UNA BREVE TEOLOGÍA DE LOS ORÍGENES HUMANOS
Autor: William VanDoodewaard
Traductor: Valentín Alpuche; Revisión: Francisco Campos
La Escritura nos presenta una teología rica y clara de los orígenes humanos. Dios, nuestro Creador, nos describe en su Palabra nuestro comienzo, caída y la esperanza de redención en Cristo, mostrándonos nuestra identidad y propósito como portadores de su imagen. Comprender los orígenes humanos de acuerdo con la revelación de Dios es esencial para una vida cristiana saludable y una comprensión correcta del evangelio, y como tal es esencial para nuestro testimonio del evangelio a un mundo pagano.
Creados por Dios
Los primeros capítulos de Génesis presentan una realidad más vasta de lo que podemos comprender: el Dios Trino que llama a toda la creación a la existencia, en toda su grandeza, belleza y complejidad. A lo largo de los seis días, por el poder de su palabra, Dios trae a la existencia, forma y llena la tierra y el universo. Como la revelación divina de los orígenes de la creación, la apertura de Génesis es fundamental para todo el consejo de Dios. Aquí, Dios comienza a revelarnos quién es, lo que ha hecho y está haciendo, quiénes somos y la realidad del contexto en el que existimos. Aquí está nuestro origen, el comienzo del pecado, la caída y la maldición, y el comienzo del evangelio.
Puntos de vista contemporáneos sobre los orígenes humanos
A pesar de la claridad del texto de Génesis 1 y 2, los protestantes han debatido la naturaleza de los orígenes humanos en el contexto de la obra de la creación de Dios durante los últimos dos siglos. Algunos creen que los humanos fueron creados a través de procesos biológicos evolutivos, siguiendo un modelo darwiniano de cambio gradual y desarrollo a través de mecanismos que incluyen la selección natural. En esta escuela de pensamiento, el origen de la humanidad se encuentra en una cadena simio-homínido-humano. Los estudiosos han descrito el proceso de transición de no humano a humano de varias maneras. C.S. Lewis, Derek Kidner, Tim Keller, C. John Collins, Francis Collins y otros han enseñado que la humanidad puede haber llegado a existir cuando Dios impartió un “alma” por un acto directo, modificando a un par de homínidos en los humanos que luego llevaron la imagen de Dios. Esta intervención creó una delimitación distinta entre humanos y homínidos; estos últimos finalmente se extinguieron. El cambio de homínido a humano es ontológico (un cambio en el “ser”) a través de la adición de un alma.
Otros, como Denis Alexander, argumentan que posiblemente en el período neolítico (hace 10 000-15 000 años) después del desarrollo evolutivo bajo la providencia ordinaria de Dios, la humanidad recibió o selló la imagen de Dios al entrar en una relación especial con Él. En este modelo, el cambio ocurre a través de un par de seres neolíticos que adquiere “conciencia de Dios” o “vida espiritual”, un cambio relacional, no ontológico. En algunas variantes de este punto de vista, Dios establece una relación de pacto con la humanidad a través de una pareja que recibe esta “conciencia de Dios” u “otorgamiento de imagen”. Las formas de este modelo caen dentro de lo que C. John Collins describe como puntos de vista cristianos legítimos.
Peter Enns, Daniel Harlow, Dennis Lamoureaux y otros postulan una tercera categoría de enfoque de los orígenes humanos. Una vez más, siguiendo un proceso de evolución teísta (simio-homínido-humano) Dios se revela a sí mismo a un gran grupo de humanos primitivos, posiblemente tan distantes como hace 150 000 años. El Adán y Eva de las Escrituras se leen como figuras literarias, simbólicas del grupo: no existieron en ningún sentido como dos individuos específicos e históricos.
