Estudios de doctrina cristiana basados en el Catecismo de Heidelberg
Estudios de doctrina cristiana basados en el Catecismo de Heidelberg
4 de febrero de 2016
Rev. Valentín Alpuche
Nuestro único consuelo
Día del Señor 1
Pregunta 1: ¿Cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte?
Respuesta: Que yo, con cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, no soy dueño de mi vida, sino que pertenezco a mi fiel Salvador Jesucristo, quien con su preciosa sangre ha satisfecho completamente por todos mis pecados, y me ha redimido de todo el poder del diablo; y me preserva de tal manera que sin la voluntad de mi Padre celestial ni siquiera un solo cabello de mi cabeza puede caer; antes bien, todas las cosas tienen que funcionar conjuntamente para mi salvación. Por esa razón, por su Espíritu Santo, Él también me asegura la vida eterna, y me dispone y prepara de todo corazón para vivir de ahora en adelante para Él.
Pregunta 2: ¿Cuántas cosas son necesarias que tú conozcas para que puedas vivir y morir felizmente en este consuelo?
Respuesta: Tres cosas: primero, la grandeza de mi pecado y miseria. Segundo, cómo soy redimido de todos mis pecados y miseria. Tercero, cómo debo agradecer a Dios por su redención.
Nuestro Catecismo inicia preguntando: “¿cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte?”
- La misma pregunta nos dice que el consuelo del cristiano es “único”, es decir, es un sólo consuelo numéricamente hablando. El cristiano no tiene dos o más consuelos, sino fundamentalmente tiene un consuelo.
- Pero además, el consuelo del cristiano es único, es decir, singular, único en su clase; no hay otro consuelo como el consuelo del cristiano. La naturaleza del consuelo es única; sus características son singulares y distintivas; no hay otro consuelo que se parezca a él y mucho menos que lo iguale.
Estos dos aspectos fundamentales del consuelo cristiano se fundamentan en la naturaleza misma de Dios. Dios es uno y no hay otro dios como Él. “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es” (Deuteronomio 6:4). ¿Puede haber dos dioses verdaderos y eternos? Claro que no. ¿Puede haber otro dios como el Dios de la Biblia? Claro que no. Consecuentemente, el consuelo que Dios imparte al creyente en base a la obra perfecta de su Hijo y por la obra de aplicación del Espíritu Santo es sólo uno y único en su clase.
Pero además, la pregunta nos dice que este consuelo lo tiene el cristiano “tanto en la vida como en la muerte”. Es decir, es un consuelo que el verdadero cristiano ya disfruta en esta vida y que no se acaba con la muerte, sino que lo sustenta a la hora de la muerte y va con él más allá de la muerte. Es un consuelo tanto temporal como eterno.
- Es temporal porque Dios lo aplica al creyente en el tiempo, y
- Es eterno porque procede de Dios que también es eterno. Así pues, la expresión “tanto en la vida como en la muerte” significa que es un consuelo eterno experimentando ya en esta vida temporal.
Todo esto equivale a decir que el cristiano no debe ni tiene que buscar otro consuelo aparte de su consuelo en Cristo. El consuelo de Dios en Cristo por la obra del Espíritu Santo es un consuelo perfecto y completo.
- Es un consuelo que no admite perfeccionamiento (porque es perfecto)
- ni componentes adicionales porque es completo, es decir, todo suficiente y exhaustivo.
Por ello el apóstol Pedro dijo en Hechos 4:12 así: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”. Así como no se puede encontrar en toda la creación de Dios otro Salvador aparte de Jesucristo, así tampoco no podemos encontrar otro consuelo como el consuelo que el cristiano tiene en Jesucristo.
Pero la respuesta todavía está pendiente: ¿Cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte? El instructor del Catecismo inicia de una manera singular. Dice: “Que yo”. Así es, el tono de la respuesta es profundamente personal. Es decir, atañe directamente a la persona. No es un consuelo abstracto, indefinido o ambiguo, sino específico, definido y conciso que el yo puede experimentar.
Esto sugiere que el consuelo del cristiano es uno que solamente el verdadero creyente puede experimentar en su vida misma. Y lo puede experimentar porque este consuelo proviene de un Dios que también es personal. Proviene del Padre celestial por medio de su Hijo Jesucristo y por la aplicación del Espíritu Santo. Es un consuelo experimentado por todos y cada uno de los creyentes.
