La paedocomunión no es Escritural
Herman Witsius (1636-1708), Economía de los Pactos 4.17 §28-32, vol. 2, pp. 457-459
Traductor: Valentín Alpuche; Revisión: Manuel Bento
¿A quiénes corresponde observar estos deberes [de la Cena del Señor] de acuerdo con el mandato de Cristo? Pablo lo resuelve brevemente en 1Corintios 11:28-29: «Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí». Aquí nos muestra:
Primero. Que nadie debe acercarse a la mesa del Señor sino aquel que, teniendo un conocimiento de los sagrados misterios, puede discernir el cuerpo del Señor. Ha de ser alguien que entiende, al menos en cierta medida, la analogía entre los símbolos sagrados y lo que significan, y que puede anunciar la muerte del Señor en esa ocasión.
Segundo. Que también se requiere del comulgante experiencia en los caminos de Dios para los elegidos, a fin de que sea capaz de examinarse a sí mismo; ver si, además de la profesión de fe que hace externamente, posee también las marcas genuinas del Espíritu Santo que mora en él, o, lo que es lo mismo, las marcas de un cristianismo sincero, que lo es también internamente. Marcas tales como el dolor de un corazón penitente de acuerdo con una conducta piadosa, o una fe viva que descansa en Cristo como único autor de la vida. En definitiva, ver si tiene un amor no fingido hacia Dios y su prójimo que se une al propósito efectivo de reformar la vida. Quienquiera que en un examen previo encuentre estas cosas en sí mismo no debe considerarse un invitado inaceptable para el Señor.
De lo citado a Pablo, podemos deducir fácilmente lo que debemos pensar acerca de la comunión de los niños. Al parecer, poner los símbolos de la santa cena en la boca de los infantes justo después del bautismo, fue una costumbre de la antigua iglesia. Es una práctica observada aún por los orientales. Me uniré aquí a las palabras de Metrophanes Critopulus Hieromonachus, confesiones c. ix:
«Sin embargo, incluso los mismos bebés son partícipes. Comienzan inmediatamente después de su bautismo, y continúan luego con la misma frecuencia que los padres. Si alguien nos culpa por la comunión de los bebés, podemos hacerle callar con facilidad, porque si el que culpa es un anabautista, usamos este dicho contra él: «Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos», Mateo 19:14. También ese otro: «Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros», Juan 6:53. Pero la profetisa Ana nos favorece, pues dedicó a Samuel a Dios desde su temprana infancia, a este Dios quien también exige que los primogénitos de los judíos sean entregados a Él desde su nacimiento mismo, aún y cuando no estén dotados de una comprensión competente. Si el que se opone no es anabautista, usaremos los mismos argumentos que él usa para los infantes en contra de los anabautistas. Diremos que, así como los infantes deben ser bautizados, deben ser hechos partícipes de la Cena del Señor. De esta manera, con la ayuda de Dios, sacaremos lo mejor de nuestro argumento”.
Hasta aquí Metrófanes.
Sin embargo, nuestra opinión es muy diferente. Todas las palabras del mandato de nuestro Señor (con respecto a este sacramento) se expresan de tal forma que los niños (quienes no pueden recibir el pan ni comerlo a menos que no se empape o se mastique para ellos) no pueden hacerlas suyas. Los niños se alimentan con leche, no con viandas, 1Corintios 3:2, Heb 5:12. Ellos no pueden hacer examinarse a sí mismos, ni discernir el cuerpo del Señor, ni anunciar su muerte. No pueden hacer nada de lo que, como acabamos de leer, el apóstol requiere de los comulgantes.
Los argumentos de Metrófanes son refutables muy fácilmente.
Primero. Del hecho de que nuestro Señor estuviera dispuesto a que los niños pequeños vinieran a Él, y de su declaración que de ellos era el reino de los cielos, no se deduce que éstos debían participar de la cena. Cristo está hablando de comunión mística y espiritual con Él, y solamente de esto son capaces los niños de quienes habla, pero eso no implica comunión sacramental.
Segundo. Las naturalezas del bautismo y de la cena son distintas. El bautismo es el sacramento de regeneración e injerto en la iglesia. Al administrarse, la persona que se bautiza es meramente pasiva, y para recibirlo la Escritura no requiere universalmente del examen propio, ni la proclamación de la muerte del Señor. Por todo esto, se puede aplicar correctamente a los niños pequeños. Sin embargo, la cena es el sacramento de alimentación por medio de comida sólida. Al participar en él, los comulgantes están obligados a realizar ciertas acciones tanto con el cuerpo como con el alma, y los bebés son incapaces de hacerlas. Por lo tanto, pertenece a aquellos que alcanzan los años de discernimiento, y no a los niños pequeños.
Tercero. En Juan 6:53, nuestro Señor no está hablando de una comida sacramental, sino de una espiritual y mística, que es por fe. En ese momento no se había instituido ni se conocía la Eucaristía; no es fácil que alguien insista en una necesidad absoluta de la eucaristía, diciendo que sin ella nadie puede ser salvo. Sin embargo, nuestro Señor sí afirma esta necesidad acerca de comer su carne.
Cuarto. El ejemplo de la profetisa Ana, que consagró al pequeño Samuel a Dios, no tiene nada que ver con esto. No es posible concluir nada de este ejemplo, salvo que forma parte del deber de los padres entregar a sus hijos lo antes posible a la obediencia y al servicio de Dios.
Quinto. Es aún más impertinente el hacer pretensiones sobre la dedicación a Dios de los primogénitos judíos. Dicha dedicación de los primogénitos, antes de que se separase a la tribu de Leví, mostraba que éstos pertenecían a Dios y que debían emplearse en su servicio; en ellos se contabilizaba la consagración de los demás hijos, e incluso de toda la familia. En una palabra, eran tipos de Cristo, en quienes, como primogénitos de entre muchos hermanos, todas las familias de la tierra eran bendecidas. Nada de esto está relacionado con la participación de la eucaristía.