Oración y obediencia
Día del Señor 49
Oración y obediencia
Andrew Kuyvenhoven
Traductor: Juan Flavio de Sousa
124. ¿Cuál es la tercera petición?
«Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra», es decir, concede que nosotros y todos los hombres renunciemos a nuestra propia voluntad, y que sin rebelarnos obedezcamos tu voluntad, que es la única buena; para que cada uno pueda cumplir su oficio y vocación tan voluntaria y fielmente como lo hacen los ángeles en el cielo.
La tercera petición
Las tres primeras peticiones del Padrenuestro se explican entre sí. El nombre de Dios recibirá el debido honor y reconocimiento cuando el reino haya llegado plenamente, y el reino de Dios estará plenamente establecido cuando todo lo que vive obedezca la voluntad de nuestro Padre.
En la versión del Padrenuestro conservada en Lucas 11:2-4, la tercera petición impresa arriba, está ausente. Estrictamente hablando, no la necesitamos. Si hemos orado por el establecimiento del único reino de Dios, ya hemos pedido que todos los súbditos obedezcan una sola voluntad.
Pero el catecismo sigue la versión del Padrenuestro en Mateo 6:9-11, con su simetría de dos grupos de tres peticiones. Básicamente, las tres primeras peticiones son una sola: Padre celestial, ¡termina tu obra redentora de gracia! Esta oración se pronuncia con una urgencia culminante en tres peticiones. Aquí pensamos en la tercera: la oración de obediencia.
No es una oración de resignación
«Hágase tu voluntad» no debe usarse en la oración con un suspiro de resignación, sino como una oración de obediencia personal y universal.
Es un clásico malentendido que al decir «Hágase tu voluntad», los cristianos se postran, pasiva y reverentemente, ante la voluntad de Dios.
No negamos que debamos postrarnos ante Dios. Debemos reconocer su soberanía. Y debemos admitir que el Padre es más sabio que nosotros y que conoce nuestras necesidades mejor que nosotros. Estos son componentes importantes de nuestra relación con Dios, pero no son las razones por las que Cristo nos enseñó a decir: «Hágase tu voluntad». Más bien quería que hiciéramos esa voluntad en nuestros hogares, pueblos e iglesias. Es una oración de obediencia, no de resignación.
Getsemaní
Los que enseñan que «Hágase tu voluntad» es una oración de resignación suelen apelar a la lucha en oración de Jesús en el huerto de Getsemaní. Aquí Jesús mismo oró lo que había enseñado a decir a sus discípulos: Padre, hágase tu voluntad.
Postrado en tierra bajo los olivos del huerto, clamó, «diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22:42).
Sería un error, sin embargo, decir que en esta intensa lucha Jesús simplemente se doblegaba ante lo inevitable. Estaba a las puertas de la etapa final de su sufrimiento. La cruz, la muerte y el infierno eran perspectivas angustiosas para su corazón y su mente. Se aferró a su Padre, cuya voluntad solamente es buena, como dice el catecismo.
Sí, Jesús rechazó sus propios deseos (para hablar una vez más con el catecismo), y cuando se puso de pie después de la oración para enfrentarse a la multitud y al traidor, su corazón estaba unido a la voluntad del Padre.
No se sometió a lo inevitable, sino que cumplió la voluntad del Padre. La voluntad del Padre fue hecha por el Hijo, y el Hijo nos enseña cómo también nosotros debemos ser obedientes hasta la muerte.
La obediencia de Pablo
Hay un caso en la Biblia de la frase «Hágase la voluntad del Señor» que es realmente una especie de resignación (Hechos 21:14). El apóstol Pablo se dirigía a Jerusalén y en su discurso de despedida a los ancianos de Éfeso había dicho: «Voy a Jerusalén, sin saber lo que allá me ha de acontecer; salvo que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio, diciendo que me esperan prisiones y tribulaciones» (Hch 20:22-23). Los amigos de Pablo hicieron todo lo posible para que no fuera a Jerusalén a causa de los peligros. En Cesarea, la última parada de Pablo antes de llegar a Jerusalén, le suplicaron intensamente que se quedará allá. Pero Pablo respondió: «¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no solo a ser atado, más aún a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús». Y luego Lucas, el escritor, añade: «Y como no le pudimos disuadir, desistimos, diciendo: Hágase la voluntad del Señor» (Hechos 21:13-14).
