ponen tropiezos que desean encontrar, sino para verdaderos investigadores, para mentes receptivas y corazones honestos, que sienten la necesidad de redención y pueden ser satisfechos con una cantidad suficiente de evidencia. La evidencia consiste en la enseñanza uniforme de la Escritura, y en el hecho de que ninguna declaración contraria la refuta. Consiste en lo siguiente: (1) que el Espíritu no es el Padre ni el Hijo, sino distinto de ambos; (2) que es un agente dotado de inteligencia, voluntad, poder y sabiduría, que se manifiesta en hechos realizados con un designio; (3) que los pronombres masculinos que se le aplican y la naturaleza de la misión a la que es enviado atestiguan que es una Persona.
Las Escrituras reconocen claramente al Espíritu como Persona. Basta recordar el lenguaje utilizado en referencia al Consolador para convencerse de ello. Para compensar la pérdida sufrida por la partida del Señor Jesús al Padre, Él prometió que enviaría otro Consolador, que ocuparía su lugar como Maestro, Ayudador y Protector inmediato. Así, supliría la falta de su propia presencia, cuya pérdida anticipada los llenaba de angustia y consternación. Cuando consideramos las personas a las que se refiere esa promesa, sería una perversión del lenguaje suponer que se trata de una mera cualidad o influencia en cualquiera de las alusiones personales. El remitente es ciertamente diferente de la persona que es enviada: pues no hablamos de enviar una cualidad a un encargo. Tampoco nadie se envía a sí mismo desde sí mismo, como debe decir el sabeliano[2] al interpretar las palabras: «cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre» (Jn 15:26). Ya sea que aceptemos una u otra interpretación de la palabra Consolador, ya sea que la convirtamos en Maestro con Ernesti, o Ayudante, o Defensor, o Protector con otros, resulta evidente para todos que aquel que iba a compensar a los discípulos y a la iglesia, de la cual ellos eran las primicias, por la pérdida de la presencia visible de Cristo, era ciertamente una Persona. La negativa a aceptar la personalidad del Espíritu en ese texto obliga al intérprete, si es coherente consigo mismo, a negar la personalidad de Cristo en cuyo lugar vino. Esa es la alternativa que tiene ante sí y que ningún ingenio puede eludir. Y no es menos obvio el absurdo de identificar el título de Consolador o Paráclito con los dones impersonales que los apóstoles recibieron posteriormente. Que tal comentario es insostenible, se desprende claramente de los anuncios explícitos de que el Espíritu les enseñaría todas las cosas (Juan 14:26); les guiaría a toda la verdad (16:13); les recordaría todas las cosas (14:26); glorificaría a Cristo recibiendo de Él y mostrándoselo a sus discípulos (16:14). No es posible distinguir más explícitamente a una persona de las obras que realiza. Tampoco debemos omitir una peculiaridad digna de mención en los tres pasajes que se refieren al Consolador. Un cambio de género en el uso del pronombre demostrativo masculino (ἐκεῖνος) impide la posibilidad de dar a las palabras otro sentido que el de una referencia personal. Así se dice: «mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él (ἐκεῖνος) os enseñará todas las cosas» (Juan 14:26); «cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él (ἐκεῖνος) dará testimonio acerca de mí» «Pero cuando venga el (ἐκεῖνος) Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta [mejor: de sí mismo], sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él (ἐκεῖνος) me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber» (16:13, 14).
El sentido imparcial de los hombres sin letras, que están más allá de la influencia de las corrientes teológicas, es consciente del hecho de que el significado de muchos pasajes se pierde, a menos que pensemos en el Espíritu Santo como una Persona, y no como una mera influencia o energía. Mentir al Espíritu Santo (Hch 5:3), contristar al Espíritu Santo de Dios (Ef 4:30), son expresiones que, como toda mente reflexiva percibe, implican una Persona que se complace o se disgusta; y no pueden, con ninguna propiedad o idoneidad, ser referidas a lo que es impersonal.
