La Oración
Clarence Bouwman
Traductor: Juan Flavio de Sousa
«La oración es el punto principal de nuestro agradecimiento, el cual Dios pide de nosotros, y por el cual Él quiere dar su gracia y su Espíritu Santo solo a aquellos que se lo piden con oraciones ardientes y continuas, dándole gracias» (Catecismo de Heidelberg, Día del Señor 45). |
- La posibilidad de la oración
Para muchos de nosotros orar es un ejercicio difícil y frustrante. A nuestro parecer, nuestras oraciones rebotan en el techo; Dios no parece escucharnos. Estamos seguros de que Dios está demasiado ocupado dirigiendo este mundo y luchando contra el mal como para prestarme atención a mí. Además, habiendo tantos otros millones orando al mismo tiempo, ¿quién soy yo para que Dios me escuche a mí, pecador? Tenemos la certeza de que nuestras oraciones rebotan en el techo….
En este artículo quiero plantear la cuestión de por qué es posible orar. Quiero destacar que Dios, en Jesucristo, ha restaurado el vínculo que quebrantamos en el paraíso, y por eso podemos volver a hablar libremente con Él.
El pacto
El Dios Trino existía por sí mismo desde la eternidad. Aunque nunca estuvo solo, le agradó —al Padre, Hijo y Espíritu Santo– crear un mundo. La corona de su obra de creación fue el hombre. Con esta criatura, y sólo con ella, el Creador Todopoderoso hizo un pacto. Este pacto implicaba que ahora existía –por decreto soberano de Dios– una relación de amistad e interés mutuo entre Dios y el hombre. Es de esta forma que Dios le habló al hombre, diciéndole a Adán y a Eva cosas particulares mientras estaban en el paraíso. Por ejemplo, les dijo dónde debían vivir, qué debían hacer y por qué existían. De hecho, era costumbre del Señor visitar a Adán y Eva en su jardín al «aire del día» (Gn 3:8).
Pero esto no era solamente para que Dios hablara con el hombre; el hombre también debía hablar con Dios. Dios se acercaba a Adán y a Eva en el jardín, y eso les daba a Adán y Eva la oportunidad de alabar a su visitante por lo que había hecho; habían pasado el día trabajando en la creación de Dios, admirándola, y ahora se veían confrontados con su gloria (Sal 19). Cuando Él venía de visita, podían hablar con Dios, decirle lo que pensaban de su obra, podían contarle también lo que hacían en su mundo durante el día. También podían pedirle información cuando se quedaban atascados en el trabajo del jardín. La cuestión es que existía una comunicación abierta entre Dios y el hombre. El Creador hablaba con el hombre, su criatura, y esa criatura hablaba con Él. El Creador estaba genuinamente interesado en sus pensamientos y preocupaciones, en los altibajos del hombre, porque Dios había establecido su pacto con él convirtiéndose en su Padre. Esa comunicación abierta de la criatura al Creador, del hijo al Padre, es la oración.
La caída
¿De dónde viene entonces nuestro problema con la oración? Viene de nuestra caída en el pecado, ya que, en nuestra caída en el pecado, rompimos nuestro pacto con Dios en favor de establecer un vínculo con Satanás. Rompimos el pacto con Dios y, al hacerlo, nos impedimos a nosotros mismos hablar con Él. Dios vino a Adán y Eva después de que cayeran, pero –dicen las Escrituras– cuando «oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto» (Gn 3:8). Adán y Eva no querían hablar con Dios después de su caída; le tenían un miedo mortal. Y no porque Dios hubiera cambiado, sino porque ellos mismos habían cambiado. Con su caída en el pecado, habían abofeteado a su Padre, le habían rechazado. ¡¿Y ahora podrían hablar con Él como si nada hubiera pasado?! No, su mala conciencia se lo impedía. No podían hablar con Dios, no podían orar.
La redención
He aquí la maravilla: el Creador soberano, que había establecido bondadosamente una relación de Padre e hijo con su criatura, el hombre, lo «llamó» (Gn 3:9). Aunque el hombre había hecho imposible hablar con Dios, Dios deseaba hablar con él. Como ha resumido la iglesia en la Confesión Belga: «nuestro buen Dios, por su singular sabiduría y bondad, decidió buscar al hombre, cuando [el hombre] temblando huía de Él» (Art 17). Dios en misericordia deseaba restaurar la relación rota, deseaba hablar con el hombre, deseaba que el hombre hablara con Él. Dios no se complacía en aquella alianza quebrantada.
Dios buscó a su infiel compañero de pacto. Habló con palabras de gracia a Adán y Eva: Destruiré a Satanás, os libraré de la miseria y de la muerte en que os habéis sumido, y restableceré con vosotros el pacto que rompisteis, volveré a haceros hijos míos y seré vuestro Padre (Gn 3:15). He aquí el evangelio de la redención: la simiente de la mujer aplastaría a la simiente de la serpiente, y el resultado bendito de esa redención sería que los pecadores se reconciliarían con Dios, tan reconciliados que se restablecería la cálida relación que hubo al principio. En una palabra: ¡podemos volver a hablar con Dios, podemos orar!
El resultado
Y así sucedió. La simiente de la mujer –Jesucristo– luchó con el diablo en el Calvario, lo derrotó y rescató de su poder a un pueblo perdido. Ese pueblo perdido fue reconciliado y convertido de nuevo en hijo de Dios. Tan completa es la restauración que Cristo obtuvo en la cruz, que a estos pecadores redimidos se les permite hablar con Dios tal como Adán y Eva hablaron con Él al principio. Así como Adán y Eva no conocían el temor de Dios en el paraíso, el pueblo de Dios hoy no tiene necesidad de conocer ningún temor al hablar con Dios. Así como Adán y Eva no conocían inhibiciones, sino que podían –libres de pecado como estaban– hablar abiertamente con Dios, nosotros, que hemos sido redimidos por Cristo, podemos hablar abiertamente con Dios, podemos decirle al Señor lo que tenemos en mente. Por la sangre de Cristo nuestros pecados han desaparecido, de modo que nada obstaculiza nuestro acceso a Dios (Ef 2:18). El apóstol de la carta a los Hebreos lo expresa así: tenemos la libertad «de entrar en el lugar santísimo por la sangre de Jesucristo» (Heb 10:19). El «lugar santísimo» se refiere a la presencia de Dios, a Dios mismo. Por la sangre del Salvador, se nos permite entrar en la santa presencia de Dios. Siendo así, el apóstol continúa: «acerquémonos» (v. 22). No quiere que vacilemos, sino que entremos libremente a la presencia de Dios para hablar con Él, para orar. De hecho, Jesús mismo está siempre en el cielo para interceder en favor de aquellos por los que murió. Por eso, ahora «se nos manda invocar al Padre celestial por medio de Cristo, nuestro único Mediador» (art. 26). Gracias a la obra de Cristo, ahora hablar con nuestro Creador puede caracterizar la vida del cristiano.
La respuesta
Y la promesa es esta: Dios escuchará lo que queramos decirle. Dios Todopoderoso se interesa vivamente por aquellos por quienes un día entregó a su único Hijo. Si nos amó tanto que entregó a su Hijo para nuestra salvación, ¿no nos oirá ahora cuando le hablemos? Es la promesa del Salvador: «pedid, y se os dará… Porque todo aquel que pide, recibe… ¿qué hombre hay de vosotros, que, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? …Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan?». (Mt 7:7 ss.). Y, «Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14:13 ss.). En palabras de Pablo «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también todas las cosas?» (Ro 8:32).
El contenido
A la luz de lo que el receptor de nuestras oraciones ha hecho para que la oración sea posible, ¿qué le diremos a este Dios? Por costumbre tenemos tendencia a hacer oraciones generales. Oramos por la comida, por el trabajo, por los niños, por la bendición de la reunión de nuestro club, por la bendición de la iglesia y sus dirigentes, oramos por los enfermos, por la misión, por la escuela, por los perseguidos y por los pobres. Todo eso está bien. Pero piensa por un momento: ¿son estas cosas importantes para ti? Claro, la comida y el trabajo, la iglesia y la misión son importantes, y sin duda tienen que ocupar un lugar en nuestras conversaciones con el Padre celestial. Pero todos sabemos que llegan momentos en los que otras cosas nos apremian más que estas. Llegamos tarde porque nos hemos quedado dormidos, estamos frustrados porque no conseguimos dormir, el pan tostado está quemado y qué va a decir papá: éstas y tantas otras pequeñas cosas conforman la vida diaria, son las cosas que ocupan gran parte de nuestra mente y de nuestro tiempo. Nuestro pensamiento es: A Dios no le interesan esas pequeñeces; es irreverente mencionar esas cosas al Dios Todopoderoso y pedirle fuerzas para sobrellevarlas. Sin embargo, debemos recordar: «pues aún vuestros cabellos están todos contados» (Mt 10:30). Es decir: nuestro Padre en Jesucristo se interesa ciertamente hasta por estas pequeñas cosas… Muy bien, pues hablemos con Él no solo del trabajo y de los hijos, de la iglesia y de la misión; hablemos también del pan tostado, de dormir hasta tarde, de… de lo que se nos pase por la cabeza. Y pidámosle la fuerza que se necesita en esas circunstancias. Recuerda: la Biblia no divide la vida en dos partes, una que interesa a Dios y otra que no. El Catecismo lo dice así: Dios nos ha mandado pedirle «todas las cosas que necesitamos para el cuerpo y el alma». Eso es amplio, no excluye nada.
Conclusión
Experimentamos momentos en los que sentimos como si nuestras oraciones rebotaran en el techo. Debemos tener presente quién es nuestro Dios. Cuando estaban en el paraíso, Adán y Eva podían hablar libre y abiertamente con su Dios del pacto sobre cualquier cosa que se les pasara por la cabeza. Gracias a la obra de Jesús en la cruz, nosotros también podemos hacerlo. Y Él nos escucha, independientemente de cómo nos sintamos. Nada es demasiado grande como para mencionarse en nuestras conversaciones con Dios; pero tampoco nada es demasiado pequeño. El Padre quiere oír lo que está en la mente de sus hijos. «Así que no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos» (Mt 10:31).
- Los impedimentos a la oración
El Señor Dios estableció un vínculo pactual entre Él y la humanidad, para que Adán y Eva pudieran hablar abierta y libremente con Él sobre cualquier cosa que tuvieran en mente. La caída en el pecado arruinó esas líneas de comunicación abierta entre el hombre y Dios. Sin embargo, en su abundante misericordia, Dios el Creador entregó a su Hijo para pagar por el pecado, y el resultado es que el pueblo de Dios puede acudir confiadamente a su presencia para hablar con el Creador del cielo y de la tierra. Este Dios está tan interesado en sus hijos que quiere que hablemos con Él de todo lo que es importante para nosotros en cualquier momento del día. Ese fue el material de la entrega anterior acerca de la posibilidad de la oración.
No obstante, el hecho de que Dios haya abierto los canales de comunicación entre Él y nosotros no significa que dichos canales estén siempre abiertos. Seguimos siendo pecadores, y, por nuestros pecados, podemos obstaculizar la comunicación con Dios.
El pecado dificulta la oración
Cuando Dios vino a Adán y Eva después de su caída en el pecado, Adán y Eva «se escondieron de la presencia de Jehová Dios» (Gn 3:8). No tenían ningún deseo de hablar con Dios. No porque Él hubiera cambiado, sino porque ellos mismos se habían vuelto pecadores. Era su propia identidad de pecadores la que les hacía imposible orar.
El apóstol Pedro escribe sobre este mismo asunto cuando habla de la relación entre los maridos y sus esposas. Dice lo siguiente:
«Vosotros, maridos, igualmente vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo» (1P 3:7).
Es evidente lo que implican estas palabras del apóstol: las fricciones en el matrimonio obstaculizan la oración.
El concepto de que las fricciones frustran la oración no es nuevo para Pedro. El Señor Jesucristo habló de la misma manera en su sermón del monte. Jesús dijo:
«Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda” (Mt 5:23 s.).
Recordemos que el altar del Antiguo Testamento simboliza la oración (cp. Sal 141:2). La instrucción de Jesús consiste en renunciar a la oración para resolver primero las diferencias con el hermano. Esto no tiene por qué sorprendernos, ni parecernos demasiado rígido o piadoso. Aunque la caída en el pecado generó una desarmonía entre Dios y el hombre, Dios, en su gracia, se encargó de que, por medio de Cristo, se restaurara la armonía; para los hijos de Dios, está disponible la reconciliación con Él. Estos hijos ahora están renovados por el Espíritu de Cristo y, como tales, capacitados para amarse unos a otros como Dios nos ha amado. Así pues, el amor al prójimo es incluso el distintivo del cristiano: «En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios» (1Jn 3:10). Así, pues, si soy parte en la tensión con un hermano, estoy participando de algo que es claramente ajeno al creyente regenerado. No es de extrañar que Dios no quiera escuchar la oración de alguien que no vive en armonía con su hermano o hermana.
Autoexamen
¿Tus oraciones rebotan en el techo? ¿Te resulta difícil y frustrante orar? Por favor, querido lector, haríamos bien en examinar nuestra propia vida. ¿Nuestra relación con el prójimo, sea matrimonial o fuera del matrimonio, es agradable a Dios, conforme a la renovación prometida a los salvos por la sangre de Cristo? ¿Vives peleado con tu cónyuge, con tus hijos, con tus padres, con tus hermanos en la fe, con alguien? Dios quiere que, antes de orar, hagamos todo lo posible por reconciliarnos con nuestro prójimo. Jesús, en el anteriormente citado pasaje de Mateo 5, no dijo que la culpa del roce tuviese que ser mía para que yo haga algo al respecto; hablaba más bien de cuando tu hermano tiene algo contra ti. En esa circunstancia, dijo Jesús, debes ir y reconciliarte; de lo contrario, tus oraciones se verán obstaculizadas.
Es cierto que, en este mundo pecador, no todas las disputas pueden resolverse como es debido. Pero debemos hacer todo lo posible por resolver las tensiones que existan. Consideremos lo que escribe el apóstol en 1 Juan 3: «y cualquiera cosa que pidiéramos la recibiremos de él» —¿cuándo?— «si nuestro corazón no nos reprende». ¿Y cuándo es eso? Cuando «…guardamos sus mandamientos y hacemos las cosas que son agradables delante de él» (vv. 21 ss.). En materia de tensiones, el mandamiento de Dios es que hagamos lo posible por resolverlas. Citando a Pablo: «Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres» (Ro 12:18).
Pecados no confesados
Pero no son solo los roces o la falta de amor hacia los demás, lo que dificulta la oración. Orar se vuelve complicado e incluso imposible también cuando la persona que ora abraza hábitos de vida que son contrarios a los mandamientos de aquel a quien ora. Dios desea oír a sus hijos en la oración, Está tan interesado en ellos que ha prometido oírlos. Pero ¿qué pasa si los hijos de Dios no actúan como hijos de Dios? ¿Qué pasa si aquellos con los que Dios ha establecido su pacto, su bondadosa relación Padre-hijo, eligen vivir como aquellos que tienen un vínculo con Satanás? Entonces entendemos que Dios no escucha esa oración, no responde. Así como un padre cristiano no va a cumplir con las peticiones de su hijo que vive en pecado flagrante, Dios tampoco va a responder a las peticiones de aquellos hijos suyos del pacto que demuestran en su estilo de vida que no tienen consideración por Él. Es lo que dice Santiago: «pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites» (4:3).
Conclusión
El pecado que hay en nuestras vidas obstaculiza la oración. Cuando encontramos dificultades con la oración, haremos bien en no fijarnos en primera instancia en las diferentes técnicas para orar (como si existiera un libro de «Cómo orar»); será mejor fijarnos primero en nuestra vida personal. Tengo que reflexionar: Dios me ha hecho su hijo. Necesito, pues, ser diferente del mundo. ¿Lo soy? Mi Padre en Jesucristo ciertamente desea que yo sea diferente. Entonces: ¿lo soy? Si no lo soy, si mis hábitos y actitudes son semejantes a los de los hijos de Satanás, no debo sorprenderme en absoluto de que la oración me resulte frustrante, de que el cielo se cierre a mis plegarias, de que mis oraciones reboten en el techo. Y tampoco mejorará, a menos que me arrepienta.
- La oración: ¿a quién debo orar?
El Señor Jesús oraba mucho, hablaba con su Padre en el cielo. Sus discípulos le veían orar, y posiblemente oían lo que decía. Sucedió un día que, cuando Jesús terminó de orar, uno de los discípulos le dijo: «…Señor, enséñanos a orar, así como también Juan [el Bautista] enseñó [a orar] a sus discípulos» (Lc 11:1). «Enséñanos a orar», le dijeron. De la pregunta deducimos que los discípulos tenían dificultades con la oración. No se nos dice en qué consistían sus dificultades para orar, pero podemos estar seguros de que no eran radicalmente distintas de las nuestras.
La respuesta de Jesús fue: «…Cuando oréis, decid», y, a continuación, el conocido Padre Nuestro. Notemos que Jesús no respondió a la pregunta de los discípulos aconsejando técnicas. Menciono esto porque hoy día vivimos en una era de misticismo y meditación, con gurús que nos hablan de diferentes maneras de sentarse y estirarse, de qué comer y qué música escuchar para alcanzar el «otro mundo». Jesús no habla de una técnica, sino que enseña a sus discípulos a orar dándoles un modelo de oración.
La intención de Jesús con esta oración modelo no era que los discípulos utilizaran esa cantidad exacta de palabras cada vez que oraran. Jesús no pretendía que esta oración se utilizara como un encantamiento mágico que abriera las puertas del cielo cada vez que los discípulos la pronunciaran. Más bien, con esta oración modelo instruyó a sus discípulos sobre el cómo orar. Lo importante para nosotros es comprender el contenido de las palabras que Jesús incluyó en esta oración.
¿A quién se ora?
