Introducción a la expiación
Autor: Arthur W. Pink
Traductor: Valentín Alpuche
La muerte de Cristo, el Hijo de Dios encarnado, es el acontecimiento más notable de toda la historia. Su singularidad se demostró de varias maneras. Siglos antes de que ocurriera, se predijo toda una asombrosa plenitud de detalles por parte de aquellos hombres a quienes Dios levantó en medio de Israel para dirigir sus pensamientos y expectativas a una revelación más completa y gloriosa de Cristo. Los profetas de Jehová describieron al Mesías prometido, no sólo como una persona de gran dignidad y como alguien que debía realizar milagros maravillosos y benditos, sino también como alguien que debía ser “despreciado y desechado entre los hombres”, y cuyas labores y dolores debían terminar con una muerte de vergüenza y violencia. Además, afirmaron que debía morir no sólo bajo sentencia humana de ejecución, sino que “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Isaías 53:10), sí, para que Jehová clame: “Levántate, oh espada, contra el pastor, y contra el hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos. Hiere al pastor” (Zac. 13:7).
Los fenómenos sobrenaturales que acompañaron la muerte de Cristo lo distinguen claramente de todas las demás muertes. El oscurecimiento del sol al mediodía sin ninguna causa natural, el terremoto que partió las rocas y abrió las tumbas, y el rasgado del velo del templo de arriba a abajo, proclamaron que el que estaba colgado de la Cruz no era un sufridor ordinario.
Así también lo que siguió a la muerte de Cristo es igualmente digno de mención. Tres días después de que Su cuerpo había sido colocado en la tumba de José y el sepulcro sellado con seguridad, Él, por Su propio poder (Juan 2:19; 10:18), rompió las ataduras de la muerte y se levantó triunfante de la tumba, y ahora está vivo para siempre, sosteniendo las llaves de la muerte y el hades en Sus manos. Cuarenta días más tarde, después de haber aparecido una y otra vez en forma tangible ante sus amigos, ascendió al cielo de en medio de sus discípulos. Diez días más después, Él derramó el Espíritu Santo, por quien ellos fueron capacitados para publicar a los hombres de todas las naciones en sus respectivos idiomas, las maravillas de Su muerte y resurrección.
Como otro ha dicho: “El efecto no fue menos sorprendente que los medios empleados para lograrlo. La atención de judíos y gentiles estaba llena de emoción; multitudes fueron convencidas para reconocerlo como el Hijo de Dios y el Mesías; y se formó una iglesia que, a pesar de la poderosa oposición y la cruel persecución, subsiste en la hora actual. La muerte de Cristo fue el gran tema sobre el cual se mandó predicar a los apóstoles, aunque se sabía de antemano que sería ofensivo para todas las clases de hombres; y de hecho lo convirtieron en el tema elegido de sus discursos. ‘Pues me propuse’, dijo Pablo, ‘no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado’ (I Corintios 2:2) … “En el Nuevo Testamento, su muerte es representada como un evento de la mayor importancia, como un hecho sobre el cual descansa el cristianismo, como el único fundamento de esperanza para los culpables, como la única fuente de paz y consuelo, como, de todos los motivos, el más poderoso para excitarnos a mortificar el pecado y dedicarnos al servicio de Dios” (Dr. John Dick).
La muerte y resurrección de Cristo no sólo fue el tema central de la predicación apostólica y el tema principal de sus escritos, sino que es recordada y celebrada en el cielo: el tema de los cánticos de los redimidos en gloria es la persona y la sangre del Salvador: “que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” (Apocalipsis 5:12). “La expiación hecha por el Hijo de Dios, es el comienzo de la esperanza del pecador rescatado, y será el tema de su júbilo, cuando echará su corona delante del trono, cantando el cántico de Moisés y del Cordero” (James Haldane).
Ahora bien, es evidente a partir de todos estos hechos que hay algo peculiar en la muerte de Cristo, algo que inequívocamente la separa de todas las demás muertes, y por lo tanto la hace digna de nuestra atención y estudio más diligentes, orantes y reverentes. Nos corresponde por todo lo que es serio, solemne y saludable, tener concepciones justas y correctas de Su muerte; con lo cual se quiere decir no sólo que sepamos cuándo sucedió, y qué circunstancias la acompañaron, sino que debemos esforzarnos más fervientemente por determinar cuál fue el designio del Salvador al someterse a morir en la Cruz, por qué Jehová lo hirió, y exactamente qué se ha logrado por ello.
