EL CONOCIMIENTO DE LA MISERIA
Autor: Dr. J. R. Beeke
Traductor: Valentín Alpuche; Revisión: Jean Carlos Morán, Francisco Campos
(Día del Señor 2, Pregunta 3)
Salterio 326:1, 2, 4
Escritura: Romanos 3:19-31
Salterio 438:3, 4
Salterio 103:2, 4
Salterio 140 (segunda melodía)
Querida congregación,
Les pedimos su atención para el Día del Señor 2, Pregunta 3, de nuestro Catecismo de Heidelberg:
Pregunta 3: ¿Cómo conoces tu miseria?
Respuesta: Por la ley de Dios.
Con la ayuda de Dios, queremos considerar con ustedes hoy:
El conocimiento de la miseria
1. ¿Qué es la miseria?
2. ¿Qué es la Ley?
3. ¿Cómo conocemos nuestra miseria por la ley?
Repito: El conocimiento de la miseria: primero, ¿Qué es la miseria?; segundo, ¿qué es la ley?; y tercero, ¿cómo conocemos nuestra miseria por la ley?
Hoy, congregación, comenzamos la primera sección importante de nuestro Catecismo de Heidelberg, la sección llamada “De la miseria del hombre”. Nuestro instructor comienza esta sección de una manera muy personal. Él dice: “¿Cómo conoces tu miseria?” Nadie puede excluirse a sí mismo. Niños, jóvenes, padres, abuelos, solteros: todos están incluidos. ¿Cómo conoces tu miseria? Él no está preguntando si conoces la miseria de otra persona; no te está pidiendo que mires en la conciencia de otro, sino en tu propio corazón: “¿Cómo conoces tu miseria?” Él está hablando de cada uno de nosotros y de nuestra propia miseria personal.
Esta pregunta infiere que usted y yo debemos conocer nuestra miseria. La palabra “conocer” aquí no es solo un conocimiento especulativo, sino un conocimiento interno del corazón. Debemos experimentar nuestra miseria. Nuestra miseria debe tocar nuestros corazones. Por lo tanto, “¿Cómo conoces por una experiencia personal tu propia miseria?”
Usted puede decir: “Esa pregunta está bien”, pero en realidad ¿qué quiere decir con la palabra “miseria”? Miseria proviene de una palabra latina que significa desgracia. Su significado es el mismo que la palabra usada por Pablo en Romanos 7 cuando exclamó: “¡Miserable de mí (o miserable hombre)! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”. Se usa de nuevo en Apocalipsis 3:17, “Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo”. Los significados de las raíces alemanas y holandesas de la palabra “miseria”, “ellende” o “ellend“, contienen la idea de ser exiliado o desterrado. El significado fundamental de la miseria en estos idiomas es ser expulsado, ser desterrado, ser exiliado a un país extranjero. Por lo tanto, la idea de la miseria es que tú y yo por naturaleza somos todos exiliados; todos estamos en un país extranjero; todos estamos desterrados de nuestro hogar original en el paraíso. No estamos en casa, aunque tratemos de convencernos de que estamos en casa. Vivimos alienados, exiliados, desterrados de Dios.
La palabra “miseria” es más amplia que la palabra “pecado”, porque la miseria implica tanto la culpa del pecado como todas las consecuencias y el castigo del pecado. Por lo tanto, la miseria es un término amplio que incluye todo nuestro pecado, la culpa y todas las consecuencias miserables que fluyen de nuestro pecado y culpa. La miseria golpea el núcleo mismo de nuestra naturaleza pecaminosa porque es el pecado el que ha hecho la separación entre Dios y nosotros; el pecado destruyó la armonía del paraíso y continúa destruyendo la armonía en todas las esferas de la vida hasta este mismo día. La miseria incluye todos los resultados del pecado, todo lo que fluye de esa corrupción que elegimos en el paraíso.
