LOS FUNDAMENTOS DEL SABBAT EN LA PALABRA DE DIOS
Autor: B.B. Warfield
Traductor: Valentín Alpuche
Debo hablarles hoy, no de la utilidad o de la bienaventuranza del Sabbat, sino de su obligación. Y debo hablarles de su obligación, no como esa obligación surge naturalmente de su utilidad o bienaventuranza, sino como es inmediatamente impuesta por Dios en su Palabra. Ustedes naturalmente meditan en el gozo del Sabbat. Este es el día de alegría y triunfo, en que el Señor rompió los lazos de la tumba, destruyendo la muerte y sacando a la luz la vida y la inmortalidad. Y naturalmente reflexionan en el valor del Sabbat. Este es el día en que el cuerpo cansado descansa de su trabajo asignado; en el que el espíritu desgastado encuentra oportunidad para recuperarse; un oasis en el desierto de las preocupaciones terrenales, cuando podemos escapar por un momento del trabajo de la rutina de la vida cotidiana y, con gusto, refrescar nuestras almas en Dios. Debo llamar su atención –aunque puede parecer algo brusco– a la contemplación del deber del Sabbat; y pedirles que reflexionen por un momento en la importante noción de autoridad. No admito que, al hacerlo, les esté pidiendo que dejen de pensar. Más bien, me concibo a mí mismo invitándoles a elevar sus pensamientos; elevarlos hasta la cima más alta. Después de todo lo dicho, no hay palabra más grande que el “deber”. Y no hay razón más alta para guardar el Sabbat que la de que debemos guardarlo; Dios el Señor nos manda guardarlo de acuerdo con su mandato.
Sin embargo, puede requerir un poco de esfuerzo desviar nuestros pensamientos, aunque sea por un momento, de la utilidad del Sabbat y fijarlos en su mera obligación. Desde que Proudhon enseñó al mundo el valor natural del Sabbat, su origen sobrenatural y su sanción han pasado desapercibidos en muchos círculos. Por ser de mucha utilidad para el hombre, puede parecer tan obvio que se le considere como el día del hombre al grado que podemos olvidar fácilmente que durante dos mil años fue el día del Señor antes de que se descubriera que ya era el día del hombre; y, yendo más allá de los dos mil años, podemos remontarnos hasta la creación del mundo para considerarlo como el día del Señor. El sábado está indudablemente arraigado en la naturaleza; en nuestra naturaleza humana y en la naturaleza del universo creado.
El trabajo ininterrumpido no es bueno para nosotros; la recurrencia de un día de descanso es ventajosa para nosotros, física, mental y espiritualmente. Pero si nos hubieran dejado descubrir esto por nosotros mismos, probablemente deberíamos haberlo esperado mucho tiempo. Ciertamente, Proudhon lo aprendió tardíamente de la observación, no de la naturaleza pura, sino del reposo sabático ordenado por Dios. Se nos dice con la más alta autoridad que “el día de reposo fue hecho para el hombre”. El hombre lo necesita. Bendice su vida. Pero el hombre aparentemente nunca lo habría tenido, si no hubiera sido “hecho” para él; hecho para él por aquel que desde el principio del mundo ha conocido todas sus obras, y, conociendo al hombre, ha hecho para él desde el principio del mundo el día de descanso que necesita. El que no necesitaba descanso, en la grandeza de su condescendencia, descansaba del trabajo que había hecho creativamente, para que con su ejemplo pudiera atraer al hombre a su descanso necesario.
El sábado, entonces, no es una invención del hombre, sino una creación de Dios. “Este es el día que hizo Jehová” (Salmo 118:24) —un versículo que más que cualquiera en el Salterio ha tenido una historia gloriosa— no se refiere al Sabbat; pero no es extraño que se le haya aplicado con tanta frecuencia que haya terminado convirtiéndose en labios del pueblo de Dios en una de sus designaciones fijas. Es Jehová quien hizo el Sabbat; aunque para el hombre, el Sabbat no es del hombre, sino que ha venido al hombre como un regalo de Dios mismo. Y, como Dios lo ha hecho, también lo ha preservado, como ha preservado todo lo demás que ha hecho, bajo su propio control. No está en el poder de ningún hombre deshacer el sábado, o rehacerlo desviándolo de, o, como podríamos esperar ingenuamente, ajustarlo mejor para su función divinamente designada. Lo que Dios ha hecho, Él mismo se asegurará que permanezca. En efecto, esto nos lo dice nuestro Salvador en ese mismo dicho al que ya hemos aludido. Porque, inmediatamente después de declarar que “el día de reposo fue hecho para el hombre” —con la implicación abierta, por supuesto, de que fue por Dios que fue hecho para el hombre— procede a vindicarse para sí mismo toda autoridad sobre él. “Por tanto”, añade, “el Hijo del Hombre es Señor aun del día de reposo” (Marcos 2:28).