En contraste con estos tres modelos de orígenes evolutivos está la comprensión cristiana tradicional del Génesis sobre los orígenes humanos: en el sexto día, Dios creó al primer hombre, Adán, del polvo de la tierra, y a la primera mujer, Eva, de la costilla de Adán (Génesis 1:26-31; Génesis 2:7, 18–25). Dios los hizo completos y maduros en ser, a su imagen, separados y distintos de la creación de los animales, sin ascendencia. Dios hizo esto en un acto creativo divino, sobrenatural e íntimo, dentro de un corto período de tiempo que abarcó parte del sexto día, un día similar en duración a nuestros días. Adán y Eva fueron las últimas creaciones culminantes de Dios, coronando la finalización de toda su otra obra creativa. Son los primeros padres de toda la humanidad. Tanto Génesis (cf. Génesis 1-2; 3:20; 5:1-4; 6:6-8; 9:6), como el resto de las Escrituras testifican de esta realidad (cf. Éxodo 20:11; Deut. 4:32; 1 Crón. 1; Job 10:8, 40:15; Salmo 8:5–6, 89:38–48, 104:23–24, 119:73; Ecles. 3:19–20, 7:29, 12:1; Is. 42:5, 43:6–7; Jer. 27:4–5; Ezequiel 28:12–13, 37:4–6; Malaquías 2:9–10; Mateo 19:4–5; Marcos 10:6–8; Lucas 3:38; Hechos 17:23–26; Romanos 5:12–15; 1Corintios 11:9–12, 15:21–22, 37–39, 45–49; Colosenses 3:9–11; 1Tim. 2:13; Jas. 3:9; Judas 14; Apocalipsis 4:11, 10:6).
La distinción Creador-criatura
En Génesis 1, la narración del sexto día (Génesis 1:24-31) nos proporciona elementos clave para comprender nuestro origen creado. El sexto día, en su contexto dentro del capítulo, revela que nuestros primeros padres fueron creados en un contexto de la obra más amplia de la creación de Dios. Mientras está presente con y en medio de su creación, Dios es distinto y separado de ella. Todo lo que existe en el orden creado debe su existencia a Dios, quien creó ex nihilo, de la nada. Génesis 1 declara que somos criaturas y que Dios es nuestro Creador. Nuestra creación y cada aspecto de nuestra existencia continua dependen completamente de Dios. Una debilidad de los modelos evolutivos teístas es su disminución de la distinción Creador-criatura al hacer que todo o parte del origen humano sea inherente a la ascendencia humana preexistente (a lo largo de una línea evolutiva simio-homínido-humano). Estas teorías requieren cierto grado de autocreación humana, en contraste con una comprensión cristiana tradicional de Génesis 1 y una distinción completa Creador-criatura en el origen de la humanidad.
Portadores de la imagen de Dios
Si bien los primeros capítulos del Génesis nos enseñan la profunda distinción entre Dios como Creador y la humanidad como sus criaturas, también notan una maravillosa distinción entre la humanidad y la creación animal. Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree…” (Génesis 1:26). Dios no dice esto en relación con ninguna otra criatura. Solo la humanidad tiene esta maravillosa distinción. Los teólogos de Westminster describieron la imagen de Dios en el hombre como compuesta de “conocimiento, justicia y santidad, con dominio sobre las criaturas” (WSC 10). El conocimiento de Dios es original, independiente, infinito y completo. El nuestro, incluso antes de la caída, es derivado, dependiente, finito y parcial. Él nos hizo como sus portadores de imagen para que pudiéramos vivir en comunión comunicativa con Él, parte de la cual implicaba servir como mayordomos sobre su creación. En nuestro estado original estábamos consagrados a Dios, sin ningún pecado, llevando su imagen en justicia y santidad. Dios llamó a Adán y Eva a “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread…en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:28). Nuestra vocación multifacética como portadores de la imagen de Dios es una realidad integral de nuestro origen creado como humanos.