Este es ahora nuestro estado, querida congregación, por naturaleza. Somos miserables porque estamos exiliados, vagando lejos de Dios, llenos de pecado, en peligro de destrucción, y lo peor de todo, no conocemos nuestra miseria. Puede que hablemos de nuestra miseria, sí, incluso confesar nuestra miseria, cuando tenemos una perspectiva conservadora de la vida y creemos en la Biblia. Pero lo que nuestro instructor nos dice es esto: No es suficiente hablar de ello y confesarlo; debemos conocerlo con nuestro corazón y entenderlo por la luz del Espíritu Santo. La razón no es, repito, no lo es, porque nuestro instructor simplemente quiere hacernos miserables. Ese no es el punto. El punto es que somos miserables. Nuestro instructor solo quiere que veamos lo que somos para que, a su vez, pueda conducirnos al Señor Jesucristo. La experiencia de nuestra miseria nunca es un fin en sí misma, sino que es una forma o medio por el cual podemos ser guiados a ver nuestra necesidad de Cristo como el único consuelo en la vida y la muerte.
El propósito de nuestro instructor no es ser negativo. Nunca es su intención separar los Días del Señor 2 al 5, la sección sobre la miseria, de los Días del Señor 5 al 31, la sección sobre la liberación. Su intención es que el Espíritu Santo bendiga su enseñanza para dar cabida a ese gran Libertador, para que nuestras pobres y miserables almas, viendo lo que somos y lo que necesitamos, puedan ser conducidas a Aquel que es la justicia, la santificación, la sabiduría y la redención de su pueblo.
Tal vez te preguntes: “¿Pero cuán profundo debe llegar a ser mi sentido de la miseria antes de que haya espacio para Jesucristo?”. Lo suficientemente profundo, para que experimentemos la naturaleza provocadora del pecado que provoca a Dios para que el pecado se vuelva excesivamente pecaminoso, y que nos demos cuenta de que nuestro pecado nos lleva justamente bajo la ira de un Dios justo y santo. Pero no debemos pensar que podemos experimentar la miseria en su realidad total en nuestras vidas. Eso es imposible. Jeremías dijo: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” Ningún hombre puede conocer el alcance total de la miseria de su corazón. Ese no es el punto. El punto es que debemos conocerlo lo suficiente como para saber que somos pecadores perdidos que no podemos salvarnos a nosotros mismos de ninguna manera, y que somos impulsados a alejarnos de nosotros mismos y acudir al Señor Jesucristo.
Debemos aprender que toda nuestra miseria en este mundo está inseparablemente ligada al pecado mismo y no a causas secundarias como al hombre moderno le gusta afirmar. Hoy en día hay muchos que dicen: “Bueno, mi miseria es solo mi desgracia”, o, “Es solo el resultado de mis enemigos”, o, “Se debe a mi educación”, o, “Según mi horóscopo, se debe a mi fecha de nacimiento”, o alguna otra cosa extraña. Necesitamos una instrucción más confiable. Tenemos que ver que la causa de toda la miseria de este mundo radica en nuestro pecado.
Por otro lado, aunque nunca conozcamos toda la miseria de nuestra vida, nuestra convicción de la miseria debe ir más allá de un mero reconocimiento de que somos miserables. Todos en este mundo experimentan tiempos de miseria. La miseria es una experiencia universal. Todo el mundo sabe lo que es sentirse miserable, ser miserable. Todos admitirán que han cometido algún pecado, que han hecho cosas que están mal en su vida, y que esas cosas equivocadas les han causado problemas, problemas y miseria.
La conciencia de tener cierto grado de miseria es universal. Cada día que recogemos un periódico nos damos cuenta de que algo anda muy mal con la humanidad. Hay algo miserable en el hombre pecador. Nuestro instructor no está preguntando: “¿Estás experimentando alguna miseria?”, sino que está preguntando: “¿Cómo conoces tu miseria?” ¿Cuál es la fuente de tu miseria? ¿Cuál es la norma por la cual te juzgas a ti mismo y ves que eres miserable? Si la norma por la que nos juzgamos a nosotros mismos es simplemente nuestras conciencias o lo que otras personas piensan de nosotros, entonces pensamos que saldremos bastante bien y diremos: “Bueno, tengo momentos de miseria, pero no soy del todo un pecador miserable”. Entonces nunca experimentaremos: “Me aborrezco a mí mismo y me arrepiento en polvo y cenizas”.
