Catecismo de Heidelberg DS 3 – Kuyvenhoven
Día del Señor 3
El alcance de nuestra miseria
Andrew Kuyvenhoven
Traductor: Juan Flavio de Sousa
6. ¿Creó Dios a la gente tan malvada y perversa?
No. Dios los creó buenos y a su imagen, es decir, con verdadera rectitud y santidad, para que conocieran verdaderamente a Dios su creador, lo amaran de todo corazón y vivieran con Él en la felicidad eterna para su alabanza y gloria.
Cuando era niño, mi madre a veces me servía comida que no me gustaba. Pero en aquella época nos obligaban a comer lo que nos servían. «Es bueno para ti», decían mis padres.
Debes tener cuidado de ser melindroso cuando estudias la Biblia. Debes aceptar lo que Dios ha preparado. Toda la Escritura es inspirada y provechosa. Si escoges a tu gusto, nunca estarás «enteramente preparado para toda buena obra» (2 Ti 3:16-17).
Dado que los ministros pueden ser tan melindrosos como los niños, es prudente que la iglesia prescriba al menos parte del menú para la predicación de un año. De lo contrario, algunas congregaciones nunca escucharían un sermón sobre la depravación total y otras congregaciones podrían oírlo todas las semanas.
El mensaje sobre la corrupción de la humanidad no debe entenderse como la mala noticia que acompaña a la buena. Más bien el conocimiento de esta verdad aumentará el disfrute de nuestro único consuelo. Se nos da porque es bueno para nosotros.
Origen inmaculado
Ya hemos respondido a la pregunta de cómo sabemos lo que está mal con nosotros. Ahora deseamos saber cómo empezó el problema y cuál es el alcance de la miseria.
El problema no empezó con Dios. «Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él» (1 Jn 1:5). Cualquiera que, con ira temeraria o con argumentos teológicos, quiera hacer a Dios responsable de nuestro desorden ha transgredido los límites y se ha convertido en un necio.
La Biblia revela nuestro origen inmaculado especialmente en Génesis 1 y 2. Lo que la Biblia revela claramente se conserva tenuemente en la memoria colectiva de la humanidad. Los antiguos filósofos decían que la irrealidad de nuestros ideales es un recuerdo de nuestro dorado amanecer de bondad. El paraíso perdido nos ha estampado una marca vaga pero indeleble. La raza humana aún tararea algunas melodías inquietantes, pero la letra de la canción ha sido olvidada. Necesitamos un visitante del más allá para que podamos cantar de nuevo.
Nuestro origen está en Dios. Él es el Padre de todos los hombres. El rumor sobre nuestro gran Padre sigue siendo fuerte entre las tribus de las selvas y las tundras. Pero el susurro sobre Dios también persiste en las universidades y en los laboratorios.
Algunos observadores reflexivos de nuestro mundo actual han afirmado que, durante los últimos veinte años, más o menos, la gente no ha estado buscando tanto a Dios o a un dios, sino que ha estado fascinada por las preguntas: ¿Quién soy yo? y ¿Cómo puedo ser feliz?
Pero da igual por dónde se empiece: ¿Quién soy yo? o ¿Quién es Dios? Tarde o temprano, queda claro que existe una revelación que responde a ambas preguntas. Incluso los paganos pueden llegar a la conclusión de que, si existe un Dios, no le hicimos nosotros a Él, sino que Él nos hizo a nosotros. «Linaje suyo somos» (Hch 17:28). Y si nosotros, el linaje, pudiéramos vivir en armonía con nuestro origen, ¿no encontraríamos la felicidad de la que estamos sedientos?
Por eso, el relato de la creación de los primeros capítulos de la Biblia es algo más que historia antigua. Es una palabra liberadora que el mundo entero necesita oír: Nuestro origen está en Dios y Dios es bueno. Al principio, eras bueno.
Imágenes de Dios
«Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza…Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1:26-27).
Somos la imagen de Dios. No «portadores de imagen», como dicen muchos maestros, sino que somos imágenes: nos parecemos a Dios. Del mismo modo que se puede decir de un hijo que es la «viva imagen» de su padre ―porque se ven los rasgos del padre en el hijo―, así fuimos hechos para mostrar los rasgos de Dios.
