EL VERDADERO CONSUELO DEL CREYENTE
Autor: Dr. J. R. Beeke
(Día del Señor 1, Pregunta 1a)
Salterio 416:1, 7
Escritura: Isaías 40:1-15
Salterio 398
Salterio 159:1, 2
Salterio 202
Querida congregación:
Estamos listos una vez más para comenzar el estudio de nuestro renombrado Catecismo de Heidelberg. La palabra “catecismo” originalmente significaba resonar o hacer eco. Enseñar el Catecismo significa enseñar mediante preguntas que son respondidas o repetidas.
Las preguntas y respuestas son una herramienta muy efectiva para la enseñanza. Nuestros antepasados consideraron sabio tomar las grandes verdades de la Biblia, exponerlas de manera ordenada, y predicar esas verdades tópicamente a la congregación por medio de preguntas y respuestas.
La predicación del Catecismo difiere de la predicación textual. La predicación textual también es expositiva; expone la Palabra, pero se centra en un texto de la Biblia. La predicación del Catecismo, que es de naturaleza tópica o temática, toma un determinado tema y aborda lo que las Sagradas Escrituras enseñan al respecto. Por lo tanto, la predicación del Catecismo no es menos bíblica que la predicación textual; de hecho, la mayor parte del Catecismo está tomado directamente de la Palabra de Dios. A veces la gente dice: “Si los sermones no se basan directamente en un texto, no son bíblicos”. Pero se equivocan.
En la reciente edición de nuestro Salterio, una de las razones por las que teníamos las referencias textuales debajo de cada Día del Señor escritas en su totalidad, era para mostrar cuán completamente bíblico es cada Día del Señor. El Catecismo no es igual a la Escritura; no está por encima de la Escritura; está sujeta a la Escritura, pero sus verdades han sido probadas a lo largo de los siglos y siempre se ha encontrado que son escriturales y edificantes.
Originalmente, cuando se escribió el Catecismo, se pretendía que los jóvenes y los niños lo memorizaran. Más tarde, cuando se dieron cuenta de que algunas de las respuestas eran algo largas y complicadas para la memorización, aprobaron una forma simplificada del Catecismo llamada Compendio. La palabra “compendio” simplemente significa “forma abreviada”. Es por esto que todavía enseñamos a los jóvenes de hoy preparándolos para su confesión/profesión de fe. Con el tiempo, a finales del siglo XVI, el Catecismo de Heidelberg, que se basa completamente en las Escrituras, se utilizó cada vez más como una herramienta de enseñanza efectiva para instruir a toda la congregación en las verdades reformadas de la Sagrada Escritura.
En el Sínodo de Dort en 1618-1619, la buena costumbre de predicar regularmente del Catecismo y que había demostrado ser eficaz en las iglesias fue ratificada y aplicada. El Orden de la Iglesia de Dort establece que como regla general debemos enseñar el mensaje del Catecismo una vez cada domingo. En aquellas iglesias reformadas donde la enseñanza del Catecismo ha caído en desuso, naturalmente ha dado como resultado una creciente ignorancia de las doctrinas de la gracia. Y eso es sólo una consecuencia natural, querida congregación, porque muy pocos ministros tendríamos la disciplina de predicar en uno o dos años acerca de todas las doctrinas principales de la Biblia si el Catecismo no nos obligara a hacerlo. El Catecismo es una herramienta eficaz para asegurarse de que cada doctrina importante sea explicada, para que la iglesia sea instruida en todo el consejo de Dios.
La belleza del Catecismo es que nuestros instructores no lo hacen de una manera fría o abstracta, sino de una manera muy personal. Usando pronombres personales preguntan: “¿Cuál es tu único consuelo en la vida y en la muerte?” “¿En qué te beneficia la resurrección de Cristo?” En una forma muy personal, nuestros instructores buscan llevar las grandes doctrinas bíblicas de la fe histórica y reformada a nuestro corazón y vidas. Esto esperamos estudiar un poco en este momento, partiendo de algunos comentarios introductorios basados en la pregunta de apertura de nuestro Catecismo en el Día del Señor 1. Nos limitaremos a considerar solo la primera parte de la primera pregunta y respuesta:
Pregunta 1: ¿Cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte?
Respuesta: Que yo con cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, no soy dueño de mi vida, sino que pertenezco a mi fiel Salvador Jesucristo.
El resto de esta preciosa respuesta, que describe lo que significa esta primera parte, esperamos considerarla en futuros sermones. Hoy, con la ayuda de Dios, solo queremos meditar en la primera parte.
Consideraremos este consuelo:
1. Personalmente
2. Históricamente
3. Experiencialmente
Repito: El consuelo del verdadero creyente: personal, histórica y experiencialmente.
I. Personalmente
Nuestro Catecismo comienza de una manera diferente al otro catecismo reformado más famoso, El Catecismo Menor de la Asamblea de Westminster. Ese catecismo comienza con la pregunta: “¿Cuál es el fin principal (es decir, la meta suprema) del hombre?” Y responde: “Glorificar a Dios y disfrutarlo para siempre”.