Pero aunque este consuelo es experimentado y poseído por el cristiano de una manera personal, el cristiano lo experimenta y lo posee como parte o miembro del cuerpo de Cristo, de la familia de Dios, de la iglesia de Dios, como miembro de la congregación. No es un consuelo que experimenta individualistamente, aparte e independientemente del cuerpo de Cristo, de sus hermanos y hermanas en Cristo. No. Dios no da su consuelo sino solamente a su iglesia, a su cuerpo, a su familia. Lo da al creyente de manera personal, pero como miembro de su iglesia. La iglesia es el cuerpo de Cristo, del cual cada verdadero creyente es también miembro (Efesios 4:25; 1Corintios 12:27).
Esta idea personal y comunal del consuelo cristiano sugiere que ningún verdadero cristiano podrá experimentar de una manera salvífica y plena el consuelo si no es miembro de la iglesia, si no es parte de la familia de Dios, y peor aún, si piensa que no necesita del cuerpo de Cristo. El instructor de Heidelberg:
- no promueve un cristianismo aislado y personalista,
- sino un cristianismo comunitario, corporativo, familiar, congregacional.
Esto es muy importante de remarcar debido a que en nuestro tiempo se suele promover un estilo de vida cristiano aparte de la iglesia, aparte del pueblo de Dios; un cristianismo egocéntrico e individualista. El verdadero cristiano sabe que esa no es la vía bíblica para experimentar el consuelo divino en su vida.
La respuesta continúa diciendo: que yo “con cuerpo y alma”. Esta expresión es también muy importante de entender.
- En primer, lugar sugiere que el consuelo cristiano permea no solamente ciertos aspectos o áreas de la persona, sino toda la persona. Es un consuelo exhaustivo, global, abarcador de toda la personalidad del creyente. Así pues, el cristiano no puede argumentar que solamente en su lado espiritual experimenta el consuelo, como si su cuerpo material entonces no fuese influenciado por él. No. El consuelo cristiano penetra toda la personalidad del creyente, tanto su aspecto externo como interno, tanto lo espiritual como lo material en su persona, tanto los momentos subjetivos y objetivos.
- Junto a esta influencia total en la vida del creyente también, y como consecuencia de la misma, debemos afirmar que el consuelo del cristiano debe reflejarse y dirigir todas las actividades del cristiano en todas las áreas de su vida tal y como se desenvuelve en la vida cotidiana. El creyente no hace actividades más santas que otras, ni es más santo en ciertos momentos que en otros, al grado de partir su vida en aspectos sagrados y aspectos profanos. Definitivamente no. Debido a que Dios es el Creador de toda su vida, y debido a que el consuelo divino permea la totalidad de la vida del cristiano, entonces todas las actividades del creyente son afectadas e influenciadas por el consuelo divino. Somos santos, por ejemplo, en la iglesia el domingo en la mañana como en cualquier día de la semana laboral. Experimentamos el consuelo divino cuando oramos, pero también cuando estamos criando las vacas, los cerdos, o arando la tierra, o realizando un proyecto en la oficina. Esto es lo que podemos deducir de 1Corintios 10:31 cuando el apóstol Pablo dijo: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios”.
El Catecismo, fundamentando como siempre en la Biblia, continúa respondiendo y dice: “no soy dueño de mi vida, sino que pertenezco a mi fiel Salvador Jesucristo”. Aunque cada pensamiento contenido en esta primera pregunta y respuesta es significativo y relevante para el entendimiento del consuelo cristiano, sin embargo, hay una idea directriz, o un pensamiento central, fundamental y esencial en esta respuesta. Y el instructor nos está llevando al meollo del asunto cuando dice espléndidamente que “pertenezco a mi fiel Salvador Jesucristo”. He aquí el núcleo, el meollo, la esencia del consuelo cristiano.
