PSICHOPANIQUIA
EL SUEÑO IMAGINARIO DEL ALMA
Una refutación del error sostenido por algunas personas inhábiles,
que ignorantemente imaginan que en el intervalo entre la muerte y el juicio
el alma duerme. Junto con una explicación de la condición y vida del alma
después de la vida presente.
Juan Calvino
Traductor: Juan Flavio De Sousa
El título de Psicopaniquia deriva de las palabras griegas que significan «el sueño del alma»; el objeto del tratado es demostrar, en parte por la razón, pero muy especialmente a través de las Escrituras, que no existe tal sueño. Fue publicado en 1534, cuando Calvino tenía veinticinco años de edad, y es, en consecuencia, con la excepción del Comentario sobre la Clementia de Séneca, publicado en 1532, el más temprano de todos sus escritos, y dos años anterior que la Institución, cuya primera edición conocida apareció en 1536. Por lo tanto, posee, especialmente para aquellos que se deleitan en seguir el progreso de una mente maestra, un interés adicional al que le confiere su mérito.
Calvino dice que la invención que refuta es de origen árabe, pero que primero fue destacada por algunos de los fanáticos más salvajes de los anabaptistas, para quienes todo lo nuevo y monstruoso parece haber tenido una atracción irresistible. En tiempos más modernos, se ha intentado darle una forma filosófica, como corolario necesario del dogma del Materialismo defendido por Priestley y otros.
Parecería que la invención, por salvaje e irracional que sea, había progresado considerablemente en un período temprano de la Reforma, y contaba con numerosos conversos, no solo entre los fanáticos que la habían revivido, sino en sectores más respetables, donde se podrían haber esperado cosas mejores.
Uno se queda perplejo al comprender por qué fue recibida con tanto favor, ya que la idea que sugiere, lejos de ser atractiva, es naturalmente repugnante. Probablemente fue bien recibida, no tanto por sí misma, sino por la gran ayuda que se suponía que podía prestar en la controversia popular. Si una vez establecido que el alma se duerme en la muerte, y no despierta a la conciencia hasta que se une de nuevo al cuerpo en la resurrección, el Papa sería inmediatamente excluido de la mayor parte de su dominio y privado de las ramas más lucrativas de su comercio. No habría santos a los que rendir honores divinos, ni purgatorio del que las pobres almas pudieran ser liberadas con mayor o menor celeridad, según el número de misas bien pagadas que se rezaran por ellas.
Si la cordial acogida que se dio al dogma se debió al beneficio colateral que así se suponía derivar de él, sólo añade otro a los muchos casos en que el hombre ciego daría arrogantemente lecciones a su hacedor, y organizaría el mundo según un plan mejor que el que su infinita sabiduría ha ideado. Porque proporcionaría una refutación triunfante de las leyendas y ficciones papistas: ¡el alma debe perecer con el cuerpo y una ruina común debe alcanzar a ambos!
Al parecer, el tema había atraído la atención en Inglaterra, ya que encontramos que el tratado fue traducido en el reinado de la reina Isabel. El título (N. del T. traducido al español) de la página es el siguiente: Tratado sobre la inmortalidad del alma, por el que se demuestra que las almas, después de la muerte de los cuerpos, están despiertas y viven, contra los que piensan que duermen. Por Juan Calvino. Traducido del francés por Tho. Stocker. Fue «Impreso por John Day. Londres, 1581».
En la Psicopaniquia, Calvino, conociendo el tipo de personas con las que tenía que tratar, se acomoda a sus capacidades; y en lugar de entrar en gran medida en disquisiciones especulativas que el tema parece sugerir, y a las que el carácter metafísico de su propia mente debe haberle inclinado fuertemente, se detiene principalmente en el argumento escritural, examinando cuidadosamente todos los pasajes que los defensores del dogma habían aducido como favorables a su punto de vista, y aduciendo otros por los que está completamente derribado. Si por la adopción de este plan, el tratado pierde algo en el punto de exactitud filosófica, gana mucho en riqueza de ilustración bíblica; y demuestra que, incluso en este período temprano, al escribir su primera publicación teológica, Calvino dio promesa de la excelencia casi sin igual a la que finalmente se formó como comentarista.
Henry Beveridge
Mayo de 1851.
PREFACIO DE JUAN CALVINO A UN AMIGO
Hace mucho tiempo, cuando ciertas personas piadosas me invitaron, e incluso me urgieron, a publicar algo con el propósito de reprimir la extravagancia de aquellos que, tanto ignorante como tumultuosamente, sostienen que el alma muere o duerme, no pude ser inducido por toda su urgencia, tan reacio me sentía a involucrarme en ese tipo de disputa. En aquel momento, en efecto, no carecía de excusa, en parte porque esperaba que aquel absurdo dogma desapareciera pronto por sí mismo, o al menos quedara confinado a unos pocos triviales; en parte porque no creía conveniente comprometerme con partidarios cuyo campamento, armas y estratagemas apenas conocía. Porque, hasta entonces, no me habían llegado más que murmullos y sonidos roncos, de modo que enfrentarme a los que aún no habían salido a la arena, no parecía nada mejor que golpear a ciegas el aire. El resultado, sin embargo, ha sido diferente de lo que esperaba. Estos parlanchines se han esforzado tan activamente, que ya han arrastrado a miles a su locura. E incluso el propio error, según veo, se ha agravado. Al principio, algunos sólo alegaban vagamente que el alma duerme, sin definir lo que querían que se entendiera por «sueño». Después surgieron los ψυχοκονοι, que asesinan almas, aunque sin infligirles una herida. El error de los primeros, ciertamente, no era soportable; pero creo que la locura de los segundos debería ser severamente reprimida. Ambos carecen de apoyo en la razón y el juicio; pero no es tan fácil persuadir a otros de esto sin refutar abiertamente su vanidad, y exponerla, por así decirlo, en su cara. Esto sólo puede hacerse exhibiéndola tal como aparece en sus escritos. Se dice que hacen circular sus locuras en una especie de tratados, que nunca he visto. Sólo he recibido algunas notas de un amigo, que había tomado nota de lo que había oído superficialmente de sus labios, o recogido por otros medios.
Aunque una de las razones por las que no he escrito ha sido parcialmente eliminada por estas notas, la otra aún permanece. Sin embargo, mientras los hombres, mediante susurros y una garrulidad por la que son notables, se insinúan sigilosamente y atrapan en su error a no menos de los que la circulación de libros impresos podría permitirles, siento que no podría defenderme bien de la acusación de ser un traidor a la verdad si, en circunstancias tan urgentes, me mantuviera alejado y callado. Y, aunque confío en que mi labor será de la mayor utilidad para los más inexpertos y menos experimentados, y no sin cierta utilidad también para los moderadamente instruidos que han prestado alguna ligera atención al tema, no dudaré en dar una razón de mi fe a todos los buenos, no una razón tal, tal vez, que pueda equiparlos completamente tanto para la defensa como para llevar la guerra al campo de los enemigos, pero tal que no los deje del todo desarmados. Si la importunidad de estos hombres para hacer circular sus sueños entre el vulgo me lo hubiera permitido, de buena gana habría declinado una contienda de esta naturaleza, en la que el fruto obtenido no es igual al trabajo gastado, siendo este uno de los casos a los que se aplica particularmente la exhortación del apóstol a ser sobriamente sabios. Pero, aunque anhelamos esta sobriedad, no nos permiten emplearla. Aun así, me esforzaré por tratar el tema con moderación y mantenerlo dentro de los límites debidos.
Ojalá se hubiera ideado algún otro método para extirpar el mal, que avanza demasiado, a fin de evitar que gane terreno cada día y se extienda como un cáncer. Tampoco aparece ahora por primera vez, pues leemos que se originó con algunos árabes, que sostenían que «El alma muere con el cuerpo, y que ambos resucitan en el Día del Juicio».[1] Algún tiempo después, Juan, obispo de Roma, abordó el tema, y fue obligado a retractarse por la Facultad Teológica de París.[2] Estuvo latente durante algunas épocas, pero últimamente ha comenzado a lanzar chispas, avivada por algunas escorias de anabaptistas. Éstos, esparcidos por todas partes, han encendido antorchas, ¡y ojalá se extinguieran pronto por la lluvia voluntaria que el Señor ha reservado para su herencia!
Defenderé la causa sin odio hacia ningún hombre, sin afrenta personal hacia ningún hombre, en resumen, sin ninguna amargura de invectiva, para que nadie pueda quejarse de haber sido herido, o siquiera ligeramente ofendido. Y, sin embargo, en la actualidad, se pueden ver personas que dan rienda suelta a un temperamento criticón, mordaz y burlón, que, si tan sólo se les pusiera un dedo encima, darían un grito lamentable de que «la unidad de la iglesia está hecha pedazos, y la caridad violada». A tales, que esta sea nuestra respuesta: en primer lugar, que no reconocemos ninguna unidad excepto en Cristo; ninguna caridad de la cual Él no sea el vínculo; y que, por lo tanto, el punto principal para preservar la caridad es mantener la fe sagrada e íntegra. En segundo lugar, que esta discusión puede proceder sin ninguna violación de la caridad, siempre que los oídos con que escuchen correspondan a la lengua que yo empleo.
A usted, honorable señor, he considerado correcto dedicarle este pequeño tratado por muchas razones, pero por una en especial, porque veo que, en medio de esos tumultos de opiniones vanas con las que los espíritus vertiginosos perturban la paz de la iglesia, usted se mantiene firme y completo en prudencia y moderación.
Orleans, 1534.
AL LECTOR.
Al leer de nuevo esta discusión, observo que, en el calor del argumento, se me han escapado algunas expresiones bastante severas y ásperas, que pueden, tal vez, ofender a oídos delicados; y como sé que hay algunos hombres buenos en cuyas mentes se ha inculcado alguna parte de este dogma, ya sea por excesiva credulidad o por ignorancia de las Escrituras, con las que en su momento no estaban armados como para poder resistir, no estoy dispuesto a ofenderlos en la medida en que me lo permitan, ya que no son perversos ni maliciosos en su error. Deseo, por tanto, advertirles de antemano que no tomen nada de lo dicho como una afrenta a ellos mismos, sino que comprendan que, siempre que hago uso de alguna libertad de expresión, me refiero a la nefasta manada de anabaptistas, de cuya fuente fluyó primero, como he observado, este torrente nocivo, y contra los cuales nada de lo que he dicho iguala sus merecimientos. Si en el futuro tengo que luchar con ellos, estoy decidido a que me encuentren, si no muy hábil, sí ciertamente firme y, como me atrevo a prometer, por la gracia de Dios, un invencible defensor de la verdad. Y, sin embargo, contra ellos no he dado rienda suelta inmoderadamente a mi bilis, habiéndome abstenido constantemente de toda pertinacia y petulancia de palabra; templando mi pluma de modo que sea más apta para enseñar que para forzar, y sin embargo capaz de atraer a aquellos que no están dispuestos a dejarse guiar. Ciertamente era mucho más mi intención reconducir a todos al buen camino, que provocarlos a la ira.
A todos los que han de leer, les exhorto y suplico por el nombre de Dios y de nuestro Señor Jesucristo, que traigan un juicio imparcial y una mente preparada como para ser la sede de la verdad. Soy consciente del poder que tiene la novedad para hacer cosquillas en los oídos de ciertas personas; pero debemos reflexionar que «la verdad solo tiene una voz», la que sale de los labios de nuestro Señor. Solo a Él debemos abrir nuestros oídos cuando la doctrina de la salvación está en cuestión, mientras que a todos los demás debemos mantenerlos cerrados. Su palabra, digo, no es nueva, sino la que fue desde el principio, es y siempre será. Y así como yerran aquellos que, cuando la palabra de Dios, que había sido dejada de lado por perversa costumbre o pereza, sale a la luz, la acusan de novedad; así yerran, en la otra dirección, aquellos que son como juncos movidos por el viento, es más, que se inclinan y se doblan a la menor brisa. Cuando hablamos de aprender a Cristo, ¿queremos decir que hemos de prestar oídos, sin tener en cuenta la Palabra de Dios, a cualquier doctrina, aunque sea verdadera? Si la recibís como de hombre, ¿no abrazaréis la falsedad con la misma facilidad? Pues ¿qué tiene el hombre de propio sino vanidad?
Tal no fue la conducta de aquellos que, una vez recibida la palabra, escudriñaron las Escrituras para ver si estas cosas eran así (Hch 17:11), noble ejemplo, si quisiéramos imitarlo; pero nosotros, no sé por qué pereza, o más bien por desprecio, recibimos la Palabra de Dios de tal manera que, cuando hemos aprendido tres sílabas, inmediatamente nos hinchamos con una opinión de sabiduría, y nos creemos hombres ricos y reyes. De ahí que veas a tantos que, ignorantes ellos mismos, no cesan de vociferar trágicamente sobre la ignorancia de la época. Pero ¿qué pueden hacer? Se llaman, y quisieran ser considerados cristianos, porque tienen un ligero conocimiento de algunos lugares comunes; y como se avergonzarían de ser ignorantes de algo, con la mayor confianza, como desde un trípode, dan decisiones sobre todas las cosas. De ahí tantos cismas, tantos errores, tantos tropiezos para nuestra fe, por los cuales el nombre y la Palabra de Dios son blasfemados entre los impíos. Al fin, (¡ésta es la cabeza del mal!) mientras proceden obstinadamente a defender lo que una vez han balbuceado temerariamente, comienzan a consultar los oráculos de Dios, a fin de encontrar allí apoyo a sus errores. Entonces, Dios mío, ¿qué es lo que no pervierten?, ¿qué es lo que no adulteran y corrompen, para poder, no digo torcerlo, sino distorsionarlo a su propio parecer? Como dijo en verdad el poeta: «La furia suple a la armadura».
¿Es ésta la manera de aprender, hacer rodar las Escrituras una y otra vez, y torcerlas en busca de algo que pueda servir a nuestra lujuria, o forzarlas a someterse a nuestro sentido? Nada puede ser más absurdo que esto, ¡oh plaga perniciosa! ¡Oh cizaña ciertamente sembrada por mano enemiga, con el propósito de inutilizar la verdadera semilla! ¿Y todavía nos asombramos de las muchas sectas entre aquellos que al principio habían renunciado a su adhesión al Evangelio y a la palabra vivificadora? Yo, por mi parte, estoy aterrorizado por la terrible denuncia,
«El reino de Dios será quitado de vosotros y será dado a gente que produzca los frutos de él» (Mt 21:43).
Aquí, sin embargo, desisto de mis quejas: porque escribiría un gran volumen si declamara en términos justos sobre la perversidad de esta época. Hermanos, amonestados por tantos ejemplos, hagámonos por fin, aunque tarde, sabios. Aferrémonos siempre a los labios de nuestro Señor, y no añadamos a su sabiduría ni mezclemos con ella nada nuestro, no sea que como la levadura corrompa toda la masa, y haga que hasta la misma sal que está dentro de nosotros quede sin sabor. Mostrémonos como los discípulos que nuestro Señor desea tener: pobres, vacíos y desprovistos de sabiduría propia: deseosos de aprender, pero sin saber nada, e incluso sin desear saber nada más que lo que Él ha enseñado; rechazando todo lo que sea de origen extraño como el veneno más mortífero.
Quisiera obviar aquí las objeciones de aquellos que culparán mi presente empresa, acusándome de suscitar feroces contiendas por nada, y de hacer de diferencias insignificantes la fuente de violentas disensiones: pues no faltan algunos que así me lo reprochan. Mi respuesta es que cuando la verdad divina es atacada abiertamente, no debemos tolerar la adulteración de una sola pizca de ella. Ciertamente no es un asunto trivial ver la luz de Dios extinguida por las tinieblas del diablo; y, además, este asunto es de mayor importancia de lo que muchos suponen. Tampoco es cierto como alegan que quien no consiente en los errores de los demás, muestra un odio mortal al disentir de ellos. He censurado la curiosidad de quienes agitan cuestiones que en verdad no son más que meras torturas para el intelecto. Pero después de haber despertado esta camarina, su temeridad debe ser reprimida, para que no prevalezca sobre la verdad. Si he tenido éxito en esto, no lo sé: ciertamente era mi deseo, y lo he hecho lo mejor que he podido. Si otros pueden hacerlo mejor, ¡que se presenten por el bien público!
Basilea, 1536.
PSICOPANIQUIA
En la continuación de esta discusión no me extenderé mucho, sino que procuraré explicarme con la mayor sencillez y claridad. En todo debate, en efecto, es de la mayor importancia que el tema sea claramente visto por el escritor, y expuesto claramente ante sus lectores; no sea que él se desvíe más allá de sus límites, y se pierda en mera locuacidad, o que ellos, ignorantes del terreno, se extravíen por no conocer el camino. Esto es particularmente necesario observarlo cuando el tema es materia de controversia, ya que allí no solo nos proponemos enseñar, sino que tenemos que ver con un oponente que (tal es el temperamento del hombre) ciertamente no se dejará vencer, si puede evitarlo, ni confesará la derrota mientras pueda divertirse y hacer una distracción con réplicas cavilosas y tergiversaciones. El mejor método para presionar a un enemigo y retenerlo de modo que no pueda escapar, es exponer el punto controvertido, y explicarlo tan clara y distintamente, que puedas llevarlo de inmediato como si fuera cuerpo a cuerpo.
Nuestra controversia, entonces, recae sobre el alma humana. Algunos, aunque admiten que tiene una existencia real, imaginan que duerme en un estado de insensibilidad desde la muerte hasta el Día del Juicio, cuando despertará de su sueño. Otros admitirán antes cualquier cosa que su existencia real, sosteniendo que es meramente un poder vital que se deriva del espíritu arterial por la acción de los pulmones, y siendo incapaz de existir sin el cuerpo, perece junto con el cuerpo, y se desvanece y se vuelve evanescente hasta el período en que el hombre entero resucitará. Nosotros, en cambio, sostenemos que es una sustancia y que, después de la muerte del cuerpo, vive verdaderamente, pues está dotada de sentido y de entendimiento. Nos comprometemos a probar estos dos puntos con pasajes claros de la Escritura. Dejemos que la sabiduría humana se pronuncie sobre este punto, pues, aunque piensa mucho sobre el alma, no percibe ninguna certeza con respecto a ella. También aquí deben ceder los filósofos, ya que en casi todos los temas su práctica habitual es no poner fin ni medida a sus disensiones, mientras que en este tema en particular se pelean, de modo que apenas encontrarás a dos de ellos de acuerdo en un solo punto. Platón, en algunos pasajes, habla noblemente de las facultades del alma; y Aristóteles, al disertar sobre ella, ha superado a todos en agudeza. Pero qué es el alma, y de dónde es, es vano preguntarles a ellos, o de hecho a todo el cuerpo de sabios, aunque ciertamente pensaron más pura y sabiamente sobre el tema que algunos entre nosotros, que se jactan de ser discípulos de Cristo.
Pero antes de seguir adelante, debemos cortar todo asidero para la logomaquia, que podría ser proporcionada por nosotros dando el nombre de «alma» y «espíritu» indistintamente a lo que es objeto de controversia y, sin embargo, a veces hablando de los dos como diferentes. Por el uso de la Escritura se dan diferentes significados a estos términos; y la mayoría de la gente, sin prestar atención a esta diferencia, toma el primer significado que se les ocurre, se aferran a él y lo mantienen pertinazmente. Otros, habiendo visto que «alma» se usa a veces por «vida», sostienen que éste es invariablemente el caso, y no se dejan convencer de lo contrario. Si se encuentran con el pasaje de David, que dice «Aunque mientras viva, llame dichosa a su alma» (Sal 49:18). Aquí interpretarán que su vida es bendita en vida.
Del mismo modo, si se presenta el pasaje de Samuel: «Por vida tuya, y por vida de tu alma» (2S 11:11), dirán que no hay significado en estos términos. Sabemos que «alma» se usa muy a menudo para la vida en pasajes como los siguientes[3]: «Mi vida está de continuo en peligro», «¿Por qué quitaré mi carne con mis dientes, y tomaré mi vida en mi mano?», «¿No es la vida más que el alimento?», «Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma». (Sal 119:109; Job 13:14; Mt 6:25; Lc 12:20.) Hay otros pasajes similares que estos cazadores de almas siempre tienen en la boca. No hay motivo, sin embargo, para su gran autocomplacencia, ya que deberían observar que alma se usa allí como metonimia de vida, porque el alma es la causa de la vida, y la vida depende del alma, una figura que los niños aprenden incluso desde sus rudimentos. Es imposible no asombrarse de la presunción de estos hombres, que tienen tan alta opinión de sí mismos, y preferirían ser considerados sabios por los demás, aunque necesitan que se les enseñe el uso de las figuras y los primeros elementos del lenguaje. En este sentido se dijo que «el alma de Jonatán quedó ligada a la de David»; el alma de Siquem «se apegó a Dina, la hija de Lea»; y Lucas dice que «la multitud de los que habían creído era un corazón y un alma» (1S 18:1; Gn 34:3; Hch 4:32). ¿Quién no ve que hay mucha fuerza en hebraísmos como el siguiente? «Bendice, alma mía, a Jehová», «Mucho te has engrandecido», «Engrandece mi alma al Señor» (Sal 103:1; 104:1; Lc 1:46.) Se expresa algo más indescriptible que si se dijera sin añadidura: ¡Bendice a Jehová; engrandece mi alma Señor!
