LA VIDA RELIGIOSA DE LOS ESTUDIANTES DE TEOLOGÍA
Autor: B. B. Warfield
Traductor: Martín Bobadilla
Me piden que les hable sobre la vida religiosa del estudiante de teología. Me acerco al tema con cierta inquietud. Creo que es el tema más importante que puede ocupar nuestro pensamiento. No quiero que sospechen que, al decir esto, estoy menospreciando la importancia de la preparación intelectual del estudiante para el ministerio. La importancia de la preparación intelectual del estudiante para el ministerio es la razón de ser de nuestros seminarios teológicos. Digan lo que quieran, hagan lo que quieran, el ministerio es una ‘profesión académica’, y el hombre sin educación, no importa con qué otros dones pueda estar dotado, no es apto para sus deberes ministeriales. Pero el conocimiento, aunque indispensable, no es lo más indispensable para un ministro. ‘Apto para enseñar’ —sí, el ministro debe ser ‘apto para enseñar’; y observen que lo que digo, o más bien lo que dice Pablo es: «apto para enseñar». No apto meramente para exhortar, implorar, rogar, suplicar: ni siquiera meramente para testificar, para dar testimonio; sino para enseñar. Y enseñar implica conocimiento: el que enseña debe saber. Pablo, en otras palabras, requiere de ustedes, como tal vez estemos aprendiendo a expresarlo no de la manera más oportuna, un servicio de «instrucción», no simplemente de «inspiración». Pero la aptitud para enseñar por sí sola no hace a un ministro, ni es su cualificación principal. Es sólo uno de una larga lista de requisitos que Pablo establece como necesarios para que se cumplan en aquel que aspira a este alto cargo. Y todo lo demás concierne, no a su aptitud intelectual, sino espiritual. Un ministro debe ser erudito, so pena de ser completamente incompetente para su trabajo. Pero antes y más allá de ser erudito, un ministro debe ser piadoso.
Sin embargo, nada podría ser más fatal que oponer entre sí estos dos requisitos. Los oficiales de reclutamiento no discuten si es mejor que los soldados tengan una pierna derecha o una pierna izquierda: los soldados deben tener ambas piernas. A veces escuchamos decir que diez minutos de rodillas te darán un conocimiento más verdadero, más profundo y operativo de Dios que diez horas sobre tus libros. La respuesta apropiada es: «¡Qué!, ¿en vez de diez horas sobre tus libros hay que estar de rodillas?» ¿Por qué deberías alejarte de Dios cuando recurres a tus libros, o sentir que debes apartarte de tus libros para volverte a Dios? Si el aprendizaje y la devoción son tan antagónicos, entonces la vida intelectual en sí misma está maldita y no puede haber una vida religiosa para un estudiante, incluso de teología. El mero hecho de ser estudiante le priva de la religión. Que se me pida que les hable sobre la vida religiosa del estudiante de teología procede sobre el reconocimiento del absurdo de tales antítesis. Ustedes son estudiantes de teología y, por el hecho de que sean estudiantes de teología, se sobreentiende que son hombres religiosos, especialmente religiosos, para quienes el cultivo de su vida religiosa es un asunto de la más profunda preocupación, de tal preocupación que desearan sobre todas las cosas ser advertidos de los peligros que pueden asaltar su vida religiosa, y que se les señale los medios por los cuales pueden fortalecerla y ampliarla. En su caso no pueden pensar en lo uno o en lo otro, si ser un estudiante o un hombre de Dios. Deben ser ambos.
No obstante, merece enfatizarse la intimidad de la relación entre el trabajo de un estudiante de teología y su vida religiosa. Por supuesto, ustedes no creen que la religión y el estudio sean incompatibles. Pero apenas es posible que haya algunos entre ustedes que los consideren demasiado separados —al grado que estén inclinados a hacer sus estudios a un lado y su vida religiosa al otro, e imaginarse que lo que se da a una es quitada de la otra. Ningún error podría ser más repugnante. La religión no aparta al hombre de su trabajo, lo envía a su trabajo con una cualidad adicional de devoción. ¿Acaso no cantamos?:
Enséñame, mi Dios y Rey,
en todas las cosas a verte a Ti—
y lo que haga en cualquier cosa,
hacerlo para Ti.