Es un consuelo que concierne a ser propiedad exclusiva de Jesucristo. Eso es lo que se trasluce en el verbo “pertenezco”. Es un término tomado de la Biblia, la cual lo emplea dentro del contexto del mundo de la esclavitud en el que los amos eran los propietarios de los esclavos y éstos eran, por consiguiente, de su propiedad. Ellos pertenecían absolutamente a sus amos. Su naturaleza, su carácter distintivo y esencial como esclavos era que pertenecían a sus dueños o amos; que eran propiedad exclusiva de ellos. Trasladado al ámbito espiritual y de la salvación, el verbo “pertenecer” adquiere un significado analógicamente más profundo y penetrante: el hombre sin Cristo es propiedad de Satanás; es hijo de su padre el diablo; está al servicio del pecado y del padre de la mentira. Su pertenencia al diablo es radical y absoluta; no puede, en ninguna manera, auto-rescatarse. Necesita irremediablemente que alguien más lo rescate para dejar de ser propiedad del diablo.
Y es aquí donde entra en juego la indispensable obra de Jesucristo, el Rescatador. Él ha rescatado al cristiano de las garras del diablo; de la cárcel del pecado; de su amo quien lo poseía completamente. Y debido al rescate de Cristo, es que ahora y solamente de esa manera, el cristiano tiene un nuevo propietario; ahora es propiedad de un nuevo Amo. Su libertad del amo anterior se debe exclusivamente a su Rescatador. Él no hizo nada que mereciera ser rescatado. Por todo ello, el verdadero cristiano sabe que ahora no es dueño de su vida (porque en realidad nunca lo fue), sino que ha entrado a un nuevo estado y condición, a una nueva relación; ahora pertenece en cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, a su fiel Salvador Jesucristo.
Es en vista de este rescate y nuevo Amo; en vista de su nueva pertenencia, de su nuevo Propietario, que las siguientes bases bíblicas fundamentan y confirman la nueva realidad salvífica del creyente. Romanos 14:7-8 dice: “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos”. Y luego 1Corintios 6:19 dice: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” Y finalmente 1Corintios 3:21-23 dice: “Así que, ninguno se gloríe en los hombres; porque todo es vuestro: sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo porvenir, todo es vuestro”. Y remata diciendo: “Y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios”. Así es, somos de Cristo, lo cual equivale a decir que pertenecemos a Cristo. Y una vez perteneciendo a Cristo, nada ni nadie nos podrán arrebatar de su propiedad. Si cuando éramos esclavos del pecado y de Satanás no podíamos salvarnos a nosotros mismos, de una manera semejante ahora siendo esclavos de Cristo nadie nos podrá separar de su amor. De allí la relevancia de Romanos 8:37-39.
Pero, ¿el cristiano realmente puede confiar en que su consuelo de pertenencia durará para siempre? La respuesta del catecismo es contundente: “Quien con su preciosa sangre ha satisfecho completamente por todos mis pecados, y me ha redimido de todo el poder del diablo”. Esta respuesta expresa de una manera singular la seguridad del rescate del cristiano, como también la manera en que se llevó a cabo. Dice: “quien con su preciosa sangre”. Significa que nuestro nuevo Amo, Cristo Jesús, para rescatarnos, derramó su sangre; significa que murió para rescatarnos, que fue Él y no otro, quien se sacrificó por nosotros. ¿Cómo? ¿Para rescatarme murió por mí? Así es. Ofreció su misma vida por nosotros.
Además, el instructor de Heidelberg dice que su entrega a la muerte por mí fue completamente eficaz para nuestro rescate ya que “ha satisfecho completamente por todos mis pecados”, en otras palabras, pagó el precio total de la deuda de nuestros pecados, al grado que nosotros ya no tenemos que pagar nada. Todo lo hizo Cristo por nosotros. Consecuentemente, Cristo por su muerte y satisfacción total y eficaz “me ha redimido de todo el poder del diablo”. Como seres humanos siempre tenemos miedo a las represalias, a la venganza. Huimos, nos escondemos de alguien que se quiere vengar de nosotros y quitarnos la vida. Pero cuando Cristo nos rescató, le pisó la cabeza al diablo para que nunca más venga y nos robe de la propiedad de Jesucristo. Fue un rescate eficaz, como dice el bello himno. Ya no le tememos porque Cristo es más fuerte que él; aunque se quiere vengar, ya no puede; aunque nos quiera raptar o secuestrar para llevarnos de nuevo a su dominio, ya no puede. En Cristo tenemos un rescate seguro y perfecto; en Cristo tenemos una salvación perfecta; en Cristo tenemos seguridad de salvación. Cristo apareció precisamente para destruir todas las obras del diablo (1Juan 3:8).