Pero al intentar abordar un tema tan importante, tan maravilloso, pero tan indescriptiblemente solemne, recordemos que requiere un corazón lleno de asombro, así como un sentido de nuestra absoluta indignidad. Tocar la periferia misma de las cosas santas de Dios debe inspirar temor reverencial, pero tomar los secretos más íntimos de su pacto, contemplar los consejos eternos de la Santísima Trinidad, esforzarse por entrar en el significado de esa transacción única en el Calvario, que estaba velada por la oscuridad, requiere un grado especial de gracia, temor y humildad, de la enseñanza celestial y de la humilde audacia de la fe. Nuestra esperanza de oración es que Aquel que se complace en usar lo vil y menospreciado (I Corintios 1:28) para promover Su gloria, pueda condescender a concedernos ahora una medida especial de la guía del Espíritu Santo, y dignarse en bendecir este libro para muchos de aquellos a quienes Dios ha amado con un amor eterno.
¿Qué ha hecho Cristo para asegurar la salvación de los pecadores? ¿Cuál es el significado de esa muerte suya de la que depende la salvación? Al principio, debemos ser advertidos justamente de cuáles deben ser las consecuencias de someter la pregunta a la razón humana o de hacer uso de la sabiduría del mundo en la investigación.
“Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios” (I Corintios 1:18). A lo que el apóstol agregó: “pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios”. En vista de estas declaraciones, era fácil para las generaciones pasadas de los santos anticipar cuál sería el resultado inevitable cuando la sabiduría del mundo, que estaba completamente dispuesta contra el Evangelio que Pablo predicaba, se constituyera en su intérprete, o se atreviera a acomodarlo a los principios mundanos.
Hace sesenta años, el Sr. James Inglis, escribiendo en “The Waymarks of the Wilderness” sobre “La Expiación”, dijo:
Hay una pregunta que subyace a toda controversia teológica: y a medida que nos acercamos a la crisis, está saliendo cada vez más a la superficie. La pregunta en todo esto realmente es: si Dios o el hombre han de ser lo supremo; si la gloria de Dios o el supuesto interés del hombre es el centro alrededor del cual todo ha de girar; si la voluntad de Dios ha de ser suprema e incuestionable, o si toda expresión de ella ha de ser llevada al tribunal de la razón humana; y si todo en teología, como en moral, es juzgado por su razonabilidad y su aparente utilidad para el hombre. Aquellos que dicen ser los teólogos y moralistas más avanzados, exaltan la naturaleza humana al lugar del árbitro soberano de la verdad y lo correcto, y buscan aplicar su máxima favorita con respecto a los gobiernos terrenales también al gobierno divino: que existe solo para el bien —hasta ahora apenas tendrían la audacia de decir por el consentimiento— de los gobernados.
“Esta cuestión fundamental de la supremacía divina o humana subyace a los puntos de vista que los hombres adoptan de la inspiración y la autoridad de las Escrituras. Por un lado, la pregunta es simplemente, ¿Qué está escrito? Por otro lado, se reclama un derecho para decidir lo que debe escribirse, la misma presunción que Satanás enseñó a nuestros primeros padres con respecto a lo que Dios había dicho. Cuando se ejerce este derecho reclamado, poco de la revelación queda sin modificar. Uno de los primeros puntos en los que la razón orgullosa entra en conflicto con lo que está escrito es la condición natural del hombre. Tampoco debemos sorprendernos si se rebela contra la estimación divina del hombre caído, y contra la sentencia bajo la cual yace como por naturaleza un hijo de ira, muerto en delitos y pecados, vil, contaminado, indefenso y sin esperanza en sí mismo. Es sólo el Espíritu de Dios el que puede convencer a un hombre de pecado en el sentido bíblico; y mientras la apelación sea a la razón humana, la visión bíblica de la condición del hombre será rechazada. Aunque no se puede negar que los hechos en el caso, ya sea en la historia de un individuo o de la humanidad, corroboran más dolorosamente el punto de vista de las Escrituras, y aunque las descripciones más humillantes de la depravación humana en la Palabra de Dios parecen ser solo historia condensada, hay una maravillosa facilidad para compensar las tristes realidades por una excelencia ideal, y encubrirlas con brillantes delineaciones de las posibilidades del progreso humano. El poder del autoengaño y la autoadulación en el corazón humano es asombroso. Los admirables sentimientos que se expresan elegantemente en los escritos de hombres cuyas vidas estaban muy lejos de ejemplificarlos, sirven para encubrir la depravación profunda y general de la época en que vivieron. Sus admiradores modernos se estiman más bien por su admiración de estos sentimientos virtuosos, que por lo que saben que son en la vida y en carácter. Nunca este poder de autoengaño y autoadulación se ilustra más claramente que cuando entra en la esfera del cristianismo, sustituyendo el Sermón de la Montaña por los discursos de los moralistas paganos, y contando todas las gracias del hombre renovado, si no es que las perfecciones vivientes del Verbo hecho carne, entre las posibilidades de la cultivación humana. Que el hombre ha caído, no puede ser negado; pero se nos enseña que el mal es incidental, no inherente, y puede atribuirse a la degeneración física, a la influencia de un mundo desordenado, del mal ejemplo y de una educación defectuosa. Aunque no está desarrollado y latente en el alma, existe una nobleza inherente, el germen de toda excelencia, que solo necesita ser despertada y apreciada, hasta que se expande en una perfección que la hace idónea para la herencia de los santos en la luz.
