La Elección y Reprobación Divinas 1-5
Clarence Bouwman
Traductor: Juan Flavio de Sousa
Comentario a los Cánones de Dort #3
Introducción
En 1610, los seguidores de Arminio recopilaron cinco artículos o declaraciones de fe basadas en las enseñanzas de Arminio. Estos cinco artículos fueron examinados posteriormente por el Sínodo de Dort de 1618-1619. La postura reformada y bíblica que adoptó este Sínodo en relación con las cuestiones doctrinales planteadas en estos cinco artículos de los remonstrantes se ha formulado en lo que hoy llamamos los Cánones de Dort. Puesto que el primer artículo de los remonstrantes se refería al decreto eterno de Dios sobre la salvación del hombre, el capítulo 1 de los Cánones de Dort expone la enseñanza bíblica sobre el decreto eterno de Dios. De ahí que esta primera rúbrica de la doctrina se titule «La elección y reprobación divinas».
Expresaron los arminianos en el Artículo 1 (y el error de su posición se descifra más claramente cuando se recalcan las siguientes palabras claves), «Creemos que Dios por un eterno… decreto ha… determinado… salvar… a aquellos… que… creerán… y perseverarán…». Con estas palabras los arminianos están diciendo esencialmente que Dios, antes de la creación, miró hacia el futuro para ver quién creería en Él, y luego determinó que salvaría a esas personas específicas. La salvación del hombre, entonces, sigue esta secuencia:
1. El hombre cree, y luego
2. Dios salva a los que creen.
Habiendo visto de antemano que una persona iba a creer, Dios la escogió para salvación. Dicen los arminianos: «creemos que Dios determinó salvar a los que creerán y perseverarán».
La pregunta aquí es: ¿qué es la elección? Los arminianos dicen que no es un decreto divino en cuanto a quién se salvará, sino más bien, un decreto divino en cuanto a los medios por los cuales el hombre se salvará. Dios no elige al destinatario de la salvación (Tomás, Daniel o Miguel), sino el requisito para la salvación, es decir, la fe; y, puesto que Dios ve de antemano que Tomás y Daniel creerán, están automáticamente incluidos para ser salvos.
De ahí que nuestros padres reconocieran que lo primero que tenían que hacer era definir la elección. Sin embargo, la elección como tal no se aborda hasta el artículo 6. Los cinco primeros artículos tratan de algunos preliminares que es necesario comprender para poder apreciar plenamente lo que es en realidad la elección.
Artículo 1
Toda la humanidad es condenable ante Dios
Cuando Dios creó a Adán, estableció un pacto con él. Adán sería hijo de Dios y Dios prometió ser su Padre. Dios colocó a Adán en el huerto del Edén, y allí suplió todas las necesidades de Adán; Él era Dios para Adán. Con la caída en el pecado, Adán rompió este pacto con Dios, eligiendo en su lugar unirse al bando de Satanás (véase la Figura 1).
El artículo 1 se pregunta ahora quiénes se pasaron del bando de Dios al de Satanás. ¿Fueron sólo Adán (y Eva), o toda la humanidad? ¿Sólo Adán desobedeció a Dios y rompió el pacto o lo hizo toda la raza humana? Después de todo, sólo Adán y Eva estaban en el huerto; ambos pecaron al comer del árbol prohibido y, por tanto, ambos cayeron en el bando de Satanás. Adán y Eva tuvieron hijos después de la caída en el pecado, pero estos hijos también estaban en el bando de Satanás, debido al pecado de sus padres. La pregunta crítica es si los hijos de Adán pueden o no ser considerados responsables de estar del lado de Satanás. Si los hijos no pueden ser considerados responsables, ¿es correcto que la ira de Dios permanezca sobre ellos, y no es injusto de parte de Dios dejarlos del lado de Satanás?