Pero el rescate eficaz, la salvación eficaz y segura de Cristo implica algo más. Implica que ya siendo salvos, el permanecer en nuestro nuevo estado y condición de salvación depende de Él mismo y no de nosotros. La obra de Cristo es tal que no nos permite pensar que después que Él nos salvó, ahora nos corresponde a nosotros mantenernos por nuestros propios esfuerzos en la salvación; ahora nos corresponde por nuestras propias obras asegurar la salvación. Para nada. Lejos está el Catecismo de comunicar esa idea. Más bien dice a continuación: “Y me preserva de tal manera que sin la voluntad de mi Padre celestial ni siquiera un solo cabello de mi cabeza puede caer”. La expresión “me preserva” va al punto de la seguridad de la salvación. Es Cristo mismo, junto con su Padre celestial, quien preserva al creyente en el estado de gracia, en la salvación. En ningún momento nos preservamos a nosotros mismos para ser salvos.
Debido a que Dios nos preserva es que nosotros podemos perseverar. Preservar y perseverar no son sinónimos, aunque muchas veces los cristianos malentienden la obra de salvación, debido a que suprimen la obra divina de preservación para realzar desmedidamente su perseverancia. El creyente persevera en la salvación, sigue siendo salvo porque Dios lo preserva salvo. No perseveramos, no insistimos en ser cristianos, no continuamos ni persistimos en la vida cristiana para asegurar la salvación. Sino que perseveramos porque Dios nos preserva en la salvación. Esta bella y consoladora idea de la preservación divina es la que denota Mateo 10:29-30: “¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre. Pues aun vuestros cabellos están todos contados”. Si Dios cuida de una manera meticulosa de los pajarillos, ¿no cuidará de manera perfecta de nuestra salvación? ¿Acaso los pajarillos están más seguros en las manos de Dios que la salvación del creyente? Jesús realiza una comparación de algo de menos valor a algo de más valor. Es más valioso que las aves nuestra salvación porque Cristo mismo derramó su preciosa sangre por nosotros. Por ello, estemos seguros de que el que no escatimó ni a su propio Hijo, también nos va a preservar en la tan grande salvación que nos ha regalado.
Este tema de la seguridad de la salvación en el Catecismo de Heidelberg es muy importante; diría yo, fundamental. Es más, si no hay seguridad de salvación, todo el edificio doctrinal del Catecismo colapsa, ya que el instructor labora basado en la premisa fundamental de la seguridad de la salvación. ¿Y por qué el catecismo hace tanto énfasis en la seguridad de la salvación? Porque la Biblia lo hace. En base a la Biblia es que la última parte de la respuesta dice: “Por esa razón, por su Espíritu Santo, Él también me asegura la vida eterna, y me dispone y prepara de todo corazón para vivir de ahora en adelante para Él”.
No perdamos de vista el balance bíblico y armonioso de la obra respectiva de cada una de las tres personas de la Trinidad. Si Dios Padre no hubiera enviado a su Hijo Jesucristo, no hubiésemos sido rescatados del poder del diablo. Pero de la misma manera, sin la obra del Espíritu Santo la salvación realizada y obtenida por Cristo para nosotros la perderíamos en cualquier momento. De principio a fin la gloria es para Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo en la obra de la salvación. Esto es lo que leemos en 2Corintios 1:21-22: “Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió es Dios, el cual también nos ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones”. Así es, el Espíritu Santo es las arras, o sea, la garantía de la salvación del creyente. De allí también lo fundamental de Romanos 8:16 para el entendimiento de la seguridad de la salvación como una obra del Espíritu Santo que dice: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”.
Ante este magnífico consuelo, como todos los beneficios que se derivan de él, ¿cuál debe ser la postura del creyente? ¿Debemos regocijarnos en lo que poseemos y disfrutarlo solamente? ¿O debemos ser agradecidos e impulsados a vivir una vida llena de gratitud y de buenas obras en virtud de dicho consuelo? La respuesta la tenemos al final de la respuesta cuando dice: “y me dispone y prepara de todo corazón para vivir de ahora en adelante para Él”. Así es, la obra del Espíritu es tal que no solamente asegura mi salvación, sino que además me da la disposición y capacitación para que ahora viva una nueva vida. Una nueva vida en el consuelo divino. Una nueva vida vivida en base a este consuelo. Una nueva vida producto, resultado, consecuencia del consuelo divino.