Tiene que haber una norma diferente, congregación. Nunca te convertirás en un pecador totalmente perdido ante un Dios santo y justo, nunca necesitarás al único Redentor si usas como norma, como criterio de juicio, las opiniones de los hombres o tu conciencia que siempre está tratando de justificarse.
Por lo tanto, la pregunta 3 inquiere: ¿Cuál es la norma que te enseña y te muestra tu miseria? Entonces nuestro instructor responde: “Conozco mi miseria, no de las comparaciones humanas, no de mi conciencia, sino “por la ley de Dios”. La ley de Dios es la norma de Dios; es el estándar de Dios; es la voluntad de Dios. La ley es la voluntad de Dios con respecto a la naturaleza, la posición, el funcionamiento y la vida de cada criatura, pero especialmente del hombre caído. La ley de Dios es la voluntad revelada de Dios. Sale del corazón de Dios. Dios usa esa ley como la norma por la cual tú y yo somos llamados a juzgar nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras obras. Por lo tanto, todo lo que está de acuerdo con esa ley es normal y todo lo que no está de acuerdo con esta norma de Dios, esta ley de Dios, es anormal y, por lo tanto, miserable. Porque todo lo que es anormal es pecaminoso y todo lo que es pecaminoso da frutos de miseria. Esta ley determina lo que es normal y lo que es anormal.
Esta ley es el estándar de Dios para mostrarnos lo que debemos ser y lo que debemos hacer. Refleja la soberanía de Dios y su santidad; revela su corazón; revela quién es Él y lo que Él espera que seamos. Dios es el dador de la ley. Él tiene el derecho divino de proclamar esta ley, de establecer esta norma y de decir: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas”. Él tiene todo el derecho de exigir la obediencia perfecta a esta ley de ti y de mí, porque Él nos creó en Adán perfectamente capaces de obedecer esta norma, esta ley de Dios.
Adán y Eva, mientras que estaban en el estado de rectitud y no habían caído, estaban obedeciendo la ley de Dios. Eran normales antes de caer. Su vida estaba de acuerdo con la santa y soberana voluntad de Dios. Era absolutamente perfecta. Vivían en armonía con Dios y su ley. No había nada entre Dios y ellos. Eran normales.
Leemos en Romanos 3:20, “ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. La ley es usada por el Espíritu Santo para confrontarnos en todos los lados. Mientras vivamos normalmente, es decir, en obediencia (porque la obediencia es la verdadera definición de ser normal), la ley no hablará en contra de nosotros. Pero cuando pecamos, cuando nos volvemos anormales, la ley nos aplastará y nos maldecirá en el mismo momento en que transgredamos contra Dios. Es esto lo que nuestro instructor dice que debemos experimentar, ese poder aplastante y maldito de la ley contra nuestro pecado y miseria.
Hoy, por supuesto, ya que todos son pecadores, somos propensos a pensar que es normal ser pecador, pero eso no es cierto, congregación, porque nuestra naturaleza antes de caer era sin pecado. Fuimos creados libres de pecado. ¿Es normal que un pez esté fuera del agua? Dices: “No, es anormal y ese pez morirá”. Así es con nosotros. Por naturaleza estamos viviendo vidas anormales, estamos espiritualmente muertos; somos como peces fuera del agua cuando pecamos. Dios nos hizo justos y santos. La ley exige obediencia.