Los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar. En su respuesta, Jesús trató, en primer lugar, de instruir a sus discípulos sobre a quién debían orar. Dijo Jesús «Cuando oréis, decid: Padre…» Si los discípulos tienen dificultades para orar, deben fijar en su mente a quién oran. Al fin y al cabo: a quién hablamos determina lo que decimos y cómo lo decimos. A un desconocido no le decimos lo mismo que a un amigo. Del mismo modo, si la persona que tienes delante es un agente de policía, hablas de forma diferente y le dices cosas distintas que si estuvieras hablando con tu padre. De nuevo, la persona que tienes delante puede ser tu padre, pero la relación que tienes con tu padre y la percepción que tienes de él como persona y como padre, determina con qué libertad hablas y de qué hablas. Ahora Jesús dice a sus discípulos: cuando oréis, daos cuenta de que el Dios al que habláis es Padre.
«Padre»
Sin duda, los doce discípulos podían identificarse bien con la noción de «Padre». Por lo que sabemos, algunos de estos discípulos puede que fuesen padres en ese momento. Sin embargo, llamar a Dios «Padre» no es necesariamente algo fácil. Todos sabemos que nuestros propios padres no son (o no fueron) siempre tan accesibles y comprensivos.
De hecho, podemos ver en nosotros mismos ciertos fallos y defectos que dificultan que nuestros hijos nos hablen abiertamente. Así también, es muy posible que los discípulos hayan tenido padres malhumorados, insensibles, demasiado ocupados para sus hijos. Incluso es posible que hayan tenido padres que maltrataban o abusaban de sus hijos. Sin embargo, cuando los discípulos pidieron a Jesús lecciones sobre cómo orar, Jesús les dijo que se dirigieran a Dios como Padre, y lo hizo a pesar de que Jesús sabía muy bien qué clase de fracasos pueden ser los padres terrenales.
¿Por qué, entonces, Jesús dijo a sus discípulos que se dirigieran a Dios como Padre? ¿Cómo ayuda a la oración dirigirse a Dios como «Padre»? Debemos saber que Jesús no apeló a las experiencias de los discípulos sobre lo que es un padre. Más bien, al instruirles a dirigirse a Dios como «Padre», Jesús abrió las Escrituras, basándose en lo que Dios había revelado en el Antiguo Testamento sobre sí mismo como Padre. De los distintos lugares en el Antiguo Testamento donde Dios es presentado como Padre, llamaré tu atención sobre la primera aparición de la palabra en relación con Dios: Deuteronomio 32, en el «Cantar de Moisés».
El Canto de Moisés
El Canto de Moisés se sitúa a orillas del Jordán, después de que Israel pasara cuarenta años en el desierto. Al otro lado del río estaba la tierra prometida. En ese momento de la historia, Moisés enseñó a Israel una canción. En ella, explicó una vez más quién era el Señor. Dice respecto a Dios:
«¿No es Él tu Padre, que te creó?
Él te hizo y te estableció». (6b).
Israel en Egipto no era un pueblo, y Dios lo llamó a la existencia como nación independiente cuando lo rescató de Egipto e hizo su pacto con ellos en el Sinaí. «¿No es Él tu Padre?»; es decir: ¿no sois hijos de Dios? ¿No os ha rescatado Dios de la esclavitud del Faraón y os ha adoptado como hijos suyos? ¿No os ha dado Dios una nueva identidad, no os ha hecho suyos? ¿Acaso vuestro origen no procede de Dios, vuestra propia existencia está arraigada en Él; «no es Él tu padre»? La paternidad de Dios, sin embargo, se refiere a algo más que al hecho de que «engendró» a Israel. Moisés describe a Dios, el Padre de Israel, como si hubiera encontrado abandonado en el desierto a un niño no deseado (v. 10). A diferencia del padre real –que desechó a Israel–, el Señor actuó como un verdadero padre:
«Lo trajo alrededor,
Lo instruyó,
Lo guardó como a la niña de su ojo».
En esto se muestra un verdadero cuidado, preocupación e interés. La frase «niña de su ojo» se refiere al globo ocular. Si hay alguna parte del cuerpo que está expuesta al peligro y, sin embargo, protegida, es el ojo. Incluso antes de que se registre en nuestro cerebro que una mota de suciedad está navegando hacia el ojo, el párpado bate de forma instintiva cerrándose y protegiéndolo. Así es el cuidado que el Señor Dios da a ese niño rechazado que encontró en el aullante desierto. Una vez más, el hecho de que Dios sea padre implica más que cuidar de sus hijos con tanta sensibilidad. V. 11: «Como el águila que excita su nidada, revolotea sobre sus pollos. Extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas», así hace el Señor.
La referencia es al águila progenitora que no solo cuida de sus crías (y las alimenta); también las enseña, particularmente a volar. El nido de un águila se construye apartado del suelo, en un árbol alto o en lo elevado del borde de un acantilado. Para enseñar a volar a sus crías, el águila simplemente empuja a los polluelos crecidos fuera del nido. Las crías vuelan o caen. Si caen, la hembra se abalanza bajo el polluelo que cae y lo atrapa sobre su espalda, luego lo lleva de vuelta al nido para volverlo a intentar en otra ocasión. Ahora, Moisés dice: así también es Dios vuestro Padre. Él es Padre, y como tal comprende las necesidades de sus hijos, y les da lo que necesitan. El águila comprende la necesidad de sus crías de aprender a volar, y las enseña, y al mismo tiempo las cuida. El Padre celestial comprende las necesidades de su pueblo, y les enseña, y mientras tanto cuida siempre de los suyos. Su enseñanza es en el amor, su instrucción está diseñada para que Israel madure en su fe, para que se valga por sí mismo: Padre. Moisés identificó a Dios como Padre por primera vez después de que Israel pasara 40 años en el desierto. ¿Había mostrado la evidencia que el Señor se preocupaba de verdad, que además siempre enseñaba, y que lo hacía de forma comprensiva y solícita? Claro que hubo momentos en los que Israel tuvo la certeza de que estaba siendo tratado injustamente, incluso rechazado por Dios. Pero ¡esa es exactamente la cuestión! Sin duda, a las jóvenes águilas tampoco les gusta que las empujen fuera del nido hacia el vacío azul; se resistirán, chillarán, se sentirán rechazadas. Pero la madre águila está educando y adiestrando a sus crías. En eso consiste la paternidad. Y la experiencia de Israel tras 40 años en el desierto sirvió para subrayar esa misma verdad; Dios, su Padre, comprendía a sus hijos y les enseñaba, les instruía en consecuencia.
Eso es un Padre. La forma en que Dios trató a Israel, incluso desde el día de su nacimiento, fue una gigantesca exhibición de lo que significaba que Dios era un Padre para este pueblo. El hecho de que Él fuera «Padre» significaba que todas sus necesidades estaban cubiertas; a Israel nunca le faltó nada, ni siquiera en el desierto. Era «Padre», y eso significaba que Dios formaba, que Dios educaba a su pueblo. El interés de Dios por Israel iba más allá de protegerlo y satisfacer sus necesidades; Dios quería que sus hijos crecieran para servirle con madurez, para que confiaran en Él, y le amaran. Eso, dice Dios, es lo que implica la palabra Padre.
Cuando ores, di «Padre»
Los discípulos piden a Jesús «enséñanos a orar». La respuesta de Jesús es: cuando oréis, sabed que os dirigís al Padre. Dice Jesús: el Dios al que os dirigís no es un tirano cruel para que tembléis en su presencia. Tampoco es un extraño para que se te trabe la lengua. Y no es un conocido, que apenas tiene interés y al que molestas con tu cháchara. Más bien, Él es Padre. No, no como tus padres terrenales, con todos sus pecados y fracasos. Él es «Padre» según la instrucción de Deuteronomio 32; Él es el Dios que siempre ha cuidado de tus abuelos en el desierto, que siempre entendió sus necesidades, que enseñó a los que eran sus hijos por pacto; Él es el Dios que siempre ha estado muy interesado en su pueblo. Jesús dice: Dios no está alejado de vosotros, Pedro, Andrés, Natanael, Tomás y los demás. Dios no está alejado de vosotros, Dios no es duro de corazón; Dios es «Padre». Así que: ¡hablad con Él! Abiertamente, libremente. Vosotros, Pedro, Juan, Judas, Mateo, conocéis vuestras Biblias. Sabéis lo que Dios ha revelado sobre sí mismo. Conocedle, pues, por lo que es, y habladle de esa forma. Él es Padre en el sentido bíblico de la palabra. Decidle libremente lo que penséis; Él está interesado, Él entiende.
Conclusión
Comprendemos que la respuesta de Jesús a sus discípulos fue maravillosa en su contenido. El término «Padre», tal y como se define en el Cantar de Moisés, ofrece una percepción muy positiva de quién es Dios, una imagen que hace que hablar con este Dios sea mucho más fácil que si tuviera el corazón frío, la mano dura y careciera de interés.
¿Cómo oramos entonces? No, no utilizamos fórmulas especiales, palabras especiales, técnicas especiales en un esfuerzo por «llegar». Por el contrario, creemos en quién es Dios. Puesto que el Señor Dios es Padre –como se describe en Deuteronomio 32, y se pone de relieve por su entrega de Jesucristo por nosotros–, podemos hablar con Él abierta y libremente.
- El centro de la oración: Para la gloria de Dios – 1
Los discípulos tenían problemas con la oración. Aunque sus padres les habían enseñado a lo largo de los años, y sin duda también los sacerdotes y maestros de su tiempo, de alguna manera no se sentían a gusto para hablar con Dios. ¿El problema era que no sabían qué decir? ¿Tenían la sensación de que sus oraciones rebotaban en el techo? Fuera lo que fuese, buscaban ayuda: «…Señor, enséñanos a orar…» (Lc 11:1).
En su respuesta a la petición de los discípulos, el Señor Jesús dijo lo siguiente: «Cuando oréis, decid: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre» – y continúa el resto del Padre Nuestro. El primer punto de la instrucción de Jesús sobre la oración era que los discípulos debían saber a quién hablaban. El hecho de que Dios no sea un tirano de puño pesado, el hecho de que, en lugar de eso, sea un «Padre», tal como se define la palabra en pasajes como Deuteronomio 32, hace que hablar con Él sea mucho más atractivo y fácil.
La respuesta de Jesús a sus discípulos no se detuvo con su instrucción sobre a quién oraban. Jesús continuó su instrucción diciéndoles sobre qué debían orar. Es decir: Jesús dio instrucciones sobre la actitud que debían tener en la oración y cuál debía ser el centro de sus oraciones. La primera petición señala quién debe ser el centro de la oración: «Santificado sea tu nombre». Dios debe ser el centro de nuestra conversación con Él y no el yo. A continuación, me gustaría destacar el material bíblico que subyace a esta petición. En una próxima entrega se expondrán, de manera práctica, las consecuencias de esta instrucción para nuestras oraciones.
La creación
Dios, tres en Uno, existía desde toda la eternidad. Sólo Él, Padre, Hijo y Espíritu Santo, estaba allí, nunca solo, nunca falto de nada, siempre autosuficiente, grande sin medida. A este Dios le agradó crear un mundo. No lo hizo porque se sintiera solo ni tampoco porque estuviese aburrido. Más bien lo hizo por su beneplácito. Leo en Isaías 43 las siguientes palabras:
«…para gloria mía os he creado…» (v. 7).
Cuando el Señor puso los cimientos de la tierra, los ángeles prorrumpieron en cánticos de alabanza (Job 38:6 ss.). Estos ángeles, que acababan de ser creados, vieron el poder y la sabiduría de Dios todopoderoso en las obras de su mano, y prorrumpieron en cánticos de alabanza a este Dios de gloria. Los cielos mismos «…cuentan la gloria de Dios…» (Sal 19:1). En efecto, creó al ser humano a su imagen, lo creó a imagen suya, para que toda la creación pudiera ver mejor cómo es Dios y así alabarlo y glorificarlo. Es el propósito de toda criatura, es una instrucción que se da a todos:
«Bendecid a Jehová, vosotras todas sus obras,
En todos los lugares de su señorío…» (Sal 103:22).
La redención
Sí, la caída en el pecado llegó. Con la caída en el pecado, Dios dejó de ser glorificado por la obra de sus manos, y menos aún por el género humano. Podemos decirlo de la siguiente manera: con la caída en el pecado se frustró la primera petición; la creación ya no podía dar a Dios la alabanza que le correspondía. Satanás y sus demonios pudieron regodearse en el éxito de su vandalismo.
Pero precisamente porque el Señor Dios era digno de recibir toda la gloria, precisamente porque había hecho el mundo por amor de su propio nombre, no podía dejar su creación tan desfigurada por el pecado. Por amor de su propio nombre y la gloria de su santa reputación, el Señor buscó a nuestros padres caídos detrás de los arbustos del paraíso y les proclamó la redención que había prometido dar en Jesucristo. Quiso redimir a los elegidos del poder del diablo —¿por qué?— «para alabanza de la gloria de su gracia» —dice Pablo en Efesios 1:5 s.
Esta es, pues, la razón por la que el mundo existe, es la razón por la que tú, querido lector, existes, y por la que yo también existo: ¡estamos aquí, el mundo está aquí, para la gloria de Dios! Yo no existo para mí, tú no existes para tu propio placer; tú, yo y todas las criaturas estamos aquí para la gloria de Dios. Yo existo para Dios, y por eso todo lo que hago, —desde las cosas grandes a las pequeñas, ya sea extender un cheque para la iglesia o pagar una hamburguesa en Hungry Jacks— todo lo que hago debe estar dirigido a la gloria de Dios. Existo para Dios, y por eso mi vida debe estar centrada en Dios. 1 Corintios 10:
«Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (v. 31).
Yo no estoy aquí para mí, tú no estás aquí para ti y, por tanto, no hay lugar para el egoísmo en nuestras vidas. Yo no puedo ser el centro de mi existencia; el centro de mi existencia debe ser Dios. Para Él existo en primer lugar.
Santificado sea tu nombre
Ahora bien: si Dios debe ser el centro de mi vida, si todo lo que hago debe estar dirigido a la gloria de Dios —incluyendo algo tan común y mundano como comer y beber—, seguramente mis oraciones también deben estar dirigidas a la gloria de Dios. Si la finalidad misma de mi existencia es la gloria de Dios, no es aceptable que ore centrándome en mí mismo.
Esta es la noción que Jesús expuso a sus discípulos cuando se dirigió a ellos sobre el contenido de la oración. Los discípulos querían saber cómo orar. Dijo Jesús «cuando oréis, decid: …santificado sea tu nombre». Dijo Jesús: cuando ores, asegúrate de que Dios sea el centro de tu conversación con Él, pídele a Dios que haga aún más gloriosa su gloriosa reputación. Esto dice Jesús a Pedro y a Natanael y a Andrés y a los demás: La gloria de Dios es el pensamiento que debe dominar tus oraciones, ése es el pensamiento que determina el centro de tu oración. Jesús está diciendo a los doce: orar no es que te acerques a Dios con una lista de tus exigencias personales (tal como tú las ves); orar es que te acerques a Dios pensando en la gloria de Dios: «Santificado sea tu nombre».
La aplicación de esta instrucción a nuestras propias oraciones será tratada en el próximo artículo.
- El centro de la oración: Para la gloria de Dios – 2
En respuesta a su consulta sobre la oración, Jesús recordó a sus discípulos que todo en la vida debe centrarse en Dios y en su mayor gloria. Nadie existe para sí mismo; Dios ha creado a todas las criaturas para su mayor gloria. Por eso, ya sea que comamos o bebamos, nos vistamos o hagamos una compra, todo debe hacerse para la gloria de Dios. Puesto que todo en la vida ha de estar centrado en Dios, se deduce que hablar con Dios también ha de estar centrado en Él.
Hemos de tratar esta realidad de forma concreta. Sin embargo, muchas de nuestras oraciones se centran en nosotros mismos. ¿Cómo debe ser una oración centrada en Dios? ¿Cómo he de orar, en las circunstancias concretas de mi vida, según las instrucciones del Señor en la primera petición?
El ejemplo de Jesús
Unos días antes de ir a la cruz, Jesús habló con el Padre de acuerdo con las instrucciones que Él mismo dio en la primera petición. Verbalizó las circunstancias reales de su vida con estas palabras: «Ahora está turbada mi alma» (Jn 12:27). Es decir: Jesús no esperaba entusiasmado la llegada de la cruz con sus horrores, dolores y sufrimientos.
Mirando hacia la adversidad de la cruz, Jesús se hizo una pregunta: «¿Y qué diré?» Conversó consigo mismo: «Diré: ‘Padre, ¿sálvame de esta hora?, ¿líbrame de la cruz’?». Observa cuál era el sentido de la discusión de Jesús consigo mismo. Jesús estaba considerando si debía velar primero por sus propios intereses, por su propia seguridad, o no. Él es verdaderamente hombre, y se enfrentó a los horrores de la cruz de la misma manera que lo haríamos nosotros. De ahí su pregunta: «¿Debo decir: ‘Señor, todo esto es demasiado, no puedo soportar los horrores venideros del Calvario; sálvame de esta hora’?». Ahora fíjate en la respuesta de Jesús a su propia pregunta. No comienza a orar colocándose a sí mismo como centro de la oración. No lo hace porque sabe que no puede hacerlo. Jesús conoce la Escritura: Él, como toda la creación, existe para la gloria de Dios.
Puesto que la vida gira en torno al Dios que creó la vida para su propia gloria, Jesús determina qué ha de hacer. Dice Él: «No, no oraré por mí mismo; oraré, en cambio, esa primera petición: Padre, glorifica tu nombre, santificado sea tu nombre». Jesús ora según la oración que enseñó a orar a sus propios discípulos. Ora en vísperas de su traición y sufrimiento en la cruz, con Dios, la gloria de Dios, en el centro de su atención. No hay nada egoísta en esto, sino una abnegación total. Dios debía ser glorificado. Por eso Jesús se puso a su disposición. Padre, dice, aquí estoy; guíame por el camino que quieras, haz conmigo lo que quieras, con tal de que tu nombre sea glorificado y alabado a través de lo que yo haga. Esa es su oración: «Padre, glorifica tu nombre». Es una negación de sí mismo.
