La Iglesia de Cristo
Herman Bavinck, Las Obras Maravillosas de Dios, Capítulo 23
Todos los ricos beneficios que Cristo da a sus creyentes en la tierra reciben su plenitud y su corona en la glorificación que les corresponde en parte al morir, pero solamente en su plenitud después del día del juicio. Pero este beneficio de la glorificación no podemos discutirlo todavía, porque primero tenemos que poner atención a la forma en que, o la ruta a lo largo de la cual, Cristo produce los beneficios del llamado y la regeneración, la fe y el arrepentimiento, la justificación y adopción como hijos, la renovación y la santificación, en los que creen en Él en la tierra, los sustenta y los refuerza. Ya hemos notado que otorga todos estos beneficios mediante su Palabra y su Espíritu, pero todavía tenemos que ver que también los otorga solamente en la comunión que une a todos los creyentes. No los distribuye a individuos ni a un grupo pequeño de personas, sino que los da a una gran multitud, a toda la nueva humanidad, que fue escogida en Él por el Padre desde antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4).
El creyente, por lo tanto, nunca permanece apartado por sí mismo; jamás está solo. En el mundo natural, todo ser humano nace en la compañía de sus padres, y es, por lo tanto, sin cualquier esfuerzo de su parte miembro de una familia, o de un pueblo, y también de toda la humanidad. Así es también en la esfera espiritual. El creyente nace de arriba, de Dios, pero recibe la vida nueva solamente en la compañía del pacto de gracia en que Cristo es la Cabeza y al mismo tiempo el contenido. Si en virtud de esta regeneración Dios es su Padre, la Iglesia puede, en el buen sentido, ser llamada su madre. En el mundo del paganismo tampoco hay creyentes ni reunión de creyentes excepto por medio de la misión que la Iglesia de Cristo les envía. Desde el primer momento de su regeneración, por lo tanto, el creyente es, aparte de su voluntad y aparte de su propio hacer, incorporado en un gran todo, llevado a una rica comunión, es miembro de una nueva nación y ciudadano de un reino espiritual cuyo Rey es glorioso en la multitud de sus súbditos (Proverbios 14:28).
Esta comunidad es un poderoso apoyo para cada creyente en particular. Debemos ser tan fuertes que no dudemos y tengamos miedo, aunque estemos bastante solos, y aunque haya, según afirma Lutero, tantos demonios como tejas hay en el techo. Porque si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? Si el Señor está con nosotros, ¿qué nos puede hacer el hombre? (Salmos 56:12; 118:6 y Romanos 8:31). Pero como regla general, no estamos en la misma condición en la independencia, aislamiento y soledad. Hay casos especiales, es cierto, en que una persona es llamada a seguir la voz del Señor, a romper con su entorno total, y a discrepar de toda su generación; y cuando eso es necesario, Dios otorga una gracia especial y un poder extraordinario tal como, por ejemplo, el que le dio a un Abraham, a un Moisés, o a un Elías. Pero incluso entonces, la soledad se vuelve difícil. Elías se lamentó de que solamente él quedaba de los fieles (1 Reyes 18:22 y 19:10), y Pablo estuvo triste cuando al final de su vida se vio abandonado por todos (2 Timoteo 4:10). Un ser humano es una criatura sociable, y no le gusta estar solo.
La elección incluye a una gran multitud de todas las generaciones, lenguas, pueblos y naciones. Cierto, también es personal e individual y tiene como su objeto seres humanos específicos a los que Dios conoce por nombre, pero los selecciona y combina de tal manera que todos juntos pueden formar el templo de Dios, el cuerpo y la novia de Cristo. El propósito de la elección es la creación de un organismo, es decir, la redención, renovación y glorificación de una humanidad regenerada que proclama las excelencias de Dios y lleva su nombre en la frente. Cuando Dios lleva a cabo esta elección en el tiempo, hace esto mediante el pacto de gracia, y jamás incluye en ese pacto a cualquiera con independencia de todos los demás, sino en esa persona llama al mismo tiempo a su familia y generación. Lo hizo por Adán, Noé y Abraham, y así lo hace todavía por cada uno a quien transfiere de servir al mundo a su comunión; Él establece su pacto con dicha persona y su simiente, y lo confirma de generación en generación.
A esta actividad orgánica de Dios corresponde en el corazón de todos los creyentes una tendencia social, un anhelo de compañerismo. Por un lado, no hay poder en el mundo que divida tanto a la gente y, por otro lado, no hay poder que una tanto a la gente. Fuera del cristianismo, no obstante, el compañerismo religioso casi siempre coincide con la unidad de una tribu o pueblo; en otras palabras, la religión aparentemente no es lo suficientemente fuerte, sin el respaldo tribal, para permanecer por sí misma. Y, por lo tanto, no hay en el paganismo una iglesia en el sentido propio de la palabra. Pero en la cristiandad esto es muy diferente.
Es cierto que, en Israel, la nación y la Iglesia, hablando generalmente coexistían, pero desde el mismo principio la unidad nacional dependía más de la unidad religiosa que viceversa. El nacimiento sorprendente de Isaac sirve como evidencia de esto; el pacto de gracia crea un pueblo peculiar con Abraham como el portador. En este patriarca, Dios como el omnipotente pone a la naturaleza al servicio de la gracia. Esta es la razón por la que, en el Antiguo Testamento, el Dios del pacto, el pueblo de Israel, y la tierra de Canaán están íntimamente interrelacionados. Israel debe su nacionalidad y unidad al hecho de que Dios lo ha escogido (Éxodo 19:5; Deuteronomio 4:20 y 7:6), y Canaán es la tierra del Señor (Levítico 25:23 y 1 Samuel 26:19) dada a Abraham y su simiente como herencia por pura gracia (Génesis 12:7 y Levítico 20:24). Rut dio expresión a este hecho cuando, regresando a la tierra de Judá con su suegra, dijo: a dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Y fue por esta razón, también, que cuando el pueblo se alejaba más y más, y cuando finalmente fue llevado lejos a la cautividad y dispersado, sin embargo, quedó un remanente que fue fiel a Dios y a su servicio y que, en medio del grupo del pueblo, fue el verdadero Israel, la verdadera simiente de Abraham (Amós 5:15; Isaías 1:9; 4:3; 8:18 y otros lugares). Y a medida que estos santos se separan de los impíos, se atraen mutuamente y se fortalecen en la comunión con los demás. (Salmos 1:1; 16:3; 22:23; 26:4-12; 35:18; 40:10; 66:16; 122:1ss y 133:1ss).
Esta separación continuó y se completó en el Nuevo Testamento. Después de que Juan el Bautista con su predicación del arrepentimiento y perdón de los pecados había preparado el camino, Jesús mismo comenzó su ministerio y dirigió su ministerio al principio al pueblo de Israel. Enseñó en Galilea y Judea, en las ciudades y pueblos, y fue por el país haciendo bien y sanando a todos los que estaban oprimidos por el diablo (Hechos 10:38). Pero pronto aprendió por experiencia que el pueblo bajo el liderazgo de escribas y fariseos no quería oír nada de su Mesianidad y de su reino espiritual; mientras más ministraba, la gente se volvía más antagonista, y finalmente lo entregaron a la crucifixión. Cuanto más se acercaba este fin más hablaba Jesús de las ciudades de Corazín, Betsaida y Capernaum (Mateo 11:20 ss.), de los fariseos y escribas (Mateo 23:13 ss.), de Jerusalén y sus hijos (Mateo 23:37), del pueblo de Israel (Mateo 21:19 ss. y Lucas 23:28 ss.), de la ciudad y del templo (Mateo 24), y sobre todos estos pronunció su terrible juicio. Israel rechazó a su Mesías; por lo tanto, otros vendrían en su lugar.
Al principio sólo fue el pequeño círculo de los discípulos que confesó a Jesús como su Señor, pero esta confesión los unió en tal unidad que, también después que el Maestro los dejó, continuaron unánimes en oración y súplicas (Hechos 1:14). En el día de Pentecostés fueron revestidos con poder desde lo alto y recibieron en el Espíritu Santo un principio de vida independiente que los emancipó de todo vínculo nacional y los organizó en un compañerismo peculiar en el mundo, muy independiente de cualquier pueblo o nación. El derramamiento del Espíritu Santo dio a la iglesia de Cristo su existencia independiente.
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El grupo de creyentes que confiesan a Jesús como su Señor fue desde el mismo principio designado con el nombre de comunidad o iglesia. El Antiguo Testamento hebreo ya poseía dos palabras para las reuniones del pueblo de Israel, pero no se hacía una distinción real entre las dos. Los judíos del último período parecen, sin embargo, haber distinguido los dos términos de tal manera que el primero designó a la iglesia en su situación actual, y el segundo a la iglesia en su condición ideal, es decir, como una reunión de gente llamada por Dios para su salvación. La primera palabra fue traducida al griego por la palabra synagogue (sinagoga), la segunda por la palabra ecclesia (iglesia). La distinción que ya había obtenido entre los judíos contribuyó a la eventualidad de que los cristianos dieran preferencia a la segunda palabra. La iglesia cristiana, después de todo, era esa reunión de creyentes que ocupó el lugar del antiguo Israel y que actualizó la idea del amor electivo de Dios.
Cuando los judíos y los cristianos se separaron para siempre, se desarrolló gradualmente el uso de llamar a la reunión de los judíos con el nombre de synagogue (sinagoga)y a la de los cristianos con el nombre de ecclesia (comunidad de creyentes o Iglesia), y este uso se ha mantenido vigente hasta el día de hoy. Originalmente, tal diferencia marcada no caracterizaba a los dos términos. En Santiago 2:2 (y Hebreos 10:25) se usa la palabra synagogue para la reunión de la iglesia cristiana, y en Hechos 7:38 (y Hebreos 2:12) se usa la palabra ecclesia para referirse a la reunión del pueblo de Israel. En efecto, en Hechos 19:32, 39 y 41 este último término se usa para una reunión popular general. Pero la separación de los judíos y cristianos resultó en los diferentes significados para los dos términos.
