Los siete pecados capitales y una cultura enferma de pecado
Autor: J. Mark Beach
Traductor: Manuel Bento
Este artículo está adaptado de la edición del 2022 de septiembre de The Messenger
Los siete pecados capitales o mortales tristemente proyectan una gran mueca sobre nuestra tierra hoy día. El diablo sonríe burlonamente, porque nuestra cultura promueve el orgullo: orgullo deportivo, orgullo estatal, orgullo étnico y orgullo gay. La envidia es bienvenida, siempre y cuando tú seas aquel a quien envidian, mientras que la ira está a la orden del día. Todos los pecados del pasado deben ser corregidos. La gente lanza su ira en la calle y en las redes sociales. La pereza (una forma de ingratitud y hastío) ha llegado a definir a una parte de la generación del milenio; nada es demasiado bueno y no vale la pena trabajar por el futuro. En cuanto a la codicia: bueno, la codicia es buena. Enciende los motores de la economía. Con respecto a la gula, bueno, con ese pecado finalmente llegamos a uno que nuestra cultura colectiva considera pecado: es vergonzoso tener panza, pero otros celebran sus abultados muslos como la belleza de su ser. Finalmente, las sociedades norteamericana y canadiense ya no pueden sonrojarse, porque la lujuria es exquisita para una sociedad lujuriosa. ¡Amamántenla, nútranla! ¡Protéjanla por todos los medios!
Estos pecados (que son tan comunes y acechan justo bajo la superficie de nuestras convenciones sociales) producen una repercusión enorme que daña la vida humana. Estos pecados (que se llaman mortales porque, como madres embarazadas, fácilmente dan a luz a otros pecados) deben combatirse. De hecho, al librar la batalla de la vida cristiana, el conocimiento de los siete pecados capitales nos ayuda a ver dónde y cómo el diablo gana ventaja en nuestras vidas para llevarnos a la desgracia. Miremos brevemente cada uno de ellos.
El pecado del orgullo se basa en una suposición en la que la persona no está sujeta a Dios y a su voluntad. El orgullo es el más alto en la lista de los siete pecados capitales. Por supuesto, como cristianos, tratamos de ocultarlo, y no admitimos fácilmente que somos orgullosos (lo cual con facilidad lleva a la presunción). Aunque el orgullo y el engreimiento no son lo mismo. Es por eso que hemos de tener cuidado, no sea que nuestros buenos dones (incluso nuestro arrepentimiento), se conviertan en una puerta a través de la cual se dé la bienvenida al orgullo en nuestros corazones. En la conocida parábola, el fariseo expresa gratitud por no ser como los demás. Pero está ciego acerca de sí mismo. No puede reconocer sus propios flagrantes pecados porque el orgullo se lo impide. El orgullo se afirma, con anchos hombros, firme y confiado. El fariseo se ve hermoso espiritualmente. «¡Mira Dios! Te gusta lo que ves ¿verdad?» («A mí me gusta lo que veo»).
Nosotros hacemos lo mismo, no cuando miramos a los pecados que reconocemos resueltamente, sino cuando apuntamos a aquellas áreas de nuestra vida que están intactas. El progresismo, el conservadurismo, el tradicionalismo, el liberalismo, el conocimiento teológico, el servicio cristiano (escoge lo que corresponda); el área vulnerable es con frecuencia aquella en la que te juzgas fuerte. Ahí acecha el orgullo.
Dios evaluó al fariseo de forma distinta a como el fariseo se valoraba a sí mismo (véase Lucas 18:9-14). Su orgullo es un pecado mortal.
La envidia viene a continuación. Es el pecado que duele por dentro. Envidiamos y nos duele. Es triste ser envidioso. Corroe nuestro espíritu. Nos desinfla y nos deprime. Además, la envidia nos ataca más con nuestros iguales. ¿Quién envidia la riqueza de Bill Gates? Es mucho más probable que envidiemos a un semejante. Es mucho más probable que un pastor envidie el mejor salario o el éxito que disfruta su colega cercano que el éxito (y la riqueza) de la evangelista televisiva Joyce Meyer. ¿Quién envidia a Aaron Rogers por su habilidad como «quarterback»? Es más probable que envidiemos los elogios que recibe un compañero de trabajo que las de una persona que juzgamos superior. La envidia es un pecado desagradable porque supone descontento e incluso tristeza por la bendición de otra persona. Así pues, la envidia está estrechamente ligada con el descontento por nuestra propia situación en la vida. Debido al orgullo y otros vicios, también es posible que queramos ser envidiados. Regalamos a los demás nuestros éxitos para sentirnos importantes y con la esperanza de ser envidiados. Quizás compramos nuevos dispositivos en la esperanza de ser envidiados. Todo esto es bastante patético, por supuesto. Pero así es el insípido gozo de querer hacer que otros se sientan mal por no reconocer nuestra importancia.
La envidia engendra deseos por ver caer al envidiado, por verlo fracasar, reprobar, y sufrir pérdida. Caín mató a Abel por envidia. Saúl miró con envidia a David (debido a la mayor alabanza que David recibió) y planeó matarlo.