Si se hace para obedecer tus leyes,
incluso los trabajos serviles brillan:
Si esta es la causa, santificado es el trabajo,
Incluso la obra más sencilla es magnificada.
No es sólo la forma en que lo escribió George Herbert. Le da, quizás, un sentido más agudo. Nos recuerda que un hombre puede mirar su trabajo como mira un panel de vidrio, ya sea viendo nada más que el vidrio o mirando directamente a través del vidrio hacia los amplios cielos que se encuentran más allá. Él nos dice claramente que no hay nada tan sencillo que las grandes palabras, «para ti», las cuales pueden glorificar su trabajo:
Un siervo, con esta cláusula,
Magnifica el trabajo pesado,
Quien barre una habitación conforme a Tus leyes,
Hace que esa acción sea buena.
Pero la doctrina es la misma, y es la doctrina, la doctrina fundamental de la moral protestante, de la que se despliega todo el sistema de la ética cristiana. Es la gran doctrina de la ‘vocación’, la doctrina de que el mejor servicio que podemos ofrecer a Dios es simplemente cumplir con nuestro deber —nuestro deber sencillo y hogareño, cualquiera que sea. La Edad Media no lo creía así: abría una brecha entre la vida religiosa y la laica, y aconsejaba a quien quisiera ser religioso dar la espalda a lo que llamaban «el mundo», es decir, no a la maldad que está en el mundo —«el mundo, la carne y el diablo», como decimos— sino el mundo del trabajo diario, ese cúmulo de ocupaciones que constituye la tarea diaria de hombres y mujeres que cumplen su deber consigo mismos y con sus semejantes. El protestantismo puso fin a todo eso.
Como dice elocuentemente el profesor Doumergue: «Luego vino Lutero y, con más consistencia todavía, Calvino, proclamando la gran idea de la ‘vocación’, una idea y palabra que se encuentran en las lenguas de todos los pueblos protestantes —Beruf, Llamado, Vocación— y que faltan en las lenguas de los pueblos de la antigüedad y de la cultura medieval. ‘Vocación’ —es el llamado de Dios, dirigido a cada hombre, sea quien sea, para imponerle una obra particular, cualquiera que sea. Y las vocaciones y, por lo tanto, también los que son llamados, están en completa igualdad entre sí. El burgomaestre es el burgomaestre de Dios, el médico es el médico de Dios, el mercader es mercader de Dios, el trabajador es el trabajador de Dios. Toda vocación, liberal —como la llamamos— o manual, la más humilde y la más vil en apariencia como la verdaderamente más noble y gloriosa, son de derecho divino». ¡Hablemos del derecho divino de los reyes! He aquí el derecho divino de todo obrero, de cual nadie tiene por qué avergonzarse, con tal de que sea un obrero honesto y bueno. «Sólo la pereza», añade el profesor Doumergue, «es innoble, y mientras el romanismo multiplica sus órdenes mendicantes, la Reforma destierra a los ociosos de sus ciudades».
Ahora bien, como estudiantes de teología su vocación es estudiar teología, y estudiarla diligentemente, de acuerdo con el mandato apostólico: «Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor» (Colosenses 3:23). Precisamente por esto son estudiantes de teología; este es su ‘deber inmediato’, y el descuido del deber no es un ejercicio religioso fructífero. El Dr. Charles Hodge, en sus encantadoras notas autobiográficas, dice de Philip Lindsay, el profesor más popular en el Princeton College de su época —un hombre buscado por casi todas las universidades de los estados centrales para su presidencia— que «le dijo a nuestra clase que descubriríamos que una de las mejores preparaciones para la muerte era un conocimiento profundo de la gramática griega». «Esta», comenta el Dr. Hodge, en su estilo pintoresco, «era su forma de decirnos que debemos cumplir con nuestro deber». Ciertamente, todo hombre que aspire a ser un hombre religioso debe comenzar por cumplir con su deber, su deber obvio, su tarea diaria, el trabajo particular que tiene ante sí para hacer en este momento y lugar en particular. Si este trabajo resulta ser el estudio, entonces su vida religiosa no depende de nada más fundamentalmente que del simple estudio. También se podría hablar de un padre que descuida sus deberes paternales, de un hijo que falta a todas las obligaciones de la piedad filial, de un artesano que sistemáticamente abarata su trabajo y entrega un mal trabajo, de un obrero que no es nada mejor que un sirviente, siendo hombres religiosos al igual que un estudiante como un hombre religioso pero que no estudia. No puede ser: ustedes no pueden edificar una vida religiosa a menos que comiencen a hacer fielmente sus deberes diarios. No se trata de si les gustan estos deberes. Pueden pensar lo que quieran de sus estudios. Pueden considerarlos precisamente como «un trabajo servil’» y «el trabajo más sencillo», pero deben entregarse fielmente a sus estudios si quieren ser hombres religiosos. Ningún carácter religioso puede edificarse sobre la base de un deber descuidado.