Los discípulos de Jesús en Jerusalén, después de Pentecostés, continuaron también a menudo reuniéndose en el templo o en algunos edificios subsidiarios (Hechos 2:46; 3:1 y 5:12), para guardar las horas santas de la oración del código moral judío y al mismo tiempo predicar el evangelio a la gente. Esta predicación de los apóstoles, en el día de Pentecostés y mucho después, fue ricamente bendecida. Miles que fueron salvos se agregaron a la iglesia (Hechos 2:41; 2:47; 4:4; 5:14 y 6:7). Pero luego estalló una persecución que culminó en la lapidación de Esteban como el primer mártir (Hechos 6:8 – 7:60), y los discípulos en Jerusalén se dispersaron a través de las tierras de Judea y Samaria y tan lejos como Fenicia, Chipre y Antioquía (Hechos 8:1 y 11:19). Por la predicación de los discípulos en varios lugares, muchos judíos fueron ganados a la fe, y se establecieron muchas iglesias. Estas iglesias disfrutaron de paz por un tiempo y se multiplicaron grandemente (Hechos 8:4, 14, 25; 9:31, 35 y 38). Ello habla en sí mismo de que estos judíos que se volvieron cristianos continuaron manteniendo durante un largo tiempo la esperanza de que todo el pueblo de Israel regresara al Señor (Hechos 3:17-26). Pero esa esperanza desapareció cada vez más; gradualmente el centro de gravedad cambió de la iglesia judeocristiana a la iglesia cristiana gentil.
Ya durante el período de la vida de Jesús había algunos prosélitos de los griegos que habían venido a adorar a la fiesta, y que expresaron el deseo de ver a Jesús (Juan 12:20 ss.). Entre los miembros de la iglesia en Jerusalén también había ciertos griegos (Hechos 6:1) que muy probablemente, como Esteban, albergaban una idea más liberal de la relación de los cristianos para con el templo y la ley (Hechos 6:13 y 14). En la dispersión, los discípulos de Jerusalén proclamaron el evangelio también a los samaritanos (Hechos 8:5 ss.), al funcionario de Etiopía (Hechos 8:26ss), al centurión romano Cornelio (Hechos 10), y a los griegos en Antioquía (Hechos 11:20).
Todos estos eventos fueron una preparación para la gran obra misionera que Pablo junto con Bernabé, ordenados por el Espíritu Santo y después que la iglesia de Antioquía les había impuesto las manos, se dispusieron a cumplir (Hechos 13:2ss). En esta misión, Pablo siguió la regla de dirigirse primeramente a los judíos (Hechos 13:5 y 14; comparar Romanos 1:16; 2:9; 3:1; 9:3; 11:13ss; 1 Corintios 1:22ss y 9:20). Pero cuando estos, como a menudo lo hicieron, despreciaron su predicación, se volvió a los gentiles (Hechos 13:46; 17:17; 18:4, 6 y 28:25-28). Fue un gran dolor para él y una continua tristeza que sus hermanos conforme a la carne se ofendieran por la cruz de Cristo y buscaran establecer su propia justicia (Romanos 9:2). Nunca detuvo sus esfuerzos para provocarlos a celos y salvar a algunos de ellos (Romanos 11:14). Y hubo un remanente según la elección por gracia, siendo Pablo mismo la evidencia viviente de ello (Romanos 11:1-5).
Pero no se puede negar el hecho de que ha acontecido a Israel endurecimiento en parte hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles (Romanos 11:25). Las ramas del árbol vivo habían sido desgajadas por razón de la incredulidad, y en su lugar habían sido injertadas las ramas del olivo silvestre (Romanos 11:17-24). Hay una diferencia entre Israel según la carne y el espíritu (Romanos 2:28-29; 9:8 y 1 Corintios 10:18). La Iglesia de Cristo ahora es la verdadera simiente de Abraham, el pueblo y el Israel de Dios (Hechos 15:14; Romanos 9:25-26; 2 Corintios 6:16-18; Gálatas 3:29; 6:16; Hebreos 8:8-10; Santiago 1:1, 18; 1 Pedro 2:9 y 21:3, 12). Aquellos de entre los judíos que rechazan a Cristo no son los verdaderos judíos; no son de la circuncisión sino de la mutilación (Filipenses 3:2); son habladores rebeldes y vanidosos, engañadores y perseguidores de los creyentes (1 Tesalonicenses 2:14-16 y Tito 1:10-11). Los judíos que acosan a la iglesia de Esmirna dicen ser judíos, pero no lo son, sino más bien son sinagoga de Satanás (Apocalipsis 2:9 y 3:9). De este modo fue que los judíos y los cristianos fueron por caminos separados. Aunque los confesores de Jesús fueron al principio todavía considerados como una secta de los judíos (Hechos 24:5, 14 y 28:22), recibieron su propio nombre en Antioquía, el nombre de cristianos (Hechos 11:26). Se comenzó a hacer una distinción entre la reunión de los judíos y la reunión de los cristianos, y lingüísticamente esto llevó a llamar a los primeros regularmente con el nombre de synagogue (sinagoga)y a los segundos por el de ecclesia (comunidad de creyentes o Iglesia).
La palabra ecclesia fue traducida iglesia en nuestras Biblias, y fue usada primero por Cristo mismo para la multitud de sus confesores (Mateo 16:18 y 18:17). No hay nada de extraño en esto, si solamente recordamos que la palabra hebrea empleada por Jesús aparece repetidamente en el Antiguo Testamento y era generalmente conocida. Lo nuevo sobre ella es que Cristo la aplicó al círculo de sus discípulos y así declaró que su Iglesia suplantaría al pueblo de Israel. Además, Jesús no utilizó el término para designar a una reunión de creyentes en un lugar particular, sino que incluyó en su alcance a todos aquellos que por la palabra de los apóstoles en algún momento creerían en Él. Lo usó tan comprehensivamente como era posible. Fue solamente después, en acuerdo con el desarrollo de la iglesia, que la palabra tomó un sentido más específico.
En Hechos 2:47; 5:11; 8:1 y 11:22, el nombre iglesia se aplica a las reuniones locales de creyentes en Jerusalén. Al mismo tiempo, la Iglesia en Jerusalén fue virtualmente la única. Muy probablemente había algunos discípulos viviendo por doquier también en Judea, Samaria y Galilea, y quienes después, cuando la persecución estalló en Jerusalén y los discípulos se dispersaron, constituyeron un punto de contacto para la obra misionera entre los judíos. Pero una reunión de creyentes, una iglesia, existió primero solamente en Jerusalén. Cuando, no obstante, tales reuniones también tuvieron lugar por doquiera a través de la predicación de la Palabra por los discípulos, el término iglesia también se aplicó a estos grupos locales. La Iglesia en Jerusalén no fue una organización que formó ramas de sí misma en otras partes; más bien, junto a esta iglesia crecieron otras reuniones de creyentes también llamadas iglesias.
De este modo, por ejemplo, se menciona la iglesia en Antioquía (Hechos 11:262 y 13:1), y de las iglesias en Listra, Derbe, y en la región circundante (Hechos 14:23). Pablo aplica continuamente el nombre de iglesia a cada una de las reuniones de creyentes en Roma, Corinto, Éfeso, Filipos, Colosas y otros lugares, y también de acuerdo con esta práctica habla en plural de las iglesias que están en el territorio de Galacia (Gálatas 1:2) y Judea (Gálatas 1:22). Y eso no es todo. Los creyentes que viven en una localidad particular pronto comenzaron a reunirse regularmente, en ocasiones a diario (Hechos 2:46), pero regularmente en domingo (1 Corintios 16:2; Hechos 20:7 y Apocalipsis 1:10). Pero no tuvieron su propio edificio o templo —presumiblemente la palabra asamblea en Santiago 2:2 es el primer caso en el Nuevo Testamento de una referencia a un lugar particular, por lo tanto, tuvieron que reunirse en alguna casa de un hermano o hermana que era adecuada para ese propósito.
En Jerusalén primero se reunían por algún tiempo todavía en el templo (Hechos 2:1, 46; 3:11; 5:12, 20 y 42), pero además de esto también tenían reuniones especiales (Hechos 1:14 y 2:42) en las casas de algunos de sus seguidores (Hechos 2:46 y 5:42). Así sucedió que primero en la casa de María, la madre de Juan Marcos (Hechos 12:12) y después la casa de Jacobo (Hechos 21:18) se convirtieron en el centro de la vida eclesiástica de Jerusalén. Debido a que la iglesia era grande, se dividió en grupos y se reunía en la misma casa en diferentes momentos. Esta práctica se siguió también en otros lugares, en Tesalónica (Hechos 17:11), Troas (Hechos 20:8), Éfeso (Hechos 20:20), Corinto (1 Corintios 16:19), Colosas (Filemón 2), Laodicea (Colosenses 4:15) y Roma (Romanos 16:5, 14 y 15). Es destacable que a todas estas diversas iglesias-en-casas o iglesias-en-hogares les fue dado el nombre definitivo de iglesia (Romanos 16:5; 1 Corintios 16:19; Colosenses 4:15 y Filemón 2). La una no estaba subordinada a la otra, sino que cada una de ellas era independiente, teniendo los mismos derechos que las otras.
Sin embargo, todas eran una. Jesús había hablado de todos sus discípulos unidos como su iglesia (Mateo 16:18 y 18:17), y los apóstoles hablan de la misma manera del cuerpo de creyentes; Pablo hace esto especialmente. La iglesia tomada en su totalidad es el cuerpo de Cristo, y Él es su cabeza (Efesios 1:22-23; 4:15 y Colosenses 1:18, 24). La iglesia es la esposa del Cordero adornada para su esposo (Efesios 5:32; 2 Corintios 11:2 y Apocalipsis 21:2), la casa y el templo de Dios edificada por los apóstoles sobre el fundamento de Cristo (1 Corintios 3:10-16), o, según otra aplicación de la misma figura, edificada sobre el fundamento de apóstoles y profetas, Cristo mismo siendo la principal piedra del ángulo y los creyentes las piedras vivientes (Efesios 2:20-22; 1 Timoteo 3:15; 1 Pedro 2:5 y Apocalipsis 21:3). La iglesia es un linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anuncie las virtudes de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pedro 2:9).
Prestando atención a las gloriosas virtudes que los apóstoles le atribuyen a la iglesia, algunos observadores han querido hacer una distinción entre la iglesia empírica y la ideal. Pero dicha distinción occidental es extraña al Nuevo Testamento. Cuando los apóstoles, siguiendo el ejemplo de Cristo, hablaron tan gloriosamente de la iglesia, especialmente en Juan 14-17, no estaban pensando en algo que existía en abstracto o sólo en el pensamiento, ni de un ideal que tenemos que seguir y que probablemente jamás alcanzaremos. Siempre tienen en mente, más bien, a la iglesia actual en su totalidad, ese cuerpo del cual las reuniones de creyentes en diversas localidades y países y en diversos tiempos son revelaciones particulares. Esas revelaciones, es cierto, todavía son muy defectuosas —y de esto testifican los apóstoles en todas sus cartas, pero son revelaciones, sin embargo, de una realidad que yace detrás de ellas, actualizaciones del consejo de Dios que se lleva a cabo de generación en generación.