La pequeña palabra “aun” no debe pasar desapercibida en esta declaración. “El Hijo del Hombre es Señor aun del día de reposo”, o tal vez podríamos traducirlo “también” o “asimismo” —el Hijo del Hombre es Señor también del día de reposo”, “asimismo del día de reposo”. En el primer caso, lo que se sugiere es la nobleza del señorío que consiste en que es Señor aun del Sabbat; en este último, lo que se insinúa es la amplitud del señorío que nuestro Señor afirma para sí mismo. Sin embargo, ambos elementos importantes están presentes en los dos casos. El énfasis en cualquier caso recae en la grandeza de la autoridad reclamada por nuestro Señor cuando declaró su señorío sobre el Sabbat, y el término “Señor” está en el original colocado al principio de la oración, para que pueda recibir todo el énfasis. Nuestro Señor vindica este gran dominio para sí mismo como el Hijo del Hombre, ese ser celestial, a quien Daniel vio venir con las nubes del cielo para establecer en la tierra el reino eterno de Dios (Daniel 7:13). Porque el Sabbat fue hecho para el hombre, Él, el Hijo del Hombre —a quien se ha dado dominio y gloria, y un reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas sirvan al que reina por derecho sobre el hombre y todas las cosas que conciernen al hombre— es Señor también del día de reposo. Obviamente, hay dos lados de la declaración. El Sabbat, por un lado, es el día del Señor. Le pertenece. Él es el Señor de él; Él es dueño de él ya que eso es lo que significa “Señor”. Puede hacer con él lo que quiera; abolirlo si así lo desea, aunque abolirlo en la medida de lo posible en que lo sugiere el pasaje; regularlo, adaptarlo a las circunstancias cambiantes de la vida humana para cuyo beneficio fue hecho. Por otro lado, precisamente porque es el día del Señor, no es el día de nadie más. No es el día del hombre; no está en el poder del hombre. Decir que el Hijo del Hombre es Señor del Sabbat es retirarlo del control de los hombres. Es reservar para el Hijo del Hombre toda autoridad sobre él. No es el hombre, sino el Hijo del Hombre quien es Señor del Sabbat.
Cuando queremos recordarnos los fundamentos del Sabbat en la Palabra de Dios, naturalmente vamos primero al Decálogo. Allí leemos el mandamiento fundamental que subyace al Sabbat del cual nuestro Señor afirmó ser el Señor, y de la autoridad divina y la validez continua que Él reconoció y reafirmó cuando se anunció Señor del Sabbat establecido por dicho mandamiento. Los Diez Mandamientos fueron, por supuesto, dados a Israel; y están redactados en un lenguaje que solo podría dirigirse a Israel. Son introducidos por un prefacio adaptado y sin duda diseñado para darles entrada en los corazones precisamente del pueblo israelita, como las ordenanzas domésticas de su propio Dios, el Dios a quien debían su liberación de la esclavitud y su establecimiento como pueblo libre: “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre” (Éxodo 20:2). Esta forma íntima de dirigirse a Israel nunca se pierde a lo largo de todo el documento. En todas partes solo tiene a Israel en mente, y en cada parte de él está estrechamente adaptado a las circunstancias especiales de la vida de Israel. Por lo tanto, podemos leer de sus textos muchos hechos sobre Israel. Podemos aprender de ello, por ejemplo, que Israel era un pueblo en el que existía la institución de la esclavitud; cuyos principales animales domésticos eran bueyes y asnos, ya no digamos, caballos y camellos; cuyas prácticas religiosas incluían ritos sacrificiales; y que estaba a punto de entrar en una tierra prometida, dada por el Señor para su posesión. Podemos aprender de él también que Israel era un pueblo donde ya se conocía el Sabbat, y que no necesitaba ser informado, sino sólo que se le recordara: “Acuérdate del día de reposo…” Nada puede ser más claro, entonces, que el hecho de que los Diez Mandamientos están definitivamente dirigidos al pueblo israelita y declaran los deberes que les incumben peculiarmente.