El libro de los Hechos, especialmente preparado, como hemos visto, para exhibir históricamente las operaciones del Espíritu en la iglesia después de la ascensión del Señor, contiene alusiones a la dirección personal del Espíritu en la mente de todos los siervos de Cristo, y en la formación de las diversas iglesias. Así dijo a Felipe, que había sido dirigido al camino por el que regresaba a su casa el funcionario de la reina etíope: «acércate y júntate a este carro» (8:29); y una vez cumplida con éxito esa misión, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe (8:39). A Pedro, cuando la delegación de Cornelio llegó a Jope, el Espíritu le dijo: «he aquí, tres hombres te buscan» (10:19). Cuando Saulo de Tarso fue apartado para su Gran Comisión gentil, que lo hizo en un sentido peculiar el apóstol de los gentiles, el Espíritu Santo dijo a los profetas y maestros que estaban ministrando al Señor en la iglesia de Antioquía: «apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado» (13:2). Cuando Pablo y Timoteo intentaron ir a Bitinia, el Espíritu no se lo permitió (16:7). Cuando los miembros que constituían el Concilio de Jerusalén expusieron el resultado de sus deliberaciones para guía de las iglesias en referencia a la observancia de los ritos judíos, dijeron: «ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros» (15:28) —lenguaje que no podría haber sido utilizado si el Espíritu Santo no fuera más que una influencia. Cuando comisionó a los apóstoles, y les ordenó o prohibió hacer esto o aquello según su voluntad, el lenguaje atestigua un agente libre y soberano, a menos que estemos dispuestos a abandonar el sentido literal de las palabras y el estilo de la narración histórica. Fritzsche, en su erudito tratado sobre el Espíritu,[3] sostiene correctamente —aunque el tratado es insatisfactorio como declaración de doctrina eclesiástica— que está claro como el agua que la Escritura habla de una Persona o subsistencia, no de una influencia o energía divina; y la iglesia cristiana desde el principio, a pesar de las desviaciones de los individuos, puede decirse que ha afirmado la personalidad del Espíritu, y que la ha basado en las Escrituras. Recogiendo la evidencia suministrada por el estudio de las Escrituras, podemos poner los argumentos a favor de la personalidad del Espíritu bajo los seis encabezados siguientes:
- Las acciones personales que se le atribuyen lo prueban abundantemente (Juan 24:26; 1Co 12:11).
- Su distinción del Padre y del Hijo, y su misión desde ambos, lo prueban (Juan 25:26).
- El rango y poder coordinados que le pertenecen por igual al Padre y al Hijo lo prueban (Mt 28:19; 2Co 13:14).
- Su aparición bajo una forma visible en el bautismo de Cristo y en el día de Pentecostés lo prueba.
- El pecado contra el Espíritu Santo que implica una Persona lo prueba.
- La forma en que se distingue de sus dones lo prueba (1Co 12:11).
La glorificación del Espíritu Santo en conexión con la iglesia es todavía futura. Se podría aducir pasaje tras pasaje para demostrar que ocupa un rango coordinado con las otras Personas. Pero la consumación de la iglesia abre un panorama hacia el futuro. La aparición de Cristo entre los hombres marcó el comienzo de una revelación histórica completa del Hijo en palabra y obra; y la humillación a la que se rebajó fue seguido de una exaltación igualmente evidente. Con el Espíritu Santo todavía no es así. Él habita en los corazones redimidos comprados por precio. Ocupa un rango coordinado. Pero su obra aún no se ve. Sin embargo, la personalidad y la Deidad del Espíritu se manifestarán un día en gloria visible en conexión con su obra sobre la iglesia, cuando haya completado la maravillosa transformación. El resultado final en la gloria reflejada de cada santo redimido y perfeccionado, y de todo el cuerpo de Cristo ahora esparcido por todos los países, y visitado de hora en hora con nuevas comunicaciones de sabiduría, gracia y poder; pero luego visto unido a su gloriosa cabeza, será digno del obrero divino que está llevando a cabo su obra transformadora, y levantando un templo en el cual la Divinidad morará para siempre. En la actualidad, la personalidad divina del Espíritu es menos perceptible, porque no se contempla en conexión con la obra realizada. Los redimidos aún no son perfectos; la iglesia aún no está completa. Todavía hay otra etapa de la revelación, cuando el Espíritu será glorificado en conexión con la obra que Él habrá terminado y llevado a su destinada plenitud.[4]
SOBRE LA PROCESIÓN DEL ESPÍRITU SANTO
Las palabras de Cristo sobre las que gira en gran parte esta discusión son éstas: «cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre» (Jn 15:26). Estas tres cosas interpelan nuestra atención:
1. La misión del Espíritu por Cristo desde el Padre;
2. La relación esencial previa a esa misión, y sobre la que descansa esa misión: «que procede del Padre» (ὃ παρὰ τοῦ πατρὸς ἐκπορεύεται); las palabras «del Padre» corresponden a lo que se dice de la generación del Hijo, el Unigénito «del Padre» (παρὰ πατρὸς);
