Catecismo DS 2 con Romanos 8 y Tito 3
Autor: J. Van Vliet
Traductor: Valentín Alpuche; Revisión: Francisco Campos
Liturgia
Salmo 32:1,2
Himno 1A
Sal 130:1,2,3,4
Himno 24:2,3
Himno 24:4,5
Lectura: Romanos 8:1-11; Tit. 3:1-8
Texto: DS 2
Hermanos y hermanas en el Señor,
Esta tarde pasamos a la primera parte del Catecismo que trata sobre “nuestro pecado y miseria”. Y si miras hacia atrás al DS 1, pregunta y respuesta 2, entonces notarás que lo que necesitamos aprender aquí en esta primera parte no es solo el hecho de que somos pecadores, sino que necesitamos aprender cuán grande es realmente nuestra pecaminosidad.
Y también notarás que no estamos aquí tratando de aprender cuán grandes son los pecados de otras personas. Sino que, para vivir y morir en la alegría de nuestro consuelo, todos necesitamos saber cuán grandes son nuestros propios pecados y miserias.
Entonces, este no va a ser un tema popular. ¿Quién quiere aprender sobre la magnitud maliciosa de nuestra miseria? No es muy agradable hablar de eso, especialmente cuando el Catecismo se vuelve tan personal y quiere hablarme de mis pecados. No nos gusta tener el foco de las Escrituras brillando sobre la suciedad de “nuestra propia alma”. Preferimos evitar todo el tema y hablar de otra cosa.
Pero ni la Escritura ni el Catecismo nos permitirán hacer eso. Y, al final, hermanos y hermanas eso es algo bueno. Es algo bueno por las siguientes razones:
En primer lugar, nos mantiene en contacto con la realidad. Claro, podemos tratar de vivir nuestras vidas en una burbuja de fantasía, diciéndonos a nosotros mismos que lo estamos haciendo bien, pero tarde o temprano la realidad puntiaguda de nuestros pecados perforará la fantasía de nuestra falsa piedad. Entonces, es mejor que nosotros lleguemos a familiarizarnos con la realidad ahora mismo.
En segundo lugar, conocer cuán grandes son nuestros pecados nos mantiene humildes. El orgullo (altivez) va antes de la caída, dice Salomón. Pero también dice: “Dios da gracia a los humildes”. Así que, si el número de nuestros pecados nos humilla, eso solo puede ser para nuestro beneficio.
En tercer lugar, si nos sentimos humillados porque espiritualmente somos muy débiles, entonces también seremos más compasivos con otras personas. Es fácil impacientarse con las imperfecciones de otras personas, pero si te das cuenta de lo corrupto que eres tú mismo, entonces también puedes ser más empático y paciente con los demás.
Y finalmente, mientras más consciente seamos de la enorme carga de la deuda de nuestras fechorías, tendremos más hambre y sed de la perfecta satisfacción y justicia de Jesucristo. Y también te quedas cada vez más asombrado de que a pesar de toda la suciedad de nuestras iniquidades, Dios todavía decidió enviar a su Hijo a este mundo para morir por los pecadores.
Y entonces, como puedes ver, conocer nuestro pecado y miseria puede que no sea agradable … pero es necesario. De hecho, es incluso dichosamente beneficioso. Les proclamo la verdad de la Palabra como sigue:
La primera parte de nuestro consuelo es conocer el núcleo de nuestra corrupción. Para esto, veamos:
1) El estándar del amor de Dios;
2) Nuestros pecados de odio.
[1] “¿Cómo conoces tus pecados y miseria?” Y la respuesta es: “Por la ley de Dios”. Ahora, por supuesto, es cierto que incluso sin la ley de Dios, las personas tienen alguna noción sobre lo que está bien y lo que está mal. Tienen alguna noción de lo que es honorable y lo que es vergonzoso. En Romanos capítulo 2, versículos 14 y 15, el apóstol Pablo dice que incluso los gentiles, que no tienen la ley de Dios, todavía a veces hacen cosas que la ley manda.
Por ejemplo, el sexto mandamiento dice: “No matarás”. Ahora bien, incluso si la gente nunca ha leído los diez mandamientos, la mayoría de la gente todavía se dará cuenta de que simplemente está mal matar a alguien más. Esto es lo que a veces llamamos “la luz de la naturaleza” y puedes leer más sobre este tema en los Cánones de Dort.