¡Y mira: como fue contestada la oración de Jesús! ¿No dijo Él: «Pedid y se os dará»? (Lc 11). Jesús pidió que el nombre de Dios fuera glorificado. ¡Y he aquí que sucedió! A la oración de Jesús el cielo respondió inmediatamente, con deleite. La voz ha dijo: «Lo he glorificado y lo glorificaré de nuevo». Aquí se prometía que Dios dirigiría las cosas de tal manera que el Hijo de Dios verdaderamente triunfaría en el Calvario. El triunfo de Cristo en la cruz traería gloria a Dios, gloria porque Satanás sería derrotado, sí, y miles y miles de elegidos para la vida serían redimidos del poder de Satanás, perdonados de sus pecados y justificados ante Dios. ¡Verdaderamente eso es gloria para Dios!
Nuestras oraciones
¿Cómo oraremos ahora? Queda claro que el centro de nuestra oración no pueden ser nuestros deseos personales. Sí, el centro de nuestra vida no podemos ser nosotros mismos. El centro de nuestra oración debe ser Dios, su gloria, su alabanza. Eso requiere negar el yo, ponerlo a un lado, como hizo Jesús en Juan 12. No, eso no significa que nuestras circunstancias personales no puedan figurar en nuestras oraciones. Es muy necesario que nuestras circunstancias personales figuren en nuestras oraciones. Si como o bebo, si busco un compañero de vida, si voy a trabajar, si pinto algo o si voy limpiando detrás de los niños: no debo hacerlo pensando en mí mismo, sino en Dios. En mis circunstancias específicas, puedo hablar con mi Dios sobre dónde me encuentro, contarle mis problemas y alegrías. Pero cuando le hablo de mis preocupaciones, cuando le pido fuerza, cuando le presento mi anhelo de tener un compañero de vida o mi frustración por tener que ir siempre limpiando detrás de los niños, no soy yo mismo ni mi felicidad lo que debe ser el centro de mi pensamiento, ni de mi oración, ni siquiera de mis deseos. Cuando le hablo de mis preocupaciones, cuando le pido fortaleza en mis circunstancias, es su gloria la que debe ser el centro de mi pensamiento, de mi oración, de mis deseos.
El ángel Gabriel se apareció una vez a María con la noticia de que quedaría embarazada, aunque no tuviera esposo. Socialmente, un embarazo así era bochornoso. Gabriel se lo dejó claro a María: el Señor quería utilizarla para traer a su Hijo al mundo. ¿Su respuesta? «…He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra» (Lc 1:38). No hubo preocupación por el yo, sino abnegación por amor al Señor Dios. Esa es la actitud, ese es el enfoque que Jesús enseña en la primera petición. Y es esa la actitud y el enfoque que deben tener nuestras vidas y, por tanto, nuestras oraciones. «Señor, aquí estoy en mis circunstancias concretas, a tu disposición, disponible para tu mayor gloria. Aquí estoy, Señor, úsame para santificar tu nombre».
La respuesta
Muchos de nosotros nos preguntamos por qué nos cuesta orar, por qué nuestras oraciones no son escuchadas, por qué tenemos la impresión de que nuestras oraciones rebotan en el techo. Pedimos, y no recibimos; buscamos, y no encontramos; llamamos, y no se nos abre —¡contrariamente a la promesa de Jesús en Lucas 11! Me pregunto: ¿será porque pedimos poniéndonos nosotros mismos en el centro de nuestras oraciones? El apóstol Santiago escribió una vez lo siguiente «Pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites» (4:3).
Jesús prometió que los que pidieran recibirían. Debemos tener en cuenta, sin embargo, que estas palabras sobre pedir y recibir fueron pronunciadas inmediatamente después de que Jesús diera su instrucción sobre la oración. Es ilegítimo suponer que recibiremos lo que pedimos si nuestro pedir no se ajusta a las instrucciones del Padre Nuestro. Específicamente a la primera petición: nuestro enfoque en la oración debe ser Dios, y entonces, si pedimos algo, nos será concedido. Esa es la promesa.
- El Entorno de la oración: La vida es una guerra – 1
Según Lucas 11, los discípulos presenciaron una vez cómo Jesús hablaba con su Padre celestial. Cuando Jesús terminó de orar, uno de los discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar» Los discípulos tenían problemas con la oración, no sabían muy bien qué decir, sentían que tenían problemas para llegar a Dios. Jesús accedió a su solicitud, enseñó a sus discípulos a orar. Dijo Jesús: «Cuando oréis, decid: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre. Venga tu Reino». Con esta segunda petición, Jesús instruye a Sus discípulos para hablar a su Padre celestial desde el contexto de su existencia cotidiana, el cual es la guerra.
«Venga tu reino». Esas palabras implican que el reino de Dios no está aquí todavía; si lo estuviera, uno no necesitaría orar para que, por favor, venga el reino de Dios.
El reino de Dios
En esto se han de tener en cuenta dos realidades. Por un lado, la Biblia presenta a Dios en Cristo como soberano dueño del universo. Pienso en el Salmo 24:
«De Jehová es la tierra y su plenitud,
El mundo y los que en él habitan» (v. 1).
Pienso también en las palabras de Jesús a sus discípulos:
«…Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mt 28:18).
Y las palabras de Pedro el día de Pentecostés:
«Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel que, a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo» (Hch 2:36).
El Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento están de acuerdo: Dios es rey hoy sobre todo el mundo.
La rebelión
Pero hay una segunda realidad. En este mundo caído, no todos en el reino de Dios reconocen a Dios como rey. Es decir: dentro del perímetro del reino de Dios (que es todo el mundo) están los que se rebelan contra Él, los que niegan su realeza y los que tratan de destronar a Dios. Dentro del reino de Dios están los disidentes, y luchan contra Dios, participan tanto en una guerra abierta contra Él como en actividades de guerrilla en sus esfuerzos por reclamar el reino para su jefe.
Hablo, por supuesto, de la rebelión contra Dios iniciada por Satanás en el principio. Las Escrituras hablan de «…ángeles que pecaron…» (2P 2:4) bajo el liderazgo del ángel Satanás; esos ángeles caídos se conocen ahora como demonios. Satanás no estaba contento con su lugar por debajo de Dios, deseaba destronar a Dios y reclamar la gloria de Dios para sí mismo. Después de su rebelión contra Dios, Satanás tentó a Adán y a Eva en el paraíso, con el resultado de que el primer hombre y la primera mujer del mundo se unieron a él en su rebelión contra Dios; Adán y Eva se negaron a reconocer la realeza y la autoridad de Dios, su Creador (Gn 3:1ss).
La enemistad
Pero Dios no se contentó con esta rebelión en el mundo que había creado para su propia gloria. Buscó al hombre y a su mujer en el paraíso, y vino a ellos con el Evangelio. Dijo Dios a Satanás en presencia de Adán y Eva:
«Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza y tú le herirás en el calcañar» (Gn 3:15).
Es decir: Dios declaró la guerra al rebelde Satanás. Aunque el diablo había conseguido el mundo para sí, Dios no se contentó con tal estado de cosas. Declaró la guerra, puso «enemistad», odio, lucha, contienda entre Satanás por un lado y la mujer por el otro. Más aún, Dios prometió que, en esta contienda, en esta enemistad, se producirían heridas, heridas que incluso causarían la muerte. La vida en la tierra no sería idílica; sino guerra, batallas, odio.
Así sucedió. Por la gracia de Dios, Adán y Eva volvieron al lado de Dios, liberados de las garras del diablo. Su primogénito, sin embargo, no deseaba servir al rey de reyes; Caín se alió con Satanás contra Dios. Tal era el odio y la lucha de esta vida mortal que este primogénito se levantó contra su hermano y lo mató. Eso es la vida: derramamiento de sangre, odio, contienda, celos, asesinato. La vida es guerra, guerra civil; el hermano se levanta contra el hermano, los hijos contra los padres, los padres contra los hijos. He aquí, en la práctica, lo que Dios decretó tras la caída en el paraíso: la vida es enemistad.
El Antiguo Testamento está lleno de ejemplos de esa enemistad. La apostasía en los días de Noé, las dudas en la mente de Abraham sobre el hijo prometido por Dios, los celos entre los hermanos en la tienda de Jacob, la esclavitud del pueblo del pacto de Dios en Egipto, las murmuraciones y quejas de Israel en el desierto, su disposición a entregarse a los ídolos de Canaán, el odio de Saúl contra su ungido sucesor David… el Antiguo Testamento sigue y sigue, señalando la amarga realidad de que la enemistad, la lucha y la guerra caracterizan esta vida.
La navidad: la guerra continúa
En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo unigénito a la tierra. Sí, los ángeles cantaron en los campos de Belén «gloria a Dios en las alturas» –¡la primera petición!– cantaron también paz en la tierra (Lc 2:14). Pero su intención no era comunicar a la humanidad que la guerra había llegado a su fin y que la vida ya no sería una lucha. Jesús dijo a sus discípulos
«No penséis que he venido para traer paz a la tierra. No he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra’; y los enemigos del hombre serán los de su casa» (Mt 10:34 ss.).
No, la Navidad no ha significado el fin de la guerra que ha caracterizado la vida en la tierra desde el Paraíso. De hecho, el Señor insiste en que la guerra del Antiguo Testamento se ha vuelto aún más brutal, siniestra y astuta en el Nuevo Testamento. Al apóstol Juan se le muestra una visión relativa a la victoria de Cristo en la cruz del Calvario. Así lo expresa en Apocalipsis 12:
«Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él» (v. 7ss.)
Leemos esto y decimos: sí, ese es el triunfo de Dios en Cristo contra el enemigo, Satanás; ha sido arrojado del cielo derrotado, ¡Aleluya! ¡Esa es la victoria del Calvario!
¡Sube la apuesta!
Pero seríamos muy negligentes si concluyéramos que con esto la enemistad proclamada en Génesis 3 ha llegado a su fin. Porque Satanás, aunque ciertamente expulsado del cielo, aún no ha sido arrojado al infierno. Juan añade:
«… ¡Ay de los moradores de la tierra y del mar! Porque el diablo ha descendido a vosotros, con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo» (v. 12).
A Juan se le muestra también lo que hace el diablo en la tierra:
«Y cuando el dragón vio que había sido arrojado a la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al hijo varón» (v. 13).
Cierto,
«Y se le dieron a la mujer las dos alas de la gran águila, para que volase de delante de la serpiente al desierto, a su lugar, donde es sostenida por un tiempo, y tiempos, y la mitad de un tiempo».
Pero eso no significa que Satanás ya no conozca el odio, no significa que Satanás no siga luchando contra Dios y su reino. V. 17:
«Entonces el dragón se llenó de ira contra la mujer, y fue a hacer guerra contra el resto de la descendencia de ella, los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo».
Esa es la realidad para la Iglesia de Jesucristo a lo largo de la dispensación del Nuevo Testamento: es odiada ferozmente por el diablo, y Satanás hace la guerra a los que guardan los mandamientos de Dios. La enemistad y la lucha proclamadas en Génesis 3 continúan incluso hasta hoy. Aunque Dios en Cristo ha triunfado sobre el diablo y lo ha derrotado, Satanás no admite la derrota; continúa sus ataques contra el reino de Dios. Ataques frontales, guerrillas, atentados terroristas: ningún golpe es demasiado bajo en lo que respecta al diablo.
El peligro es para nosotros.
Y fíjate, querido lector, a quién ataca Satanás. El último versículo de Apocalipsis 12 habla de su guerra contra «el resto de la descendencia de ella». ¿Quiénes son? Son aquellos «que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo». Ya puedes verlo: Satanás no envía a sus demonios contra los que no quieren saber nada de Dios, no ataca a los incrédulos ni a los paganos. En su mira están los creyentes, ¡tú y yo! Nosotros, los que decimos amar al Señor, los que hemos hecho profesión de fe, los hijos de Dios por el pacto que Dios nos ha confiado: nosotros somos hoy el blanco del diablo. No nos equivoquemos: somos odiados por el diablo y sus demonios, y ese diablo anda como león rugiente buscando a quien devorar (por citar 1P 5:8), y quiere devorarnos a nosotros y a nuestros hijos. De ahí la instrucción del apóstol Pablo a la iglesia de todos los tiempos:
«Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Ef 6:10 ss.).
Los demonios están aquí, atacando con cruel furia a los que pertenecen a Dios, atacándonos a nosotros. Esa es la trágica realidad de la vida en este mundo caído; la vida ha sido y sigue siendo una guerra, una guerra cruel, dura y amarga.
Si no lo experimentamos así, no es porque la Palabra de Dios no sea exacta en este punto, ni porque el diablo esté concentrando sus ataques en otra parte; si no lo experimentamos así es más bien porque somos demasiado pecadores incluso para darnos cuenta de los ataques de Satanás; y (posiblemente) también para darnos cuenta de nuestro colapso ante sus ataques.
- El entorno de la oración: La vida es una guerra – 2
Los discípulos pidieron a Jesús instrucciones sobre la oración. Después de decirles que sus oraciones debían estar centradas en Dios, Jesús les dijo que la guerra que caracteriza esta vida debía ocupar un lugar central en las conversaciones de los discípulos con Dios. Jesús les dijo: pedid a Dios que haga venir su reino. Es decir: decid a Dios que estáis siendo atacados, hablad con Dios de la rebelión que todavía impulsan algunas criaturas de la creación de Dios. Jesús dijo a sus discípulos: asegúrense de que la enemistad de la que habló Dios en Génesis 3 forme parte de su conversación con Dios.
La perspectiva
Entendemos que si este tema debe formar parte de nuestra conversación con Dios (y de hecho es que sí, y ocupa un lugar privilegiado después de la petición que nos instruye sobre la centralidad de Dios), entonces dicho tema debe necesariamente determinar también nuestra forma de ver la vida en su conjunto. No puedo pensar en mi vida cotidiana en términos de paz y tranquilidad, para luego darme la vuelta y hablar con Dios sobre la vida como una guerra; más bien debo pensar en la vida en términos de conflicto, de odio, de lucha, de emboscadas y ataques. Y entonces, desde mi posición concreta en la vida, debo hablar con Dios sobre dónde me encuentro, contarle mis circunstancias en el contexto de la guerra de la que Él habla, la guerra que tiene lugar a mi alrededor.
Esa realidad le da color a las oraciones, añade perspectiva. El Señor me ha dado un trabajo, pero la gente del trabajo se burla terriblemente de mí porque soy cristiano, voy a la iglesia y no aprecio la pornografía. El material que hay detrás de la segunda petición me hace comprender lo que está pasando en esta tierra; Satanás utilizará a los compañeros del trabajo para apartarme de mi Dios, para alejarme de la iglesia, para impedirme orar. Así que se lo digo a Dios, le hablo de mis luchas en el trabajo desde la perspectiva de la segunda petición, desde la perspectiva del odio permanente de Satanás contra la Iglesia y contra mí. «Padre», ruego, «tú eres el rey de todo, digno de toda gloria y alabanza. Pero en tu reino hay quienes se niegan a reconocerte, y lo experimento con mucha fuerza en el trabajo. Mis compañeros de trabajo se burlan de mi cristianismo. Detrás de sus burlas está Satanás y sus demonios intentando apartarme de ti y de tu servicio. Así que te ruego: ¡que venga tu reino! Te ruego: ¡destruye los ataques de Satanás contra mí, dame fuerzas para reconocer, públicamente, que tú eres Dios en las alturas! Dame fuerzas para seguir orando incluso en el trabajo, para serte fiel en mi conducta. Padre, venga tu reino al trabajo, venga tu reino a mi vida».
En casa, uno de los hijos es rebelde. Lo entiendo: detrás de su rebeldía están los esfuerzos de Satanás por apartar a este hijo del pacto de su Dios. Analizo lo que pasa en la vida de mi hijo desde la perspectiva de los ataques de Satanás, y oro por mi hijo también desde esa perspectiva: «Señor, este hijo es tuyo y por eso es odiado por Satanás y sus demonios; por favor frustra los ataques de Satanás, haz que venga tu reino en la vida de mi hijo».
Hay conflictos en mi matrimonio o en el matrimonio de mis padres. El material que hay detrás de la segunda petición da perspectiva a lo que está pasando: Satanás quiere destruir la familia, dividir a mamá y papá para que los padres no puedan concentrarse juntos en la tarea de enseñar a los hijos el camino del Señor. La televisión, el computador de la casa y el video quitan tiempo para comunicarse unos con otros en el hogar: Satanás tratará de impedir que los padres hablen con los hijos del pacto de Dios sobre el servicio del Señor, tratará de impedir que los hijos digan a sus padres lo que tienen en mente. Así que oramos, rogamos por las buenas relaciones con los hijos, oramos por la buena armonía en el matrimonio, y mientras oramos, es la segunda petición lo que está en nuestras mentes: «Padre, evita que Satanás destruya nuestra familia, ya sea por fricciones entre personas de la familia, ya sea por estar absorbidos por entretenimientos que nos quitan tiempo para hablar, ya sea por capricho con el deporte, etc.». «Padre» –oramos–, «venga tu reino. Rígenos por tu Palabra y Espíritu para que en nuestro hogar nos sometamos cada vez más a ti; destruye los ataques de Satanás contra nosotros».
El trabajo
Oramos, con la realidad de la guerra en nuestras mentes. Entendamos que no solo oramos; también obramos. Después de todo: no puedo orar para que Dios haga venir su reino y, al mismo tiempo, seguir tolerando el pecado en mi vida. No puedo orar para que Dios haga venir su reino en mi situación laboral, y al mismo tiempo unirme a los muchachos en sus burlas. No puedo orar para que Dios bendiga a mi familia y al mismo tiempo darle a la televisión –dominada como está hoy por Satanás en su batalla contra Dios y su iglesia– un lugar en mi familia. No puedo orar para que Dios sane las luchas en mi matrimonio y, al mismo tiempo no esforzarme por acercarme a mi cónyuge con total abnegación. Oramos y al mismo tiempo obramos. Tomamos conciencia de que la instrucción de Jesús en la segunda petición nos enseña una visión de la vida misma, nos enseña lo que pasa en la vida; la vida es una guerra.