A menos que quede muy claro que estos deberes declarados como peculiarmente incumbentes al pueblo israelita, no pueden considerarse como deberes peculiares de ese pueblo. Samuel R. Driver describe los Diez Mandamientos como “un resumen conciso pero completo de los deberes del israelita hacia Dios y el hombre…” Parece que esta es una descripción muy justa de ellos. Están dirigidos a los israelitas. Le dan un resumen conciso pero completo de sus deberes para con Dios y el hombre. Pero el israelita también es un hombre. Y no debería sorprendernos descubrir que los deberes del israelita hacia Dios y el hombre, cuando se establecen sumariamente, son solo los deberes fundamentales que todo ser humano debe a Dios y al hombre, ya sea griego o judío, circuncisión o incircuncisión, bárbaro, escita, esclavo o libre. Tal es, en cualquier caso, de hecho, el punto central. No hay ningún deber impuesto al israelita en los Diez Mandamientos que no incumba por igual a todos los hombres, en todas partes. Estos mandamientos no son más que la publicación positiva a Israel de los deberes humanos universales, la moralidad común de la humanidad.
No era meramente natural, sino inevitable, que en esta proclamación positiva de los deberes humanos universales para con un pueblo particular, se diera una forma especial a su enunciación adaptándolos específicamente a este pueblo particular en sus circunstancias peculiares; y era eminentemente deseable que fueran redactados de tal manera y tan recomendados como para que estuviesen listos para ser entendidos por la mente de este pueblo en particular y llevarlos a ejercer un poderoso impacto sobre su corazón. Este elemento de particularidad incrustado en el modo de su proclamación, sin embargo, no tiende a quitarles a estos mandamientos su obligación intrínseca y universal. Solo los reviste con un atractivo especial para aquellos a quienes se dirige inmediatamente esta proclamación particular de ellos. Es por igual el deber de todos los hombres no asesinar, no cometer adulterio, no robar, no dar falso testimonio, no codiciar la posesión de un prójimo, que al israelita también se le ordena no hacer estas cosas, y se le insta a que se aleje ellas por la conmovedora súplica de que debe una obediencia peculiar a un Dios que lo ha tratado con gracia distintiva.
Y es el deber de todos los hombres adorar solamente al único Dios verdadero, y a Él solo con una adoración espiritual; no profanar su nombre ni negarle el tiempo necesario para su servicio, ni negarse a reverenciarlo en sus representantes, que estos deberes están impresos especialmente en el corazón del israelita por la gran declaración de que este Dios se ha mostrado a sí mismo de una manera peculiar como su Dios. La presencia del mandamiento del Sabbat en medio de esta serie de deberes humanos fundamentales, seleccionados para formar el núcleo compacto de la moralidad positiva divinamente requerida del pueblo peculiar de Dios, es más bien su recomendación a todos los pueblos de todos los tiempos como un elemento esencial de la buena conducta humana primaria.
Es claramente este punto de vista del asunto que fue adoptado por nuestro Señor. Qué creía Jesús de los Diez Mandamientos lo podemos aprender fácilmente de su trato con el joven rico que vino a él exigiendo: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” “Los mandamientos sabes“, respondió nuestro Señor; “Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mateo 19:17). Nada nuevo es sugerido por nuestro Señor, sino solo los mismos viejos mandamientos que Jehová le había dado a Israel en las Diez Palabras. “Los mandamientos sabes”, dice Él; “los mandamientos”. Son los mandamientos bien conocidos que todos en Israel conocían bien. “No tengo nada más que decirte excepto lo que ya sabes…” así es como uno de los comentaristas modernos (Johannes Weiss) parafrasea la respuesta de nuestro Señor; “El que quiera ser digno del reino de Dios, debe guardar los mandamientos antiguos de Dios”. Y para que no se cometiera ningún error en cuanto a su significado, nuestro Señor continúa enumerando un número suficiente de los Diez Mandamientos para dejar en claro, incluso a un malentendido persistente, qué mandamientos tenía en mente. “No matarás”, especifica, “no robarás, no darás falso testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre”, y agrega, resumiendo lo que ya había dicho: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. De ninguna manera considera Jesús que los Diez Mandamientos eran de obligación local y temporal de modo que los trata como la ley del reino universal y eterno que vino a establecer.