Pero entonces, surge la pregunta: ¿realmente necesitamos la ley de Dios para conocer nuestros pecados? Y la respuesta es: ¡sí, absolutamente! Porque, en primer lugar, lo que necesitamos tener no es solo una vaga noción de lo que está bien y lo que está mal. No, lo que necesitamos es un entendimiento muy claro de que estamos pecando contra Dios. ¡Necesitamos darnos cuenta de que quebrantar un mandamiento es nada menos que ofender a la santa majestad del Señor Todopoderoso del cielo y de la tierra!
Por ejemplo, el rey David hizo algo terrible. Sedujo y robó a la esposa de otro hombre. Y luego, para aumentar su iniquidad, hizo arreglos para que ese hombre fuera asesinado. El rey David hizo algo terrible contra Urías, el esposo de Betsabé. Pero cuando Jehová le dio convicción de sus pecados, ¿qué dijo? Salmo 51: “Contra ti … contra ti solo he pecado”.
Hermanos y hermanas, ustedes no conocen real y verdaderamente sus pecados, a menos que lleven sus transgresiones al Señor en oración, y digan: “Oh SEÑOR, contra ti…contra ti solo he pecado“. Y la única manera de tomar conciencia de eso es dejar que Dios mismo nos hable en su ley.
Pero hay más. La Ley de Dios también nos enseña cuán grande es nuestra pecaminosidad. O se podría decir, que nos enseña cuán amplia es nuestra pecaminosidad. Por ejemplo, ¿cómo sabríamos que codiciar es pecado, a menos que Jehová nos haya dicho que codiciar es pecado? Nuestra inclinación natural sería pensar: “Bueno, siempre y cuando en realidad no robe cosas que pertenecen a mi prójimo, ¿cuál es el gran problema de codiciar un poco internamente?” Eso es lo que estaríamos inclinados a pensar, pero el Señor dice: “¡No! Codiciar es pecado”.
Jesucristo dice: “Cualquiera que le diga [a su hermano]: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego” (Mateo 5:22). Bueno, nunca lo hubiéramos sabido, a menos que el Hijo de Dios nos lo hubiera enseñado.
Jesucristo también nos da el claro mandamiento: “No se preocupen. No estén ansiosos”. (Mateo 6:34). Todo esto es parte del primer mandamiento e incluye confiar plenamente en el Señor. Por lo tanto, cada vez que fallamos en confiar en el Señor tan plenamente como deberíamos, y debido a eso, cada vez que empezamos a ponernos un poco ansiosos por las cosas, de hecho, estamos cayendo en el pecado. Ahora bien, por nosotros mismos, nunca pensaríamos que algo tan común como la ansiedad es en realidad iniquidad a los ojos de Dios. Pero, según la enseñanza de Cristo: ¡lo es!
Entonces, ¿te das cuenta? Cuanto más aprendemos acerca de todos los mandamientos que Dios nos da, tanto más sabemos que hay una vasta y amplia colección de corrupción continua en nuestras vidas.
Y no es solo la enorme amplitud de nuestra corrupción, sino que también es impactante cuán profunda es. Escuche lo que nuestro Gran Profeta y Maestro, Jesucristo, dice en Mateo 22. Él dice, puedes comprimir todas las leyes de las Escrituras en dos cortos mandamientos. El primero es: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento.
AMAR. Ese es el requisito de Dios para ti. Debes amarlo, con todo lo tienes, y con todo lo que eres. Pero ¿qué es el amor? Algunas personas dicen: “El amor es un sentimiento que es difícil de explicar en palabras”. Bueno, puede que nos resulte difícil explicar el amor en palabras. Pero ciertamente, el SEÑOR nuestro Dios no tiene dificultad en describir el amor en palabras. De hecho, todo lo que tienes que hacer es recurrir a 1 Juan 4:10. Y allí el Espíritu Santo nos da la definición inspirada del amor cuando dice: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados”.