Hay quienes dicen que, porque el Catecismo de Heidelberg comienza con la necesidad humana de consuelo en vez de con Dios, es inferior al Catecismo Menor de Westminster que comienza de una manera centrada en Dios. El Catecismo de Heidelberg, dicen, es inferior porque comienza con el hombre: “¿Cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte?”
¿Qué debemos responder a tal objeción? Debemos responder que ya en el Día del Señor 3 nuestros instructores se refieren a la gloria de Dios como la meta suprema del hombre. Debido a que la pregunta inicial del Catecismo de Heidelberg comienza con el hombre no significa que todo el Catecismo esté centrado en el hombre; de hecho, el Catecismo, como esperamos volver a ver, es un documento centrado en Dios. Lleva al pueblo de Dios lejos de su propia justicia y los dirige a centrarse con todos sus sentimientos y todas sus experiencias sólo sobre un Dios trino.
Pero aquí, al principio, el Catecismo desea colgar, por así decirlo, un premio al final de la carrera, como dice el reverendo Van Reenen. Este premio puede abrir el apetito incluso de los inconversos al despertar interés y celos por la porción de los verdaderos creyentes. Porque sólo los verdaderos creyentes tienen un consuelo que puede abarcar no sólo nuestra vida aquí, sino que puede abarcar la muerte y la tumba e incluso la eternidad.
Nuestros instructores comienzan de una manera muy sabia. No estamos diciendo que comiencen mejor que el Catecismo Menor de Westminster. Estos catecismos simplemente tienen dos enfoques diferentes al principio. Ninguno de los dos enfoques significa que uno está más o menos centrado en Dios que el otro. Ambos enfoques son perfectamente legítimos. El Catecismo de Heidelberg desea comenzar despertando el interés de todo oyente. No hay jóvenes sentados aquí hoy, ni ninguna persona inconversa, que no esté interesado en el consuelo personal. Todos deseamos ser consolados. Todos queremos ser felices. Todos queremos disfrutar de la vida. Todos queremos vivir una vida cómoda.
Por lo tanto, esta pregunta inicial es una pregunta muy importante, una pregunta muy personal, una pregunta muy atractiva. “¿Cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte?” Sin embargo, incluso cuando esta pregunta atrae el interés de todos nosotros, contiene para el hombre natural algo perturbador, algo inquietante, en realidad, dos cosas inquietantes. En primer lugar, nuestro instructor implica muy poderosamente en esta pregunta que realmente solo hay un consuelo en la vida y en la muerte. Él no dice, “¿Cuáles son tus consuelos en la vida y en la muerte?” Él no te pide que hagas una larga lista de tus consuelos. Él no te pide que digas: “Mi esposa o mi esposo es un consuelo para mí, también lo son mis hijos, también lo es mi trabajo, también mis pasatiempos, también lo es este interés, y también lo es el esfuerzo”. Sino que él les hace esta pregunta, congregación, niños, jóvenes: “¿Tenéis un consuelo, un solo consuelo, que pueda consolaros a través de este mundo, en la hora de la muerte y por la eternidad? ¿Tienen un consuelo que lo abarca todo? ¿Tienes la única Perla de gran precio? ¿Tienes un consuelo permanente, eterno, que lo abarca todo?” “¿Cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte?”
Hoy debes responder a esta pregunta, congregación. Te pregunto, entre Dios y tu propia alma, incluso ahora: ¿Cuál es tu único consuelo? ¿Tienes un consuelo que eclipsa todo lo demás, un consuelo del cual puedes decir: “No desaparecerá a la hora de la muerte? No tendré que dejarlo atrás como todas mis posesiones terrenales”. ¿Posees ese único consuelo?
Para el hombre no convertido que construye sus esperanzas en las cosas de este mundo, esa es una pregunta inquietante, porque todos nosotros sabemos que cuando llegue la hora de la muerte, tenemos que dejar todo atrás. Por lo tanto, lo que queremos hacer es una ruptura entre esa frase “vida y muerte”. Queremos decir: “Te contaré sobre mis consuelos en esta vida, y luego hablaré sobre consuelos que necesitaré en la hora de la muerte”. Queremos separar la vida y la muerte. Pero esa es la segunda cosa inquietante para el hombre no convertido en esta pregunta: que nuestro instructor une la vida y la muerte, y lo hace sobre una base bíblica. El hombre sabio dijo: “Hay un tiempo para nacer y hay un tiempo para morir”. Él no dijo: “Hay un tiempo para vivir”, porque la vida es muy corta. Nuestras vidas son vidas cortas. Son preparaciones para la muerte y para la eternidad. Vida y muerte, desde nuestra profunda caída en Adán, van juntos. Tú y yo necesitamos un consuelo que sea bueno para ambos si es que nos irá bien para la gran eternidad venidera.
La pregunta 1 de nuestro Catecismo en realidad está preguntando: “¿Cuál es tu único consuelo para la vida y muerte, tu único consuelo para el tiempo y la eternidad?” Cada esfuerzo que hagas, querido amigo, para separar estas dos cosas, la vida y la muerte, el tiempo y la eternidad – es un esfuerzo inútil porque tu alma es inmortal. Tu alma no morirá. Ustedes saben, niños, que su alma es la parte más importante de ustedes; por lo tanto, deben orar constantemente, como confío en que lo hacen: “Señor, dame un corazón nuevo”. Necesitas un nuevo corazón para aprender a conocer correctamente tu pecado y ser conducido continuamente a Dios para encontrar todo lo que necesitas en Jesucristo por una fe misericordiosa.