Tampoco nos ha dejado inferir esto simplemente al tratarlos en casos como este del joven rico. Nos dice explícitamente que su misión con respecto a la ley no era abrogarla, sino “cumplirla”, es decir, “completarla”, llenarla, desarrollarla hasta su pleno alcance y poder. La ley, declara Él, de la manera más solemne, no es susceptible de ser eliminada, sino que nunca dejará de ser autoritativa y obligatoria. “Porque de cierto os digo”, dice, empleando por primera vez en el registro de sus dichos que han llegado hasta nosotros, esta fórmula de solemne aseveración: “De cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido”. Mientras el tiempo perdure, la ley perdurará en plena validez, hasta sus más mínimos detalles. La frase final de esta declaración, traducida en nuestra Versión Revisada “hasta que todo se haya cumplido”, y quizás aún más engañosamente en la Versión Autorizada, “hasta que todo se cumpla”, no es una mera repetición de “hasta que pasen el cielo y la tierra “, sino que significa, en resumen, “hasta que se haga todo lo que la ley requiere, hasta que ningún elemento de la ley quede sin observar”. Mientras el mundo permanezca en pie, no pasará ni un ápice de la ley hasta que se cumpla todo lo que prescribe. La ley no existe para ser quebrantada o abrogada, sino para ser obedecida; no para ser “deshecha” [undone], para emplear una vieja frase en inglés, sino para ser “hecha” [done]. Debe ser obedecida, y será obedecida, hasta el último detalle; y, por lo tanto, en ningún detalle puede dejarse de lado o descuidarse sin ningún percance. “La idea es”, señala H. A. W. Meyer con razón, que “la ley no perderá su obligación vinculante, la cual alcanza la realización final de todas sus prescripciones, mientras el cielo y la tierra permanezcan”.
Ahora bien, la ley de la cual nuestro Señor hace esta fuerte afirmación de su validez siempre permanente incluye, como una de sus partes constituyentes prominentes, precisamente los Diez Mandamientos. Porque, a medida que procede a ilustrar sus declaraciones a partir de ejemplos en cuestión, mostrando cómo se completa la ley, completada por Él, comienza aduciendo instancias de los Diez Mandamientos; “No matarás”; “No cometerás adulterio”. Es con los Diez Mandamientos claramente en su mente, por lo tanto, que declara que ninguna jota o tilde de la ley pasará jamás, sino que todo debe cumplirse.
Tal el Maestro, tal el discípulo. Hay un pasaje iluminador en la Epístola de Santiago, en el que la ley es tan publicitada que pone un fuerte énfasis en su unidad y su carácter vinculante en cada precepto de ella. “Porque cualquiera que guardare toda la ley”, leemos, “pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos”. “La ley es un todo”, comenta J. E. B. Mayor; “es la revelación de la voluntad de Dios; el desprecio a un solo punto es desprecio al Dador de la Ley, es desobediencia a Dios, y un espíritu de desobediencia quebranta la ley en su conjunto”. Si entonces, en efecto guardamos la ley en general, pero fallamos en un precepto, hemos quebrantado, no solo ese precepto, sino toda la ley de la cual ese precepto es una parte. Aunque también podríamos decir que, si hemos roto el mango o la orilla o el pedestal de algún jarrón hermoso, no hemos roto el jarrón sino solo el mango o la orilla o el pedestal del mismo, es similar a decir que no hemos quebrantado la ley cuando hemos roto uno solo de sus preceptos. Ahora, el asunto de especial interés para nosotros es que Santiago ilustra esta doctrina de los Diez Mandamientos. Es el mismo Dios, declara, que ha dicho: No cometerás adulterio, y no matarás. Si no cometemos adulterio, pero matamos, somos transgresores de la santa voluntad de este Dios, expresada en todos los preceptos y no sólo en uno. Es obvio que Santiago podría haber tomado cualquier otro de los preceptos del Decálogo para ilustrar su punto: el Cuarto, así como el Sexto o el Séptimo. El Decálogo evidentemente reside en su mente como un conveniente resumen del deber fundamental; y dice en efecto que es vinculante para todos nosotros, en todos sus preceptos por igual, porque todos ellos son de Dios y publican su santa voluntad.
Una alusión igualmente instructiva al Decálogo la encontramos en la carta de Pablo a los Romanos. Pablo está pensando en uno de sus temas favoritos: el amor como el cumplimiento de la ley. “El que ama a su prójimo”, dice, “ha cumplido la ley” (Romanos 13:8). Porque, todos los preceptos de la ley —él piensa aquí sólo en nuestros deberes para con nuestros semejantes— se resumen en el único mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Para ilustrar esta proposición enumera algunos de los preceptos relevantes. Se toman de la segunda tabla del Decálogo: “No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás”. Claramente, los Diez Mandamientos están en la mente de Pablo como un resumen de los principios fundamentales de la moralidad esencial, y son, como tales, de validez eterna. Cuando declara que el amor es el cumplimiento de estos preceptos, no quiere decir, por supuesto, que el amor los reemplace, para que podamos contentarnos con amar a nuestro prójimo y no preocuparnos en absoluto por los detalles de nuestra conducta hacia él. Lo que quiere decir es exactamente lo contrario de esto: que el que ama a su prójimo tiene dentro de sí un manantial de conducta correcta hacia su prójimo, que lo hará solícito para cumplir con todos sus deberes para con él. El amor no abroga, sino que cumple la ley.
