La belleza del bautismo cristiano
Jeremiah W. Montgomery
Traductor: Juan Flavio de Sousa
La Iglesia cristiana lleva más de dos milenios bautizando a nuevos discípulos. A medida que el cristianismo se expandió a través de los siglos, se extendió por los continentes e impregnó nuevas sociedades, no es exagerado decir que varios miles de millones de almas, de diversas tribus y en diferentes lenguas, han sentido las aguas y escuchado las preciosas palabras: «Te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».
Sin embargo, a medida que se ha ido desarrollando esta maravillosa historia, han surgido en el seno de la Iglesia mucha confusión y agudas controversias sobre cómo debemos entender el bautismo. Por lo tanto, vale la pena tomarse un tiempo para reflexionar: ¿Cuál es el significado del bautismo cristiano? ¿Quién debe ser bautizado? ¿Y por qué el bautismo es tan importante y hermoso?
El significado del bautismo
Para comprender el significado del bautismo cristiano debemos recordar primero su contexto. ¿Qué otras prácticas existían en la cultura antigua que proporcionaron a los primeros cristianos un marco para entenderlo?
La ley del Antiguo Testamento incluía situaciones en las que los creyentes se lavaban con agua para purificarse ceremonialmente (Nm 19:11-12). En el siglo I, los fariseos habían extendido esta práctica a las tazas, ollas e incluso muebles (Mc 7:3-4). Poco antes de que Jesús comenzara su propio ministerio, apareció Juan el Bautista, quien «bautizaba en el desierto, y predicaba el bautismo de arrepentimiento para perdón de pecados» (Mc 1:4).
Con estas prácticas como telón de fondo, no es difícil entender que la Iglesia primitiva considerara el bautismo sagrado y espiritual. Era sagrado porque implicaba la relación entre Dios y el hombre. Era espiritual porque el lavamiento con agua, aunque no era mágico ni mecánico, significaba realidades espirituales más profundas.
Sin embargo, la forma específicamente cristiana del bautismo tiene su origen en el propio Jesús. Cuando se reunió con sus apóstoles en Galilea tras su resurrección, les dio la siguiente orden:
Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28:18-20).
En esta gran comisión vemos tres cosas importantes sobre el bautismo cristiano. En primer lugar, vemos su fórmula. La iglesia debe bautizar «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». El bautismo cristiano es «trinitario»: Sólo existe un Dios («el nombre»), pero este único Dios es tres Personas («el Padre… el Hijo… el Espíritu Santo»). En segundo lugar, vemos la responsabilidad que conlleva el bautismo cristiano. La iglesia debe enseñar a los que bautiza todos los mandamientos de Jesús: «Enseñándoles… todas las cosas que os he mandado». Los que recibimos el bautismo debemos aprender a creer y obedecer a Jesús: «A observar todo lo que les he mandado». Lo tercero que vemos aquí es el significado central del bautismo cristiano: «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos…» ¿Qué es el bautismo? Según Jesús, el bautismo es una señal de discipulado. Esta es su definición básica.
Una cuidadosa atención a esta definición nos ayuda a evitar un grave error que ha plagado a la Iglesia cristiana durante siglos: el error de pensar que el bautismo cambia automáticamente los corazones humanos. El discipulado es un proceso que dura toda la vida, no un acontecimiento puntual. Como marca del discipulado, el bautismo es también un comienzo. Como gotas de lluvia de un mundo mejor, el bautismo nos llama a que «andemos en vida nueva» (Rm 6:4). Pero esta novedad de vida implica un crecimiento gradual, no una transformación instantánea; de hecho, el Nuevo Testamento nos muestra la trágica realidad de que una persona puede ser bautizada y, sin embargo, permanecer inconversa (1 Jn 2:18-19).
Entender el bautismo como una marca del discipulado también nos ayuda a aclarar la conexión que el Nuevo Testamento establece entre el bautismo y muchas realidades espirituales experimentadas por los cristianos. Por ejemplo, el apóstol Pedro relacionó el bautismo con el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo: «Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2:38). Del mismo modo, el apóstol Pablo escribió que el bautismo nos conecta con la muerte, la sepultura y la resurrección de Jesús:
¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. Porque si fuimos plantado juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección (Rm 6:3-5).