En ese consejo o decreto, Dios ve toda la iglesia de Cristo ante Él en su perfección; en Cristo quien la compró con su sangre, la Iglesia yace contenida como el fruto en la semilla. En el Espíritu Santo, que toma todo de Cristo, yace la raíz de su existencia y la garantía de su cumplimiento. La iglesia es, por lo tanto, no una idea o un ideal, sino una realidad que se está convirtiendo en algo y se convertirá en algo porque ya es algo. De este modo es que la iglesia continúa en cambio constante; fue reunida desde el principio del mundo, y será reunida hasta el fin del mundo. Diariamente parten de ella algunos que han peleado la buena batalla, guardado la fe, ganado la corona de justicia, y que constituyen la iglesia triunfante, la iglesia de los primogénitos y de los espíritus de los justos hechos perfectos (Hebreos 12:23). Y a diario se agregan nuevos miembros a la iglesia en la tierra, a la iglesia militante aquí abajo; nacen en la iglesia misma o son traídos a ella por la obra de las misiones.
Estas dos partes de la iglesia van juntas. Son la vanguardia y la retaguardia del gran ejército de Cristo. Los que nos han precedido forman ahora a nuestro alrededor una gran nube de testigos; durante sus vidas hicieron su confesión de fe y así nos amonestan a la fidelidad y la paciencia. Sin nosotros no podrían llegar a ser perfectos y sin ellos no podríamos ser perfectos (Hebreos 11:40). Sólo todos los santos juntos pueden comprender plenamente la grandeza del amor de Cristo y ser llenos de toda la plenitud de Dios (Efesios 3:18-19). La historia continuará, por lo tanto, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo (Efesios 4:13).
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Que los apóstoles, al atribuir tales características maravillosas a la iglesia como un todo, no tienen una idea o un ideal en mente, sino una realidad, se indica muy claramente por el hecho de que hablan de la misma forma sobre cada iglesia local e incluso de cada creyente individual. La iglesia local en Corinto, por ejemplo, es llamada a pesar de sus muchos errores y defectos, el templo de Dios, la morada de su Espíritu, y el cuerpo de Cristo (1 Corintios 3:16 y 12:27), y leemos lo mismo también con respecto a cada creyente que su cuerpo es un templo del Espíritu Santo y que en cuerpo y espíritu pertenece a Dios (1 Corintios 6:19-20). Todos ellos juntos, la iglesia en su totalidad, cada iglesia local, y cada creyente individual, comparte los mismos beneficios, participan del mismo Cristo, están en posesión del mismo Espíritu, y por ese Espíritu son guiados al único y mismo Padre (1 Corintios 8:6; Efesios 2:18 y 4:3-6). Hay una diferencia en la medida de la gracia que Cristo otorga a cada uno de sus creyentes (Romanos 12:6 y Efesios 4:7); hay una diferencia de dones, ministerios, operaciones y obra (1 Corintios 12:4-6). Pero esta diferencia no es impedimento para la unidad de los creyentes, sino, más bien, la fomenta y la fortalece.
Si la iglesia es realmente un organismo, un cuerpo viviente, esto implica que comprende muchos y diversos miembros, cada uno de los cuales recibe su propio nombre y lugar, su propia función y llamado dentro del todo. Si todos ellos fueran un órgano, un miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? (1 Corintios 12:19). Porque, así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también la iglesia (1 Corintios 12:12). Cada miembro de la iglesia, por consiguiente, recibe de Cristo su propio don, modesto o pequeño como pueda ser, y con ese don debe servir no a sí mismo sino a la iglesia. Según la naturaleza del don que cada uno ha recibido, debe ministrar a los hermanos, como un buen administrador de la multiforme gracia de Dios (1 Pedro 4:10). No recibió su habilidad para sí mismo sino para provecho (1 Corintios 12:7), para la edificación de la iglesia (1 Corintios 14:12), para el cuidado de otros incluso como ellos cuidan de él.
En su rica variedad, por lo tanto, la iglesia de Cristo permanece como una unidad. Esto no es decir meramente que siempre ha habido una sola iglesia y que siempre habrá una; significa decir también que esta iglesia es siempre y en cualquier lugar la misma, teniendo los mismos beneficios, privilegios y bienes. La unidad no es algo que le viene a la iglesia desde afuera, que le es impuesta por la fuerza, que se crea mediante un acuerdo contractual, o que se organice temporalmente contra un enemigo común. Incluso no surge de los instintos sociales de la vida religiosa. Es una unidad, más bien, que es espiritual en carácter. Depende de y tiene su fundamento y ejemplo en la unidad que existe entre el Padre y Cristo como Mediador (Juan 17:21-23). Es una unidad que surge de Cristo como la vid que da origen a todos los pámpanos y que los alimenta (Juan 15:5), como la cabeza en quien todo el cuerpo tiene su crecimiento (Efesios 4:16), y es creada por ese único Espíritu con el que todos somos guiados a un solo Padre (1 Corintios 12:13; Efesios 2:18 y 4:4). El amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo son la porción de cada creyente, de cada iglesia local y de toda la iglesia en su totalidad. En esto consiste su profunda e inmutable unidad.
Esta unidad continúa siendo muy defectuosa e imperfecta en la iglesia aquí en la tierra. Así como la iglesia en sí misma, su unidad también está todavía en proceso de llegar a ser; está presente todo el tiempo, pero se ejerce y aplica gradualmente. Jesús oró por la unidad (Juan 17:21), y el apóstol Pablo la presenta como algo que sería realizado totalmente sólo en el futuro (Efesios 4:13). Sin embargo, no es sólo un juego de la imaginación, sin ninguna base en la realidad. Al contrario, existe, y se expresa más o menos en la vida de la iglesia; está presente no solamente en la invisible sino también se expresa en la manifestación visible de la Iglesia. En la iglesia de Jerusalén se reveló en esta forma: en que todos los hermanos y hermanas después de ser incorporados a la iglesia por el bautismo, perseveraron en la doctrina de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento del pan, y en las oraciones (Hechos 2:42), en que todos eran de un solo corazón y de una sola alma y compartían lo que se necesitaba entre ellos (Hechos 2:44 y 4:32-35). Cuando las iglesias se fundaron después en otros lugares también continuó esta unidad de creyentes.
De todos modos, la Iglesia debido a los diferentes trasfondos y costumbres de los cristianos que provenían de los judíos y aquellos que provenían de los gentiles encontró un gran impedimento para esta unidad. Frecuentemente, los dos grupos permanecieron agudamente opuestos uno con el otro en las iglesias frecuentemente mixtas, y en ocasiones, a menudo, de hecho, hubo conflicto directamente entre las dos. Incluso Pedro se mostró débil en un determinado momento en el conflicto en Antioquía e hizo caer la reprimenda de Pablo sobre su cabeza (Gálatas 2:11-14). Pero el apóstol de los gentiles, que era judío para los judíos y se convirtió en todo para todos, mantuvo firme el gran objetivo de la unidad ante sus ojos y en toda la iglesia amonestó al amor y la paz. Todos eran, dijo, un cuerpo, todos tenían un Espíritu, un Señor, un bautismo, una fe, un Dios y Padre sobre todos y en todos (Efesios 4:4-6). No tenían que ser todos precisamente iguales, porque un cuerpo supone diferencias de miembros, y cada uno debía servir al todo con sus habilidades particulares (1 Corintios 12:4 ss.) y tenía que honrar la libertad de los otros (Romanos 14). Por la muerte de Cristo la pared intermedia de separación fue rota, y los dos pueblos, judíos y gentiles, fueron reconciliados uno con el otro, y fueron hechos un nuevo hombre (Efesios 2:14 ss.). Fueron uno en la confesión de Cristo como Señor (1 Corintios 12:3), y todos estaban comprometidos en un deber, a saber, hacer todas las cosas para la gloria de Dios (Romanos 14:6-8; 1 Corintios 10:31 y Colosenses 3:17). Y Pablo fue bendecido en su obra; la oposición entre los dos desapareció gradualmente, y la unidad de la iglesia fue preservada.
Pero más tarde, la iglesia de Cristo se dividió por todo tipo de herejías y cismas en los siglos subsiguientes. En el tiempo presente, su multitud de denominaciones y sectas presentan un lamentable espectáculo de desunión. Sin embargo, algo de la antigua unidad todavía puede verse, ya que todas las iglesias cristianas todavía están separadas del mundo por uno y el mismo bautismo, en la confesión de los doce artículos de fe aún continúan en la doctrina de los apóstoles, y, aunque sea en formas muy diferentes, todavía se unen en el partimiento del pan y en las oraciones. La iglesia es en su unidad un objeto de fe; incluso aunque no podamos verla, o no se pueda ver tan claramente como nos gustaría verla, existe ahora y será en algún momento perfeccionada.
Lo mismo es cierto de otra característica de la iglesia, a saber, su santidad. Desde el inicio, el único acceso a la iglesia fue mediante la fe y el arrepentimiento; quienquiera que se arrepentía era bautizado y recibía el perdón de pecados y el don del Espíritu Santo (Hechos 2:38). Aunque Jesús mismo no bautizó (Juan 4:2), y aunque los apóstoles como regla tampoco lo hicieron (Hechos 10:48 y 1 Corintios 1:14-17), el bautismo fue administrado a todo aquel que quería pertenecer a la iglesia. Pero este bautismo fue todo el tiempo entendido en su unicidad del signo visible y del significado espiritual invisible, siendo a la vez un abandono de la inmundicia de la carne y la respuesta de una buena conciencia hacia Dios, (1 Pedro 3:21); y fue, por consiguiente, contrapuesto a la circuncisión como una ceremonia que ahora se había vuelto vana. Visto de esta manera, el bautismo fue de hecho una preservación, como la del arca que preservó a Noé (1 Pedro 3:20-21), un morir y ser resucitado con Cristo (Romanos 6:3-4), un lavamiento de pecados (Hechos 22:16), un romper con el mundo y una entrada a una nueva comunión.
De este modo, el bautismo implicaba una actitud completamente diferente hacia el mundo, y requería de gran coraje para que una persona se sometiera al bautismo y se uniera a la iglesia de Cristo. Porque la Iglesia no solamente consistía, en gran medida de gente simple y ordinaria (1 Corintios 1:25-29), sino que también tuvo que sufrir a menudo desdén y opresión. Al principio esta enemistad y persecución provino del lado de los judíos, ya sea de las autoridades (Hechos 4:1ss; 5:17ss; 6:12ss; 9:1ss), o del pueblo que, como fue el caso más de una vez, instaron a los gentiles a la oposición y al alboroto (Hechos 9:23 ss.; 13:50; 14:2; 17:5 y otros lugares). En ocasiones también los gentiles por propia iniciativa fueron antagonistas de los cristianos, pero esto fue una excepción, y el gobierno en su mayor parte no estaba en contra de los cristianos (Hechos 17:9; 18:17; 19:35 ss.; 21:32 y 23:17 ss.).