3. El tiempo presente, «procede», da a entender un presente inmanente y duradero.
Algunos sostienen que el nombre Espíritu Santo se refiere exclusivamente a su oficio en la salvación del hombre. Pero es necesario distinguir cuando la verdad y el error se confunden. La designación Espíritu de Dios es el nombre distintivo de la tercera persona de la Divinidad, que denota un subsistente divino, con inteligencia y voluntad, procedente de otro. El epíteto Santo, frecuentemente unido al término Espíritu, nos da una visión más cercana de la obra especial del Espíritu en relación con la salvación del hombre, y sugiere una antítesis a todo espíritu impío, ya sea humano o satánico. Nuestro Señor habla de la procesión del Espíritu en conexión con una referencia al pacto de gracia,[5] y sin duda la razón es mostrar que el orden natural en la Divinidad es también el orden en la ejecución del pacto de gracia. Si no tuviéramos otra palabra de la Escritura a través de la cual pensar en este asunto, el único título «el Espíritu de Dios» muestra la relación de dos Personas, la una procedente de la otra, así como el título «el Hijo de Dios» prueba la filiación eterna. Se le llama:
1. El Espíritu del Señor (Is 11:2).
2. El Espíritu de Dios (Ro 8:9).
3. El Espíritu que procede del Padre (Jn 15:26).
4. El Espíritu de Su Hijo (Gal 4:6).
Y nos equivocaríamos gravemente si creyéramos que estas frases no tienen significado. No le atribuimos ninguna procesión que esté asociada de algún modo con la idea de imperfección. Reconocemos, sin embargo, algo adecuadamente representado por la analogía de la respiración, pues sería una irreverencia imaginar que no hay analogía en los términos empleados.
Cuanto más se discute el asunto, más se encuentra que la Escritura justifica la posición de que, en el esquema de la gracia, los actos de las Personas de la Trinidad se encuentran de acuerdo con su orden de subsistencia en la Divinidad, y no son sino la manifestación visible de ese orden en la esencia divina. El Espíritu no podría llamarse Espíritu del Padre, o Espíritu de aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos (Ro 8:11), a menos que procediera del Padre. No podría llamarse el Espíritu de su Hijo (Gal 4:6), o el Espíritu de Cristo (Ro 8:9), porque Él llenó sin medida la humanidad de Jesús. Tampoco se ve cómo el Espíritu podría ser enviado por Él, si no es sobre la base de esa procesión por la que Él es el Espíritu del Hijo, así como el Espíritu del Padre, y que continúa eternamente, sin pasado y sin futuro. La cuestión es importante en todos los aspectos, porque está en la base de la misión del Consolador. Y en cuanto a sus resultados prácticos, la historia de la iglesia nos informa que es en último grado calamitoso ignorarla.[6]
Algunos teólogos, ortodoxos en otros aspectos, se han opuesto recientemente a la procesión eterna, al igual que a la filiación eterna. Así, el autor de una excelente obra sobre el Espíritu, aunque sólidamente trinitario en cuanto a la acción de las tres Personas divinas en el pacto de la gracia, dice desafortunadamente: «La espiración, procesión o emanación del Espíritu desde el Padre, o desde el Padre y el Hijo, son frases que ocupan un lugar no despreciable en la teología de las primeras edades. Ahora bien, sostenemos humildemente —cualquiera que sea la reverencia que se deba a los santos sínodos y a los hombres doctos— que tales explicaciones se fundan en un principio erróneo, pues son análisis de pensamientos o palabras humanas, no desarrollos de realidades divinas» (p. 82).[7] Aquellos cuyos sentimientos se hacen eco de este modo (a saber, Roellius de Holanda, el Dr. Wardlaw, el Prof. Moses Stuart y otros) descartan el tema de la procesión con sumarias muestras de impaciencia. Pero al hacerlo se apartan de la literatura patrística, así como de la Reforma, la teología puritana y anglicana. La evidencia de la Escritura en apoyo de la procesión es concluyente; y se establece en una masa de literatura sólida, desde los primeros tiempos hasta la actualidad. La cuestión de la procesión, análoga en todos los aspectos a la cuestión de la filiación eterna, merece y recompensa una investigación completa.