Cuando hablamos de la ley en el Día del Señor 2, nos referimos especialmente a la ley moral, los diez mandamientos. Las leyes ceremoniales y leyes civiles las abordaremos más adelante. Tienen ciertos principios que pueden servir como buenas directrices, pero en términos de sus mandamientos particulares son abolidos en Jesucristo. Pero esta ley moral permanece. Dios la escribió en piedra, y es esta ley la que también debe permanecer en nuestras vidas y corazones. Esta ley exige amor por encima de todo. Dios insiste en que obedezcamos perfectamente esta ley, que estemos perfectamente amándolo a Él por encima de todo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Dios pone esta ley delante de nosotros, esta ley santa que leemos cada sábado de Éxodo 20, y Él dice, por así decirlo: “Esta ley ha de ser tu norma. Esta va a ser tu vara de medir. Esta será tu espejo en el que mires para ver lo que eres. ¿Obedeces los mandamientos de esta ley? ¿Evitas las prohibiciones de esta ley? ¿Me amas por encima de todo? ¿Amas a tu prójimo como a ti mismo?”
Así es como debemos compararnos a nosotros mismos, por medio de la ley de Dios. “¿Cómo conoces tu miseria?” No de la comparación humana, no de mi conciencia voluble, sino de la norma inmutable, objetiva y concreta: la santa ley de Dios.
Verás, congregación, si nos juzgamos a nosotros mismos por cualquier otra cosa, saldremos como jóvenes gobernantes ricos, autojustificados; o seremos como fariseos que desprecian a los demás y dicen: “Dios, te doy gracias porque no soy como ese hombre, o como esa persona, o como esa otra persona”. Nos convertiremos en algo a nuestros propios ojos. Si nos juzgamos a nosotros mismos por nuestras conciencias y desvinculamos nuestras conciencias hasta cierto punto de esta santa ley, desarrollamos nuestro propio conjunto de aciertos y errores. Eso es lo que está sucediendo en la sociedad actual. La gente dice: “Bueno, si sientes que es correcto, sigue adelante y hazlo”. Si hay dos adultos que consienten mutuamente que no están dentro de los lazos del matrimonio, pero sienten que está de acuerdo con sus conciencias participar en la intimidad física, la sociedad moderna difícilmente lo condenará. El humanismo moderno dice: “Depende de tu conciencia”.
El fruto de tal humanismo es que nuestra sociedad ha sacado la ley de Dios del aula y, en última instancia, de los corazones de la gente al convencer a todos de que son una ley para sí mismos. Si eres budista, vives de acuerdo con tus leyes budistas; si eres cristiano, vives de acuerdo con tus leyes cristianas. Cada uno tiene que decidir por sí mismo. Esa es la filosofía de nuestros días. No existe una norma objetiva; no hay ninguna ley por la cual uno pueda examinarse a sí mismo y ser declarado culpable o absuelto. Tan pronto como una sociedad quita el espejo de la santa ley de Dios y ya no se mira a sí misma en ese espejo, congregación, el caos es el resultado.
Ayer iba detrás de un coche que tenía una pegatina en el parachoques que decía: “¿Estás en contra del aborto? Entonces no te hagas uno”. Esta es nuestra filosofía moderna, supuestamente liberadora: depende de ti. Si no desea un aborto, no lo tenga, pero no trate de decirle a otras personas que no pueden tener uno. ¿Por qué no? Porque no hay ley. Como en los días de los jueces, cada hombre puede hacer lo que es correcto a sus propios ojos.
En consecuencia, nosotros, como nación, podemos continuar sancionando el asesinato de bebés por nacer en el útero. ¡Qué triste y trágico comentario es este, congregación, que nuestra sociedad ya no conoce su miseria por la ley de Dios! Invertimos miles de millones de dólares en programas de prevención del delito y en todo tipo de otras cosas. Tenemos que construir cárceles más grandes; tenemos que multiplicar nuestras fuerzas policiales. Esas cosas pueden ser buenas en sí mismas, pero no vemos el problema de raíz: que hemos abandonado el único estándar de criterios, la santa ley de Dios.
Lo que la sociedad necesita, tú y yo lo necesitamos individualmente. ¿Cómo podemos tú y yo conocer nuestra miseria personal? Por la ley. El Espíritu Santo pone la ley como un espejo ante nuestros corazones, y por su poder iluminador enciende, por así decirlo, la luz en la oscuridad de nuestros corazones, para que podamos ver quiénes somos en el espejo de esta santa ley. Entonces se volverá real: “Me aborrezco a mí mismo y me arrepiento en polvo y ceniza”.