A veces la palabra «alma» se usa meramente para un hombre vivo, como cuando se dice que sesenta almas descendieron a Egipto (Ex 1:5). De nuevo, «El alma que pecare, esa morirá», —«La persona que atendiere a encantadores o adivinos… la cortaré de entre su pueblo», etc. (Ez 18:20; Lv 20:6.) A veces también se le llama al aliento que los hombres inhalan y respiran, y en el que reside el movimiento vital del cuerpo. En este sentido entiendo los siguientes pasajes: «Se ha apoderado de mí la angustia; pues mi vida está aún toda en mí», «No os alarméis, pues está vivo», «Te ruego que hagas volver el alma de este niño a él» (2S 1:9; Hch 20:10; 1R 17:21.) Es más, en el mismo sentido en que decimos, en lenguaje ordinario, que el alma es «exhalada» y «expira», la Escritura habla del alma «partiendo», como cuando se dice de Raquel: «Y aconteció que al salírsele el alma (pues murió), llamó su nombre Benoni» (Gn 35:18).
Sabemos que espíritu es literalmente «aliento» y «viento», y por esta razón los griegos lo llaman con frecuencia πνοὴν. Sabemos que Isaías lo utiliza para designar algo vano y sin valor: «Dimos a luz viento» (Is 26:18). Muy a menudo se toma para lo que es regenerado en nosotros por el Espíritu de Dios. Porque cuando Pablo dice que «el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne» (Gal 5:17), no quiere decir que el alma lucha con la carne, o la razón con el deseo; sino que el alma misma, en la medida en que es gobernada por el Espíritu de Dios, lucha consigo misma, aunque en la medida en que todavía está desprovista del Espíritu de Dios, está sujeta a sus concupiscencias. Sabemos que cuando los dos términos se unen, «alma» significa voluntad, y «espíritu» significa intelecto.
Isaías habla así, «Con mi alma te he deseado en la noche, y en tanto que me dure el espíritu dentro de mí» (Is 26:9). Y cuando Pablo ora para que los tesalonicenses sean íntegros en espíritu, alma y cuerpo, a fin de que estén libres de culpa en la venida de Jesucristo (1Ts 5:23), su significado es que piensen y quieran todas las cosas rectamente, y no usen sus miembros como instrumentos de injusticia. En el mismo sentido dice el apóstol que la palabra de Dios es viva y penetrante, como espada de dos filos, que alcanza hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos del corazón (Heb 4:12). En este último pasaje, sin embargo, algunos entienden por «espíritu» esa esencia razonadora y volitiva de la que ahora discutimos; y por «alma», el movimiento vital y los sentidos que los filósofos llaman superiores e inferiores, es decir, ὀρμαὶ καὶ αἰζθήζεις. Pero puesto que en numerosos pasajes ambas partes sostienen que significa la esencia inmortal que es la causa de la vida en el hombre, que no planteen disputas sobre meros nombres, sino que atiendan a la cosa en sí, por cualquier nombre que se distinga. Mostremos ahora cuán real es.
Y comenzaremos con la creación del hombre, en la que veremos de qué naturaleza fue hecho al principio. La historia sagrada nos dice (Gn 1:26) del propósito de Dios, antes de que el hombre fuera creado, de hacerlo «a su imagen y semejanza». Estas expresiones no pueden entenderse de su cuerpo, en el que, aunque la maravillosa obra de Dios aparece más que en todas las demás criaturas, su imagen no brilla en ninguna parte.[4] Porque ¿quién es el que habla así: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza»? Dios mismo, que es Espíritu y no puede ser representado por ninguna forma corporal. Pero, así como una imagen corporal, que exhibe el rostro externo, debe expresar a la vida todos los rasgos y facciones, para que así la estatua o cuadro pueda dar una idea de todo lo que puede verse en el original, así esta imagen de Dios debe, por su semejanza, implantar algún conocimiento de Dios en nuestras mentes. He oído que algunos frívolos dicen que la imagen de Dios se refiere al dominio que le fue dado al hombre sobre los brutos, y que en este aspecto el hombre tiene alguna semejanza con Dios, cuyo dominio es sobre todo. En este error cayó incluso Crisóstomo cuando se dejó llevar por el calor del debate contra los dementes antropomorfistas. Pero la Escritura no permite que su significado sea evadido de esta manera: porque Moisés, para evitar que alguien ponga esta imagen en la carne del hombre, primero narra que el cuerpo fue formado de arcilla, y no hace mención de la imagen de Dios; después, dice, que «el aliento de vida» fue introducido en este cuerpo de arcilla, haciendo que la imagen de Dios no se hiciera refulgente en el hombre hasta que estuviera completo en todas sus partes. Entonces, se preguntará, ¿crees que ese aliento de vida es la imagen de Dios? No, ciertamente, aunque podría decirlo con muchos, y quizá no impropiamente.[5] Pues ¿qué pasaría si yo sostuviera que la distinción fue constituida por la Palabra de Dios, por la cual ese aliento de vida se distingue de las almas de los brutos? Pues ¿de dónde surgen las almas de los demás animales? Dios dice: «Que la tierra produzca el alma viviente», etc. Que lo que ha brotado de la tierra se resuelva en tierra. Pero el alma del hombre no es de la tierra. Fue hecha por boca del Señor, es decir, por su poder secreto.
Sin embargo, aquí no insisto, no sea que se convierta en motivo de disputa. Todo lo que deseo obtener es que la imagen misma está separada de la carne. Si fuera de otro modo, no habría grandes distinciones en el hombre desde el momento en que se dice que fue hecho a imagen de Dios; y, sin embargo, se presenta repetidamente en las Escrituras, y es muy celebrado. Porque ¿qué ocasión había para presentar a Dios como deliberando, y, por así decirlo, convirtiéndolo en un tema de consulta, si debía hacer una criatura ordinaria? Con respecto a todas estas cosas, «Dijo, y fue hecho». Cuando llega a esta imagen, como si fuera a hacer una manifestación singular, invoca su sabiduría y su poder, y medita consigo mismo antes de poner manos a la obra. Estos modos figurados de expresión que representan al Señor, ἀνθρωποπαθῶς, (a la manera humana,) ¿fueron para adaptarse a nuestra débil capacidad, tan ansiosamente empleados por Moisés para una cosa de nada? ¿No era más bien para dar una idea exaltada de la imagen de Dios impresa en el hombre? No contento con decirlo una vez, lo repite una y otra vez. Independientemente de lo que pretendan los filósofos o esos soñadores, nosotros sostenemos que nada puede llevar la imagen de Dios sino el espíritu, puesto que Dios es Espíritu.
Aquí no se nos deja conjeturar qué semejanza tiene esta imagen con su arquetipo. Lo aprendemos fácilmente del Apóstol. (Col 3:10.) Cuando nos exhorta a ser «revestido del nuevo (hombre), el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno», muestra claramente qué es esta imagen, o en qué consiste; como también lo hace cuando dice: «Y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4:24). Cuando queremos comprender todas estas cosas, en una sola palabra decimos que el hombre, en lo que respecta al espíritu, fue hecho partícipe de la sabiduría, la justicia y la bondad de Dios. Este modo de expresión fue seguido por dos escritores sagrados. El uno, al dividir al hombre en dos partes ―cuerpo, tomado de la tierra, y alma, derivada de la imagen de Dios― comprendió brevemente lo que Moisés había expresado más plenamente, «Dios creó al hombre y lo hizo a su imagen» (Gn 1:27). El otro, deseando declarar exegéticamente hasta dónde se extendía la imagen de Dios, llamó al hombre «incorruptible», porque fue creado a imagen de Dios. (Sab 2:23.) No insistiría mucho en la autoridad de estos escritores a nuestros oponentes, si ellos no la alegaran contra nosotros. Sin embargo, deberían tener algún peso, si no como canónicos, al menos como antiguos escritores piadosos fuertemente respaldados. Pero, dejándolos, consideremos que la imagen de Dios en el hombre es la que solo puede tener su sede en el Espíritu.
Oigamos ahora lo que la Escritura dice más claramente acerca del alma. Cuando Pedro habla de la salvación del alma, y dice que las concupiscencias carnales guerrean contra el alma; cuando nos ordena que mantengamos nuestras almas castas, y llama a Cristo el «Obispo de vuestras almas» (1P 1:9, 22; 2:25), ¿qué podría querer decir, sino que había almas que podían salvarse ―que podían ser asaltadas por deseos viciosos― que podían mantenerse castas, y ser gobernadas por Cristo su Obispo? En la historia de Job leemos: «¿Cuánto más los que habitan en casas de barro, cuyos cimientos están en el polvo?» (Job 4:19). Esto, si le prestas atención, debes ver que se aplica al alma, que habita en un cuerpo de barro. No llamó al hombre vasija de barro, sino que dice que habita en una vasija de barro, como si la parte buena del hombre (que es el alma) estuviera contenida en esa morada terrenal. Así dice Pedro: «Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación; sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo» (2 P 1:13-14). Por esta forma de expresión podríamos, si no somos muy estúpidos, entender que hay algo en un tabernáculo, y algo que se saca de un tabernáculo, o que, como él dice, ha de despojarse de un tabernáculo. La misma distinción manifiesta entre la carne y el espíritu hace el autor de la epístola a los Hebreos (Heb 12:9), cuando llama a aquellos por quienes fuimos engendrados los padres de una carne; pero dice que hay un solo Dios, «el Padre de los espíritus». Poco después, habiendo llamado a Dios rey de la Jerusalén celestial, añade que sus ciudadanos son ángeles «…los espíritus de los justos hechos perfectos» (Heb 12:23). Tampoco veo cómo podemos entender de otra manera a Pablo, cuando dice, «Puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu» (2Co 7:1). Porque es claro que no hace allí la comparación que en otras partes usa con frecuencia cuando atribuye la contaminación al espíritu, término con el que, en otros pasajes, se refiere simplemente a la pureza.
Añadiré otro pasaje, aunque veo que los que quieren poner reparos recurrirán inmediatamente a sus glosas. El pasaje es 1 Corintios 2:11: y dice asi: «Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios». Podría haber dicho que el hombre conoce las cosas que son suyas; pero aplicó el nombre a la parte en la que reside el poder de pensar y comprender. Además, cuando dijo: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Ro 8:16), ¿no usó la misma peculiaridad de expresión? Pero, ¿no podríamos convencerlos con un solo pasaje? Sabemos cuántas veces condenó nuestro Salvador el error de los saduceos, que consistía en parte, como afirma Lucas en Hechos 23:8, en negar la existencia del espíritu: «Los saduceos dicen que no hay resurrección, ni ángel ni espíritu; pero los fariseos afirman estas cosas». Temo que pongan reparos y digan que las palabras deben entenderse como referidas al Espíritu Santo o a los ángeles. Pero esta objeción se resuelve fácilmente. Ambos mencionaron a los ángeles por separado; y es seguro que aquellos fariseos no tenían conocimiento del Espíritu Santo. Esto lo entenderán aún mejor los que sepan griego. Lucas usa el término πνεῦμα sin añadir el artículo, que ciertamente habría añadido si hubiera estado hablando del Espíritu Santo.
Si esto no les cierra la boca, no veo con qué argumento pueden ser inducidos o atraídos, a menos que decidan decir que la opinión de los saduceos, al negar el espíritu, no fue condenada; o la de los fariseos, al afirmarlo, aprobada. A esta argucia responden las mismas palabras del evangelista, pues, después de exponer la confesión de Pablo: «Soy fariseo», añade esta opinión sostenida por los fariseos. Por lo tanto, debemos decir que Pablo usó un pretexto astuto y malicioso, (¡esto no podría ser, en una confesión de fe!) o que sostenía con los fariseos sobre el tema del espíritu. Pero si damos crédito a la Historia[6], esta creencia entre los apóstoles era tan firme y cierta como la de la resurrección de los muertos, o cualquier otro artículo principal de nuestra fe. No estará fuera de lugar citar aquí las palabras de Policarpo[7], un hombre que respiraba el espíritu de un mártir en todas sus palabras y acciones, uno que fue discípulo de los apóstoles, y tan puramente transmitió lo que escuchó de ellos a la posteridad, que nunca permitió que fuera adulterado en ningún grado. Él, entonces, entre muchos dichos ilustres que pronunció cuando fue llevado a la hoguera, dijo, que en ese día iba a comparecer ante Dios en espíritu. Alrededor del mismo tiempo Melitón, obispo de Sardis[8], un hombre de la misma integridad, escribió un tratado, Sobre el cuerpo y el alma. Si existiera ahora, nuestro presente trabajo sería superfluo: y tanto prevaleció esta creencia en una época mejor, que Tertuliano la coloca entre las concepciones comunes y primarias de la mente que son comúnmente aprehendidas por la naturaleza.[9]
Aunque ya se han expuesto varios argumentos que, si no me equivoco, establecen el punto por el que abogo, a saber, que el espíritu o alma del hombre es una sustancia distinta del cuerpo, lo que ahora se va a añadir hará que el punto sea aún más cierto. Porque llego al segundo encabezado, que me propongo discutir, a saber, que el alma, después de la muerte del cuerpo, todavía sobrevive, con sentido e intelecto. Y es un error suponer que aquí estoy afirmando otra cosa que la inmortalidad del alma. Porque los que admiten que el alma vive y, sin embargo, la privan de todo sentido, fingen un alma que no tiene ninguna de las propiedades del alma, o disocian el alma de sí misma, viendo que su naturaleza, sin la cual no puede existir, es moverse, sentir, ser vigorosa, entender. Como dice Tertuliano: «El alma del alma es la percepción».[10]
Aprendamos ahora sobre esta inmortalidad desde las Escrituras. Cuando Cristo exhorta a sus seguidores a no temer a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma; sino a temer a aquel que, después de haber matado el cuerpo, es capaz de arrojar el alma al fuego de la Gehena (Mt 10:28), ¿no da a entender que el alma sobrevive a la muerte? Por lo tanto, el Señor ha actuado bondadosamente con nosotros, al no dejar nuestras almas a disposición de quienes no tienen escrúpulos en descuartizarlas, o al menos lo intentan, pero sin la capacidad para hacerlo. Los tiranos torturan, mutilan, queman, flagelan y ahorcan, ¡pero es solo el cuerpo! Solo Dios tiene poder sobre el alma, y puede enviarla al fuego del infierno. Por lo tanto, o el alma sobrevive al cuerpo, ¡o es falso decir que los tiranos no tienen poder sobre el alma! Escucho responder que, en efecto, el alma muere momentáneamente cuando se le inflige la muerte, pero que no perece, ya que resucitará. Cuando quieren escapar de esta manera, deben conceder que tampoco el cuerpo es asesinado, puesto que también resucitará; y puesto que ambos son preservados para el día del juicio, ¡ninguno perece! Pero las palabras de Cristo admiten que el cuerpo es muerto, y atestiguan al mismo tiempo que el alma está a salvo. Esta forma de expresión usa Cristo cuando dice: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2:19). Hablaba del templo de su cuerpo. De la misma manera lo exime de su poder, cuando, al morir, lo encomienda en las manos de su Padre, como escribe Lucas, y David había predicho (Lc 23:4,6; Sal 31:6.) Y Esteban, siguiendo su ejemplo, dice «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7:59). Aquí pretenden absurdamente que Cristo encomienda su vida a su Padre, y Esteban la suya a Cristo, para ser guardada contra el día de la resurrección. Pero las palabras, especialmente las de Esteban, implican algo muy distinto de esto. Y el evangelista añade, respecto a Cristo, que, habiendo inclinado la cabeza, entregó su espíritu. (Jn 19:30). Estas palabras no pueden referirse a jadear o al accionar de los pulmones.
No menos evidente es que el apóstol Pedro demuestra que, después de la muerte, el alma existe y vive, cuando dice en 1 Pedro 1:19, que Cristo predicó a los espíritus encarcelados, no solo el perdón de la salvación a los espíritus de los justos, sino también la confusión a los espíritus de los impíos. Pues así interpreto yo el pasaje, que ha desconcertado a muchas mentes; y confío en que, bajo auspicios favorables, haré buena mi interpretación. En efecto, después de haber hablado de la humillación de la cruz de Cristo, y de haber mostrado que todos los justos deben ser conformados a su imagen, inmediatamente después, para evitar que caigan en la desesperación, hace mención de la resurrección, para enseñarles cómo habían de terminar sus tribulaciones. Pues afirma que Cristo no cayó bajo la muerte, sino que, sometiéndola, salió victorioso. En efecto, dice con palabras que fue «muerto en la carne, pero vivificado en Espíritu» (1P 3:18). Pero en el mismo sentido en que Pablo dice que sufrió en la humillación de la carne, pero resucitó por el poder del Espíritu. Ahora bien, para que los creyentes comprendan que el poder les pertenece también a ellos, añade que Cristo ejerció este poder con respecto a los demás, y no sólo con respecto a los vivos, sino también con respecto a los muertos; y, además, no sólo con respecto a sus siervos, sino también con respecto a los incrédulos y a los despreciadores de su gracia.
Entendamos, además, que la frase es defectuosa y le falta uno de sus dos miembros. Muchos ejemplos de esto ocurren en la Escritura, especialmente cuando, como aquí, varios sentimientos están comprendidos en una cláusula. Y que nadie se extrañe de que los santos patriarcas que esperaban la redención de Cristo estén encerrados en prisión. Como veían la luz a lo lejos, bajo una nube y una sombra (como los que ven la débil luz del alba o del crepúsculo), y no tenían todavía una muestra de la bendición divina en la que descansaban, dio el nombre de prisión a su espera.
El sentido del apóstol será, pues, que Cristo en espíritu predicó a esos otros espíritus que estaban en prisión, es decir, que la virtud de la redención obtenida por Cristo apareció y fue exhibida a los espíritus de los muertos. Ahora bien, falta el otro miembro que se refería a los piadosos, que reconocieron y recibieron este beneficio; pero es completo respecto a los incrédulos, que recibieron este anuncio para su confusión. Pues cuando sólo vieron una redención, de la que estaban excluidos, ¿qué podían hacer sino desesperar? Oigo a nuestros adversarios murmurar y decir que esto es una glosa de mi propia invención, y que tal autoridad no los obliga. Yo no quiero atarlos a mi autoridad, solo les pregunto si los espíritus encerrados en la cárcel son o no espíritus. Hay otro pasaje más claro en el mismo escritor, cuando dice, en 1 Pedro 4:6, que el Evangelio fue predicado a los muertos, para que sean juzgados según los hombres en la carne, pero vivan según Dios en el espíritu. Se ve cómo, mientras la carne es entregada a la muerte, se reclama la vida para el espíritu. Se expresa una relación entre la vida y la muerte, y, por antítesis, la una muere y la otra vive.
Aprendemos lo mismo de Salomón, cuando al describir la muerte del hombre, hace una amplia diferencia entre el alma y el cuerpo. Dice, «Y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio». (Ec 12:7) Soy consciente de que este argumento les afecta poco, porque dicen que la vida vuelve a Dios, que es la fuente de la vida; y esto es todo. Pero las palabras mismas proclaman que de este modo se les hace violencia y, por lo tanto, es innecesario refutar una argucia tonta, que es indigna de ser oída o leída. Incluso esto debe implicar, según ellos, ¡que las almas vuelven a la fuente de la vida solo por un sueño! Correspondiente a esto es un pasaje en Esdras, un escritor a quien yo no me opondría a ellos si ellos no se apoyaran grandemente en él. Que escuchen entonces su propio Esdras: «Y la tierra devolverá a los que duermen en ella, y el polvo, a los que habitan en el silencio, y las despensas darán las almas que les fueron encomendadas» (4Esd 7:32). Alegan frívolamente que los «almacenes» son la Divina Providencia, y que las «almas» son los pensamientos, de modo que el Libro de la Vida ha de exhibir los pensamientos en presencia de Dios. Evidentemente hablan así, simplemente porque se avergüenzan de callar, y no tienen nada mejor que decir. Pero si podemos dar vuelta a las Escrituras de esta manera, ¡todo puede ser pervertido! Aquí, sin embargo, aunque dispongo de abundante material, no aportaré nada por mi cuenta, ya que el escritor se defiende de esta interpretación errónea. Poco antes había dicho, «Acaso no interrogaron sobre estas cosas las almas de los justos que están (reservadas) en sus mansiones diciendo: ‘¿Hasta cuándo esperaré así?», y «¿Cuándo vendrá el fruto de la cosecha de nuestra recompensa?’» (4Esd 4:35). ¿Qué son estas almas que piden y esperan? Aquí, si quieren escapar, deben cavar otra madriguera para sí mismas.
Pasemos ahora a la historia del hombre rico y de Lázaro, el segundo de los cuales, una vez pasados todos los trabajos y fatigas de su vida mortal, es llevado por fin al seno de Abraham, mientras que el primero, después de haber tenido aquí sus comodidades, sufre ahora tormentos. Un gran abismo se interpone entre las alegrías de uno y los sufrimientos del otro. ¿Son meros sueños, las puertas de marfil que fabulan los poetas? Para asegurarse un medio de escape, hacen de la historia una parábola, y dicen que todo lo que la verdad dice sobre Abraham, el rico y el pobre, es ficción. ¡Cuánta reverencia rinden a Dios y a su palabra! Que presenten un solo pasaje de las Escrituras en el que se llame a alguien por su nombre en una parábola. ¿Qué significan las palabras: «Había un pobre llamado Lázaro»? O la Palabra de Dios miente, o es una narración verdadera.
