Catecismo de Heidelberg DS 2 Kuyvenhoven
Catecismo de Heidelberg
Día del Señor 2
Andrew Kuyvenhoven
El conocimiento de la miseria
3. ¿Cómo llegas a conocer tu miseria?
La ley de Dios me lo dice.
Diagnosis
El problema con la mayoría de la gente es que no saben el problema en que están. Por tanto, sus soluciones propuestas no tienen sentido. Uno no puede prescribir una cura antes de que uno haya diagnosticado la enfermedad.
Cuando tenemos problemas con el carro, vamos al mecánico de autos. Buscamos al experto y describimos los síntomas del carro: “Cuando lo enciendo, cascabelea, chispea y se apaga”. Luego esperamos que el mecánico diga qué está mal y lo que debe hacerse. Seguimos la misma rutina en el consultorio del médico. Describimos los síntomas, anticipamos un diagnóstico y confiamos en que una receta atacará la enfermedad y restaurará nuestra salud. Cuando el diagnóstico es correcto, hay esperanza de arreglo para el carro y de cura para nosotros, pero sin la correcta valoración de nuestro problema, nuestros problemas aumentarán.
Todos están de acuerdo en que la humanidad está en problemas. La lista de nuestros padecimientos es tan larga como nuestros cinco mil años de historia documentada. Pero ¿cómo llegamos a saber lo que está mal? “¿Cómo llegas a conocer tu miseria?” ¿Quién está capacitado para darte el diagnóstico correcto?
Suena increíble, pero la mayoría de la gente parece saltarse el diagnóstico. Hijos e hijas nobles de la humanidad se lanzan apresuradamente a la batalla contra la miseria, e insisten en que cada ser humano tiene derecho a arreglar sus problemas. Pero no pueden acercarnos ni siquiera un centímetro a la solución del problema, porque no tienen ni idea de lo que es el problema.
Nuestros problemas son tan profundos que nadie puede sondear el fondo del hoyo. Por supuesto, sí podemos describir nuestra miseria. Escritores, cineastas, artistas y filósofos no cristianos pueden darnos representaciones agobiantes de la impresionante verdad de la esclavitud humana, pero nadie conoce cuál es nuestra miseria a menos que Dios se lo diga. Solo aquellos que conocen a Dios aprenden a conocerse a sí mismos. Cuando conocemos la ley de Dios, podemos diagnosticar el predicamento humano. “¿Cómo llegas a conocer tu miseria?” “La ley de Dios me lo dice”.
El entorno de la ley
En nuestro mundo todas las cosas deben ir de acuerdo con la voluntad del Hacedor. Eso es lo que mantiene a los planetas en sus cursos. Eso es lo que hace que los árboles crezcan y que las plantas florezcan. Esa es también la razón por la que esas plantas de casa murieron: tu esposa ha dicho: “No olvides regarlas cuando no esté”. Y se te olvidó. Cuando ella regresó, el geranio se estaba marchitando y la begonia ya casi estaba muerta. Porque la regla de vida de la planta es que debe tener cierta cantidad de luz, de agua y de tierra. Viola la regla y destruyes la planta.
Una voluntad gobierna todo lo que vive en la tierra, la voluntad del Dios soberano. Si viviéramos de acuerdo con las reglas del Hacedor, seríamos completamente felices y perfectamente ajustados al entorno en que nos ha puesto.
Y ¿cuáles son estas reglas? La mayoría de nosotros conocemos muchas de ellas. Tenemos que comer y beber, tenemos que trabajar y descansar. Estas reglas son parte de la voluntad del Creador para nosotros, pero también ha decretado que debemos estar en continuo contacto con la fuente de nuestras vidas. Tú y yo debemos amarle con todo lo que somos y todo el tiempo. Él quiere que vivamos una vida dirigida a Dios y conectada con nuestros prójimos. “Esta es mi voluntad para ustedes”, dice. “¡Vivan de acuerdo con mi voluntad y realmente vivirán! Ámenme con todo su corazón, con toda su alma, con toda su fuerza y con la mente que les di; amen a su prójimo. Preocúpense tanto por él o ella como por ustedes. Hagan esto y vivirán”.