Nuestro instructor dice, por así decirlo, “Mi único consuelo en la vida y la muerte no está en las posesiones que obtengo. Mi único consuelo en la vida y la muerte no está en mi educación ni en mi trabajo; sí, ni siquiera en mi familia. No está en la filosofía epicúrea que dice ‘Come, bebe, y sé feliz porque mañana moriréis’. No está en nada que esté centrado en el hombre”. Pero aquí él muestra su respuesta centrada en Dios. Él dice: “Mi único consuelo tanto en la vida como en la muerte es que yo, en la vida y en la muerte, no me pertenezco a mí mismo, sino que pertenezco a mi fiel Salvador Jesucristo”. Eso no suena centrado en el hombre, ¿verdad? Está centrado en Dios. No me pertenezco a mí mismo. Esa es la negación de uno mismo. Eso implica tomar la cruz y seguir a Jesucristo. “Este es mi consuelo: que he aprendido a perder mi propia justicia, y por fe pertenecer a Jesucristo”.
Todo el mundo busca consuelo, como dije. Pero todos también buscan “pertenencia”. Todos queremos pertenecer a algo o alguien. Queremos ser parte de otra cosa. Tenemos algo en nosotros que se da cuenta de que no somos autosuficientes sin importar cuánto podemos pretender serlo. Dios nos ha hecho criaturas sociales, y por lo tanto deseamos pertenecer.
Nuestro instructor dice que solo hay uno a quien podemos pertenecer y que puede llevarnos más allá de la muerte y la tumba, y ese es Jesucristo. Esta pertenencia, congregación, debe ser conocida personalmente por cada uno de nosotros. Debes conocer esta pertenencia en tu alma si quieres que te vaya bien. No perteneces a Jesucristo por pertenecer a la iglesia. No perteneces a Jesucristo por pertenecer a organizaciones religiosas, dar donaciones, bautizarse, confesar tu fe o participar en la Cena del Señor. Tú puedes pertenecer a Jesucristo sólo por una fe salvadora. El Espíritu Santo debe despojarte de toda tu justicia y guiarte como un pobre pecador a arrojar todos tus pecados solo sobre el Señor Jesús, diciendo con Ester: “Si perezco, que perezca”. Ahí un pecador experimenta que perece a los pies del Señor, culpable y digno del infierno; que el Señor lo recoge como un pastor recoge su oveja y lo lleva en su seno, lo abraza en sus brazos y le habla consoladoramente: “Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado; que doble ha recibido de la mano de Jehová por todos sus pecados” (Isaías 40:1-2).
La verdadera pertenencia es el trabajo de un Dios trino: un Padre que da a Su Hijo, un Hijo que se da a Sí mismo, y el Espíritu Santo que hace espacio en el alma para el Hijo de Dios y guía al pecador lejos de su propia justicia para hacer al Hijo precioso y para darle a ese pecador la libertad de creer: “Él es mío, y yo soy suyo. Este es mi único consuelo, que pertenezco a un Salvador fiel, Jesucristo”.
II. Históricamente
Históricamente, este es el consuelo de la iglesia de todas las edades. Desde Adán hasta nuestros días, pertenecer al Mesías siempre ha sido el consuelo viviente de la Iglesia de Dios. Recuerda que ya en el Jardín del Edén, cuando Dios vino a interrumpir el pacto que Adán y Eva estaban haciendo con Satanás, Dios sacó a Adán de detrás de los arbustos. Habló con él sobre la muerte, el juicio y el castigo, pero también sobre el Mesías prometido que vendría. Y Adán se volvió hacia su esposa y dijo: “Tu nombre será Eva”. En hebreo, “Eva” significa vida o vivir. Adán encontró consuelo en la simiente prometida, en pertenecer al Mesías por fe antes de que fuera sacado del jardín. Dios plantó esa fe en su corazón para que él pudiera dirigirse a su esposa y decirle, por así decirlo: “¡Vida, vivir! Hay consuelo; hay esperanza en las promesas de Dios”.
En la dispensación del Antiguo Testamento, los santos vivían en la experiencia de este consuelo por la fe en el Mesías prometido por Dios. Piensa en Jacob cuando llegó a su lecho de muerte. Fue consolado. “He esperado Tu salvación, oh Señor”. Piensa en Job sentado en un montón de cenizas. ¿Con qué se consoló? “Sé que mi Redentor vive”, y lo veré a Él y no a un extraño cuando “los gusanos destruyan este cuerpo”. Fue un consuelo en la vida y muerte. La iglesia del Nuevo Testamento vive de este consuelo en su cumplimiento. Porque ahora Cristo ha venido. Ha sufrido; ha muerto; ha sido enterrado; Se ha levantado de nuevo; Él está sentado a la mano derecha del Padre. Así Pablo pudo decir: “Para mí vivir es Cristo, y el morir es ganancia”. Ese es un consuelo para la vida y la muerte. El consuelo para la vida y la muerte es Jesucristo.