¿Respondida?
¿Será respondida una oración centrada en la realidad de esta guerra? La promesa de Jesús es ésta: «Pedid y se os dará» (Lc 11:9). No, no es que se nos conceda todo lo que deseamos. Lo que Jesús quiere decir es más bien que lo que se pida de acuerdo con las instrucciones del Padre Nuestro, con toda seguridad se te concederá. Además, Cristo Jesús ha derrotado a Satanás y a sus demonios; aunque el diablo sigue luchando con todas sus fuerzas para destronar al Señor Dios, no puede conseguirlo (véase Ap 12). De hecho, aunque la Iglesia se haga pequeña y el número de fieles en la tierra sea escaso, Satanás no ganará el control del mundo de Dios. Es algo que se sostiene firmemente en la Escritura: toda rodilla se doblará ante el Rey Jesús, reconocerá que Él es Señor y Cristo (Flp 2). Sí, Satanás ya está atado (Ap 20). Así que podemos orar confiadamente para que Dios haga venir su reino, y podemos estar convencidos: Dios escuchará nuestra petición. Sí, Él nos dará fuerzas para ser fieles y obedientes, incluso frente a los ataques de Satanás contra nosotros a través de los compañeros de trabajo. Y sí, Él me dará fuerzas para negarme a mí mismo, para que yo haga mi parte para sanar mi matrimonio, incluso cuando siento los ataques de Satanás tan fuertemente en mi hogar. El dará fuerza incluso para cortar el pecado de mi vida.
- La Oración por obediencia – 1
Los discípulos habían observado a Jesús orando. Lo que vieron y oyeron les impulsó a pedir instrucciones a Jesús sobre cómo podían hablar con Dios en el cielo. Jesús respondió a su solicitud y les enseñó a orar. Su primera instrucción giró en torno a la cuestión de a quién se habla; se habla al Padre. Luego pasó a la actitud que debe caracterizar la oración. Al hablar con Dios, uno no debe centrarse en sí mismo, sino en Dios: «Santificado sea tu nombre». Además, no hay que olvidar el contexto de esta vida cuando se habla con Dios. Puesto que la vida es una guerra, la realidad de ese conflicto debe figurar en la oración: «Venga tu reino».
«Voluntad»
La tercera petición que Jesús instruyó a sus discípulos a orar es ésta: «Hágase tu voluntad». La única palabra que podría darnos algún problema en esta petición es la palabra «voluntad». La pregunta, entonces, es la siguiente: ¿la palabra «voluntad» en la tercera petición se refiere al plan secreto de Dios para nuestras vidas, ideado antes de que el mundo comenzara? ¿O describe esta palabra la ley de Dios, sus mandamientos para nosotros?
Con esta petición no le estamos pidiendo al Señor Dios que haga lo que Él cree que debe hacer; más bien le estamos pidiendo a Dios que nosotros hagamos lo que Él cree que debemos hacer. El punto de esta petición no es que le pidamos a Dios que por favor actúe de acuerdo a su plan secreto y soberano; sino más bien pedirle a Dios que nos haga actuar de acuerdo a sus mandamientos revelados en la Biblia. En palabras del Día del Señor 49:
«Haz que nosotros y todos los hombres renunciemos a nuestra propia voluntad y con toda humildad obedezcamos la tuya».
Podemos «negar nuestra propia voluntad» y hacer la voluntad de Dios solo cuando el Señor Dios nos ha dicho qué hacer y qué no hacer. El plan secreto de Dios para nuestras vidas no es asunto nuestro; es asunto de Dios. A nosotros nos corresponde ocuparnos de lo que Dios ha revelado, y eso es su ley, sus mandamientos. Con la tercera petición, Jesús dijo a los doce discípulos que le rodeaban que se centraran en la ley de Dios para ellos; concretamente, que pidieran a Dios que cada una de sus acciones estuviera determinada por la voluntad de Dios revelada en las Sagradas Escrituras. Esa es la tercera petición.
En la práctica
¿Cómo afectó esta petición a los discípulos en sus circunstancias? ¿Tenían que entender los discípulos las instrucciones que Jesús les daba en la tercera petición en el sentido de que debían pedir a Dios fuerza para no robar, no cometer adulterio, no mentir, etc.? Es decir: ¿debían entender los discípulos las instrucciones de Jesús como una oración general para pedir fuerza en las líneas generales de la vida cotidiana?
Para valorar lo que Jesús enseñó en la tercera petición, debemos comprender que las leyes de Dios afectaban a la vida de los discípulos en todos los detalles de su existencia. Para llegar a este punto, tenemos que dar un breve paseo por el libro del Levítico.
Levítico 11 contiene las instrucciones de Dios a su pueblo sobre los animales que podían comer y los que no. Por ordenanza de Dios, la vaca era limpia y por lo tanto comestible, pero un caballo era inmundo y por lo tanto no se podía comer. El cordero era aceptable, pero el cerdo no (vv. 1-8). Lo mismo ocurría con el pescado: se podía comer cualquier pez que tuviera aletas o escamas; si le faltaban aletas o escamas, no se podía comer (vss 9-12). Reglas similares se aplican a las aves (vv. 13-19), los insectos (vv. 20-23) y los reptiles (vv. 41-45). Con todas estas estipulaciones, el Señor pretendía inculcar a su pueblo que era diferente, santo, apartado de las naciones (Lv 20:22 ss.).
El efecto práctico de esta lista de animales limpios e inmundos era que este capítulo de la Palabra de Dios tenía que acompañar a los israelitas en toda la vida. Se necesita comida para la merienda, y por eso mamá manda a los chicos a pescar. Los muchachos, sin embargo, no podían llevar a casa para la merienda cualquier cosa que pescaran; primero tenían que considerar la voluntad del Señor, considerar si el Señor Dios quería que comieran el pescado que habían pescado. Es decir: los muchachos tenían que llevar consigo el Levítico 11 al mar, y hacerse esta pregunta: ¿Qué quiere el Señor que haga con los peces que tengo en el sedal? Lo mismo ocurría cuando llegaba un invitado: Papá no podía ordenar a su criado que matara a aquel cerdo; tenía que ser aquel ternero o aquella oveja. En otras palabras: primero había que considerar la voluntad del Señor; ¿quería Dios que asáramos este cerdo o aquella oveja? Esa era la fe que Dios daba a su pueblo por pacto; el pueblo de Dios tenía que preguntarse cuál era la voluntad de Dios en cuanto a lo que había que poner en la mesa.
La ley de Dios llegaba a otros ámbitos de la vida. Levítico 11:33 estipula que cualquier vasija de barro en la que se encontrara un ratón, un lagarto o una salamandra muertos debía romperse; era impura. Hay que recordar que en aquella época no tenían las casas cerradas que tenemos nosotros, y tampoco tenían raticida para poner en el desván. En otras palabras: los roedores y las lagartijas no eran raros en las casas de Israel, por lo que era muy posible encontrar uno muerto en la despensa; este tipo de cosas sucedían muchas veces al año en cada casa. El israelita tenía que considerar la voluntad del Señor: ¿Qué quiere Dios que hagamos en esta situación?
Levítico 13 menciona la lepra, manchas en la piel. Sabemos por experiencia que de vez en cuando aparecen manchas en la piel, ya sea en forma de costra o tiña o eczema, etc. El pueblo de Israel tenía que considerar inmediatamente cuál podía ser la voluntad del Señor en este caso: ¿Quería el Señor que mostraran esta costra, o esta hinchazón, o esta mancha brillante en la piel al sacerdote (Lv 13:1 ss.)? Lo mismo ocurría a la hora de sacar la ropa de invierno del armario. Antes de que la gente pudiera ponerse su abrigo de invierno, tenían que comprobar si había manchas, ya fueran de moho o de cualquier otra cosa (Lv 13:47 ss.). Es decir: La ley de Dios influía en si podías o no ponerte ese abrigo favorito: ¿Qué quiere Dios que haga?
Levítico 14 habla de «la plaga leprosa en una casa» (v. 34). Es decir: si una madre en Israel, mientras hacía la limpieza habitual de su casa, encontraba una mancha rojiza o verdosa en la pared (y reconozcámoslo, el moho es una realidad en las duchas y lavanderías incluso hoy en día, y no digamos entonces), esta mujer de Israel no podía limitarse a aplicar el equivalente al Selleys Mould Killer[1], sino que primero tenía que considerar la voluntad del Señor y posiblemente llamar al sacerdote (14:33 ss.).
El capítulo 15 habla de las secreciones corporales, y de cómo cualquier cosa es impura si quien tiene una secreción se sienta o se acuesta sobre ella. Todos sabemos que apenas hay un hogar en el que no haya flujo en algún momento del mes (cp. V. 19). Así pues, una cama o una silla concreta de la casa quedaba impura durante un período determinado cada mes. Eso significaba, a su vez, que cuando los jóvenes volvían a casa de la escuela o del trabajo, no podían sentarse en la silla que quisieran; la silla de mamá podía estar impura ese día. El punto de nuevo es este: incluso cuando se trataba de algo tan básico como elegir en qué silla sentarse, el pueblo de Israel tenía que considerar primero la voluntad del Señor. En todos los aspectos de la vida, hasta en los detalles de lo que se pone en la mesa, lo que visten los niños y dónde me siento, los hijos del pacto de Dios tenían que ocuparse mentalmente de la pregunta: ¿Qué quiere Dios que haga? Todos los ámbitos de la vida eran reclamados por el Dios que creó el cielo y la tierra; ningún rincón de la vida en Israel estaba libre de su supervisión y autoridad.
El color local
Ahora el Señor Jesús dice a sus discípulos lo que deben orar. No están seguros de lo que es la oración, no saben qué decir ni cómo «comunicarse» con Dios. En la tercera petición, Jesús les dice: pedid a Dios que os capacite para hacer su voluntad, para obedecer su ley. Aquí Jesús se basa en lo que Dios había instruido a Israel en el Antiguo Testamento. La ley de Dios no se refería solo a las grandes decisiones de la vida, cosas como si matar a alguien o si obedecer a los padres o qué hacer en sábado. La voluntad de Dios estipulaba para Israel lo que el pueblo tenía que hacer en cada área de la vida; el pueblo tenía que considerar siempre lo que Dios quería que hicieran en sus circunstancias específicas. Este es el punto de Jesús: Él instruye a los doce discípulos, en sus circunstancias específicas, a pedir a Dios fuerza para hacer la voluntad de Dios en cada momento del día. Concretamente:
- Pedro era pescador de oficio, y también Santiago y Juan. Al sacar las redes del agua la mañana siguiente, tuvieron que preguntarse cuál era la voluntad de Dios para ellos en aquel momento: ¿podían quedarse con este pez, con aquel otro, con este otro…? Porque Dios había dicho: algunos peces son inmundos y no podéis comerlos. Así los discípulos no ganaban nada cuando pescaban, por ejemplo, un bagre o un calamar.
- Por lo que sabemos, los discípulos tenían sus propias casas, con su propia colección de ollas y sartenes de barro. Podía ocurrir que, al llegar a casa esta noche, encontraran un ratón muerto en la despensa. En una circunstancia tan realista como ésa, el discípulo tuvo que hacerse la pregunta: Señor, ¿qué quieres que haga?
- Digamos por ejemplo que, a consecuencia del trabajo, Natanael se clavó una astilla en el dedo, y acabó infectado. ¿Podía ir al médico sin más? Primero tenía que considerar a su Dios: Señor, ¿qué quieres que haga? ¿Es algo para que lo vea el sacerdote?
La conclusión es ésta: las veinticuatro horas del día, en todas sus circunstancias –grandes o pequeñas– el pueblo de Israel (y así también los discípulos de Jesús) tenían que estar ocupado con la voluntad de Dios: ¿qué quiere Dios que haga ahora?
Este es el pensamiento que Jesús incorpora a su enseñanza sobre la oración. Sus discípulos quieren saber cómo orar. Jesús les dice: «Cuando oréis, decid…: Hágase tu voluntad». Es decir: «Concédenos, Padre, que… neguemos nuestra propia voluntad, y sin murmuración alguna obedezcamos tu voluntad, en cualquier circunstancia en que nos encontremos». Buscar la voluntad de Dios, dice Jesús, debe formar parte de la oración; da mucho por lo que orar, hace que la oración sea parte integrante de toda la vida: Señor, ¿qué quieres que haga?
Sin cambios hoy
Y debemos saber que, en la dispensación del Nuevo Testamento, la pretensión de Dios en todos los ámbitos de la vida no es menos amplia que en el Antiguo Testamento. No solo lo dicta su divinidad, no solo lo dicta el señorío de Cristo sobre todo el mundo, no solo la presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones nos dicta que Dios nos reclama todo el tiempo; también es la revelación específica de las Escrituras. Pablo se lo dice a los Corintios (¡y sus palabras están construidas sobre el material del Levítico!). Dice Pablo: «si, pues, coméis o bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Co 10:31). Es muy neotestamentario: cosas tan mundanas, tan terrenales como comer y beber, deben hacerse para gloria de Dios. Y lo entendemos: Dios es glorificado a través de nuestras actividades solo si hacemos la voluntad de Dios. Lo que comemos, cuando nos sentamos a beber, cuando elegimos nuestra ropa para el día, la pregunta debe estar en nuestra mente tanto como lo estaba en Israel: Señor, ¿qué quieres que haga? ¿Debo comer esto? ¿Estás contento si bebo esto? ¿Deseas que me ponga esto? De hecho, Jesús dice específicamente que en el día del juicio tendremos que dar cuenta de toda palabra ociosa que hayamos pronunciado (Mt 12:36). Ya ves que incluso las palabras que digo están sujetas a la noción de: Señor, ¿qué quieres que diga?
Necesito hablar de los asuntos triviales de esta vida con mi Padre celestial.
- La oración por obediencia – 2
Con la tercera petición –«Hágase tu voluntad»– Jesús se apoya en la revelación del Antiguo Testamento de que la ley de Dios aborda toda la vida, sin excepciones, desde los alimentos hasta la ropa, pasando por las palabras hasta el deporte. Por eso, la tercera petición debe estar siempre en mis labios: «Hágase tu voluntad»; Señor, ¿qué quieres que haga en esta o en aquella situación? De ahí se deduce que debo orar desde fuera de mis circunstancias particulares y específicas para buscar la voluntad de Dios. La oración no debe ser general, vaga, desvinculada de las circunstancias concretas.
El ejemplo
Algún tiempo después de que Jesús diera sus instrucciones a los discípulos sobre la oración, Él mismo oró la tercera petición. Sucedió en la noche anterior a su crucifixión —Mateo 26. Jesús fue al huerto de Getsemaní con once de sus discípulos (Judas Iscariote ya había partido a ver a los sumos sacerdotes). En el huerto, Jesús «…comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera» (v. 37). En su angustia, Jesús oró lo siguiente: «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa». Es decir: Jesús era muy consciente de que la cruz estaba a la vuelta de la esquina, muy consciente de que en ese mismo momento Judas estaba de camino con los sumos sacerdotes y la policía del templo para arrestarle. En su oración, Jesús habló de una copa; «pase de mí esta copa». La palabra «copa» se usa en el Antiguo Testamento para describir la ira de Dios (Sal 75:8). Es esa ira a la que Jesús estaba a punto de enfrentarse, y la se acercaba terriblemente. Así que le dijo a Dios exactamente cuáles eran sus circunstancias y cómo se sentía respecto a ellas: «pase de mí esta copa». Con palabras del Antiguo Testamento, Jesús le habló al Padre de su situación real y de sus sentimientos. Esto es específico, esto es concreto.
Pero fíjate también en lo que hace Jesús después de contarle al Padre su situación y sus sentimientos. Ora la tercera petición: «Hágase tu voluntad». Es una oración asombrosa. Piénsalo: ¿qué harías tú si estuvieras en el lugar de Jesús aquella noche? Sabes bien que la policía del templo está en camino, y sabes también que mañana te espera una cruz. ¿Qué harías? Cada fibra de mi cuerpo gritaría: «¡Corre!» Huiríamos, nos esconderíamos, escaparíamos, cualquier cosa con tal de huir de los horrores de la cruz. Pero eso no es lo que hace Jesús. En lugar de eso, ora. Le habla a su Dios de su situación, le habla de su angustia, y luego busca la voluntad de Dios para Él en esa situación. Jesús conoce la Escritura, sabe que la instrucción de Dios para Él es la muerte por medio de la cruz (ver Mt 16:21; 20:17 ss.). Los sacrificios de la ley, la revelación de Dios en un pasaje como Isaías 53, etc., dejaban bien claro a Jesús cuál era la voluntad de Dios para Él. Así que Jesús ora la tercera petición, y no la ora una, ni dos, sino tres veces: «…Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad» (v. 42).
Aquí tenemos la instrucción que dio Jesús a sus discípulos en la tercera petición, elaborada concretamente en beneficio de ellos. Lo sé: los tres que estaban con Jesús dormían profundamente cuando Jesús, en su angustia, trató de someter su voluntad a la santa voluntad de Dios. Pero este material llegó a oídos de los discípulos –de algún modo se introdujo en la Biblia– y así se convirtió para ellos (y para nosotros) en una instrucción penetrante de lo que es la tercera petición. Jesús, en medio de su angustia, comprendía que no vivía para sí mismo, comprendía que estaba aquí para Dios, comprendía también que a Satanás le encantaría hacerle seguir sus propios deseos. Así que Jesús se ocupó de orar la tercera petición, se ocupó de buscar en Dios la fuerza –en sus circunstancias particulares y apremiantes– para negarse a sí mismo y hacer lo que Dios quería que hiciera. Oró, y así puso ante nosotros cómo quería que trabajáramos con Su instrucción sobre la oración. Él oró, específicamente, con abnegación, oró pidiendo fuerza para hacer la voluntad de Dios en sus circunstancias. Y así se nos enseña, de forma concreta, cómo debemos orar.