Pero, ¿era eso realmente «resignación»? ¿Era eso «decir sí de manera resignada»? Tal vez lo fuera para los amigos de Pablo. No discutieron más y se rindieron cuando el viaje de Pablo parecía inevitable, pero para Pablo este incidente fue claramente un compromiso activo de hacer la voluntad de Dios. Había aprendido obediencia de su Señor, y como buen discípulo, siguió los pasos de su Maestro. Negó sus propios deseos e hizo la perfecta voluntad de Dios.
La voluntad oculta y la revelada
Esta tercera petición del Padrenuestro no tiene nada que ver con la forma en que oramos por salud y recuperación de una enfermedad. Sin embargo, generaciones de cristianos han dicho «Hágase tu voluntad» al orar pidiendo sanación.
Todos deseamos que nuestros seres queridos se recuperen de una dolencia. En el lecho de enfermedad de nuestro hijo, luchamos con Dios. Millones lo han hecho y al añadir: «No se haga mi voluntad, sino la tuya», los cristianos sensibles se postran de antemano ante una decisión que podría ir en contra de su propio deseo.
No deseo reprender a las personas piadosas por orar de esta manera, pero la iglesia cristiana debería dejar claro a todo el mundo que «hágase tu voluntad» en el contexto del Padrenuestro no se refiere a lo que Dios ha decidido hacer (Su voluntad oculta), sino a lo que nos ha dicho que hagamos (su mandato revelado). En el Padrenuestro no decimos que nos postraremos a la decisión de Dios, sino que nos comprometemos a hacer lo que Él quiere que hagamos.
Por supuesto, debemos aceptar las decisiones de Dios con reverencia. Mientras su hijo estaba enfermo, el rey David ayunó y oró durante siete días y siete noches. Pero cuando el niño murió, David se bañó y se vistió y fue a la casa de Dios para adorar (2 Sam 12:15-23). Cuando conocemos con certeza la decisión de Dios, debemos seguir confiando en Él, porque es nuestro Padre.
Sin embargo ―si se me permite repetirlo una vez más― en el Padrenuestro pedimos que cese la revolución contra Dios en este planeta y que todos los hijos de Dios se unan para hacer la voluntad de su Padre tan obedientemente como lo hacen los ángeles en el cielo.
La oración de un discípulo
Cuando oran, las personas tienden naturalmente a pedir por una vida dichosa. Incluso los cristianos oran más por una vida feliz que por una vida obediente. Ofrecemos muchas peticiones por una alimentación sana y una digestión saludable, viajes prósperos, entornos tranquilos, un envejecimiento sin dolor y una muerte pacífica. Pero el Maestro quiere que sus seguidores oren para que su obediencia sea tan completa en la tierra como en el cielo.
Los discípulos de Jesús pronuncian esta oración en un mundo dividido y, con demasiada frecuencia, con el corazón dividido. Oramos esta petición contra el demonio, el mundo y nuestra propia carne: «Padre, hágase tu voluntad».
En el mundo actual muchas personas no viven según la voluntad de Dios y muchas condiciones no son como les gustaría que sean. Los cristianos se niegan a aceptar el mundo actual, tal como lo encuentran, con sus costumbres, tradiciones y valores. Los cristianos están dispuestos a pagar el precio de la obediencia al vivir toda su vida transformando su entorno para que se ajuste a la voluntad de Dios. No nos aceptamos ni siquiera a nosotros mismos y no excusamos nuestros errores y debilidades diciendo: «Así somos nosotros». Por el contrario, nos comprometemos a cambiar y confiamos en que el Señor tiene el poder de lograrlo a través de nuestras obras y oraciones.