Este es el consuelo de los santos a lo largo de la historia de la iglesia. Este es el consuelo y el sello distintivo de la Reforma. Es por eso que Martín Lutero durante varios años, en toda su correspondencia, escribía en la parte superior de sus cartas “SOLO JESÚS”. ¡Este era su consuelo!
Este es el consuelo enfatizado en el Catecismo de Heidelberg. Nuestro Catecismo se llama “el libro del consuelo” porque repetidamente nos dirige a Jesucristo solamente. Este es el consuelo de los tres principales pioneros detrás del Catecismo de Heidelberg: Federico III del Palatinado; Caspar Oleviano, el ministro de la corte en la capilla del castillo; y Zacarías Ursino, el profesor del Colegio de la Sabiduría. Estos tres hombres fueron instrumentales en la providencia de Dios en la composición de este Catecismo. Nos corresponde tomarnos un tiempo, congregación, para explicar cómo estos tres hombres escribieron esta primera pregunta de una manera personal y vivieron de este consuelo ellos mismos para que podamos entender históricamente el contexto del que ha salido nuestro Catecismo hasta nosotros.
El Catecismo fue escrito en 1563 a instancias de Federico, un joven príncipe que había sido criado en la pobreza. Pero llegó a ser elector del Palatinado en una provincia alemana a la edad de cuarenta y cuatro años. Como Federico III sobresalió de entre la jerarquía política de su época, nunca olvidó que fue criado en la pobreza. Cuando fue elegido elector del Palatinado, al igual Salomón, acudió a Dios y le suplicó sabiduría. Federico sabía que tenía una tarea difícil en sus manos, política y también religiosamente, porque los luteranos y los calvinistas estaban luchando por la doctrina de la presencia de Jesús en la Cena. Sabía que al asumir el electorado esta cuestión sería un campo de batalla en su provincia particular.
Así que fue a Felipe Melanchthon, la mano derecha de Lutero, en busca de consejo. Melanchthon estaba en su lecho de muerte en el momento en que Federico se convirtió en elector. Le preguntó a Melanchthon qué hacer con este problema. Melanchthon le aconsejó que buscara la paz y la moderación en todas las cosas, lo cual se hace mejor, dijo, aferrándose cuidadosamente a una posición bíblica y doctrinal fija.
“Mientras tanto”, dijo Melanchthon a Federico, “llama a algunos a entrar en tu tierra desde iglesias de varios países, eruditos y hombres piadosos, que puedan aconsejarte mejor cuando surja la controversia”. Federico decidió seguir ese consejo y buscó dos teólogos sabios para escribir un catecismo que podría ser aceptado en su provincia y podría ser una herramienta de instrucción para el pueblo. Él se dirigió primero a Pedro Mártir, un famoso reformador. Pero Pedro Mártir respondió: “Soy demasiado viejo. Debes recurrir más bien a Zacarías Ursino. Es un joven lleno de dones para redactar un catecismo”. Posteriormente, Federico también solicitó la asistencia de Gaspar Oleviano. Y así fue que Ursino a los veintiocho años y Oleviano a los veintiséis llegaron a Heidelberg y escribieron el Catecismo de Heidelberg.
Cuando Gaspar Oleviano fue llamado a Heidelberg, solo tenía veintitrés años. Se había convertido cuando tenía catorce años y el Espíritu Santo le había enseñado mucho. Había sido educado por Juan Calvino, Teodoro Beza y Pedro Mártir. En su vigésimo tercer cumpleaños, Oleviano predicó por primera vez en la ciudad de Trèves, donde había aceptado su primer llamado pastoral. Después de cuatro semanas, el cónsul local le ordenó que dejara de predicar las doctrinas de la fe reformada porque estaba molestando a los católicos romanos de la zona. Oleviano se negó a dejar de predicar la fe reformada.
Él fue amonestado otra vez la semana siguiente, pero de nuevo se negó a obedecer. Algunas semanas más tarde, mientras predicaba, el arzobispo John vino con caballería para arrestarlo y encarcelarlo a él y a otros doce líderes del movimiento reformado. Después de pasar varios meses en prisión, Federico III acordó pagar tres mil florines al gobierno local de Trèves para liberar a Oleviano, con la condición de que el propio Oleviano prometiera no volver a predicar nunca más en Trèves. Oleviano estuvo de acuerdo con esto, sacudió el polvo de sus pies, y fue como predicador de la corte y teólogo a Heidelberg.
El primer teólogo y el autor principal del Catecismo, sin embargo, fue Zacarías Ursino. Ursino era un teólogo reservado que vino a Heidelberg por invitación de Federico más por un sentido de compulsión divina que por deseo. Felipe Melanchthon, con quien estudió teología cuando era adolescente, escribió de él: “Ursino ha vivido en nuestra academia unos siete años y se ha ganado el cariño de todos los de buen sentimiento entre nosotros por su sólida erudición y su ferviente piedad hacia Dios”. Ya cuando era adolescente, Ursino se hizo conocido por su habilidad académica fusionada con la piedad piadosa. Vio que todo su llamado en la vida era estudiar y promover la teología reformada. Ursino escribió el primer borrador de al menos noventa y nueve de las 129 preguntas del Catecismo. Oleviano ayudó en la revisión final y probablemente en la redacción de algunas preguntas, especialmente las del Credo de los Apóstoles. La facultad de la Universidad de Heidelberg también proporcionó una asistencia importante, al igual que el propio Federico.