Tales puntos de vista de la condición natural del hombre conducen a una modificación correspondiente de la doctrina bíblica de la regeneración, que, según nuestros teólogos liberales, no es más que el despertar de la excelencia latente del hombre, dando un nuevo giro a los afectos y poderes mal dirigidos, y es el primer paso en el desarrollo de su nobleza inherente. El testimonio de la Escritura en cuanto a la ruina total del hombre, y la necesidad de nacer de nuevo, en los términos singularmente enfáticos utilizados con referencia a lo uno y a lo otro, podría parecer presentar una objeción insuperable al esquema de autoexaltación; pero una evasión de la objeción ya ha sido prevista en una teoría de la inspiración que permite que todo lo que en las Escrituras es irreconciliable con su teología, se explique como la exageración de los entusiastas o la imagen audaz de los poetas orientales.
En tal sistema de doctrina, la misión de Cristo no puede tener lugar, excepto cuando promueve este desarrollo moral, o lo ayuda. Porque, en primer lugar, en la audaz exaltación del hombre, el carácter revelado de Dios es manipulado; Sus perfecciones se vuelven tributarias al supuesto interés de Sus criaturas; Su justicia, santidad y verdad se resuelven en benevolencia; de modo que no hay demandas de justicia que satisfacer, ni santidad y verdad que ser vindicadas, y el pecado sólo debe ser tomado en cuenta en la medida en que pueda interferir con el bienestar de la criatura. La humillación, el sufrimiento y la muerte del Hijo de Dios no proporcionaron más que un espectáculo impresionante, por el cual los efectos malignos de un perdón incondicional del pecado podrían ser evitados, y por el cual el corazón del pecador se derrite y puede ser conciliado. La vida y la muerte de Cristo, en resumen, son las influencias morales por las cuales se despierta la excelencia latente del alma, el amor a Dios y al hombre engendrado, y por las cuales el errante debe ser llevado al camino de la virtud. Es ahora que la ‘influencia’ del Espíritu Santo, en lugar de Su actuación personal, llega para hacer eficaz a la verdad y ayudar al desarrollo moral, así como en el mundo natural la influencia de los rayos del sol cambia la desolación del invierno en el verdor de la primavera”.
Cuando recordamos que la Expiación es el tema más importante que puede atraer la mente de los hombres o de los ángeles: que no sólo asegura la felicidad eterna de todos los elegidos de Dios, sino que también da al universo la visión más completa de las perfecciones del Creador; que en ella están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento, mientras que por ella se revelan las inescrutables riquezas de Cristo; que a través de la misma Iglesia que ha sido comprada por la expiación, se da a conocer a los principados y potestades en los lugares celestiales la multiforme sabiduría de Dios (Efesios 3:10), ¡entonces qué importancia suprema debe ser entenderla correctamente! Pero ¿cómo puede el hombre caído comprender estas verdades a las que su corazón depravado tanto se opone? Toda la fuerza del intelecto es menos que nada cuando intenta, en su propia fuerza, comprender las cosas profundas de Dios. Puesto que un hombre no puede recibir nada excepto que se le dé desde el cielo (Juan 3:27), se requiere mucho más una iluminación especial por el Espíritu Santo si ha de entrar en este misterio más elevado.