Lo veremos más adelante, en nuestro tercer pensamiento, después de cantar primero desde Salterio 103, estrofas 2 y 4.
¿Cómo pone el Señor este espejo ante nosotros y nos convence de nuestro pecado y miseria? Él lo hace especialmente, congregación, bajo la predicación del evangelio, cuando por Su Espíritu Santo toma la santa ley y la pone ante el corazón de cada oyente individual. Cuando el Espíritu Santo convence por esa ley al mostrar al oyente individual el amplio significado de esa ley, las consecuencias de largo alcance de esa ley, la profundidad de sondeo de esa ley, el carácter espiritual de esa ley que exige amor puro a Dios sobre todo y a mi prójimo como a mí mismo, ese pecador confiesa: “Mi vida no es así; mi vida es fundamentalmente diferente. En lugar de vivir para la gloria de Dios y para el bienestar de mi prójimo, esencialmente estoy viviendo para mí mismo”. La ley pincha la conciencia, silencia al pecador, lo deja sin excusa, y clama: “Soy culpable, soy impuro, soy un pecador a los ojos de un Dios santo y justo”.
La ley habla por el poder iluminador del Espíritu Santo con autoridad, y el pecador es asesinado en la presencia de Dios todopoderoso. La ley descubre la naturaleza del pecado. Descubre la fuerza del pecado. Revela la culpa del pecado. Esto inclina al pecador hasta el polvo y lo hace confesar ante un Dios santo, que siempre es obediente a su propia ley: “Soy digno de muerte. Soy digno de ser expulsado de la presencia de este Dios santo y justo”. Entonces ya no podemos alegar que el pecado es ignorancia, sino que aprendemos que el pecado es la transgresión de la ley. Entonces la ley me muestra mi propio pecado, transgresión y culpa, y aprendo a orar con David: “Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado” (Salmo 51:1-2).
Debo preguntarte a ti y a mí mismo, ¿alguna vez la ley en las manos del Espíritu te ha convencido de pecado, alguna vez te ha mostrado que todo tu ser es corrupto, que toda la dirección y el fundamento de tu vida están completamente equivocados, sí, que todo es pecaminoso? ¿Alguna vez has aprendido que ni por un momento estás amando a Dios por encima de todo, y por lo tanto nunca estás obedeciendo la primera tabla de la ley? ¿Has aprendido que ni por un momento estás amando a tu prójimo verdaderamente como a ti mismo, y por lo tanto nunca estás obedeciendo la segunda tabla de la ley? Por lo tanto, siempre eres un pecador en la presencia de un Dios santo y justo. ¿Alguna vez esa verdad se ha hundido profundamente en tu corazón? ¿Has experimentado su realidad?
“¿Cómo conoces tu miseria?” ¿Ha sido la ley la herramienta de convicción de Dios para despojarte de toda tu justicia? Esta ley convincente es, por supuesto, en su sentido más profundo, la obra del Espíritu de Cristo y es enviada por Cristo. Predicaremos acerca de eso la próxima vez, si el Señor quiere, de la Pregunta 4. Pero eso no quiere decir, como algunos lo hacen en nuestros días, que conocemos nuestra miseria solo al venir a la cruz del Calvario y contemplar al Cristo crucificado y moribundo, y por lo tanto podemos pasar por alto la convicción de la ley como el medio que Dios normalmente usa para conducir a los pecadores a la cruz. El pueblo de Dios queda convencido de su pecado en el Gólgota en el camino de la santificación. Una vez que han llegado a conocer la salvación en Cristo, son convencidos por su contaminación continua cuando contemplan las heridas de Jesús. Pero aquí nuestro instructor aún no está tan lejos. Él está hablando del camino a Jesús.