Después de que el Catecismo había sido aprobado por Federico y la facultad de Heidelberg, Federico invitó a una serie de reformados piadosos y eruditos de toda Europa, para venir a Heidelberg donde el Catecismo fue aprobado por todos ellos el 19 de enero de 1563. Pronto se tradujo a todos los principales idiomas europeos y a la mayoría de los idiomas asiáticos. Ganó respeto muy rápidamente también en Holanda, y ya en 1618 fue declarado el Catecismo con el cual la iglesia debe ser instruida en los servicios de adoración.
Este Catecismo, sin embargo, también recibió una severa oposición. Se le apodó “El Catecismo de los Mártires”, porque se derramó la sangre en suelo alemán, holandés, francés, bohemio, húngaro, polaco, italiano y español, de aquellos que se suscribieron al Catecismo. Católicos romanos y luteranos por igual persiguieron a los calvinistas por adherirse al Catecismo. En un momento dado, la vida misma de Federico estaba en juego por hacer que se escribiera el Catecismo. Federico había firmado una vez, cuando se convirtió en elector, que estaba de acuerdo con la Confesión de Augsburgo que fue escrita por Melanchthon y es un importante estándar doctrinal luterano hasta hoy. Los enemigos de Federico dijeron: “No se puede estar de acuerdo tanto con la Confesión de Augsburgo como con el Catecismo de Heidelberg”.
Tres años después que el Catecismo fue escrito, le pidieron a Federico que asistiera a la Dieta de Augsburgo para abordar su participación en el Catecismo. Federico sabía que podía perder su posición e incluso su vida si se negaba a repudiar el Catecismo de Heidelberg. Le escribió a su hermano antes de partir a Augsburgo: “Puede que el peligro me esté esperando en la Dieta, pero tengo una esperanza consoladora (noten la palabra “consuelo”) y confío en mi Padre celestial en que Él me hará un instrumento de Su propio poder y para la confesión de Su Nombre en estos últimos días, no sólo de palabra, sino también de hecho y verdad, ante todo el imperio romano y la nación alemana. Creo que Dios, que me ha llevado al conocimiento del evangelio, todavía reina, y si me costara la sangre, consideraría el martirio como un honor por el cual no podría agradecerle lo suficiente en esta vida o en la eternidad”.
Nosotros escuchamos en esta carta la unión de la vida y la muerte; el único consuelo de Federico era pertenecer a un Dios trino a través de Jesucristo. Después de varios días de deliberación, el vicerrector de la Dieta pronunció formalmente los siguientes cargos contra Federico III en el Decreto Imperial: “Su Majestad, el Emperador (es decir, el Emperador Maximiliano) acusa a este Elector, Elector Federico III, de hacer innovaciones religiosas en el Palatinado mediante el uso de un Catecismo que no está de acuerdo con la Confesión de Augsburgo y de introducir en su dominio la herejía del calvinismo. Además, el Emperador decreta que todo esto debe ser abolido inmediatamente. Los maestros y predicadores calvinistas deben ser removidos del Palatinado. Ciertos monasterios deben ser restaurados al clero católico, y el propio Elector debe comprometerse a mantener la paz de Augsburgo de 1555 y mostrar él mismo de nuevo que es un luterano fiel. Si el Elector se niega a cumplir con estas demandas declaradas, debe estar preparado para ser excluido de la paz de este imperio”.
Estas palabras fueron leídas en presencia de Federico; a su alrededor había decenas de delegados observándolo, esperando su respuesta. Federico se volvió hacia el emperador y le dio esta conocida respuesta: “Su majestad imperial, continúo en la convicción que os hice saber antes de venir aquí en persona, de que en asuntos de fe y consciencia reconozco a un solo Señor que es Señor de todos los señores y Rey de todos los reyes. Por eso digo que esto no es una cuestión de la carne, sino del alma del hombre y de su salvación, el que haya recibido a mi Señor y fiel Salvador Jesucristo. Estoy obligado a proteger Su verdad. Lo que enseña mi Catecismo, esto lo profeso y lo vivo. Este Catecismo contiene una verdad tan abundante de la Sagrada Escritura que permanecerá sin ser refutados por los hombres y también seguirá siendo mi creencia irrefutable. En lo que respecta a la Confesión de Augsburgo, su Majestad sabe que la firmé de buena fe en Nuremberg y sigo siendo fiel a esa firma hasta este mismo día. Y por lo demás, pase lo que pase conmigo, me consuelo en esto: que mi Señor y Salvador Jesucristo me ha prometido a mí y a todos Sus creyentes que todo lo que perdamos por causa de Su Nombre aquí en la tierra nos será restaurado al cien por ciento en la vida venidera, y con esto me pongo en manos de la amable consideración de Su Majestad Imperial”.