La persecución de la iglesia del lado de Roma comenzó primero bajo Nerón en el año 64. Por dicha razón, los cristianos esperaban protección más que persecución de las autoridades romanas (Hechos 16:37; 22:25; 25:10 y 2 Tesalonicenses 2:7), reconocieron en el gobierno romano una autoridad ordenada por Dios, y alentaron al pueblo a sujetarse a su ley y a orar por su bienestar (Romanos 13:1-7; 1 Timoteo 2:2; Tito 3:1 y 1 Pedro 2:13-17).
En cuanto a la vida social, los apóstoles aconsejaron que el creyente no debía dejar a su cónyuge (1 Corintios 7:12 y 1 Pedro 3:1), pero que al casarse lo hiciera en el Señor (1 Corintios 7:39 y 2 Corintios 6:14). Aconsejaron que todos, ya sea siervo o sierva, continuaran cumpliendo en el mismo estado en que fueron llamados (1 Corintios 7:20), que los creyentes no debían abandonar todo contacto con los incrédulos (1 Corintios 5:10), que los creyentes podían aceptar invitaciones a un banquete, pero por amor a la consciencia y el ejemplo, debían refrenarse de comer de una ofrenda hecha a un ídolo (1 Corintios 10:27, 28; 8:12 y 10:20). Además, los apóstoles enseñaron que los creyentes debían vivir en paz y amor con todos los hombres, también con el enemigo (Romanos 12:14, 17; 13:10; Gálatas 6:10; Colosenses 4:5; 1 Tesalonicenses 3:12; 2 Pedro 1:7), y que no debían considerar una cosa como inmunda en sí misma, ya que toda criatura de Dios es buena (Romanos 14:14 y 1 Timoteo 4:4).
Esta relación de la iglesia con el mundo es, por consiguiente, una relación de libertad, y está totalmente libre de toda abstinencia o abandono falso y antinatural; pero esto solamente puede ser en tanto que la Iglesia es consciente de su llamado y en tanto camine en santidad delante del rostro de Dios. La iglesia es santa, es un pueblo santo, y los creyentes son santos o personas santas (Romanos 1:7 y 1 Corintios 1:2) porque todos y cada uno de ellos son templo del Espíritu Santo (1 Corintios 3:16-17 y 6:19); por ese Espíritu son lavados y santificados en Cristo Jesús (Juan 17:17, 19; 1 Corintios 1:2; 6:11 y Efesios 26:27), y, por lo tanto, deben evitar y luchar a muerte contra todos los pecados, toda obra de la carne, todo deseo mundano (Gálatas 5:19; Colosenses 3:5 y Hebreos 12:1 y 4); y, al contrario, deben ejercitar todas las virtudes y apoyar todo lo que es bueno (Gálatas 5:22; Filipenses 4:8; Colosenses 3:12; Tito 2:14 y otros lugares). Es una vida de amor que los cristianos deben llevar (Efesios 5:2) porque el amor es la más grande de todas las virtudes (1 Corintios 13:13), el vínculo de la perfección (Colosenses 3:14), y el cumplimiento de la ley (Romanos 13:10).
Y la disciplina es un medio dado a la iglesia por Cristo para que la iglesia pueda preservar su carácter santo. Dicha disciplina debe ser ejercitada no meramente en secreto, digamos, por un hermano frente a otro (Mateo 18:15-22; 1 Tesalonicenses 5:14 y Hebreos 10:24), sino que en caso de pecados públicos también la iglesia debe aplicarla a sus miembros (Mateo 18:17; 1 Corintios 5:5; 2 Corintios 2:5-10 y Tito 8:10). Cuánto de esta santidad todavía faltaba en los tiempos apostólicos, lo informan todas las epístolas, y las edades posteriores dieron lugar con frecuencia a una profunda decadencia religiosa y moral. Pero después del lapso y decadencia, el Espíritu de Cristo una y otra vez hizo que tuviera lugar un avivamiento y renovación. Esta santidad de la iglesia es también una característica que Cristo ganó para la iglesia y que lleva a cabo en y a través de la Iglesia.
Y, finalmente, está la característica de la catolicidad o universalidad que pertenece a la iglesia. Esta característica aparece por su nombre en primer lugar en un escrito postapostólico, y la intención fue declarar que, contra todo tipo de herejías y cisma, la iglesia verdadera es la única que obedece al obispo y permanece en el cuerpo ya que toda la Iglesia católica universal es la única en que está Cristo. Más adelante, todo tipo de explicaciones fueron agregadas al nombre; la gente vino a entender por ese nombre que la iglesia está esparcida por todo el mundo, que desde el principio hasta el presente incluye a todos los creyentes de todos los tiempos, y que, participando como lo hace en toda verdad y gracia, es un medio adecuado de salvación para todos. Estas explicaciones no están equivocadas, si sólo al pensar en la iglesia uno no piensa meramente en una organización eclesiástica, la católica romana, por ejemplo, sino que las acepta para referirse a la iglesia cristiana que se revela en todas las iglesias juntas y en grados muy distintos de pureza y solidez. Porque esa iglesia es de hecho la Iglesia Católica. Incluso en el Antiguo Testamento la promesa madre fue hecha a Adán y Eva, y de este modo a toda la raza humana. Y si más tarde las condiciones de la época llevaron a la selección de un pueblo en particular en Abraham para que sirviera como portador de la revelación, dicha revelación, sin embargo, fue y permaneció dirigida a toda la humanidad. En la simiente de Abraham todas las generaciones de la tierra fueron benditas (Génesis 12:2). Y la profecía mantuvo su mirada fija en este destino general de redención (Joel 2:32; Miqueas 4:1-2; Sofonías 2:11 e Isaías 25:6-10).
Cuando Cristo empezó su ministerio, es cierto que se dirigió solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mateo 15:24), pero el reino que predicó fue, sin embargo, católico, fue libre de cualquier limitación nacional, y permaneció abierto a todo el que creyera y se arrepintiera (Marcos 1:15). Él dice que, si los judíos rechazan su evangelio, los hijos del reino serían expulsados, y que muchos vendrían del este y el oeste, y se sentarían con Abraham, Isaac y Jacob (Mateo 8:11-12). Él mismo debe ser como un grano de trigo que cae a tierra y muere, pero después traerá mucho fruto (Juan 12:24). Él tiene otras ovejas además de Israel, y también debe traer a estas, para que haya un rebaño bajo un pastor (Juan 10:16 y 11:52). Después de su resurrección, manda a sus discípulos a predicar el evangelio a toda criatura y hacer discípulos de todas las naciones (Mateo 28:19 y Marcos 16:15). Y los apóstoles llevaron a cabo este mandato: salieron como sus testigos, tanto en Jerusalén como en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra (Hechos 1:8).
Es increíble que, aunque Jesús habló continuamente del reino de los cielos y pocas veces de la iglesia, los apóstoles al contrario mencionan el reino de Dios comparativamente pocas veces y hablan en detalle de la iglesia de Cristo. No obstante, se puede dar una explicación de esto.
El reino de los cielos de que Jesús habla es, después de todo, en primer lugar, no una reunión de gente, una comunidad de ciudadanos, sino un compuesto de bienes y bendiciones espirituales, un tesoro (Mateo 13:44), una perla (Mateo 13:45), justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Mateo 6:33 y Romanos 14:17). Ese reino es de los cielos, y ahora desciende con Cristo a la tierra, porque en Él el Padre distribuye todas esas bendiciones y bienes (1 Corintios 1:30 y Efesios 1:3). El Padre le asignó el reino a Él y Él a su vez lo asignó a sus discípulos (Lucas 22:29). Hace esto ya ahora en la tierra; cuando por el Espíritu de Dios expulsa a los demonios es evidencia que el reino de Dios ha llegado (Mateo 12:28), y este reino sigue viniendo cuando se comparte a sí mismo y todos sus tesoros por medio de la fe (Lucas 17:21); este reino progresa como un árbol que crece, y como levadura que leuda toda la masa (Mateo 13:31-33), y será distribuido en toda su plenitud en el futuro al regreso de cristo (Mateo 5:3ss; 6:10; Lucas 12:32; Hechos 14:22; 1 Corintios 15:24-28; 2 Tesalonicenses 1:5 y otros lados).
Este reino, entendido de esta manera, es, sin embargo, desde la primera venida de Cristo hasta la segunda, dado al pueblo, a los que han nacido de nuevo del agua y del Espíritu, y a quien cree en el nombre de Cristo (Juan 1:12-13 y 3:3-5). Por esta razón se representa con la figura de una semilla que se planta en tierra para que produzca fruto, o en la figura de una red que, siendo arrojada al mar, recoge todo tipo de peces (Mateo 13:24 y 46). Y los apóstoles son pescadores y salen con esa red y recogen hombres para hacerlos participar en el presente y en el futuro de las bendiciones del reino (Mateo 4:19).
Mientras Jesús predica así el reino de los cielos y explica la naturaleza, carácter y desarrollo de ese reino, sus apóstoles han sido llamados y capacitados por Él para reunir a la iglesia mediante ese evangelio del reino —la iglesia que participa en los tesoros del reino y que algún día recibirá y disfrutará completamente de todos ellos. La palabra del reino fija nuestra atención especialmente en los tesoros, los bienes, las bendiciones que son distribuidas a través del Padre en Cristo; a diferencia de eso, la iglesia nos hace pensar en la reunión de personas que han recibido estos bienes y que se encaminan hacia el pleno disfrute de ellos. En otras palabras, la iglesia es en Cristo la propietaria, la poseedora, la preservadora, la distribuidora y heredera del reino de Dios. Ese es su tesoro y su gloria, no tiene otro valor. Lo que una vez dijo Pedro, la Iglesia puede a su propia manera repetirlo: No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy, en el nombre de Jesucristo de Nazaret levántate y anda (Hechos 3:6).
Porque todos los tesoros del reino que la iglesia posee son de tipo espiritual, y no consisten en oro o plata, o poder y fuerza, sino en justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo, la cualidad característica de la catolicidad corresponde a la iglesia. La iglesia no está vinculada a una tierra o a un pueblo, es independiente de todas las distinciones y contrastes terrenales. Lleva el evangelio a toda criatura, y ese evangelio es siempre y sólo el evangelio, una buena nueva que es apropiada y necesaria para toda la gente, en todo tiempo, bajo cualquier circunstancia, para toda condición. El reino de Dios no se opone a nada excepto al pecado.