Los que yerran en este artículo se apartan de la confesión de una doctrina que toda la iglesia de Dios ha enseñado y aplicado desde los días de los apóstoles. Y la negación de esta verdad acarrea las consecuencias más peligrosas.
(1) Si no hay generación o procesión, y si los nombres Padre, Hijo y Espíritu se refieren meramente al pacto de gracia, se seguiría que estos nombres no son más que nombres oficiales, y no tienen ninguna relación esencial subyacente. (2) se seguiría que el Padre podría actuar de una manera aislada sin el Hijo y el Espíritu Santo, y que ellos, de nuevo, podrían actuar por sí mismos aparte del Padre sin ninguna relación natural y necesaria del uno con el otro. (3) Se seguiría que el vínculo de unidad entre las Personas fue realmente subvertido o derrocado. Estas peligrosas consecuencias, especialmente las dos últimas, pueden ser repudiadas; y lejos de mí cargar a cualquier hombre o clase de hombres con consecuencias que ellos mismos no aceptan y confiesan. Pero las consecuencias que se admiten son una cosa, y las consecuencias que se siguen lógicamente de una opinión son otra cosa. Las consecuencias pueden tener una influencia poderosa, aunque no se sospechen ni se reconozcan.
El punto al que nos hemos referido está en la base de la unidad y distinción en la Divinidad. Las tres Personas tienen una relación natural entre sí, tanto en la subsistencia como en la acción. Son una en esencia y en operación.
El fundamento bíblico de la doctrina de que el Espíritu procede tanto del Hijo como del Padre es explícito. Así se dice: «Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo hará saber» (Juan 16:14). El significado es: Él, en la esfera de la verdad y revelación divinas, entregará sólo lo que yo haya enseñado y, al hacerlo, me glorificará como maestro divino; porque redunda en gloria de Cristo que no se enseñe otra doctrina que la que se deriva de Él. Cristo había declarado de su propia doctrina que no era suya, sino del Padre quien le había enviado, y que no enseñaba otra cosa que lo que había oído de su Padre —es decir, que el Hijo recibió todo de su Padre en la generación eterna (Juan 15:15); y el Espíritu recibe todo por medio de la procesión del Hijo de la misma forma que el Espíritu del Hijo.
Lo mismo se expone en otro lugar de la siguiente manera: «porque no hablará por su propia cuenta (mejor: de sí mismo) (ἀφ’ ἑαυτοῦ), sino que hablará todo lo que oyere» (Jn 16:13). Como dijo el Hijo respecto a Sí mismo «Lo que oigo, eso hablo», refiriéndose a su inmanencia inefable en el Padre, así la declaración de que el Espíritu no hablará de sí mismo implica que no hablaba sino lo que el Padre y el Hijo hablaban por Él. Hay un cierto orden, pero no aislamiento de una Persona de la otra; y la declaración repetida dos veces: «Recibirá de mí» —unida a la declaración de que el Hijo tiene la esencia, los atributos y las perfecciones que tiene el Padre—nos permite comprender lo que implica esta procesión, es decir, que el Espíritu Santo recibe la misma esencia numérica divina con el Padre y el Hijo.
Tal ha sido la creencia de la iglesia desde el principio, como se establece en todos los credos. Debe aceptarse como esencial para la perfección de la naturaleza divina que el Padre tenga un Hijo, y que haya un Espíritu que proceda de ambos. La frase: que procede del Padre, en tiempo presente (ἐκπορεύεται), da a entender un acto inmanente, interno, siempre duradero, según la esencia inmutable de la Deidad.