Eso es lo que significa orar diciendo «Hágase tu voluntad».
Tres supuestos
Cuando los discípulos de Jesús oran por una obediencia universal ― «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo» ― se espera que: (a) conozcan la voluntad de Dios en todos los asuntos ordinarios, (b) busquen la voluntad de Dios en otras cosas y (c) aprendan de la voluntad de Dios en unión con otros cristianos.
Sabemos lo que Dios quiere
La voluntad revelada de Dios es clara. Es el a-b-c de la enseñanza de la Iglesia: amar a Dios por encima de todo y amar al prójimo como a uno mismo. Dios ha especificado este mandamiento central en muchos mandamientos separados en las Escrituras, por lo que debemos conocer las Escrituras; es deber de los discípulos conocer y obedecer todo lo que el Maestro ha mandado (Mt. 28:20).
A veces los cristianos caen en la tentación de contradecir la voluntad de Dios en lugar de cumplirla. Discutir sobre la voluntad de Dios como si fuera un secreto aún por descubrir es una forma sutil de desobediencia. La ley revelada de Dios no debe ser discutida, sino aprendida y obedecida como dice el catecismo: «concede que nosotros y todos los hombres renunciemos a nuestra propia voluntad, y que sin rebelarnos obedezcamos tu voluntad».
Conocemos la voluntad de Dios con respecto a la misión de la iglesia y los propósitos de nuestras vidas. Dios nos ha enseñado nuestros deberes a las autoridades, a los padres, a los cónyuges, a los hijos, a todas las personas y cosas. Y a Dios mismo le debemos la vida.
El peso de la obediencia
En las Escrituras encontramos que la principal dificultad del pueblo de Dios no es conocer su voluntad, sino cumplirla. El hombre sabio que construye su casa sobre roca es el que no solamente escucha, sino que también cumple la palabra de su Señor. El necio es el que solo la oye (Mt. 7:24-27). Las Escrituras nunca implican que hacer la voluntad de Dios sea fácil o que su mandato coincida con nuestros deseos (excepto cuando el Espíritu hace que la ley de Dios sea nuestro deseo escribiéndola en nuestros corazones [Jer. 31:33; 2 Cor. 3:3]).
Decir sí a Dios suele significar decir no a nuestros propios deseos. Por eso, nuestras «discusiones» sobre su voluntad suelen ser cortinas de humo para ocultar nuestra reticencia o falta de voluntad. Seguir a Jesús significa negarse a sí mismo (Mt. 16:24) y eso no resulta fácil para nadie.
«Concede que nosotros y todos los hombres renunciemos a nuestra propia voluntad, y que sin rebelarnos obedezcamos tu voluntad, que es la única buena». Oramos y confesamos estas palabras con el catecismo. Queremos obedecer a Dios incluso cuando hacerlo va en contra de nuestros propios deseos o intereses tal como los vemos. No podemos orar «Hágase tu voluntad» a menos que nosotros mismos seamos firmemente obedientes.
La obediencia es mejor que la adoración, los servicios y los sacrificios (cf. 1 S. 15:22). De hecho, las vidas obedientes son los únicos sacrificios vivos que el Señor busca (Ro. 12:1).
En busca de la voluntad de Dios
No podemos conocer la voluntad de Dios sin la Biblia, pero hace falta algo más que citar textos bíblicos para responder a nuestras preguntas. Encontrar la voluntad de Dios exige una cierta actividad por nuestra parte, como deja claro Romanos 12:2: «No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta».