“Grande es el misterio de la piedad” (I Tim. 3:16). Asombrosa más allá de toda concepción finita es esa transacción que se consumó en el Gólgota. Allí vemos morir al Príncipe de la Vida. Allí contemplamos al Señor de la Gloria hecho un espectáculo de vergüenza indescriptible. Allí vemos al Santo de Dios hecho pecado por Su pueblo. Allí somos testigos de que el Autor de toda bendición se hizo una maldición por los gusanos de la tierra. Es el misterio de los misterios que Él, que no es otro que Emanuel, se incline tan bajo como para unir la infinita majestad de la Deidad con el grado más bajo de humillación al que era posible descender. No podría haber ido más bajo y ser Dios. Bien dijo el puritano Sibbes: “Dios, para mostrarnos su amor, se mostró a sí mismo como Dios en esto: que podía ser Dios e ir tan bajo como para morir” (Vol. 5, p. 327).
Entonces, ¿a qué fuente podemos apelar por luz, por comprensión, por una explicación e interpretación de la Cruz?
El razonamiento humano es inútil, la especulación es profana, las opiniones humanas no valen nada. Por lo tanto, estamos absolutamente cerrados a lo que Dios se ha complacido en darnos a conocer en Su Palabra.
Si es cierto que no podemos saber nada sobre el origen de la antigua creación, excepto lo que revelan las Sagradas Escrituras, las conjeturas insensatas y conflictivas de la “falsamente llamada” ciencia (I Tim. 6:20) solo sirven para hacer esto más evidente y entonces dependemos mucho más de la enseñanza de la Sagrada Escritura con respecto al fundamento sobre el cual descansa la nueva creación. En su espléndida obra sobre “La Expiación” (1867), el Dr. A. A. Hodge afirmó correctamente: “Insisto en que, como el Evangelio es totalmente una cuestión de revelación divina, la respuesta a la pregunta: ¿Qué hizo Cristo en la tierra para reconciliarnos con Dios?, debe buscarse exclusivamente en una inducción completa y justa de todas las partes de la Escritura que enseñan sobre el tema. A partir de un estudio de todo el asunto revelado sobre el tema, ¿qué, a juicio de una mente sin prejuicios por las teorías, pretendían que creyéramos los escritores sagrados? El resultado de tal examen, no modificado por la filosofía o las analogías seculares, es solo, insistimos, la verdadera obra redentora de Cristo.
Bien dijo este siervo de Dios profundamente educado: “sin modificar por analogías seculares”. La verdad de Dios ha sido groseramente pervertida, el honor de Cristo gravemente mancillado, y el pueblo de Dios (que era demasiado perezoso para estudiar diligentemente las Escrituras por sí mismo) a menudo ha sido engañado por los esfuerzos superficiales de predicadores irreverentes, que buscaban “ilustraciones” de las analogías imaginarias en las relaciones humanas. Por ejemplo: se cita el caso de un criminal, en cuyo carácter no hay rasgo redentor, que es condenado a muerte por sus delitos agravados. Cuando se para en el patíbulo, se supone que la Reina de Inglaterra debe enviar a su hijo y heredero a morir en lugar del villano, para que pueda volver a ser libre en la sociedad. Sin embargo, esta suposición monstruosa y repugnante fue ofrecida el siglo pasado como una ilustración de Juan 3:16 en el discurso de un predicador popular de amplia reputación.
El plan de redención, el oficio de nuestro Fiador, y la satisfacción que Él rindió a las demandas de justicia contra nosotros, no tienen paralelo en las relaciones de los hombres entre sí. Somos llevados por encima de la esfera de las relaciones más elevadas de los seres creados a los augustos consejos del Dios eterno e independiente. ¿Traemos nuestra propia cuerda para medirlos? Estamos en la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; uno en perfección, voluntad y propósito. Si la justicia del Padre exige un sacrificio, el amor del Padre lo proporciona. Pero el amor del Hijo corre paralelo al del Padre; y no sólo en la transacción general, sino en cada acto de ella, vemos el consentimiento pleno y libre del Hijo. En toda la obra vemos el amor del Padre tan claramente mostrado al igual que el amor del Hijo: y de nuevo, vemos el amor del Hijo por la justicia y el odio a la iniquidad tan claramente mostrado como el del Padre, en esa obra de la cual era imposible decir si la manifestación del amor o la justicia es la más asombrosa. Al emprender esta tarea, oímos al Hijo decir con amoroso deleite: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:9); mientras contempla su conclusión, le oímos decir: ‘Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar’ (Juan 10:17). Son uno en la gloriosa manifestación de las perfecciones comunes, y en el gozo de todos los resultados benditos. El Hijo es glorificado por todo lo que es para la gloria del Padre. Y mientras, en la consumación de este plan, la sabiduría de Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) se mostrará, como no podría haber sido de otra manera, a los principados y potestades en los lugares celestiales, el hombre arruinado, en Cristo, será exaltado a las alturas de gloria y bienaventuranza que de otro modo serían inalcanzables.