Sin embargo, yo no hago eso, y esa es mi miseria. Ahora estoy tan alienado de mi verdadero entorno como un pez que está fuera del agua. Para el pez Dios dice: “Debes vivir en el agua porque ese es tu entorno, esa es tu vida”. Y cuando un pez sale a tierra seca, es absolutamente miserable y va a morir.
La ley de Jesús
El catecismo dice que Jesús nos enseña esta doble regla de amor como un sumario de la ley de Dios.
Sumario quiere decir recopilar o reunir los puntos principales. La palabra sumario puede transmitir la noción de que, cuando Cristo nos dio este compendio, omitió muchas otras leyes menos esenciales de Dios.
Sin embargo, el mandamiento del amor no es meramente una ley más corta; es la ley de Dios. Todas las reglas deben entenderse a la luz de esta regla, y no hemos guardado ninguno de los mandamientos de Dios a menos que hayamos obedecido su ley de amor. Es un sumario porque es la suma total de los requerimientos de Dios: ley y los profetas.
“Cristo nos enseña este…sumario”, dice el catecismo. En Mateo 22 lo hace en verdad. Un rabí judío le preguntó, “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la ley?” Entonces Jesús da la respuesta que es citada en el catecismo. En Marcos 12 un maestro judío pregunta: “¿Cuál es el mayor mandamiento de todos?” A lo que Jesús da esencialmente la misma respuesta, pero la frase es muy diferente al registro de Mateo. Sin embargo, en Lucas 10 un “abogado”, un experto en la ley de Moisés le pregunta a Jesús, “Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?” Jesús responde, “¿Qué está escrito en tu ley?” Y el hombre responde con las mismas palabras que Jesús habla en Mateo y Marcos. Así que el hombre conocía el sumario que Cristo nos enseñó.
Podríamos concluir, primero, que los mandamientos de amar a Dios sobre todas las cosas y de amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos ya estaban plasmados en la ley de Moisés. El doble mandamiento es una combinación de Deuteronomio 6:5 y Levíticos 19:18b. Segundo, algunos maestros judíos habían reconocido correctamente que la combinación de estos dos mandamientos constituía el corazón de la ley de Dios como está revelada en el Antiguo Testamento. Jesús se puso del lado de aquellos que tenían este entendimiento. Tercero, la ley de amor estaba escondida en el Antiguo Testamento, pero fue revelada en el Nuevo. Cierto, nunca hubo otra voluntad de Dios para los seres humanos. Dios requirió de Adán lo que demanda de ti y de mí: que amemos a Dios sobre todas las cosas y a nuestros prójimos como a nosotros mismos. Pero nuestro Señor Jesús hizo del mandamiento del amor la pieza central de su enseñanza. De hecho, todo su ministerio estaba diseñado para enseñarnos que el amor es la ley de Dios, la cual todos han quebrantado, como también el don de Dios que ayuda a todos los seguidores de Jesús a llevar una nueva vida. Por tanto, el mandamiento del amor puede ser llamado una ley que aprendemos de Jesucristo (Gal 6:2).
5. ¿Puedes vivir de acuerdo con todo esto perfectamente?
No, porque tengo una tendencia natural a odiar a Dios y a mi prójimo.
El pecado es no atinar en el blanco
La palabra cristiana para la causa de la miseria humana es pecado. Ustedes saben qué es cuando conocen la ley de Dios. El pecado es infracción de la ley de Dios (1Jn 3:4).
La Biblia tiene muchas palabras para pecado: transgresión, injusticia, iniquidad, etc. Estos nombres diferentes se pueden reducir a dos clases de pecado. Una clase es muy bien conocida. La otra clase la conoces cuando eres cristiano.
La primera clase es transgresión o infracción. Cometes este pecado cuando rebasas la línea, cuando entras a territorio prohibido, cuando violas las reglas y haces lo que se supone que no debes hacer.