Ciertamente hay algo que está mal en la vida religiosa de un estudiante de teología que no estudia. Pero no se sigue del todo que, por lo tanto, todo esté bien con su vida religiosa si estudia. Es posible estudiar —incluso estudiar teología— con un espíritu enteramente secular. Dije hace un rato que lo que hace la religión es enviar a un hombre a su trabajo con una cualidad adicional de devoción. Al decir eso, quise decir que la palabra «devoción» debe tomarse en ambos sentidos —en el sentido de «aplicación ferviente» y en el sentido de «ejercicio religioso», como el Diccionario Estándar expresa las dos definiciones. Un hombre verdaderamente religioso estudiará cualquier cosa que sea su deber con «devoción» en ambos sentidos. Eso es lo que su religión hace por él: lo hace cumplir con su deber, hacerlo a fondo, hacerlo «en el Señor». Pero en el caso de muchas ramas de estudio, no hay nada en los temas estudiados que tienda directamente a alimentar la vida religiosa, o a poner en movimiento las emociones religiosas, o a suscitar reacciones específicamente religiosas. Si las estudiamos «en el Señor», es sólo porque lo hacemos «por amor a Él», según el principio que hace de «barrer una habitación» un acto de adoración. Con la teología no es así. En todas sus ramas por igual, la teología tiene como fin único dar a conocer a Dios: el estudiante de teología es llevado por su tarea diaria a la presencia de Dios y allí es mantenido. ¿Puede un hombre religioso estar en la presencia de Dios y no adorar? Es posible, he dicho, estudiar incluso teología con un espíritu puramente secular. Pero seguramente eso sólo es posible para un hombre irreligioso, o al menos para un hombre no religioso. Y aquí pongo en sus manos a la vez una piedra de toque por la que pueden discernir su estado religioso y un instrumento para la vivificación de su vida religiosa. ¿Llevan a cabo sus tareas diarias como estudiantes de teología como «ejercicios religiosos»? Si no lo hacen, tengan cuidado de ustedes mismos: seguramente algo está mal con la condición espiritual de un hombre que puede ocuparse diariamente de las cosas divinas, pero lo hace con un corazón frío e impasible. Si lo hacen, regocíjense. Pero, en cualquier caso, ¡asegúrense de hacerlo! Y que lo hagan cada vez más y más abundantemente. Cualquier cosa que hayan hecho en el pasado, para el futuro hagan que todos sus estudios teológicos sean «ejercicios religiosos». Esta es la gran regla para una vida religiosa rica y sana en un estudiante de teología. Pon tu corazón en tus estudios: no ocupes simplemente tu mente con ellos, sino pon tu corazón en ellos. Ellos te llevan diariamente y a cada hora a la misma presencia de Dios; sus caminos, su trato con los hombres, la majestad infinita de su ser, forman el tema de tus estudios. ¡Quítense el calzado de sus pies en esta santa presencia!