Esto es observado por los antiguos expositores de la Escritura. Ambrosio dice que es una narración más que una parábola, ya que se añade el nombre. Gregorio opina lo mismo. Ciertamente, Tertuliano, Ireneo, Orígenes, Cipriano y Jerónimo hablan de ella como de una historia. Entre éstos, Tertuliano piensa que, en la persona del rico, se designa a Herodes, y en Lázaro a Juan Bautista. Las palabras de Ireneo son «El Señor no nos contó una fábula en el caso del rico y Lázaro», etc. Y Cirilo, al responder a los arrianos, que sacaban de ella un argumento contra la divinidad de Cristo, no la relata como una parábola, sino que la expone como una historia.[11] Son más absurdos cuando traen a colación el nombre de Agustín, pretendiendo que él sostenía su punto de vista. Lo afirman, supongo, porque en un lugar dice: «En la parábola, por Lázaro debe entenderse Cristo, y por el rico los fariseos»; cuando todo lo que quiere decir es que la narración se convierte en parábola si la persona de Lázaro se asigna a Cristo, y la del rico a los fariseos.[12] Esta es la costumbre habitual de quienes adoptan un prejuicio violento a favor de una opinión. Viendo que no tienen base en la que apoyarse, se aferran no solo a las sílabas, sino también a las letras, para torcerlas a su conveniencia. Para evitar que insistan aquí, el propio escritor declara en otra parte que entiende que se trata de una historia. ¡Que se vayan ahora y traten de apagar la luz del día por medio de su humo!
No pueden escapar sin caer siempre en la misma red: pues, aunque concediéramos que es una parábola, (esto no pueden probarlo en absoluto) ¿qué más pueden hacer de ella que simplemente que hay una comparación que debe estar fundada en la verdad? Si estos grandes teólogos no saben esto, que lo aprendan de sus gramáticas, allí encontrarán que una parábola es una similitud, fundada en la realidad. Así, cuando se dice que cierto hombre tenía dos hijos a quienes repartió sus bienes, debe haber en la naturaleza de las cosas tanto un hombre como hijos, herencia y bienes. En resumen, la regla invariable en las parábolas es que primero concebimos un tema sencillo y lo exponemos; luego, a partir de esa concepción, nos guiamos hasta el ámbito de la parábola, es decir, hasta la cosa misma a la que se acomoda. Que imiten a Crisóstomo, que es su Aquiles en este asunto. Él pensaba que era una parábola, aunque a menudo extrae una realidad de ella, como cuando demuestra que los muertos tienen ciertas moradas, y muestra la terrible naturaleza de la Gehena, y los efectos destructivos del lujo.[13] Para no perder aquí muchas palabras, que consulten el sentido común, si lo tienen, y percibirán fácilmente la naturaleza y fuerza de la parábola.
Deseando, en la medida de lo posible, satisfacer a todos, diremos aquí algo respecto al descanso del alma cuando, con segura confianza en la promesa divina, es liberada del cuerpo. La Escritura, por el seno de Abraham, solo quiere designar este reposo. En primer lugar, damos el nombre de «descanso» a lo que nuestros adversarios llaman «sueño». No tenemos ninguna aversión, en efecto, al término sueño, si no estuviera corrompido y casi contaminado por sus falsedades. En segundo lugar, por «descanso» entendemos, no pereza, ni letargo, ni nada parecido a la somnolencia de la ebriedad que ellos atribuyen al alma; sino tranquilidad de conciencia y seguridad, que siempre acompaña a la fe, pero nunca es completa en todas sus partes hasta después de la muerte.
La iglesia, en efecto, mientras aún habita en la tierra como extranjera, aprende la bienaventuranza de los creyentes de labios del Señor, «Y mi pueblo habitará en morada de paz, en habitaciones seguras, y en recreos de reposo» (Is 32:18). Ella misma, por otra parte, dando gracias, canta al Señor mientras la bendice, «Jehová, tú nos darás paz, porque también hiciste en nosotros todas nuestras obras» (Is 26:12).
Los creyentes tienen esta paz al recibir el Evangelio, cuando ven que Dios, a quien temían como su Juez, se ha convertido en su Padre; cuando en vez de hijos de la ira, hijos de la gracia; y ven las entrañas de la misericordia divina derramadas hacia ellos, de modo que ahora no esperan de Dios más que bondad y dulzura. Pero como la vida humana en la tierra es una guerra, (Job 7:1) aquellos que sienten tanto los aguijones del pecado como los restos de la carne, deben sentir depresión en el mundo, aunque con consuelo en Dios tal consuelo, sin embargo, que no deja la mente perfectamente tranquila e imperturbable. Pero cuando se despojen de la carne y de los deseos de la carne (que, como enemigos domésticos, rompen su paz), entonces por fin descansarán y se reclinarán con Dios: Porque así habla el Profeta, «Perece el justo, y no hay quien piense en ello; y los piadosos mueren, y no hay quien entienda que de delante de la aflicción es quitado el justo». (Is 57:1).
¿No llama a la paz a los que habían sido hijos de la paz? Sin embargo, como su paz era con Dios, y tenían guerra en el mundo, los llama a un mayor grado de paz.
Por eso Ezequiel y Juan, cuando describen el trono de la gloria de Dios, lo rodean de un arco iris, que sabemos que es el signo del pacto entre Dios y los hombres. Esto Juan lo ha enseñado más claramente en otro pasaje, «Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos» (Ez 1:28; Ap 9:3; 14:13).
Este es, pues, el seno de Abraham; porque fue él mismo quien, con ánimo pronto, abrazó las promesas hechas a su propia simiente, sin dudar nunca de que la Palabra de Dios era eficaz y verdadera; y como si Dios hubiera realizado realmente lo que había prometido, esperó aquella bendita simiente con no menos seguridad que si la hubiera tenido en sus manos y la hubiera percibido con todos sus sentidos. En consecuencia, nuestro Señor le dio este testimonio, de que «Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó» (Jn 8:56). He aquí la paz de Abraham, he aquí su reposo, he aquí su sueño; solo que no sea contaminado un nombre honorable por los labios de estos dormilones embotados: pues ¿en qué puede descansar más agradablemente la conciencia que en esta paz, que le abre los tesoros de la gracia celestial y la embriaga con la dulzura de la copa del Señor? ¿Por qué, oh durmientes, cuando oís hablar de embriaguez, no pensáis en el vértigo, en la pesadez, en vuestro grosero sueño carnal? Tales son los inconvenientes de la embriaguez. Tales pueden ser vuestras burdas imaginaciones; pero los que son enseñados por Dios comprenden que «sueño» se usa, de este modo, para la paz de conciencia que el Señor concede a sus seguidores en la morada de la paz, e «intoxicación» para las riquezas con que Dios satisface a su pueblo en la morada de la opulencia. Si Abraham poseía esta paz cuando estaba expuesto a las incursiones de sus enemigos, a trabajos y peligros, es más, cuando llevaba consigo su carne, un enemigo doméstico que no hay otro más pernicioso, ¿cuán grande debe ser su paz ahora que ha escapado de todos los golpes y dardos hostiles?
Nadie puede preguntarse ahora por qué se dice que los elegidos de Dios «descansan en el seno de Abraham», cuando han pasado de esta vida a su Dios. Es justamente porque son admitidos con Abraham, el padre de los fieles, donde gozan plenamente de Dios sin cansancio. Por eso, no sin razón, Agustín dice en cierto lugar: «Así como llamamos a la vida eterna, así también podemos llamar a la paz “El fin de los bienaventurados”: porque no puede dar nada mejor quien no puede dar nada mayor o mejor que él mismo, siendo el dios de la paz»[14]
En adelante, cuando se hable del «seno de Abraham», que no lo arranquen a su sueño, pues la verdad de la Escritura establece y condena a la vez su vanidad. Digo que existe un descanso, una Jerusalén celestial, es decir, una visión de paz, en la que el Dios de la paz se deja ver por sus pacificadores, según la promesa de Cristo. ¡Cuántas veces el Espíritu hace mención de esta paz en la Escritura, y emplea la figura de «dormir» y «descansar» con tanta familiaridad, que no hay uso de figura más frecuente! «Regocíjense los santos por su gloria ―dice David― y canten aun sobre sus camas». (Sal 149:5; Is 57:2) Otro dice: «Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del polvo! porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará sus muertos» «Anda, pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas; escóndete un poquito, por un momento, en tanto que pasa la indignación» (1Co 15:12; 1Ts 5:13; Mt 5:8-9; Is 26:19-20). No, la lengua hebrea usa la palabra para significar cualquier seguridad y confianza. David, por otra parte, dice, «En paz me acostaré, y asimismo dormiré» (Sal 4:8).
Y el Profeta dice, «Haré un pacto, en aquel día, con la bestia del campo, y con el ave del cielo, y con el reptil de la tierra; quebraré el arco y la espada, y desterraré la guerra de la tierra, y haré que duerman sin terror». (Os 2:18).
Y Moisés dice, «Y yo daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante» (Lv 26:6).
Y en el libro de Job se dice, «Tendrás confianza, porque hay esperanza; mirarás alrededor, y dormirás seguro. Te acostarás, y no habrá quien te espante; y muchos suplicarán tu favor» (Job 11:18-19).
De lo mismo nos amonesta el proverbio latino, de «dormir sobre las dos orejas», que significa vivir con seguridad. Las almas de los vivos, por tanto, que descansan en la palabra del Señor, y no desean anticiparse a la voluntad de su Dios, sino que están dispuestas a seguirle a donde él les invite, se mantienen bajo su mano, duermen y tienen paz. El mandato que se les da es, «Aunque la visión tardará aún por un tiempo, mas se apresura hacia el fin, y no mentirá; aunque tardare, espéralo, porque sin duda vendrá, no tardará» (Hab 2:3.) Y otra vez, «En quietud y en confianza será vuestra fortaleza» (Is 30:15).
Ahora bien, cuando esperan algo que no ven, y desean lo que no tienen, es evidente que su paz es imperfecta. En cambio, mientras esperan confiadamente lo que esperan, y desean con fe lo que desean, es evidente que su deseo es tranquilo. Esta paz se ve aumentada y favorecida por la muerte que, liberándolos y como descargándolos de la guerra de este mundo, los conduce al lugar de la paz, donde, mientras están totalmente concentrados en contemplar a Dios, no tienen nada mejor a lo que dirigir sus ojos o su deseo. Sin embargo, les falta algo que desean ver, a saber, la gloria completa y perfecta de Dios, a la que siempre aspiran. Aunque no hay impaciencia en su deseo, su descanso no es todavía pleno y perfecto, puesto que se dice que descansa quien está donde desea estar; y la medida del deseo no tiene fin hasta que ha llegado a donde tendía. Pero si los ojos de los elegidos miran a la suprema gloria de Dios como su bien final, su deseo se mueve siempre hacia adelante hasta que la gloria de Dios sea completa, y esta terminación espera el día del juicio. Entonces se verificará el dicho, «En cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza». (Sal 17:15).
Para no omitir a los réprobos, cuya condenación no debe preocuparnos mucho, quisiera que nuestros oponentes me dijeran con franqueza: ¿En qué se basan para tener alguna esperanza de resurrección, si no es porque Cristo resucitó? Él es el primogénito de los muertos y la primicia de los que resucitan. Así como Él murió y resucitó, así también nosotros morimos y resucitamos. Porque si la muerte a la que estábamos expuestos debía ser vencida por la muerte, sin duda Él sufrió la misma muerte que nosotros, e igualmente en la muerte sufrió lo que nosotros sufrimos. La Escritura lo aclara cuando lo llama primogénito de los muertos y primicia de los que resucitan. (Col 1:18). Y así enseña, que los creyentes en medio de la muerte lo reconocen como su líder, y mientras contemplan su muerte santificada por su muerte, no temen su maldición. Esto da a entender Pablo cuando dice que fue hecho conforme a su muerte, hasta alcanzar la resurrección de los muertos (Flp 2:20). Esta conformidad, iniciada aquí por la cruz, la continuó hasta completarla con la muerte.
Ahora, oh durmientes soñadores, comulguen con sus propios corazones y consideren cómo murió Cristo. ¿Dormía cuando trabajaba por vuestra salvación? No así dice de sí mismo, «Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo». (Jn 5:26.)
¿Cómo podría perderla quien tiene vida en sí mismo?
Que no me digan que estas cosas pertenecen a su Divinidad. Porque si se le ha dado a quien no la tiene, se le ha dado al hombre y no a Dios el tener vida en sí mismo. Pues viendo que Jesucristo es Hijo de Dios y hombre, lo que es por naturaleza como Dios lo es también por gracia como hombre, para que así todos recibamos de su plenitud, y gracia por gracia. Cuando los hombres oyen que hay vida con Dios, ¿qué esperanza pueden concebir de ello, sabiendo al mismo tiempo que por sus pecados; una nube se interpone entre ellos y Dios? Pero sin duda es un gran consuelo saber que Dios Padre ha ungido a Cristo con el óleo de la alegría por encima de sus semejantes, que el hombre Cristo ha recibido del Padre dones para los hombres, a fin de que podamos encontrar vida en nuestra naturaleza. De ahí que leamos que la multitud, después de que el muchacho resucitó, glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres (Hch 20:12). Esto lo vio ciertamente Cirilo, que coincide con nosotros en la exposición de este pasaje. Pero cuando decimos que Cristo, como hombre, tiene vida en sí mismo, no decimos que sea causa de vida para sí mismo.
Esto puede quedar claro a partir de una comparación familiar. Se dice que una fuente de la que todos beben, y de la que fluyen y se derivan arroyos, tiene agua en sí misma; y, sin embargo, no la tiene de sí misma, sino de la fuente, que suministra constantemente lo que puede bastar tanto para los arroyos que corren como para los hombres que beben de ella. De la misma manera, Cristo tiene vida en sí mismo, es decir, plenitud de vida, por la que Él mismo vive y vivifica a los demás; sin embargo, no la tiene por sí mismo, pues en otra parte declara que vive por el Padre. Y aunque como Dios tenía vida en sí mismo, cuando asumió la naturaleza humana, recibió del Padre el don de tener vida en sí mismo también en esa naturaleza. Estas cosas nos dan la más plena seguridad de que Cristo no pudo ser extinguido por la muerte, ni siquiera en lo que se refiere a su naturaleza humana; y que, aunque fue verdadera y naturalmente entregado a la muerte que todos sufrimos, conservó siempre, sin embargo, el don del Padre. Es verdad que la muerte fue una separación del alma y del cuerpo. Pero el alma nunca perdió la vida. Habiendo sido encomendada al Padre, no podía sino estar a salvo.
Así lo dan a entender las palabras del sermón de Pedro, en las que afirma que era imposible que pudiera ser retenido por la muerte, para que se cumpliera la Escritura, «Porque no dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción» (Hch 2:27).
Aunque debemos conceder que en esta profecía «alma» se utiliza para la vida, Cristo pide y espera dos cosas de su Padre; no abandonar su alma a la perdición, ni permitir que él mismo sea sometido a la corrupción. Esto se cumplió. Porque su alma fue sostenida por el poder divino, y no cayó en la perdición, y el cuerpo fue preservado en la tumba hasta su resurrección. Todas estas cosas las engloba Pedro en una sola expresión, cuando dice que Cristo no pudo ser sujetado por la muerte κραηεῖζθαι, es decir, ceder al dominio, o caer bajo el poder de la muerte, o seguir siendo asido por ella. Es cierto que Pedro, en ese discurso, dejando de lado la consideración del alma, sigue hablando solo de la incorrupción del cuerpo. Esto lo hace para convencer a los judíos, con la autoridad de sus propios escritores, que esta profecía no se aplicaba a David, cuyo sepulcro existía entre ellos, cuyo cuerpo sabían que había caído bajo la corrupción, por lo que no podían negar la resurrección de nuestro Señor. Otra prueba de la inmortalidad de su alma nos la dio nuestro Salvador, cuando hizo del encierro de Jonás durante tres días en el vientre de la ballena un tipo de su muerte, declarando que así estaría tres días y tres noches en el vientre de la tierra. Pero Jonás clamó al Señor desde el vientre del pez, y fue escuchado. Ese vientre es la muerte. Tenía, pues, su alma a salvo en la muerte, y por medio de ella podía clamar al Señor.
Isaac, también, que era un tipo de Cristo, y fue restaurado a su padre de la muerte, por una especie de tipo de la resurrección, como dice el apóstol, nos muestra la verdad en una figura. Porque después de haber sido atado y puesto sobre el altar como víctima preparada, fue desatado por orden de Dios. Pero el cordero que había sido capturado en la espesura fue sustituido por Isaac. ¿Y por qué Isaac no muere, sino porque Cristo ha dado la inmortalidad a lo que es propio del hombre, es decir, al alma? Pero el cordero, el animal irracional que es entregado a la muerte en su lugar, es el cuerpo. En la atadura de Isaac está representada el alma, que mostró solo una apariencia, de morir en la muerte de Cristo, y lo mismo se exhibe diariamente en los casos ordinarios de muerte. Pero, así como el alma de Cristo fue liberada de la prisión, así también nuestras almas son liberadas antes de perecer. Que alguno de vosotros se ponga ahora en plan arrogante y pretenda que la muerte de Cristo fue un sueño, ¡que se vaya y se una al campamento de Apolinar! Cristo estaba en verdad despierto cuando se esforzó por vuestra salvación; pero vosotros dormís vuestro sueño y, sepultados en las tinieblas de la ceguera, no prestáis atención a sus llamadas que despiertan.
Además, no solo nos consuela pensar que Cristo, nuestra cabeza, no pereció en la sombra de la muerte, sino que tenemos la seguridad adicional de su resurrección, por la cual se constituyó en Señor de la muerte, y nos resucitó a todos los que tenemos alguna parte en él, por encima de la muerte, de modo que Pablo no dudó en decir que «vuestra vida está escondida con Cristo en Dios». (Col 3:3.) En otra parte dice: «Y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gal 2:20). ¿Qué les queda a nuestros oponentes sino gritar con la boca abierta que Cristo duerme en las almas dormidas? Porque si Cristo vive en ellas, también muere en ellas. Si, pues, la vida de Cristo es nuestra, el que insista en que nuestra vida se acaba con la muerte, que baje a Cristo de la diestra del Padre y lo consigne a la muerte segunda. Si Él puede morir, nuestra muerte es segura; si Él no tiene fin de vida, tampoco nuestras almas injertadas en Él pueden terminar por muerte alguna.
Pero, ¿por qué insistir? ¿Existe alguna oscuridad en las palabras, «Porque yo vivo, vosotros también viviréis»? (Jn 14:19).
Si vivimos porque Él vive, entonces si morimos Él no vive. ¿Hay alguna oscuridad en su promesa de que permanecerá en todos los que están unidos a Él por la fe, y ellos en Él? (Jn 6:56). Por tanto, si queremos privar a los miembros de la vida, separémoslos de Cristo. Nuestra confesión, suficientemente establecida, es ésta, «Porque, así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1Co 15:22.)
Estas cosas son tratadas espléndida y magníficamente por Pablo: «Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, más el espíritu vive a causa de la justicia» (Ro 8:10). Sin duda llama cuerpo a la masa de pecado que reside en el hombre por la propiedad nativa de la carne; y espíritu a la parte del hombre regenerada espiritualmente. Por eso, cuando poco antes deploraba su miseria a causa de los restos de pecado adheridos a él, (Ro 7:24) no deseaba ser quitado del todo, o no ser nada, para poder escapar de esa miseria, sino ser librado del cuerpo de muerte, es decir, que la masa de pecado en él muriera, que el espíritu, siendo purificado, y, por así decirlo, liberado de las heces, pudiera tener paz con Dios a través de esta misma circunstancia; declarando, que su mejor parte estaba cautiva por las cadenas corporales y sería liberada por la muerte.
Ojalá pudiéramos percibir con verdadera fe de qué naturaleza es el reino de Dios que existe en los creyentes, aun mientras están en esta vida. Porque al mismo tiempo sería fácil comprender que la vida eterna ha comenzado. El que no puede engañar prometió así: «El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, más ha pasado de muerte a vida» (Jn 5:24).
Si se ha dado entrada a la vida eterna, ¿por qué la interrumpen con la muerte? En otra parte dice; «Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero» (Juan 6:40).
Y de nuevo, «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día postrero…no como vuestros padres comieron el maná, y murieron; el que come de este pan, vivirá eternamente» (Jn 6:54, 58).
No intente introducir aquí sus comentarios ficticios sobre el último día. Él nos promete dos cosas: vida eterna y la resurrección. Aunque se le habla de dos, ¡solo admite una! Otra expresión de Cristo es aún más decisiva. Él dice, «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente» (Jn 11:25-26.)
No basta decir que los que resucitan no mueren para siempre. Nuestro Señor no sólo quiso decir esto, sino que es imposible que mueran jamás. Este significado se expresa mejor con las palabras griegas εἰς τὀν αἰῶνα equivalentes en latín a in seculum: porque cuando decimos que una cosa no será in seculum, afirmamos que nunca será en absoluto. Así en otro pasaje: «El que guarda mi palabra, nunca verá muerte» (Jn 8:51). Esto prueba invenciblemente que quien guarde la Palabra del Señor no verá la muerte; y debería ser suficiente para armar la fe de los cristianos contra la perversidad de estos hombres. Esta es nuestra creencia, esta es nuestra expectativa. Mientras tanto, ¿qué les queda sino seguir durmiendo hasta que sean despertados por el sonido de la trompeta que romperá su sueño como un ladrón en la noche?
Y si Dios es la vida del alma, como el alma es la vida del cuerpo, ¿cómo puede ser que el alma siga actuando sobre el cuerpo mientras está en el cuerpo, y no esté ni un instante ociosa, y que, sin embargo, Dios deje de actuar como si estuviera fatigado? Si tal es el vigor del alma para sostener, mover e impulsar un trozo de arcilla, ¡cuán grande debe ser la energía de Dios para mover y actuar el alma, cuya agilidad es natural! Algunos llegan a decir que el alma se vuelve evanescente; otros, que su vigor no se ejercita después de que se disuelven los grilletes del cuerpo. ¿Qué respuesta darán entonces al himno de David en el Salmo 73, en el que describe el principio, el medio y el fin de la vida de los bienaventurados? Dice: «Irán de poder en poder; verán a Dios en Sión»; o, como dice en hebreo, de abundancia en abundancia. Si siempre aumentan hasta ver a Dios, y pasan de ese aumento a la visión de Dios, ¿en qué se basan estos hombres para enterrarlos en un sueño embriagador y en una profunda pereza?