A modo de ejemplo: nadie puede culpar a mis hijos de que vivan en Australia. La culpa (¡si es que se puede hablar de culpa aquí!) es mía, porque yo emigré a esta tierra. Los niños «sufren las consecuencias» de mi decisión. ¿Puede decirse lo mismo de la caída en el pecado? ¿Son las generaciones que siguieron a Adán y Eva víctimas de la decisión equivocada de sus antepasados de desobedecer a Dios y unirse a Satanás?
¿Quién pecó según las Escrituras? Dios hizo su pacto no con Adán como individuo, sino con Adán como cabeza de la raza humana. Eso es evidente por el hecho de que cuando Dios creó a Adán (y a Eva), Dios inmediatamente dio la instrucción de ser fructíferos y multiplicarse, y llenar la tierra (Gn. 1:28). Dios estaba interesado no sólo en el individuo Adán, sino en toda la descendencia que vendría de este único hombre. El pacto de Dios no sería sólo con Adán (y Eva), sino también con los hijos que recibirían.
Puesto que Dios hizo Su pacto con toda la raza humana en su totalidad, la transgresión de Adán en el paraíso afecta a toda la raza humana y es responsabilidad de toda la raza humana. La acción de un jefe de Estado (Primer Ministro, Rey, etc.) de declarar la guerra a otro país no hace responsable sólo al Primer Ministro de que su país esté en guerra, sino que hace responsable a la nación en su conjunto y, por tanto, objetivo del ataque enemigo. Del mismo modo, la decisión de Adán de abandonar a Dios y ponerse del lado de Satanás hace a toda la raza humana responsable de pecar. En Romanos 5:12 leemos: «Por tanto como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron». Aquí Pablo se refiere al pecado de Adán en Génesis 3; pero, dice Pablo, Adán no fue el único transgresor en el principio; toda la humanidad pecó. Todas las personas estaban del lado de Dios, e incluidas en Su pacto hecho con Adán en el principio, y todas las personas le dieron la espalda a Dios y en su lugar se volvieron a Satanás. No basta con decir superficialmente que todas las personas sufren las consecuencias del pecado de Adán. No, todas las personas participaron en el pecado de Adán.
Más adelante, en Romanos 5, Pablo establece un paralelismo entre nuestra unión con Adán y nuestra unión con Cristo. «Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida. Porque, así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos» (Romanos 5:18-19). Así como nuestra unión con Adán, nuestra cabeza del pacto, nos hizo partícipes de su condenación cuando pecó, nosotros, en unión con Cristo, no disfrutamos simplemente de las consecuencias de su muerte y resurrección, sino que morimos y resucitamos con Él y participamos de su justicia. Cristo no sólo murió en nuestro favor, sino que nosotros participamos en Su muerte. Dice Pablo en Romanos 6:3-5 «¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección». Mi unión con Cristo significa que cuando Él murió, yo morí; cuando Él resucitó, yo resucité; porque Él vive, yo vivo. La obra de Cristo ha sido apuntada a mi cuenta. Si negara mi participación en la caída de Adán, por extensión tendría que negar mi participación en la obra salvadora de Cristo.
Si toda la humanidad cayó en pecado cuando Adán pecó, consecuentemente todos estamos del lado de Satanás por nuestra propia elección. No fue una circunstancia particular fuera de nuestro control la que nos puso con Satanás, sino que fue puramente nuestra elección. Caímos en el pecado. No podemos entender cómo, pero porque Dios dice que lo hicimos, aceptamos lo que Él dice. Su palabra es definitiva. Así que aceptamos también que con razón merecemos la ira de Dios, Su juicio. Si Dios derramara su ira sobre nosotros, no tendríamos motivos para acusar a Dios de ser injusto. Esta noción es crítica para nuestra comprensión del argumento que nuestros padres presentaron en el Artículo 1 en oposición a los arminianos. Allí leemos: «Puesto que todos los hombres han pecado en Adán, están bajo la maldición y merecen la muerte eterna, Dios no habría cometido injusticia contra nadie si hubiera querido dejar a toda la raza humana en pecado y bajo la maldición, y condenarla a causa de su pecado…». El concepto básico de la fe reformada es que soy pecador por mi propia culpa, y en consecuencia merezco el juicio de Dios.