Se nos dice con frecuencia, en efecto, que el gran peligro del estudiante de teología reside precisamente en su constante contacto con las cosas divinas. Pueden llegar a parecerle comunes porque son habituales. Así como el hombre común respira el aire y disfruta de la luz del sol sin siquiera pensar que es Dios en su bondad quien hace salir el sol sobre él, aunque es malo, y le envía la lluvia, aunque es injusto; así ustedes pueden llegar a manipular incluso los muebles del santuario pensando solo en los materiales terrenales brutos de los que está hecho. Las palabras que les hablan de la terrible majestad de Dios o de su gloriosa bondad pueden llegar a ser meras palabras para ustedes —palabras hebreas y griegas, con etimologías, inflexiones y conexiones en oraciones. Los razonamientos que les demuestran los misterios de sus actividades salvadoras pueden llegar a ser para ustedes, sin duda, meros paradigmas lógicos, con premisas y conclusiones, adecuadamente estructurados, y triunfalmente convincentes, pero sin mayor significado para ustedes que su conclusión lógica formal. Los majestuosos pasos de Dios en sus procesos redentores pueden convertirse para ustedes en una mera serie de hechos de la historia, curiosamente interactuando para producir las condiciones sociales y religiosas, y apuntando quizás a un tema que podemos conjeturar astutamente; pero lo podemos hacer al igual que otros hechos que ocurren en el tiempo y espacio que puedan llegar a su conocimiento. Es su gran peligro. Pero es su gran peligro solo porque es su gran privilegio. ¡Piensen en cuál es su privilegio cuando su mayor peligro es que las grandes cosas de la religión se vuelvan comunes para ustedes! Otros hombres, oprimidos por las duras condiciones de la vida, hundidos en la lucha diaria por conseguir el alimento quizás, distraídos al menos por el terrible arrastre del mundo sobre ellos y la terrible prisa del trabajo del mundo, se les hace difícil encontrar tiempo y oportunidad para detenerse y considerar si existen cosas tales como Dios, la religión, y la salvación del pecado que los rodea y los mantiene cautivos. La atmósfera misma de su vida son estas cosas, las aspiran por cada poro: les rodean, los envuelven, los oprimen por todas partes. ¡Todo corre el peligro de volverse común para ustedes! ¡Dios los perdone si están en peligro de cansarse de Dios!
¿Saben cuál es este peligro? O, más bien, cambiemos la pregunta —¿están conscientes de cuáles son sus privilegios? ¿Están haciendo pleno uso de ellos? ¿ustedes, por este contacto constante con las cosas divinas, están creciendo en santidad, haciéndose cada día más y más hombres de Dios? Si no, ¡se están endureciendo! Y estoy aquí hoy para advertirles que tomen en serio su estudio teológico, no meramente como un deber, hecho por amor a Dios y, por lo tanto, divinizado, sino como un ejercicio religioso, en sí mismo cargado de bendiciones religiosas para ustedes; un ejercicio apropiado por su propia naturaleza para llenar toda su mente y corazón y alma y vida con pensamientos divinos y sentimientos y aspiraciones y logros. Nunca prosperarán en su vida religiosa en el seminario teológico hasta que su trabajo en éste se convierta en sí mismo para ustedes en un ejercicio religioso del cual extraigan cada día ensanchamiento de corazón, elevación de espíritu y deleite adorador en su Hacedor y Salvador.
Como se darán cuenta, no les aconsejo hacer de sus estudios teológicos sus únicos ejercicios religiosos. Son ejercicios religiosos de la clase más gratificante: y su vida religiosa dependerá mucho de que los traten como tales. Pero hay otros ejercicios religiosos que exigen su atención puntual y que no pueden ser descuidados sin el gravísimo daño a su vida religiosa. Me refiero ahora en particular a las reuniones religiosas formales del seminario. Deseo ser perfectamente explícito aquí, y muy enfático. Nadie puede sustraerse a los servicios religiosos de la comunidad de la que es miembro sin perjuicio grave para su vida religiosa personal. No deja de ser significativo que el escritor apostólico una las exhortaciones, «mantengamos firme, sin fluctuar la profesión de nuestra esperanza», y «no dejando de congregarnos» (Hebreos 10:25). Cuando nos ordena no dejar «de congregarnos», tiene en mente, como muestra el término que emplea, las asambleas formales de la comunidad, y quiere imponer a los corazones y conciencias de sus lectores su deber hacia la iglesia que deben apoyar, así como su deber para con ellos mismos. Y cuando añade: «Como algunos tiene por costumbre», quiere reforzar su mandamiento. Podemos ver su labio curvarse mientras lo dice. ¿Quiénes son estas personas que son tan inmensamente fuertes, tan supremamente santas, que no necesitan la ayuda del servicio de adoración para sí mismos; y quién, siendo tan fuerte y santo, ¿no dará su apoyo a la adoración pública?