Lo mismo atestigua aún más claramente el Apóstol cuando dice, que si se disuelven ya no son capaces de resistir al Espíritu de Dios. Sus palabras son, «Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial; pues así seremos hallados vestidos» (2Co 5:1-3).
Poco después dice, «Así que vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor.» (2Co 5:6-8).
Aquí la evasiva a la que recurren es que las palabras del apóstol se refieren al Día del Juicio, cuando ambos seremos revestidos, y la mortalidad será absorbida por la vida. En consecuencia, dicen, el Apóstol incluye ambas cosas en un mismo párrafo, «Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo» (2Co 5:10.)
Pero ¿por qué refieren esta vestidura al cuerpo, en vez de a las bendiciones espirituales con las que somos ricamente provistos al morir? ¿Qué les obliga a interpretar que la vida de la que se habla allí significa resurrección? El significado simple y obvio del apóstol es: Deseamos ciertamente partir de esta prisión del cuerpo, pero no vagar inciertos sin un hogar: Hay un hogar mejor que el Señor ha preparado para nosotros; vestidos con Él, no seremos hallados desnudos. Cristo es nuestro vestido, y nuestra armadura es la que el Apóstol pone sobre nosotros (Ef 6:11). Y está escrito, «Toda gloriosa es la hija del rey en su morada; de brocado de oro es su vestido» (Sal 45:13). En fin, el Señor ha puesto un sello sobre su propio pueblo, a quien reconocerá tanto en la muerte como en la resurrección (Ap 7) ¿Por qué no se remontan más bien a lo que acababa de decir en el contexto anterior, con el que conecta esta misma frase? «Aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día» (2Co 4:16).
Les resulta más difícil eludir lo que el apóstol subraya en cuanto a nuestra comparecencia ante el tribunal de Cristo, después de haber dicho que, tanto en casa como en el extranjero, nos esforzamos por agradarle. Puesto que por casa entiende el cuerpo, ¿qué hemos de entender por vivir fuera?
Por lo tanto, aunque no añadiéramos ni una palabra, el significado es obvio sin necesidad de intérprete. Es que, tanto en el cuerpo como fuera de él, trabajamos para agradar al Señor; y que percibiremos la presencia de Dios cuando nos separemos de este cuerpo, que ya no caminaremos por fe sino por vista, puesto que la carga de barro por la que estamos aprisionados actúa como una especie de muro de separación, manteniéndonos lejos de Dios. Esos triviales, por el contrario, pretenden absurdamente que al morir estaremos más separados de Dios que durante la vida. Incluso con respecto a la vida presente, se dice de los justos: «Andará, oh Jehová, a la luz de tu rostro» (Sal 89:15), y de nuevo, «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Ro 8:16) además de muchos otros pasajes en el mismo sentido. Pero estos hombres privan a los justos en la muerte tanto de la luz del rostro de Dios como del testimonio de su Espíritu; y, por lo tanto, si están en lo cierto, ¡somos más felices ahora de lo que seremos en la muerte! Porque, como dice Pablo (Flp 3), aunque vivamos bajo los elementos de este mundo, tenemos habitación y ciudadanía en los cielos. Pero si, como sostienen, al morir nuestras almas están abrumadas por el letargo y sepultadas en el olvido, deben perder toda clase de goce espiritual que antes poseían.
Las Sagradas Escrituras nos enseñan mejor. El cuerpo, que se descompone, pesa sobre el alma, y confinándola dentro de una morada terrenal, limita grandemente sus percepciones. Si el cuerpo es la prisión del alma, si la morada terrestre es una especie de grilletes, ¿cuál es el estado del alma cuando se libera de esta prisión, cuando se desata de estos grilletes? ¿No es devuelta a sí misma, y como si fuera completa, de modo que podemos decir con verdad que todo lo que gana lo pierde el cuerpo? Quieran o no, deben ser forzados a confesar, que cuando nos despojamos de la carga del cuerpo, cesa la guerra entre el espíritu y la carne. En resumen, la mortificación de la carne es la vivificación del espíritu. Entonces el alma, liberada de las impurezas, es verdaderamente espiritual, para estar de acuerdo con la voluntad de Dios, y no sujeta a la tiranía de la carne, rebelándose contra ella. En resumen, la mortificación de la carne será la vivificación del espíritu: Porque entonces el alma, habiéndose despojado de toda clase de contaminación, es verdaderamente espiritual, de modo que consiente a la voluntad de Dios, y ya no está sujeta a la tiranía de la carne; habitando así en tranquilidad, con todos sus pensamientos fijos en Dios. ¿Debemos decir que duerme, cuando puede elevarse sin ninguna carga? ¿Que duerme, cuando puede percibir muchas cosas por el sentido y el pensamiento, sin que ningún obstáculo se lo impida? Estas cosas no solo manifiestan los errores de estos hombres, sino también su hostilidad maligna a las obras y operaciones que las Escrituras proclaman que Dios realiza en sus santos.
Reconocemos que Dios crece en sus elegidos, y aumenta de día en día. Esto nos enseña el sabio, cuando dice: «Mas la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto» (Pr 4:18). Y el apóstol afirma, que, «El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo» (Flp 1:6.)
Estos hombres no solo interrumpen la obra de Dios por un tiempo, sino que incluso la extinguen. A los que antes iban de fe en fe, de virtud en virtud, y gozaban de un anticipo de bienaventuranza cuando se ejercitaban en pensar en Dios, ellos los privan tanto de la fe como de la virtud, y de todo pensamiento de Dios, y se limitan a ponerlos en camas, en un estado aletargado y letárgico. Pues ¿cómo interpretan ese progreso? ¿Piensan que las almas se perfeccionan cuando se las hace pesadas por el sueño como preparación para llevarlas lisas y gordas a la presencia de Dios cuando se siente en juicio? Si tuvieran una pizca de sentido común, no parlotearían tan absurdamente sobre el alma, sino que harían toda la diferencia que hay entre el cielo y la tierra entre un alma celestial y un cuerpo terrenal. Cuando el apóstol anhela partir y estar con Cristo (Flp 1:23), ¿piensan que desea dormirse para no sentir ya ningún deseo de Cristo? ¿Era esto todo lo que anhelaba cuando dijo que sabía que tenía un edificio de Dios, una casa no hecha de manos, tan pronto como la casa terrenal de su tabernáculo se disolviera? (2Co 5:1). ¿Dónde estaba el beneficio de estar con Cristo si dejaba de vivir la vida de Cristo?
¿No les sobrecogen las palabras del Señor cuando, llamándose a Sí mismo el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, dice que es «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos»? (Mt 22:32).
¿No será, pues, para ellos un Dios, ni ellos serán para él un pueblo? (Mc 12:27). Pero ellos dicen que estas cosas se realizarán cuando los muertos resuciten. Aunque la pregunta expresamente formulada es: ¿No habéis leído lo que se ha dicho acerca de la resurrección de los muertos? esta evasiva no servirá a su propósito. Teniendo Cristo que ver con los saduceos, que negaban no solo la resurrección de los muertos, sino la inmortalidad del alma, los condena de dos errores con esta sola expresión. Porque si Dios no es Dios de muertos sino de vivos, y Abraham, Isaac y Jacob habían dejado esta vida cuando Dios habló a Moisés llamándose a sí mismo su Dios, la inferencia es que estaban viviendo otra vida. Sin duda deben estar vivos aquellos de quienes Dios dice que es su Dios. De ahí que Lucas añada: «Porque todas las cosas viven para él» (Lc 20:38), no queriendo decir que todas las cosas viven por la presencia de Dios, sino por su energía. Se deduce, por tanto, que Abraham, Isaac y Jacob están vivos. A este pasaje añadimos el del Apóstol, «Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos. Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven» (Ro 14:8-9). ¿Qué fundamento más sólido podría haber sobre el cual apoyar nuestra fe, que decir que Cristo gobierna sobre los muertos? Solo puede haber gobierno sobre personas que existen, ya que el ejercicio del gobierno implica necesariamente la existencia de súbditos.
También dan testimonio contra ellos en el cielo, ante Dios y sus ángeles, las almas de los mártires bajo el altar, que a gran voz claman, «¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra? Y se les dieron vestiduras blancas, y se les dijo que descansasen todavía un poco de tiempo, hasta que se completara el número de sus consiervos y sus hermanos, que también habían de ser muertos como ellos» (Ap 6:10-11).
Las almas de los muertos claman en voz alta, y se les dan vestiduras blancas. ¿Qué son para vosotros las vestiduras blancas? ¿Son almohadas sobre las que debéis acostaros y dormir? Ya veis que las vestiduras blancas no están adaptadas en absoluto para dormir, y, por lo tanto, cuando están así vestidos, deben estar despiertos. Si esto es verdad, estas vestiduras blancas designan indudablemente el comienzo de la gloria, que la divina liberalidad concede a los mártires mientras esperan el día del juicio.
No es nuevo que la Escritura designe la gloria, la fiesta y la alegría bajo la figura de un manto blanco. Fue en una túnica blanca que el Señor apareció en visión a Daniel. Con esta vestidura fue visto el Señor en el monte Tabor. El ángel del Señor se apareció a las mujeres en el sepulcro con vestiduras blancas; y bajo la misma forma se aparecieron los ángeles a los discípulos mientras seguían mirando al cielo después de la ascensión de su Señor. De la misma manera se apareció el ángel a Cornelio, y cuando el hijo que había malgastado sus bienes volvió a su padre, se vistió con la mejor túnica, como símbolo de alegría y fiesta. (Dn 7:9; Mt 17:2; 28:3; Mc 16:5; Hch 1:10; 10:30; Lc 15:22).
De nuevo, si las almas de los muertos gritaban en voz alta, no estaban durmiendo. ¿Cuándo, entonces, les sobrevino esa somnolencia? Que nadie insinúe aquí la expresión de que «la sangre de Abel clamaba venganza». Estoy perfectamente dispuesto a admitir que cuando se ha derramado sangre, es una figura ordinaria representarla como clamando venganza. En este pasaje, sin embargo, es cierto que el sentimiento de los mártires se nos representa llorando, porque su deseo se expresa y su petición se describe sin ninguna figura: «¿Hasta cuándo, Señor, no te vengarás?», etc. Por consiguiente, en el mismo libro Juan ha descrito una doble resurrección, así como una doble muerte; a saber, una del alma antes del juicio, y otra cuando el cuerpo será resucitado, y cuando el alma también será elevada a la gloria. «Bienaventurado ―dice― y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre estos» (Ap 20:6). Pues bien, teman quienes se niegan a reconocer esa primera resurrección, que, sin embargo, es la única entrada a la gloria beatífica.
Uno de los golpes más fatales al dogma de estos hombres es la respuesta que se dio al ladrón que imploró misericordia. Imploró: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino»; y oye la respuesta: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23:42-43). El que está en todas partes, promete que estará presente con el ladrón. Y promete el paraíso, porque quien así goza de Dios tiene plenitud de delicias. No lo deja para una larga serie de días. ¡Lo llama a las alegrías de su reino en ese mismo día! Se esfuerzan por eludir la fuerza de la expresión de nuestro Salvador con una mísera argucia. Dicen: «Para con el Señor un día es como mil años» (2P 3:8). Pero no recuerdan que Dios, al hablar al hombre, se acomoda al sentido humano. No se les dice que en la Escritura un día se usa para mil años. ¿Quién escucharía al expositor que, al serle dicho que Dios haría algo hoy, lo explicara inmediatamente como significando miles de años? Cuando Jonás declaró a los ninivitas, «De aquí a cuarenta días Nínive será destruida» (Jon 3:4) ¿podrían haber esperado con seguridad el juicio futuro, que no sería infligido hasta que hubieran transcurrido cuarenta mil años? No fue en este sentido que Pedro dijo que a los ojos de Dios mil años eran como un día; pero cuando algunos falsos profetas contaban los días y las horas con el propósito de acusar a Dios de falsedad por no cumplir sus promesas en el momento en que lo deseaban, les recuerda que para Dios es la eternidad, comparada con la cual mil años son apenas un instante.
Sintiéndose completamente enredados, sostienen que en la Escritura hoy significa la duración del Nuevo, y ayer la duración del Antiguo Testamento. En este sentido deforman el pasaje de Hebreos 13:8: «Jesucristo es el mismo, ayer, y hoy, y por los siglos». Aquí están totalmente equivocados. Porque, si Él solo fuera ayer, entonces no siendo antes del comienzo del Antiguo Testamento, ¡podría haber comenzado a ser en algún momento! ¿Dónde estará entonces Jesús, el Dios eterno, con respecto a la humanidad, aun el primogénito de toda criatura, y el Cordero inmolado desde la fundación del mundo? (Col 1:15; Ap 13:8). De nuevo, si hoy significa el tiempo que interviene entre la encarnación de Cristo y el día del juicio, ¡sostenemos que el paraíso será disfrutado por el ladrón antes del período en que dicen que las almas son despertadas del sueño! Así, pues, se verán obligados a confesar que la promesa dada al ladrón se cumplió antes del juicio, aunque al mismo tiempo insistan en que no debía cumplirse hasta después del juicio. Pero si limitan la expresión al tiempo que sigue al juicio, ¿por qué añade el autor de la epístola «por los siglos»? Y para hacer visibles sus tinieblas, si Cristo se refería en esa promesa al período del juicio, no debería haber dicho: Hoy, sino en una edad futura; del mismo modo que Isaías, cuando quiso expresar el misterio de la resurrección, llamó a Cristo «el Padre eterno» (Is 9:6).
Pero puesto que el apóstol usó la expresión «Ayer, hoy y por los siglos» para lo que nosotros estamos acostumbrados a expresar con «fue, es y será» ―los tres tiempos son para nosotros equivalentes a eternidad―, ¿qué más hacen con su argucia que pervertir el significado del apóstol? Que el término ayer se usa para comprender una duración eterna puede aprenderse claramente del Profeta, quien escribe: «Porque Tofet ya de tiempo está dispuesto» (Is 30:33), mientras que sabemos por las palabras de Cristo que el fuego ha sido preparado desde la eternidad para el diablo y sus ángeles (Mt 25:41). Todos los que tienen algún juicio o mente sana, ven aquí que no les queda ningún medio por el cual puedan eludir la verdad así manifestada. Sin embargo, continúan poniendo reparos y diciendo que el paraíso fue prometido al ladrón en ese día, así como la muerte fue denunciada a nuestros primeros padres el día en que probaron el árbol de la ciencia del bien y del mal. Si concediéramos esto, aún podríamos obligarlos a admitir que el ladrón en ese día fue restaurado de la miseria en la que Adán cayó el día en que transgredió la ley que le había sido impuesta. Además, cuando hable de la muerte, dejaré bien claro, si no me equivoco, que nuestros padres murieron el día en que se rebelaron contra Dios.
Permítanme ahora dirigir mi discurso a aquellos que, con una conciencia pura, recordando las promesas de Dios, las aceptan. Hermanos, que nadie os robe esta fe, aunque todas las puertas del infierno se resistan, puesto que tenéis la seguridad de Dios, que no puede negar su verdad. No hay la menor oscuridad en su lenguaje a la iglesia, mientras todavía es peregrina en la tierra: «El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que Jehová te será por luz perpetua, y el Dios tuyo por tu gloria» (Is 60:19).
Aquí, si ellos, según su costumbre habitual, nos remiten a la última resurrección, será fácil refutar el absurdo a partir de expresiones individuales del capítulo, en las que el Señor en un momento promete a su Mesías, y en otro promete admitir a los gentiles al pacto, etc. Recordemos siempre lo que el Espíritu ha enseñado por boca de David, en el Salmo 92:12-14 «El justo florecerá como la palmera; crecerá como cedro en el Líbano. Plantados en la casa de Jehová, en los atrios de nuestro Dios florecerán. Aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y verdes».
No os alarméis porque se piense que todos los poderes de la naturaleza van a fallar precisamente en el momento en que oís hablar de una vejez floreciente y en ciernes. Reflexionando con vosotros mismos sobre estas cosas, dejad que vuestras almas, al unísono con la de David, exclamen, «El que sacia de bien tu boca: de modo que te rejuvenezcas como el águila» (Sal 103:5). Deja el resto al Señor, que guarda nuestra entrada y nuestra salida desde ahora y para siempre. Él es quien envía la lluvia temprana y la tardía sobre sus elegidos. De Él se nos ha dicho: «Dios, nuestro Dios ha de salvarnos, y de Jehová el Señor es el librar de la muerte». Cristo nos expuso esta bondad del Padre cuando dijo: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo» (Sal 121:8; Jl 2:23; Sal 68:20; Jn 17:24).
Aferrémonos a la fe así sostenida por todas las profecías, por la verdad evangélica y por Cristo mismo —la fe de que nuestro espíritu es imagen de Dios, que como tal vive, comprende y es eterno. Mientras está en el cuerpo, ejerce sus propias potencias; pero cuando abandona esta prisión, vuelve a Dios, de cuya presencia disfruta mientras descansa en la esperanza de una bendita resurrección. Este descanso es su paraíso. Por otra parte, el espíritu del réprobo, mientras espera el terrible juicio, es torturado por esa anticipación, que el apóstol por esa razón llama θοβεράν (terrible). Indagar más allá de esto es sumergirse en el abismo de los misterios divinos. Basta con haber aprendido lo que el Espíritu, nuestro mejor Maestro, consideró suficiente haber enseñado. sus palabras son, «Oíd, y vivirá vuestra alma» (Is 55:3). Cuán sabiamente, en oposición a la vanidad y arrogancia de aquellos hombres, se dijo: «Las almas de los justos están en las manos de Dios, y los dolores de la muerte no las tocarán. A los ojos de los necios parecían morir, pero están en paz», etc. Este es el fin de nuestra sabiduría, que, siendo sobria y sometida a Dios, sabe al mismo tiempo que los que aspiran más alto solo procuran una caída.
Examinemos ahora la cuna en que mecen a las almas dormidas, y dispongamos de la soporífera bebida que les dan a beber. Llevan consigo algunos pasajes de las Escrituras que parecen favorecer ese dormir, y luego, como si el hecho de dormir estuviera claramente probado, fulminan contra quienes no se adhieren instantáneamente a su error. Insisten, en primer lugar, en que Dios no infundió en el hombre otra alma que la que le es común con los brutos; pues la Escritura atribuye la misma «alma viviente» a todos por igual; como donde se dice, «Dios creó los grandes monstruos marinos y todo ser viviente» (Gn 1:21). Y de nuevo, «De dos en dos de toda carne en que había espíritu de vida» (Gn 7:15) y otras al mismo efecto. Y se dice que, aunque las Sagradas Escrituras no hicieran mención de este asunto, el apóstol nos recuerda claramente en 1 Corintios 15:42 que esa alma viviente no difiere en nada de la vida presente con la que el cuerpo vegeta, cuando dice: «Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual. Hay cuerpo animal, y hay cuerpo espiritual».
Admito que se atribuya repetidamente un alma viviente a los brutos, porque ellos también tienen vida propia; pero ellos viven de una manera, el hombre de otra. El hombre tiene un alma viviente por la que conoce y entiende; ellos tienen un alma viviente que da a su cuerpo sentido y movimiento. Viendo, pues, que el alma del hombre posee razón, intelecto y voluntad ―cualidades que no son anexas al cuerpo―, no es extraño que subsista sin el cuerpo y no perezca como los brutos, que no tienen más que sus sentidos corporales. De ahí que Pablo no se avergonzara de adoptar la expresión de un poeta pagano y llamarnos descendencia de Dios (Hch 17:28). Que hagan, pues, si quieren, un alma viviente común al hombre y a los brutos, puesto que en cuanto al cuerpo tienen todos la misma vida, pero que no empleen esto como argumento para confundir el alma del hombre con la de los brutos.
Ni que me impongan la expresión del apóstol, que está más conmigo que contra mí. Dice, «Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante» (1Co 15:45). Su respuesta aquí corresponde a la pregunta de aquellos que no podían ser persuadidos de la resurrección. ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán? El apóstol, para responder a esta objeción, se dirige así a ellos: Si aprendemos por experiencia que la semilla, que vive, crece y da fruto, ha muerto previamente, ¿por qué el cuerpo, después de muerto, no puede resucitar como una semilla? Y si el grano seco y desnudo, después de muerto, produce un aumento más abundante, por una virtud maravillosa que Dios ha implantado en él, ¿por qué no puede el cuerpo, por el mismo poder divino, resucitar mejor de lo que murió? Y que no te asombres de esto: ¿Cómo es que el hombre vive, sino porque fue formado como alma viviente? Esta alma, sin embargo, aunque por un tiempo actúa y sostiene la masa corporal, no le imparte inmortalidad ni incorrupción, y mientras ejerce su propia energía, no se basta por sí misma, sin los auxiliares de la comida, la bebida, el sueño, que son los signos de la corrupción; ni la mantiene en un estado constante y uniforme sin estar sujeta a diversas clases de inclinaciones. Pero cuando Cristo nos haya recibido en su propia gloria, no solo el cuerpo animal será vivificado por el alma, sino hecho espiritual de una manera que nuestra mente no puede comprender ni nuestra lengua expresar.[15] Véase, pues, que en la resurrección seremos no una cosa diferente, sino una persona diferente, (perdón por la expresión.) Estas cosas se han dicho del cuerpo, al que el alma ministra vida bajo los elementos de este mundo; pero cuando la moda de este mundo haya pasado, la participación en la gloria de Dios lo exaltará por encima de la naturaleza.