Podemos entender estas conexiones considerando la naturaleza del discipulado cristiano.
El discipulado es a la vez una imagen y una promesa de la vida con Jesús. Es una imagen porque, a medida que aprendemos a amar y seguir a Jesús, nuestras vidas se convierten poco a poco en una imagen de su vida, y la vida de la Iglesia se convierte gradualmente en una imagen de la vida del cielo. La vida del discipulado es también una promesa. Es una promesa porque aprendemos y seguimos a Jesús por la fe, no por la vista. Incluso cuando nos cuesta sentir sus bendiciones, creemos en sus promesas.
Porque el bautismo es una marca del discipulado, el bautismo es también una imagen y una promesa. Es una imagen y una promesa del Evangelio, una «señal y sello del pacto de gracia» (Confesión de fe de Westminster 28.1). Mediante «el lavamiento con agua en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», el bautismo representa y promete «nuestro injerto en Cristo, y nuestra participación en los beneficios del pacto de la gracia, y nuestro compromiso de ser del Señor» (Catecismo Menor de Westminster P. 94). Al ver estas bendiciones representadas en el lavamiento, creemos que Jesús nos las da.
Este último punto debe enfatizarse: las bendiciones del bautismo solamente llegan a ser nuestras cuando creemos en las promesas del Evangelio. La conexión entre el bautismo y las bendiciones que representa no es automática. Las imágenes y las promesas son poderosas, pero no son mecánicas. El vínculo es real, pero es espiritual (CFW 27.2). El Nuevo Testamento deja claro que el perdón de los pecados, el don del Espíritu Santo y todas las demás bendiciones de estar unidos a Cristo requieren una fe personal en Jesús (Jn 3:36; Hch 16:31; Ef 2.8-9; 1 Jn 1:9; véase también CMW P. 91).
Todo esto no es más que otra forma de volver a nuestra definición central. El bautismo es una marca del discipulado. Y la marca principal de un discípulo es que creemos en las promesas de Jesús.
¿Quién debe bautizarse?
Una de las mayores controversias entre los cristianos protestantes de hoy es esta pregunta: ¿Quién debe ser bautizado? En otras palabras, ¿está bien bautizar a los niños, o la iglesia únicamente debe bautizar a los adultos?
Si recordamos que el bautismo es una marca del discipulado, entonces se desprende un principio claro: Debemos bautizar a una persona tan pronto como se convierta en discípulo de Jesús. Este principio ajusta la pregunta a: ¿Quién es considerado un discípulo de Jesús, y cuándo se convierte uno en discípulo?
Los adultos se convierten en discípulos de Jesús tan pronto como creen y confiesan su fe. En el día de Pentecostés, los que se «compungieron de corazón» y creyeron el evangelio fueron bautizados inmediatamente: «Los que recibieron su palabra fueron bautizados, y se añadieron aquel día como tres mil personas» (Hch 2:37-41). La misma práctica se siguió en la conversión de Lidia (16:14-15) y del carcelero de Filipos (16:25-34).
Pero los conversos adultos no son las únicas personas descritas en el Nuevo Testamento como discípulos de Jesús. El apóstol Pablo deja muy claro que los hijos de los cristianos también deben ser considerados discípulos cristianos: «Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor» (Ef 6:4). Si los hijos de los cristianos son discípulos, ¿no deberían recibir también el bautismo como marca de su discipulado?
De hecho, esto es lo que vemos en el resto del Nuevo Testamento: las «familias» de los conversos adultos eran bautizadas junto con el cabeza de familia. La familia de Lidia fue bautizada cuando ella creyó (Hch 16:15). La familia del carcelero de Filipos fue bautizada cuando él creyó (Hch 16:33). El apóstol Pablo escribe más tarde que bautizó a la «familia de Estéfanas» (1 Co 1:16).
¿Podemos estar seguros de que los «hogares» del Nuevo Testamento incluían a los niños? La respuesta es afirmativa. Cuando el apóstol Pablo escribió a Timoteo para describir las cualificaciones de los supervisores de la iglesia, incluyó explícitamente a los niños como parte de la familia de un supervisor: «Que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad, pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?» (1 Tm 3:4-5). La palabra griega traducida como «casa», utilizada dos veces en estos versículos de forma que incluye claramente a los niños («que tenga a sus hijos en sujeción»), es exactamente la misma palabra (oikos) que se utiliza cuando se bautizaba a las familias (Hch 16:15; 1 Co 1:16).