Sin embargo, por muy necesario que sea el servicio de adoración para los hombres en general, esa necesidad para los hombres en general es como nada comparada con la necesidad para un grupo de jóvenes como ustedes. Están reunidos aquí con un propósito religioso, en preparación para el servicio religioso más elevado que pueden realizar los hombres —la guía de otros en la vida religiosa: ¿y tendrán todo lo demás en común excepto la adoración? Están reunidos aquí, separados de sus hogares y de todo lo que significa el hogar; de las iglesias en las que han sido educados, y todo lo que significa la comunión de iglesia; de todas las poderosas influencias naturales de la religión social —¿y no formaran ustedes mismos una comunidad religiosa, con su propia vida religiosa orgánica y expresión religiosa? Lo digo deliberadamente, que un cuerpo de jóvenes, viviendo aparte en una vida de comunidad como ustedes están y deben estar viviendo, no pueden mantener una vida religiosa sana, plena y rica individualmente, a menos que estén dando expresión orgánica a su vida religiosa como comunidad con frecuentes dietas de adoración pública. Nada puede tomar el lugar de este servicio de adoración orgánico de la comunidad como comunidad, en sus tiempos señalados, y como una función regular de la vida corporativa de la comunidad. Sin esta adoración, dejan de ser comunidad religiosa y les falta ese apoyo y sostén, ese estímulo y acicate, que le viene al individuo de la vida orgánica de la comunidad de la que forma parte.
En mi opinión, tengo muy claro que, en una institución como esta, todo el cuerpo de estudiantes debe reunirse, tanto por la mañana como por la noche, todos los días, para la oración común y debe unirse dos veces cada Sabbat (domingo) en adoración formal. Sin estas oportunidades de adoración, no creo que la institución pueda preservar su carácter como una institución distintivamente religiosa —una institución cuya vida institucional es principalmente religiosa. Y no creo que los estudiantes aquí reunidos puedan, con una expresión menos plena de la vida religiosa orgánica de la institución, conservar el alto nivel de vida religiosa en el que, como estudiantes de teología, deben vivir. Observarán que no los exhorto simplemente a «ir a la iglesia». Ir a la iglesia es bueno, en cualquier caso. Pero lo que les exhorto a hacer es que vayan a su propia iglesia —que estén presentes y participen activa y religiosamente en cada reunión de adoración de la institución como institución. Así harán su parte para dar a la institución una vida religiosa orgánica, y sacarán de la vida religiosa orgánica de la institución un apoyo e inspiración para su propia vida religiosa personal que no pueden conseguir en ningún otro lugar, y de la cual no se pueden dar el lujo de fallar —si es que les importa su crecimiento y vivificación religiosa. Ser un miembro activo de un cuerpo religioso vivo es la condición para un funcionamiento religioso saludable.
Confío en que no me dirán que los ejercicios religiosos del seminario son demasiado numerosos o fatigantes. Eso sólo sería traicionar el fundamento de su propia vitalidad religiosa. Los pies de aquel cuyo corazón arde de sentimiento religioso se dirigen por sí mismos hacia el santuario y lo llevan con pasos gozosos a la casa de oración. Me han dicho que hay algunos estudiantes que no se encuentran en un estado de ánimo de oración en las primeras horas de una mañana de invierno; y están demasiado cansados al final de un duro día de trabajo para orar y, por lo tanto, no les resulta útil asistir a las oraciones al final de la tarde; que piensan que la predicación en el servicio regular del Sabbat (domingo) por la mañana es aburrida y poco interesante, y que no encuentran a Cristo en la reunión del Sabbat (domingo) por la tarde. Esas cosas me parece haberlas oído antes; y el suyo será un pastorado excepcional, si no oyen algo muy parecido a ellas, antes de un pastorado de seis meses. Tales cosas se encuentran todos los días en la calle: son la expresión ordinaria del corazón que está aburrido o se está aburriendo del encanto religioso.