Si los envidiosos son calvinistas, fácilmente culparán a Dios por la forma en que es la vida, porque Dios tiene el control. Podría hacer algo al respecto, pero no lo hace. En esta situación, la persona que envidia sufre más putrefacción del alma. La envidia es un pecado mortal.
Con la ira llegamos a un pecado enloquecedor e irracional, aunque, al final todos los pecados son estúpidos y sin sentido. Sin embargo, la ira nos ciega. Nos hace ver a otros como enemigos menos que humanos, no simplemente enemigos. La ira con frecuencia vive en un mundo de fantasía, imaginando «hacer justicia» en un mundo en el que hay tanto mal, especialmente aquel que te han hecho a ti o a aquellos cercanos a ti. De hecho, normalmente, tras la ira existe un enorme dolor. La ira es el mecanismo para escudar nuestra vulnerabilidad, nuestra debilidad. La ira se desata por autoprotección. Siendo un pecado mortal, fácilmente puede convertirse en hábito, formando surcos en nuestra psique, transformándose en nuestra actitud por defecto ante la decepción. Además, la ira se alimenta de sí misma. Gana tamaño e inercia como una bola de nieve rodando por una ladera nevada. Se vuelve más peligrosa y violenta conforme acelera y se ensancha. Puede hacer erupción violentamente, o arder en silencio. Sin embargo, en cualquiera de sus formas daña a los demás y a uno mismo. A diferencia de la de Dios, nuestra ira rara vez es justa. Traspasa las líneas de la justicia. Nuestra ira es injustamente vengativa y destructiva, es una pasión que se inflama o arde para hacer daño. Por eso, afligimos a otros con el trato silencioso; calumniamos o disminuimos a las personas que odiamos dando falso testimonio contra ellas; planeamos hacer mal de alguna forma, para que caiga sobre los objetos de nuestra ira. «Tendré mi justicia», protesta nuestro iracundo corazón, hablando consigo mismo. Pero ¿es la justicia a quien servimos? La ira es un pecado mortal.
La pereza es el pecado mortal más malentendido. No es vagancia, aunque el perezoso, como efecto secundario, se comporte como vago. Más bien, la pereza es un hartazgo espiritual, nacido del cansancio. Es una forma de ingratitud frente a la bondad divina; es desistir de la fe y descuidarse espiritualmente, expresada literalmente en la frase: «no podría importarme menos». En un sentido muy significativo, es una melancolía espiritual. Ahí es donde la pereza y la vagancia percibida entran en juego; los rasgos de vagancia son secundarios. El pecado de la pereza implica una voluntad envenenada hacia el bien espiritual. Se expresa con una actitud indiferente, desgastada y cansada hacia las cosas de Dios. Como tal, es una forma de desesperación y, por tanto, exhibe una falta de gozo espiritual.
La persona perezosa se siente como un tubo de pasta dental exprimido hasta ser vaciado, completamente gastado. El perezoso sufre de un corazón desinflado. La idea de la vanidad en el libro de Eclesiastés muestra una faceta de la pereza (todo es una pérdida de tiempo), pero no existe un texto bíblico único que capture todos sus ángulos y aspectos. Es en parte cinismo, en parte soledad, tristeza, vergüenza, en parte baja autoestima, en parte un montón de otros pecados capitales que disfrutan de la cosecha en el alma propia. En resumen, el perezoso siente que nada importa realmente, así que, ¿para qué intentarlo? Como resultado, sus frutos son el egocentrismo, la inactividad, la ingratitud, la falta de objetivos, y cierta actitud de «calienta banquillos» que no presta atención al juego y ni siquiera tiene la certeza de que importe quién gane. En cualquier caso, el perezoso, como el calienta banquillos, no está listo para jugar. Como puedes ver, la pereza es un pecado mortal.
La codicia (esta transgresión también se llama avaricia) es el pecado que piensa que el dinero y las posesiones compran la felicidad. Es el pecado que quiere más de lo que necesita. La avaricia es un amor desordenado por las cosas temporales, normalmente las riquezas.
Sin embargo, debe hacerse notar inmediatamente que ser codicioso no es necesariamente ser avaro. El alma codiciosa puede ser avara o derrochadora. La posesión puede tomar la forma de acumular o gastar. Ser codicioso por tener más con frecuencia va acompañado con tener más para consentirse a uno mismo. La Biblia habla de la codicia desde un plano lateral, cuando nos lleva al rico insensato de la parábola de Jesús. Esta persona parece haber ganado su fortuna de manera justa y honrada. ¡Muy bien! Todavía no hay codicia. Su error viene de lo que le dice a su alma al tener tal riqueza, pues le dice «Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate».
¿Qué hay de insensato en eso? Te preguntarás. Bueno, no se ha dado cuenta de que era suciamente pobre en el apartado espiritual de su vida. No era rico para con Dios.
La codicia es uno de los pecados abiertamente idolátricos, ¡y es una estupidez! Al lado del mantra secular de occidente («¡la codicia es buena!») está la acusación bíblica, «¡necio!». Para el codicioso, Dios se ve reducido a un ayudante de emergencia, ya que el dinero cubre las necesidades de la mayor parte de su vida. Este dios, al timón de nuestras vidas, es nuestra propia creación por nuestras propias razones egoístas. ¡No se puede servir a Dios y a Mamón al mismo tiempo, como a dos señores! Como los otros en la lista, la avaricia es un pecado mortal.