¿Contestadas?
Al orar de esta manera, al buscar la voluntad de Dios para nosotros en nuestras circunstancias específicas, ¿serán contestadas nuestras oraciones? Has de saberlo, mi querido lector, has de saberlo: ¡Sí, tus oraciones serán escuchadas! Te recuerdo de nuevo las palabras de Jesús en Lucas 11. Los discípulos le pidieron a Jesús que les enseñara a orar, Jesús les enseñó el Padre Nuestro, y luego Jesús añadió estas palabras: «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá» (v. 9). Eso es comprensible: todo lo que pidas se te dará. Pero: es una promesa que se da en el contexto de la instrucción del Padre Nuestro. En otras palabras: pide según la instrucción del Padre Nuestro, y se te dará. Por tanto: pide cuál puede ser la voluntad de Dios para ti en tus circunstancias concretas, y Dios te la mostrará. Pide con el motivo de la primera petición en mente: que el nombre de Dios sea santificado. Pide con el motivo de la segunda petición en mente: que la vida es una guerra y Dios debe ganar. Pide con el motivo de la tercera petición en mente: que hagas su voluntad en tu situación. ¡Y Dios responderá! ¡Esa es la promesa! ¡¿Acaso no es Padre por amor a Jesús?! ¿No te ama, no se preocupa por ti, no está profundamente interesado en ti? Busca entonces su rostro en tus circunstancias específicas, pregúntale qué es lo que Él desea que hagas, y puedes estar seguro: Él te mostrará su camino. Esa es la promesa.
El desafío
Esto supone un desafío para todos los que quieran orar la tercera petición, y es el siguiente: no se puede orar dicha petición y al mismo tiempo mantener las Biblias cerradas. La voluntad de Dios para nosotros no se nos revela por medio de una voz en el oído o en el corazón, no se nos revela por medio de la intuición o de sentimientos viscerales. La voluntad de Dios para nosotros hoy se revela en su Palabra. Como dijo Pablo:
«Toda la Escritura es… útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en la justicia, a fin de que el hombre sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2Ti 3:16 ss.).
Y David:
«Lámpara es a mis pies tu palabra
y lumbrera a mi camino» (Sal 119:105).
Al orar por la comprensión y la fuerza para hacer la voluntad de Dios en nuestras circunstancias, necesitaremos familiarizarnos a fondo con la Palabra que Dios nos ha dado.
- La oración – confesión de dependencia – 1
¿Qué deben decir a Dios los hombres fuertes, sanos y competentes? Los discípulos que rodeaban a Jesús no estaban tan seguros. De ahí su petición: «Señor, enséñanos a orar». La respuesta de Jesús incluía algo más que instrucciones sobre quién era el Dios al que se oraba. También incluía algo más que la instrucción de orar para que el nombre de Dios sea santificado, para que venga su reino, y para que se haga su voluntad. Jesús dijo a los doce discípulos que estaban a su alrededor que oraran también por el pan de cada día.
Asombroso
Cada uno de los doce que estaban alrededor de Jesús eran hombres maduros y sanos, capaces de valerse por sí mismos. Había un Leví, también conocido como Mateo; era recaudador de impuestos de oficio, un hombre de negocios muy hábil para obtener de otro lo que le debía en impuestos. Incluso si suponemos que era un hombre honesto al recaudar impuestos, aun tendremos que percibir al hombre como astuto y autosuficiente. Entre los discípulos había también varios pescadores, personajes rudos y recios a los que no les importaban las tormentas en el mar, a los que tampoco les importaba ensuciarse las manos con las escamas y las entrañas de los peces. De Pedro y Andrés leemos que tenían su propia barca, y de Santiago y Juan leemos que trabajaban con su padre Zebedeo en el negocio familiar. No hay duda: estos hombres eran comerciantes, conocían el oficio de la pesca. En una palabra: eran hombres autosuficientes, capaces de cuidar de sí mismos, capaces de valerse por sí mismos en el mundo.
Estos hombres pidieron a Jesús que les enseñara a orar; querían que les orientara sobre cómo hablar con Dios en el cielo. Jesús (podemos imaginarnos) miró a los doce a los ojos, y les dijo a todos –sin importar lo grandes y fuertes que se sintieran– que pidieran «el pan de cada día». Dijo a los doce: ¿queréis saber qué decir a Dios en el cielo? Hablad con Él, dijo Jesús, del desayuno de mañana. Es más: pedid a Dios que os dé el desayuno mañana por la mañana.
Entendemos que se trata de una instrucción bastante sorprendente. Los doce quieren saber cómo orar. La respuesta de Jesús parece olvidar por completo que se trata de hombres maduros, cada uno bastante capaz de cuidar de sí mismo. ¿Es necesario que ellos pidan el pan de cada día? Nos parece humillante. ¡Gracias, pero seguramente, unos hombres independientes y autosuficientes deberían ser capaces de valerse por sí mismos!
Dependiente
Es básico para la oración saberse dependiente del Señor Dios. Es fundamental para la oración y para cualquier relación con Dios la noción de que Dios es Dios y nosotros sólo criaturas, la noción de que no podemos vivir sin que Él nos dé la vida y el aliento mismo, no podemos vivir sin que Él nos dé comida y bebida, ropa y cobijo, todas las cosas que necesitamos para el cuerpo y el alma. La persona que desea ser independiente y autosuficiente tendrá invariablemente dificultades para orar, porque tiene una actitud equivocada hacia Dios, y también respecto de sí misma. Los discípulos le pidieron orientación para orar. Jesús les dijo: para orar, tenéis que conocer y reconocer vuestra dependencia. Podéis ser hombres grandes, fuertes, sanos, expertos en vuestro oficio, pero –dice Jesús– sois y seguís siendo dependientes de Dios nuestro Señor para el desayuno de mañana. Jesús está diciendo: si Dios en el cielo no os da vuestra ración diaria, mañana tendréis hambre, no tendréis nada que comer.
Revelado en la Escritura
Al decir esto, Jesús se basó en gran medida en la revelación de Dios a su pueblo en el Antiguo Testamento. En Génesis 2 leemos lo siguiente:
«Tomó, pues, Jehová Dios al hombre y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase. Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer» (Gn 2:15 ss.).
Desde el principio, Dios dejó claro a Adán (y así a todos sus descendientes a lo largo de los siglos) que Adán no era autosuficiente, no dependía de sus propios recursos. Fue Dios quien lo colocó en el Jardín, y enseguida le dio su cena; Adán podía servirse de cualquier árbol del Jardín que Dios generosamente le diera.
La misma lección recibió el pueblo de Israel en el desierto. Un día tras otro, el desayuno para el pueblo descansaba sobre el suelo; sólo tenían que salir de sus tiendas, recoger en un cubo lo que necesitaban, cocinarlo y sentarse a comer (Ex 16). Durante cuarenta largos años el Señor inculcó al pueblo su dependencia de Él; cada mañana mostraba a los suyos que no eran autosuficientes, que no debían confiar en su propio ingenio para procurarse el pan de cada día para la familia. Así pudo confesarlo el salmista:
«Todos ellos esperan en ti,
para que les des su comida a su tiempo.
Recogen lo que les das;
Abres tu mano, se sacian de bien» (Sal 104:27 ss.).
Y de nuevo:
«El que da alimento a todo ser viviente,
porque para siempre es su misericordia» (Sal 136:25).
Y una vez más:
«Los ojos de todos esperan en Ti,
y Tú les das su comida a su tiempo.
Abres tu mano
y colmas de bendición a todo ser viviente» (Sal 145:15 ss.).
No hay duda de la enseñanza del Antiguo Testamento: todas las criaturas, incluida esa corona de la creación de Dios conocida como la Humanidad, dependen de su Creador. Uno puede sentirse muy grande y fuerte, puede ser considerado públicamente como un hombre muy dotado en su campo de especialización, pero la enseñanza de las Escrituras es clara: todos dependen completamente del Señor Dios para «…vida y aliento y todas las cosas» (Hch 17:25).
Ejemplo de la vida real
De hecho, los pescadores que formaban parte de los discípulos se habían dado cuenta de esta dependencia por los acontecimientos que habían vivido unas semanas antes de pedir a Jesús que les enseñara a orar (Lc 11). Algunos de ellos habían estado pescando toda la noche y no habían pescado nada –qué frustrante para los comerciantes–. Pero Jesús les dijo que echaran las redes de todos modos…, y vemos que «encerraron gran cantidad de peces», tantos que «su red se rompía» (Lc 5:6). ¡Hablando de dependientes! Así que esos duros pescadores que estaban delante de Jesús mientras hablaba de la oración debían ponerse de rodillas y pedirle a Dios el desayuno de mañana. Aunque fueran tan fuertes y capaces, no deberían pensar en términos de autosuficiencia; aunque fueran tan fuertes y capaces, habían de saberse personas dependientes, humildes.
Solo un hombre
Esa es la actitud, mi querido lector, que hace posible la oración. Sin un sentido de dependencia del Señor, no puedes derramar tu corazón ante Dios e implorarle Sus bendiciones en tus circunstancias. Para orar, necesitas reconocer, no que eres un hombre, un alguien; sino reconocer que no eres más que un hombre, una criatura dependiente de tu Creador y Redentor.
Así pues, en este punto debemos centrarnos en la noción de criatura y en la noción de pecado. La medida de ser un hombre no es ser independiente; eso es arrogancia y orgullo. La medida de ser un hombre es que reconocemos nuestro lugar bajo el Creador, reconocemos también que este Creador –aunque rechazado por nosotros en el paraíso– se ha convertido de nuevo en nuestro Padre a través de Jesucristo, y es Él y sólo Él quien suple todas nuestras necesidades diarias. ¡Dependencia! En palabras del Catecismo:
Concédenos «que reconozcamos que Tú eres la única fuente de todo bien, y que ni nuestras necesidades ni trabajo, ni siquiera los bienes que Tú nos concedes, nos aprovechan, antes nos dañan sin tu bendición. Por tanto, concédenos, que apartemos nuestra confianza de todas las criaturas (¡incluidos nosotros mismos!), para ponerla solo en Ti» (Día del Señor 50).
Conclusión
Esos grandes y fuertes hombres de oficio que están ante Jesús deben orar por el pan de cada día. Entendemos que esta instrucción se refería no sólo al mendrugo que uno puede comer. Implícita en la instrucción de Jesús a los discípulos de orar por el pan de cada día está también la instrucción de orar por el queso que se pone en el pan, y por la bebida que se consume con el pan; sí, es instrucción de orar por la comida en general, por la bebida y la ropa y el techo y el sueño y el trabajo diario y la fuerza para hacer el trabajo, etc. En esto hay instrucciones para pedir a Dios por «todas nuestras necesidades corporales».
- La oración – confesión de dependencia – 2
Los doce hombres fuertes e independientes que se reunían en torno a Jesús no sabían qué decir a Dios en el cielo. Las enseñanzas de Jesús incluían la instrucción de pedir a Dios el pan de cada día. Los doce debían ir por la vida con una actitud de dependencia de Dios grabada en sus mentes. Tenían que pedir al Señor Dios la vida, el aliento, todo.
Sin embargo, ¿debían los doce pedir a Dios cualquier cosa que se les antojara? ¿Debían pedir un filete para su comida diaria? ¿Debían estos pescadores pedir una barca nueva porque, bueno, el vecino también tenía una?
Estructura
Para responder a esta pregunta, tenemos que apreciar la estructura del Padre Nuestro. Tendemos a ver las seis peticiones del Padre Nuestro como compuestas de dos partes. Las tres primeras hablan de «tu» –«Santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad»– y las tres últimas hablan de «nosotros» – «El pan nuestro de cada día dánoslo hoy, perdónanos nuestros pecados, no nos metas en tentación». Esta observación nos lleva a concluir –¡erróneamente! – que Dios es el centro de las tres primeras peticiones, mientras que en las tres últimas oramos por nosotros mismos.
Dios | Nosotros |
Santificado sea Tu Nombre | El pan nuestro de cada día dánoslo hoy |
Venga Tu reino | Perdónanos nuestros pecados |
Hágase Tu voluntad | No nos metas en tentación |
Ciertamente las tres primeras peticiones oramos con Dios en el centro de nuestros pensamientos y oraciones. Pero no es cierto que con la segunda serie de peticiones tengamos la oportunidad de centrarnos en nuestras necesidades y deseos sin tener en cuenta a Dios. Una vez que llegamos a la segunda tanda de tres peticiones, no debemos considerar que hemos terminado de centrarnos en Dios (como diciendo: «ya hemos pedido bastante para Dios; ahora nos toca a nosotros»); con la segunda tanda de tres peticiones, Dios sigue siendo el centro, el foco de nuestra oración. El tema de la primera petición –«Santificado sea tu nombre»– marca el tono de toda la oración, incluso cuando oramos la cuarta petición, cuando pedimos el pan de cada día. Incluso una oración por el pan de cada día debe estar centrada en Dios.
Para entender por qué esta petición está centrada en Dios, debemos comprender las conexiones entre las seis peticiones del Padre Nuestro. La primera petición marca el tono de toda oración: «Santificado sea tu nombre», está centrada en Dios. La segunda petición establece el contexto en el que oramos: «Venga tu reino», la vida es una guerra. En ese contexto de guerra, ahora, glorificamos el nombre de Dios haciendo la voluntad de Dios, obedeciendo sus leyes. De ahí la tercera petición: «Hágase tu voluntad». Estas tres van juntas.
Pero: ¿cómo se puede hacer la voluntad de Dios? Es algo que todos entendemos: no somos capaces de hacer la voluntad de Dios si el Dios del que dependemos no nos suple las necesidades diarias. Ningún soldado en batalla puede cumplir con éxito las órdenes de su general si su estómago está vacío y sus municiones agotadas. Para cumplir los deseos de su general, ese soldado necesita su «pan de cada día».
El Señor Dios quiere que su pueblo, redimido como está en la sangre de Cristo, le glorifique. Lo hacen en un contexto de guerra, de odio a lo satánico. Para poder glorificar a Dios en el contexto de batalla, tentación, odio y lucha, el pueblo de Dios debe obedecer sus mandamientos. Para vivir obedientemente para Dios, su pueblo necesita la fuerza de Dios, necesita el pan y la bebida diarios, necesita dormir, ropa, un vehículo, etc. El punto es este: la cuarta petición se entrelaza perfectamente con las tres primeras; esta cuarta petición concerniente al pan diario también tiene a Dios como centro.
Esta relación entre el pan de cada día y la gloria de Dios no es nada nuevo. En su sermón del monte, Jesús habló de cosas tan básicas para la existencia humana como la comida, la bebida y la ropa. Pero, Jesús enseñó a sus discípulos en ese sermón a no preocuparse por estas cosas básicas. Es decir: no centren su atención en ellos. ¿Y entonces? Si los discípulos no debían gastar sus energías y sus esfuerzos en la búsqueda de sus propias necesidades, ¿en qué debían gastarlas? La respuesta de Jesús fue ésta:
«Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mt 6:33).
Este es el mismo pensamiento que desarrollo aquí: debemos estar centrados en Dios en todas nuestras actividades, pensamientos y oraciones, y Dios mismo suplirá todo lo que necesitemos.
Centrado en Dios
Por tanto, nuestras peticiones para todas nuestras necesidades corporales deben centrarse en la gloria de Dios. Si el apóstol Pablo puede decir que nuestro comer y nuestro beber, sí, todas nuestras actividades, han de hacerse para la gloria de Dios (1Co 10:31), entonces es evidente que también nuestras peticiones de comida y bebida han de hacerse para la gloria de Dios. Del mismo modo que no estoy aquí para mí, sino para Dios, tampoco debo pedir para mí, sino para la gloria de Dios. Por tanto, mis peticiones por el pan de cada día deben orarse pensando en la gloria de Dios.
Satisfecho con lo necesario
Este enfoque en la cuarta petición determina por qué oramos. Necesito comida para mañana porque mi despensa está vacía, y por eso oro pidiendo comida. ¡Pero no voy a orar por un filete! No oro por un filete (¡por mucho que se me caiga la baba al pensarlo!) porque no necesito un filete para hacer la voluntad de Dios en mi vida diaria, no necesito un filete para resistir al maligno y hacer que venga el reino de Dios, no necesito un filete para glorificar el nombre de Dios. Si recibo un trabajo que requiere un vehículo para llegar a él. oro por un coche para poder llevar a cabo la tarea que Dios me encomienda en su reino. Pero no oro por un Porsche, porque no necesito un Porsche para ir al trabajo; me basta con un Holden.
Una vez más, si no he de orar por lo grande y lo elaborado (a menos, por supuesto, que para realizar mi tarea particular en el reino de Dios necesite lo grande y lo elaborado), se deduce que mis esfuerzos y energías tampoco han de estar empeñados en obtener lo grande y lo elaborado. Si la oración ha de dirigirse a la gloria de Dios, la vida cotidiana ha de vivirse para la gloria de Dios. No deja de ser significativo que Jesús dijera a sus discípulos que orasen pidiendo «pan», no caviar. En su vida diaria debían contentarse con pan, aunque su apetito pidiera a gritos algo más lujoso. He aquí el mismo pensamiento para nosotros al encontrarnos con la primera petición: nuestros objetivos en la vida han de estar centrados en Dios, no en nosotros mismos. Esto es porque trabajamos por la gloria de Dios, no por nuestras propias comodidades e imperios. Cuando lo que perseguimos son nuestros propios imperios y comodidades, no debería sorprendernos que la oración sea difícil y frustrante.
¿Contestada?