LA DEIDAD DEL ESPÍRITU SANTO BASADA EN LA PROCESIÓN
La Deidad suprema del Espíritu queda claramente establecida por la procesión del Espíritu. La expresión, en la cual pensamos, siempre que dirigimos la atención a esta doctrina, es la designación el Espíritu de Dios. Al igual que la designación análoga «el Hijo de Dios», establece una relación única, o una distinción personal, antes de que se realizara cualquier obra. Y como decimos que el Hijo único es Dios supremo, no porque sea el Hijo, sino porque fue engendrado del Padre; así decimos que el Espíritu es Dios supremo, no porque lo sea, sino porque procede del Padre y del Hijo.
Las cinco pruebas que siguen, llevadas a sus legítimas consecuencias, y dando por supuesta la procedencia del Padre y del Hijo, proporcionan una prueba concluyente de la suprema Deidad del Espíritu Santo:
1. Los actos incomunicables de creación y providencia atribuidos al Espíritu.
2. Los atributos divinos que se le atribuyen.
3. Los honores y el culto divinos que se le tributan.
4. El rango coordinado en el que se le sitúa con el Padre y el Hijo.
5. El nombre de Dios que se le da indirectamente.
1. La creación y conservación de todas las cosas se atribuyen al Espíritu de Dios (Gn 1:6; Sal 33:6; Job 26:13). El que convocó al mundo a la existencia, con sus innumerables leyes, ajustes y adaptaciones concurrentes, es Dios supremo. La conservación del estupendo tejido por lo que equivale a una creación sostenida, el conocimiento necesario para una tarea más allá de la comprensión finita, el poder que nunca desfallece y la vigilancia que nunca dormita, argumentan la actividad siempre presente del Dios supremo. Pero toda esa energía creadora que evocó el universo de la nada, y toda la Providencia conservadora que lo sostiene, se atribuyen al Espíritu de Dios. Hablar de delegación, como han hecho los arrianos, es una hipótesis que sólo necesita ser pronunciada para ser repudiada. En efecto, ¿en quién podría delegarse tal actividad? ¿Quién podría ejercer las perfecciones que tal tarea implica, sino a aquel a quien estas perfecciones divinas pertenecen naturalmente? El profeta Isaías, como para reírse de la idea de una actividad delegada en tal esfera, exclama así: «¿Quién midió las aguas con el hueco de su mano y los cielos con su palmo, con tres dedos juntó el polvo de la tierra, y pesó los montes con balanza y con pesas los collados? ¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová, o le aconsejó enseñándole?». Una consideración del universo con la luz que la ciencia moderna ha derramado sobre sus leyes, ajustadas como están con la más fina adaptación sobre todos los reinos de la naturaleza, ofrece tal visión de la sabiduría necesaria para planear, y del poder necesario para sostenerlas, que nadie sino una mano divina estaba a la altura de la tarea. Pero esa mano era la del Espíritu. Y el mismo argumento se aplica a la gran obra del Espíritu en la resurrección de nuestros cuerpos mortales por su poder omnipotente (Ro 8:11), y, en una palabra, a todos los demás actos omnipotentes del Espíritu.
2. En cuanto a los atributos divinos atribuidos al Espíritu, podemos elegir, entre la gran cantidad de materiales que se nos han proporcionado, algunas de las propiedades de la divinidad suprema que se dice que posee, como la omnisciencia, la omnipresencia y la eternidad.