Esto nos lleva al pecado más regordete del grupo, la gula. ¿Por qué este pecado gordinflón está en la compañía de pecados tan malos como la envidia y la ira, y con pecados tan engreídos como el orgullo y la avaricia? ¿De verdad merece la gula ser uno de los siete pecados capitales?
Sí, es un pecado mortal. No te dejes engañar por su sonrisa corpulenta. Bajo la sonriente doble papada de la gula hay un mundo de miseria. Como nota el novelista Peter De Vries: «La gula es un escape emocional, un síntoma de que algo nos está devorando a nosotros». La gula es una obsesión desmesurada por la comida, bebida y el consumo que las acompaña. La lujuria, como veremos, malinterpreta el sexo. La gula lo hace con la comida. Expande su importancia desproporcionadamente (comiendo demasiado, quejándose demasiado o consumiendo solamente lo mejor). Es también una forma de idolatría, rindiendo pleitesía al dios del estómago.
Así que pregúntate: ¿cómo funcionan en tu vida la comida y la bebida, y qué importancia le das a cada una? Necesitamos preguntas como esas, porque la vida es más que la comida, y el cuerpo más que el vestido (véase Mateo 6:25). Como una droga, podemos usar la comida y la bebida para aliviar nuestro dolor. Pero servir a este dios no sacia ni satisface. Es por eso que la gula es un pecado mortal.
El último de la lista de los siete pecados capitales es la lujuria. La lujuria es un pecado proxeneta, porque utiliza a otros y dispone de ellos. Es como una droga que ruega por ser consumida y que concede un éxtasis temporal, solo para dejarnos más viles, más desagradables, más hambrientos y más necesitados, envenenando nuestro espíritu y pudriendo nuestras almas. Cuanto más cedemos ante ella, más nos exige. Es insaciable.
La lujuria también es mezquina y corta de mente, además de completamente egocéntrica. Y no por casualidad, también es (por lo general) destructiva para los demás, ¡porque literalmente quiere el cuerpo de una persona sin la persona! Como tal, la lujuria, pisoteando los límites matrimoniales, pervierte el deseo sexual dado por Dios y busca la plenitud sexual sin comunión. Crece con mayor frecuencia en el mundo privado y de fantasía de la masturbación. Se busca el gozo sexual en esta tierra de fantasía. Pero tener lujuria por cualquiera y por todo el mundo nunca fue el plan de diseño divino. El amor sexual se satisface dentro del matrimonio. En ese contexto, el deseo sexual aumenta y celebra la unión. En contraste, la lujuria devasta y degrada a las personas. Despersonaliza al otro y a uno mismo. La lujuria, y la pornografía mental que la acompaña, es sexo sin alma, cuerpos sin almas. Y la unión sexual en la forma sin alma es distanciamiento en lugar de intimidad. Como resultado, quedamos hambrientos sexual y espiritualmente. Es por eso que la lujuria es un pecado mortal.
Con este breve repaso de los siete pecados capitales, sería negligente de nuestra parte no mencionar el antídoto para estos pecados como camino para la vida cristiana. Sin ánimo de simplificar en exceso, en todos los casos el remedio es Dios como nuestro primer amor. La fe en Su amor por nosotros como el amante de nuestras almas en Cristo Jesús. El orgullo es derrotado cuando Dios es el amor de nuestras vidas (somos amados y llevados a la humildad). La envidia se contrarresta al celebrar la gracia y la bendición de los demás, así como al confiar en Dios y su amor por nosotros, confiando en que su plan para nuestras propias vidas es de bendición. Hallamos victoria al amarle a Él y a nuestro bendecido prójimo. La ira encuentra su derrota en la propia misericordia y perdón de Dios, que son amorosos y llenos de gracia. También en el conocimiento de que la justicia y misericordia de Dios prevalecerán mientras celebramos la venida de su reino. Descansar y disfrutar en el amor de Dios es el comienzo del triunfo sobre el pecado, de tal forma que la pereza es derrotada cuando dejamos de culpar a Dios. Amemos a Dios, y sepamos que Él nunca ha dejado de amarnos, incluso en nuestro estado de ingratitud y hastío. La codicia, gula y lujuria (nuestros dioses de las cosas, del estómago y los genitales) son, en cada uno de los casos, un amor fuera de lugar; estos dioses no pueden satisfacer nuestro anhelo por amor y aceptación, ni nuestra necesidad de comunión y aceptación. Solo el ardor de Dios por nosotros, la amorosa devoción de nuestro Salvador por nosotros vence a estos dolores y miserias y son el remedio para llevarnos a un bendecido estado de consuelo y esperanza. Una cultura enferma de pecado, ahogándose en estos pecados miserables, necesita a Jesucristo como su remedio, ¡tal y como nosotros lo necesitamos!
J. Mark Beach es el Profesor de estudios ministeriales y doctrinales en el Mid-America Reformed Seminary.