«El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy», dijo Jesús a los discípulos que le rodeaban, en respuesta a su petición de instrucciones para orar. Los discípulos sabían ahora por qué orar: por las cosas sencillas y comunes que se necesitan para vivir esta vida para mayor gloria de Dios: cosas como comida, fidelidad, techo, sueño, humildad, zapatos nuevos, coger el tren a tiempo, obediencia, etc. Lo que sea necesario para cumplir los mandamientos de Dios en mis circunstancias cotidianas para que, a su vez, haga venir el reino de Dios y dé gloria a su maravilloso nombre: eso es por lo que oro.
¿Escucharía Dios la petición de los discípulos del pan de cada día? Jesús dio a los doce esta promesa: «pedid y se os dará» (Lc 11:9). Jesús es insistente: ¡sí, recibiréis! Entonces, ¿recibiré invariablemente los zapatos nuevos que quiero tener porque, bueno, porque todo el mundo los tiene? No. ¿Recibiré el calzado que necesito para cumplir los mandamientos de Dios para mí en las circunstancias concretas de mi batalla contra el pecado y Satanás mientras busco la gloria de Dios? Que nadie se equivoque: ¡esa es la promesa! A su manera –quizás diferente de la que yo espero– Dios ciertamente proveerá. Esa es la promesa.
Pablo expone el pensamiento en una poderosa pregunta retórica como ésta:
«El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas?». (Ro 8:32).
Sí, es la promesa: ¡todas las cosas del mundo están aquí para nosotros! Y nosotros estamos aquí para Dios. Si queremos orar, tendremos que negar el yo y vivir para Dios. Entonces pediremos las necesidades diarias que precisamos para vivir para Él, y ciertamente recibiremos lo que sea necesario para la mayor gloria de Dios.
- La oración – Perdón para el pan de cada día – 1
En cierta ocasión, los discípulos presenciaron cómo oraba Jesús. Cuando terminó, uno de los doce le pidió que les enseñara a orar (Lc 11:1). En respuesta a esa pregunta, el Señor les dijo a Sus discípulos –mediante lo que llamamos el Padre Nuestro– que el centro de toda oración a Dios debía ser que su Nombre fuera santificado cada vez más. Ese santificar el maravilloso nombre de Dios ocurre en un contexto de guerra; en el reino de Dios hay muchos rebeldes, personas que no reconocen su realeza. También enseñó que el reino de Dios se hace realidad y su nombre recibe gloria cuando los pecadores obedecen los mandamientos de Dios. De ahí la tercera petición: «Hágase tu voluntad». Y para que los discípulos tuvieran el todo para hacer la voluntad de Dios (que a su vez haga venir su reino y se glorifique su nombre), necesitaban pedir a Dios «danos nuestro pan de cada día».
Esta petición para las necesidades corporales no fue la última que Jesús enseñó a sus discípulos. No podía ser el final de la instrucción de Jesús sobre la oración porque los discípulos invariablemente hacían mal uso de los buenos dones que Dios daba en respuesta a la cuarta petición.
Dones mal utilizados
Jesús dio su instrucción acerca de la oración un día en particular. Los doce discípulos, que estaban reunidos a su alrededor escuchando sus instrucciones, ya habían recibido muchas cosas a lo largo del día. Habían recibido de la mano de Dios el regalo del descanso, la salud para levantarse de la cama esa mañana, la ropa para vestirse, el desayuno para comer, la fuerza para hacer sus tareas, etc. Todo había venido de la mano de Dios, y se había dado para que Andrés y Natanael y Mateo y Tomás y el resto de los discípulos pudieran obedecer los mandamientos de Dios para ellos en sus circunstancias, para que a su vez el reino de Dios se hiciese realidad y su nombre fuese glorificado.
Pero: ¿qué habían hecho los discípulos con los muchos y buenos dones que Dios les había dado aquel día? La Biblia es muy clara al respecto: los discípulos, invariablemente, no habían usado los buenos dones de Dios solo para alabanza de su glorioso nombre. Las Escrituras del Antiguo Testamento hablan de que toda persona es mala, de que nadie es justo, de que nadie busca a Dios, de que todos se han apartado para hacer lo suyo (Sal 14:1 ss.; cp. Ro 3:10 ss.). En efecto, incluso nuestras mejores obras están contaminadas por el pecado (Is 64:6). En palabras del día del Señor 51: los hombres son «pobres pecadores». Esto era un material que los discípulos podían saber por sus Biblias; Dios les enseñó que invariablemente ya habían hecho mal uso de todas las «necesidades corporales» que Dios les había dado esa mañana.
Reacción divina
Los discípulos también podían saber que Dios odiaba este mal uso de Sus dones. Estaban familiarizados con pasajes de la Escritura como Deuteronomio 32. El pasaje relata el hecho de que Dios suplía las necesidades corporales de Israel con la mayor abundancia; Dios daba
«…mantequilla de vacas, y leche de ovejas,
con grosura de corderos;
Y carneros de Basán, también machos cabríos,
Con lo mejor del trigo…» (vc. 13 ss.).
Pero –continúa el pasaje– Israel no empleó el don del abundante pan diario que daba Dios para hacer su voluntad en medio de sus circunstancias, no lo utilizaron para hacer venir el reino de Dios ni glorificar su nombre. Más bien –v. 15– «Jesurún» (y ese es un nombre para Israel; ver 33:5,26; Is 44:2) «engordó y tiró coces», se rebeló contra el Señor que le dio tanto. ¿Cuál es la respuesta de Dios a este mal uso de sus abundantes dones? V. 19:
«Y lo vio Jehová, y se encendió en ira contra ellos…,
y dijo: Esconderé de ellos mi rostro».
Contemplemos aquí la reacción de Dios ante el mal uso que su pueblo hace de sus dones de gracia.
El día en que Jesús habló a sus discípulos sobre la oración, ellos ya habían recibido mucho del Señor. Los discípulos también sabían por las Escrituras que no lo habían usado todo para la gloria de Dios. Más aún, sabían por las Escrituras cuál era la reacción de Dios ante el mal uso que hacían de sus dones. Sabiendo esto, ¿cómo podían buscar el rostro de Dios en la oración? Dado que habían hecho un mal uso de los dones que Dios les había concedido, ¿cómo iban a volver a pedirle a Dios el pan de cada día, aunque lo pidieran para poder hacer la voluntad de Dios, para que su reino viniera, para santificar su nombre? No se atrevían a buscar más su rostro con semejante petición, simplemente porque habían hecho mal uso de los dones que Dios ya les había dado hoy. ¡¿Y luego tendrían que pedir más pan mañana?! ¡Eso no está bien! Es precisamente nuestro obstinado mal uso de los dones de Dios lo que hace que orar sea tan complicado.
¡Ora de todos modos!
En este contexto, las instrucciones de Jesús acerca de la oración son sorprendentes y alentadoras. Es como si Jesús dijera a sus discípulos: «Sé que Dios ya os ha dado mucho esta mañana, y sé también que no habéis utilizado todos los dones de Dios solo y simplemente para la gloria del dador. Pero, discípulos míos, eso no significa que debáis desesperar o dejar de orar. Más bien, el hecho de que hayáis usado mal los dones de gracia que el Padre os ha concedido hoy –ya sea el don de la energía, del alimento, de la salud, de la palabra, del intelecto, etc.– debería impulsaros a orar pidiendo perdón». Dice Jesús a sus discípulos «Es verdad que habéis contraído una deuda con Dios por el mal uso que habéis hecho de las necesidades corporales que Dios os ha dado esta mañana». Pero –añade Jesús– «no dejéis que la existencia de la deuda os impida orar. Más bien, mencionadle la realidad de la deuda. Decidle con muchas palabras que tenéis una deuda con Dios. Decidle que habéis hecho mal uso de sus dones, que no habéis usado sus dones para obedecer únicamente su voluntad, decidle que habéis usado la lengua que Él os dio para hablar mal de otros, que habéis usado la energía y el intelecto que Él os dio para edificar vuestro propio ego y reputación. Adelante. Recordadle esa deuda».
Jesús va más allá de ordenar a los discípulos que le recuerden a Dios la deuda. Les dice a sus discípulos no sólo que confiesen la realidad de tener una deuda; ¡también les dice que por favor le pidan a Dios que perdone esa deuda!
Perdonar
¿Qué puede significar la noción de «perdonar»? Pedir a Dios que nos «perdone» no es suplicarle que ignore la deuda que hemos acumulado con Él por el mal uso que hemos hecho de sus dones. Tampoco es una súplica para que Dios simplemente condone esa deuda. Ambos conceptos –ignorar y condonar– implican que la deuda deje sus huellas en los libros de Dios, que siga siendo «descubrible» para que un día pueda ser sacada a relucir de nuevo y, posiblemente, se nos eche en cara. El concepto «perdón» tiene un contenido mucho más rico. El «perdón» capta la noción de que los pecados han desaparecido, irremediablemente se han ido. Pienso en las palabras de David en el Salmo 103:
«Cuanto está lejos el oriente del occidente,
hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones» (v. 12).
En nuestros días de transporte rápido, el este está muy cerca del oeste; basta viajar un día para llegar al otro extremo del globo. En los días de David, sin embargo, el este estaba imposiblemente lejos del oeste; lo que se perdía en el oeste era irrecuperable para el hombre del este. Si los pecados se apartan tan lejos como se extiende el este del oeste, esos pecados se han ido, irremediablemente se han ido.
El profeta Miqueas habla de pecados «perdonados y olvidados», y luego describe estos pecados como «echados… en lo profundo del mar» (7:18 ss.). Una vez más, con la tecnología actual se puede recuperar lo que se arroja a las profundidades del mar. Sin embargo, esto no era posible en los días de Miqueas. Y ese es el punto: los pecados son quitados irremediablemente, para que no puedan ser arrastrados de nuevo a la superficie. Piensa en la salsa que queda en el plato de la cena. Una vez que se lava el plato, se elimina la salsa, no se puede recuperar, no se puede reconstruir el desastre del plato. Ha sido lavado, se ha ido, se ha ido de manera irremediable. Esa es la noción de «perdón». Y eso, dice Jesús a sus discípulos, es lo que deben pedir a Dios que haga con la deuda que han acumulado con Él por el mal uso que han hecho del desayuno, la energía, el dinero, el tiempo, los talentos, las «necesidades corporales» que Dios les dio ese día…
- La oración – Perdón para el pan de cada día – 2
Aunque el Señor daba a los discípulos muchas bendiciones día tras día, ellos invariablemente hacían mal uso de los buenos dones de Dios. Este mal uso implicaba que acumulaban una deuda con Dios de tal magnitud que no tenían derecho a apelar de nuevo a Dios por el pan de cada día. Con semejante deuda, la oración es efectivamente imposible.
La instrucción de Jesús a los doce, sin embargo, fue que debían mencionar la deuda a Dios muy honestamente. Más aún, debían pedirle a Dios en el cielo que perdonara esta deuda. Con esta instrucción, Jesús enseñó a sus discípulos a pedir a Dios que quitara esa deuda para que desapareciera irremediablemente, como una mancha de salsa del plato de comida.
Motivo para el perdón
¿Por qué pudo Jesús hacer una petición como ésta? He aquí el evangelio de la gracia gratuita, tal como Dios lo había proclamado en el Antiguo Testamento. Todos esos sacrificios de la antigua dispensación –y entre esos numerosos sacrificios había ofrendas que debían hacerse día tras día– anunciaban al pueblo de Israel (¡incluidos los discípulos que estaban alrededor de Jesús!) que el perdón de los pecados era un don gratuito de Dios para su indigno pueblo. Aunque el israelita debía morir a causa de sus pecados, aunque el pecador debía permanecer eternamente en deuda con Dios y pasar así una eternidad en el infierno, Dios se complacía en borrar los pecados para que el pecador pudiera quedar libre, total y eternamente libre; era el animal quien moría en su lugar.
Los sacrificios del templo prefiguraban el sacrificio venidero del Hombre Perfecto en la cruz. En palabras del profeta Isaías:
«…Él fue herido por nuestras rebeliones,
molido por nuestros pecados;
El castigo de nuestra paz fue sobre Él,
Y por su llaga fuimos nosotros curados» (53:5).
Esta era la enseñanza del Antiguo Testamento, sobre la que Jesús construyó su instrucción a los discípulos: orar pidiendo perdón por la deuda que acumulaban diariamente con Dios. Era una enseñanza que Él mismo iba a cumplir en la cruz del Calvario. Jesús moriría en lugar del pecador, para que éste quedara libre.
Ejemplo: David
Así que hubo un David que recibió de la mano misericordiosa del Señor el pan de cada día, ya fuera salud y un hogar, ya fuera matrimonio e hijos, ya fuera comida y bebida, incluso el trono de la tierra. Pero David no apreció los buenos dones de Dios, no los usó para hacer la voluntad de Dios en sus circunstancias (y así glorificar el nombre de Dios); David, en cambio, usó su salud y su hogar, su humor y su figura para atraer a Betsabé a su cama. Para el pecado. Dios le dio a este rey en Israel el poder y la mente para gobernar a su pueblo, pero David no usó los dones de Dios para hacer la voluntad de Dios en sus circunstancias; en lugar de eso, usó su poder y su ejército para matar al inocente Urías.
Este es el hombre, sin embargo, que habló tan gloriosamente de los pecados perdonados. El hombre que pudo decir en el Salmo 32:
«Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada,
y cubierto su pecado.
Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad» (vv. 1 ss.).
David sabía que éste es el Dios de las Escrituras: Él perdona gratuitamente a quienes confiesan su deuda ante Él, aunque esa deuda sea enormemente grande. Es un perdón concedido al pecador, no porque se lo haya ganado; al contrario, el hecho de que el pecador tenga una deuda implica que no se ha ganado el perdón. Es un perdón concedido por gracia gratuita, concedido porque el Jesús que enseñó a orar a sus discípulos iría Él mismo a la cruz del Calvario para pagar las deudas acumuladas por su pueblo por medio de sus pecados, iría a la cruz para lavar esos pecados.
Ejemplo: Pedro
Pedro estaba con los doce mientras Jesús enseñaba a sus discípulos a orar. Poco después negó vehementemente que supiera quién era Jesús (Lc 22:54 ss.). Ahí tenemos el pecado, ahí tenemos una deuda con Dios que Pedro no podía ni siquiera empezar a saldar. Pero en el día de pentecostés, este mismo Pedro pudo hablar del perdón de los pecados a las multitudes que estaban consternadas al pensar que habían asesinado el mayor regalo de Dios para ellos; Pedro dijo:
«Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados» (Hch 2:38).
Sorprendente, pero así es el Evangelio: ¡incluso una deuda tan enorme como la que supone haber asesinado al mismísimo Hijo de Dios puede ser perdonada! La cuestión es: ¡arrepiéntete, cuéntale al Señor tu maldad, confiésala, queda limpio de ella, y ese pecado queda lavado, perdonado por causa de Jesús! Eso es lo que Pedro puede decir, porque sabe que sus propias deudas con Dios están perdonadas. Eso es lo que Pedro puede decir, porque sabe que Dios perdona los pecados de todos los que creen en Jesucristo. Sí, es una promesa válida para todos los que Dios llama hacia sí mismo (v. 39): Dios, por amor de Jesús, perdona, ¡perdona gratuitamente las enormes deudas que acumulamos con Él! Ningún pecado es demasiado terrible para ser perdonado; ninguna deuda es demasiado grande para ser quitada.
Resultado
El autor de la carta a los Hebreos describe los efectos del sacrificio de Cristo en la cruz. Puesto que hay perdón de los pecados por la sangre de Cristo, el pueblo de Dios puede entrar con valentía en la presencia de Dios mismo por la sangre de Jesús (Heb 10:19). El pago de Jesús por el pecado en la cruz ha rasgado el velo que impedía el acceso a Dios, de modo que el pueblo de Dios puede dirigirse libremente al mismo Dios santo. «Acerquémonos», dice el apóstol, «con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura» (10:22).
Es decir: ¡Jesús con sus instrucciones en la quinta petición, dijo a los doce lo que debían orar para hacer posible la oración en su conjunto! Ante todo, el mal uso que hacían de los dones de Dios, ante todo el egoísmo que caracterizaba sus vidas, ante toda la desobediencia a la voluntad de Dios que abundaba en sus vidas a diario, no podían hablar con Dios si no había perdón de los pecados. Y el perdón fue lo que Dios prometió en el Antiguo Testamento, sí, el perdón fue lo que Jesús obtuvo en la cruz. De esta forma, el acceso a Dios vuelve a estar fácilmente disponible. Así pues, los discípulos deben orar la quinta petición diariamente. Y nosotros también debemos orar esa misma petición diariamente. Aunque nuestro mal uso de los generosos dones de Dios nos lleve a la conclusión de que no nos atrevemos a presentarnos de nuevo ante la santa presencia de Dios –de que no puede sino estar terriblemente enfadado con nosotros–, Jesús nos dice aquí que nos enfrentemos al obstáculo de la oración, que confesemos el pecado, que pidamos la condonación gratuita de esa deuda, por amor a Jesús. En palabras del Catecismo: «por la preciosa sangre de Jesucristo, dígnate no imputarnos a nosotros pobres pecadores, nuestros pecados, ni la maldad que está arraigada en nosotros» (Día del Señor 51). Entonces la oración en su conjunto vuelve a ser posible.
- La oración – Perdón para el pan de cada día – 3
Los discípulos pidieron consejo a Jesús sobre la oración. Él les dijo que pidieran a Dios que les perdonara la deuda que diariamente acumulaban con Él por el mal uso que hacían de sus bendiciones. El perdón era posible porque el Señor Jesucristo moriría para pagar por el pecado, como se profetizó en el Antiguo Testamento. Gracias a su obra redentora, el pueblo de Dios vuelve a «tener acceso a la majestad divina», y debe buscar osadamente el rostro de Dios en la oración.
Resultados
Ahora bien, ¿cuáles podrían ser los resultados de esa oración de perdón? Menciono tres.