Artículo 2
El envío del Hijo de Dios
Nadie le pidió a Dios que los salvara. Después de la caída de Adán y Eva, leemos en Gn. 3:8 que Dios vino a ellos: pecadores. A pesar de la caída del hombre, Dios, soberana y misericordiosamente, volvió a acercarse al hombre otra vez. (El hecho de que Adán y Eva reconocieran el sonido de la venida de Dios indica que Dios venía habitualmente a ellos en el paraíso; estaban familiarizados con la llegada y la presencia de Dios). En respuesta a Su venida en la tarde del día de su caída, Adán y Eva se escondieron; no querían a Dios. «Y [Adán y Eva] oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto». Por parte del hombre hubo falta de voluntad para encontrarse con Dios, y ciertamente no clamó pidiendo ayuda.
El versículo siguiente nos dice lo que Dios hizo entonces: «Mas Jehová Dios llamó al hombre y le dijo: “¿Dónde estás tú?”». El Señor llamó: con infinita misericordia tendió la mano al hombre caído. Él los quiso salvar. De ahí que confesemos en el artículo 17 de la Confesión Belga: «Cuando (Dios) vio que el hombre se había sumido así en la muerte física y espiritual y se había hecho completamente miserable, nuestro Dios bondadoso, en su maravillosa sabiduría y bondad, se puso a buscar al hombre cuando éste, temblando, huía de Él». Este es precisamente el contenido del artículo 2. Del mismo modo que Adán y Eva no se acercaron a Dios, sino Dios a ellos, no somos nosotros los que nos acercamos a Dios, sino Dios a nosotros. Esta evidencia de Génesis 3 (de la que se hace eco el Artículo 17) es una fuerte condena del arminianismo.
De Juan 3:16 aprendemos que la salvación es un don soberano y misericordioso de Dios. «Porque de tal manera amó Dios al mundo (que había caído en pecado), que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna». La salvación no la pedimos nosotros, sino que Dios la da. En 1Juan 4:9-10 leemos que fue Dios quien envió. Dios actuó: Nos amó y envió a su Hijo. «En esto se manifestó el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados». El artículo 2 se hace eco de la Escritura cuando confiesa: «Pero en esto se manifestó el amor de Dios, en que envió a su Hijo unigénito al mundo...».
Cuando ponemos los artículos 1 y 2 uno al lado del otro, y notamos sus contenidos contrastantes, llegamos a ver el poderoso Evangelio que confiesan. El hombre cayó en el pecado por su propia culpa. Sin embargo, la respuesta de Dios fue dar gratuitamente a su Hijo por personas como nosotros. Somos pecadores, pero la salvación está preparada gratuitamente para nosotros. ¡Qué increíblemente misericordioso es el Dios de nuestra salvación!
Artículo 3
La predicación del Evangelio
El artículo 2 terminaba con una referencia a la necesidad de creer para recibir la salvación. «… [Dios] envió a su Hijo único al mundo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna». Para salvarse, la gente del bando de Satanás necesita fe. ¿Pero de dónde viene la fe? «Del Espíritu Santo, que la obra en nuestros corazones por la predicación del Evangelio…». (Día del Señor 25, P/R 65). Como se cita en el Artículo 3, Romanos 10:14-15 dice con respecto a la fuente de la fe: «… ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? ...». La fe se obra a través de la predicación. Para llegar a la fe es necesario oír el Evangelio. Dios no sólo envió a Su Hijo para proveer la salvación, sino que también envía predicadores a «quien Él quiere y cuando Él quiere».