Los historiadores nos dicen que el silencio llenó la sala cuando Federico regresó a su lugar entre los príncipes. Se había causado una profunda impresión. ¿Cuándo desde los días de Lutero alguien había hablado con tanta audacia en presencia de un emperador? Finalmente, el silencio fue roto por el Elector de Sajonia que puso su mano sobre el hombro de Federico y dijo: “Fritz, eres más piadoso que todos nosotros”. El Emperador sintiendo las impresiones del momento no se atrevió a pronunciar una palabra. La Dieta fue despedida. Cuando los hombres partieron, se escuchó a uno decir: “¿Por qué luchamos contra un Elector que es mejor y más piadoso que nosotros?” Al final, la gracia de Dios triunfó, y Federico fue absuelto. Incluso se le concedió permiso para enseñar y usar el Catecismo en todo su dominio. Las palabras de Proverbios se cumplieron una vez más: “Cuando los caminos de un hombre agradan al Señor, Él hace que incluso sus enemigos estén en paz con él”.
Para Federico, Ursino y Oleviano, su único consuelo tanto en la vida como en la muerte era que pertenecían a su fiel Salvador, Jesucristo. Los tres vivieron y murieron sobre la base de esta declaración de la primera pregunta del Catecismo, que es la base del todo.
Federico fue el primero de los tres en morir, cuando tenía sesenta y un años. A aquellos que estaban reunidos alrededor de su lecho de muerte el 26 de octubre de 1567, menos de cinco años después de que se hubiera escrito el Catecismo, Federico (a menudo apodado “Federico el Piadoso”) confesó: “El Señor ahora puede llamarme cuando le plazca. Mi conciencia está bendecida, feliz y en paz en el Señor Jesucristo a quien he servido con todo mi corazón. Se me ha permitido ver que en todas mis iglesias y escuelas las personas han sido alejadas de los hombres y dirigidas solo a Cristo. He hecho por la iglesia lo que he podido, aunque mi poder ha sido pequeño. Dios, el Todopoderoso que cuidó de Su Iglesia antes de que yo naciera, todavía vive y reina en el cielo. Él no nos abandonará, ni permitirá que las oraciones y lágrimas que tan a menudo le he derramado sobre mis rodillas en esta habitación se queden sin fruto. He estado detenido aquí el tiempo suficiente a través de las oraciones del pueblo de Dios. Es hora de que me reúna en el verdadero consuelo y descanse con mi Salvador Jesucristo”. ¿Verdad que puedes oír a Federico decir: “Mi único consuelo en la vida y la muerte es que pertenezco a Jesucristo?”
Dieciséis años más tarde, en 1583, Ursino murió en Neustadt a la edad de cuarenta y nueve años, en la flor de su vida y utilidad, dejando una viuda y un hijo. Antes de morir, se le preguntó cuál era su fundamento para la eternidad. Él respondió, que es en esencia la primera respuesta del Catecismo de Heidelberg: “No tomaría mil mundos por la bendita seguridad de ser propiedad de Jesucristo”. En su tumba en la Iglesia Reformada de Neustadt estaba tallada esta inscripción: “Aquí yace un gran teólogo, un vencedor sobre los errores concernientes a la Persona de Cristo en la Cena del Señor, un poderoso orador y escritor, un filósofo agudo, un hombre sabio y un excelente maestro de la juventud, todo por la gracia de Dios”.
Cuatro años más tarde, en 1587, Oleviano murió en Herborn a la edad de cincuenta años. Cuando se le preguntó en su lecho de muerte si estaba seguro de su salvación en Jesucristo, dio su famosa respuesta latina con una palabra: “Certissimus, ciertamente”. Y así, con la muerte de Oleviano, los últimos tres de estos grandes pioneros del Catecismo entraron por gracia en la bienaventuranza eterna.
Y ahora, congregación, estos hombres nos han dejado un legado, un legado personal de fe y consuelo, que debe convertirse en un legado experiencial para nosotros, para que nosotros también podamos confesar de todo corazón: “Este es mi único consuelo tanto en la vida como en la muerte, que no me pertenezco a mí mismo sino a mi fiel Salvador Jesucristo”.
Cantemos antes de considerar nuestro último pensamiento del Salterio 159, estrofas 1 y 2
III. Experiencialmente
Hay cuatro pensamientos en los que hacemos bien en meditar con respecto a la confesión hecha en respuesta a la primera pregunta de nuestro Catecismo. En primer lugar, es una confesión notablemente simple, pero profunda. Aquí está el secreto de lo que es la vida, todo contenido en una oración. Aquí está el propósito restaurado de la vida que hemos perdido en Adán. Aquí está la única alegría verdadera. Aquí está el significado. Aquí está el cumplimiento. ¡Aquí está todo en una oración! “Mi único consuelo es que no me pertenezco a mí mismo, sino a mi fiel Salvador, Jesucristo”, una confesión simple y profunda.