No son síntomas esperanzadores entre aquellos cuya vida debería vivirse en las alturas religiosas. Sin duda, aquellos que los ministran en cosas espirituales deben tomarlas en serio. Y ustedes, a quienes se les ministra, también deben tomarlas en serio. Y déjenme decirles sin rodeos que la predicación que encuentran aburrida no les parecerá más aburrida si obedecen fielmente el precepto del Maestro: «Mirad, pues, cómo oís» (Lucas 8:18); que si no encuentras a Cristo en la sala de reuniones es porque no lo llevas allí contigo; que, si después de un día ordinario con ustedes están demasiado cansados para unirse con sus compañeros para cerrar el día en oración, es porque el impulso de orar es débil en su corazón. Si no hay fuego en el púlpito les corresponde a ustedes encenderlo en las bancas de la iglesia. Ningún hombre puede dejar de encontrarse con Dios en el santuario si lleva a Dios allí con él.
¡Qué fácil es echar la culpa de nuestros corazones fríos sobre los hombros de nuestros líderes religiosos! Es refrescante observar cómo Lutero, con su jovial sensatez, lidió con las quejas de falta de atractivo en sus predicadores evangélicos. Él no los había enviado para agradar a la gente, dijo, y su función no era despertar su interés o entretenerlos: su función era enseñar la verdad salvadora de Dios, y, si hacían eso, era una frivolidad de parte de la gente que se haya en peligro de perecer por falta de la verdad, rechazar la vasija en que les fue ofrecida dicha verdad. Cuando la gente de Torgau, por ejemplo, quiso despedir a sus pastores porque, decían, sus voces eran demasiado débiles para llenar las iglesias, Lutero simplemente respondió. «Esa es una vieja canción; es mejor tener alguna dificultad para escuchar el evangelio que ninguna dificultad para escuchar lo que está muy lejos del evangelio». «La gente no puede tener a sus ministros exactamente como quiere», declara de nuevo, «que den gracias a Dios por la palabra pura», y no exigir a San Agustín y a San Ambrosio que se la prediquen. Si un pastor agrada al Señor Jesús y le es fiel, no hay ninguno tan grande y poderoso que no deba estar complacido con él también. El punto, como ven, es que los hombres que están hambrientos de la verdad y la obtienen, no deben ser exigentes en cuanto al plato en el que se les sirve. Y no lo serán.
Pero ¿por qué debemos apelar a Lutero? ¿No tenemos el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo? ¿Somos mejores que Él? Seguramente, si alguna vez hubo alguien que pudiera alegar con justicia que el servicio de adoración de la comunidad no tenía nada que ofrecerle, ese era el Señor Jesucristo. Pero cada día de reposo se encontraba sentado en su lugar entre la gente que adoraba y no había ningún acto de adoración que se sintiera con derecho a descartar. Incluso en sus estados de ánimo más exaltados y después de sus experiencias más elevadas, tranquilamente tomó su lugar entre el resto del pueblo de Dios compartiendo con ellos la adoración de la comunidad. Volviendo de aquella gran escena bautismal, cuando los cielos mismos se abrieron para dar testimonio de que Dios se deleitaba en Él; de las arduas pruebas del desierto, y de aquella primera gran gira en Galilea, regresó, como se nos dice expresamente, «en el poder del Espíritu»: volvió, como dice el relato, «a Nazaret, donde se había criado, y» —así continúa la sorprendente narración— «entró, como era su costumbre, en la sinagoga, en el día de reposo». ¡Como era su costumbre! Jesucristo hizo que fuera su práctica habitual hallarse en su lugar en el día de reposo en el lugar de adoración al que pertenecía. «Es un recordatorio», como bien insiste Sir William Robertson Nicoll, «de la verdad que, en nuestra imaginada espiritualidad, somos propensos a olvidar —que la vida personal más santa apenas puede darse el lujo de prescindir de las formas de devoción, y que la adoración pública regular de la iglesia, a pesar de todas sus imperfecciones locales y aburrimiento, es una provisión divina para sostener el alma individual». No podemos darnos el lujo de ser más sabios que nuestro Señor en este asunto. Si alguien hubiera podido alegar que su experiencia espiritual era tan elevada que no requería adoración pública; si alguien pudo haber sentido que la consagración y la comunión de su vida personal lo eximían de lo que el común de los mortales necesitaba, ese era Jesús. Pero no hizo tal alegato. Sábado tras sábado se encontraba en el lugar de adoración, al lado del pueblo de Dios, no por el mero hecho de dar un buen ejemplo, sino por razones más profundas. ¿Es razonable, entonces, que alguno de nosotros piense que puede darse el lujo de prescindir con seguridad de la piadosa costumbre de participar regularmente en la adoración pública de nuestra localidad? ¿Es necesario que yo exhorte a los que quisieran ser como Cristo, que se aseguren de ser imitadores de Él en esto?