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Desde el mismo principio, esta iglesia considerada como una reunión de creyentes tuvo una organización particular. Toda organización de seres humanos debe, para evitar confusión y disolución, y para ser adecuada para el propósito para el cual fue establecida, tener reglas que gobiernen sus reuniones y actividades. La iglesia de Cristo también está sujeta a esta ley general de la sociedad humana. Dios no es un Dios de confusión, sino un Dios de paz; estableció ordenanzas para todas sus criaturas, y pretende que en las iglesias también todo se lleve a cabo decentemente y con orden (1 Corintios 14:33 y 40). Y tal establecimiento de reglas es lo más necesario para la vida de la iglesia debido a que Dios quiere usarla para un propósito específico. Después de todo, la iglesia, mientras exista en la tierra, todavía es imperfecta, cada uno de sus miembros y todos los miembros juntos deben estar constantemente luchando contra el pecado y siguiendo la santidad, en todo tiempo este pueblo requiere instrucción, guía, dirección, fortalecimiento, consuelo, amonestación y correctivo. Y no solamente eso, sino que la iglesia también debe reproducirse de generación en generación; no siempre tiene los mismos miembros, ya que a diario pierde a aquellos que son transferidos a la iglesia triunfante, y aumenta constantemente por los nuevos miembros que son criados en ella, y que deben introducirse en la vida de la iglesia. Además, ha recibido el mandato de Cristo de predicar el evangelio a todo el mundo y a todas las criaturas. Dentro de sí misma, por lo tanto, tanto como fuera, tiene un llamamiento santo e importante que llevar a cabo.
Cuando Dios establece este mandato sobre la iglesia, al mismo tiempo le da las cualificaciones y equipamiento para llevarlo a cabo. Él arregla las cosas de tal manera que da a la iglesia los dones, poderes y administraciones que la capacitan para llevar a cabo la tarea que pone sobre sus hombros. Dio a la Iglesia, como lo expresa Pablo, apóstoles, evangelistas, pastores y maestros para que pueda llevar a cabo la obra del ministerio en la iglesia, y edificar así el cuerpo de Cristo y efectuar la perfección de los santos; y toda esta serie de arreglos deben, por lo tanto, permanecer en vigor hasta que se alcance el propósito y todos juntos lleguen a la unidad de la fe y del conocimiento de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo (Efesios 4:11-13). En otras palabras, la iglesia como reunión de creyentes tiene, con vistas al llamamiento que debe cumplir en la tierra, dones y poderes, oficios y servicios, mediante los cuales puede responder a su vocación. Esta institución de leyes y reglas no fue agregada a la iglesia más tarde, sino que estuvo presente en ella desde el principio. Debido a que no todo se puede discutir al mismo tiempo, es necesario primero discutir la iglesia como una reunión de creyentes, y después hablar de las reglas que gobiernan su vida y operaciones. Pero no puede inferirse de esto que lo primero estuvo en efecto por algún tiempo antes de que lo segundo existiera, y que existió sin lo segundo. Dios estableció inmediatamente la iglesia en la tierra de la manera que demandaba su lugar y tarea en el mundo.
Pero, aunque no hay diferencia temporal entre las dos, sí hay una diferencia. Eso se vuelve evidente del hecho de que la institución que se le dio a la iglesia cambió notablemente en el curso de los siglos. Desde el tiempo del paraíso había creyentes en la tierra, y ellos también sin duda se reunieron unos con otros. Leemos en Génesis 4:26 que en los días de Enoc los hombres comenzaron a invocar el nombre del Señor, y sin duda esto es una afirmación de los hechos de que, en tiempos de los cainitas, los setitas se separaron y reunieron en torno a la confesión del nombre del Señor. Desde ese tiempo en adelante, por lo tanto, hubo adoración pública. Consistió en su mayor parte de predicación, sacrificio y oración. La iglesia en ese tiempo tenía su centro en la familia. En el período patriarcal el padre era el rey y también el sacerdote de su familia, llevaba a cabo la circuncisión (Génesis 17:23), y hacía los sacrificios (Génesis 22:2 y 26:1).
Cuando se dio la ley en Sinaí, y Dios estableció su pacto con su pueblo, un gran cambio tuvo lugar. En ese tiempo la institución particular del sacerdocio y de los levitas fue instituida. Un lugar y tiempo definidos fueron designados para los sacrificios. Las ofrendas mismas se distinguieron una de otra y se arreglaron en un orden definido. Y todo lo relacionado con las personas sagradas, tiempos, lugares y acciones fueron estrictamente regulados y prescritos a detalle. La ley fue un yugo que era difícil de llevar (Hechos 15:10), pero fue necesario en ese tiempo para agudizar el sentido de pecado, para despertar la necesidad del perdón, para arrojar luz sobre el significado y necesidad de los sacrificios, y así dirigir el camino hacia Cristo.
Sin embargo, creció ya allí por debajo y al lado de esta prescripción legal oficial otra organización de la vida religiosa de Israel. Debemos recordar que el pueblo vivió por todo Canaán e incluso en alguna medida al otro lado del Jordán. Esto habla por sí mismo de que solamente una parte comparativamente pequeña de este pueblo podía subir a Jerusalén para las grandes fiestas. Además, todos ellos estaban estrictamente obligados a guardar el sábado, y todos lo celebraban en sus propias moradas. Estaba a la mano, y es muy probable, que en esos días los creyentes celebraran reuniones religiosas y se reunieran para la meditación de la ley, el canto y la oración. En Hechos 15:21 leemos, por consiguiente, que Moisés desde tiempos antiguos tenía en cada ciudad quienes predicaran la ley, y que era leída en las sinagogas cada día del sábado.
El origen de estas sinagogas nos es desconocido, pero es cierto que se remonta muy atrás; y durante y después de la cautividad, cuando los judíos fueron dispersados por todas las tierras y a menudo vivieron lejos de su patria y del templo, fue que esas sinagogas adquirieron un significado nuevo y rico. En cada lugar donde vivían los judíos se construía una sinagoga, y aquí y allá en tiempos específicos, en el sábado, en los días festivos, y también en los días de la semana, los judíos se reunían para expresar una confesión común, para unirse en oración, para escuchar la lectura de una porción de la ley y los profetas, y también para un discurso independiente (Lucas 4:21), y para recibir la bendición del sacerdote. El gobierno de la iglesia fue dado a un colegio de ancianos, a quienes fue delegado el derecho de llevar a cabo la disciplina y de excomulgar, y que gobernaba diversas partes del servicio, y regulaba los servicios religiosos (Marcos 5:22, 35ss; Lucas 8:49 y 13:14). Entre los oficiales estaba el tesorero, que recibía los donativos dados para los casos de misericordia, y un ministro (Lucas 4:20) que tenía que sacar las Santas Escrituras y volverlas a su lugar. Esta completa regulación que gobernaba las sinagogas fue de gran importancia para la vida religiosa de los judíos, y en varias maneras formó también el ejemplo para la organización de la iglesia cristiana.
Jesús tuvo el hábito de visitar estas asambleas en las sinagogas (Lucas 4:16), y para lo demás se sometió también a la observancia de toda la ley mosaica y así cumplió toda justicia (Mateo 3:15). Sin embargo, vino para que, guardando la ley, pudiera cumplirla y así colocar una carga distinta en los hombros de sus discípulos de la del difícil yugo de la ley. Esta carga diferente era suave y ligera, y dio descanso a sus almas (Mateo 11:29-30). Él predicó el evangelio del reino de Dios y reunió a los discípulos alrededor de Él, quienes le reconocieron como su maestro y fueron llevados gradualmente de una manera más profunda al conocimiento de su persona y obra.
Entre este círculo de discípulos, Cristo, con la mirada puesta en las doce tribus de Israel (Mateo 19:28), escogió doce de su número a quienes también les dio el nombre de apóstoles (Lucas 6:13). La seriedad y la importancia de esta elección se hace evidente del hecho de que la hizo después de una noche que pasó solo en la montaña en oración con Dios (Lucas 6:12). Hablando humanamente, mucho del futuro del reino de Dios dependía de esa elección. El nombre de apóstol, que le dio a cada uno de los doce discípulos, significa embajador, o mensajero, o misionero, y no era raro, en esos días. Entre los judíos esos hombres que eran enviados desde Jerusalén para recaudar el dinero para el templo eran designados muy probablemente por el nombre de apóstoles. En el Nuevo Testamento Jesús mismo es llamado apóstol (Hebreos 3:1), y también Bernabé (Hechos 14:4 y 14), y puede ser que en alguna otra parte algún otro siervo del evangelio también fuera designado así. Pero pronto el nombre de apóstol fue limitado a los doce que fueron escogidos por Jesús, y a Pablo que después en una forma particular fue llamado a ser apóstol de los paganos (Hechos 1:2; 2:37; Gálatas 1:17; 1 Corintios 9:5; 15:7; Apocalipsis 2:2; 18:20 y 21:14).
El propósito inmediato de esta elección de los apóstoles fue que debían estar con Jesús, y que debían ser enviados por Él para predicar y sanar a los enfermos (Marcos 3:14-15). Según Mateo 10:1ss (Marcos 6:7ss y Lucas 9:1ss), Jesús hizo esto y los envió a los distintos pueblos y ciudades de Galilea. Por esta misión, Jesús indudablemente quiso decir llevar el evangelio a los judíos a quienes Él mismo no podía alcanzar, pero al mismo tiempo estaba preparando a sus apóstoles para su vocación futura. Y ese futuro llamado no era otro que este: que después de la ascensión de Jesús, ellos debían presentarse como sus testigos en medio del mundo y edificar su iglesia sobre ese testimonio. Los equipó para esto en una forma particular al salir y entrar con ellos y por su enseñanza, al dejarlos como testigos de sus palabras y obras, de su vida y pasión, de su muerte y especialmente, también, de su resurrección (Hechos 1:8, 22; 2:32; 3:15 y otros lados), y al prometerles enviarles el Espíritu de verdad, que los llevaría a toda verdad, los consolaría, y permanecería con ellos para siempre (Juan 14:17; 15:26; 16:17 y 20:23). Junto con esta preparación les dio un poder particular, a saber, el poder de predicar y enseñar, en una forma peculiar sanar todo tipo de gente enferma, administrar el bautismo y la cena del Señor, ejercitar la disciplina, y abrir y cerrar el reino de los cielos al perdonar o rechazar perdonar los pecados (Mateo 16:19; 18:18; 28:19 y Juan 20:23). Los apóstoles fueron siervos de Cristo y administradores de los misterios de Dios (1 Corintios 4:1).