Vale la pena señalar que este modelo neotestamentario de discipulado en el hogar no es nuevo en absoluto. Vemos el mismo concepto en el Antiguo Testamento. Cuando el libro del Génesis describe la casa de Abraham, incluye tanto a los hijos como a los sirvientes (Gn 17:27). Cuando José cuidaba de la casa de su padre y de sus hermanos, incluía a sus dependientes (Gn 47:12). Además, el Antiguo Testamento ordenaba criar a los hijos como discípulos: «Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes» (Dt 6:6-7). «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él» (Pr 22:6).
Los cristianos pueden discrepar sobre la importancia de los paralelismos entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Sin embargo, incluso sin los paralelismos del Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento responde por sí solo a la pregunta de si debemos bautizar a los niños. El Nuevo Testamento claramente incluye a los niños como parte de los hogares. El Nuevo Testamento claramente describe hogares siendo bautizados. El Nuevo Testamento claramente ordena a los cristianos a criar a nuestros hijos como discípulos de Jesús. Por lo tanto, es apropiado y necesario concluir que los hijos de los cristianos deben recibir el bautismo, la marca del discipulado.
La belleza del bautismo cristiano
Jesús tenía hermosos propósitos al ordenarnos bautizar tanto a los creyentes adultos como a sus hijos. El bautismo es hermoso porque es la promesa del Evangelio en una forma que podemos ver y sentir. Como «señal y sello», nos llama a recordar y creer muchas verdades esenciales para nuestra vida cristiana. ¿Cuáles son estas verdades y cómo deberían afectarnos?
Ya hemos visto que el bautismo no cambia automáticamente nuestros corazones. Sin embargo, el bautismo sí cambia permanentemente nuestro equipo: «Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres, y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu» (1 Co 12:13). «Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos» (Ga 3:27). Como marca de discipulado, el bautismo es una marca de nuestra nueva lealtad.
Como marca de nuestra nueva lealtad, el bautismo es una marca de nuestro nuevo destino. Consideremos de nuevo los versículos que acabamos de citar. ¿Puede alguno de nosotros imaginar lo que significa, tanto para el presente como para el futuro, estar unidos al cuerpo de Cristo que trasciende toda nación, tribu, pueblo y lengua? ¿Puede alguno de nosotros calibrar toda la bondad de lo que significa «revestirse de Cristo», quedar plenamente y para siempre limpio en su justicia, hasta lo más profundo de nuestro ser?
Como marca de un nuevo destino, el bautismo promete el poder de Dios para cambiarnos incluso ahora. «Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que, como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva» (Rm 6:4). La «vida nueva» significa que los cristianos ya no viven «para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5:15). ¿Cómo? «Andad por el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne» (Ga 5:16). Al caminar por el Espíritu, empezamos a experimentar y a crecer en la vida del cielo y de la nueva creación. El bautismo es, pues, un signo de vida nueva.
Por último, como marca de una vida nueva, el bautismo nos recuerda que formamos parte de una historia mejor: un viaje que, por oscuro que sea el camino, termina en placeres inmarcesibles: «Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre» (Sal 16:11); «Enjugará Dios toda lágrima de ojos de ellos, y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron» (Ap 21:4).
El bautismo es hermoso porque nos recuerda el Evangelio. Cada vez que presenciamos un bautismo o recordamos el nuestro, debemos refrescar y tranquilizar nuestras almas con la bondad y las promesas de Dios en Jesucristo. Al hacerlo, nuestra vida dará nuevos frutos. «Considerando seria y agradecidamente» nuestro bautismo y sus beneficios, «humillándonos por nuestra contaminación pecaminosa», pero «sacando fuerzas de la muerte y resurrección de Cristo, en quien somos bautizados» y «esforzándonos por vivir por la fe», creceremos «en santidad y justicia… y… andaremos en amor fraternal, como bautizados por el mismo Espíritu en un solo cuerpo» (Catecismo Mayor de Westminster, P. 167).