Encontramos la omnisciencia afirmada del Espíritu cuando se dice: «Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1Co 2:10, 11). El apóstol dice que estaba en condiciones de revelar los designios de Dios, porque Dios se los reveló por su Espíritu: porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Esto se dilucida en el versículo siguiente mediante una ilustración de un hombre que conoce las cosas de un hombre por el espíritu del hombre que está en él. El término escudriñar, por analogía, transferido del hombre a Dios, no significa que el Espíritu indaga para aprender, sino que conoce íntimamente. El lenguaje anuncia Su perfecto conocimiento de los consejos ocultos de Dios, y que el Espíritu está en la misma relación con Dios que el alma del hombre con el hombre. El conocimiento que el alma tiene de los propósitos y resoluciones ocultos del hombre se compara con el conocimiento que el Espíritu tiene de los propósitos secretos de Dios. Pues se dice que (1) conoce todas las cosas; (2) conoce las cosas profundas de Dios; (3) tiene un conocimiento intuitivo con la precisión y exactitud que transmite el término escudriñar; (4) las conoce con el conocimiento íntimo con que un hombre conoce sus propios consejos.
En cuanto al atributo de omnipresencia o inmensidad atribuido al Espíritu Santo, encontramos una vívida descripción del mismo en el salmo especialmente preparado para guiar el culto de la iglesia sobre este punto: «¿a dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?» (Sal 139:7). La observación del escritor anónimo en la catena griega sobre este salmo, de que su Espíritu da a entender al Espíritu Santo, y su rostro al Hijo unigénito, no carece de probabilidad.[8] Pero la evidencia de la omnipresencia del Espíritu está fuera de toda duda. Y cuando rastreamos la presencia del Espíritu como habitante y guía del alma creyente, y de la iglesia cristiana en todas las tierras en un mismo momento, es evidente que Él es tan verdaderamente omnipresente en esencia como omnisciente en conocimiento. Porque una simple criatura no puede estar en dos lugares a la vez, o actuar, en el mismo momento, en una gran variedad de formas en muchas tierras. El intento de los socinianos de desvirtuar la fuerza de esta consideración refiriéndose a Satanás arrancando la semilla sembrada en el corazón de muchos oyentes del Evangelio, no es análogo, porque implica una multitud de espíritus malignos, y una acción sucesiva, no simultánea. A los otros atributos no necesitamos referirnos.
3. En cuanto al culto divino tributado al Espíritu, se encuentra en los diversos ejercicios religiosos. Es tanto más necesario poner este asunto bajo la luz apropiada, cuanto que los escritores arminianos, con la concesión demasiado fácilmente evidenciada por ellos, tenían la costumbre de afirmar junto con los que negaban la doctrina del Espíritu, que no tenemos ni ejemplo ni mandamiento en las Escrituras para la adoración del Espíritu. Esa afirmación carece de fundamento. Por qué no se menciona con más frecuencia puede, sin dificultad, averiguarse. Una de las razones por las que no se habla del Espíritu más directamente y con más frecuencia en la oración, es que Él es el generador de la oración, y porque nadie puede orar sin la entrega del corazón a Él, y sin depender plenamente de su ayuda (Ro 8:26), que moldea en nosotros la oración que presenta el Hijo. Pero no es cierto que no haya ningún ejemplo de oración al Espíritu. Entre los textos que lo demuestran plenamente, permítaseme citar la ordenanza del bautismo realizada en el nombre del Espíritu Santo. Sólo tenemos que considerar la naturaleza de la ordenanza para percibir en ella un solemne acto de adoración, una expresión de fe, un testimonio de que aquel en cuyo nombre se realiza es nuestro Dios, con una rendición de corazón a Él en un acto de nueva obediencia. Que todo esto está implicado en ello queda claro de las palabras: «¿o fuisteis bautizados en el nombre de Pablo?» (1Co 1:13). Que estas tres Personas no pueden ser puestas en ninguna otra categoría que no sea la de la completa igualdad, es obvio por el hecho de que, si alguna de ellas no fuera Dios, dos opuestos irreconciliables serían igualmente el objeto de nuestra fe, lo cual es imposible.
Otra prueba de lo mismo es la invocación de la gracia del Espíritu, así como del Padre y de Cristo (Ap 1:4). Las palabras utilizadas son: «los siete espíritus que están delante de su trono»; pero la alusión no es a los espíritus creados, sino al único Espíritu de Dios, descrito en plural por el número siete, para mostrar la perfección de los dones, o para señalar su suficiencia para la necesidad y los deberes de la iglesia. Que la referencia es al Espíritu es claro, porque se dice que Cristo «tiene los siete Espíritus de Dios» (Ap 3:1); y no hay subordinación en punto a la gloria esencial cuando Él es igualmente invocado como la fuente de las comunicaciones divinas.