Entre los apóstoles Pedro ocupó el primer lugar. Era el hijo de Jonás, un pescador de Betsaida (Juan 1:43-44); ya se había casado en Capernaum antes de que Jesús lo conociera (Marcos 1:21, 29). Su nombre originalmente era Simón, pero inmediatamente en el primer encuentro con Jesús, le agregó el nombre de Cefas, o Pedro, que significa roca (Juan 1:42). Este nombre era una expresión de su naturaleza, su iniciativa, su independencia, su apertura de corazón y su firmeza. De esta forma aprendemos a conocerlo durante la vida de Jesús. Fue el primero en ser escogido entre los apóstoles (Marcos 3:13), y tomó el papel de su representante y portavoz. Su firmeza tuvo que someterse a una dura prueba durante la pasión de Cristo, y sucumbió en su terrible negación. Pero Jesús lo levantó y restauró de nuevo (Lucas 22:32 y Juan 21:15 ss.); por ello, podía fortalecer mejor a sus hermanos (Lucas 22:32). Por lo tanto, fue que después de la ascensión de Jesús pronto asumió el liderazgo de nuevo; hizo esto en la elección de Matías (Hechos 1:15 ss.), en la predicación de Pentecostés (Hechos 2:14 ss.), en la obra de realizar milagros (Hechos 3:6), en la defensa de la iglesia ante el concilio (Hechos 4:8 ss.), en el juicio pronunciado sobre Ananías y Safira (Hechos 5:4 ss.), en el viaje de visita a Samaria (Hechos 8:14), en la predicación del evangelio a los paganos (Hechos 10:1 ss.), y en la reunión del sínodo sostenida en Jerusalén (Hechos 15:7ss).
Los católicos romanos argumentan con base en todas estas circunstancias que Pedro disfrutó de un rango superior que los otros apóstoles y que después en Roma fue el primer papa. No hay, sin embargo, ninguna base para esto. Es cierto que fue el primero y el líder entre su tipo, pero no tuvo ningún rango o poder sobre ellos. Los otros once fueron tan apóstoles como él. El poder de predicar y enseñar, de administrar el bautismo y la Cena del Señor, de abrir y cerrar el reino de los cielos no le fue dado solo a él (Mateo 16:19), sino que también le fue dado a los otros apóstoles (Mateo 18:18; 28:19 y Juan 20:23). De hecho, después de Hechos 15 Pedro pasa a segundo plano, por lo que solamente sabemos estas cosas sobre él: que estuvo en Antioquía (Gálatas 2:11) y en Babilonia (1 Pedro 5:13), y que murió más tarde en Roma como mártir (Juan 21:18-19). Entonces le da paso a Pablo quien, por un lado, se llama a sí mismo el más pequeño de los apóstoles (1 Corintios 15:9), pero quien, por otro lado, no quiere ser inferior a ellos ni en rango, oficio, poder ni obra (1 Corintios 15:10; 2 Corintios 11:23ss y 12:11), y que incluso reprende a Pedro en Antioquía (Gálatas 2:11).
Leemos en Mateo 16:18 que Jesús, después de la valiente y clara confesión de Pedro de su Mesianidad, se dirige a él de la siguiente manera: Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia. Al decir esto, Jesús tiene en mente no tanto la persona de Pedro, ni siquiera la confesión que acaba de hacer independientemente de su persona, sino tiene en mente más bien al Pedro confesante (Pedro como confesor, y más especialmente Pedro como confesor de Cristo en nombre de todos sus apóstoles). Y no sólo Pedro fue confesor: los otros apóstoles también lo fueron, así que la iglesia no fue edificada solamente sobre Pedro, sino sobre los apóstoles juntos (Efesios 2:20 y Apocalipsis 21:14). El apostolado es y permanece siendo el fundamento de la iglesia, no hay comunión con Cristo sino a través de la comunión con ellos y su palabra (Juan 17:20 y 1 Juan 1:3).
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Estos apóstoles permanecieron a la cabeza de la iglesia en Jerusalén inmediatamente después de la ascensión de Jesús, y formaron, por así decirlo, el consistorio de esa iglesia. Todo el poder residió en ellos. Lo habían recibido, no de la Iglesia, sino de Cristo mismo. Pero fue un poder, como Pedro mismo lo describió después, destinado para apacentar la grey de Dios, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que estaban a su cuidado, sino siendo ejemplos de la grey (1 Pedro 5:2-3). El apostolado permanece por encima de la iglesia, pero está dirigido al mismo tiempo al servicio de la iglesia y para su beneficio. El apostolado ha sido instituido para el bien de la iglesia (Efesios 4:11-12). Vemos esto claramente en la iglesia de Jerusalén. Los apóstoles dirigen las reuniones de los creyentes (Hechos 1:15), predican y bautizan (Hechos 2:38), mantienen la pureza de la verdad, y perseveran en el partimiento del pan, y en la comunión y oraciones (Hechos 2:42). Hacen señales y maravillas (Hechos 2:43), distribuyen los dones entre los hermanos y hermanas pobres (Hechos 4:37 y 5:2). Al principio no había otro oficio en la iglesia sino el de los apóstoles. Hicieron todo lo que hacen hoy en día los maestros y pastores, y los ancianos y diáconos.
Pero esta situación no podía continuar por mucho tiempo. Cuando la iglesia se extendió, y particularmente cuando se agregaron iglesias fuera del límite de Jerusalén en Judea, Samaria, Galilea, y después también en el mundo pagano, tenía que proveerse de consejo y ayuda. Eso tuvo lugar en dos formas: para todas las iglesias consideradas como una unidad, y para cada iglesia en particular.
Las diversas iglesias que crecieron gradualmente fuera de Jerusalén en otras ciudades y villas no estaban subordinadas a la iglesia de Jerusalén, sino que eran independientes al lado de ella. Estamos justificados al llamar a la iglesia de Jerusalén la iglesia madre en la medida en que queramos decir con esto que fue la primera iglesia, y que las otras iglesias llegaron a existir a través de su esfuerzo misionero. Pero esta designación es equivocada si queremos decir con ella que las otras iglesias se encontraban en una relación de dependencia de la de Jerusalén. En ese sentido no hay ni puede haber tal cosa como una iglesia madre, porque cada iglesia, incluso la más pequeña e insignificante, debe su propio origen y existencia sola y directamente a Cristo y su Espíritu, a pesar de que estas utilizan las misiones como medio. Cada iglesia es, en consecuencia, una iglesia de Cristo, y no es una subdivisión o rama de otra iglesia, ya sea en Jerusalén, en Roma, o en otro lugar. No obstante, incluso aunque las iglesias que gradualmente crecían en Palestina y fuera del país fueron iglesias hermanas y no hijas de la iglesia de Jerusalén, todas ellas son sin distinción y en el mismo sentido dependientes y sujetas a la autoridad de los apóstoles.
Los apóstoles eran mucho más que un consistorio local; eran y permanecieron siendo el consistorio de toda la iglesia cristiana dondequiera que era establecida. En el momento, por lo tanto, que Samaria aceptó la Palabra de Dios, los apóstoles enviaron a Pedro y a Juan para orar por los creyentes, para imponer sus manos sobre ellos para la recepción del don del Espíritu Santo y además para predicar la Palabra entre ellos (Hechos 8:13-25). Más tarde, Pedro pasó por el circuito de todas las nuevas iglesias en Judea, Samaria y Galilea para fortalecerlas y promover la mutua comunión entre todas ellas (Hechos 9:31-32). Así fue como las iglesias no se mantuvieron una al lado de la otra desconectadas, y que no fueron abandonadas a su propio destino y capricho; en lugar de ello, estas iglesias conservaron el fundamento y el centro del apostolado.
Pero esto provocó un estado de cosas en que la obra de los apóstoles creció rápidamente. Se volvió necesario una división de labores, así como un incremento de obreros. La división de labores tuvo lugar cuando en la convención de Jerusalén con la mutua aprobación de todos se acordó que los apóstoles debían ir a los judíos en Jerusalén y que Pablo debía ir a los gentiles (Gálatas 2:6-9). Naturalmente esta división de labores no fue estrictamente dirigida de tal manera que Pablo jamás pudiera dirigir de nuevo su llamamiento a los judíos, o que los apóstoles en Jerusalén pudieran jamás trabajar de nuevo con los gentiles. Pablo seguía preocupado ante todo por la gente de su propia nación y raza, a quienes amaba tiernamente, y Pedro, Juan y Santiago, según sus cartas, estaban activos también entre los cristianos ganados de entre los gentiles. Sin embargo, esta era una división de trabajo que establece los límites generales, y que dio a ambos partidos algún descanso y alguna libertad de esfuerzo.
A esto debemos agregar, en segundo lugar, la consideración de que los apóstoles tomaron como colaboradores, personas que estuvieron con ellos en sus diversas actividades. Dichas personas fueron Bernabé (Hechos 13:2), Marcos y Lucas (Hechos 12:25; 13:5 y Filemón 1, 24), Timoteo (Romanos 16:21 y 1 Tesalonicenses 3:2), Tito (2 Corintios 8:23) y Silas (Hechos 15:40) (Comparar Romanos 16:9; Filipenses 2:25; 4:3 y Colosenses 4:10-11). En ocasiones estas personas, como Felipe (Hechos 5:8, 40 y 21:8), fueron llamados evangelistas (Efesios 4:11 y 2 Timoteo 4:5). Además, los apóstoles también recibieron ayuda de los profetas, personas que no tuvieron un oficio particular pero que recibieron un don especial de Dios. Como tales fueron Agabo (Hechos 11:28 y 21:10) y las hijas de Felipe (Hechos 21:9). Estos también ayudaron a iluminar a la iglesia y edificarla en la verdad (1 Corintios 12:28; 14:4; Efesios 4:11).
Todos estos oficios —el de los apóstoles, profetas y evangelistas— se han desvanecido en la medida en que sus poseedores han fallecido y, por la naturaleza del caso, no han sido suplantados por otros. Eran necesarios en ese tiempo inusual cuando la iglesia tenía que ser establecida en la tierra. Pero su obra no ha sido inútil en el Señor. Porque, en primer lugar, ellos, de hecho, construyeron la iglesia sobre el único fundamento de Jesucristo (1 Corintios 3:11), y en segundo lugar su testimonio vive en los libros del Nuevo Testamento, en los evangelios y en las epístolas, en los Hechos y en el Apocalipsis; vive, en efecto, en toda la iglesia hasta nuestros días. Debido a este testimonio, la Iglesia es capaz en todo tiempo de perseverar en la doctrina de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento del pan y en las oraciones (Hechos 2:42). La palabra de los apóstoles, primero hablada y luego escrita, sostiene y garantiza la unidad de la iglesia no sólo tal como se extiende por todo el mundo, sino también a lo largo de los siglos.