La primera frase de este pasaje dice que los cristianos, que en realidad no pertenecen a la época actual aunque vivamos en ella, debemos estar alerta para no conformarnos a los patrones mundanos. Más bien, debemos ser transformados cada vez más por el nuevo poder del Espíritu Santo en la «mente», es decir, en el centro de nuestra vida consciente. La transformación de nuestro comportamiento procede de este nuevo principio. Y este nuevo estilo de vida no es una cuestión de nuestra fantasía, sino de obediencia a la voluntad de Dios: «para que comprobéis [o “mediante la búsqueda descubrir” o “mediante la prueba establecer”] cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta».
Aquí aprendemos que el propósito de la salvación es que obedezcamos la voluntad de Dios. Y que conocer la voluntad de Dios en una situación particular requiere más que una simple referencia a un texto bíblico. Mediante el estudio de la Biblia, la oración y el trabajo duro de la mente regenerada, tenemos que encontrar lo que es bueno y agradable a Dios y perfecto a sus ojos.
Hoy la iglesia cristiana debe volver a estudiar este texto (Ro. 12:1-2). Tenemos que reevaluar nuestro estilo de vida para ver si es coherente con rendirnos a Dios, que es la única respuesta adecuada al Evangelio. Porque no podemos orar para que se haga la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo, a menos que toda nuestra vida muestre la seriedad con que hacemos esta oración.
Unidos como hermanos en la obediencia
Una vez, mientras Jesús enseñaba en una casa atestada de gente, alguien le dijo que su madre y sus hermanos estaban fuera buscándole. Jesús «mirando a los que estaban sentados alrededor de Él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana y mi madre» (Mc. 3:34-35).
La obediencia a Dios crea la hermandad de la iglesia. Cuando la iglesia se ha convertido en una sociedad de aquellos que encuentran su unidad mediante similitudes de raza, color o condición social, la iglesia ha degenerado. Es y debe ser, más bien, una comunidad de hijos obedientes. Y el trabajo y la oración de esta hermandad tienen como objetivo llevar a toda la tierra a la obediencia al Dios del cielo y de la tierra.
Nuestro objetivo primordial es hacer la voluntad de Dios, pero nuestra mayor tentación es no hacer su voluntad. Estos fueron también el objetivo y la tentación de Jesús. Jesús vino a hacer la voluntad del que le envió (Heb. 10:7, Juan 4:34, etc.). Y cuando fue tentado por el diablo, primero en el desierto y después en Getsemaní, el asunto era la obediencia a la voluntad de Dios. No se trataba de una lucha de poder, la cuestión era si sería obediente o no, pero Cristo cumplió la voluntad de Dios en la tierra tan fielmente como se cumple en el cielo.
La nueva obediencia
Por la desobediencia de uno nos perdimos. Por la obediencia de Uno fuimos «constituidos justos» (Ro.5:19).
Somos salvos no por nuestra obediencia, sino por la de Cristo. Sin embargo, una vez redimidos, obedecemos la voluntad de Dios. De hecho, todo el propósito de la redención es «que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu» (Ro. 8:4). La voluntad de Dios se cumple ahora por un pueblo cuyas deudas han sido pagadas y cuyas voluntades han sido liberadas para obedecer a su Padre celestial. Dios «ha roto el poder del pecado». Un pueblo libre obedece en la tierra como lo hacen los ángeles de Dios en el cielo. Este pueblo renacido produce el fruto de una nueva creación (Santiago 1:18).
Un pueblo pactual
El gran requisito que Dios imponía en el Antiguo Testamento era la obediencia. Y el gran fracaso de Israel fue la desobediencia. Pero Dios prometió un tiempo mejor y un nuevo pacto. En este nuevo pacto Dios inscribiría la ley en las mentes y en los corazones de su pueblo. Sería un pueblo maduro, que ya no dependería de la mediación de los sacerdotes y Dios borraría sus pecados para siempre (Jeremías 31:31-34). Este pacto ha llegado ahora a través de la sangre y el espíritu de Jesucristo. Los que le seguimos somos el pueblo del nuevo pacto de Dios (Mt. 26:28; 2 Co. 3:3,6; Heb. 9:15,18).