Tenemos ahora el sentido genuino de la expresión del apóstol. Agustín, habiéndose equivocado una vez al exponerla, como hacen ahora esos hombres, reconoció después su error, y la insertó entre sus Retractaciones.[16] En otro lugar trata todo el tema con la mayor claridad. Haré algunos extractos: «El alma, en efecto, vive en un cuerpo animal, pero no lo vivifica de tal modo que elimine la corrupción; pero cuando, en un cuerpo espiritual, adherido perfectamente al Señor, se forma un espíritu, lo vivifica de tal modo que lo convierte en un cuerpo espiritual, que consume toda corrupción, sin temer ninguna separación». En resumen, si yo les concediera todo lo que piden con respecto a un alma viviente, (sobre cuya expresión, como ya he dicho, no encuentro mucho), sin embargo, ese asiento de la imagen de Dios siempre permanece seguro, ya sea que lo llamen «alma» o «espíritu», o le den cualquier otro nombre.
No es más difícil refutar su objeción tomada de Ezequiel 37:9, donde el Profeta, haciendo una especie de supuesta resurrección, llama a un espíritu de los cuatro vientos para que sople sobre los huesos secos. De esto se creen con derecho a inferir que el alma del hombre no es otra cosa que el poder y la facultad de movimiento sin sustancia, un poder y una facultad que pueden volverse evanescentes con la muerte, y reunirse de nuevo en la resurrección. Como si yo no pudiera inferir de la misma manera que el Espíritu de Dios es viento o movimiento evanescente, viendo que el mismo Ezequiel, en su primera visión, ¡usa el término «viento» para el Espíritu eterno de Dios! Pero para cualquier hombre no del todo estúpido es fácil dar la solución, aunque estas buenas gentes, por torpeza o ignorancia, no la observen. En ambos pasajes vemos ejemplos de lo que ocurre una y otra vez en los profetas, que representan cosas espirituales demasiado elevadas para el sentido humano mediante símbolos corpóreos y visibles. Por consiguiente, cuando Ezequiel quiso dar una representación distinta y, por así decirlo, corporal del Espíritu de Dios y del espíritu del hombre ―cosa del todo imposible en relación con una naturaleza espiritual― tomó prestada una semejanza de objetos corpóreos para que sirviera como una especie de imagen.
Su segunda objeción es que el alma, aunque dotada de inmortalidad, cayó en el pecado y por ello se hundió y destruyó su inmortalidad. Este fue el castigo señalado para el pecado, tal como fue denunciado a nuestros primeros padres: «Ciertamente morirás» (Gn 2:17). Y Pablo dice: «La paga del pecado es muerte» (Ro 6:23). Y el profeta exclama: «El alma que pecare, esa morirá». (Ez 18:4). Citan otros pasajes similares. Pero yo pregunto, en primer lugar, si no se pagó al diablo la misma paga por el pecado y, sin embargo, su muerte no fue tal que le impidiera estar siempre despierto, buscando a quien devorar y obrando en los hijos de desobediencia. Pregunto, en segundo lugar ¿si habrá o no algún fin para esa muerte? Si no, como ciertamente debemos reconocer, entonces, aunque muertas, aún sentirán el fuego eterno y el gusano que no muere. Estas cosas ponen de manifiesto que la inmortalidad del alma, que nosotros afirmamos, y que decimos que consiste en una percepción del bien y del mal, existe incluso cuando está muerta, y que esa muerte es algo más que la aniquilación a la que ellos la reducirían.
Las Escrituras tampoco guardan silencio sobre este punto, si pudieran someter sus propios puntos de vista a las Escrituras, en lugar de afirmar arrogantemente lo que les dicten sus cerebros oscuros y somnolientos. Cuando Dios pronuncia esta sentencia contra el hombre como pecador: «Polvo eres, y al polvo volverás», ¿dice algo más que lo que ha sido tomado de la tierra volverá a la tierra? ¿Adónde va entonces el alma? ¿Desciende a la tumba, a la podredumbre y a la corrupción? Estos puntos serán considerados más detalladamente más adelante. Pero ahora, ¿por qué discuten? Hemos oído que lo que es de la tierra ha de volver a la tierra. ¿Por qué hundimos el espíritu del hombre bajo la tierra? No dice que el hombre volverá a la tierra, sino que el que es polvo volverá al polvo. Pero el polvo es lo que fue formado del barro. Vuelve al polvo, pero no el espíritu, que Dios sacó de otra parte y dio al hombre. Por consiguiente, leemos en el libro de Job, «Acuérdate de cómo a barro me diste forma; ¿y en polvo me has de volver?» (Job 10:9). Esto se dice del cuerpo. Poco después añade, «Vida y misericordia me concediste, y tu cuidado guardó mi espíritu» (Job 10:12). Esa vida, pues, no había de volver al polvo.
La muerte del alma es muy diferente. Es el juicio de Dios, cuyo peso el alma desdichada no puede soportar sin quedar totalmente confundida, aplastada y desesperada, como nos enseñan tanto las Escrituras como la experiencia ha enseñado a aquellos a quienes Dios ha herido una vez con sus terrores. Para comenzar con Adán, que fue el primero en recibir la paga fatal, ¿cuáles pensamos que deben haber sido sus sentimientos cuando escuchó la terrible pregunta: ¿dónde estás tú?»? Es más fácil imaginarlo que expresarlo, aunque la imaginación debe estar muy lejos de la realidad. Así como la sublime majestad de Dios no puede expresarse con palabras, tampoco puede expresarse su terrible cólera contra aquellos a quienes la inflige. Ellos ven el poder del Todopoderoso realmente presente: para escapar de él, se sumergirían en mil abismos; pero escapar no pueden. ¿Quién no confiesa que esto es la misma muerte? Aquí vuelvo a decir que no necesitan palabras quienes hayan sentido alguna vez los aguijones de la conciencia; y quienes no los hayan sentido, que solo escuchen las Escrituras, en las que «nuestro Dios» es descrito como «fuego consumidor», y como mata cuando habla en juicio. Así lo conocieron quienes dijeron: «Pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos» (Ex 20:19; Dt 18:16).
¿Quieres saber lo que es la muerte del alma? Es estar sin Dios, ser abandonada por Dios y dejada a sí misma, porque si Dios es su vida, pierde su vida cuando pierde la presencia de Dios. Lo que se ha dicho en general puede mostrarse en partes particulares. Si sin Dios no hay rayos que iluminen nuestra noche, ciertamente el alma, sepultada en sus propias tinieblas, está ciega. También es muda, al no poder confesar para salvación lo que ha creído para justicia. Es sorda, pues no oye esa voz viva. Es cojo, es más, incapaz de sostenerse a sí mismo, no teniendo a nadie a quien pueda decir: «Me has sostenido de la mano derecha, y me has conducido en tu voluntad». En resumen, no realiza ninguna función de la vida. Porque así habla el profeta, cuando quiere mostrar que la fuente de la vida está con Dios, «Aprende dónde está el saber, dónde la fuerza, dónde el conocimiento, y sabrás dónde está la larga vida, dónde la luz para los ojos y la paz» (Bar 3:14)
¿Qué más se requiere para la muerte? Pero, para no detenernos aquí, consideremos con nosotros mismos qué vida nos ha traído Cristo, y entonces comprenderemos cuál es la muerte de que nos ha redimido. Ambas cosas nos enseña el apóstol, cuando dice, «Despiértate, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo» (Ef 5:14).
Aquí no se dirige a los asnos, sino a los que, enredados en el pecado, llevan consigo la muerte y el infierno. De nuevo, «Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados» (Ef 2:1).
Por consiguiente, así como el apóstol dice que «morimos al pecado» cuando la concupiscencia se extingue en nosotros, así también morimos a Dios cuando quedamos sujetos a la concupiscencia que vive en nosotros (Col 2:13; Ro 6:2). Más aún, (para comprender en una palabra lo que dice de la viuda que vive en los placeres) «viviendo está muerta»; en otras palabras, somos inmortales con respecto a la muerte. (1Ti 5:6). Porque, aunque la mente retiene su poder de percepción, la mala concupiscencia es, por así decirlo, una especie de estupefacción mental.
Por tanto, la muerte que el alma soporta la sufrió Cristo por nuestra causa; pues todo lo que las profecías prometían acerca de su victoria sobre la muerte, lo cumplió con su muerte. Los profetas declararon: «Derribará a la muerte para siempre». De nuevo: «Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol» (Is 25:8; Os 13:14.) Los apóstoles proclaman el cumplimiento de estas cosas: «En verdad destruyó la muerte e iluminó la vida por el Evangelio» (2Ti 1:10). Y de nuevo, «Pues si por la transgresión de uno solo reinó la muerte, mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia» (Ro 5:17). Que se resistan, si pueden, a estos pasajes, que no son tanto palabras como relámpagos.
Cuando ellos dicen, lo que nosotros admitimos, que la muerte viene de Adán ―la muerte, sin embargo, no como ellos fingen, sino como hemos demostrado recientemente que es aplicable al alma―, nosotros, por otra parte, decimos que la vida viene de Cristo, y esto ellos no pueden negarlo. Toda la controversia gira en torno a una comparación entre Adán y Cristo. Necesariamente deben conceder al apóstol no solo que todo lo que había caído en Adán se renueva en Cristo, sino que, en la medida en que el poder de la gracia fue más fuerte que el del pecado, tanto más poderoso ha sido Cristo en restaurar que Adán en destruir: pues él declara claramente que el don no es como el pecado, sino que es mucho más exuberante, no ciertamente por incluir a un mayor número de individuos, sino por otorgar bendiciones más ricas a aquellos a quienes incluye. Que digan, si quieren, que fue exuberante, no por dar vida más abundante, sino por borrar muchos pecados, viendo que el único pecado de Adán nos había sumido en la ruina. No pido más.
Además, cuando en otra parte dice que «el aguijón de la muerte es el pecado» (1Co 15:56), ¿cómo puede la muerte seguir aguijoneándonos, cuando su aguijón ha sido mitigado, es más, destruido? En varios capítulos de la epístola a los Romanos se pone de manifiesto que el pecado ha sido completamente abolido, de modo que ya no puede dominar a los creyentes. Entonces, si la fuerza del pecado es la ley, ¿qué otra cosa hacen, cuando matan a los que viven en Cristo, que someterlos a la maldición de la ley de la que habían sido liberados? De ahí que el apóstol declare confiadamente en Romanos 8:1 que «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu». Sobre aquellos a quienes el apóstol libera así de toda condenación, pronuncian la más severa de todas las sentencias: «¡Morid, moriréis!». ¿Dónde está la gracia, si todavía reina la muerte entre los elegidos de Dios? El pecado, como dice el apóstol, reinó ciertamente hasta la muerte, pero la gracia reina hasta la vida eterna y, venciendo al pecado, no deja lugar a la muerte. Por tanto, así como la muerte reinó al entrar por Adán, así ahora reina la vida por Jesucristo. Y sabemos que «Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él» (Ro 6:9).
Aquí podemos ver cómo ellos mismos dan el golpe de gracia a su herejía. Cuando dicen que «la muerte es el castigo del pecado», al mismo tiempo implican que el hombre, si no hubiera caído, habría sido inmortal. Lo que empezó a ser, una vez no lo fue; y lo que es por castigo, no lo es por naturaleza. Entonces el apóstol exclama que el pecado es absorbido por la gracia, de modo que ya no puede tener ningún poder sobre los elegidos de Dios; y de ahí concluimos que los elegidos ahora son tales como Adán era antes de su pecado; y como él fue creado inexterminable, así han llegado a ser ahora los que han sido renovados por Cristo a una naturaleza mejor. No hay nada en desacuerdo con esto en la declaración del apóstol, «se cumplirá (fiet) la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria» (1Co 15:54) ya que nadie puede negar que el término fiet (se hará) es sinónimo de implebitur (se cumplirá). Se cumplirá en el cuerpo lo que ahora se ha comenzado en el alma; o más bien, lo que solo se ha comenzado en el alma se cumplirá tanto en el alma como en el cuerpo: porque esta muerte común que todos sufrimos, como si fuera una necesidad común de la naturaleza, es más bien para los elegidos una especie de paso al más alto grado de inmortalidad, que un mal o un castigo, y, como dice Agustín[17] no es otra cosa que la caída de la carne, que no consume las cosas conectadas con ella, sino que las divide, ya que restaura cada una a su original.
Su tercer argumento es, en muchos lugares se dice que los que han muerto duermen, como en el caso de Esteban, «Habiendo dicho esto, durmió», de nuevo, «Nuestro amigo Lázaro duerme», de nuevo, «Ignoréis acerca de los que duermen» (Hch 7:60; Jn 11:11; 1Ts 4:13). Lo mismo ocurre tan a menudo en los libros de los Reyes, que apenas hay una expresión que sea más familiar. Pero el pasaje en el que insisten más enérgicamente está tomado del libro de Job:
«Porque si el árbol fuere cortado, aún queda de él esperanza; retoñará aún, y sus renuevos no faltarán. Si se envejeciere en la tierra su raíz, y su tronco fuere muerto en el polvo, al percibir el agua reverdecerá, y hará copa como planta nueva. Mas el hombre morirá, y será cortado; perecerá el hombre, ¿y dónde estará él? Como las aguas se van del mar, y el río se agota y se seca, así el hombre yace y no vuelve a levantarse; hasta que no haya cielo, no despertarán» (Job 14:7-12.)
Pero si sostienes que las almas duermen porque la muerte se le llama dormir, entonces el alma de Cristo debe haber sido presa del mismo sueño: porque David habla así en su nombre, «yo me acosté y dormí; y desperté, porque Jehová me sustentaba» (Sal 3:5) Y oye a sus enemigos en insulto exclamar, «Y el que cayó en cama no volverá a levantarse» (Sal 41:8) Pero si, como se ha discutido más ampliamente, nada tan mezquino y abyecto debe imaginarse con respecto al alma de Cristo, nadie puede dudar de que la Escritura se refirió meramente a la composición externa del cuerpo, y lo describió como el sueño por aparecer así al hombre. Las dos expresiones se usan indistintamente, «durmió con sus padres», «fue acostado con sus padres» aunque el alma de ningún hombre es acostada con el alma de sus padres cuando su cuerpo es llevado a su tumba. En el mismo sentido, creo que este sueño se atribuye a los reyes impíos, en los libros de Reyes y Crónicas.
Cuando oyes que el impío duerme, ¿piensas en el sueño de su alma? No puede tener peor verdugo para atormentarla que una mala conciencia. ¿Cómo puede haber sueño en medio de tanta angustia? «Pero los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo. No hay paz, dijo mi Dios, para los impíos» (Is 57:20-21).
Y, sin embargo, cuando David quiso describir el más amargo dolor de conciencia, dice: «Alumbra mis ojos, para que no duerma de muerte» (Sal 13:3) Las fauces del infierno bostezan para engullirlo, el poder del pecado lo zarandea y, sin embargo, duerme, es más, ¡duerme porque sufre mucho! Aquí, también, debemos enviar de vuelta a sus rudimentos a aquellos que todavía no han aprendido que por sinécdoque el todo se toma a veces, por una parte, y a veces una parte por el todo, una figura que se da constantemente en la Escritura. No deseo que el hecho se tome en mi palabra, pero presentaré pasajes para probarlo.
Cuando Job dijo, «Porque ahora dormiré en el polvo, y si me buscares de mañana, ya no existiré» (Job 7:21) ¿pensaba que su alma iba a ser abrumada por el sueño? Su alma no iba a ser arrojada al polvo, y por lo tanto no iba a dormir en el polvo. Cuando dijo en otro pasaje, «Igualmente yacerán ellos en el polvo, y gusanos los cubrirán» (Job 21:26) y cuando David dijo, «Me has puesto en el hoyo profundo, en tinieblas, en lugares profundos» (Sal 88:6) ¿crees que ponen las almas delante de los gusanos para ser roídas por ellos?
En el mismo sentido, el profeta, al describir la futura destrucción de Nabucodonosor, dice, «Aun los cipreses se regocijaron a causa de ti, y los cedros del Líbano, diciendo: Desde que tú pereciste, no ha subido cortador contra nosotros» (Is 14:8). Poco después dice, «Todos los reyes de las naciones, todos ellos yacen con honra cada uno en su morada; pero tú echado eres de tu sepulcro como vástago abominable» (Is 14:18-19).
Todas estas cosas fueron dichas de un cuerpo muerto, «durmiendo», siendo usado como equivalente a yacer o ser extendido, como hacen los durmientes cuando son extendidos en el suelo. Este modo de expresión podría enseñárnoslo los escritores profanos, uno de los cuales dice: «Cuando una vez nuestra corta luz se ha puesto, una noche eterna debe ser dormida»;” y otro: «Necio, ¿qué es dormir?» y de nuevo: «Que los huesos de Naso yazcan suavemente». Estas expresiones son utilizadas por los escritores que tienen muchas ficciones monstruosas con respecto a las regiones inferiores, y describen los muchos y diversos sentimientos por los que las sombras de los muertos se ven afectados, De ahí que el propio nombre dado por los antiguos a los lugares destinados a la sepultura eraκοιμηηηριον, («cementerio», o «lugar de dormir») No se imaginaban que las almas muertas se pusieron entonces a descansar, sino que hablaba solo del cuerpo. Presumo que ahora he eliminado suficientemente el humo en el que envolvían su «sueño del alma», demostrando que en ninguna parte de la Escritura se aplica el término sueño al alma, cuando se usa para designar la muerte. En otra parte hemos hablado ampliamente del «reposo del alma».
El cuarto argumento que esgrimen contra nosotros, como su ariete más poderoso, es el pasaje en que Salomón escribe así en su Eclesiastés: «Dije en mi corazón: Es así, por causa de los hijos de los hombres, para que Dios los pruebe, y para que vean que ellos mismos son semejantes a las bestias. Porque lo que sucede a los hijos de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre que la bestia; porque todo es vanidad. Todo va a un mismo lugar; todo es hecho del polvo, y todo volverá al mismo polvo. ¿Quién sabe que el espíritu de los hijos de los hombres sube arriba, y que el espíritu del animal desciende abajo a la tierra?» (Ec 3:18-21).
¿Y si el propio Salomón les responde aquí con una sola palabra? «Vanidad de vanidades, dice el Predicador, vanidad de vanidades, todo es vanidad». Pues ¿qué otra cosa pretende sino mostrar el vano sentido del hombre, y la incertidumbre de todas las cosas? El hombre ve que muere como los brutos, que tiene la vida y la muerte en común con ellos; y por lo tanto deduce que su condición está en igualdad con la de ellos: y como nada les queda después de la muerte, así hace que nada le quede a él. ¡Esta es la mente del hombre, esta su razón, este su intelecto! «Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente» (1Co 2:14). El hombre mira con los ojos de la carne y contempla la muerte presente, y la única reflexión que hace es, que todas las cosas han brotado de la tierra, e igualmente vuelven a la tierra; mientras tanto, no tiene en cuenta el alma. Y éste es el sentido de la cláusula subyacente: «¿Quién sabe si el espíritu de los hijos de Adán asciende hacia arriba?». Porque si se considera el tema del alma, la naturaleza humana, totalmente contraída en sí misma, no comprende nada clara ni distintamente estudiando, meditando y razonando.
Por lo tanto, cuando Salomón muestra la vanidad del sentido humano, de la consideración, que, en el examen de la mente, fluctúa y se mantiene en suspenso, de ninguna manera apoya su error, pero; noblemente apoya nuestra fe. Lo que excede la capacidad y la pequeña medida de la mente humana, la sabiduría de Dios lo explica, asegurándonos que el espíritu de los hijos de Adán asciende hacia arriba. Traeré a colación un pasaje similar del mismo escritor con el propósito de doblar un poco su terca cerviz.
«Ciertamente he dado mi corazón a todas estas cosas, para declarar todo esto: que los justos y los sabios, y sus obras, están en la mano de Dios; que sea amor o que sea odio, no lo saben los hombres; todo está delante de ellos» (Ec 9:1.)
Si todas las cosas se mantienen inciertas con respecto al futuro, ¿el creyente, a quien todas las cosas le ayudan a bien, considerará la aflicción como una prueba del odio divino? De ninguna manera. Porque a los creyentes se les ha dicho: «En el mundo tendréis tribulación; en mí, consolación». Apoyados en esta consideración, no sólo soportan lo que les suceda con inquebrantable magnanimidad, sino que incluso se glorían en la tribulación, reconociendo con el bienaventurado Job: «Aunque él me matare, en él esperaré» (Job 13:15).
¿Cómo, entonces, se mantienen todas las cosas inciertas con respecto al futuro? Esto es sólo humanamente hablando. Pero todo hombre viviente es vanidad. Añade, «Este mal hay entre todo lo que se hace debajo del sol, que un mismo suceso acontece a todos, y también que el corazón de los hijos de los hombres está lleno de mal y de insensatez en su corazón durante su vida; y después de esto se van a los muertos. Aún hay esperanza para todo aquel que está entre los vivos; porque mejor es perro vivo que león muerto. Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido» (Ec 9:3-5).
¿No habla así de la gran estupidez de los que solo ven lo presente, sin esperar la vida futura ni la resurrección? Porque, aunque fuera verdad que no somos nada después de la muerte, queda la resurrección; y, si fijaran en ella sus esperanzas, no sentirían desprecio de Dios, ni se llenarían de toda clase de maldades, por no hablar de otras cosas. Concluyamos, pues, con Salomón, que todas estas cosas están fuera del alcance de la razón humana. Pero si queremos tener alguna certeza, corramos a la ley y al testimonio, donde están la verdad y los caminos del Señor. Ellos nos declaran: «y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio» (Ec 12:7.)