Hay que tener cuidado, sin embargo, de no manejar esta delicada verdad con una imaginación burda. Eso es lo que han hecho los mormones. Afirman que Dios es un gran Hombre. Tienen que creerlo porque José Smith, su profeta, vio a Dios con sus propios ojos. Cuando José tenía quince años, vio a dos personas, el Padre y el Hijo. Y ahora los mormones viven con esta imagen de Dios. Más tarde defendieron el cuadro con una apelación a Génesis 5:3, Adán «engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen; y llamó su nombre Set». Así que Adán era a imagen de Dios al igual que Set era a imagen de Adán. Set y Adán tenían dos brazos, dos piernas, dos ojos y una nariz. Y ahora sabemos cómo es Dios. Pero esa es una manera burda de razonar.
La única imagen que podemos tener de Dios es la que nos ha dado Jesús. Porque «a Dios nadie le vio jamás» ―ni siquiera José Smith―, sino que «el unigénito Hijo… le ha dado a conocer» (Juan 1:18). Fuimos hechos a imagen de Dios. Pero no podemos hacer a Dios a nuestra imagen. Las personas fueron moldeadas por Dios, pero ay de las personas que moldean a su dios.
Gobernador bajo Dios
La palabra «imagen» dice algo sobre el papel que Dios nos dio en su creación y sobre la relación en la que nos colocó consigo mismo.
«Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree» todo (Gn 1:26). Puesto que el ser humano está hecho a imagen de Dios, tiene poderes dados por Dios sobre el mar y la tierra. Así como Dios gobierna sobre las cosas, incluidas las personas, así las personas deben gobernar sobre todas las cosas que Dios ha puesto bajo ellas.
La misma enseñanza se puede encontrar en el Salmo 8, el cual es Génesis 1 en poesía:
Le has hecho poco menor que los ángeles,
y lo coronaste de gloria y de honra.
Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos;
Todo lo pusiste debajo de sus pies.
Somos los gobernantes de la tierra y del mar. Dios ha puesto a nuestro cuidado todos los yacimientos minerales y todos los demás recursos.
Esta «imagen» es la dignidad que debemos defender en la sociedad humana. Implica un profundo respeto por el ser humano. Debemos honrar como seres humanos incluso a aquellos que se comportan de forma deshonrosa. Por ser imágenes de Dios, no se debe derramar la sangre de las personas (Gn 9:6) ni maldecir sus nombres (Stg 3:9-10).
Además, los gobernantes no deben ser gobernados por lo que Dios ha puesto bajo ellos. Los seres humanos no deben estar bajo la correa de su mascota; los seres humanos no deben ser gobernados por el dinero o por las máquinas o cualquier cosa que Dios les haya dado para usar. Cuando los seres humanos se esclavizan por lo que Dios ha puesto a su servicio, ellos, reyes y reinas, se convierten en mendigos.
Relación
«Imagen de Dios» no sólo describe nuestro papel en la creación, sino también nuestra relación con el Creador. En el ejercicio de nuestro alto cargo, estamos llamados a reflejar todas las virtudes de nuestro Padre. Únicamente podemos gobernar el mundo de Dios mientras nos rija la Palabra de Dios.
Este segundo aspecto, la relación de la imagen con el Creador, no se enuncia plenamente en Génesis 1 y 2. El Nuevo Testamento lo aclara cuando habla de la reconstrucción de la semejanza de Dios en las personas por el Espíritu de Dios. La nueva naturaleza de las personas renacidas es «creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4:24). Este es uno de los muchos textos del Nuevo Testamento que muestran que Cristo no nos convierte en una nueva raza de seres, sino que nos restaura al diseño original. Solamente los verdaderos hijos de Dios son los verdaderos administradores de la creación y nuestro papel en la creación puede ser restaurado cuando nuestra relación con Dios ha sido restaurada. Somos gobernantes semejantes a Dios de todo lo que Dios ha puesto a nuestro cuidado cuando nosotros mismos estamos ligados a Él como los hijos a su padre, como espejos de su propia justicia y santidad.