Pero, aunque no se puede encontrar ningún paralelo a la gran transacción de la Expiación, o a las relaciones del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo con su cumplimiento, en ninguna de las relaciones de meras criaturas entre sí, Dios ha adoptado con gracia una serie de tipos, históricos y ceremoniales, para la iluminación de Su gran plan, y especialmente para la ilustración de los diversos aspectos de los oficios y la obra de Cristo. En estos, la sabiduría divina se muestra notablemente. Por medio del sistema tipológico, Dios estaba educando a los hombres para las “cosas buenas por venir”, y preparando el lenguaje humano para ser un medio apropiado de la revelación de Su gracia en Cristo. Al introducir el sistema levítico, Dios nos ha mostrado el sentido en el que deben entenderse palabras (en el Nuevo Testamento) como sacrificio, sacerdocio, propiciación y redención. No podemos dar aquí una exposición de estos tipos; nuestro propósito al referirnos a ellos aquí es simplemente llamar la atención sobre el hecho de que proporcionan la clave necesaria para desvelar este misterio del Nuevo Testamento.
Lo que es extraordinariamente prominente en los sacrificios típicos del Antiguo Testamento es, primero, que fueron ofrecidos a Dios, teniéndolo por su objeto y fin, en lugar de ser exhibiciones para impresionar a los hombres. Segundo, que son expiatorios, expiatorios del pecado, borrando las iniquidades. Tercero, que, así como los pecados del oferente fueron imputados a la víctima, así la excelencia de la víctima fue atribuida al oferente. Cuarto, que algo más se efectuó por estas ofrendas que una expiación hecha por los pecados: se ofreció una satisfacción a la santidad y justicia de Dios. Esto nos lleva a llamar la atención sobre el título de este libro, y aquí no podemos hacer nada mejor que dar a continuación un resumen de los hábiles comentarios del Dr. Hodge sobre este punto:
Durante la última parte del siglo XIX, la palabra “Expiación” se empleó comúnmente para expresar lo que Cristo obró para la salvación de Su pueblo. Pero antes de eso, el término utilizado desde los días de Anselmo (1274), y empleado habitualmente por todos los reformadores, era “Satisfacción”. El término más antiguo es mucho más preferible, primero, porque la palabra “Expiación” es ambigua. En el Antiguo Testamento se usa para una palabra hebrea que significa “cubrir haciendo expiación”. En el Nuevo Testamento ocurre una sola vez, Romanos 5:11, y allí se da como la traducción de una palabra griega que significa “reconciliación”. Pero la reconciliación es el efecto de la obra de Cristo que expia el pecado y propicia a Dios. Por otro lado, la palabra “satisfacción” no es ambigua. Siempre significa esa obra completa que Cristo hizo para asegurar la salvación de su pueblo, ya que esa obra está relacionada con la voluntad y la naturaleza de Dios.
Una vez más: la palabra “Expiación” es demasiado limitada en su significado para el propósito que se le ha asignado. No expresa todo lo que las Escrituras declaran que Cristo hizo para cumplir con las demandas completas de la ley de Dios. Significa propiamente la expiación del pecado, y nada más. Señala lo que Cristo rindió a la justicia de Dios, al llevar vicariamente el castigo debido a los pecados de su pueblo; pero no incluye la obediencia vicaria que Cristo rindió a los preceptos de la ley, cuya obediencia se imputa a todos los elegidos. Por otro lado, el término “Satisfacción” incluye naturalmente ambos. “Puesto que las exigencias de la ley sobre los hombres pecadores son tanto preceptivas como penales – la condición de la vida es ‘hacer esto y vivir’ mientras que la pena denunciada por la desobediencia es: ‘el alma que pecare morirá’– se deduce que cualquier obra que satisfaga plenamente las demandas de la ley divina en favor de los hombres debe incluir (1) la obediencia que la ley exige como condición de vida, y (2) el sufrimiento que exige como castigo del pecado”.
Que el Señor pueda en su gracia hacer aptos tanto al escritor como al lector para contemplar y comprender este maravilloso tema de tal manera que pueda dar mucho fruto para Su gloria y alabanza.