Que es Dios quien determina cuándo, dónde y a quién debe ser predicado Su Evangelio, está vívidamente ilustrado por lo que leemos en Hechos 16. De Frigia y Galacia, el pueblo de Cristo fue enviado a predicar el Evangelio. Desde Frigia y Galacia, Pablo quería ir al norte y predicar en Asia. Sin embargo, el Espíritu Santo no se lo permitió. «Y atravesando Frigia y la provincia de Galacia, les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia» (Hechos 16:6). No se nos ha revelado cómo el Espíritu refrenó a Pablo, si por el clima, las circunstancias políticas o la mala salud. Independientemente de los medios, Pablo llegó a la conclusión de que no debía ir al norte a predicar el evangelio. Por lo tanto, continuó su viaje hacia el oeste. Cuando llegó a Troas, Dios le aclaró a Pablo por medio de una visión que tenía que ir más al oeste, a Macedonia. «Cuando vio la visión, en seguida procuramos partir para Macedonia, dando por cierto que Dios nos llamaba para que les anunciásemos el evangelio” (Hechos 16:10). Pablo cruzó las aguas hacia Macedonia y llegó a la ciudad de Filipos.
¿Por qué Dios cerró el camino a Bitinia, y en su lugar condujo a Pablo a Filipos? Dios lo hizo porque quería salvar a Lidia. «Entonces una mujer llamada Lidia, vendedora de púrpura, de la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, estaba oyendo; y el Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía» (Hechos 16:14). Por decreto de Dios, Lidia necesitaba llegar a la fe. Por decreto de Dios, ella necesitaba la predicación del apóstol y, por lo tanto, Dios le cerró a Pablo el camino a Bitinia. ¿Quién escuchará el Evangelio? Como confesamos en el artículo 3, Dios envía sus siervos «a quien Él quiere y cuando Él quiere». Esto no significa que el Evangelio nunca debería ir a Bitinia en absoluto; el punto es que el Evangelio iría donde Dios determinara que debería ir y en un tiempo determinado por Él.
Esto hace un pensamiento notable. ¿Por qué se nos permite la predicación? ¿Atribuimos esto a ciertas circunstancias? No. Dios envía Su Palabra a través de siervos de Su elección a personas de Su elección y en un tiempo señalado sólo por Él. Así como Lidia oyó y escuchó el Evangelio debido al interés de Dios en ella, así es conmigo. Que yo pueda escuchar y prestar atención a la predicación es evidencia del interés y cuidado de Dios por mí. A Su manera y tiempo soberanos, Dios hizo que el Evangelio llegara hasta mí. Es de gran aliento saber que Dios envía Su Evangelio a dondequiera que tenga personas elegidas.
En el Artículo 3 nuestros padres refutaron un error específico de los arminianos. El error específico en cuestión está registrado en el Artículo 9 del Rechazo de Errores adjunto al Capítulo 1. El error era que «Dios envía el evangelio a un pueblo en vez de a otro, no sólo y únicamente por el beneplácito de Su voluntad, sino porque un pueblo es mejor y más digno que otro al que no se le predica el evangelio». Nuestros padres rechazaron esto por ser contrario a la Escritura, pues la Escritura enseña que Dios escogió libremente por Su beneplácito y no por ningún mérito del hombre. De ahí que citaran lo que Moisés dijo a Israel (Deuteronomio 10:14,15): «He aquí de Jehová tu Dios son los cielos y los cielos de los cielos, la tierra, y todas las cosas que hay en ella. Solamente de tus padres se agradó Jehová para amarlos y escogió su descendencia después de ellos, a vosotros, de entre todos los pueblos, como en este día». Aunque Dios podría haber escogido para sí a cualquier pueblo del globo, se complació soberanamente en elegir sólo a Israel, por razones de su propia complacencia. Del mismo modo, Cristo dijo a los judíos (Mateo 11:21): «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotras, tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza». Corazín y Betsaida, dos ciudades judías donde Jesús predicó, rechazaron Su predicación, mientras que Tiro y Sidón, dos ciudades paganas, ―dijo Jesús― habrían creído si Él hubiera predicado y trabajado allí. A pesar de ser un pueblo mejor, Dios determinó soberanamente que Cristo no fuera a Tiro y Sidón, sino a Corazín y Betsaida.