Pablo no fue el creador de este punto de vista de la relación del amor con la ley. De su Maestro antes que él leemos; “Y Jesús dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas”. Es decir, todos los preceptos de la ley no son más que el desarrollo en detalle, en forma de obligaciones anunciadas, de las obras naturales del amor hacia Dios y al hombre. Las dos tablas del Decálogo están claramente en mente como se resume respectivamente en estos dos grandes mandamientos. Y el significado no es, una vez más, que el amor a Dios y al hombre supere los deberes enumerados en estas dos tablas, sino que insta predominantemente a su cumplimiento puntual y completo. Como amar a nuestros semejantes no cumple con todo nuestro deber para con ellos al grado que, amándolos, seamos libres de robarles y asesinarlos; así también amar a Dios no cumple con todo nuestro deber para con Él al grado que, amándolo, seamos libres de insultar su nombre o negarle el tiempo necesario para su servicio. El amor, una vez más, no significa la abrogación, sino el cumplimiento de la ley.
No es necesario multiplicar ejemplos. Nada podría ser más claro que los Diez Mandamientos son tratados por nuestro Señor y los escritores del Nuevo Testamento como la encarnación —en una forma adecuada para encomendarlos a Israel— de los elementos fundamentales de la moralidad esencial, autoritativos para todos los tiempos y válidos en todas las circunstancias de la vida. Todas las referencias hechas a ellos tienen como tendencia, no a desacreditarlos, sino a limpiarlos de las oscuras acumulaciones de años de tradición más o menos incomprensible y no espiritual, y penetrando hasta su núcleo, sacar a la luz su contenido ético más puro. Observe cómo nuestro Señor trata con los dos mandamientos, “no matarás, no cometerás adulterio”, en el pasaje cerca del comienzo del Sermón del Monte, al que ya hemos tenido ocasión de aludir. Todo lo externo y mecánico en la aplicación habitual de estos mandamientos es descartado de inmediato; el principio moral central es establecido con firmeza; y este principio moral central se desarrolla sin vacilación en sus manifestaciones más extremas.
El asesinato, por ejemplo, se descubre en principio ya en la ira; y no sólo en la ira, sino incluso en el lenguaje ofensivo. El adulterio se descubre en los impulsos vagabundos de la mente y los sentidos; y en cualquier enfoque que trate con ligereza el vínculo matrimonial. No se trata aquí de abrogar estos mandamientos, o de limitar su aplicación. Se podría decir más bien que sus aplicaciones están inmensamente extendidas, aunque “extendido” no es exactamente la palabra correcta; sino más bien, profundizadas. Parecen de alguna manera enriquecidos y ennoblecidos en las manos de nuestro Señor, hechos más valiosos y fecundos, aumentados en belleza y esplendor. Realmente no les ha pasado nada. Pero nuestros ojos se han abierto para verlos como son, preceptos puramente éticos, declarando deberes fundamentales y declarándolos con esa pureza absoluta que cubre todo el terreno.