Otra consideración que demuestra el honor divino que se le debe tributar se deriva de la declaración de que el pecado contra el Espíritu Santo no puede ser perdonado jamás. Por una parte, esto no podría afirmarse si Él no fuera Dios; y, por otra parte, no implica de ninguna manera una superioridad a las otras Personas de las que Él es enviado. Debe explicarse por la naturaleza del pecado que rechaza el testimonio o apaga las operaciones del Espíritu, por las que sólo los hombres pueden salvarse. El Espíritu Santo nunca es representado como un adorador, sino siempre como el objeto de la adoración divina.
4. El rango coordinado del Espíritu con el Padre y el Hijo se pone de manifiesto en no pocos pasajes descriptivos. Encontramos a las tres Personas ocupando un rango coordinado cuando observamos el bautismo de Cristo (Mt 3:16), o la efusión pentecostal del Espíritu (Hch 2:33), o la fórmula bautismal en la iglesia cristiana, o el hecho que el Apóstol Pablo aduce tan enfáticamente, que por Cristo tenemos acceso en un solo Espíritu al Padre (Ef 2:15). Sin exponer todos estos pasajes, y otros en esta conexión, permítanme aducir la bendición apostólica: «la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión [comunicación] del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2Co 13:14); palabras que contienen una invocación a todas las personas de la Divinidad, y que en su significado equivalen a decir: «Oh Señor Jesucristo, que tu gracia; oh Padre, que tu amor; oh Espíritu Santo, que la comunicación de ti mismo esté con todos ellos».
5. El nombre de Dios se da indirectamente al Espíritu. En los primeros siglos, los adversarios de la doctrina del Espíritu solían desafiar a la iglesia ortodoxa, preguntando, ¿Dónde está el Espíritu designado como Dios? El Dr. Samuel Clarke tenía por costumbre afirmar, según su tendencia arriana, que nunca se habla del Espíritu Santo como Dios ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento. Puede que el lenguaje que ellos desean no se encuentre en la forma expresa que desean. Pero encontramos un amplio uso de nombres divinos aplicados al Espíritu Santo; y cuando comparamos un pasaje con otro, y con las conexiones del contexto en el que se encuentran, no puede quedar ninguna duda posible en una mente imparcial de que el Espíritu es Dios supremo, que tiene una personalidad divina del mismo tipo que la del Padre y el Hijo, con quienes es nombrado como de igual rango. Es felizmente observado por Lampe: «Conviene que aquel que habla por todos los profetas y apóstoles, como sus escribas y amanuenses, hable menos de sí mismo, cuando la obra elogia abundantemente al autor»; una observación justa y oportuna, de ningún modo despreciable. Pero hay casos expresos en los que aquel que es llamado el Espíritu Santo en una cláusula es llamado Dios en otra. La narración de Ananías y Safira es de tal carácter (Hch 5:3, 4). Si Ananías mintió al Espíritu Santo, y su culpabilidad residió en el hecho de que no mintió al hombre, sino a Dios, es muy evidente que en el relato de Pedro el Espíritu Santo es Dios. (Compárese similar fraseología intercambiable en Sal 95:7 y Heb 3:7).
6. Se le atribuyen los predicados de la Deidad suprema, tales como la eternidad y la autoridad de un director divino. Se le llama el Espíritu Eterno (Heb 9:14): «¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?». El lenguaje da a entender la absoluta eternidad del Espíritu de Dios; es decir, que Jehová nunca estuvo ni podría estar sin el Espíritu de Dios. En cuanto a su autoridad y sabiduría como director divino, se dice (Is 40:13): «¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová, o le aconsejó enseñándole?». Las palabras establecen enfáticamente que todos los tesoros de sabiduría y conocimiento son suyos.
Sería superfluo proseguir más extensamente la prueba de la suprema Deidad del Espíritu. Pues habiendo establecido la Personalidad del Espíritu, y probado que las Sagradas Escrituras describen uniformemente al Espíritu como una persona, su Deidad se manifiesta inmediatamente por todas las acciones que se dice que realiza. Siempre es Él, no eso —una persona, no una influencia, y una persona obviamente divina.