“¿Cómo conoces tu miseria? Por la ley de Dios”. A medida que la ley hace su obra, el pecador comienza a darse cuenta cada vez más de su impotencia. Comienza a sentir que necesita una justicia foránea, una justicia fuera de sí mismo (esa era una de las expresiones favoritas de Lutero: una justicia foránea/ajena). Esta debe ser una justicia con la que el pecador no tiene nada que ver porque manchará todo con su pecado; una justicia, en otras palabras, que fluye de Jesucristo. A medida que comienza a darse cuenta de estas cosas, la ley comienza a guiarlo como un tutor, como un maestro, al único Salvador. Eso es lo que necesitamos, congregación. Esa ley debe arar en nuestros corazones tan profundamente como para que nuestro corazón se rompa y clamemos: “Confieso mi transgresión”. Entonces hay espacio para que la semilla del evangelio sea sembrada en toda su plenitud en Jesucristo. Luego hay espacio para las preciosas promesas de la Palabra de Dios. Luego hay espacio para que la proclamación sea recibida en el corazón: que los pecadores perdidos son aquellos bienvenidos en el trono de la gracia. Luego hay espacio para la liberación.
Pero a menudo una gran lucha en las vidas de las personas preocupadas es: “¿Es realmente mi convicción lo suficientemente profunda?” A veces he conocido a personas que dicen: “He quedado convencido de mi pecado tan profundamente como para saber que soy un pecador perdido, que merezco ir al infierno, y sé que necesito un Salvador. Mi corazón está siendo atraído hacia Él porque no hay justicia en mí. Lo que me preocupa tanto es que mi convicción del pecado en el pasado no ha sido lo suficientemente extensa ni lo suficientemente profunda”.
¿Qué debemos responder a tal persona? Debemos decir, congregación, que si la ley nos ha convencido de pecado hasta el punto de que realmente creemos y experimentamos que somos dignos del infierno y sentimos nuestra necesidad de un Salvador, entonces la ley ha alcanzado su primera meta. Esa es la primera meta de la ley en las manos de Dios. El objetivo de la ley es convencernos lo suficiente de nuestro pecado para conducirnos como pobres pecadores perdidos a la cruz. Siempre hay algunas personas que dicen: “Me temo que incluso eso no es suficiente. Siento, como algunas de las autobiografías de generaciones pasadas, que algunos son impulsados a la desesperación total, y nunca he sido llevado a la desesperación total. No puedo recibir la libertad del Evangelio hasta que sienta que mis convicciones son tan profundas como las que he leído en estos libros”.
Por las tentaciones de Satanás, estas personas les roban a sus propias almas el consuelo que se le asigna legalmente como pobres pecadores que son llevados a confiar en la justicia de Cristo. J.C. Philpot dijo: “Satanás nunca mantendrá un alma fuera del cielo, sino que mantendrá el consuelo del cielo fuera del alma”. Eso es lo que hace Satanás, congregación, cuando cambia al creyente diciéndole: “Tienes que llegar a un punto en el que sientas que estás convencido tan profundamente para que puedas tener esperanza en Jesucristo”.
Mi querido amigo, el mayor peligro es que alguna vez llegues a ese punto, porque cualquiera que sienta que está condenado tan profundamente es que no ha sido condenado lo suficiente. Jeremías 17:9 nos dice que tú y yo nunca podremos saber el alcance total de nuestra miseria. Nunca puedes ser condenado tan profundamente en tu propia estimación. Siempre te quedarás corto. Esperemos que tu convicción de tu falta de convicción permanezca toda tu vida. Pero ¿por qué digo eso? Porque tan pronto como creas que estás condenado muy profundamente, ¿qué vas a hacer? Vas a construir tu salvación, no solo sobre la gracia gratuita de Cristo, sino sobre la profundidad de tu propia convicción. Entonces te salvarás con tu miseria. Serás una de esas personas que hablará mucho sobre la miseria en las visitas familiares. Y cuando los oficiales te preguntan: “¿A dónde te llevó tu miseria? ¿Cuál fue la solución de esa gran carga de pecado?”, no tendrás nada que decir.