De este modo, nuestra nueva vida recibe su fuerza, su empuje, su impulso no del creyente mismo, sino de Dios, particularmente del Espíritu Santo, quien nos asegura que dicho consuelo será siempre nuestro, como también nos dispone a vivir una vida de servicio saturada de gratitud. El que conoce su consuelo, el que ha experimentado la perfecta salvación en Cristo, no puede sino vivir en gratitud para Él. Vivir en gratitud por el consuelo que tenemos en Cristo significa que todo lo que hagamos y digamos será para demostrar que ya somos salvos y deseamos respetar, honrar, glorificar y agradecer a Dios por ese consuelo. No será para conseguir el consuelo; no será para ganar o asegurar la salvación, sino para vivir una vida llena de gratitud y de servicio para la gloria de Dios. El verdadero cristiano labora fundamentado en la realidad de poseer ese consuelo por la gracia de Dios, labora presuponiendo que ya es salvo, no para ganar su salvación.
Si ahora está en Cristo, el creyente sabe que no hay ninguna condenación para él; sabe que su salvación está asegurada y sabe que en nada puede perfeccionar o complementar dicha salvación (Romanos 8:1).
En conclusión: el consuelo del creyente es dado por Cristo a él; no es un mero sentimiento interno, o una imaginación subjetiva de algo que lo calma o que experimenta, pero que solo existe en sus pensamientos, sentimientos o emociones. No. Es un consuelo objetivo, que existe aparte del cristiano y que le ha sido dado por Dios Padre en la persona de su Hijo Jesucristo por medio de la aplicación del Espíritu Santo. Es un consuelo, entonces, que fortalece, anima, exhorta, asegura, y dispone para vivir para la gloria de Dios. Es un consuelo que da esperanza, alegría, certeza, dirección, disponibilidad y decisión para vivir para Dios. Es un consuelo que permea toda la vida y la controla completamente. Este consuelo así es único, singular, exclusivo, no hay otro como él. El cristiano verdadero sabe que por medio de la fe en Cristo ya lo posee, y no osará de ninguna manera intentar buscarlo en otra parte o en alguien más. El verdadero cristiano no compartirá su consuelo con otros consuelos para así asegurarse de ser salvo. Para nada. Su consuelo es auto-suficiente, exhaustivo, global, completo y perfecto. Su consuelo es que no es dueño de su vida, sino que pertenece a su fiel Salvador Jesucristo.
Es en base a esta realidad del consuelo, que el catecismo ahora procede a preguntar: “¿cuántas cosas son necesarias que tú conozcas para que puedas vivir y morir felizmente en este consuelo?” Esta pregunta nos conduce a la importancia de conocer quiénes somos, quién nos puede salvar y qué debemos hacer después de ser salvos. Es una pregunta que nos empuja a cultivar el entendimiento a fin de entender y conocer quiénes somos y quién es Dios que ha actuado en nuestra vida. No nos aleja de indagar e inquirir, sino todo lo contrario, nos exhorta a asegurarnos por medio de nuestro intelecto santificado ahora por el Espíritu Santo para conocer nuestro consuelo en Cristo.
Debemos observar que no son muchas las cosas que fundamentalmente necesitamos conocer para disfrutar a plenitud nuestro consuelo. No es un conocimiento meramente intelectual o cumulativo de datos tras datos hasta que finalmente podemos comprender nuestro consuelo. No. Es un conocimiento santificado, revelado por Dios mismo en la Biblia, un conocimiento experiencial, por así decirlo. Es un conocimiento que cada creyente debe experimentar en la persona de Jesús.
El catecismo responde así: “Tres cosas: primero, la grandeza de mi pecado”. Es decir, cada cristiano debe saber que es un pecador delante de Dios, sin esperanza aparte de Cristo. Que nuestra naturaleza está contaminada por el pecado en todas sus partes, y por ello somos culpables delante de Dios quien es tres veces santo y que no puede tolerar el pecado. Cuando, y solo cuando conocemos que somos pecadores y que Dios odia el pecado y lo va a castigar severamente, es que vamos a reconocer la urgencia de encontrar a Alguien que nos perdone y limpie de nuestro pecado. Desconocer el pecado implica desconocer a Cristo porque Él no vino a llamar a justos, a santos, al arrepentimiento, sino a pecadores. Mientras más nos percatamos de cuán grande es nuestro pecado, más humildes seremos y más amaremos a Jesús por habernos salvado y amado inclusive a pesar de nuestra naturaleza pecaminosa.