Así como los apóstoles en su obra de gobernar la iglesia como un todo recibieron la ayuda de los oficios extraordinarios de los profetas y evangelistas, también en el cuidado de cada iglesia local fueron apoyados por el servicio de los ancianos y diáconos. Debemos recordar que los apóstoles fueron al principio ellos mismos los distribuidores de los dones de misericordia (Hechos 4:37 y 5:2). Pero cuando la iglesia se volvió perceptiblemente grande, no pudieron llevar a cabo esta obra por ellos mismos. En ocasión de una disputa que surgió en la iglesia sobre el servicio diario, los apóstoles propusieron que siete hombres, llenos de fe y del Espíritu Santo, fueran escogidos para el servicio de las mesas (Hechos 6:1-6) Siempre ha habido una considerable diferencia de opinión sobre si esto es o no un relato de la institución del oficio del diaconado. No es imposible que el oficio de estos siete hombres, instituido por los apóstoles en Hechos 6, originalmente comprendiera más servicio y trabajo de lo que comprendía el posterior oficio del diaconado. Sin embargo, leemos claramente que los apóstoles reservaron para sí mismos la ministración de la palabra y el servicio de las oraciones (Hechos 6:4), y que los siete nuevos hombres fueron encargados con el servicio de las mesas, es decir, con la regulación de todo lo relacionado con las comidas o fiestas comunes —que generalmente concluían con la celebración de la Cena del Señor— y con la distribución a los pobres de lo que había sido donado para las fiestas por los creyentes, y de lo que quedaba después en comida, bebida y dinero.
En otras iglesias también el oficio de diácono fue instituido. Leemos de diáconos en Filipos (Filipenses 1:1), y en Éfeso (1 Timoteo 3:8; comparar Romanos 12:8 y 1 Corintios 12:28). En 1 Timoteo 3:8ss Pablo resume las cualificaciones que un diácono debe tener. Los apóstoles de Jerusalén también lo habían hecho. Vinieron a la iglesia con la propuesta de que se eligieran siete hombres, e indicaron las habilidades requeridas y la naturaleza y función del oficio. Por consiguiente, la iglesia los seleccionó. Pero al final, son de nuevo los apóstoles que por la imposición de manos les delegaron el oficio.
Junto con los diáconos, los ancianos toman su lugar. No se nos dice nada sobre el origen de este oficio. Pero cuando recordamos que, entre los judíos, el gobierno de los ancianos ya sea en la vida cívica o en las sinagogas era una práctica común, no hay nada sorprendente en el hecho de que entre los otros miembros de la iglesia algunos debieran ser escogidos para llevar la responsabilidad de la supervisión y la disciplina. Leemos de ellos, primero que todo, brevemente en Hechos 11:30 donde ellos reciben los dones que Bernabé y Saulo traían con ellos para los hermanos que vivían en Judea, y en Hechos 15:2ss participan en la reunión que se convocó para la regulación de la obra misionera entre los judíos y gentiles.
Este oficio de los ancianos también fue rápidamente introducido en otras iglesias. Pablo y Bernabé tenían ancianos escogidos en cada iglesia que fundaron en sus viajes misioneros (Hechos 14:23; comparar 21:18). Los encontramos en Éfeso (Hechos 20:28), y en Filipos (Filipenses 1:1). En estos casos son llamados obispos. En 1 Corintios 12:28 los encontramos referidos quizá bajo el nombre de administradores, y en Efesios 4:11 los encontramos como pastores y maestros (1 Tesalonicenses 5:12; 1 Corintios 16:15-16; Romanos 12:8; Hebreos 13:7; 1 Pedro 5:1; Santiago 5:14-16; 1 Timoteo 4:14; 5:17-22 y Tito 1:5-9). En 1 Timoteo 3:1ss y Tito 1:6-9 Pablo indica sus cualificaciones, y en Tito 1:5 solicita a Tito establecer ancianos en cada iglesia. Estos ancianos estaban encargados de la supervisión de la iglesia (Hechos 21:28; Efesios 4:11 y 1 Pedro 5:2) y fueron, incluso dentro del período apostólico, distinguidos como aquellos que gobiernan y que además laboraban en la ministración de la palabra y la enseñanza de la verdad (1 Timoteo 5:17; Hebreos 13:7; 1 Pedro 4:11 y 1 Timoteo 3:2 (apto enseñar). Puede ser que Diótrefes, que según 3 Juan 9 ocupó el primer lugar en la iglesia, pero que abusó de su poder, y que los ángeles de las siete iglesias (Apocalipsis 2:1-8) sean también maestros del tipo que, a diferencia de sus compañeros ancianos, trabajaron en la palabra, y de este modo ocuparon un lugar único y significativo.
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Tal fue el gobierno simple que desarrollaron los apóstoles para el gobierno de la iglesia. Los oficios que instituyeron son pocos en número. Realmente esos oficios no son sino dos: el de anciano y el de diácono, ya que el primero se puede subdividir en anciano docente y gobernante. Estos oficios fueron realmente ordenados por los apóstoles, establecieron los deberes y cualificaciones para ellos, pero en la selección de las personas contaron con la iglesia, y, una vez escogidas de esta manera, los introdujeron al oficio mediante la imposición de manos. No había tal cosa como un poder dominante. Ya que solo Cristo es la cabeza de la iglesia (Efesios 1:22), el único maestro (Mateo 23:8-10), y Señor (Juan 13:13; 1 Corintios 8:6 y Filipenses 2:11), nunca puede surgir en la iglesia ningún poder que coexista al lado o en contra de su poder, sino sólo aquel que Él mismo ha delegado y que permanece limitado por Él.
Eso fue cierto de los oficios extraordinarios de apóstol, evangelista y profeta en ese primer período, como fueron instituidos en ese primer período antes del establecimiento de la iglesia en el mundo. Recibieron su oficio y poder de Cristo y no de la iglesia, aunque tuvieron que aplicar ese poder que les fue dado al servicio de la iglesia (Mateo 20:25-27 y 1 Pedro 5:3). Lo mismo es cierto, e incluso en un sentido más fuerte, de los oficios ordinarios que todavía existen en la iglesia. Los pastores y maestros, los ancianos y diáconos también deben su oficio y autoridad a Cristo que instituyó estos oficios y que continuamente los sostiene, quien da las personas y sus dones, y quien los designa por la iglesia (1 Corintios 12:28 y Efesios 4:11). Pero este don y esta autoridad les es dada para que las empleen para el beneficio de la iglesia y obren con la finalidad de perfeccionar a los santos (Efesios 4:12). El oficio se instituyó para que de este modo la iglesia perseverara en la enseñanza de los apóstoles y en la comunión, en el partimiento del pan y las oraciones (Hechos 2:42).
Pero toda esta regulación o gobierno, simple y bello como era, ya estaba distorsionado y desnaturalizado muy pronto después del período apostólico. Primero surgió el oficio del obispo, el así llamado episcopado. En el Nuevo Testamento, y también en algunos de los escritos del período postapostólico, los nombres de anciano (presbítero) y supervisor (obispo) todavía se usaban para designar a una y la misma persona. El papel del supervisor, a saber, el de supervisión y disciplina, fue la definición de la tarea dada al anciano electo (o ancianos) (Hechos 20:17; comparar Hechos 20:28; Tito 1:5, 7 y 1 Pedro 5:1-2).
Pero al principio del segundo siglo ya se hacía una diferencia en algunas iglesias entre los dos: el supervisor u obispo fue elevado por encima de los ancianos y diáconos en rango, y fue considerado como el portador de un oficio particular, como el sucesor de los apóstoles, como el preservador de la pureza de la doctrina y como la piedra angular de la iglesia. Esto significó, por supuesto, entrar al camino jerárquico, y llevó por un lado a privar a los ancianos y diáconos de toda su independencia y degradar a los creyentes al nivel de meros laicos inmaduros, y por otro lado a elevar a los obispos y sacerdotes por encima de la iglesia y, entre ellos, elevar al obispo de Roma a la función de príncipe de toda la iglesia. Como el sucesor de Pedro, este obispo de Roma se supuso tenía las llaves del reino, para ser el viceregente de Cristo en la tierra, y como papa ser revestido en asuntos de fe y vida con el poder divino e infalible.
Este desarrollo del gobierno sacerdotal en la iglesia de Cristo fue contrarrestado por adelantado en cada paso que dio por la oposición y el impedimento. Pero solo fue en la Reforma que este conflicto creció tan fuerte que la cristiandad de ese tiempo se dividió en dos grandes secciones. Algunas de estas, como los anabautistas, luego cayeron en un extremo y sostuvieron que toda forma de oficio, autoridad o poder estaba en conflicto con la iglesia de Cristo. Otros, tales como la Iglesia Anglicana de Inglaterra, rompieron el vínculo de conexión con el papa en Roma, pero conservaron el episcopado en vigor. Los luteranos restauraron el oficio de la predicación, pero ponen el gobierno de la iglesia y el cuidado de los pobres completamente en las manos de la autoridad civil. Todo tipo de propuestas para la política de la iglesia llegaron a existir una al lado de la otra. Y hasta el día de hoy existen muchas diferencias de opinión en las diversas denominaciones cristianas sobre el gobierno de la iglesia como las que hay sobre la confesión de esta.
A Calvino le corresponde el honor, mientras batallaba contra la jerarquía sacerdotal romana, de restaurar los oficios de anciano y diácono, así como el oficio de la predicación. A través de él, la iglesia recibió su propio terreno y su propia función independiente. Luchó duramente por años por la independencia de la iglesia, por el ejercicio de su disciplina, por el mantenimiento de la pureza de la administración de la Palabra y los sacramentos. Al pensar en la iglesia no pensó en primer lugar en los oficios de dicha iglesia, de la Iglesia como institución, sino que vio en ella por sobre todo una reunión o comunión de creyentes quienes por su confesión y andar tenían que demostrar ser el pueblo de Dios, y quienes eran todos personalmente ungidos por Cristo para ser profetas, sacerdotes y reyes. La iglesia es a la vez la madre y la comunidad de los creyentes. Es algo diferente y algo más que una multitud reunida en un lugar en domingo para escuchar la predicación; es una comunidad o comunión que durante la semana también hace sentir su influencia hacia dentro y hacia afuera. El oficio de predicador no es sino uno de los oficios; junto a él está el oficio de anciano que también tiene trabajo por hacer mediante la visitación personal en los hogares, supervisión y disciplina; y está, además, el oficio de diácono, que debe mostrar misericordia al pobre y al enfermo, y, finalmente, está el oficio de doctor o maestro cuya función es promover la verdad, instruirla y defenderla.