Pero, en segundo lugar, aquí también hay una confesión dolorosa. Dices: “¿Dolorosa?” Sí, dolorosa, porque en toda nuestra vida, congregación, tenemos que aprender lo que significa que no nos pertenecemos a nosotros mismos, que no somos dueños de nuestra vida. Cuando escuchamos la historia del Catecismo, incluso los no convertidos pueden conmoverse por él y admirar el gran heroísmo de Federico, Ursino y Oleviano. Pero vivir a través de esas cosas, y dar nuestra vida por las verdades de la gracia libre y soberana, por la verdad de solus Christus, solo Cristo, causa dolor: dolor en términos de persecución, prueba y enemistad desde afuera, pero también dolor desde adentro, porque nuestro corazón carnal quiere vivir para nosotros mismos. Nuestro corazón carnal no quiere crucificarse a sí mismo.
Permítanme decirlo personalmente. Es una confesión dolorosa porque tengo que aprender que en todo lo que hago por mí mismo fallo y peco, y que la mejor de mis justicias son como trapos sucios ante Dios. Tengo que aprender que debo escribir “Anathema Maranatha” a través de todas mis obras y todas mis justicias. Tengo que aprender que, si me pertenezco a mí mismo, pertenezco a Satanás, pertenezco al infierno y a la destrucción eterna. Tengo que aprender que, si voy a construir algo sobre mí mismo, pereceré y me quedaré sin consuelo. Toda mi vida será “vanidad de vanidades, dice el predicador”. Oh, mi querido amigo, ¿entiendes el dolor que está escrito en esta confesión: no me pertenezco a mí mismo? ¿Puedes decir: he tenido que negarme a mí mismo? ¿He tenido que ser crucificado conmigo mismo? He tenido que perder mi propia justicia. La torre de Babel, autoconstruida, tuvo que derrumbarse. He tenido que naufragar ante Dios. He tenido que convertirme en un pecador pobre y perdido ante el trono de un Dios santo y justo. Todo esto está involucrado en esta confesión. No sólo aceptamos a Jesús con nuestras propias fuerzas. No encontramos a un Jesús precioso en el vacío. Por naturaleza, no queremos a Jesús, no queremos un Salvador, no queremos este único consuelo, porque queremos ser autosuficientes.
El reverendo Fraanje dijo: “Sobre la puerta a la salida del Paraíso está escrita la palabra ‘independiente'”. Haremos todo lo posible para vivir independientemente toda nuestra vida. Los únicos que han encontrado el gran consuelo y la gloria de esta confesión son aquellos que han aprendido a aborrecerse a sí mismos y arrepentirse en polvo y cenizas.
Por lo tanto, te pregunto, ¿alguna vez te has sentido incómodo contigo mismo, incómodo con tu propia justicia? Sean honestos, congregación. ¿Alguna vez te has convertido en un pecador perdido ante un Dios santo? Tal vez digas: “Bueno, ese consuelo de Jesús suena tan maravilloso. ¿No es posible encontrar algo de consuelo en mí mismo y encontrarlo también en Jesús?” No, amigo mío, no en el verdadero Jesús –un salvador de tu propia imaginación, tal vez, pero un salvador tan falso que te llevará al infierno. El verdadero Jesús será un Jesús completo o no será Jesús en absoluto para nosotros. Te vuelvo a preguntar: ¿Alguna vez has perdido todo tu consuelo? ¿Alguna vez te has vuelto totalmente desconsolado con tu pecado, desconsolado con tus oraciones, desconsolado con tu justicia, desconsolado con tu adoración en la iglesia, desconsolado con todo lo que eres, desconsolado con todos tus pensamientos, desconsolado con tus motivos, desconsolado con tus palabras, desconsolado con tus acciones? ¿Has tenido que decir: “Toda mi vida me lleva a un santo desconsuelo? ¿Estoy disgustado con todo lo que soy”? No puedes estar cómodo contigo mismo y cómodo con Jesús al mismo tiempo. No puedes tener ambos. No puedes tener tanto tu justicia como la justicia de Jesús al mismo tiempo. Sí, esta es una confesión dolorosa.
En tercer lugar, experiencialmente esta confesión no sólo es simple y profunda, y dolorosa, sino que también es gloriosa. Es una confesión gloriosa para un pobre pecador que cae a los pies de Jesús y dice: “Señor, no hay consuelo en nada de lo que hago, en todo lo que pienso, en todo lo que soy. Soy totalmente pecaminoso. ‘En mi carne no habita nada bueno’ en absoluto”. Oh, para un pecador que es puesto de rodillas totalmente desconsolado con lo que es y se arroja en su injusticia ante el Rey de reyes, hay un glorioso consuelo esperándolo, porque a través de la Palabra el Espíritu Santo revelará al Señor Jesucristo como la respuesta para todos sus dilemas, para toda su falta de consuelo, para toda su iniquidad, para toda su injusticia.
Cuando ese pecador que lucha con la justicia de Dios y cómo estar bien con Dios, ha abierto a su alma, por el Espíritu, que el camino de salvación de Dios es sólo a través de Jesús y ve la disposición de Jesús de salvar a los pecadores hasta lo sumo, una esperanza viva surge en su alma. Experimenta por fe que cuando naufraga en el océano de su iniquidad, el Señor Jesús lo recoge y lo sumerge en el océano de Su sangre satisfactoria. Oh, entonces, cuando ese pecador puede creer que sólo por el amor de Cristo está unido salvíficamente con Jesús y la justicia de Jesús le fue imputada por gracia libre y soberana y sellada por el Espíritu, hay una confesión gloriosa: “Ya no soy mío. No me pertenezco a mí mismo, sino que pertenezco a mi fiel Salvador Jesucristo”. Entonces ese pecador puede decir, por la gracia de Dios, “Yo soy cristiano”.