En segundo lugar, el catecismo dice: “cómo soy redimido de todos mis pecados y miseria”. De nada serviría saber cuál es la enfermedad que nos aflige, pero desconocer el tratamiento eficaz para curarnos. Asimismo, sirve de muy poco conocer nuestra enfermedad, saber que urgentemente necesitamos un tratamiento eficaz, pero saber que ese tratamiento está fuera de nuestro alcance o que simplemente no existe. ¿No ha oído de tantos casos de enfermedades que son incurables? Es más, en muchos casos las personas enfermas de enfermedades incurables, de hecho, optan por suicidarse de una manera u otra. Mueren en su dolor, en su enfermedad sin tener ni saber nunca el tratamiento para sanarse. ¿Acaso no es triste esa realidad de morir sin esperanza alguna?
En el caso del ser humano, Dios en su misericordia no solamente nos ha revelado que estamos fatalmente enfermos, sino que nos ha dado a conocer también el gran remedio. El único remedio, de hecho. No hay otro como dicho remedio. Nos ha revelado cómo es que podemos ser redimidos, rescatados de nuestros pecados y la miseria consecuente. Una cosa es el pecado que nos condena, y otra es la miseria que el pecado deja en nosotros para siempre sin Cristo. Nuestro estado culpable es deprimente y lamentable, pero además significa vivir en una condición miserable sin Dios y sin esperanza en el mundo.
Pero todo cambia cuando por la obra del Espíritu Santo, nuestros corazones son despertados a la realidad de nuestro Señor Jesucristo quien vino a rescatar precisamente a pecadores como nosotros. Lo triste del caso en la gran mayoría de la gente es que saben cuál es su estado y condición por el pecado, lo saben por su propia consciencia y experiencia, como también por medio de la Palabra de Dios, la cual les llega de diversas maneras, pero rehúsan aceptar el tratamiento eficaz para su enfermedad. No lo quieren, lo rechazan, como los israelitas a los cuales vino Jesús y moró entre ellos, pero no quisieron reconocerlo. Pero a los que lo reconocen y abren sus vidas a Él, su estado y condición cambian radicalmente y para siempre. Saben que solo en Jesús se puede encontrar y tener la salvación; y que nadie más bajo el cielo los puede perdonar y salvar.
Una vez conocida nuestra condenación por el pecado, pero también conociendo el remedio del mismo en la obra perfecta de Cristo, una vez siendo perdonados, salvados y reconciliados con Dios, el catecismo finaliza diciendo: “tercero, cómo debo agradecer a Dios por su redención”. Así es, lo tercero que debemos saber es que cada uno de nosotros, lavados por la sangre de Cristo, tiene que vivir en gratitud a Dios por su redención. Note que el instructor del catecismo dice cómo debo agradecer a Dios. La manera en que está expresado es muy relevante, ya que sugiere que solo hay una forma en que podemos llegar a conocer cómo, de qué manera agradecer a Dios. No se nos deja a nuestro antojo cómo agradecerle a Dios, sino que ese saber de gratitud a Dios también nos ha sido revelado por Dios mismo, para que no andemos inventado maneras incorrectas de agradecerle.
Note también que la gratitud debe ser la marca distintiva del verdadero creyente. Un verdadero cristiano no puede ser ingrato, malagradecido, ya que un creyente ingrato es en realidad un incrédulo desagradecido. Todo cristiano auténtico será agradecido porque reconoce de dónde lo sacó a Dios y a dónde lo ha llevado en Cristo. Toda su vida será o debe ser de gratitud. Todo lo que anhele será, esencialmente, para darle gracias a Dios con su servicio cualquiera que sea.
Con estas tres cosas, ya estamos listos para entrar de lleno al estudio del Catecismo de Heidelberg. Oremos a Dios para que nos dé de su Santo Espíritu a fin de aprender más y más de la sana doctrina, la doctrina de la Palabra de Dios que nos salva de nuestra condenación y nos provee el mejor de todos los consuelos del mundo: que pertenezco a mi fiel Salvador Jesucristo. Amén.