Entonces, hay dos cosas. En primer lugar, el amor no comienza con un sentimiento en nuestro corazón. Comienza con el Señor y lo que hizo. Y eso nos lleva directamente a la segunda cosa: el verdadero amor consiste en el sacrificio. Esto también es confirmado por el apóstol Pablo en Efesios, capítulo 5, cuando dice: “[hijos de Dios]… andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante“.
Por lo tanto, el amor es mucho más que sentimientos cálidos y difusos, hermanos y hermanas; el amor verdadero es la voluntad de sacrificarse. Así que, para amar al SEÑOR nuestro Dios, tú y yo vamos a tener que hacer algunos sacrificios. Por ejemplo, el Señor nos ha dado un mandamiento que dice “honra a tu padre y a tu madre”. El resto de las Escrituras explica que honrar a los que tienen autoridad sobre ti incluye someterse a ellos. Ahora bien, someterse a otro ser humano, débil y pecador, no es fácil. A menudo tendrás que sacrificar tu orgullo y obedecer humildemente. Otras veces tendrás que sacrificar tu propia voluntad, y hacer lo que tus padres u otras personas con autoridad te pidan que hagas. Es posible que tengas que sacrificar tus planes y tus deseos. Y todo esto porque el verdadero amor implica verdaderos sacrificios.
Y así podríamos seguir con más ejemplos. El Señor dice: “Santificarás mi día de reposo. Descansarás de todo tu trabajo semanal regular”. Y sobre todo en estos días y tiempos, es posible que incluso tengas que sacrificar un trabajo bueno y sólido para santificar el día de reposo. O puede que tengas que sacrificar una cierta cantidad de ganancias porque todas las demás empresas de tu industria están trabajando los siete días de la semana. Pero este es el requisito del Señor. “Si realmente me amas …”, dice: “harás sacrificios por mí”.
Y ahora viene la parte realmente difícil, hermanos y hermanas. Tienes que expresar este amor y hacer estos sacrificios con todo tu corazón, dice nuestro Salvador. Eso significa que tiene que ser nuestro deseo más profundo expresar este tipo de amor abnegado hacia nuestro Dios. No deberíamos decirnos a nosotros mismos: “Bueno, sí, supongo que lo haré si tengo que hacerlo…” ¡No! ¡No debería haber ninguna renuencia en nuestro corazón! ¡Ninguna duda! ¡Ningún arrastre de los pies, ninguna murmuración o queja al respecto! ¡No! Con cada gramo de tu corazón debes decir: “Sí, Señor, ¡tu mandato es mi mayor deleite!”
Y no solo con todo tu corazón, sino también con toda tu alma. Tu alma es el aliento de vida dentro de ti. Entonces, nuestro Salvador nos está diciendo: “Este amor por el Señor debe estar tan arraigado en la sustancia misma de tu alma que dondequiera que estés, lo que sea que estés haciendo, ¡sí!, con cada respiración que tomas, debes destilar este amor abnegado”.
Y no solo con todo tu corazón y con toda tu alma, sino también con toda tu mente. Hermanos y hermanas, ¿cuál es el punto focal de todas las diferentes cosas en las que piensan en un día normal? El SEÑOR dice: “El amor por Jehová tu Dios debe estar en el centro mismo de tu actividad cerebral”.
Esto, entonces, es el estándar más alto del amor de Dios para todos nosotros. ¿Cómo se mide? ¿Puedes cumplir todo esto perfectamente? La respuesta claramente es “¡No! ¡Ni siquiera un poco!”. Como verás, así de alto, ancho y profundo es nuestro pecado y miseria.
Y sin embargo, se vuelve aún peor, porque Jesucristo nos da otro mandamiento de amor: ama a tu prójimo como a ti mismo. Volviendo de nuevo a la primera carta de Juan, esta vez en el capítulo 3, versículo 16, leemos: “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos“. Como te darás cuenta, otra vez, hay ese elemento de sacrificio. Y entonces el apóstol Juan continúa: “Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad“.