Un cristiano es aquel que sigue a Cristo, no un cristiano en sus propias fuerzas, no un cristiano en el sentido superficial de la definición de este mundo, sino un cristiano hecho por la gracia de Dios para ser un seguidor de Jesucristo. El pecador creyente luego confiesa gloriosamente: “En Cristo encuentro mi vida. En Él encuentro mi justicia. En Él encuentro mi consuelo. En Él encuentro mi expectativa. En Él encuentro mi todo en todo. Él es el único Nombre dado entre los hombres bajo el cielo por el cual debo y seré salvo”.
¡Oh, qué bendición, cuando por fe misericordiosa el Espíritu hace entender a esa alma naufragada que su deuda es saldada por y con otro, Jesucristo, y que no pertenece a sí mismo, sino que pertenece a la justicia de otro! El pecador entonces experimenta que en medio del dolor de su propia injusticia hay una confesión gloriosa en su alma que nunca más puede desechar de su mente por completo, y es que todo lo que necesita lo encuentra en Jesucristo. Incluso si sabe poco de Cristo y puede decir muy poco acerca de Él, aun así, ese pecador lo ama con todo su corazón, y dice con Rebeca, por así decirlo: “Iré con este Hombre, aunque sé muy poco de Él, aunque solo tengo algunas de Sus joyas. Aunque nunca lo he visto como algún día lo veré, iré con este Dios-Hombre que satisface la justicia de Dios, que es amigo de publicanos y pecadores, que ha obedecido la ley perfectamente, que promete ser el maestro de Su pueblo como Divino Profeta, que ora por ellos como Sacerdote Intercesor, que los gobierna como Rey que guía, que los libera del poder del diablo por el poder de Su sangre. Sí, con este Dios-Hombre iré”. Dios forma un pueblo dispuesto en el día de Su poder.
Congregación, te pregunto hoy en amor, ¿es este tu único consuelo? ¿Te has hecho impotente, sin consuelo, para probar el poder y el consuelo del Evangelio? Porque este es el evangelio, que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, mas tenga vida eterna”. Hay un pueblo que está muy contento por esa verdad. Sé que la cristiandad moderna ha abusado de ese texto y lo ha convertido en una proposición arminiana, pero los pobres, que temen que todo lo que vive dentro de ellos es mundo, mundo, mundo –oh, están tan contentos de que Juan 3:16 no diga que Dios amó al mundo elegido, o que Dios amó un mundo santo, sino que “Dios amó tanto al mundo” —pecadores— “que dio a su Hijo unigénito”. Esas personas, congregación, que ya no pueden creer en sí mismas, sino que se les enseña a creer en Dios y a creer en Jesucristo, no perecerán, sino que tendrán vida eterna. Tendrán lo mejor de ambos mundos. Tienen lo mejor de este mundo, tienen el único consuelo aquí, la Perla de gran precio. Tienen el único consuelo en el mundo por venir, la Perla de gran precio. ¡Oh, es una confesión gloriosa! Pecador, pobre pecador en medio de nosotros, ¿irás con este Hombre? ¿Dónde encontrarás tu consuelo?
Finalmente, permítanme dejarles este pensamiento: Es una confesión eterna. Esta confesión nunca será quitada a un hijo de Dios. Puede oscurecerse, puede estar escondida detrás de una nube providencial o debajo de los escombros del pecado, pero nunca morirá, ni en esta vida ni en la vida venidera. ¡Oh, congregación, este consuelo está bien fundamentado! Se basa en el placer soberano del Padre, la compra de sangre del Hijo y las influencias santificadoras del Espíritu Santo. Eso esperamos escuchar la próxima vez, si Dios quiere, del resto de esta pregunta.
Querida congregación, este consuelo mantendrá al pueblo de Dios en buena posición todos sus días y nunca se cansarán de ello, no, nunca. Pueden ser demasiado perezosos o fríos, pueden lamentar su dureza de corazón, pero nunca se cansarán de ese único Nombre dado a los hombres bajo el cielo por el cual debemos ser salvos. Eso es lo que los atrae semana tras semana al santuario de Dios, no la forma o la costumbre, sino el anhelo de volver a escuchar de ese Nombre, de probar su dulzura, de conocer su consuelo y de ser guiados cada vez más profundamente a esta gloriosa confesión de por vida, de que no me pertenezco a mí mismo, sino a mi fiel Salvador Jesucristo. “Todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios” porque ni la muerte, ni la vida, ni las cosas pasadas, presentes o venideras, ni la altura, ni la profundidad, ni nada podrá separarlos del amor de Dios en Cristo Jesús nuestro Señor. Querido hijo de Dios, somos más que vencedores en Él por fe, porque no pertenecemos a nosotros mismos, sino al fiel Salvador, Jesucristo, por gracia libre y soberana. Amén.
Salterio 202: Todas las estrofas