Que nadie, pues, que haya oído la palabra del Señor, tenga duda alguna de que el espíritu de los hijos de Adán asciende hacia arriba. Por «ascender hacia arriba» en ese pasaje, entiendo simplemente subsistir y retener la inmortalidad, así como «descender hacia abajo» me parece que significa decaer, caer, perderse.
Su quinto argumento lo atruenan con tanto ruido, que podría despertar a los durmientes del sueño más profundo. Ponen en él su mayor esperanza de victoria y, cuando quieren explicar los asuntos a sus neófitos, dependen más de él como medio de sacudir su fe y vencer su buen sentido. Hay un juicio, dicen, que dará a todos su recompensa: a los piadosos, la gloria; a los impíos, el fuego del infierno. No hay bienaventuranza ni miseria antes de ese día. Esto lo declaran uniformemente las Escrituras.
«Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro» (Mt 24:31). Otra vez, «Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad» (Mt 13:41). De nuevo, «Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo». «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno…». «E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna». (Mt 25:34)
Al mismo efecto es el pasaje en Daniel 12, «En aquel tiempo será libertado tu pueblo, todos los que se hallen escritos en el libro» Preguntan: Si todas estas cosas han sido escritas del día del juicio, ¿cómo se llamará entonces a los elegidos a la posesión del reino celestial, si ya lo poseen? ¿Cómo se les dirá que vengan, si ya están allí? ¿Cómo se salvará entonces el pueblo, si ya está a salvo? Por lo tanto, los creyentes, que incluso ahora caminan en la fe, no esperan ningún otro día de salvación, como dice Pablo: «Sabiendo que el que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús, y nos presentará juntamente con vosotros» (2Co 4:14). Y en otra parte: «Esperando la revelación de nuestro Señor Jesucristo, el cual nos confirmará hasta el fin, para el día de su acercamiento», etc.
Pero, aunque les concediéramos todas estas cosas, ¿por qué hacen su propia adición acerca del «sueño»? Porque en todos estos pasajes, y en otros similares, no pueden decir ni una sílaba sobre el sueño. Aunque estén despiertos, pueden estar sin gloria. Por tanto, puesto que es propio de un hombre insensato, por no decir presuntuoso, decidir perentoriamente, sin ninguna autoridad de la Escritura, sobre puntos que no caen bajo el sentido humano, ¿con qué cara proceden esos nuevos e hinchados dogmáticos a mantener un sueño del que nada han oído de labios de nuestro Señor? Todas las personas sensatas y sobrias pueden ver, por tanto, que un sueño que no puede probarse a partir de la palabra clara de Dios es una ficción perversa. Pero tomemos los pasajes en orden, no sea que los más sencillos se conmuevan cuando oigan que la salvación de las almas se aplaza hasta el día del juicio.
En primer lugar, deseamos que se considere como un punto reconocido, como ya hemos explicado, que nuestra bienaventuranza está siempre en progreso hasta ese día que concluirá y terminará todo el progreso, y que por lo tanto la gloria de los elegidos, y la consumación completa de la esperanza, esperan ese día para su cumplimiento. Porque todos admiten que la perfección de la bienaventuranza o de la gloria no existe en ninguna parte sino en la unión perfecta con Dios. Hacia allí tendemos todos, hacia allí nos apresuramos, hacia allí nos envían todas las Escrituras y las promesas divinas. Porque lo que una vez se dijo a Abraham se aplica también a nosotros, «Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande» (Gn 15:1). Viendo, pues, que la recompensa señalada para todos los que tienen parte con Abraham es poseer a Dios y gozar de él, y que, además y más allá de ella, no es lícito anhelar ninguna otra, hacia allá deben dirigirse nuestros ojos cuando se considera el tema de nuestra expectación.
Hasta aquí, si no me equivoco, nuestros oponentes están de acuerdo con nosotros. Por otra parte, espero que admitan que ese reino, a cuya posesión somos llamados, y que en otras partes se denomina «salvación», «recompensa» y «gloria», no es otra cosa que esa unión con Dios por la cual están plenamente en Dios, son colmados por Dios, a su vez se adhieren a Dios, poseen completamente a Dios; en resumen, son «uno con Dios». Porque así, mientras están en la fuente de toda plenitud, alcanzan la meta última de justicia, sabiduría y gloria, siendo éstas las bendiciones en las que consiste el reino de gloria. Porque Pablo da a entender que el reino de Dios está en su más alta perfección cuando «Dios sea todo en todos» (1Co 15:28). Puesto que, en ese día, solo Dios será todo en todos, y llenará completamente a sus creyentes, se le llama, no sin razón, «el día de nuestra salvación», antes del cual nuestra salvación no está perfeccionada en todas sus partes. Porque aquellos a quienes Dios colma son colmados de riquezas que ni el oído puede oír, ni el ojo ver, ni la lengua contar, ni la imaginación concebir.
Si estos dos puntos están fuera de toda controversia, nuestros hipnólogos (los que mantienen el sueño) en vano se esfuerzan por probar que los santos siervos de Dios, al partir de esta vida, no entran todavía en el reino de Dios, desde que se dice: «Venid», «Heredad el reino», etcétera. Pues nos es fácil responder que no se sigue que no haya reino porque no haya uno perfecto; al contrario, sostenemos que lo que ya ha sido comenzado ha de ser luego perfeccionado. Esto solo quiero que se me conceda cuando lo haya aclarado con argumentos seguros de la Escritura.
Ese día se llama «el reino de Dios», porque entonces someterá verdaderamente a los poderes adversos, matará a Satanás con el aliento de su boca y lo destruirá con el resplandor de su venida, mientras que él mismo morará y reinará totalmente en sus elegidos. (1Cos 15:24; 2Ts 2:8). Dios en sí mismo no puede reinar de otro modo que como reinó desde el principio. De su majestad no puede haber aumento ni disminución. Pero se llama «su reino», porque se manifestará a todos. Cuando oramos para que venga su reino, ¿imaginamos que antes no existe? ¿Y cuándo lo será? «El reino de Dios está entre vosotros». (Lc 17:21) Dios, pues, reina ahora en sus elegidos, a quienes guía por su Espíritu. Reina también en oposición al diablo, al pecado y a la muerte, cuando ordena que brille de las tinieblas la luz que confunde el error y la mentira, y cuando prohíbe a los poderes de las tinieblas que hagan daño a los que tienen la marca del Cordero en la frente. Él reina, digo, incluso ahora, cuando oramos para que venga su reino. Reina, en efecto, mientras hace milagros en sus siervos y da la ley a Satanás. Pero su reino vendrá propiamente cuando se complete. Y se completará cuando manifieste claramente la gloria de su majestad a sus elegidos para salvación, y a los réprobos para confusión.
¿Y qué otra cosa puede decirse o creerse de los elegidos?, cuyo reino y gloria es estar en el glorioso reino de Dios, y por decirlo así, reinar con Dios y gloriarse en él; en resumen, ¿ser partícipes de la gloria divina? Este reino, aunque se dice que todavía no ha llegado, se puede contemplar en cierta medida. Porque los que en cierto modo tienen el reino de Dios dentro de sí y reinan con Dios, comienzan a estar en el reino de Dios; las puertas del infierno no pueden prevalecer contra ellos. Son justificados en Dios, pues de ellos se dice, «En Jehová será justificada y se gloriará toda la descendencia de Israel» (Is 45:25).
Ese reino consiste enteramente en la edificación de la Iglesia, o el progreso de los creyentes, quienes, como nos describe Pablo en Efesios 4:13, crecen a través de todas las diferentes etapas de la vida hasta llegar a ser «un varón perfecto».
Estas buenas personas ven los comienzos de este reino y ven el crecimiento. Tan pronto como éstos desaparecen de sus ojos, no dan lugar a la fe, y son incapaces de creer lo que el ojo de la carne ha dejado de contemplar. Muy diferente es la conducta del apóstol. Él dice, «Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col 3:4)
En efecto, nos atribuye una vida oculta con Cristo, nuestra cabeza, junto a Dios; retrasa la gloria hasta el día de la gloria de Cristo, quien, como cabeza de la iglesia, traerá consigo a sus miembros. Lo mismo expresa Juan, aunque en términos diferentes: «Amados, ahora somos hijos de Dios; y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, puesto que le veremos tal como él es» (1Jn 3:2).
No dice que mientras tanto, durante algún tiempo, no seremos nada; sino que, como somos hijos de Dios, que esperamos la herencia del Padre, mantiene y suspende nuestra expectación, hasta aquel día en que la gloria de Cristo se manifestará en todos, y seremos glorificados en él. Aquí, de nuevo, no podemos dejar de asombrarnos de que, cuando oyen hablar de «hijos de Dios», no vuelvan a una mente sana, y perciban que se trata de una generación inmortal que es de Dios, y por la cual somos partícipes de una inmortalidad divina.
Que clamen, cuanto quieran, que no se les llama bienaventurados de Dios antes del día del juicio, y que no antes de él se promete la salvación al pueblo de Dios. Respondo que Cristo es nuestra cabeza, cuyo reino y gloria aún no han aparecido: si los miembros preceden, el orden es pervertido y absurdo. Seguiremos a nuestro Príncipe cuando venga en la gloria de su Padre y se siente en la cátedra de su majestad. Mientras tanto, hay vida en todo lo que hay en nosotros que es de Dios, es decir, nuestro espíritu, porque Cristo es nuestra vida. Sería absurdo decir que perecemos, mientras nuestra vida vive. Esta vida está junto a Dios y con Dios, y es bienaventurada porque está en Dios. Todo esto es evidente y conforme a la verdad. ¿Por qué se dice que los que han muerto en el Señor todavía no se han salvado, o que todavía no poseen el reino de Dios? Porque esperan lo que todavía no tienen, y no han alcanzado la cumbre de su felicidad. ¿Por qué, sin embargo, son felices? Porque perciben que Dios les es propicio, y ven su recompensa futura desde lejos, y descansan en la esperanza segura de una Resurrección bendita. Mientras habitamos en esta prisión de barro, esperamos lo que no vemos, y contra la esperanza creemos en la esperanza, como dice el Apóstol de Abraham (Ro 4:18). Pero cuando los ojos de nuestra mente, ahora embotados por estar enterrados en la carne, se hayan despojado de este embotamiento, veremos lo que esperamos, y nos deleitaremos en ese descanso. No tememos hablar así, según el apóstol, que dice a la inversa, que a los réprobos les espera una terrible espera del juicio (Heb 10:27). Si a esto se le llama «temeroso», al otro ciertamente se le puede llamar «gozoso» y «bendito».
Puesto que mi propósito es más instruir que aplastar a mis oponentes, dejemos que me presten oídos por un momento, mientras extraemos la realidad de una figura del Antiguo Testamento, y no sin autoridad. Como Pablo, al hablar del paso de los israelitas a través del Mar Rojo, representa alegóricamente el ahogamiento del Faraón como el modo de liberación por el agua, (1Co 10:1) así se nos permite decir que en el bautismo nuestro Faraón es ahogado, nuestro viejo hombre es crucificado, nuestros miembros son mortificados, somos sepultados con Cristo…, y nos alejamos del cautiverio del diablo y del poder de la muerte, sino que solo nos alejamos al desierto, tierra árida y pobre, a menos que el Señor haga llover maná del cielo y haga brotar agua de la roca. Porque nuestra alma, como esa tierra sin agua, carece de todo, hasta que Él, por la gracia de su Espíritu, haga llover sobre ella. Después pasamos a la tierra prometida, bajo la guía de Josué, hijo de Nun, a una tierra que mana leche y miel; es decir, la gracia de Dios nos libera del cuerpo de muerte, por nuestro Señor Jesucristo, no sin sudor y sangre, ya que la carne es entonces la más repugnante, y ejerce su máxima fuerza guerreando contra el Espíritu. Después de fijar nuestra residencia en la tierra, nos alimentamos abundantemente. Se nos dan vestiduras blancas y descanso. Pero Jerusalén, la capital y sede del reino, aún no ha sido erigida; ni Salomón, el Príncipe de Paz, tiene todavía el cetro y gobierna sobre todos.
Las almas de los santos, por lo tanto, que han escapado de las manos del enemigo, están después de la muerte en paz. Están ampliamente provistas de todas las cosas, pues se dice de ellas: «Irán de abundancia en abundancia». Pero cuando la Jerusalén celestial se haya levantado en su gloria, y Cristo, el verdadero Salomón, el Príncipe de Paz, esté sentado en lo alto de su tribunal, los verdaderos israelitas reinarán con su Rey. O ―si prefieres tomar prestada una similitud de los asuntos de los hombres― estamos luchando con el enemigo, mientras tengamos nuestra contienda con la carne y la sangre; venceremos al enemigo cuando nos despojemos del cuerpo de pecado, y seamos enteramente de Dios; celebraremos nuestro triunfo, y gozaremos de los frutos de la victoria, cuando nuestra cabeza se eleve por encima de la muerte en resplandor, es decir, cuando la muerte sea devorada en victoria. Este es nuestro objetivo, esta es nuestra meta; y de esto se ha escrito, «Estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza» (Sal 17:15). Estas cosas pueden ser aprendidas fácilmente de la Escritura, por todos los que han aprendido a oír a Dios y a escuchar su voz.
Las mismas cosas nos han sido transmitidas por tradición, de aquellos que han manejado con cautela y reverencia los misterios de Dios. Pues los escritores antiguos, aunque declaran que las almas están realmente en el paraíso y en el cielo, no han dudado en decir que todavía no han recibido su gloria y recompensa. Tertuliano dice, «Tanto la recompensa como el peligro dependen del acontecimiento de la resurrección».[18] Y sin embargo enseña, sin ambigüedad alguna, que «antes de ese acontecimiento las almas están con Dios y viven en Dios». En otro lugar dice: «¿Por qué no comprendemos que por seno de Abraham se entiende un receptáculo temporal de almas fieles, en el que se delinea la imagen de la fe y se exhibe una visión clara de ambos juicios?». Las palabras de Ireneo son: «Puesto que nuestro Señor partió, en medio de la sombra de la muerte, al lugar donde estaban las almas de los muertos, después resucitó corporalmente, y después de su resurrección fue arrebatado, es manifiesto, tanto que las almas de sus discípulos, por cuya cuenta el Señor realizó estas cosas, se irán al lugar invisible que el Señor les asignó, y allí permanecerán hasta la resurrección, esperando la resurrección; Después, recuperando sus cuerpos y resucitando perfectamente, es decir, corporalmente, como resucitó también el Señor, llegarán a la presencia de Dios. Porque el discípulo no está por encima de su Maestro», etc.[19]
Crisóstomo dice: «Comprended qué y cuán grande cosa es que Abraham se siente y el apóstol Pablo, cuando esté perfeccionado, para que entonces puedan recibir su recompensa. A menos que lleguemos allá, el Padre nos ha predicho que no dará la recompensa, como un buen padre que ama a sus hijos dice a los hijos probables y a los que están terminando su labor, que no dará de comer hasta que hayan venido los otros hermanos. ¿Estáis ansiosos porque aún no recibís? ¿Qué hará, pues, Abel, que antes venció, y aún está sentado sin corona? ¿Qué hará Noé? ¿Qué los otros de aquellos tiempos? He aquí que han esperado y esperan todavía otros que han de ser después de ti».[20] Poco después dice: «Fueron antes que nosotros en la contienda, pero no serán antes que nosotros en la corona; porque hay un tiempo establecido para todas las coronas».
Agustín, en muchos pasajes, describe los receptáculos secretos en los que se guardan las almas de los justos hasta que reciben la corona y la gloria, mientras que, entretanto, los réprobos sufren el castigo, en espera de que el juicio fije la medida precisa.[21] Y en una Epístola a Jerónimo dice: «El alma después de la muerte del cuerpo tendrá reposo, y recibirá al fin el cuerpo en la gloria». Bernardo, que profesa tratar esta cuestión en dos sermones pronunciados en la fiesta de Todos los Santos, enseña que «las almas de los santos, despojadas de sus cuerpos, permanecen todavía en los atrios del Señor, admitidas al descanso, pero todavía no a la gloria. En esa morada benditísima», dice, «no entrarán sin nosotros, ni sin sus propios cuerpos»; es decir, ni santos sin otros creyentes, ni espíritus sin carne: y muchas otras cosas con el mismo propósito.
No difieren de esta opinión los que los colocan en el cielo, siempre que no les atribuyan la gloria de la resurrección. Esto Agustín mismo, en otro lugar, aparentemente lo hace.[22] Porque si bien es cierto que los demonios malvados son ahora atormentados, (como se afirma 2P 2;) sin embargo, ese fuego al que los réprobos serán enviados en el día del juicio, se dice aquí que está preparado para el diablo (Judas). Ambas cosas se expresan cuando se dice que están «reservados en cadenas eternas para el juicio del gran día»; «reservados» aquí indica el castigo que todavía no sienten, y «cadenas» el castigo que realmente soportan. Y Agustín se explica en otro pasaje, (en el Sal 36) donde dice: «Ciertamente tu último día no puede estar muy lejos. Prepárate para él. Tal como partís de esta vida, tal seréis devueltos a aquella vida. Después de esa vida no estarás instantáneamente donde estarán los santos, a quienes se dirá: ‘Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino que fue preparado para vosotros desde la fundación del mundo’. Que aún no estarás allí todo el mundo lo sabe; pero estarás donde el rico orgulloso y mezquino, en medio de sus tormentos, vio descansar lejos al pobre mendigo antes cubierto de llagas. Colocado en ese reposo esperarás seguro el día del juicio, cuando recobrarás tu cuerpo, cuando serás transformado y hecho semejante a los ángeles».
Tampoco me opongo a la ilustración que da en otra parte[23] siempre que se le dé una interpretación sana y moderada, a saber, que «hay muchos estados del alma, primero, la animación; segundo, el sentido; tercero, el arte; cuarto, la virtud; quinto, la tranquilidad; sexto, la entrada; séptimo, la contemplación: o, si lo prefieres, primero, del cuerpo; segundo, al cuerpo; tercero, sobre el cuerpo; cuarto, a sí mismo; quinto, en sí mismo; sexto, a Dios; séptimo, con Dios». He sido inducido a citar estas palabras del santo escritor, más bien para mostrar cuáles eran sus puntos de vista, que, con la idea de obligar a nadie, ni siquiera a mí mismo, a adoptar estas distinciones. Creo que ni siquiera el mismo Agustín deseaba esto, sino que quería explicar, aunque de la manera más clara posible, el progreso del alma, mostrando cómo no alcanza su perfección final hasta el día del juicio. Además, se me ocurrió que aquellos que tanto insisten en este día del juicio podrían convencerse de su error por medio de él. Porque en el Credo, que es el compendio de nuestra fe, confesamos la resurrección, no del alma, sino del cuerpo. No hay lugar para la objeción de que por «cuerpo» se entiende todo el hombre. Admitimos que a veces tiene este significado, pero no podemos admitirlo aquí, donde se usan expresiones significativas y sencillas, para adaptarse a los analfabetos. Ciertamente los fariseos, firmes afirmadores de la resurrección, y teniendo constantemente el término en su boca, al mismo tiempo creían que no era espíritu.
Sin embargo, ellos insisten, y nos mantienen en el punto, citando las palabras en las que Pablo declara que: «somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres» si los muertos no resucitan. (1Co 15:19). ¿Qué necesidad hay de la resurrección, preguntan, si somos felices antes de la resurrección? No, ¿dónde está la gran miseria de los cristianos, una miseria que sobrepasa la que sufren todos los demás, si es verdad que ellos están en reposo mientras que otros están afligidos y fuertemente torturados, Aquí debo decirles, que, si tuviera algún deseo de evadir la dificultad, (cosa en la que ellos siempre están empeñados), tengo aquí amplia oportunidad. Porque ¿qué nos impide adoptar el punto de vista adoptado por algunos expositores sensatos, que entienden que las palabras se refieren no solo a la resurrección final, por la cual recuperaremos nuestros cuerpos de la corrupción, incorruptibles; sino a la vida que nos queda después de que nuestra vida mortal ha terminado, ¿y que frecuentemente se designa en la Escritura con el nombre de resurrección? Porque cuando se dice que los saduceos niegan la resurrección, no se hace referencia al cuerpo, sino que el significado simple es que, según su opinión, nada del hombre sobrevive a la muerte.
Este punto de vista se hace probable por el hecho de que todos los fundamentos en los que el Apóstol basa su afirmación podrían haberse obviado respondiendo que el alma, en efecto, vive, pero que el cuerpo, una vez que se ha convertido en polvo, no puede resucitar. Demos un ejemplo. Cuando dice: «Los que durmieron en Cristo perecieron», podría haber sido refutado por los filósofos que afirmaban enérgicamente la inmortalidad del alma. Cuando pregunta: «¿Qué harán los que son bautizados por los muertos?», se le podría haber contestado fácilmente que las almas sobreviven a la muerte. A la pregunta, «¿Por qué estamos en peligro cada hora?» la respuesta podría haber sido, que exponemos esta frágil vida por la inmortalidad en la que vivirá nuestra mejor parte.