Artículo 4
Un doble resultado
El Señor hace que se predique el Evangelio a un público elegido por Él. Esta predicación tiene un doble resultado: hay quienes responden llegando a la fe y hay quienes responden con incredulidad. Sobre los que responden con incredulidad permanece la ira de Dios. La palabra «permanece» es importante aquí. Con nuestra caída en el pecado, la raza humana se unió al bando de Satanás y, en consecuencia, nos pusimos bajo la ira y el juicio de Dios. Ese juicio permanece, en esta vida y en la venidera, si rechazamos el Evangelio de la salvación (Día del Señor 4). Al mismo tiempo tenemos que notar que aquellos que responden a la predicación del Evangelio con incredulidad serán juzgados más severamente, simplemente porque han escuchado el Evangelio. «Porque a todo aquel a quien se le haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá» (Lc. 12:48).
Por otra parte, los que llegan a la fe reciben de Dios el don del perdón por imputación; es decir, en sus cuentas se acredita la satisfacción de la ira de Dios que Cristo alcanzó con su muerte en la cruz. Cristo recibió la ira para que yo recibiera la misericordia.
Cada respuesta a la predicación del Evangelio tiene su propia consecuencia: la respuesta de fe tiene como resultado la vida y la respuesta de incredulidad tiene como resultado la muerte eterna. Como leemos en Juan 3:16, «todo aquel que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna». La Palabra del Señor nunca vuelve vacía. La predicación de la Palabra de Dios exige una respuesta: un sí o un no; ambas son respuestas. La Palabra de Dios siempre cumple lo que Dios se propone. Debemos atrevernos a ver tanto la fe como el rechazo como frutos de la predicación de la Palabra.
Artículo 5
La causa de la incredulidad, fuente de la fe
El artículo 4 confiesa que uno responde a la predicación con aceptación y fe, y otro responde con rechazo e incredulidad. ¿Cuáles son las causas de la incredulidad y de la fe?
1) La causa de la incredulidad
La Biblia enseña que la persona que responde con incredulidad sólo puede culparse a sí misma. La causa de la incredulidad es el yo. Yo caí en el pecado. Aunque Dios me hizo capaz de escuchar Su Palabra y capaz de responder a ella con fe, yo me hice incapaz de hacerlo. Como confesamos en el Día del Señor 4, «Dios (no es) injusto al exigir en Su ley lo que el hombre no puede hacer… pues Dios creó al hombre de tal manera que éste era capaz de hacerlo. Pero el hombre, instigado por el demonio, en deliberada desobediencia se privó a sí mismo y a toda su descendencia de estos dones». Si respondo a la predicación con incredulidad, es cosa mía. No puedo culpar a otra persona, ni puedo culpar a Dios; sólo puedo culparme a mí mismo.
La Escritura es clara con respecto a la falta de voluntad del hombre para creer:
Isaías 30:9
«Porque este pueblo es rebelde, hijos mentirosos, hijos que no quisieron oír la ley de Jehová». Aquí no leemos de un pueblo que no oirá (en el futuro), sino más bien, de un pueblo que no va a oír, es decir, no quiere oír. La incredulidad no es otra cosa que no querer escuchar. Isaías continúa diciendo en el versículo 15: «Porque así dijo Jehová el Señor, el Santo de Israel: En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza. Y no quisisteis». De nuevo, es una cuestión de falta de voluntad. La incredulidad no puede atribuirse a que la Palabra no sea clara o a circunstancias políticas o domésticas particulares. No, la responsabilidad de creer recae en cada individuo.