El espejo agrietado
Todas las personas siguen siendo imágenes de Dios. La marca de su Hacedor no puede borrarse; pero también es cierto que todas las personas que nacen hoy se parecen tan poco a su Padre que todas ellas deben nacer de nuevo. La imagen está rota y el espejo agrietado.
El mundo mismo muestra la gloria real. Tenemos el poder de obtener, retener y aplicar el entendimiento. Tenemos dominio sobre la tierra y el mar, y podemos volar en el cielo. Podemos cultivar la tierra y cosechar el mar. Tenemos ciencia, tecnología, cine, televisión y podemos explorar planetas lejanos.
No desprecies los logros y capacidades humanas. Y no pongas tus esperanzas en ellos. Admira estas cosas porque son buenas: son las glorias de Dios en el hombre. Al mismo tiempo, estas cosas no son buenas, porque no pueden beneficiarnos realmente. Porque todo lo que hemos recibido de Dios, lo hemos usado contra Él. Los gobernantes se han convertido en rebeldes. La sagrada responsabilidad del poder de Dios hemos intentado usarla para nuestra propia gloria. Por eso «lo que era bueno para nosotros se nos ha convertido en muerte».
Todavía podemos hacer muchas cosas, pero nunca podremos reparar lo que se ha roto. Dios, ¡sé misericordioso!
7. ¿De dónde procede entonces esta naturaleza humana corrupta?
De la caída y desobediencia de nuestros primeros padres, Adán y Eva, en el Paraíso. Esta caída ha envenenado tanto nuestra naturaleza que nacemos pecadores; corruptos desde la concepción.
Un signo de interrogación
Perdimos nuestra pureza por la caída de Adán y Eva en el Paraíso (Gn 3). Esta es la explicación bíblica del origen de nuestra miseria. La miseria no empezó cuando alguien reclamó el derecho a la propiedad privada, o cuando la gente empezó a construir ciudades y a utilizar herramientas; el origen del mal no está en la ciencia, el sexo o el dinero, sino que empezó cuando nuestros primeros padres desobedecieron a Dios.
Hasta este punto llega la Biblia para explicar el origen del mal en la humanidad. Nos inclinamos a correr aún más la cortina para saber de dónde vino el mal. Antes de que el pecado estallara en el corazón de Eva, el mal habitaba en la serpiente. Y «serpiente antigua» es uno de los varios nombres del diablo (Ap 20:2), que es el cerebro cósmico de todo mal. ¿De dónde procede? Si toda la realidad visible e invisible ha sido traída a la existencia por el poder creador del buen Dios, ¿cómo, cuándo y dónde surgió el mal?
Podemos insistir en la búsqueda del origen del mal tan atrás como podamos, pero la Biblia no nos permite culpar a Dios ni utilizar al diablo como excusa. No se nos explica el origen del pecado. En este asunto tenemos que vivir con un signo de interrogación; y no es el único interrogante con el que tienen que vivir los cristianos.
El verdadero conocimiento del mal implica mucho más que resolver intelectualmente el enigma de la maldad. El verdadero conocimiento del mal se produce cuando el pecador confiesa personalmente su culpa ante Dios.
El pecado original
Adán y Eva pecaron como «nuestros primeros padres». Su pecado fue un acto representativo. La idea de representación está firmemente arraigada en la Biblia; y no nos es desconocida. Sabemos cómo los actos de los padres afectan a toda la familia, para bien o para mal. Sabemos cómo los representantes de los países pueden llegar a acuerdos a los que todos estamos obligados. En el Antiguo Testamento, recordamos a líderes y reyes que trajeron juicio a muchos o por cuya piedad toda la nación fue bendecida.
«Por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres», dice la Biblia. «Porque, así como por la desobediencia de un hombre, los muchos fueron constituidos pecadores» (Ro 5:10-19). El acto de uno decidió la suerte de muchos. «El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte; así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron». (Ro 5:12). Pablo no dice que todos los hombres mueren porque todos cometen pecados; sino dice que todos pecaron cuando Adán pecó. Estábamos representados por nuestro primer padre y nuestra primera madre. En ellos pecamos: con ellos morimos.