Ahora hemos dicho mucho para lo cual no habría habido ocasión entre personas de disposición enseñable. Porque el apóstol mismo dice que somos miserables si esperamos en Cristo solo en esta vida. Esto es claro más allá de toda disputa, siendo testigo incluso él, que reconoce que sus pies estaban casi perdidos, y que estos pasos habían estado a punto de resbalar cuando vio a los pecadores disfrutando en la tierra. Y ciertamente, si miramos solo al presente, llamaremos felices a aquellos a quienes todo les resulta un deseo. Pero si ampliamos nuestras miras más allá, veremos que feliz es el pueblo cuyo Dios es el Señor, pues en Sus manos están las cuestiones de la muerte.
Podemos aducir algo aún más decidido, no solo para refutar sus objeciones, sino para explicar el genuino significado del apóstol a aquellos que están dispuestos a aprender sin ser disputadores. Porque si no hay resurrección de la carne, con razón llama infelices a los piadosos, porque soportan tantas heridas, azotes, tormentos, contumelias, en fin, necesidades de todas clases en sus cuerpos, que creen destinados a la inmortalidad; viendo que serán defraudados en esta su expectativa. Porque ¿qué puede ser, no digo «más miserable», sino aún más ridículo, que ver los cuerpos de los que viven al día complaciéndose en toda clase de manjares, mientras los cuerpos de los cristianos se desgastan con hambre, frío, azotes y toda clase de ultrajes, si es que los cuerpos de ambos perecen por igual? Podría comparar esto con las palabras que siguen: «Por qué estamos en peligro cada hora, yo muero diariamente por vuestra gloria, hermanos», etc. «Comamos y bebamos, porque mañana moriremos». Sería mejor, dice, actuar según la máxima: «Comamos», etc., si las afrentas que sufrimos en nuestros cuerpos no fueran compensadas por esa gloria que esperamos. Esto no puede ser sino por la resurrección de la carne. Entonces, aunque renunciara a esto, puedo aducir otro argumento, a saber: somos más miserables que todos los hombres si no hay resurrección, porque, aunque somos felices antes de la resurrección, no somos felices sin la resurrección. Porque decimos que los espíritus de los santos son felices en esto, en que descansan en la esperanza de una bendita resurrección, lo cual no podrían hacer, si toda esta bendición pereciera. Cierto, está la declaración de Pablo, de que somos más miserables que todos los hombres si no hay resurrección; y no hay repugnancia en estas palabras al dogma, de que los espíritus de los justos son bienaventurados antes de la resurrección, puesto que es a causa de la resurrección.
También traen a colación lo que se dice en la Epístola a los Hebreos acerca de los antiguos Patriarcas, (Heb 11:13) «Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria». Aquí nuestros oponentes argumentan de la siguiente manera: Si desean un país celestial, no lo poseen ya: Nosotros, por el contrario, argumentamos: Si desean, debe existir, porque no puede haber deseo sin un sujeto en el que resida. Y, como intento forzar de ellos solamente, debe haber un sentido del bueno y del malo donde hay deseo que sigue qué lleva un aspecto del bueno, o demuestra qué aparece malo. Ese deseo, dicen, reside en Dios, que nada puede imaginarse más ridículo. Porque una de dos cosas debe seguirse: o que Dios desea algo mejor de lo que tiene, o que hay algo en Dios que no pertenece a Dios. Esta circunstancia me hace suponer que están simplemente divirtiéndose con un asunto serio.
Para omitir esto, ¿Qué se entiende por «el poder de volver»? Que vuelvan, pues, a una mente sana y escuchen algo mejor de lo que todavía han abrazado; si, en verdad, están realmente persuadidos de lo que profesan con sus labios. El apóstol está hablando de Abraham y de su posteridad, que habitaban en tierra extranjera entre extraños; solo que no exiliados, sino ciertamente peregrinos, que apenas abrigaban sus cuerpos viviendo en pobres chozas, en obediencia al mandato de Dios dado a Abraham, de que abandonara su tierra y su parentela. Dios les había prometido lo que aún no había mostrado. Por eso confiaron en las promesas lejanas, y murieron en la firme creencia de que las promesas de Dios se cumplirían algún día. De acuerdo con esta creencia, confesaron que no tenían morada fija en la tierra, y que más allá de la tierra había un país que anhelaban, a saber, el cielo. Al final del capítulo da a entender que todos aquellos a quienes enumeró no obtuvieron la promesa final, para que no fueran perfeccionados sin nosotros. Si hubieran atendido al significado peculiar de esta expresión, nunca habrían provocado tanta perturbación. Es extraño cómo pueden estar ciegos ante tanta luz; pero aún más extraño es que nos den pan en lugar de piedras; en otras palabras, ¡que apoyen nuestras opiniones mientras tratan de derribarlas!
Creen obtener un fuerte apoyo de lo que se dice en los Hechos de los apóstoles acerca de Tabita, quien, cuando era discípula de Cristo, llena de limosnas y buenas obras, fue resucitada de entre los muertos por Pedro (Hch 9:40). Dicen que se le hizo un daño a Tabita, si estamos en lo correcto al sostener que el alma, cuando se libera del cuerpo, vive con Dios y en Dios, ya que fue traída de vuelta de la sociedad de Dios y de una vida de bienaventuranza a este mundo malvado. Como si no se les pudiera replicar lo mismo. Porque, aunque durmiera o no fuera nada, como había muerto en el Señor era bienaventurada. No le convenía, pues, volver a la vida que había terminado. Por lo tanto, ellos mismos deben desatar primero el nudo que han hecho, ya que es justo que obedezcan la ley que imponen a otros. Y, sin embargo, es fácil para nosotros desatarlo.
Cualquiera que sea la suerte que nos aguarda después de la muerte, lo que Pablo dice de sí mismo en Filipenses 1:21,23 es aplicable a todos los creyentes: «Para mí el morir es ganancia… y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor». Y, sin embargo, Pablo dice que Epafrodito, que ciertamente estaba en el número de los creyentes, «pues en verdad estuvo enfermo, a punto de morir; pero Dios tuvo misericordia de él», y se recuperó (Flp 2:27). Esos hombres, en verdad, que manejan los misterios de Dios con tan poca reverencia y sobriedad, interpretarían esa misericordia como crueldad. Nosotros, sin embargo, sentimos y reconocemos que es misericordia, viendo que es un paso de la misericordia divina santificar a los elegidos y glorificar a los santificados. ¿No muestra entonces el Señor su misericordia cuando nos santifica más y más? Si la voluntad de Dios ha de ser magnificada en nuestro cuerpo por la vida, como dice Pablo, ¿no es misericordia? No es ciertamente nuestro poner leyes a las obras milagrosas de Dios; basta que resplandezca en ellas la gloria de su autor. ¿Qué pasaría si dijéramos que Dios no consultó la ventaja de Tabita, sino que tuvo respeto a los pobres a cuyas oraciones ella se levantó, mientras ellos seguían llorando y mostrando las prendas que Tabita solía coser para ellos? Pablo pensó que este modo de vivir le bastaba, aunque le sería mucho mejor retirarse a Dios. Después de decir que Dios había tenido misericordia de Epafrodito, añade: «Y no solamente de él, sino también de mí, para que no tuviese tristeza sobre tristeza». Ve ahora y levanta un alegato contra Dios por haber devuelto a los pobres a una mujer que era diligente en suplir sus necesidades. Porque, por más que nos parezca la operación, Cristo, que murió y resucitó para reinar sobre vivos y muertos, tiene ciertamente derecho a ser glorificado tanto en nuestra vida como en nuestra muerte.
También llaman a David, el mejor defensor de nuestra causa, como defensor de la suya, pero con tanto descaro y de una manera tan carente de sentido común, que uno se avergüenza y se duele de mencionar los argumentos que toman prestados de él. Sin embargo, vamos a exponer honestamente todos los que conocemos. En primer lugar, se atreven a citar las palabras: «Yo dije: Vosotros sois dioses, y todos vosotros hijos del Altísimo, pero como hombre moriréis», (Sal 82:6-7) etc. E interpretan que los creyentes son en verdad dioses e hijos de Dios, pero que mueren y caen con los réprobos, de modo que ambos tienen la misma suerte hasta que los corderos sean separados de los cabritos. Damos la respuesta que hemos recibido de Cristo, que «Si llamó dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios» (Jn 10:35); es decir, ministros de Dios, a saber, jueces que llevan en sus manos la espada que han recibido de Dios. Aunque no tuviéramos la interpretación de Cristo y el uso de la Escritura, que concuerda en todas partes, no hay oscuridad en el pasaje mismo, en el que se reprende a los que juzgan la iniquidad y respetan los rostros de los pecadores. Se les llama dioses, porque actúan como representantes de Dios mientras presiden sobre otros; pero se les recuerda un Juez futuro al que deben dar cuenta de su oficio. Vean un ejemplo de la forma de argumentar de nuestros oponentes.
Veamos otro. Se dice, en segundo lugar, «Pues sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos» (Sal 146:4). Aquí toman «aliento» por viento, y dicen, que el hombre se irá a la tierra; que no habrá nada más que tierra; que todos sus pensamientos perecerán; mientras que si hubiera vida permanecerían. Nosotros no somos tan sutiles, pero a nuestra manera aburrida llamamos a un barco, un barco, y al espíritu, espíritu. Cuando este espíritu se aleja del hombre, el hombre vuelve a la tierra de la que fue sacado, como hemos explicado completamente. Queda, por lo tanto, ver qué se quiere decir con pensamientos «perecer». Se nos amonesta a no poner la confianza en los hombres. La confianza debe ser inmortal. De otro modo sería incierta e inestable, dado que la vida del hombre pasa rápidamente. Para insinuar esto, dijo que «sus pensamientos perecen», es decir, que todo lo que diseñaron mientras vivían se disipa y se entrega a los vientos. En otra parte dice: «Lo verá el impío y se irritará; crujirá los dientes, y se consumirá. El deseo de los impíos perecerá», como se dice en otro lugar, «disipado»: «Tomad consejo, y será anulado; proferid palabra, y no será firme, porque Dios está con nosotros»; otra vez: «Forma un plan y se disipará». Lo mismo, en forma de circunloquio, expresa la bienaventurada Virgen en su canto: «Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones». (Sal 112:10; 32:10; Is 8:10; Lc 1:51.)
Un tercer pasaje que aducen es: «Se acordó de que eran carne, soplo que va y no vuelve» (Sal 78:39). Aquí sostienen, como lo hacen uniformemente, que «soplo» se usa para viento. En esto no perciben que no solo destruyen la inmortalidad del alma, sino que también cortan toda esperanza de resurrección. Porque si hay resurrección, el espíritu ciertamente vuelve; y si no vuelve, no hay resurrección. Por lo tanto, deberían implorar perdón por su imprudencia en lugar de insistir en que se les haga tal concesión. Esto lo he dicho simplemente para que todos los hombres vean cuán fácilmente podría ser abandonado si mi único objeto fuera refutar sus argumentos. Porque admitimos de buen grado, de acuerdo con su afirmación, que el término viento es aplicable aquí. Concedemos que los hombres son «un viento que vuela y no vuelve»; pero si lo adaptan a sus propios puntos de vista, yerran, al no conocer las Escrituras, con las cuales es común, mediante ese tipo de circunloquio, insinuar en un momento la debilidad de la condición del hombre, y en otro la brevedad de la vida.
Cuando Job dice del hombre: «Sale como una flor y es cortado, y huye como la sombra y no permanece» (Job 14:1), ¿qué más quería decir que el hombre es fugaz, frágil y como una flor que se marchita? A Isaías se le ordena de nuevo exclamar, «Que toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo. La hierba se seca, y la flor se marchita, porque el viento de Jehová sopló en ella; ciertamente como hierba es el pueblo. Sécase la hierba, marchítase la flor; más la palabra del Dios nuestro permanece para siempre» (Is 40:6).
Que infieran aquí, en una sola palabra, que el alma del hombre se debilita y se marchita, y que vean un poco más agudamente que el aburrido pescador que demuestra de ello que todos los creyentes son inmortales, porque han nacido de nuevo de simiente incorruptible, es decir, de la palabra de Dios, que permanece para siempre. La Escritura da el nombre de «flor que se marchita» y «viento pasajero» a los que ponen su confianza en esta vida. Habiendo fijado aquí como si fuera su morada permanente, piensan que van a reinar sin fin; sin mirar al fin por el cual su condición ha de cambiar, y deben ir a otra parte. De tales personas dice también el Profeta: «Pacto tenemos hecho con la muerte, e hicimos convenio con el Seol» (Is 28:15). Burlándose de su vana esperanza, no considera vida lo que para ellos es el principio de la peor muerte. Y afirma que cesan y mueren, pues más les valdría no ser que ser lo que son.
En el mismo sentido leemos en otro Salmo, «Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen. Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo. El hombre, como la hierba son sus días; florece como la flor del campo, Que pasó el viento por ella, y pereció, y su lugar no la conocerá más» (Sal 103:13-16).
Si afirman de estos versículos que el espíritu perece y se desvanece, les advierto de nuevo que no abran una puerta para que los ateos, si los hay, se levanten y traten de derribar su fe y la nuestra en la resurrección, como ciertamente hay muchos. Porque del mismo modo deducirán que el espíritu no vuelve al cuerpo, puesto que se dice que ya no conocerá su lugar. Podrán decir que la inferencia es errónea, puesto que tal argumentación está claramente en la cara de los pasajes relativos a la resurrección; pero me alegro de que su inferencia también sea errónea, puesto que el modo de argumentar es común a ambos.
Casi similar a esto es el pasaje en Eclesiástico, «El número de los días del hombre mucho será si llega a los cien años. Como gota de agua del mar, como grano de arena, tan pocos son sus años frente a la eternidad. Por eso el Señor es paciente con ellos, y derrama sobre ellos su misericordia» (Eclo 18:9-11). Aquí deben admitir que el sentimiento del profeta era muy diferente del que ellos sueñan, y quiere decir que el Señor se compadecía de aquellos que él sabía que se mantenían solo por su misericordia, y que, si él retirara un poco su mano, volverían al polvo de donde fueron tomados. A continuación, hace una breve descripción de la vida humana, comparándola con una flor que, si bien florece hoy, mañana no será más que hierba muerta.
Si hubiera declarado incluso que el espíritu del hombre perece y se convierte en nada, no habría dado ninguna defensa a su error. Porque cuando decimos que el espíritu del hombre es inmortal, no afirmamos que pueda resistir la mano de Dios, o subsistir sin su intervención. Lejos de nosotros tal blasfemia. Pero decimos que es sostenido por su mano y bendición. Así Ireneo, que con nosotros afirma la inmortalidad del espíritu[24], desea, sin embargo, que aprendamos que por naturaleza somos mortales, y solo Dios inmortal. Y en el mismo lugar dice: «No nos inflemos y levantemos contra Dios, como si tuviéramos vida por nosotros mismos; y aprendamos por experiencia que tenemos resistencia para la eternidad por su bondad, y no por nuestra naturaleza». Toda nuestra controversia con David, entonces, a quien insisten en hacer nuestro oponente, es simplemente ésta: Él dice en el Salmo 39:11 que el hombre, si el Señor retira de él su misericordia, cae y perece; nosotros enseñamos que es sostenido por la bondad y el poder de Dios, puesto que solo Él tiene inmortalidad, y que cualquier vida que existe proviene de Él.
Un cuarto pasaje que producen es, «Porque mi alma está hastiada de males, y mi vida cercana al Seol. Soy contado entre los que descienden al sepulcro; soy como hombre sin fuerza, abandonado entre los muertos, como los pasados a espada que yacen en el sepulcro, de quienes no te acuerdas ya, y que fueron arrebatados de tu mano» (Sal 88:4).
¿Qué preguntan, si han sido cortados de la energía de Dios, si han caído lejos de su cuidado y recuerdo, ¿no han dejado de ser? Como si yo no pudiera replicar. Si han sido separados de la energía de Dios, si han escapado de su recuerdo, ¿cómo volverán a ser? ¿Y cuándo será la Resurrección? De nuevo, ¿cómo concuerdan las cosas? «Las almas de los justos están en las manos de Dios», (Sab 3:1) o, para citar solo de los oráculos seguros de Dios, «El justo estará en la memoria eterna» (Sal 112:6).
No han caído, pues, de la mano del Señor, ni han escapado a su recuerdo. Más bien, en este modo de expresión, percibimos los profundos sentimientos de un hombre afligido, que se queja ante Dios de que está casi abandonado con los impíos a la perdición, de quienes se dice que Dios no conoce y ha olvidado; porque sus nombres no están escritos en el libro de la vida; y que han sido cortados de su mano; porque no los guía por su Espíritu.
El quinto pasaje es el Salmo 88:11, «Manifestarás tus maravillas a los muertos? ¿Se levantarán los muertos para alabarte? ¿Será contada en el sepulcro tu misericordia, o tu verdad en el Abadón? ¿Serán reconocidas en las tinieblas tus maravillas, y tu justicia en la tierra del olvido?» De nuevo en el Salmo 115:17, «No alabarán los muertos a JAH, ni cuantos descienden al silencio; pero nosotros bendeciremos a JAH. Desde ahora y para siempre». De nuevo, «¿Qué provecho hay en mi muerte cuando descienda a la sepultura? ¿Te alabará el polvo? ¿Anunciará tu verdad?» (Sal 30:9).
A estos pasajes se une otro de significado muy similar de la canción de Ezequías, en Isaías 38:18, «Porque el Seol no te exaltará, ni te alabará la muerte; ni los que descienden al sepulcro esperarán tu verdad». Añaden del Eclesiástico: «No hay alabanza que venga de muerto, como de quien no existe; es el que vive y goza de salud quien alaba al Señor» (Eclo 17:26).
Respondemos que en estos pasajes el término «muerto» no se aplica simplemente a los que han pagado la deuda común de la naturaleza cuando parten de esta vida; ni se dice simplemente que las alabanzas de Dios cesan con la muerte; sino que el significado en parte es, que nadie cantará alabanzas al Señor excepto aquellos que han sentido su bondad y misericordia; y en parte, que su nombre no se celebra después de la muerte, porque sus beneficios no son, allí declarados entre los hombres como en la tierra. Consideremos todos los pasajes, y tratémoslos en orden, para que podamos dar a cada uno su debido significado. En primer lugar, aprendamos que, aunque por muerte se entiende repetidamente la disolución de la vida presente, y por región inferior (infernus) el sepulcro, no es infrecuente que la Escritura emplee estos términos para designar la ira y la retirada del poder de Dios; de modo que se dice que las personas mueren y descienden a la región inferior, o que moran en la región inferior, cuando son alejadas de Dios, o postradas por el juicio de Dios, o aplastadas por su mano. La misma región inferior (infernus ipse) puede significar, no la tumba, sino el abismo y la confusión. Y este significado, que aparece en toda la Escritura, es más familiar en los Salmos: «Para que no sea yo, dejándome tú, semejante a los que descienden al sepulcro», (infernum). Otra vez, «Oh Jehová, hiciste subir mi alma del Seol;(inferno) me diste vida, para que no descendiese a la sepultura», (lacum) De nuevo, «Oh Señor, tú has sacado mi alma de la región inferior, (inferno) y me has salvado de estos que descienden a la fosa», (lacum) Otra vez, «Los malos serán trasladados al Seol, todas las gentes que se olvidan de Dios». Una vez más: “Si el Señor no me hubiera asistido, mi alma casi habría morado en el infierno”. De nuevo: «Porque Dios ha esparcido los huesos del que puso asedio contra ti». Otra vez: «Me ha hecho habitar en tinieblas como los ya muertos» (Sal 28:1; 53:15; 30:4; 9:18; 14:7; 143:3.)
En el Nuevo Testamento, donde los evangelistas utilizan el término ᾄδης,, el traductor lo ha traducido por infernus. Así, se dice del hombre rico: «Estando en tormentos (en el Hades)», (infernus) etc. (Lc 16:23). De nuevo, «Y tú, Capernaum, que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida» (Mt 11:23). En estos lugares no significa tanto la localidad como la condición de aquellos a quienes Dios ha condenado y condenado a la destrucción. Y ésta es la confesión que hacemos en el Credo, a saber, que Cristo «descendió a los infiernos» (in inferos); en otras palabras, que fue sometido por el Padre, por nuestra causa, a todos los dolores de la muerte; que soportó todas sus agonías y terrores, y fue verdaderamente afligido, habiéndose dicho previamente que «fue sepultado».
Por otra parte, se dice que viven, y están a punto de vivir, aquellos a quienes el Señor visita con bondad: «Porque allí envía Jehová bendición, y vida eterna». Otra vez: «Para librar sus almas de la muerte, y para darles vida en tiempo de hambre». Otra vez: «Por tanto, Dios te destruirá para siempre; te asolará y te arrancará de tu morada, y te desarraigará de la tierra de los vivientes». Otra vez: «Para que ande delante de Dios en la luz de los que viven» (Sal 133:3; 33:19; 52:7; 56:14).
Para llegar a una conclusión, dejemos que nos baste un pasaje, que describe tan gráficamente ambas condiciones como para explicar plenamente su propio significado, sin que digamos una palabra: Está en el Salmo 49, «Los que confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan, ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate (Porque la redención de su vida es de gran precio, y no se logrará jamás), para que viva en adelante para siempre, y nunca vea corrupción. Pues verá que aun los sabios mueren; que perecen del mismo modo que el insensato y el necio, y dejan a otros sus riquezas. Su íntimo pensamiento es que sus casas serán eternas, y sus habitaciones para generación y generación; dan sus nombres a sus tierras. Mas el hombre no permanecerá en honra; Es semejante a las bestias que perecen. Este su camino es locura; con todo, sus descendientes se complacen en el dicho de ellos. Como a rebaños que son conducidos al Seol, (infernus) la muerte los pastoreará, y los rectos se enseñorearán de ellos por la mañana; se consumirá su buen parecer, y el Seol (infernus) será su morada. Pero Dios redimirá mi vida del poder del Seol, (infernus) porque él me tomará consigo» (infernus).