No tenemos un comentario formal de los labios de nuestro Señor sobre el cuarto mandamiento. Pero tenemos el comentario de su vida; y eso es muy esclarecedor y con el mismo efecto de profundización y ennoblecimiento. No había ningún mandamiento que hubiera sido más revestido en la práctica judía posterior con incrustaciones mecánicas. Nuestro Señor se vio obligado, en el mero proceso de vivir, a abrirse camino a través de estas, y a descubrir a la vista del hombre cada vez más claramente la verdadera ley del Sabbat, ese Sabbat que fue ordenado por Dios, y del cual Él, el Hijo del Hombre, es el Señor. Así, nos ha dejado con una serie de declaraciones nítidas, invocadas a medida que surgía la ocasión, cuyo efecto en su totalidad es darnos un comentario sobre este mandamiento totalmente similar en carácter a las exposiciones más formales de los mandamientos sexto y séptimo. Entre estos, uno como este se destaca con gran énfasis: “Es lícito hacer el bien en el día de reposo”. Y esto nos llevará naturalmente a este amplio anuncio: “Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo” (Juan 5:17). Obviamente, el Sabbat, en opinión de nuestro Señor, no era un día de pura ociosidad; la inactividad no era su marca. La inactividad no era la marca del Sabbat de Dios, cuando descansaba de las obras que hacía creativamente. Hasta este mismo momento ha estado trabajando continuamente; e, imitándolo, nuestro Sabbat también debe estar lleno de trabajo. Dios descansó, no porque estuviera cansado o necesitara un descanso de sus labores; sino porque había completado la tarea que se había propuesto a sí mismo (hablamos como hombre) y la había completado bien. “Y terminó Dios su obra que había hecho”; “ Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Génesis 1:31). Ahora estaba listo para dedicarse a otro trabajo. Y nosotros, como Él, debemos hacer nuestro trabajo asignado: “Seis días trabajarás y harás toda tu obra”, y luego, dejándolo a un lado, nos dedicamos a otra obra. No es el trabajo como tal, sino nuestro propio trabajo, del cual debemos cesar en el Sabbat. “Seis días trabajarás y harás toda tu obra”, dice el mandamiento; o, como dice Isaías; “ Si retrajeres del día de reposotu pie” (es decir, de pisotearlo) “de hacer tu voluntad en mi día santo” (esa es la forma en que lo pisoteamos); y “lo llamares delicia, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no andando en tus propios caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus propias palabras, entonces te deleitarás en Jehová; y yo te haré subir sobre las alturas de la tierra, y te daré a comer la heredad de Jacob tu padre; porque la boca de Jehová lo ha hablado” (Isaías 58:13-14).
En una palabra, el Sabbat es el día del Señor, no el nuestro; y en él se ha de hacer la obra del Señor, no la nuestra; y ese es nuestro “descanso”. Como dijo el obispo Westcott, comentando el dicho del Señor que está en este momento en nuestra mente, tal vez no con perfecta exactitud sino con una verdad sustancial: “El verdadero descanso del hombre no es un descanso del trabajo humano y terrenal, sino un descanso para el trabajo celestial divino”. El descanso no es la verdadera esencia del Sabbat, ni el fin de su institución; es el medio para un fin ulterior, que constituye el verdadero “descanso” del Sabbat. Debemos descansar de nuestras propias cosas para entregarnos a las cosas de Dios.
Entonces vemos que el Sabbat salió de las manos de Cristo sin ser despojado de nada de su autoridad ni despojado de nada de su gloria, sino más bien mejorado tanto en autoridad como en gloria. Al igual que los otros mandamientos, fue limpiado de todo lo que era local o temporal en las modalidades en que hasta entonces había sido encomendado al pueblo de Dios en su aislamiento como nación, y se destacó en su contenido ético universal. Entre los cambios en su forma externa que sufrió fue así un cambio en el día de su observancia. Por lo tanto, no se hizo ningún daño al Sabbat como fue encomendado a los judíos; más bien se le agregó una nueva grandeza. También el Señor, siguiendo el ejemplo de su Padre, cuando terminó la obra que se le había encomendado, descansó en el Sabbat en la paz de su tumba. Pero aún tenía trabajo que hacer, y, cuando amaneció el primer día de la nueva semana, que era el primer día de una nueva era, la era de la salvación, se levantó del reposo del sepulcro e hizo nuevas todas las cosas. Como C. F. Keil lo expresa bellamente: “Cristo es Señor del Sabbat, y después de completar su obra, también descansó en el día de reposo. Pero resucitó nuevamente en el Sabbat; y a través de su resurrección, que es la prenda al mundo del fruto de su obra redentora, hizo de este día el Día del Señor para su Iglesia, para ser observado por ella hasta que el Capitán de su salvación regrese, y habiendo terminado el juicio sobre todos sus enemigos hasta el final, la conducirá al resto de ese Sabbat eterno que Dios preparó para toda la creación a través de su propio descanso después de la finalización del cielo y la tierra”. Cristo llevó el Sabbat a la tumba con Él y sacó el día del Señor de la tumba con Él en la mañana de la resurrección.