Algo en nosotros se opone a esta enseñanza porque nos convierte en parte de la manada y preferiríamos que nos llamaran «personalidades únicas». Somos ambas cosas, por supuesto. Estamos cortados por la misma tijera, pero cada uno de nosotros es único. No sólo haríamos el ridículo intentando negar nuestra unidad con la humanidad, sino que, lo que es más importante, no debemos olvidar por qué el Nuevo Testamento habla de nuestra caída en Adán. Pablo habla de Adán porque quiere aclarar los actos representativos de Jesús. Escribe Romanos 5 para asegurarnos de que la suerte de muchos se decidió en las obras de Uno. La posición de Adán nos ayuda a entender la posición de Jesús. Ambos son cabezas representativas de la humanidad.
Mientras tanto, tú y yo tenemos que confesar que nacemos pecadores. «Pecado original», lo llamamos. Nuestros pecados actuales no nos hacen pecadores, pero tenemos por naturaleza una condición pecaminosa que es la raíz y el caldo de cultivo de todos nuestros pecados actuales.
Esta es una enseñanza importante con muchas implicaciones prácticas: ¿Peca una persona porque es pecadora, o nos convertimos en pecadores cuando cometemos pecados?
Si no entiendes nada del pecado original, estás de acuerdo con la mayoría de la gente, que llama pecadores a los borrachos, asesinos y drogadictos porque cometen crímenes; que dice que la gente se convierte en pecadora cuando peca. Pero si eres cristiano, informado por la revelación de Dios, dices que la gente comete crímenes porque son pecadores. No divides al pueblo en buenos y malos, y no dices que los buenos se enderezan y los malos son pecadores hasta que se enderezan. No, la gente peca porque es pecadora. Por eso, tenemos cuidado incluso cuando hablamos de Jack el Destripador y de María la adúltera. Decimos: «Ese sería yo si no fuera por la gracia de Dios». Eso no significa que hayamos perdido el sentido de la proporción. Sabemos muy bien que robar un banco es peor que soñar con el robo de un banco. Pero solamente pensar en el adulterio ya es un pecado punible a los ojos de Dios y el amor al dinero puede enviarnos al infierno, aunque nunca robemos un banco. Los pecados reales son las malas hierbas y los cardos crecidos del pecado original con el que nacemos.
«Contaminación heredada»
Nuestra naturaleza ha sido «envenenada» desde la desobediencia de nuestros primeros padres, dice el catecismo. Intencionalmente llama a Adán y Eva nuestros «padres», enseñando así que, al igual que los padres negros tienen hijos negros y los padres blancos tienen hijos blancos, los padres pecadores tienen hijos pecadores, ya sean amarillos, rojos, negros o blancos. Ninguno de nosotros puede escapar a este veneno, pues todos tenemos padres. Esa es la enseñanza.
El término técnico para el veneno es «contaminación heredada». La expresión estándar es que todos somos «concebidos y nacidos en pecado». Deberíamos examinar más de cerca esta enseñanza porque ha dado lugar a algunas nociones antibíblicas. La gente comenzó a preguntarse cómo este «veneno» de nuestros primeros padres se transmitía a las generaciones siguientes. Muy temprano en la historia de la iglesia algunos maestros dijeron que el veneno era transmitido por el acto sexual. Dado que todo el mundo, después de Adán y Eva, viene al mundo como resultado de una relación sexual entre su padre y su madre, y dado que la iglesia consideró durante muchos años el deseo sexual como un pecado, se culpó al sexo de la perpetuación del pecado. Incluso hoy en día algunas iglesias consideran impuro el juego sexual entre marido y mujer; sólo se justifica cuando tiene como objetivo el nacimiento de un hijo. Y Pierre Berton (autor y personalidad televisiva canadiense) nos cuenta en su libro The Comfortable Pew (El banco cómodo) que abandonó la iglesia (anglicana) cuando descubrió que enseñaba que el sexo es pecado. ¿Y cómo lo descubrió? Leyendo el formulario del bautismo, que dice que somos «concebidos y nacidos en pecado».