Sostengo que estos nombres «muerte» e «infierno» (Mors et Infernus) no pueden tener otro significado en los versículos de los Salmos que nos imponen, ni en aquella canción de Ezequías; y sostengo que esto puede probarse con claros argumentos: pues en los versículos «¿Harás maravillas a los muertos?», etc., y «¿Qué provecho hay en mi sangre?», etc., o bien Cristo, cabeza de los creyentes, o bien la iglesia, su cuerpo, hablan rehuyendo y despreciando la muerte como algo horrible y detestable. Esto mismo hace Ezequías en su cántico. ¿Por qué se estremecen tanto ante el nombre de la muerte, si sienten que Dios es misericordioso y clemente con ellos? ¿Es porque ya no serán nada? Pero escaparán de este mundo turbulento, y en lugar de tentaciones hostiles y desasosiego, tendrán la mayor facilidad y un bendito descanso. Y como no serán nada, no sentirán ningún mal, y serán despertados a su debido tiempo a la gloria, que ni se retrasa por su muerte, ni se acelera por su vida. Volvamos a los ejemplos de otros santos, y veamos cómo se sentían al respecto. Cuando Noé muere, no lamenta su desdichada suerte. Abraham no se lamenta. Jacob, incluso durante su último aliento, se regocija esperando la salvación del Señor. Job no derrama lágrimas. Moisés, cuando el Señor le informa de que se acerca su última hora, no se conmueve. Todos, por lo que podemos ver, abrazan la muerte con una mente dispuesta. Las palabras con las que los santos responden a la llamada del Señor son uniformemente: «¡Aquí estoy, Señor!».
Debe haber, por tanto, algo que obligue a Cristo y a sus seguidores a tales quejas. No hay duda de que Cristo, cuando se ofreció a sí mismo para sufrir en nuestro lugar, tuvo que contender con el poder del diablo, con los tormentos del infierno y los dolores de la muerte. Todas estas cosas debían hacerse en nuestra naturaleza, para que perdieran el derecho que tenían en nosotros. Por eso, en esta contienda, cuando estaba satisfaciendo el rigor y la severidad de la justicia divina, cuando estaba enzarzado con el infierno, la muerte y el demonio, suplicó al Padre que no le abandonara en tales apuros, que no le entregara al poder de la muerte, sin pedir nada más al Padre que nuestra debilidad, que llevaba en su propio cuerpo, fuera liberada del poder del demonio y de la muerte. La fe en la que ahora nos apoyamos es que la pena del pecado cometido en nuestra naturaleza, y que debía ser pagada en la misma naturaleza, para satisfacer la justicia divina, fue pagada y cumplida en la carne de Cristo, que era la nuestra. Cristo, por lo tanto, no depreca la muerte, sino ese sentido doloroso de la severidad de Dios con la que, por nuestra causa, iba a ser apresado por la muerte. ¿Quieres saber de qué sentimiento proceden sus palabras? No puedo expresarlo mejor de lo que él mismo lo hizo, en otra forma, cuando exclamó: «Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?».
A los que están muertos y sepultados, y llevados al país del olvido, Él los llama «abandonados de Dios». De este modo los santos, enseñados por el Espíritu de Dios, no usarán estas expresiones para evitar la muerte, cuando venga como llamada de Dios, sino para deplorar el juicio, la ira y la severidad de Dios, con que se sienten embargados por medio de la muerte. Para que esto no parezca una invención mía, pregunto si un creyente llamaría a la simple muerte natural «la ira y el terror de Dios». No creo que sean tan desvergonzados como para afirmar esto. Pero en el mismo pasaje el Profeta interpreta así esa muerte, «Sobre mí reposa tu ira, y me has afligido con todas tus ondas» (Sal 88:7). Y añade muchas otras cosas aplicables a la ira divina. En otro pasaje, en el Salmo 30:6, las palabras son, «Porque tú, Jehová, con tu favor me afirmaste como monte fuerte. Escondiste tu rostro, fui turbado». Pero exhorto a mis lectores a que recurran al volumen sagrado, para que de los dos Salmos enteros y del Cantar puedan satisfacerse. Así no habrá glosa, y me siento seguro de la concurrencia de los que leen con juicio.
Concluimos, por tanto, que, en estos pasajes, «muerte» equivale a un sentimiento de la ira y el juicio de Dios, y a estar turbado y alarmado por este sentimiento. Así Ezequías, cuando vio que dejaba su reino expuesto al insulto y a la devastación del enemigo, y que no dejaba descendencia de la que pudiera descender la esperanza de los gentiles, se llenó de ansiedad, por estas señales de un Dios airado y castigador, no por el terror a la muerte, que después superó sin deprecación alguna. En general, reconozco que la muerte en sí misma es un mal, cuando es la maldición y el castigo del pecado, y está a la vez llena de terror y desolación, y lleva a la desesperación a aquellos que sienten que les ha sido infligida por un Dios airado y castigador. Lo único que puede atenuar la amargura de sus agonías es saber que Dios es nuestro Padre, y que tenemos a Cristo por guía y compañero. Los que carecen de este alivio consideran la muerte como confusión y perdición eterna, y por lo tanto no pueden alabar a Dios en su muerte.
El versículo: «Los muertos no te alabarán», etc., concluye las alabanzas del pueblo al dar gracias a Dios por haberlos protegido del peligro con su mano. Su significado es: Si el Señor hubiera permitido que fuéramos oprimidos y cayéramos en poder del enemigo, habrían insultado su nombre y se habrían jactado de haber vencido al Dios de Israel; pero ahora, cuando el Señor ha repelido y aplastado su espíritu orgulloso, cuando nos ha librado de su crueldad con mano fuerte y brazo levantado, los gentiles no pueden preguntar: «¿Dónde está su Dios?». Ha demostrado ser verdaderamente el Dios vivo. Ni puede haber duda alguna de su misericordia, que tan maravillosamente ha exhibido. Y aquí se llama «muertos» y «abandonados de Dios» a los que no han sentido su albedrío y bondad para con ellos, como si hubiera entregado a su pueblo a la lujuria y ferocidad de los impíos.
Esta opinión está claramente confirmada por un discurso que aparece en el Libro de Baruc, o al menos en el libro que lleva su nombre, «Abre tus ojos y mira: porque no los muertos que están en el infierno, (infernus) cuyo espíritu ha sido arrancado de sus entrañas, atribuirán gloria y justicia a Dios; sino el alma que, triste por la magnitud del mal, camina encorvada y débil, y los ojos desfallecidos y el alma hambrienta darán gloria» (Bar 2:17). Aquí vemos indudablemente que, bajo los nombres de «muertos» están incluidos aquellos que, afligidos y aplastados por Dios, se han ido a la destrucción; y que el alma triste, encorvada y débil, es aquella que, fallando en sus propias fuerzas, y no teniendo confianza en sí misma, corre al Señor, le invoca, y de él espera ayuda. Cualquiera que considere todas estas cosas como prosopopeya, encontrará un método fácil de explicarlas, Sustituyendo cosas por personas, y muerte por muertos, el significado será: El Señor no obtiene alabanza por su misericordia y bondad cuando aflige, destruye y castiga, (aunque el castigo sea justo), sino que entonces sólo crea un pueblo para sí mismo, que canta y celebra la alabanza de su bondad, cuando libera y restaura las esperanzas de aquellos que estaban afligidos, heridos y desesperados. Pero para que no pongan reparos y aleguen que estamos recurriendo a la alegoría y a interpretaciones figuradas, añado que las palabras pueden tomarse sin figura.
Dije que actúan erróneamente al concluir, de estos pasajes, que los santos después de la muerte desisten de las alabanzas a Dios, y que «alabar» significa más bien hacer mención de la bondad de Dios, y proclamar sus beneficios entre otros. Las palabras no solo admiten, sino que requieren necesariamente este significado. Porque anunciar, narrar y dar a conocer, como un padre a sus hijos, no es meramente tener una concepción mental de la gloria divina, sino celebrarla con los labios para que otros la oigan. Si aquí replican que pueden hacer lo mismo si (como creemos) están con Dios en el paraíso, respondo que estar en el paraíso y vivir con Dios no es hablar unos con otros y ser oídos unos por otros, sino sólo gozar de Dios, sentir su buena voluntad y descansar en él. Si algún Morfeo les ha revelado esto en sueños, ¡que guarden para sí su certeza! No tomaré parte en esas tortuosas cuestiones, que sólo fomentan la disputa y no contribuyen a la piedad. El objeto del Eclesiastés no es demostrar que las almas de los muertos perecen, sino que, mientras nos exhorta a confesar a Dios pronto y según tengamos oportunidad, enseña al mismo tiempo que no hay tiempo de confesar después de la muerte; es decir, que entonces no hay tiempo para el arrepentimiento. Si alguno pregunta todavía, ¿Qué será de los hijos de perdición? Eso no es asunto nuestro. Yo respondo por los creyentes, «No moriré, sino que viviré, y contaré las obras de JAH». «Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán» (Sal 118:17; 84:5).
El sexto pasaje que aducen es: «Alabaré al Señor en mi vida; cantaré a mi Dios mientras tenga vida» (Sal 104:33). Sobre esto argumentan: Si ha de alabar al Señor en vida, y mientras tenga ser, ¡no lo alabará después de la vida, y cuando no tenga ser! Como creo que hablan así en broma y por diversión, les tomaré el pelo. Cuando el Eneas de Virgilio prometió gratitud a su anfitriona mientras le quedara memoria, ¿acaso insinuaba que un día perdería la memoria? Cuando dijo: «Mientras la vida anime estos miembros», ¿no pensó que se sentiría agradecido, incluso entre los Manes, en aquellas llanuras de fábula? Lejos de nosotros permitirles arrancar el pasaje, para caer en la herejía de Helvidio. Ahora hablaré en serio. Para que no pretendan que no he dado lo mismo por lo mismo, lo quintuplicaré: «Jehová Dios mío, te alabaré para siempre». «Bendeciré a Jehová en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca». «Te alabaré para siempre, porque lo has hecho así» «Te exaltaré, mi Dios, mi Rey, y bendeciré tu nombre eternamente y para siempre» «Alabaré a Jehová con todo el corazón en la compañía y congregación de los rectos» (Sal 30:12; 34:1; 52:9; 145:1; 111:8).
¡Últimamente reclamaban a David como su amigo! ¿Se dan cuenta ahora de cuán enérgicamente los ataca? Así pues, ¡basta ya de argumentos que solo se basan en fragmentos o pasajes confusos!
Su séptimo pasaje es, «Déjame, y tomaré fuerzas, antes que vaya y perezca» (Sal 39:13). A esto unen el pasaje de Job, «Cesa, pues, y déjame, para que me consuele un poco, Antes que vaya para no volver, a la tierra de tinieblas y de sombra de muerte; tierra de oscuridad, lóbrega, como sombra de muerte y sin orden, y cuya luz es como densas tinieblas» (Job 10:20).
Todo esto es irrelevante. Las palabras están llenas de inteligencia y ansiedad de conciencia, expresando verdaderamente y, por así decirlo, describiendo gráficamente el sentimiento de aquellos que, golpeados por el terror del juicio divino, ya no son capaces de soportar la mano de Dios. Y ruegan, que, si merecen ser desechados por Dios, al menos se les permita respirar un poco de la ira de Dios, por la cual están agitados, y eso bajo extrema desesperación. Tampoco es extraño que los santos siervos de Dios sean llevados a esto, porque el Señor los mortifica y los vivifica, los lleva a las regiones inferiores y los trae de vuelta. La expresión «no ser» equivale a estar alejado de Dios. Porque si Él es el único ser que verdaderamente es, no son verdaderamente los que no están en Él; porque están perpetuamente abatidos y desechados de su presencia. Entonces, no veo por qué el modo de expresión debe ser tan ofensivo para ellos, cuando no se dice que están absolutamente muertos, sino muertos solo con referencia a los hombres. Porque ya no están con los hombres, ni en presencia de los hombres, sino solo con Dios. Así (para explicarlo con una sola palabra) «no ser» es no existir visiblemente, como se expresa en el pasaje de Jeremías: «Voz fue oída en Ramá, llanto y lloro amargo; Raquel que lamenta por sus hijos, y no quiso ser consolada acerca de sus hijos, porque perecieron» (Jer 31:15; Mt 2:18).
Consideremos ahora los restantes pasajes tomados de la historia de Job. Hemos tocado algunos de pasada a medida que ocurrían. El primero es Job 3:11-19, «¿Por qué no morí yo en la matriz, o expiré al salir del vientre? ¿Por qué me recibieron las rodillas? ¿Y a qué los pechos para que mamase? Pues ahora estaría yo muerto, y reposaría; dormiría, y entonces tendría descanso, con los reyes y con los consejeros de la tierra, que reedifican para sí ruinas; o con los príncipes que poseían el oro, que llenaban de plata sus casas. ¿Por qué no fui escondido como abortivo, como los pequeñitos que nunca vieron la luz? Allí los impíos dejan de perturbar, y allí descansan los de agotadas fuerzas. Allí también reposan los cautivos; no oyen la voz del capataz. Allí están el chico y el grande, y el siervo libre de su señor».
¿Qué pasaría si yo replicara con el capítulo 14 de Isaías, donde se describe a «los muertos» como saliendo de sus tumbas y yendo al encuentro del rey de Babilonia, y dirigiéndose a él: «¡He aquí que tú eres humillado como nosotros!» Tendría tan buena base para argumentar que los muertos sienten y entienden, como para inferir que han perdido todo poder de percepción. Pero les doy la bienvenida a todas esas nimiedades. Al explicar el pasaje que citan, no encontraremos mucha dificultad, si no nos hacemos laberintos. Job, cuando está agobiado por una gran aflicción, y en cierto modo agobiado por la carga, sólo ve su miseria presente, y hace de ella no solo la mayor de todas las aflicciones, sino casi la única aflicción. No se estremece ante la muerte, es más, la anhela como si pusiera a todos en pie de igualdad, como si pusiera fin a la tiranía de los reyes y a la opresión de los esclavos, como si fuera, en definitiva, la meta final, en la que cada uno puede dejar a un lado la condición que le ha sido asignada en esta vida. Así, espera que él mismo verá el fin de su calamidad; mientras tanto, no considera en qué términos ha de vivir allí, qué ha de hacer, qué ha de sufrir. Solo anhela fervientemente un cambio de su estado actual, como es habitual en aquellos que están presionados y agobiados por cualquier aflicción grave. Porque si, durante el calor abrasador del verano, consideramos agradable el invierno, y, por otra parte, cuando estamos entumecidos por el frío del invierno, deseamos con todo nuestro corazón que llegue el verano, ¿qué hará aquel que siente la mano de Dios opuesta a él? No retrocederá ante ningún mal, siempre que pueda escapar del presente. Si no están persuadidos de esto, no es de extrañar. Extraen y se proveen de pasajes minuciosos, pero pasan por alto el alcance general. Estoy seguro de que quienes hayan examinado con claridad toda la narración aprobarán mi explicación.
El segundo pasaje es Job 7:7-8, «Acuérdate que mi vida es un soplo, y que mis ojos no volverán a ver el bien. Los ojos de los que me ven, no me verán más; fijarás en mí tus ojos, y dejaré de ser. Como la nube se desvanece y se va, así el que desciende al Seol no subirá». En estas palabras Job, deplorando su calamidad ante Dios, exagera en esto, que no se menciona ninguna esperanza de escapar. Solo ve sus calamidades, que le persiguen hasta la tumba. Entonces se le ocurre que una muerte miserable será la terminación de una vida calamitosa. Pues quien siente la mano de Dios opuesta a él no puede pensar de otro modo. De esta amplificación él excita la conmiseración, y lamenta su caso ante Dios. No veo qué más se puede descubrir en este pasaje, a menos que sea que no se puede esperar la resurrección, un punto que este no es el lugar para discutir.
El tercer pasaje es Job 17:1: «Y me está preparado el sepulcro». De nuevo: «A la profundidad del Seol descenderán» (infernus). Esto es muy cierto. Porque nada mejor le queda a quien no tiene a Dios propicio, como pensaba entonces Job que era su caso, que el infierno y la muerte. Por eso, después de haber relatado toda la historia de su miseria, dice que el último acto es la confusión. Y éste es el fin de aquellos sobre quienes Dios pone su mano. Porque hay muerte en su ira, y vida en su misericordia. Esto no es poco elegantemente declarado por Eclesiástico cuando dice, «La vida de un hombre está en el número de sus días, pero los días de Israel son innumerables» (Eclo 37:28). Pero como la autoridad de ese escritor es dudosa, dejémoslo, y escuchemos a un profeta, enseñando admirablemente la misma cosa, en sus propias palabras:
«Él debilitó mi fuerza en el camino; acortó mis días. Dije: Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días; por generación de generaciones son tus años. Desde el principio tú fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, más tú permanecerás; todos ellos como una vestidura se envejecerán; como un vestido los mudarás, y serán mudados» (Sal 102:24).
Hasta aquí ha mostrado cuán fugaz y frágil es la condición del hombre, y cómo nada de lo que hay bajo los cielos es estable, pues también ellos están al borde de la destrucción. Después añade, «Pero tú eres el mismo, y tus años no se acabarán. Los hijos de tus siervos habitarán seguros, y su descendencia será establecida delante de ti» (Sal 102:27-28).
Vemos aquí cómo conecta la salvación de los justos con la eternidad de Dios. Por tanto, cuantas veces traigan a colación a Job, afligido por la mano de Dios y casi desesperado, representando que no le queda más que la muerte y el sepulcro, responderé que, mientras Dios esté airado, éste es el único fin que nos aguarda, y que su misericordia consiste en rescatarnos de las fauces de la muerte.
El cuarto pasaje es Job 34:14, «Si él pusiese sobre el hombre su corazón, y recogiese así su espíritu y su aliento, toda carne perecería juntamente, y el hombre volvería al polvo»
Si estas palabras se entienden del juicio, como si se dijera que por Su ira el hombre es disuelto, cortado, confundido y reducido a la nada, les concederé más de lo que piden. Si entienden que el espíritu, es decir, el alma, al morir vuelve a Dios, y que el aliento (flatus), es decir, el poder del movimiento o la acción vital, se retira del hombre, no tengo nada que objetar. Si sostienen que el alma perece, me opongo enérgicamente, aunque el sentido del hebreo es algo diferente. Pero, contento con deshacerme de sus cavilaciones, no proseguiré más el asunto.
Blanden algunos otros dardos, pero son inútiles, no dan ningún golpe, y ni siquiera causan mucho temor. Porque citan algunos pasajes que, además de ser irrelevantes, están tomados de libros de dudosa autoridad, como el 4º de Esdras y el 2º de los Macabeos. A estos, la respuesta que dimos al hablar de la resurrección es suficiente. En una cosa su procedimiento es desvergonzado, y es visto por todos como tal, a saber, en reclamar a Esdras, aunque él está totalmente de nuestro lado. Y no se avergüenzan de presentar los libros de los Macabeos, donde el muerto Jeremías ora al Señor en nombre de su pueblo en guerra, y donde se ora por los muertos para que sean liberados de sus pecados. Posiblemente tengan otros argumentos, pero me son desconocidos, pues no me ha tocado ver todas sus ficciones. No he omitido intencionadamente nada que pudiera inducir a error o causar alguna impresión a los simples.
Deseo de nuevo que todos mis lectores, si es que tengo alguno, recuerden que los catabaptistas (a quienes, por encarnar toda clase de abominaciones, basta con haberlos nombrado) son los autores de este famoso dogma. Bien podemos sospechar de cualquier cosa que proceda de tal fragua, una fragua que ya ha fabricado, y está fabricando diariamente, tantos monstruos.
[1] Euseb. Eccl. Hist. lib. 6 c. 36; Aug. lib. de Haeres. c. 83, dist. 16; Juan 2:
[2] Gerson en Sermone Pasch. priore.
[3] Nota del Traductor: Se emplea «alma» en los versículos citados en la versión en idioma inglés King James
[4] Ambros. lib. 6, hex. August. cap. 4: de Trinit. et alibi.
[5] Hilar. en el Salmo 63; Aug. Lib. de Spiritu et Anima, cap. 39; Basilio, hex. Hem. 8.
[6] Hist. Eccl., c. 4: cap. 13.
[7] Hist. Eccl., cap. 19.
[8] Hist. Eccl., c. 24.
[9] Tertul. de Resurrect. Carnis.
[10] Lib. de Carne Christi.
[11] Tertull. lib. adv. Marción; Iren. lib. 4: contra haeres, cap. 4; Orígenes, Hom. 5 en Ezech.; Cyprian epist, 3; Hieron. en Jes. c. 49 y 65; Hilar. en Salmo 3.; Cyril en Juan 1 capítulo 22.
[12] August. de Genes. ad Liter. lib. 8:
[13] Chrysos. Hom, 25 en Mateo Hom. 57; in eundem, In Par ad The. Lapsor. Hom. 4 Mateo
[14] Agust. de Civit. lib. 19.
[15] Véase Tertuliano y Augusto, Ep. 3, ad Fortunat.
[16] Retract., c. 10, Ep. 146, Consentio.
[17] De Discrimine Vitae Human. et Brut., c. 43.
[18] Lib. de Resurrect. Carnis.
[19] Lib. 9, adv. Haeres.
[20] Hom. 28, en 11 ad Hebr.
[21] De Civitate, Lib. 12 c. 9; Lib. 13 c. 8, et alibi.
[22] De Ecclesiastes Dogmat.
[23] De Quantitat. Animae.
[24] Ireneo adv. Haeres. lib. 5.