Es bastante cierto que no tenemos registro de un mandamiento de nuestro Señor que requiera un cambio en el día de la observancia del Sabbat. Ninguno de los apóstoles a quienes encomendó la tarea de fundar su Iglesia nos ha dado tal mandamiento. Sin embargo, por sus acciones, tanto nuestro Señor como sus apóstoles parecen recomendarnos el primer día de la semana como el Sabbat cristiano. No es simplemente que nuestro Señor resucitó de entre los muertos en ese día. Un cierto énfasis parece estar puesto precisamente en el hecho de que fue el primer día de la semana que se levantó. Esto es cierto para todos los relatos de su resurrección; Lucas, por ejemplo, después de decirnos que Jesús resucitó “el primer día de la semana”, al agregar el relato de su aparición a los dos discípulos que viajaban a Emaús, arroja lo que casi parece ser un énfasis superfluo sobre eso que también sucedió “en ese mismo día” (lucas 24:13). Es en el relato de Juan, sin embargo, que este énfasis es más notable. “El primer día de la semana”, nos dice, “María Magdalena fue de mañana, siendo aún oscuro” (Juan 20:1), para encontrar la tumba vacía. Y luego, un poco más tarde: “Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana” (Juan 20:19), Jesús se mostró a sus seguidores reunidos. La definición del tiempo aquí, comenta naturalmente el comentarista, es “singularmente completa y enfática”. Y esto no es todo. Después de indicar así que fue precisamente en la tarde del primer día de la semana que Jesús se mostró por primera vez a sus discípulos reunidos, Juan procede igualmente a definir el tiempo de su próxima presentación a ellos como “Ocho días después” (Juan 20:26); es decir, fue en el siguiente primer día de la semana que “estaban otra vez sus discípulos dentro” (Juan 20:26) y Jesús se manifestó a ellos.
Es fuerte la apariencia de que nuestro Señor, habiendo llenado el día de su resurrección con manifestaciones, desapareció durante toda una semana para aparecer de nuevo sólo en el Sabbat siguiente. George Zabriskie Gray parece justificado, por lo tanto, al sugerir que el efecto completo de la sanción de nuestro Señor del primer día de la semana como el día señalado de su reunión con sus discípulos puede apreciarse adecuadamente solo considerando junto con sus manifestaciones también sus desapariciones. “Durante seis días enteros entre el día de la resurrección y su octavo estuvo ausente”. “¿Es posible exagerar el efecto de este espacio en blanco del tiempo, al fijar y definir las impresiones recibidas a través de sus visitas?”
No sabemos lo que sucedió en los Sabbats posteriores: hubo cuatro de ellos antes de la ascensión. Pero hay una apariencia al menos de que el primer día de la semana se estaba convirtiendo bajo esta sanción directa del Señor resucitado en el día señalado de las asambleas cristianas. Que los cristianos fueron impulsados temprano a separarse de los judíos (observe Hechos 19:9) y pronto establecieron tiempos regulares de “reunión”, lo sabemos por una exhortación en la Epístola a los Hebreos. Un indicio de Pablo sugiere que su día ordinario de asamblea era el primer día de la semana (1 Corintios 16:2). Está claro en un pasaje de Hechos 20:7 que la costumbre de “reunirse para partir el pan” “el primer día de la semana” estaba tan fijada en medio del período de la actividad misionera de Pablo que, aunque apresuradamente, se sintió obligado a permanecer una semana entera en Troas para poder reunirse con los hermanos ese día. Es solo el comentario natural que se puede hacer cuando Friedrich Blass comenta: “Parecería, entonces, que ese día ya estaba apartado para las asambleas de los cristianos”. Aprendemos de una referencia de paso en el Apocalipsis (1:10) que la designación “el Día del Señor” ya se había establecido en el uso cristiano. “La celebración del día del Señor, el día de la resurrección”, comenta Johannes Weiss, “ya es habitual en las iglesias de Asia Menor”. Con tales sugerencias como apoyo, no podemos extrañarnos de que la iglesia salga de la era Apostólica con el primer día de la semana firmemente establecido como su día de observancia religiosa. Tampoco podemos dudar de que la sanción apostólica del establecimiento de este día está involucrada en este hecho.
En estas circunstancias, no se puede suponer que Pablo tenga en mente la observancia religiosa del día del Señor como el Sabbat cristiano, cuando exhorta a los colosenses a mantenerse en indiferencia con respecto a los usos que describe como “la sombra de las cosas por venir”, y enumera carne y bebida y cosas tales como festivales y lunas nuevas y días de reposo (Colosenses 2:16). Ellos tienen la sustancia en Cristo; ¿por qué deberían molestarse con la sombra? De hecho, él pone fin con estas palabras a todo el sistema de ordenanzas tipológicas de las que habla repetidamente como elementos débiles y pobres del mundo.
En una línea similar exclama a los gálatas (4:10-11); “Guardáis los días, los meses, los tiempos y los años. Me temo de vosotros, que haya trabajado en vano con vosotros”. Al emancipar así a sus lectores de las ordenanzas umbráticas (sombras) de la Antigua Dispensación, Pablo no tiene intención alguna, sin embargo, de debilitar las obligaciones de la ley moral para ellos, sumariamente comprendida en los Diez Mandamientos. Es simplemente inimaginable que pudiera haber permitido que cualquier precepto de esta proclamación fundamental de moralidad esencial quedara fuera de uso.