Si incluso las personas inteligentes malinterpretan tanto la enseñanza bíblica de que somos pecadores de nacimiento, tal vez deberíamos abandonar la expresión «concebidos y nacidos en pecado».
La expresión viene del Salmo 51:3-5 que dice en su contexto:
Porque yo reconozco mis rebeliones
y mi pecado está siempre delante de mí,
Contra ti, contra ti sólo he pecado
y he hecho lo malo delante de tus ojos,
Para que seas reconocido justo en tu palabra
y tenido por puro en tu juicio.
He aquí, en maldad he sido formado,
Y en pecado me concibió mi madre.
Sabemos que en el Salmo 51 David confiesa su pecado con Betsabé e implora el perdón de Dios. En las líneas citadas, concuerda que todo su ser está enraizado en el pecado. Sus coqueteos con Betsabé no fueron un mero error, una equivocación aislada, sino una corrupción de la que asume toda la responsabilidad. Abrumado por un sentimiento de pecado, clama por limpieza («Purifícame con hisopo y seré limpio»), por perdón («Esconde tu rostro de mis pecados y borra todas mis maldades») y por un corazón nuevo («Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio»).
Los pensamientos de David no van del lecho matrimonial de su madre a su pecado con Betsabé, como si dijera que no se puede esperar otra cosa. Más bien, piensa con horror no sólo en su acto pecaminoso, sino también en su yo pecador, en su propia existencia. Y comprende, mucho antes de que Jesús dijera lo mismo a Nicodemo, que el hombre necesita un corazón nuevo si quiere vivir ante el rostro de Dios.
La Biblia no tiene ninguna teoría sobre la «contaminación heredada» ni ninguna enseñanza que diga cómo se transmite el veneno. Pero enseña que el pecado no es únicamente un acto que cometemos, no sólo un fallo humano que nos hace inadecuados, no solamente una condición de impotencia espiritual, sino también un poder que nos esclaviza; un poder del que nadie, salvo Dios, puede rescatarnos. Ese poder nos domina desde que nacemos. Ninguno de nosotros nace libre. Nacemos en prisión.
8. Pero ¿estamos tan corrompidos que somos totalmente incapaces de cualquier bien y nos inclinamos hacia todo mal?
Sí, a menos que nazcamos de nuevo por el Espíritu de Dios.
Depravación total
El pecado es peor de lo que nos inclinamos a pensar, y la salvación es más grande de lo que cualquier iglesia puede decir.
La Biblia enseña que, por naturaleza, las personas son «totalmente depravadas». Este es de nuevo un término técnico, y podría ser útil decir, en primer lugar, lo que no significa. No queremos decir que las personas sean tan malas como sea posible. La mayoría de las veces, la mayoría no lo son. Tampoco queremos decir que la gente normal y decente no pueda realizar actos de bondad, ayuda, cortesía, etc. Muchas personas lo hacen, y gracias a Dios por el cuidado y compasión por otros y los principios de civilidad en nuestro entorno.
Por depravación total queremos decir que el pecado ha afectado a cada parte de cada ser humano. La mente no es libre, como afirman los racionalistas. La voluntad no es libre, como parecen pensar los arminianos. Si existe tal cosa como la «sede del pecado», la corrupción no debe estar localizada en la cabeza, o en los impulsos subconscientes, o en los órganos sexuales, o en la voluntad, sino en el corazón. El corazón es donde tú eres tú y yo soy yo. Es el centro de la persona. El corazón es el lugar de donde manan las fuentes de la vida (Pr 4:23). De este centro proceden todos los pensamientos, planes, obras y palabras, y aquí se contaminan antes de que se les dé forma, se realicen o se pronuncien (Mt 15:18-20). Este pozo es «engañoso más que todas las cosas y perverso» (Jr 17:9).
La única solución a la depravación total es la renovación total. Ninguna persona puede hacer nada que sea realmente aceptable para Dios a menos que tenga un corazón nuevo.
A menos que uno nazca de nuevo
«¿Estamos tan corrompidos que somos totalmente incapaces de hacer nada bueno e inclinados a todo lo malo?»