Y mientras que cada iglesia es independiente, y debe su fundamento y existencia, sus dones y poder, sus oficios y ministraciones solamente a Cristo, también está íntimamente relacionada con todas las iglesias que junto con ella se apoyan sobre la misma base. Así fue en la era apostólica. Cada iglesia, sin importar qué tan pequeña o grande, era una iglesia de Cristo, su cuerpo y templo; pero cada iglesia fue también, desde el mismo principio, sin siquiera tomar una decisión o juicio al respecto, incorporada en una unidad espiritual con todas las demás iglesias. Todas las iglesias juntas constituían una iglesia (Mateo 16:18), todas ellas estaban sujetas a la autoridad de los apóstoles, que por su palabra establecieron los fundamentos de toda la iglesia (Efesios 2:20). Son todos juntos uno en vida y confesión, y todos tienen un bautismo, una fe, un Espíritu, un Señor, un Dios y Padre, el cual es sobre todos y en todos (Efesios 4:3-6). Mantienen la comunión mutua mediante los miembros viajeros (por ejemplo, Aquila y Priscila) (Hechos 18:2, 18; Romanos 16:3 y 2 Timoteo 4:19) por saludos recíprocos Romanos 16:16; 1 Corintios 16:20; 2 Corintios 13:12 y otros lados), y por servir mutuamente con dones de amor (Hechos 11:29; 1 Corintios 16:1; 2 Corintios 8:1; 9:1 y Gálatas 2:10). También intercambian cartas que los apóstoles les envían (Colosenses 4:16), y empezaron en casos difíciles a deliberar sobre algunos asuntos juntos y a tomar decisiones comunes (Hechos 15).
De todas las formas de orden eclesiástico, el sistema presbiteriano como fue restaurado por Calvino corresponde mejor al gobierno del tiempo apostólico.
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Todas las ministraciones y oficios que Cristo instituyó en su iglesia están centradas en la Palabra. Él no les dio a sus discípulos poder terrenal (Mateo 20:25-27), ni señorío sacerdotal (1 Pedro 5:3), porque todos son personas espirituales (1 Corintios 2:10-16), ungidos por el Espíritu Santo (1 Juan 2:20) y juntos forman un real sacerdocio (1 Pedro 2:9). Los talentos y oficios solo tienen este fin: que aquellos que los han recibido sirvan uno al otro mediante tales talentos y oficios en amor (Romanos 13:18 y Gálatas 5:13). Las armas de su milicia son puramente espirituales en carácter (2 Corintios 10:4), consisten en ceñirse con la verdad, la coraza de justicia, el escudo de la fe, el casco de la salvación y la espada del Espíritu (Efesios 6:14-17).
Por esta razón, la Palabra es también la única marca por la cual la iglesia de Cristo puede ser conocida en su verdad y pureza. Fue por la Palabra que todos los verdaderos miembros de la Iglesia fueron nacidos y traídos a la fe y el arrepentimiento, purificados y santificados, reunidos y establecidos, y ellos a su vez son llamados a preservar esa Palabra (Juan 8:31 y 14:23), a estudiarla (Juan 5:39), después a probar los espíritus (1 Juan 4:1), y evitar a todos aquellos que no enseñan esta Palabra (Gálatas 1:8; Tito 3:10 y 2 Juan 9). La Palabra de Dios es, de hecho, para usar la expresión de Calvino, el alma de la iglesia.
Esta Palara de Dios no fue dada exclusivamente a la iglesia como institución, a los oficiales, sino a todos los creyentes (Juan 5:39 y Hechos 17:11), para que con paciencia y consuelo de las Escrituras puedan tener esperanza (Romanos 15:4) y para que puedan enseñarse y amonestarse entre sí (Romanos 12:7-8; Colosenses 3:16 y Hebreos 10:24-25). Roma ha hecho violencia a esto, pero la Reforma devuelve la Biblia a todas las manos y así hizo posible para la familia y la escuela, para la ciencia y el arte, para la sociedad y el estado, y para cada creyente individual, tener acceso a esta fuente de enseñanza e instrucción. Además, Dios proporcionó un servicio oficial de la Palabra. Él dio y sigue dando los pastores y maestros (1 Corintios 12:28; Efesios 4:11; 1 Timoteo 5:17 y 2 Timoteo 2:2) de la Iglesia que ministran la palabra en público y en los hogares (Hechos 20:20), para darla como leche a los inmaduros y como carne a los miembros maduros de la iglesia (1 Corintios 3:2; Hebreos 5:12 y 1 Pedro 2:2); ellos deben hacer esto en armonía con las necesidades de gente particular en tiempos particulares, de cada iglesia y cada creyente en particular (Hechos 20:20; 2 Timoteo 2:15 y 4:2). En otras palabras, el servicio de la Palabra incluye su preservación, traducción, interpretación, diseminación, defensa, y su proclamación a todos los hombres; de este modo, la iglesia permanece edificada sobre el fundamento de apóstoles y profetas (Efesios 2:20), y es, como debe ser, columna y baluarte de la verdad (1 Timoteo 3:15).
La Palabra tiene su confirmación en los sacramentos que son signos y sellos del pacto de gracia y que, por lo tanto, sirven para el fortalecimiento de la fe. En el Antiguo Testamento, Dios empleó para este propósito la circuncisión (Génesis 17:7) y la pascua (Éxodo 12:7ss). Ambas señales tuvieron un significado espiritual, porque la circuncisión fue un sello de la justicia de la fe (Romanos 4:11) y de la circuncisión del corazón (Deuteronomio 30:6 y Romanos 2:28-29). Y la pascua, como una ofrenda por el pecado y una comida sacrificial apunta a Cristo (Juan 1:29, 36 y 19:33, 36). En consecuencia, ambos fueron cumplidos también en la pasión y muerte de Cristo (Colosenses 2:11 y 1 Corintios 5:7) y fueron sustituidos en el Nuevo Testamento; y, por lo tanto, por el bautismo (Mateo 28:19) y la Santa Cena (Mateo 26:17). Estas dos señales, universalmente conocidas como los sacramentos (misterios: 1 Corintios 4:1) son, sin garantía bíblica, aumentados con cinco sacramentos más (confesión, penitencia, matrimonio, ordenación y extremaunción) y además con innumerables ceremonias, y no deben considerarse como que contienen espacial y materialmente la gracia de Dios dentro de sí mismos, sino son, más bien, reminiscencias y confirmaciones de la gracia que Dios a través del Espíritu Santo da a los corazones de sus creyentes. Estos dos sacramentos contienen todo el pacto de gracia con todos sus beneficios, en otras palabras, su contenido es Cristo mismo, y en consecuencia no pueden transmitir esos beneficios excepto mediante la fe. Por consiguiente, fueron instituidos para los creyentes y asegurar a estos creyentes de su porción en Cristo. No preceden a la Palabra, sino que la siguen, no tienen el poder de otorgar una gracia particular que no pueda ser dada por la Palabra ni ser aceptada por fe; más bien, están basados en la institución del pacto de gracia de parte de Dios y la confirmación de ese pacto de parte del hombre.
Específicamente, el bautismo es un signo y sello del beneficio del perdón (Hechos 2:38 y 22:16) y de la regeneración (Tito 3:5), de ser incorporado a la comunión con Cristo y su Iglesia (Romanos 6:4). Por lo tanto, el bautismo es ministrado no solamente a los adultos como habiendo sido ganados por Cristo a través de la obra misionera, sino también a los hijos de los creyentes, porque ellos junto con sus padres están incluidos en el pacto de gracia (Génesis 17:7; Mateo 18:2-3; 19:14; 21:16 y Hechos 2:39), pertenecen a la iglesia (1 Corintios 7:14), y han entrado en comunión con el Señor (Efesios 6:1 y Colosenses 3:20). Y cuando estos hijos crecen, y por confesión pública aceptan personalmente ese pacto, y han llegado a los años de criterio, y pueden distinguir el cuerpo y la sangre del Señor (1 Corintios 11:28), entonces son llamados, junto con toda la iglesia, una y otra vez a proclamar la muerte del Señor hasta que Él venga, y así se fortalecen en la comunión con Cristo. Porque, aunque el bautismo y la Santa Cena tienen el mismo pacto de gracia como su contenido, y aunque ambos dan seguridad del beneficio del perdón de los pecados, la Santa Cena difiere del bautismo en este aspecto: de que es una señal y un sello, no de la incorporación a, sino de una madurez y un fortalecimiento en la comunión de Cristo y de todos sus miembros (1 Corintios 10:16-17).
A esta ministración de la Palabra y sacramento se debe agregar finalmente el ejercicio de la disciplina, y el servicio de misericordia. La disciplina que también es llamada a veces el poder de las llaves que fue dado primeramente a Pedro (Mateo 18:18 y Juan 20:20) y luego a toda la Iglesia en su organización oficial (Mateo 18:17; 1 Corintios 5:4 y 2 Tesalonicenses 3:14), consiste en el hecho de que la iglesia a través de sus oficiales dice al justo, en el nombre del Señor, que le irá bien, y al impío que cosechará el fruto de sus obras (Isaías 3:10-11). La iglesia hace esto general y públicamente en la ministración de la Palabra en cada reunión de creyentes. En las Iglesias Reformadas esto ha venido a sustituir a la confesión romana, y se basa en un ejemplo apostólico (Mateo 10:12; Juan 21:15-17; Hechos 20:20 y Hebreos 13:17). Y la iglesia también ejerce tal disciplina, finalmente, en las amonestaciones particulares dirigidas a la persistencia endurecida en el pecado, y la excomunión de la comunidad (Mateo 18:15-17; Romanos 1:16-17; 1 Corintios 5:2; 5:9-13; 2 Corintios 2:5-10; 2 Tesalonicenses 3:6; Tito 3:10; 2 Juan 10 y Apocalipsis 2:2).
Pero mientras que la Iglesia en el nombre de Cristo de esta forma custodia los sacramentos del Señor y saca a los pecadores de su comunión, también se apiada con gran compasión de todos los pobres y enfermos, y les ofrece lo que necesitan para su pobreza espiritual y corporal. Cristo mismo hizo esto (Mateo 11:5), y sus discípulos ordenaron que se hiciera (Mateo 5:42-45; 6:1-4; 25:34ss; Marcos 14:7 y otros lados). Se les dice a los miembros de la iglesia que deben contribuir para las necesidades de los santos (Romanos 12:13), deben hacer la distribución con sencillez, mostrando misericordia con alegría (Romanos 12:8), deben visitar a las viudas y huérfanos en su aflicción (Santiago 1:27), deben ofrecer oraciones por el enfermo en el nombre del Señor (Santiago 5:14), y, en general, deben llevar las cargas de los otros y cumplir así la ley de Cristo (Romanos 12:15 y Gálatas 6:2).
La fe y el amor son la fuerza de la iglesia del Señor, y a estos dos se agrega la esperanza. En medio de un mundo que no sabe a dónde va y que, a menudo debido al desánimo y la desesperación caen en deterioro, la iglesia promulga su alegre esperanza. Creo en el perdón de los pecados, en la resurrección del cuerpo y en la vida eterna.