Lucas 13:34
«¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!»
Juan 5:39-40
Dijo Jesús a los judíos: «Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí, y no queréis venir a mí para que tengáis vida». No era que el Espíritu Santo no obrara, sino que los judíos no estaban dispuestos a creer. Fue la propia responsabilidad de los judíos que no creyeran.
Lo que estos pasajes de las Escrituras nos señalan es lo siguiente: la negativa de cualquiera a creer es su propia culpa. Independientemente de las circunstancias personales de cada uno, la decisión de no creer es siempre una falta de voluntad de creer. La incredulidad no es una cuestión de «no puedo creer», sino de «no quiero creer».
En consecuencia, puede resultar difícil entender que en Éxodo 11:10 leamos que Dios endureció el corazón del faraón. En Romanos 9:18 leemos «… de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece». ¿Quién tuvo entonces la culpa del endurecimiento del corazón del Faraón? ¿Dios o el Faraón? Sabemos que Dios castigó al faraón. Sin embargo, la culpa sigue siendo sólo del Faraón. Él (como todos nosotros) cayó en el pecado, y por eso solo quiso hacer el mal. Posiblemente se podría decir que Dios dio rienda suelta a la maldad en el corazón del Faraón, de modo que el Faraón se resistió a los impulsos de Dios de dejar marchar a su pueblo. Sea como fuere, en última instancia no podemos entender la tensión entre la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre. Es algo a lo que sólo podemos decir «Amén».
2) El origen de la fe
El mérito de la fe no reside en uno mismo, sino en Dios. En Efesios 2:1,4 y 5 se describe a los efesios y a la raza humana en su totalidad como muertos como resultado de la caída del hombre en el pecado. «Y os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados. … Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados…» Pablo continúa escribiendo sobre lo extraordinario que Dios hizo por las personas que estaban muertas, a saber, «… nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia habéis sido salvados)». Pablo lo repite en el versículo 8: «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios». Por lo tanto, cuando escucho la predicación de la Palabra de Dios y vengo a la fe, es justo que me ponga de rodillas y agradezca a Dios por este gran regalo. Él obra la fe. La causa de la incredulidad está en uno mismo, pero la fuente de la fe es Dios. Todo el mérito de mi fe es sólo del Señor.
Conclusión
El artículo 1 pinta un cuadro sombrío de mí mismo y de toda la raza humana. Después de hacer esta confesión (frente al concepto positivo del hombre de los arminianos), nuestros padres llamaron la atención sobre Dios. Dios vino a nosotros, buscando salvarnos, incluso cuando no queríamos a Dios. Para que pudiéramos salvarnos, Dios envió a Su Hijo (Artículo 2), y envía predicadores para proclamar Su Evangelio de salvación (Artículo 3). Hay una doble respuesta a esta predicación, la incredulidad o la fe (Artículo 4). Mientras que la incredulidad es causada únicamente por la falta de voluntad del hombre para creer (aquí está de nuevo la depravación del Artículo 1), la fuente de la fe es el don gratuito y misericordioso de Dios a Sus elegidos (Artículo 5). En los artículos 2-5 se hace hincapié en lo que Dios está haciendo. Tal énfasis no es meramente característico del pensamiento reformado, sino que es fundamental para él; el centro de atención tiene que estar en Dios. Puesto que la salvación y el medio por el que se obtiene, es decir, la fe, son dones gratuitos de Dios (a personas que cayeron en pecado por desobediencia deliberada), toda alabanza debe dirigirse a Él.
Además, saber que Dios se ocupa da una gran sensación de seguridad. En el Salmo 138:8 leo que el Señor lleva a término la obra que ha comenzado en mí. «Jehová cumplirá su propósito en mí». Dios está ocupándose de mi vida. Dios me envía la predicación de Su Palabra porque está completando la obra de salvación que ha comenzado en mí. La salvación comienza con Dios. Él envió a Su Hijo. La salvación también continúa con Dios: Él envía a los predicadores y así obra la fe en mí. Dios también obra mi perseverancia en la fe y mi glorificación final. ¡Alabado sea Dios!