Masculino y femenino
Otra realidad de nuestro origen creado como humanos es que Dios creó al hombre y a la mujer (Génesis 1:27), Adán y Eva. Los hombres y las mujeres son gloriosamente diferentes, y al mismo tiempo maravillosamente similares, creados a imagen de Dios para complementarse y bendecirse mutuamente en su llamado dado por Dios para ser fructíferos, multiplicarse y ejercer dominio en la creación. Nuestro sexo no solo es evidente externamente, sino también fijo e intrínseco a nuestro ser creado, independientemente de las formas en que los hombres o las mujeres puedan intentar enmascararlo o cambiarlo por formas de vestir, cosméticos, hormonas o cirugías. La pretensión de la fluidez de género afirma que podemos crear o recrearnos sexualmente de acuerdo con nuestros propios deseos. Sin embargo, el ADN de cada una de nuestras células refleja nuestra masculinidad o feminidad divinamente creada, impactando todo nuestro ser. Incluso en el mundo posterior a la caída, donde algunos sufren de trastornos raros del desarrollo sexual, el sexo cromosómico desordenado de hombres o mujeres todavía se puede discernir y, en unos casos, restaurar.
Matrimonio
Dios creó a Adán, un hombre, y posteriormente creó a Eva, una mujer, “como ayuda idónea para él” (Génesis 2:18). Al crear a Eva, y llevarla a Adán, Dios también creó el primer matrimonio normativo, de un hombre y una mujer (cf. Mateo 19:4-5; Marcos 10:6–8). Como el hombre y la mujer prototípicos hechos el uno para el otro, Adán y Eva fueron creados para poder unirse sexualmente con la maravillosa capacidad de multiplicarse como resultado (Génesis 2:24). La multiplicación a través de la relación sexual en el matrimonio es un aspecto de la buena creación de Dios que llama a la fecundidad, la multiplicación y el dominio.
Mientras que los modelos evolutivos de los orígenes humanos pueden interpretar los deseos sexuales homosexuales, bisexuales y poliamorosos como innatos a la humanidad original o a la ascendencia de la humanidad, Génesis proporciona el paradigma original creado por Dios para el matrimonio como la unión de un hombre y una mujer, esposo y esposa. Dios describe esta ordenanza creacional del matrimonio con su descripción de la intimidad y el deseo monógamos y heterosexuales como muy buenos y sin pecado. Una visión complementaria del matrimonio, con distintos roles de esposo y esposa, también encuentra su fundamento en la creación de Eva desde, para y con Adán. La revelación del Génesis sobre los orígenes humanos es fundamental para el testimonio de las Escrituras sobre el matrimonio y la sexualidad buena y saludable, protegiéndonos de los abusos pecaminosos y destructivos de nuestra sexualidad dada por Dios (cf. Éxodo 20:14; Lev. 18, 19:29; 20:10-21; Rom. 1:18-27; 1 Corintios 5, 6:9-20; Col. 3:5-6).
Unidad de la raza humana
Donde los modelos evolutivos de los orígenes humanos requieren inherentemente la posibilidad de que algunos humanos sean más evolucionados y avanzados que otros, la comprensión cristiana tradicional de los orígenes humanos presenta una unidad e igualdad fundamental de toda la humanidad a través de nuestros primeros padres, Adán y Eva (Génesis 4-5, 10). Dios hizo de un solo hombre a cada nación de la humanidad (Hechos 17:26). Aunque se manifiesta de varias maneras, la razón última de la desunión, la rivalidad, la amargura, la opresión y otros males perpetrados entre naciones, etnias, familias o individuos es espiritual: es el resultado del pecado (Génesis 3–4; Colosenses 3:11–13).