- El perdón es seguro
En primer lugar, podemos esperar plenamente que nuestros pecados sean definitivamente perdonados. Digo esto por las palabras de Jesús a los discípulos cuando les enseñó a orar. Después de darles el Padre Nuestro, les enseñó lo siguiente; Jesús dijo:
«…pedid y se os dará» (Lc 11:9).
Y de nuevo:
«Porque todo aquel que pide, recibe» (Lc 11:10).
Jesús está diciendo a los discípulos que están a su alrededor (y esta palabra vale para todo el pueblo de Dios de todo tiempo y lugar): «Pide según las instrucciones del Padre nuestro, y Dios en los cielos te proveerá. Lo hará, porque lo ha prometido, contempla los sacrificios del Antiguo Testamento, contempla mi muerte venidera en la cruz. Él lavará el pecado, Él perdonará tu mal uso del pan diario que da, sin importar cuán horrendos sean tus pecados. Así que: no rehúyas orar, no pienses que Dios se enfadará contigo para siempre, no dejes que tu mala conciencia te impida arrodillarte. Más bien, confiesa los pecados y luego atrévete a trabajar con la promesa de perdón de Dios, atrévete a pedir perdón. Él ha prometido el perdón; trabaja con esa promesa, pídele que perdone la enorme deuda que has acumulado con Él. Y convéncete: Dios en el cielo responderá, perdonará, eliminará hasta la última pizca de la deuda que diariamente acumulas con tu Dios». Ese es el primer resultado.
- Pan de cada día garantizado
El segundo resultado es éste: si Dios de hecho perdona mis pecados de modo que no tengo ninguna deuda con Él, puedo pedir de nuevo el pan de cada día, sí, y esperar recibir también lo que necesito. Deuteronomio 32 nos habló de cómo Dios desecharía a Israel por el mal uso que hicieron de sus dones, del pan de cada día que Él les daba. Pero una vez que esa deuda con Dios desaparece, una vez que hay perdón, Dios vuelve de nuevo en favor de su pueblo y suple otra vez sus necesidades diarias. El Salmo 85 dice que Dios ha «perdonado la iniquidad de tu pueblo; todos los pecados de ellos cubriste» (v. 2). Es decir: he aquí la respuesta a la quinta petición. Pero el mismo salmo menciona el resultado de este perdón en relación con la cuarta petición. Dice así:
«Jehová dará también el bien;
Y nuestra tierra dará su fruto» (v. 12).
Aunque el pecado, el mal uso de los dones de Dios, debería llevar a que la mano de Dios se cerrara para siempre a los pecadores; aunque el mal uso de los dones que Dios ha dado en respuesta a la cuarta petición debería llevar a que Dios negara cualquier otra petición, Dios, en su infinita misericordia, se complace en perdonar el pecado (que es la quinta petición), ¡y así responder también a la cuarta petición! Esa es la promesa de la Sagrada Escritura: podemos orar confiadamente por el pan de cada día porque todos nuestros pecados de mal uso de los dones de Dios son perdonados por causa de Jesús. Así que, querido lector: ora, ora por todo lo que necesitas día a día para vivir para la gloria de Dios, todo lo que necesitas para que venga su reino, todo lo que necesitas para hacer la voluntad de Dios. Ora por tus necesidades, aun sabiendo que esta mañana ya has abusado de los amplios dones de Dios. Ora por tus necesidades, confiado en que tu Padre en Jesucristo perdona bondadosamente tus pecados. Ora, y busca gracia también para usar los muchos dones de Dios para su mayor gloria; y no para tu propia satisfacción.
- Yo perdono al otro
El tercer resultado de este evangelio es el siguiente: Yo perdono de buena voluntad a los que me ofenden. Jesús lo expresó así:
«…si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial. Mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas» (Mt 6:14 ss.).
En términos sencillos: guardar rencor al prójimo por sus ofensas contra mí significa que no hay perdón para mí en los tribunales de Dios. Y sabemos que, si no hay perdón de Dios para nosotros, tampoco hay bendición de Dios; solo maldición. Entonces podremos orar por las necesidades corporales hasta que las vacas vuelen, pero no habrá respuesta…. Y orar será tan difícil, tan frustrante…. ¿Quiero, entonces, poder orar? Necesitaré estar dispuesto a perdonar a mi prójimo cualquier mal o daño que me haya hecho.
Los discípulos querían saber cómo orar. Jesús, con infinita misericordia, no sólo les enseñó cuatro peticiones, sino que añadió una quinta: la que hace posible acercarse a Dios en primer lugar. Dada esa instrucción, nos corresponde a nosotros ponernos de rodillas ante la majestad en lo alto, confesar nuestros pecados y buscar el perdón de nuestras deudas con Dios. Y nuestro Padre en Jesucristo nos escuchará y nos proporcionará generosamente todo lo que necesitamos a diario para vivir para su mayor gloria.
Esa es la promesa.
- La oración – ¡Sin tentaciones! – 1
Doce hombres maduros y corpulentos rodeaban a Jesús, escuchando sus conversaciones con su Padre celestial. Cuando terminó de orar, uno de los doce le hizo la pregunta que todos tenían en mente: «Señor, enséñanos a orar, como Juan [el Bautista] enseñó a sus discípulos». Jesús respondió a la pregunta y les enseñó a orar. «Cuando oréis», dijo Jesús a los doce, «decid: …Y no nos metas en tentación, más líbranos del mal». Esta petición es necesaria tanto por la astucia de Satanás como por la debilidad humana.
Satanás: astuto
La palabra «tentación» se refiere a una instigación, una seducción para hacer algo malo. En lenguaje llano: una tentación es un cebo puesto ante nosotros que nos atrae a una determinada acción. Es Satanás quien pone la tentación ante nosotros, busca atraer a los suyos para que pequen contra Dios. Cuando Satanás fue expulsado del cielo (después de la victoria de Cristo en la cruz), se hizo la siguiente advertencia:
«…¡Ay de los moradores de la tierra y del mar! Porque el diablo ha descendido a vosotros con gran ira, porque sabe que tiene poco tiempo» (Ap 12:12).
Esta intensa ira del diablo contra el Cristo que le ha vencido le lleva a declarar la guerra a los «que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo» (v. 17). Eso es la vida; la vida es una guerra.
El elemento que debemos tener en cuenta con la sexta petición es el siguiente: ¿cómo libra Satanás esa guerra? ¿Cuál es su estrategia, su técnica? Hay un pasaje de la Escritura que nos previene contra el diablo porque, dice el pasaje, «vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar» (1P 5:8). Ese pasaje pone en nuestra mente el pensamiento de que Satanás es fácilmente perceptible; un león rugiente no es un secreto, con su rugido ha anunciado su presencia y su intención. Sin embargo, hacemos mal en pensar que la estrategia de Satanás es de mucho ruido y anuncio de sus ataques. La Biblia retrata a Satanás en términos muy diferentes, lo retrata como astuto, ingenioso, taimado, discreto y al mismo tiempo mortal.
En su carta a los Efesios, el apóstol Pablo habla de «las asechanzas del diablo» (6:11). La palabra «asechanzas» se refiere a las maquinaciones, a los esfuerzos astutos para inducir al pueblo de Dios a pecar. El mismo apóstol escribe a los corintios que «el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz» (2Co 11:14). Se enmascara, se camufla para ocultar su verdadera naturaleza. Entendemos: esta astucia del demonio le convierte en un enemigo mucho mayor para nosotros que si anunciara su llegada con el rugido de un león. Toda la noción de tentación, de seducción, de encanto se basa en el concepto del engaño. Pregúntale a cualquier pescador qué cebo tienta mejor a los peces…. No pescas ningún pez si anuncias a bombo y platillo: «te voy a freír».
Ejemplos
En su astucia, el diablo nos presenta tentaciones de tal manera que no las reconocemos como tales. Eva caminaba por el jardín un día, como lo había hecho tantas veces en el pasado. En la armonía y la paz que era el paraíso, podía detenerse a admirar a este animal, rascar a aquel entre las orejas, acariciar a otro —incluyendo osos, tigres y serpientes. En un entorno lo más normal y común posible, Satanás vino con su tentación: «¿Con que Dios os ha dicho…?» No anunció: «aquí estoy con toda mi astucia y mi engaño, y voy a intentar engañarte». No vino con campanas, silbatos y muchas fanfarrias para que Eva pudiera ponerse en guardia. Vino como el engañador que era, con astucia, habilidad y engaño. Cuando Eva no sospechaba nada, cuando todo era bastante normal, allí vino el diablo…
Ese mismo patrón se presenta en el ataque del diablo a Pedro. Cierto: Jesús advirtió a Pedro de las intenciones de Satanás. Pedro dijo a Jesús: «Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo» (Lc 22:31). Pero cuando llegó el ataque, Pedro no estaba preparado en absoluto, no sospechaba en absoluto la tentación del diablo. Pedro estaba sentado alrededor del fuego en el patio de la casa del sumo sacerdote, charlando sin duda con los soldados y otras personas que buscaban el calor del fuego. Un lugar muy normal y corriente. Una muchacha se acercó, miró a Pedro y comentó a la multitud: «También éste estaba con Él». Cuan normal, qué lugar tan común, nada fuera de lo ordinario. Sin embargo, se trataba de una tentación, un cebo preparado en el infierno para que Pedro negara cualquier relación con el Señor Jesús. En las propias palabras de Jesús, Satanás estaba probando a Pedro. ¿Obvio? ¿Un ataque a cara descubierta, con advertencias y preparativos adecuados? ¡No por parte del diablo! ¡Que sirva de advertencia sobre cómo actúa Satanás!
Jesús conocía la naturaleza y el método del enemigo. Por eso dijo a sus discípulos, cuando le pidieron instrucciones sobre la oración, que oraran también la sexta petición. El método de ataque de Satanás es siniestro, es artero, no es directo y abierto. Esta es una realidad que Jesús tuvo en cuenta, y por eso enseñó a aquellos doce hombres maduros que estaban a su alrededor a orar; a orar no sólo por el pan de cada día o por el perdón de los pecados, sino a orar también para que, por favor, Dios no los condujera a la tentación, sino que los librara del maligno.
Debilidad
El segundo elemento que hace necesaria esta sexta petición es nuestra incapacidad para resistir el cebo de Satanás. No es sólo la astucia de Satanás, su enfoque de bajo perfil, su engaño lo que hace que su cebo sea tan tentador. Nosotros tampoco tenemos los medios para resistir sus tentaciones.
Satanás entró en un Jardín sin pecado, habló con una mujer cuya fibra estaba libre de maldad. Sí, Eva podía pecar, pero también podía no pecar. Había sido creada a imagen de Dios, estaba adornada en su mente con el conocimiento verdadero y sano de su Creador y de todas las cosas espirituales, su corazón y voluntad eran rectos, todos sus afectos puros, completamente santos (Cánones de Dort, III/IV, Art 1). A esta persona sin pecado vino Satanás con su tentación, vino de forma verdaderamente diabólica; la sedujo sin advertencia, cuando su guardia estaba baja. Ella cayó en su trampa, consideró que el fruto prohibido era deseable (Gn 3:6) y comió.
Si, queridos lectores, la Eva sin pecado –y también el Adán sin pecado– cayeron en la tentación de Satanás, ¡cuánto menos podrán los discípulos que están alrededor de Jesús resistir los astutos ataques de Satanás! El Salmo 14 nos recuerda que «todos» los hombres «se han desviado, de modo que «no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (v. 3). Por tanto, es una arrogancia muy profunda por parte de los discípulos suponer que de alguna manera pueden resistir las tentaciones de Satanás. El decir a sus discípulos que debían añadir a las cinco peticiones de sus oraciones también una sexta, fue una instrucción a los doce sobre su depravación, sobre sus debilidades, sobre su incapacidad para resistir al diablo. Entonces, sí, es verdad que Pedro le dijo grandes palabras a Jesús cuando este le reveló la petición de Satanás de probar a Pedro. Dijo el apóstol: «Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte» (Lc 22:33). ¿Examinado? ¿Tentado? ¿Atacado? Pedro no se preocupó por ello; estaba seguro de que podría con todo; era lo bastante hombre para el diablo. Y Jesús dejó que Pedro lo averiguara por sí mismo: «Pedro, te digo, que el gallo no cantará hoy antes de que tú niegues tres veces que me conoces» (v. 34). Sabemos lo que ocurrió. ¡Qué necesario, qué absolutamente necesario era que Pedro orara esa sexta petición, ya fuese en el huerto de Getsemaní o siempre!
Igualmente, resulta imperativo que oremos esa sexta petición. También nosotros mostramos el colmo de la arrogancia si sugerimos que podemos resistir los ataques de Satanás. El apóstol Pablo fue movido por el Espíritu Santo a escribir esto:
«…no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago… yo sé que, en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago» (Ro 7:15 ss.).
En palabras de nuestro Dia del Señor 52: «nosotros mismos no podríamos subsistir un solo instante». He aquí la doctrina de la depravación, de la pecaminosidad permanente incluso para los regenerados por el Espíritu de Dios. Como lo dice el Salmo 103 (metrificado):
«Porque la condición nuestra Él conoce, y el Señor memoria también hace, de que polvo somos y nada más» (v. 5).
No, aquí no hay lugar para el orgullo ni para la autosuficiencia; solo hay lugar para la humildad, la humildad profunda. Frente a los ataques de Satanás, no tenemos ninguna posibilidad. Somos dependientes, totalmente dependientes, de la ayuda de Dios, de la gracia de Dios, de la fuerza de Dios para resistir a cualquier anzuelo, a cualquier seducción, a cualquier tentación que el maligno ponga en nuestro camino.
Por lo tanto, es necesario, absolutamente necesario, que prestemos atención a la instrucción de Jesús de orar esa sexta petición. Jesús mismo conocía la realidad de la ira, el odio, el engaño y la astucia de Satanás. Lo tomó como algo real, y por eso instruyó a sus discípulos –hombres maduros como eran– a rogar esta oración de dependencia. Él lo tomó en serio, y por eso nosotros también necesitamos tomar a Satanás en serio, y orar en consecuencia.
- La oración – ¡Sin tentaciones! – 2
Los discípulos pidieron indicaciones sobre cómo orar. Jesús les dijo que tomaran en serio a Satanás, y también sus propias debilidades, suplicando al Señor que no los dejara caer en la tentación.
¿Tendrá respuesta una oración así? El mundo en el que el Señor Dios nos ha dado un lugar está lleno de demonios; sí, a nuestro alrededor hay tentaciones de muchos colores, tamaños y formas. Se nos dice que las riquezas nos hacen felices, al igual que una mujer bonita, y nos inclinamos a estar de acuerdo. Nos dicen que debemos tomar las riendas de nuestro destino, y esa idea nos atrae. Se nos dice que la causa de los problemas de nuestras vidas no somos nosotros mismos, sino las circunstancias, nuestra composición genética, nuestros antecedentes, el gobierno, cualquier cosa que nos permita echar la culpa a otro y librarnos de la responsabilidad, y esa idea nos atrae mucho. Es muy tentador, tan tentador seguir la corriente, aceptar la idea de que yo no soy el problema de mi vida. En medio de tantas tentaciones, ¿escucha el Señor nuestra oración para no dejarnos caer en la tentación y para, en lugar de eso librarnos del maligno?
Ánimo
La promesa de Jesús a sus discípulos cuando les enseñó a orar fue ésta: «Pedid y se os dará» (Lc 11:9). Es decir: pedid según las instrucciones del Padre Nuestro, y recibiréis todo lo que necesitéis. Esa es una promesa de Dios a la que podemos apelar en nuestras circunstancias: pedir que nuestro Padre en Jesucristo nos libre del maligno, pedirlo conscientes de nuestras propias debilidades y de nuestra propia inclinación interior al pecado, pedirlo conscientes de que el pecado bloquea el don de Dios del pan de cada día (de modo que, a su vez, no puedes hacer la voluntad de Dios, hacer que venga su reino y dar así a Dios la gloria que le corresponde), Si lo hacemos siendo conscientes de esto ¡Dios responderá con seguridad a nuestra petición! Jesús quiso decir exactamente lo que dijo: «Pedid y se os dará».
Debemos recordar también que detrás de la promesa de esta petición está la victoria de Jesucristo sobre Satanás en la cruz. Es cierto que la Escritura habla de un ay sobre la tierra a causa de la ira de Satanás. Y es igualmente cierto que la Escritura habla de las «asechanzas del diablo», de sus engaños, astucias y artimañas. Pero las Escrituras hablan también de la victoria de Jesús sobre Satanás. En la cruz del Calvario, el Hijo de Dios no solo pagó por el pecado y satisfizo la ira de Dios; en la cruz del Calvario, el Hijo de Dios también luchó contra el diablo y lo derrotó. El resultado es que Satanás está «atado» (Ap 20:2). No es libre, no tiene libertad para hacer lo que le plazca. Por el contrario, a Cristo se le ha dado un trono sobre el universo, de modo que «es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos» (Ef 3:20). En conjunto, esto significa sencillamente que podemos pedir al Señor Dios que no nos deje caer en la tentación, podemos pedir al Señor que nos libre del maligno. Y Él escucha y responde.
Ejemplo
Concretamente, ¿cómo debemos orar? Toda la vida, y por tanto toda la oración, ha de estar centrada en Dios. Al vivir esta vida, hablamos con nuestro Padre celestial, hablamos en términos de alabanza. Le pedimos fuerza para obedecer los mandamientos que nos da, le pedimos el pan de cada día para cumplirlos, le pedimos perdón por las deudas que contraemos por usar mal los dones de Dios. Y debido a la furia de Satanás y a nuestras propias debilidades, añadimos en nuestras circunstancias específicas la sexta petición: no me dejes caer en la tentación. ¿Cómo la pedimos? Considera esta oración:
«No me des pobreza ni riqueza. Mantenme del pan necesario;
No sea que me sacie y te niegue, y diga: ¿Quién es Jehová?
O que, siendo pobre, hurte, y blasfeme el nombre de mi Dios»
(Pr 30:8 ss.).