Ahora debemos dar la respuesta pactual apropiada y obediente a Dios en la vida diaria. Cualquier cosa que hagamos ―cavar, construir, gobernar, enseñar, conducir, aprender, pintar, cocinar― lo hacemos como parte del pueblo del pacto de Dios. Debemos hacerlo fielmente, correctamente, para la gloria de Dios y en beneficio de nuestro prójimo. El catecismo nos enseña a orar: «para que cada uno pueda cumplir su oficio y vocación tan voluntaria y fielmente como lo hacen los ángeles en el cielo». Cumplir la voluntad de Dios abarca toda la actividad humana, sin distinción entre «sagrado» y «secular». Hacemos todo sabiendo que tenemos un Señor en el cielo (Col. 3:1) a quien obedecemos en la tierra. Tenemos una relación de pacto con Él y nos ha enseñado lo que es bueno: «Hacer justicia, y amar misericordia y humillarte ante tu Dios» (Miq. 6:8).
Vivir es aprender a amar y a obedecer. Amar es obedecer. Aprendemos al obedecer. Cristo mismo «por lo que padeció aprendió la obediencia» (Heb. 5:8). Es decir, en el camino del sufrimiento aprendió todo el peso de la obediencia y así «vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (5:9). Nuestra obediencia al Hijo como cabeza de nuestro pacto corresponde a la obediencia del Hijo al Padre. Seguimos y obedecemos a Cristo, aunque tengamos que sufrir con Él.
Tan fielmente como los ángeles
Los ángeles son más excelsos que nosotros porque cumplen perfectamente la voluntad de Dios. Oramos para que podamos hacerlo como ellos.
Cuando hemos sido redimidos, podemos obedecer, pero todavía no podemos obedecer perfectamente. Todavía tenemos algo de desconfianza en nuestro comportamiento, algo de limitación en nuestro dar, algo de reserva en nuestro amor.
La primera tarea de los ángeles es alabar a Dios: «Bendecid a Jehová, vosotros sus ángeles, poderosos en fortaleza, que ejecutáis su palabra, obedeciendo a la voz de su precepto» (Salmo 103:20). Esta primera misión la tienen en común con todo y con todos. Además, los ángeles ayudan a Dios en su obra de revelación (ángel significa «mensajero») y de salvación. Por orden de Dios, nos ayudan a alcanzar la salvación plena y definitiva (Heb. 1:14).
Cuando hagamos la voluntad de Dios en la tierra, tendremos la oposición de muchas personas, pero seremos servidos por ángeles. Eso es lo que le ocurrió al Hijo obediente (Mt. 4:11) y también ocurrirá a todos los hijos de Dios (18:10).
Aunque los ángeles son más obedientes que los seres humanos, nosotros conocemos a Dios de una manera que ellos nunca lo conocerán ya que nunca llegarán a comprender el misterio de la salvación (1 P. 1:12) porque nunca cayeron en pecado. Un niño que ha estado enfermo durante muchos años conoce la ternura en el corazón de los padres que otro niño que siempre ha estado sano tal vez no conozca. De la misma manera, nosotros hemos experimentado el amor del Padre como no lo ha experimentado ninguna otra criatura.
No sabemos si los ángeles oran por nuestra salvación, pero ciertamente se alegran cuando los pecadores vuelven a Dios (Lucas 15:10). Ellos y nosotros sabemos que la creación sólo alcanzará su destino mediante la obediencia universal.
En el último capítulo de la Biblia, Juan perdió el sentido de la proporción y se arrodilló ante un ángel. Enseguida el ángel le dijo: «Mira no lo hagas. Si vas a arrodillarte, yo me arrodillaré a tu lado» (véase Ap. 22:8-9). Las personas y los ángeles han sido creados para la adoración de Dios, y nosotros, que hacemos la voluntad de Dios en la tierra, que ahora obedecemos «las palabras de este libro», nos arrodillamos como los iguales de los ángeles ante el trono de Dios.