La otra clase de pecado lo llama la Biblia “no dar en el blanco, fallar, equivocarse”. Es fácil entender lo que esta figura de lenguaje quiere transmitir, especialmente ahora que se venden otra vez en las tiendas los arcos y flechas. Aquí está el centro o blanco. El pequeño círculo del centro en el blanco es el objetivo. ¡Dispara! Muy a la izquierda. Arriba a la derecha. Vuelves a disparar y fallas otra vez.
Esta flecha es tu nuevo día, fresco y no usado, pero cuando la flecha se agota, no ha alcanzado el objetivo. Este objetivo es tu matrimonio y debe alcanzar la meta de Dios, pero falla en darle al objetivo. Esta flecha es tu vida. ¿Qué tal si falla en darle al objetivo de Dios?
Pecar es fallar en alcanzar la meta. Todos pecan, todos no dan en el blanco, todos no alcanzan la gloria de Dios (Rom 3:23).
Hace años, Art Linkletter solía entretener a los adultos escribiendo y hablando acerca de los niños. Una vez entrevistó a niñitos y les preguntó a qué persona amaban más. “A mi maestro”, dijo uno de ellos. “A mi mamá”, dijo otro. Entonces le preguntó a un niñito, “¿A quién amas más?”, y el niñito dijo, “Al Señor Jesús”. Inmediatamente Art enfocó más la pregunta, “¿Por qué lo amas tanto?” “Porque murió por mis pecados”. “¿En serio? … ¿Hiciste muchos pecados?” “Sí”. “¿Qué pecados hiciste?” “No sé”. “Ándale, solo menciona uno”. “A veces robo de la caja de galletas”.
Y eso lo que la mayoría de los adultos todavía entienden por pecado. Es robar de la caja de galletas. La caja de galletas es diferente para uno de seis años de lo que es para uno de dieciséis, y cuando la gente tiene cuarenta años podrían meter sus dedos en otra caja diferente, pero es el mismo antiguo concepto. Es atractivo porque sabe tan sabroso y está prohibido por las reglas de los ciudadanos ordinarios. Es por eso por lo que se llama pecado, y todos los “adultos mayores” sonríen.
La comprensión cristiana del pecado es más profunda. El pecado es nuestra inhabilidad de amar a Dios y amar a nuestros prójimos, no es meramente que hagamos cosas malas, pensemos pensamientos sucios, hagamos errores y no seamos perfectos; el pecado es falta de amor. La miseria de la humanidad no es que todavía tenemos hambrunas a gran escala, no que unos pocos son ricos a expensas de muchos, no que tengamos accidentes que destruyen las vidas, y no que la edad avanzada haga estragos en hombres fuertes y en mujeres encantadoras. Todas estas cosas son ciertamente parte de la miseria de la humanidad, pero nuestra miseria es que no amamos a Dios por sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Esa ha sido siempre nuestra miseria, esa es todavía nuestra miseria, y esa será la última miseria del infierno cuando Dios haya retirado la última calidez de su amor.
Somos personas tambaleantes en un globo remolinante. Por naturaleza ninguno de nosotros puede alcanzar su destino, somos flechas desviadas y barcos sin timón. Simplemente no está en nosotros amar a Dios por sobre todas las cosas y a nuestros prójimos como a nosotros mismos. Estamos alejados de nuestro verdadero entorno. De hecho, por naturaleza odiamos a Dios y a nuestros prójimos.
Amor, indiferencia u odio
“Tengo una tendencia natural a odiar a Dios y a mi prójimo”. Muchos de nosotros vacilamos en usar la palabra fuerte odio. Admitiremos que la naturaleza humana es indiferente a Dios y que todos son de corazón egoístas, pero decir que nuestra disposición natural es una de odio hacia Dios y hacia el prójimo parece ser un juicio áspero indebido.