Esa oración procede de Agur, colaborador del libro de los Proverbios. Agur era consciente de era demasiado débil para resistir la tentación de ser orgulloso, demasiado débil también para resistir la tentación de robar. Por eso ora por el pan de cada día –nada más y nada menos– ora por el pan necesario para dar a Dios la gloria que le corresponde. No quiere la tentación que viene de tener riquezas, ni tampoco la tentación que viene de la pobreza. Es una oración en consonancia con la sexta petición.
Esto es lo que oraban los discípulos de antaño, y lo que debemos orar nosotros. Señor, por favor, no me des demasiadas riquezas, no sea que me vuelva orgulloso y autosuficiente; y por favor, tampoco me des muy pocas, no sea que me desespere y deje de confiar en ti. O: «Padre, te ruego que me mantengas alejado de las fiestas en las que bebo, no sea que pierda el control de mi mente y diga cosas que profanen tu nombre». O: «Padre, no me dejes ver cosas en la playa este verano que lleven mi mente al pecado, porque no tengo el poder para resistir las tentaciones de la carne».
Conclusión
Dios nos da muchas cosas buenas para que las disfrutemos. Debemos reconocer que nuestros corazones y mentes son pecaminosos, que somos vulnerables a las artimañas de Satanás. Por eso debemos orar, sin cesar, para que el Señor nos libre de los ataques de Satanás. Del mismo modo, cuando caemos en la tentación, debemos pedir al Señor que nos libre del maligno.
Mientras oramos, podemos creer que el Dios que es nuestro Padre, por amor a Jesús, ha vencido al maligno. ¡No oramos en vano!
- La oración – Es cierto – 1
Los doce discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar. En su gracia el Señor les dio la instrucción que buscaban. Luego Jesús añadió estas palabras: «Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá». Y: «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?». (Lc 11:9 ss.).
Esta promesa de nuestro Salvador exige una réplica por nuestra parte. Damos esa respuesta cuando añadimos a nuestras oraciones la pequeña palabra «Amén».
Significado
La palabra «amén» aparece con frecuencia en la Biblia. Por ejemplo, los levitas recibieron instrucciones en Deuteronomio 27 de declarar que cualquier hombre que cometiera tal o cual pecado debía ser maldecido, y al pueblo que escuchaba se le ordenó –no menos de 12 veces– contestar con esa palabra «Amén». Uno se pregunta: ¿qué significaba este «Amén»? (cp. aquí también Nm 5:22; Neh 5:13).
Observamos que este «Amén» era la respuesta del pueblo a las palabras pronunciadas por los levitas, era una réplica que se les ordenaba expresar. Esto ya nos dice que la palabra expresa la reacción que Dios quería que el pueblo tuviera ante estas maldiciones. ¿Cuál debía ser esta reacción del pueblo? Obviamente, la palabra «amén» no pretendía transmitir simplemente la idea de que el pueblo aceptaba las maldiciones por los posibles pecados, como si este amén equivaliera simplemente a «de acuerdo, vale, lo aceptamos». El significado del término es mucho más profundo que eso.
La palabra «Amén» en el fondo no es una palabra en nuestro idioma; es hebrea. En nuestras Biblias la palabra no ha sido traducida. En realidad, la palabra significa «creer». Una vez se le dijo a Abram que tendría un hijo. Sin embargo, con el paso de los años no se le concedió ningún hijo. Llegó el día en que Abram llevó su preocupación a Dios. Dios, a su vez, respondió llevando a Abram afuera y mostrándole las estrellas, y luego añadió estas palabras «así [de numerosa] será tu descendencia» (Gn 15:5). Luego leemos estas palabras: Abram «creyó a Jehová». El hebreo dice «Amén»; Abram dijo «amén» al Señor. Observamos que Abram no se limitó a creer que existía un Dios; Abram más bien aceptó como verdad y como hecho la promesa que Dios acababa de pronunciar. Con la palabra «amén», Abram indicó su convicción de que Dios ciertamente haría lo que acababa de decir que haría. Aquí recibimos una pequeña muestra de lo que significa «Amén»; con esta palabra uno expresa su convicción de que lo que el orador anterior ha dicho seguramente se cumplirá.
Este es el significado de la palabra «Amén» que debemos tener en mente al leer Deuteronomio 27. El pueblo tenía que decir «Amén». Tenía que hacerlo no para indicar su simple consentimiento de que las maldiciones cayeran sobre la desobediencia. Más bien, con la palabra «Amén» el pueblo debía confesar su fe, expresar su convicción sincera de que Dios ciertamente haría lo que había prometido hacer. Dios hizo una promesa a Abram en Génesis 15 sobre los hijos; y Abram respondió a esa promesa creyendo en ella, considerando esas palabras como ciertas y verdaderas: Dios ciertamente haría lo que dijo que iba a hacer. Dios hizo una promesa a Israel en Deuteronomio 27 sobre las maldiciones; Israel debía responder a esa promesa creyéndola, manteniendo esas palabras como ciertas y verdaderas: Dios sin duda haría lo que dijo que iba a hacer.
Es el mismo significado de la palabra «Amén» el que debemos tener en cuenta cuando la encontramos en otras partes de las Escrituras. Dios le dijo a Jeremías que hablara al pueblo de Israel de la redención que Dios les había dado de Egipto, que hablara también de la maldición que iba a caer sobre toda persona que no escuchara las palabras del pacto de Dios. La respuesta de Jeremías a estas palabras de Dios fue: «Amén, Señor» (Jer 11:5). En otras palabras: «Señor, acepto como cierta y verdadera esta palabra que ha salido de tu boca; creo que con toda certeza traerás tu maldición sobre cualquiera que se niegue a escuchar tu voz».
Confesión de fe
Sin embargo, la palabra «Amén» no se usa solo para indicar la respuesta de una persona o pueblo a las maldiciones de otro. La palabra se usa también como respuesta a las palabras de alabanza que uno acaba de oír. Cuando David llevó el arca de Dios a Jerusalén, entonó este cántico:
«…Sálvanos, Oh Dios nuestra salvación…,
para que confesemos Tu santo nombre,
y nos gloriemos en tus alabanzas.
Bendito sea Jehová, Dios de Israel,
de eternidad a eternidad».
La respuesta del pueblo es ésta «y todo el pueblo dijo Amén» (1Cr 16:35 ss.). En otro lugar leemos estas palabras “Bendijo entonces Esdras a Jehová, Dios grande. Y todo el pueblo respondió: ¡Amén!, ¡Amén! …». (Neh 8:6).
Aquí hay alabanza a Dios, y en ambos casos los que escuchan estas palabras de alabanza expresan su «Amén», y así manifiestan su convicción de que Sí, es verdad, Dios ha de ser bendecido desde la eternidad hasta la eternidad, el Señor es el gran Dios. Este «Amén» es de nuevo una confesión de fe; los oyentes profesan que las palabras pronunciadas son verdaderas y lo serán siempre, Dios es bendito y es grande ahora y siempre. «Amén».
El Nuevo Testamento es lo mismo
Del mismo modo, las conocidas palabras de Romanos 11:
«porque de Él, y por Él y para Él son todas las cosas, a
Él sea la gloria por los siglos. Amén» (v. 36; cp. Ro 9:5;
Gal 1:5; Ef 3:21; etc.).
Piensa también en las palabras de Apocalipsis 5:
«…y a todo lo creado… oí decir:
Al que está sentado en el trono, y al Cordero,
por los siglos de los siglos, sea la alabanza,
la honra, la gloria y el poder.
Al que está sentado en el trono, y al Cordero,
por los siglos de los siglos y los cuatro seres
vivientes decían Amén» (v. 13 ss.).
Una y otra vez se hace una declaración sobre la grandeza y la gloria de Dios, y repetidamente la palabra «Amén» sigue a esas palabras de alabanza, la sigue para dar expresión a nuestra fe de que Sí, esas palabras de alabanza son ciertas, son correctas; creo que Dios es grande, todo glorioso.
Conclusión
Esta palabra «Amén», es. la que pronunciamos al final de nuestras oraciones. ¿Qué afirmamos, pues, con esa palabra? El significado bíblico de la palabra no nos permite pensar que el término signifique algo así como «este es el final de mi oración». En cambio, su significado bíblico implica que con esta palabra «Amén» al final de nuestra oración estamos profesando nuestra fe, estamos expresando nuestra convicción de que las palabras que acabamos de orar se cumplirán.
- La oración – Es cierto – 2
Según el sermón del monte, fue Jesús mismo quien nos dijo que concluyéramos nuestras oraciones con la palabra «Amén» (Mt 6:13). En otras palabras, fue Jesús quien nos dijo que confesáramos, al final de nuestras oraciones, la convicción de que Dios hará lo que ha dicho que hará.
Sin embargo, la verdad es que esta interpretación de la palabra «Amén» al final de nuestras oraciones nos plantea algunos problemas. La idea de que alguien pronuncie palabras de alabanza a Dios y luego diga «Amén», «creo que Dios es verdaderamente Dios», sí, es comprensible. Pero nuestras oraciones no son simplemente acción de gracias y alabanza; nuestras oraciones, según el mandamiento de Cristo mismo, incluyen también muchas peticiones. Y ahí es donde tenemos un problema. ¿Qué significa «Amén» después de haber presentado a Dios una serie de peticiones? ¿Acaso esa palabra en este momento también da voz a nuestra sincera creencia de que las palabras pronunciadas son ciertas y verdaderas?; ¿Hará Dios sin duda lo que le hemos pedido? No, eso nos parece bastante descabellado; no nos sentimos cómodos estando convencidos de que obtendremos lo que pedimos. De hecho, a lo largo de nuestra vida hemos pedido mucho, y ciertamente no hemos recibido todo lo que pedíamos. Así que no estamos tan seguros de que la palabra «Amén» al final de nuestras oraciones sea realmente una confesión de nuestra convicción de que Dios escucha y responde…
Dios da lo que prometió dar
Hemos de tener claro en nuestras mentes y corazones que la palabra «Amén», es y sigue siendo una profesión de fe, de fe en Dios también en nuestras oraciones. Esto puede ser obvio para nosotros en las oraciones de alabanza, pero es igualmente cierto en las oraciones que se componen principalmente de peticiones.
¿Por qué? Con la palabra «Amén», en el contexto de una oración de petición, expresamos nuestra convicción de que Dios nos dará lo que pedimos. Expresamos la convicción de que Dios nos dará lo que pedimos porque Dios ha prometido darnos lo que pedimos. Con esa palabra «Amén» al final de nuestras oraciones, estamos respondiendo a la promesa de Dios de responder a nuestras peticiones. Con esa palabra «Amén», estamos expresando nuestra fe en que Dios responderá a nuestras oraciones como lo ha prometido, lo hará en las circunstancias específicas en las que nos encontramos.
Antes de que apartes este papel con incredulidad, antes de que protestes porque Dios definitivamente no te ha dado todo lo que has pedido, permíteme recordarte las palabras de Jesús en Lucas 11. Jesús dijo:
«Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (v. 9 ss.).
El lenguaje de Jesús es claro: pedid y se os dará. Pero, el Señor no quiere que pidamos cualquier cosa ni todo lo que pueda apetecer a nuestras mentes pecaminosas. Esas palabras sobre pedir y recibir fueron pronunciadas en un contexto específico, y ese contexto es el del versículo 1: los discípulos le pidieron a Jesús que les enseñara a orar, petición a la que Jesús respondió con el Padre Nuestro. Pero Jesús hizo algo más que decir a sus discípulos qué peticiones debían llevar ante Dios; Jesús también les dijo que orasen con confianza, que orasen con la convicción de que Dios les daría lo que le pedían. De ahí esa parábola sobre el amigo que llega a medianoche (Lc 11:5-8), que con toda seguridad se levantará y le dará lo que necesite, y la lección para los discípulos: «Y yo os digo: pedid, y se os dará» (v. 9).
No, los discípulos no debían pedir cualquier cosa y esperar obtenerla; los discípulos debían pedir las cosas que Jesús les ordenó pedir en el Padre Nuestro. La promesa del Salvador en Lucas 11 es que todo lo que se pida a Dios de acuerdo con el Padre Nuestro será ciertamente concedido; todo lo que entre dentro del marco de esas peticiones, el Padre celestial ciertamente lo concederá a sus hijos.
Así pues: las peticiones que Jesús ordena a sus hijos que oren son algo más que peticiones; las peticiones del Padre Nuestro son también promesas, promesas de que Dios concederá esas cosas concretas a quienes se las pidan. Esa es la noción de la que nos hacemos eco cuando decimos «Amén» al final de nuestras oraciones. Con esa palabra expresamos nuestra sincera convicción, nuestra fe, en que Dios concederá con seguridad las cosas que nos mandó pedir. Nos dijo que pidiéramos el pan de cada día, así que pedimos el pan de cada día convencidos de que Dios nos lo dará. Por eso decimos «Amén»; confesamos la convicción que Dios hará lo que ha dicho que hará.
Dios es el «Amén»
¿Por qué podemos estar tan convencidos de que Dios nos dará lo que le pedimos, de que nos dará lo que prometió darnos? Eso se debe a quién es Dios. Jesús dijo de sí mismo yo soy «el Amén» (Ap 3:14). Y el sentido de ese título es que toda palabra pronunciada por Jesucristo es creíble; todo lo que Él dice que hará, ciertamente lo hará. Fue precisamente con esa verdad con la que Jesús trabajó una y otra vez en su ministerio público; en repetidas ocasiones llamó la atención sobre sus palabras diciendo «de cierto, de cierto os digo» (cp. Jn 16:23). O, como Jesús dijo realmente en el original: «Amén, amén os digo». Él era creíble. Y, por eso, las palabras que pronunció en Lucas 11 también son creíbles; podemos aceptarlas como verdaderas y seguras, podemos esperar recibir lo que pedimos simplemente porque Jesús dijo que Dios daría lo que pedimos.
En este contexto debemos recordar que las muchas promesas que Dios había hecho a Israel en el pasado, promesas de bendiciones y promesas de maldiciones, se cumplieron todas en última instancia en el Hijo, Jesucristo. Como se había prometido en el Antiguo Testamento, Él vino a pagar por el pecado, a ser rechazado por Dios, a sufrir la ira infernal de Dios, a morir. Aunque no fue fácil para el Padre entregar a su muy amado unigénito Hijo para el sufrimiento de la cruz, lo entregó, lo envió, ¿por qué?, porque así lo había prometido. Cristo mismo es, en definitiva, la prueba de que Dios es verdadero (Is 65:16), de que su palabra es creíble, de que hará lo que dijo que haría. Dios había prometido al Cristo hacía mucho tiempo, e hizo lo que dijo que haría. Por eso el apóstol Pablo puede decir de Jesús: «Porque todas las promesas de Dios son en Él sí, y en Él Amén» (2Co 1:20).
Creemos que Dios ha cumplido su Palabra, ha enviado a su Hijo al mundo para expiar nuestros pecados, para reconciliarnos con Dios, para hacernos hijos de Dios. Pero si –como dice Pablo– Dios «…no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas?» (Ro 8:32). Esa es la promesa que tenemos, una promesa que viene de la boca de Dios tan ciertamente como aquella promesa sobre los hijos para Abram vino de la boca de Dios. Abram creyó en la palabra del Señor, dijo «Amén» a esa palabra; a nosotros nos corresponde hacer lo mismo, creer en su promesa, decir «Amén» a esas promesas. ¿Prometió el pan de cada día? Entonces creemos la promesa. Pediremos el pan de cada día, y tan pronto como lo hayamos pedido diremos «Amén», confesaremos nuestra convicción de que con seguridad recibiremos el pan de cada día que necesitamos, definitivamente recibiremos todo lo que necesitamos para vivir para Dios y su gloria. Lo diremos porque estamos convencidos de que Dios va a cumplir su promesa, me va a dar lo que le pida. Después de todo, Él es Dios, mi Padre por amor de Cristo.
Aliento reconfortante
¿Tenemos la seguridad de que nuestras oraciones serán escuchadas, de que Dios responderá? ¿O nuestras oraciones del pasado han sido en realidad una pérdida de tiempo? Basándonos en lo que Dios ha dicho en su Palabra, estará claro que no, nuestro tiempo en oración no ha sido tiempo perdido; es más, nuestras oraciones son escuchadas; a menos, por supuesto, que pidamos a Dios cosas que no debíamos pedir en primer lugar. Lo que ponemos ante el trono de Dios con respecto a nuestras circunstancias personales, lo que ponemos ante Dios con la petición de que a través de nosotros en nuestras circunstancias su nombre sea santificado, través de nosotros en nuestras circunstancias se haga venir su reino, a través de nosotros en nuestras circunstancias, su voluntad sea hecha; el pan de cada día que pedimos a Dios para que en nuestras circunstancias podamos hacer su voluntad para su mayor gloria, el perdón que pedimos por nuestros pecados personales, la liberación que pedimos en nuestras circunstancias concretas de las tentaciones de Satanás para que podamos recibir el perdón, recibir el pan de cada día, hacer la voluntad de Dios, y así hacer que venga su reino para su mayor gloria; ¡estas muchas peticiones siempre son escuchadas! Por amor a Jesús, nuestro Padre celestial presta oídos a cada una de esas peticiones, las escucha y responde.
Es cierto que puede que no responda a nuestras peticiones de la manera que nos gustaría. Pero los caminos de Dios son más altos que nuestros caminos, y por eso debemos creer que Él escucha y responde.
Sí, eso nos da mucho ánimo para seguir orando. La promesa de Dios permanece firme, así que con confianza llevemos nuestras peticiones a Dios, con confianza trabajemos con las promesas que Él ha dado, y creamos sin sombra de duda que el Padre escucha a sus hijos y definitivamente nos da lo que Él ha prometido dar.
Dios lo ha prometido. Y así lo creo. «¡Amén!»
[1] N. del T. se refiere a un producto comercial norteamericano que se emplea para eliminar moho.