Si dices que no a esta pregunta, puedes ser uno de los que nunca ha visto su vida a la luz de la Palabra de Dios. Pero si dices que sí, si admites que eres totalmente incapaz de hacer nada bueno a los ojos de Dios y que tienes una tendencia permanente hacia el mal, tendríamos que preguntarte si conoces a Jesucristo como tu Salvador y Señor. Cuando dices que estás totalmente depravado, estás testificando del poder del pecado. Dios quiere que testifiquemos del poder de su Espíritu.
La depravación total es el estado del que son liberados los cristianos mediante el poder de Cristo. Y Él les dio vida, cuando «estabais muertos en vuestros delitos y pecados» (Ef 2:1). «Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte» (Ro 8: 2).
Estamos totalmente depravados, sí, a menos que seamos revividos. Sí, estamos muertos en Adán, a menos que seamos resucitados con Cristo. Y ahora que estamos «en Cristo», ¿nos atrevemos a decir que somos capaces de hacer el bien y que ya no estamos inclinados hacia el mal? Por supuesto, ¡debemos ser capaces de decirlo! Debemos decirlo con Pablo y con todos los cristianos del Nuevo Testamento. Y, sin embargo, los cristianos de la tradición reformada tendemos a dudar.
Nuestra vacilación proviene de dos fuentes: una es mala y la otra es legítima. La fuente mala de nuestra vacilación no está ni en la Biblia ni en nuestras confesiones, sino en nuestra educación. De alguna manera, muchos de nosotros llegamos a creer que es algo verdaderamente cristiano llamarnos «totalmente depravados». Pero no lo es. Muestra un profundo respeto por el poder del pecado, pero no muestra suficiente fe en el poder del Salvador.
A este respecto, incluso las personas más sencillas del movimiento «Nacido de nuevo» deberían avergonzarnos. Ellos dan testimonio del poder de la nueva vida, y saben que convertirse en cristiano es realmente una transición de la muerte a la vida.
En segundo lugar, me parece que existe una vacilación legítima a la hora de descartar nuestra naturaleza depravada como algo del pasado. Esta vacilación surge de un tipo bíblico de «temor y temblor». Se discutirá cuando hablemos de «conversión» (Día del Señor 33). Por ahora, permítanme dar un ejemplo:
Estamos agradecidos a quienes entre nosotros se dedican a la rehabilitación de alcohólicos y drogadictos. Las personas que se dedican seriamente a este tipo de trabajo nunca hablan de un «alcohólico curado», sino siempre de un alcohólico que ha dejado de beber. En estos círculos la gente entendida tiene una profunda sospecha de exceso de confianza. Las antiguas víctimas de los viejos demonios han roto la esclavitud de sus hábitos. Son libres, pero nunca están a salvo. Pueden sentir que, en todo momento, están al borde del cráter. Y por eso, muchos viven su vida restaurada con todo tipo de muletas: buscan el refugio de ciertos lugares y la compañía de amigos, pero evitan otros lugares y personas. Conozco a un alcohólico curado que siempre está en compañía de su cafetera. Estas personas conocen la alegría de la libertad, pero no pueden ni podrán olvidar el poder del demonio.
Tú y yo hablaremos del poder liberador de Jesús. Él pagó la deuda, y me liberó de la incapacidad de hacer el bien. Rompió mi inclinación a todo mal, y me dio el deseo de vivir para Él. Pero cuando pienso en el viejo poder del pecado, no estoy mirando hacia atrás a lo largo de una línea horizontal a un pasado cada vez más tenue. Eso sería cierto si el pecado fuera simplemente un mal hábito del que la persona salvada fue liberada en el capítulo nueve de su biografía. Cuando busco al viejo enemigo, miro en lo más profundo de mi interior, en los niveles de mi propia existencia. Mi «vieja naturaleza» no es una fotografía de hace veinte años, sino un enemigo odiado y familiar, vencido cien veces, pero que se aferra a mi corazón con tentáculos viscosos hasta que Dios me haga su última cirugía.
Hablaremos del poder liberador de Jesús: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2:20).
¡Aleluya! Ya no estamos totalmente depravados. Pero mientras decimos nuestro aleluya, nos apoyamos fuertemente en Jesús porque el borde del cráter está cerca.