Entonces, congregación, solo podemos concluir que toda esa llamada convicción profunda que pensabas haber experimentado no es más que gracia común, convicciones comunes, porque donde realmente existe la obra del Espíritu Santo, donde la ley mata al pecador, entonces ese pecador necesita una solución. Él no puede continuar sin un Salvador. Necesita una respuesta. Él necesita un Redentor. Necesita a alguien que lo libere del horrible pozo y de la arcilla del pecado, que ponga sus pies sobre una roca y que establezca sus pasos (Sal 40:2).
Entonces, ¿qué estoy diciendo? Estoy diciendo que hay dos peligros cuando se trata de la convicción de la ley. Un peligro es que un pecador perdido y aislado quede atrapado en la trampa de Satanás, que su convicción aún no sea lo suficientemente profunda. Por lo tanto, se mantiene en la oscuridad y la esclavitud durante muchos, muchos años. El otro peligro es que un pecador que no ha sido condenado por la ley, pero se siente atraído por el mensaje del evangelio, piensa ir directamente a la cruz con sus propias fuerzas. Piensa que es salvo porque siente algo de amor por Jesús y tiene el perdón de sus pecados, cuando el pecado nunca se ha convertido en pecado para él; cuando nunca se ha aborrecido a sí mismo, nunca se ha arrepentido en polvo y ceniza, nunca se ha vuelto digno del infierno, nunca ha experimentado la obra de la ley como un arado para anular su alma.
Por lo tanto, nunca ha hecho un espacio genuino para Cristo. Cuando ese es el caso, entonces la experiencia de Cristo también suele ser artificial y nunca tendrá mucha sustancia, ninguna profundidad, ninguna realidad. Lo que necesitamos es no ser llevados a la desesperación. Lo que necesitamos es que la ley se convierta en nuestra norma, y que esa norma del Espíritu Santo nos convenza de pecado, de justicia y de juicio, para que nos convirtamos en pecadores perdidos ante un Dios santo y justo, y que aprendamos entonces a no justificarnos sino a decir: “Señor, Tu ley es normal, pero yo soy anormal; soy digno de que me deseches para siempre. No soy digno de la menor de todas tus bendiciones.”
Lo que necesitamos es que la ley pueda quebrantar nuestro corazón, que podamos aprender a lamentarnos por el pecado, y luego ser guiados con ese dolor a la cruz solamente. Necesitamos experimentar lo que Juan el Bautista predicó: “Arrepentíos, arrepentíos… ¡He aquí, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo!”
Oh congregación, el arrepentimiento piadoso despoja al pecador de toda su justicia para llevarlo a la cruz, donde aprende un arrepentimiento aún más profundo, un arrepentimiento evangélico más puro. El arrepentimiento es la necesidad de nuestro tiempo, para que los pecadores puedan humillarse hasta el polvo, ser atraídos a la cruz, experimentar la liberación del Cordero de Dios, y luego aprender a arrepentirse por los pecados cometidos después de recibir la gracia. En el Cordero de Dios, un pecador que es anormal a causa del pecado, es normalizado por la obediencia activa y pasiva del Señor Jesús a la ley, y es recibido por el Padre como justo a sus ojos. Es solo de esta manera, cuando nos refugiamos por fe en un Salvador que ha cumplido la ley, que ha hecho todo, que nuestras almas anormales pueden encontrar la normalidad, pueden encontrar la obediencia perfecta, pueden encontrar la justicia en la justicia de Jesús. Entonces experimentaremos: “La ley de Dios me ha guiado como un guía a Jesucristo”.
Congregación, “¿Cómo conoces tu miseria?” ¿Puedes decir: “La fuente de mi miseria es por la ley de Dios? Dios me ha enseñado a ver mis pecados en el espejo de la ley, y donde la ley me ha expuesto, Él me ha llevado al espejo de Jesucristo para ver, en las palabras de Calvino, “mi justicia reflejada en la obediencia del Cordero de Dios”. Tú y yo debemos conocer nuestro pecado para conocer la gracia del evangelio de Dios en Jesucristo, para que lleguemos a ser nada y Él se convierta en el todo en todo.
Amén.
Salterio 140: Todas las estrofas (segunda melodía).