¿Cuántas veces no lo decimos? Aquel o este miembro de la iglesia realmente podría necesitar un poco de ayuda. Sí, lo decimos. Pero ¿realmente HACEMOS algo al respecto? ¿Amamos también de hecho y en verdad? ¿O solo de palabras? Con mucha frecuencia nunca vamos más allá de palabras piadosas. ¿Por qué? Porque estamos poniendo al yo frente al sacrificio. Para ayudar a un hermano o hermana en necesidad, es posible que tenga que sacrificar parte de mi tiempo, o parte de mi dinero, o parte de mi zona de confort. Ayudar a los necesitados puede pedir mucho de ti. Y es triste decirlo, pero no siempre estamos listos para hacer ese tipo de compromiso. Pero el Hijo de Dios dice: “El Sacrificio, en primer lugar; el yo, en segundo“. Después de todo, la palabra “amor” viene antes de la palabra “yo” en el mandato de Cristo.
Y de nuevo, hermanos y hermanas, ¿pueden guardar todo esto perfectamente? La respuesta –una vez más– es perfectamente clara: ¡No! ¡Ni siquiera un poco! El estado de nuestra pecaminosidad es exactamente como lo cantaremos en el Himno 24. “Del pecado nuestra carne no podía abstenerse; El pecado dominaba incesante…, tan profunda es nuestra corrupción”.
[2] ¿Y cuál es ahora precisamente el problema? Si lo rastreas hasta las raíces, ¿cuál es la fuente de nuestra lamentable situación?
Es nuestro corazón. Nuestro corazón tan engañoso… con el énfasis en “tan”. No es simplemente un problema superficial. No es solo que exteriormente hagamos cosas que ofenden a Dios. No, la raíz del problema es interna. Tiene que ver con las inclinaciones y deseos de nuestros corazones.
Porque cuando el Señor nos mira, con sus santos ojos, entonces esto es lo que ve. Génesis 6:5: “Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal“. Ahora bien, eso es una pecaminosidad totalmente pecaminosa. Y nunca hubiéramos sabido que nuestra corrupción era así de profunda, si no fuera por el hecho de que el Señor nos lo ha dicho. Pero ahora que nos lo ha dicho, lo sabemos. Y la realidad no es algo bonito de contemplar.
El Señor requiere amor y, sin embargo, en nuestros corazones nuestra inclinación natural es hacia el odio. Es exactamente lo contrario a lo que el Señor manda. Pues bien, asegurémonos de que entendemos esto. Esta es la inclinación de nuestra naturaleza natural y pecaminosa. No estamos aquí hablando de la obra del Espíritu en nuestras vidas. Eso vendrá después. Pero primero tenemos que entender la obra del pecado antes de que podamos apreciar verdaderamente la obra del Espíritu. Y la obra del pecado gira en torno al odio.
Odio es una palabra dura. Odio es una palabra amarga. Odio es una palabra fea. ¡Odio es una palabra que preferiríamos no aplicarla a nosotros mismos! Y sin embargo, nuestro Dios honesto no nos nutre con fantasías falsas. El Señor nos revela la realidad. En Romanos 8:6,-7, el Espíritu Santo dice: “pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios”. La mente pecaminosa considera a Dios como un enemigo. Hay odio ahí.
Pero puedes decir: “Sí, todavía lucho con mi pecaminosidad, pero seguramente no todo está tan mal conmigo, ¿verdad? ¿Odio y hostilidad hacia Dios? ¿No es eso un poco duro?” Pero recuerda, hay más de una forma de expresar hostilidad. Mira lo que dice el apóstol Pablo en Romanos 8, versículo 7: “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios”. ¿Por qué? Porque él continúa diciendo: “porque no se sujetan a la ley de Dios“. Verás que ahora todo se une. El amor es la voluntad de sacrificarse y someterse a Dios. Pero si eso es el amor, entonces el odio es lo opuesto a eso. Cuando no nos sometemos a la ley de Dios, eso no es solo un desliz pequeño. No, cuando no queremos someternos a los mandamientos de Dios, el Señor considera nuestra actitud como hostilidad. Es nada menos que una expresión de odio hacia Dios.
El odio también puede expresarse al evitar a Dios, o al serle indiferente. Si realmente te disgusta otra persona, ¿qué haces? A menudo te inclinas a ignorar a la persona. No hablas con ella. Tratas de evitarla cuando estás con ella en el mismo lugar. Ahora bien, actuar así es incorrecto. Pero el punto es que el odio puede expresarse en formas muy silenciosas.