Sobre este punto, antes de pasar de él, no puedo sino referirme a las excelencias y defectos de la teología anglicana. La iglesia de Inglaterra ha hecho más que cualquier otra iglesia protestante para afirmar la gran doctrina de la Trinidad; y cualquier otra iglesia en esta tierra y en otras tierras ha recibido un impulso vigorizante de su testimonio sin titubeos de la verdad de este artículo esencial. La literatura producida por sus grandes teólogos y la forma peculiar de sus servicios eclesiásticos han actuado de la manera más favorable para reivindicar y mantener un tono trinitario entre la raza de habla inglesa.
En esto se detienen los grandes escritores de la iglesia inglesa, como Barrow, South, Burnet, Jackson y otros. Pero hay otra división del tema, a saber, el oficio y la obra del Espíritu Santo, a la que la iglesia de Inglaterra ha dedicado, durante dos siglos, mucho menos estudio y atención de lo que merecía un tema así. No puedo describir mejor las dos partes del tema que con las palabras del Catecismo de Heidelberg (53ª pregunta):
P. «¿Qué crees acerca del Espíritu Santo?»
R. «En primer lugar, que es Dios verdadero y coeterno con el Padre y el Hijo; en segundo lugar, que también me ha sido dado para hacerme partícipe, mediante una fe verdadera, de Cristo y de todos sus beneficios, a fin de que me consuele y permanezca conmigo para siempre».
Los escritores anglicanos son muy completos en la primera rama, pero no así en la otra. La razón de esta unilateralidad en la iglesia de Inglaterra, que no puedo dejar de lamentar, debe buscarse en la teología arminiana y en los elementos ritualistas que encontraron un amplio lugar dentro de ella y apartaron la mente de la obra interior del Espíritu.
Autor
«George Smeaton fue ordenado ministro de la iglesia de Escocia en Falkland, en el presbiterio de Cupar, en 1839. Formó parte de los centenares de ministros que salieron de la Disrupción en 1843 para formar la Iglesia Libre de Escocia. Más tarde fue nombrado por la iglesia profesor en su colegio de Aberdeen (1854) y en 1857 profesor de exégesis en el New College de Edimburgo. Murió el 14 de abril de 1889. Formaba parte de la brillante galaxia de hombres que componían el personal del Free Church College de Edimburgo hace un siglo. El director John Macleod describe a Smeaton como ‘el erudito más eminente del grupo de jóvenes que con McCheyne y los Bonar se sentaban a los pies de Chalmers’». —W.J. Grier
[1] El Dr. Kahnis dice, en el prefacio a su obra Die Lehre vom Heiligen Geiste, 1847, de la que sólo se publicó una primera parte: «En cuanto a la teología reciente, Baumgarten-Crusius (compendium der Dogmen Geschichte, ii. p. 189, nota 4) dice que el protestantismo reciente ha renunciado a la personalidad del Espíritu Santo. Al menos es cierto que la dogmática eclesiástica estricta rechaza esta doctrina de forma bastante abrupta, mientras que la teología mediadora, que no puede discutirse por motivos eclesiásticos, suele negarse a ello».
[2] Ver, por ejemplo, el Lehrbuch der Biblischen Theologie del Dr Weiss, 1868;o el Wilke’s Lexicon de Grimm, 1868, — ambos de tendencia sabeliana.
[3] Dr. Christ. Fried. Fritzsche, Nova Opuscula Academica, 1846.
[4] Esto está bien expuesto en Biblische Theologie de Schmid, p. 167.
[5] Ver las Disputations on the Spirit latinas de Lampe (vol. ii. p. 151 s.).
[6] Ver un excelente artículo que se refiere a la importancia práctica de esta pregunta, en Zeitschrift für Lutherische Theologie de Rudelbach, 1849, p. 45.
[7] The Work of the Spirit. Por William Hendry Stowell. Londres 1849.
[8] Usa las palabras: to pneuma autou fhsi to agiou, proswton de ton monogenh uion (το πνευμα αυτου το αγιου, προσωτον δε τον μονογενη υιον).