Él sabía, sin duda, cómo separar la sustancia eterna de estos preceptos de la forma particular en que fueron publicados a Israel. Diríjase a la Epístola a los Efesios, carta hermana de la de los Colosenses, escrita al mismo tiempo y enviada por la mano de los mismos mensajeros, y lea del versículo veinticinco del capítulo cuarto en adelante, una transcripción de la segunda tabla del Decálogo, en su toque profundo y universalizador, entendida bastante en el espíritu de los propios comentarios de nuestro Señor sobre ella. “Por lo cual”, dice Pablo, “desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros” (Efesios 4:25). Esa es la forma que él le da al noveno mandamiento. “Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo” (Efesios 4:26-27). Esta es la versión de Pablo del sexto mandamiento. “El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad” (Efesios 4:28). Así es como elogia el octavo mandamiento. “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes” (Efesios 4:29). Así, Pablo refina los requisitos del séptimo mandamiento.
Sin embargo, si deseamos comprender plenamente cómo Pablo estaba acostumbrado a cristianizar y universalizar los Diez Mandamientos mientras preservaba intacta toda su sustancia y autoridad formal, debemos pasar la página y leer esto (Efesios 6:1-3): “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa; para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra”. Observe, primero, cómo el quinto mandamiento se presenta aquí como la prueba apropiada de que la obediencia a los padres es correcta. Habiendo afirmado que es correcto, Pablo aduce el mandamiento que lo requiere. Por lo tanto, la autoridad reconocida del quinto mandamiento como tal en la iglesia cristiana simplemente se da por sentada. Obsérvese, en segundo lugar, cómo la autoridad del quinto mandamiento así asumido como incuestionable, se extiende a todo el Decálogo. Porque este mandamiento no se aduce aquí como un precepto aislado; se presenta como uno de una serie, en la que se encuentra en igualdad de condiciones con los demás, diferenciándose de ellos solo por ser el primero de ellos que tiene una promesa adjunta; “que es el primer mandamiento con promesa”. Observe, en tercer lugar, cómo todo en la manera en que el Quinto Mandamiento se enuncia en el Decálogo y que a su vez le da una forma y colorido adaptándolo específicamente a la Antigua Dispensación se deja de lado silenciosamente y se sustituye por un modo universalizador de declaración: “para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra” (Efesios 6:3). Toda alusión a Canaán, la tierra que Jehová, el Dios de Israel, había prometido a Israel, es eliminada, y con ella todo lo que da a la promesa o al mandamiento al que se anexa cualquier apariencia de aplicación exclusiva a Israel. En su lugar se establece una amplia declaración válida no sólo para el judío que adora al Padre en Jerusalén, sino para todos aquellos verdaderos adoradores en todas partes que lo adoran en espíritu y en verdad. Esto puede parecer más notable, porque Pablo, al aducir el mandamiento, llama especialmente la atención a esta promesa, y eso de tal manera que apela a su origen divino. Está bastante claro que estaba completamente seguro de su fundamento con sus lectores. Y eso significa que la lectura universalizadora de los Diez Mandamientos era la costumbre establecida de la iglesia apostólica.
¿Podemos dudar de que, así como Pablo, y toda la iglesia apostólica con él, trató con el quinto mandamiento, también trató con el cuarto, que conservó toda su sustancia y su completa autoridad, pero eliminó de ella también todo lo que tendía a darle una referencia local y temporal? ¿Y por qué esto no habría llevado consigo, como ciertamente parece haberlo hecho, la sustitución del día del Dios de Israel, que sacó a su pueblo de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre, por el día del Señor Jesús, quien los sacó de una esclavitud peor que la de Egipto mediante una liberación mayor, una liberación de la cual la de Egipto no era más que un tipo? Pablo estaría tratando con el cuarto mandamiento precisamente como trata con el quinto, si tratara el Sabbat umbrático (de sombra) como una cuestión indiferente e hiciera recaer toda la obligación del mandamiento de guardar santificado al Señor el nuevo Día del Señor, el monumento de la segunda y mejor creación.
Que esto fue precisamente lo que hizo, y con él toda la iglesia apostólica, no parece haber lugar a dudas. Y el significado de eso es que el Día del Señor es puesto en nuestras manos, por la autoridad de los apóstoles de Cristo, bajo la sanción no disminuida de la ley eterna de Dios.