Pero ni siquiera con el uso más asiduo de las expresiones corporativas de la vida religiosa de la comunidad han alcanzado la piedra angular de su piedad. Eso se encuentra, por supuesto, en su interior, o más bien en sus corazones, en sus ejercicios religiosos privados y en sus aspiraciones religiosas íntimas. Ustedes están aquí como estudiantes de teología; y si quieren ser hombres religiosos, deben cumplir con su deber de estudiantes de teología; deben encontrar el alimento diario para su vida religiosa en sus estudios teológicos; deben entrar de lleno en la vida religiosa orgánica de la comunidad de la que forman parte. Pero para hacer todo esto deben mantener los fuegos de la vida religiosa ardiendo vivamente en su corazón; en lo más íntimo de su ser deben ser hombres de Dios. El tiempo me faltaría si me propusiera esbozar con alguna plenitud el método de la vida devota. Cada alma que busca a Dios honesta y fervientemente lo encuentra, y al encontrarlo, encuentra el camino hacia Él. Puedo darles una pista, especialmente adaptada a ustedes como estudiantes para el ministerio: tengan siempre presente la grandeza de su vocación, es decir, estas dos cosas: la inmensidad de la tarea que tienen por delante, la infinitud de los recursos a su disposición. Creo que no se ha dicho en vano que si enfrentamos la tremenda dificultad del trabajo que tenemos por delante, ciertamente nos hará caer de rodillas; y si medimos dignamente el poder del evangelio que se nos ha encomendado, eso ciertamente nos mantendrá de rodillas. Me siento impulsado a destacar esta consideración particular, porque me parece que hemos llegado a una era en la que tenemos una gran necesidad de recordarnos la seriedad de la vida y sus problemas y la seriedad de nuestro llamado como ministros de la vida. Sir Oliver Lodge nos informa que «los hombres de cultura no se preocupan», hoy en día, «de sus pecados, y mucho menos de su castigo», y el Dr. Johnston Ross nos predica una homilía muy necesaria de ese texto sobre la «indiferencia de la búsqueda religiosa moderna». En un momento como este, tal vez no sea extraño que los observadores atentos de la vida de nuestros seminarios teológicos nos digan que lo más notable de ellos es una cierta caída de la intensa seriedad de perspectiva que caracterizaba con anterioridad a los estudiantes de teología. Esperemos que no sea cierto, ya que si fuera cierto sería un gran mal; en cuanto es verdad, es un gran mal. Les llamaría a volver a esta seriedad de perspectiva, y les pediría que la cultiven, si quieren ser hombres de Dios ahora y ministros que no tengan de qué avergonzarse en el más allá. Piensen en la grandeza del llamado del ministro; la grandeza de las cuestiones que penden de su dignidad o indignidad para sus altas funciones; y determinen de una vez por todas que con la ayuda de Dios serán dignos. «Dios tenía un solo Hijo», dice Thomas Goodwin, «y lo hizo ministro». «Nadie sino el que hizo el mundo», dice John Newton, «puede hacer un ministro» —es decir, un ministro que sea digno.
Ustedes pueden, por supuesto, ser una especie de ministro, pero no hechos por Dios. Pueden seguir los movimientos del trabajo, y no diré que su trabajo será en vano, porque Dios es bueno y ¿quién sabe por qué instrumentos puede obrar su buena voluntad hacia los hombres? Helen Jackson retrata una experiencia demasiado común cuando pinta la desesperación de alguien cuya siembra, aunque no infructuosa para los demás, no da frutos en su propia alma.
Oh maestro, entonces dije, tus años,
¿no son de alegría? Cada palabra que sale
de tus labios, ¿vuelve para bendecir
tu propio corazón muchas veces?