Bondad, pecado y sufrimiento
Génesis 1 enfatiza repetidamente la naturaleza de la creación original de Dios como “buena” y “muy buena” (Génesis 1:4, 10, 12, 18, 25, 31). Las descripciones bíblicas tanto de la creación anterior a la caída como de la nueva creación por venir representan un mundo libre de pecado, sufrimiento, violencia y muerte (cf. Isaías 11:6-9). Son paradigmáticos de la existencia original del orden creado, incluyendo a la humanidad en relación con Dios, entre sí y el resto de la creación. La caída de Adán y Eva en el pecado y la maldición subsiguiente son un punto de cambio drástico: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron…. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores” (Rom. 5:12, 19). Toda la humanidad, aparte de la gracia de Dios, es ahora injusta, impía y suprime la verdad de Dios. Habitamos un mundo de pecado continuo, desorden, sufrimiento, violencia y muerte. En contraste con los modelos evolutivos, todos los cuales requieren sufrimiento y muerte animal (a lo largo de la línea simio-homínido-humano) antes de la caída, la Escritura deja en claro que tanto el sufrimiento humano como el animal no son inherentes a la buena creación de Dios, sino que están conectados con el pecado, la maldición y el juicio. Parte del llamado de Dios a su pueblo redimido es trabajar para aliviar y minimizar el sufrimiento humano y animal a través de la proclamación del evangelio y los actos de misericordia y justicia (cf. Prov. 12:10; Isaías 11:6-9; Jonás 4:11; 1Sam. 17; Lucas 10:25–37). La creación gime por la próxima restauración de todas las cosas (Romanos 8:20-25; Apocalipsis 21:4).
El Primer y Segundo Adán
Un pasaje clave para una teología cristiana de los orígenes humanos es Colosenses 1:15-17 que nos dice: “[Cristo] es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra…todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten”. Cuando leemos la escena de la creación de Adán a la luz de Colosenses, nos damos cuenta de que Dios el Hijo, el Cristo pre-encarnado, estuvo involucrado en la creación del primer hombre y la primera mujer. Él creó íntimamente la humanidad que tomó para sí mismo al lograr la redención. Formó al hombre y le sopló el aliento de vida; formó a la mujer de la costilla del hombre. Cuando Adán y Eva pecaron, arrastrándose a sí mismos y a toda su posteridad a un estado caído, el Creador prometió convertirse en el Redentor, la Simiente venidera de la Mujer (Génesis 3:15). Él les proporcionó una cobertura con sangre (Génesis 3:21). Inmediatamente después de la caída, Dios comenzó a revelar su plan de redención a través del sacrificio del Antiguo Testamento, señalando el sacrificio encarnado que haría en nuestra carne (Heb. 10: 1-14). Todo el Antiguo Testamento despliega la promesa del pacto de Dios de salvación en Cristo.
La plenitud de las buenas nuevas de Jesucristo viene en su encarnación como el Redentor. Esto es lo que los ángeles, que cantaron en la creación (Job 38:7), ahora cantan (Lucas 2). Es en lo que se regocijaron los apóstoles: “Como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22). Cuando nosotros, la descendencia de Adán y Eva, la raza humana, estábamos muertos en nuestro pecado, el Verbo, a través del cual todas las cosas fueron hechas, se hizo carne y habitó entre nosotros, para nuestra salvación (Juan 1; Efesios 2:1-10). Él tomó el justo castigo del pecado de su pueblo sobre sí mismo en la cruz (Génesis 3:4; Hechos 2:22–32; Romanos 3:9–26; Heb. 9:24–28).
Aquí está el Salvador que necesitamos: el que nos creó, que es como nosotros en todos los sentidos, excepto por el pecado (Heb. 2, 3:15). Así como Dios insufló vida a Adán y lo hizo un ser viviente (Génesis 2:7), así en Cristo levanta su nueva creación de la muerte espiritual (Ezequiel 37:9-10, Efesios 2:1-10), y de la muerte física (1 Corintios 15; Apocalipsis 11:11).
A través de la fe en nuestro Señor Jesucristo, “el Autor de la vida” (Hechos 3:15), nos reconciliamos con Dios y recibimos libremente la vida nueva y eterna: “Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos… Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante… El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo. Cual el terrenal, tales también los terrenales; y cual el celestial, tales también los celestiales… Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:21, 45, 47–48, 57). Él está construyendo una iglesia, “una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas” (Apocalipsis 7:9). Génesis revela no sólo nuestro comienzo, sino también el comienzo del evangelio del único Salvador para toda la humanidad.
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William VanDoodewaard sirve como Profesor de Historia de la Iglesia en el Seminario Teológico Reformado Puritano.