Y a menudo sucede que, simplemente continuamos con nuestras vidas, como si el SEÑOR nuestro Dios ni siquiera estuviera allí. Pensamos que estamos demasiado ocupados para orar al Señor. No tenemos tiempo para alabar a nuestro Dios. O pensamos que podemos hacer mucho por nuestra propia fuerza que no nos molestamos en pedirle ayuda. Hermanos y hermanas, ¿cuál es esta horrible inclinación aparentemente inevitable en nuestros corazones? ¿Por qué nos atrevemos a pensar que podemos simplemente seguir con nuestras vidas como si nuestro Dios no estuviera allí? ¿Qué es esto? El Señor lo llama pecado. Un pecado profundo. Un pecado de odio y hostilidad hacia Él.
Y si tan solo se detuviera allí, pero nuestra corrupción es incluso mucho más profunda que eso. No solo estamos inclinados a ser hostiles hacia Dios, sino también a odiar a nuestro prójimo. Y de nuevo, reaccionamos inicialmente diciendo: “¡Todo esto suena tan duro!”
Pero recuerda que el pecado simplemente no es algo bonito. Aunque, así es como se ve el pecado. Tito 3:3. “Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros”.
Sí, las personas pecadoras hacen cosas tontas. Y cuando otras personas hacen tonterías, nosotros nos sentimos frustrados por eso. Nos impacientamos con ellos y nos inclinamos a burlarnos de ellos. Y ninguna de esas reacciones son expresiones de amor. En cambio, son inclinaciones que nos llevan por el camino del odio, a un odio interno hacia otros.
Y las personas pecadoras son desobedientes. Por ejemplo, cuando los niños desobedecen a sus padres, los padres deben disciplinar a sus hijos, pero siempre teniendo cuidado de hacerlo en amor. Pero en lugar de disciplinar en amor, a veces los padres simplemente se exasperan. Y entonces los niños también se irritan, y se molestan con sus padres. Y el vínculo familiar, que el Señor diseñó para ser un círculo de amor, de repente se degenera, resultando en una enmarañada red de tensiones. Y la hostilidad vuelve a levantar su fea cabeza.
Las personas pecadoras también quedan esclavizadas por todo tipo de pasiones y placeres. Una persona deja que su codicia se convierta en su dios. Y su ansia de tener más lo impulsa. Y al inclinarse y adorar a su egoísmo, puedes estar seguro de que otras personas sufren por ello.
Otros se esclavizan a las pasiones de la lujuria sexual. Y toda su vida comienza a girar en torno a eso. Algunas personas incluso se vuelven adictas a su trabajo. Y de nuevo, los que te rodean sufren cuando la necesidad de tener éxito es el capitán de tu vida. Y así la lista de nuestros pecados continúa. Pero, ¿cuál es el resultado final de todas estas desigualdades? El apóstol Pablo dice: terminamos aborreciéndonos y odiándonos unos a otros. Los resentimientos y los rencores dan vueltas y vueltas en un círculo vicioso.
Y pueden llamarlo como quieran, hermanos y hermanas, pero al final del día estas molestias, agravios y animosidades que experimentamos– en un grado u otro– todos son expresiones de esa inclinación interior que todos tenemos de odiar al prójimo.
Sí, nosotros también. Los que somos hijos de Dios. ¡Sí, nosotros también! No, hazlo más personal. Sí, yo también. Y aquí pensábamos que, en términos generales, éramos gente muy cariñosa y simpática. Bueno, la afilada espada de doble filo de las Escrituras simplemente ha reventado nuestra burbuja de fantasía.
La realidad es que, hermanos y hermanas, estamos podridos en el núcleo de nuestro ser. Nuestros corazones deberían estar llenos de amor, pero por desgracia, existe esta inclinación aparentemente irresistible hacia el odio, que es hostilidad hacia nuestro Dios y animosidad hacia nuestro prójimo.
Entonces, eso es un poco acerca de la magnitud de nuestra propia pecaminosidad. No es una bonita imagen, ¿verdad? No, de hecho, es francamente humillante. Pero, al final, eso es algo bueno. Porque Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes.
Por lo tanto, no evitemos enfrentar las oscuras profundidades de nuestra depravación. Al final, hermanos y hermanas, solo nos hará aún más agradecidos por la abundancia de la gracia salvadora de Dios. AMÉN.