Escuchen la respuesta:
me muero de hambre trillando el maíz de ellos,
me muero de dolores mientras nacen sus almas.
Ella no lo dice en serio en la parte malvada en que yo lo leo. Pero ¿qué quiere decir Pablo cuando pronuncia esa terrible advertencia: «no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado»? (1Corintios 9:27). Y hay una contingencia aún más terrible. Es nuestro Salvador mismo quien nos dice que es posible recorrer mar y tierra para hacer un solo prosélito, y una vez hecho, hacerlo dos veces más hijo del infierno que nosotros mismos. ¿Y no estaremos en terrible peligro de convertir a nuestros prosélitos en hijos del infierno si no somos nosotros mismos hijos del cielo? Incluso las aguas físicas no se elevarán por encima de su fuente, pero las inundaciones espirituales son aún menos dóciles a nuestros mandatos. No hay error más terrible que suponer que la actividad en la obra cristiana puede ocupar el lugar de la profundidad de los afectos cristianos.
Esta es la razón por la que muchos buenos hombres están sacudiendo un poco la cabeza hoy en día sobre una tendencia que creen ver aumentar entre nuestros jóvenes trabajadores cristianos hacia una actividad inquieta a expensas aparentes de la profundidad de la cultura espiritual. La actividad, por supuesto, es buena: ciertamente en la causa del Señor debemos correr y no cansarnos. Pero no cuando sustituye a la fuerza religiosa interior. No podemos vivir sin nuestras Martas. Pero ¿qué haremos cuando, a lo largo y ancho de la tierra, busquemos en vano a una María? Por supuesto, las Marías serán tan poco admiradas por las Martas hoy como lo fueron antaño. «Señor», exclamó Marta, «¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola?» (Lucas 10:40). Y desde entonces hasta ahora ha subido continuamente el clamor contra las Marías de que malgastan el precioso ungüento que podría haber sido dado a los pobres, cuando lo derraman para Dios y están ociosas cuando se sientan a los pies del Maestro. Incluso se cita a un ministro, muy apreciado por las iglesias, que declara —no confesando, les aclaro, pero publicando en el extranjero como algo de lo que se gloriaba— que hace mucho que dejó de orar: y, en vez de ello, trabaja. «Trabajar y orar» ya no parece ser el lema de al menos la vida ministerial. Será todo trabajo y nada de oración: la única oración que prevalece se nos dice, con el triste cinismo con que se nos dice que Dios está del lado de los batallones más grandes —es simplemente el trabajo. Dirás que este es un caso extremo. Gracias a Dios, lo es. Pero en las tendencias de nuestra vida moderna, que conducen a una actividad incesante —casi tendría que haber dicho una actividad irreflexiva, sin sentido—, ten cuidado de que no se convierta en tu caso; o que tu caso, incluso ahora, pueda tener al menos algún parecido con él. ¿Oras? ¿Cuánto oras? ¿Cuánto te gusta orar? ¿Qué lugar ocupa en tu vida la «hora tranquila», a solas con Dios?
Estoy seguro de que, si alguna vez vislumbran de verdad lo que es el ministerio de la cruz, para el que se están preparando, y lo que deben ser vosotros, como hombres que se preparan para este ministerio, entonces orarán. Señor, quién es suficiente para estas cosas, tu corazón clamará; y toda tu alma se desgarrará con la petición: Señor, hazme suficiente para estas cosas. El viejo Cotton Mather escribió una vez un gran librito, para servir como guía a los estudiantes para el ministerio. El título no muy oportuno que le dio es Manuductio ad Ministerium (Instrucciones para un Candidato al Ministerio). Pero por un golpe de genio añadió un subtítulo que es más significativo. Y este es el subtítulo que añadió: ¡Los ángeles preparándose para tocar las trompetas! Así es como Cotton Mather les llama a ustedes, estudiantes para el ministerio: ¡los ángeles, preparándose para tocar las trompetas! Tomen el nombre para ustedes mismos y vivan de acuerdo con él. ¡Dediquen sus días y noches para estar a la altura! Y entonces, tal vez, cuando vengan a tocar las trompetas, la nota será pura, clara y fuerte, y tal vez pueda incluso traspasar la tumba y despertar a los muertos.