Tendremos ocasión de regresar a la pregunta del alcance de la maldad humana. Por ahora debemos considerar dos cosas. Primero, aquellos de nosotros que dudamos de que los seres humanos realmente odian a Dios y a sus prójimos fundamentan su protesta en su propia experiencia. La mayoría de nosotros nos hemos conocido a nosotros mismos y a nuestros prójimos en circunstancias razonablemente civilizadas y en el contexto de una democracia tolerante. Debemos agradecer a Dios por aquellas circunstancias y orar que el Señor continúe manteniendo esta preservación benevolente de la civilidad. Sin embargo, hay la posibilidad de que nosotros también un día seamos conducidos a través de una crisis en la que lleguemos a ver lo que hay en un corazón humano, incluyendo el nuestro. Algún día nuestros corazones admitirán que la Biblia tiene razón.
Y ese es nuestro segundo punto. Nuestra confesión de que la inclinación del corazón humano es odio en vez de amor no es una afición calvinista de nuestros maestros o un vestigio de tiempos barbáricos; es la interpretación bíblica de la condición humana. Tú y yo podemos pensar que aquellos que ignoran a Dios mientras juegan en este mundo, con manos llenas de golosinas, son meramente graciosos e indiferentes. Podemos pensar que la persona que vive para el aquí y ahora es simplemente demasiado descuidado para ser religiosa. Pero la Biblia interpreta la “mente que está fijada en la carne” como un caso de “hostilidad”. ¡Tal persona odia a Dios! No se somete ni puede someterse a la ley de Dios (Rom 8:7). La persona que piensa que él o ella no necesita al Creador para vivir la vida o enseñar filosofía es, de acuerdo con estándares bíblicos, no solo cortésmente indiferente, sino un “necio” que odia al que sostiene su aliento (Sal 14:1, etc.). Y cuando la luz bíblica cae sobre los círculos chismosos en la taberna y salones de belleza, estas personas están escupiendo el veneno de víboras (Rom 3:13-14) y diseminando un fuego que fue encendido en el infierno (Stg 3:6).
Redirigir las flechas
Hubo al menos un Hombre en este mundo cuya vida estaba tan dirigida hacia la meta que alcanzó el objetivo de Dios, clamando, “¡Terminado! ¡Está consumado!” Jesús amó a su Padre con su corazón, alma y mente, y con cada gramo de su fuerza. La suya fue una vida de éxito. Esta flecha dio en el blanco.
Hemos dicho anteriormente que la ley de amor es tan vieja como la creación, sin embargo, la suma de ella nos fue revelada por Jesucristo. Es un mandamiento antiguo porque es la ley de Dios para la humanidad; sin embargo, es nuevo porque vino a nosotros a través de la palabra y obra de Jesús. Incluso el apóstol Juan parece tartamudear cuando escribe acerca de este mandamiento de amor que es antiguo y sin embargo nuevo. “No os escribo mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo…Sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo, que es verdadero en él y en vosotros, porque las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra. El que…aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas. El que ama a su hermano, permanece en la luz… (1 Jn 2:7-10).
El odio es tinieblas en las que la gente mal dirigida deambula. El amor es luz que viene al mundo con Jesús y se queda en el mundo por su Espíritu.
Ustedes saben cómo los gansos vuelan al sur: cada ganso no despega y trata de llegar allá por su propio poder. Ellos vuelan en formación, seguros de su meta. Vuelan en la forma de una V para victoria, determinados y con rumbo a su objetivo.
Ninguno de nosotros puede despegar y alcanzar la meta, pero Cristo nos congrega, nos ama y nos enseña cómo obedecer el mandamiento del amor. Ahora vamos en la dirección que no podríamos ni iríamos. “Sígueme”.
Si concordamos con el diagnóstico de Dios, sabemos que solo hay una solución: Jesús. No nos ayuda conocer la ley porque no podemos hacer la ley, pero sí nos ayuda conocer a Jesús. Solo Él puede desviar el curso de la flecha y cambiar la dirección de nuestras vidas.
Dios, que requiere amor, ha dado amor. Ese amor fue carne y sangre en Jesucristo. Y ya que Cristo sigue vivo, aquellos que miran a Él recibirán ahora la misma cualidad de amor por el Espíritu Santo (Rom 5:5).