Los cinco artículos de los remonstrantes[1]
Artículo 1
Creemos que Dios, por un decreto eterno e inmutable, ha determinado en Jesucristo su Hijo, antes de la fundación del mundo, salvar de la raza humana caída a los que en Cristo, por Cristo y mediante Cristo, crean en su Hijo Jesucristo por la gracia del Espíritu Santo y perseveren en esta fe y obediencia de fe hasta el fin; y por otro lado dejar a los incorregibles e incrédulos en pecado y bajo la ira y condenarlos (a ellos) como ajenos a Cristo, de acuerdo con la palabra del Santo Evangelio en Juan 3:36, «El que cree en el Hijo tiene vida eterna, y el que se rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él» y también otros pasajes de las Escrituras.
Artículo 2
Creemos que, de acuerdo con esto, Jesucristo, el Salvador del mundo, murió por todos los hombres y para todos los hombres, de modo que mereció la reconciliación y el perdón de los pecados para todos mediante la muerte de cruz; sin embargo, de modo que nadie goza realmente del perdón de los pecados excepto el creyente, también según la palabra del Evangelio de Juan 3:16, «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, más tenga vida eterna». Y en la primera epístola de Juan 2,2: «Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo».
Artículo 3
Creemos que el hombre no tiene fe salvadora por sí mismo ni por el poder de su propia voluntad, ya que, en el estado de apostasía y pecado, no puede por sí mismo pensar, querer ni hacer ningún bien que sea verdaderamente bueno (como es especialmente la fe salvadora); sino que es necesario que sea regenerado por Dios, en Cristo, por medio de su Espíritu Santo, y renovado en el entendimiento, los afectos y la voluntad, y en todas las facultades, para que pueda entender rectamente, meditar, querer y realizar lo que es verdaderamente bueno, según la palabra de Cristo en Juan 15:5: «…Separados de mí nada podéis hacer».
Artículo 4
Creemos que esta gracia de Dios es el comienzo, la progresión y la consumación de todo bien, también, en cuanto que el hombre regenerado no puede, aparte de esta gracia preveniente o que le ayuda a despertar, consecuente y cooperadora, pensar, querer o hacer el bien o resistir cualquier tentación al mal, de modo que todas las obras o actividades buenas que puedan concebirse deben atribuirse a la gracia de Dios en Cristo. Pero en cuanto al modo de esta gracia, no es irresistible, puesto que está escrito acerca de muchos que resistieron al Espíritu Santo, en Hechos 7 y en otros muchos lugares.
Artículo 5
Creemos que los que se incorporan a Jesucristo y, por tanto, se hacen partícipes de su Espíritu vivificador, tienen abundantes fuerzas para luchar contra Satanás, el pecado, el mundo y su propia carne, y obtener la victoria; bien entendido (que esto es) mediante la asistencia de la gracia del Espíritu Santo, y que Jesucristo los asiste por medio de su Espíritu en todas las tentaciones, les tiende la mano, y ―si tan sólo están preparados para la guerra y desean su ayuda y no son negligentes― los mantiene en pie, de modo que por ninguna astucia o poder de Satanás pueden ser extraviados o arrancados de las manos de Cristo, según la palabra de Cristo, Juan 10, «nadie las arrebatará de mis manos».
Pero si pueden, por negligencia, apartarse del primer principio de su vida en Cristo, abrazar de nuevo el mundo presente, apartarse de la doctrina pura que una vez les fue dada, perder la buena conciencia y descuidar la gracia, debe determinarse primero más cuidadosamente en las Sagradas Escrituras antes de que podamos enseñar esto con la plena persuasión de nuestro corazón.
[1] Los Remonstrantes son los seguidores de Arminio